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Jesús Marañón condujo al inspector Mateos hasta su despacho y le mostró una caja de segundad digital Stockinger de 8 dígitos:
– Aquí no guardo más que fruslerías -explicó el millonario-. Algo de dinero en metálico, unos bonos que no valen gran cosa y un collar de diamantes de mi mujer. Los planes para instaurar el Nuevo Orden y hacernos con el control del mundo los oculto en la caja fuerte de mi logia, que es más segura.
– ¿Por qué me enseña su caja fuerte? ¿Y qué planes son esos? -preguntó un inspector Mateos que estaba dispuesto a seguirle a Marañón la broma hasta el final.
– La caja fuerte se la muestro para que vea cómo son estos aparatos hoy en día. Atrás quedaron los tiempos de la ruedecita y lo de 3 a la derecha y 8 a la izquierda. Ahora son completamente electrónicas, vienen equipadas con un teclado y admiten hasta combinaciones de ocho cifras: las mismas que había, según nuestro amigo Paniagua, en la partitura de la cabeza.
– ¿No me irá a decir que con los números de la cabeza de Thomas, que tengo aquí apuntados, se abre su caja fuerte?
– Compruébelo usted mismo -respondió Marañón con una sonrisa zumbona.
Marañón le facilitó un mando a distancia que controlaba el cierre de la caja, en el que había un teclado numérico y el policía, después de consultar su libreta, tecleó los ocho dígitos de Thomas:
Nada más terminar de marcar la combinación se iluminó una luz roja en la tapa de la caja fuerte y comenzó a sonar un pitido intermitente. Marañón parecía estar disfrutando de la escena:
– Nuestra pequeña amiga nos está avisando de que la serie de Thomas no es correcta. Pero además nos está penalizando por haber tratado de abrirla con una clave errónea, de manera que si dentro de un minuto no introducimos la combinación que corresponde, se activará una alarma silenciosa conectada a la empresa de seguridad que tengo contratada.
– ¿Para qué tienen que venir los vigilantes? ¿Es que la caja no sabe que ya está aquí la policía? -bromeó Mateos.
El inspector se percató de que Marañón había cogido de la estancia contigua, que era la biblioteca, el tratado La arquitectura de la felicidad que había estado hojeando durante la espera. Abrió el ejemplar, extrajo de él un punto de lectura que estaba hacia la mitad y Mateos se dio cuenta de que en él había escritos con bolígrafo una serie de números.
– He de reconocer que nunca he sido capaz de abrir mi propia caja fuerte sin ayuda. Pero igual que me ocurre a mí, que soy incapaz de memorizar ocho números, le podría haber ocurrido a Thomas, ¿no cree?
Después de introducir la clave correcta en el mando a distancia, la caja dejó de pitar y se oyó, al tiempo que se iluminaba un led de color verde, el chasquido de la cerradura al abrirse.
– Si quiere mi consejo, inspector, averigüe dónde está la caja fuerte de Thomas y pruebe a abrirla con los ocho números de la cabeza.
– Seguiré su consejo, señor Marañón. ¿Por qué me ha dicho hace un momento lo de los planes para dominar el mundo?
– Solo ironizaba sobre la famosa conspiración judeo-masónica. Verá, inspector, los masones -y a estas alturas es inútil que finja desconocer mi pertenencia a la hermandad-, siempre somos los malos de la película. Usted mismo parece estar convencido, sin que me haya explicado aún el porqué, de que mi guillotina fue la que cercenó el cuello de Thomas.
– Yo no he dicho eso. Pero no estaría haciendo bien mi trabajo si no le hubiera preguntado por ella.
– Cualquiera puede construir una guillotina hoy en día, inspector. ¿No lo sabía? Los planos los venden hasta en internet. Es cierto que se trata de reproducciones a escala, pero basta con multiplicar por tres las proporciones para obtener un prototipo como el que separó la cabeza del tronco a cerca de cuarenta mil personas, solamente durante la Revolución francesa. Y digo solamente porque supongo que no ignora que en Francia, por ejemplo, la guillotina estuvo en vigor hasta el mandato del presidente Giscard d'Estaing. Fue François Mitterrand quien la abolió.
– Otro masón, supongo.
– No le quepa la menor duda. Nosotros la inventamos y nosotros la abolimos. Hasta la toma de La Bastilla, las ejecuciones se llevaban a cabo de dos maneras: decapitación con hacha o espada para la nobleza y ahorcamiento para el populacho. Las dos son igualmente cruentas. ¿Sabe usted por ejemplo que María Estuardo (Vanessa Redgrave, si es aficionado al cine) necesitó tres golpes de hacha para morir? Después de los dos primeros aún estaba consciente. El primer tajo lo recibió detrás de la cabeza; el segundo, impactó el hombro y le seccionó la arteria subclavia, con lo que la sangre empezó a dispararse en todas direcciones. El último corte consiguió separarle la cabeza del tronco, excepto por algunos cartílagos que el verdugo tuvo que separar, utilizando el hacha como si fuera una sierra. La hermandad, a la que pertenecía el doctor Guillotin…
– Acabaríamos antes si me dijera quiénes no pertenecen a la masonería, señor Marañón -bromeó el inspector.
– ¿No me cree? Consulte la documentación relativa a la logia Perfecta Unión de Angoulême y verá como no le miento. Guillotin ingresó muy joven en la hermandad, y estaba obsesionado con hacer más humana la pena de muerte desde su infancia, pues parece ser que él mismo vino al mundo prematuramente, después de que su madre presenciara el suplicio de un condenado a muerte. He dicho antes que los que no eran nobles morían ahorcados, pero los jueces a veces también podían ordenar otros métodos de ejecución, como el hervimiento, la inmersión en agua, la quema con aceite o la crucifixión. Contra todo esto se rebeló el buen doctor, que quería además un sistema de ejecución más igualitario: todos morirían, gracias a la guillotina, con el mismo sistema, desde el rey hasta el mendigo. Tout condamnéà mort aura la tête tranchée, decretaron los revolucionarios, e incorporaron esta célebre frase a su Código Penal hasta la abolición de la pena de muerte en 1981.
– ¿Puedo hacerle una pregunta personal? Si usted se declara masón y por lo tanto está en contra de la pena de muerte, ¿por qué colecciona estos aparatos?
– Eso mismo es lo que me dice mi mujer. La respuesta es que al mismo tiempo que encuentro su uso moralmente repugnante, me atraen estéticamente, como objetos de anticuario. Por eso me parece inexplicable que la guillotina que queda en Francia no esté expuesta. Considero que sería una atracción turística de primer orden.
– ¿No decía que la habían abolido?
– Está desmontada y metida en una caja en los sótanos del castillo de Fontainebleau, a unos cincuenta kilómetros de París. La Constitución de la Quinta República todavía prevé que, en tiempos de crisis o de guerra, se puede usar la guillotina. Todo lo que haría falta para que volviera a entrar en acción sería un decreto presidencial.
– ¿Me avisará cuando regrese su guillotina de París? -dijo Mateos para poner punto final a la visita.
– Por supuesto, inspector. Ya le he dicho que pienso colaborar hasta el final en la investigación.
Cuando el millonario y el policía se estaban estrechando la mano a modo de despedida, sonó, distante aunque perfectamente audible, un alarido de mujer tan agudo y desgarrador que Mateos no pudo por menos de pensar que alguien estaba siendo torturado en algún remoto rincón de la mansión. Al ver la expresión del inspector, que era híbrida entre el estupor y la angustia, Marañón soltó una risotada y dijo:
– No hay de qué alarmarse, solo se trata de mi esposa. Acabo de solicitar a American Express que le anulen la tarjeta Centurión. Ha dejado de ser una de las diez mil afortunadas que la poseen en todo el mundo.