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Viena, noviembre de 1826

Ocho meses después de que Beethoven conociera a la joven Beatriz de Casas en las dependencias de la Escuela Española de Equitación, ambos se habían convertido en amantes.

El pretexto para empezar a verse sin despertar demasiadas habladurías -la diferencia de edad entre ambos era de más de treinta años- fue relativamente sencillo. Era conocido en todo Viena que Beethoven tenía por costumbre anotar las ideas que se le iban ocurriendo mientras paseaba en unas libretas de apuntes que llevaba consigo siempre que no estaba en casa. Los fragmentos de temas o los simples motivos de tres o cuatro notas estaban, la mayor parte de las veces, escritos a lápiz y en una caligrafía que hasta el propio autor debía de tener a veces problemas en descifrar. Dado que Beatriz era alumna del Conservatorio, a Beethoven no le fue difícil convencer a su padre de que necesitaba la ayuda de un copista para pasar a limpio la ingente cantidad de material que su mente enfebrecida era capaz de garabatear cuando caía preso de un ataque de inspiración. De modo que, una vez resuelto el problema del caballo, que Beethoven acabó malvendiendo a un tercero para poder pagar a un acreedor, el músico pactó con Beatriz, con la aquiescencia plena de su padre, que era un gran admirador de su obra, que esta le visitaría tres veces por semana para trabajar como copista en su casa-estudio de la Schwarzspanierstrasse. Después de tantos años sin haber mantenido vínculos erótico sentimentales con ninguna mujer, Beethoven volvía por sus fueros, irresistiblemente atraído por la sensibilidad y el desparpajo de Beatriz, cuyas observaciones sobre los más variados temas le hacían sonreír frecuentemente, y que compensaban una apariencia física algo escuálida que la convertía en poco menos que invisible a los ojos de algunos hombres.

Beethoven estaba otra vez enamorado.

Incluso al propio compositor le hubiera resultado imposible decir, de habérselo preguntado alguno de los escasos amigos que formaban parte de su círculo de confianza, con cuántas mujeres, deslumbradas casi exclusivamente por su formidable talento musical, había mantenido algún affaire amoroso desde su triunfal llegada a Viena en noviembre de 1792. Su especialidad habían sido, sin duda, las alumnas de piano, entre las que había destacado con luz propia la jovencísima condesa italiana Giulietta Guicciardi. Cuando se enamoró de Beethoven tenía tan solo dieciséis años, y él le doblada la edad. Para el músico fue tan decisiva esa relación que decidió dedicarle a su amada quizá la más célebre de sus sonatas, la Claro de Luna. A su amigo el doctor Wegeler, Beethoven le contó en cierta ocasión por carta:

… no se puede usted ni imaginar qué triste y desolada ha sido mí vida durante los últimos años, en los que, para ocultar mi pérdida de oído, he tenido que apartarme cada vez más de la vida social y simular que soy un misántropo, cuando en realidad no lo soy. El gran cambio en mi vida ha venido de la mano de una encantadora y adorable jovencita que me quiere y a la que quiero. Por primera vez, después de dos espantosos años, tengo la sensación de que podría ser feliz gracias al matrimonio.

Beethoven tenía la sensación, en este momento concreto de su vida, de que Beatriz de Casas podía desempeñar el papel salvador que había jugado en su vida la joven condesa Guicciardi.

– ¿Por qué no llegaste a casarte con ninguna de las mujeres con las que todo Viena sabe que tuviste relación? -le preguntó una tarde a bocajarro Beatriz, mientras ayudaba al maestro a terminar de pasar a limpio el último de los siete revolucionarios movimientos de la que iba a ser su última y definitiva sinfonía.

Beethoven había permanecido en silencio casi toda la tarde, mientras rumiaba hasta los más pequeños detalles de instrumentación de la obra. Pero cuando leyó la pregunta de su amada, salió inmediatamente de su ensimismamiento.

– No hables mientras copias la música -le dijo el maestro tratando de cerrar el cuaderno de conversación privado con el que se solían comunicar dentro de casa-. Acabarás por cometer algún error y tendrás que rehacer la página entera.

– Ya que desde hace una semana no recibo compensación económica alguna por mi trabajo de copista -replicó ella reteniendo el cuaderno como pudo- podrías, al menos, mostrarte algo más comunicativo.

Beethoven se atusó su imponente melena, que ahora solía llevar más limpia y ordenada para tratar de agradar a Beatriz.

– Te pagaré los atrasos en cuanto cierre el acuerdo con mi editor para los próximos cuartetos.

Beatriz volvió a escribir: «¿Por qué no te casaste?».

– ¿Por qué no me casé? Tal vez porque no encontré a la mujer que me diera lo que me das tú. Debe de ser tu sangre gitana.

– Yo no soy gitana -aclaró ella-. Mi padre es del norte del país, de una ciudad llamada Bilbao, aunque nosotros la llamamos El Botxo, que quiere decir «el agujero».

– ¿Se trata de una ciudad subterránea?

– No, es porque está rodeada de montañas.

– Botxo, Bonn, nuestras dos ciudades de nacimiento empiezan con b. ¿Os llaman bocheros?

– O chimbos, por los pájaros que viven en la zona. ¿Por qué te llaman a ti el español negro? ¿Tienes tú sangre española?

– Si quieres saberlo, no te queda otro remedio que venir aquí -le dijo Beethoven palmeándose los muslos, en un tono que tenía mucho de lúbrica insinuación. Beatriz permaneció en su silla, como desconfiando.

Al músico le hizo gracia la actitud recelosa de la chica:

– ¿De qué tienes miedo?

– No es miedo, es que hay un tiempo para cada cosa. Ahora estamos hablando. Y no me has respondido a la pregunta que te hice antes, ¿por qué no llegaste a casarte?

A Beatriz ni siquiera le hizo falta escribirle de nuevo la pregunta; Beethoven entendió perfectamente que ella estaba insistiendo en la cuestión y que esta vez se iba a salir con la suya.

El músico permaneció en silencio durante medio minuto, bajo la mirada expectante de Beatriz. No es que se estuviera negando a contestar, sino que estaba dándole forma en la cabeza a la respuesta, para tratar de evitar alguna palabra que pudiera herir los sentimientos de la mujer. Después añadió:

– Para mí, la música es lo primero.

La frase pareció llenar de indignación a Beatriz. -Eso es una estupidez.

– Ya sabía yo que no teníamos que hablar de este asunto. Anda, termina de pasar a limpio los compases que te quedan.

– No, quiero que me aclares la frase «para mí la música es lo primero». ¿Es que Bach no estuvo casado y tuvo veinte hijos?

– Sí, pero…

– ¿Y Mozart? ¿Y Haydn? Todos estuvieron casados, a ninguno se le ocurrió rechazar el matrimonio porque para ellos «la música es lo primero».

Beethoven fue a contestar, pero se quedó sin palabras.

– ¿Es que todas las mujeres que se han cruzado en tu vida eran arpías absorbentes y egocéntricas que lo único que pretendían de ti es que estuvieras pendiente de ellas las veinticuatro horas del día?

– No, más bien fui yo el que, a última hora, se las arregló para hacer naufragar todas y cada una de las historias de amor en las que me vi envuelto.

– Pero ¿por qué?

– No creo en el matrimonio. O si lo prefieres, creo en el amor pero no creo en la convivencia.

– ¿Cómo puedes decir que no crees en algo que no has llegado a experimentar?

– De pequeño, mi madre solía decir a sus amigas: «Si queréis aceptar un buen consejo, permaneced solteras, y así viviréis una vida tranquila, bella y grata». Y a veces añadía: «¿Qué es el matrimonio? Una breve alegría y después una cadena de pesares». Y mi madre era una mujer muy sabia.

– Que, según me has contado, estaba casada con un borracho.

– Eso es cierto. Pero ¿por qué estamos hablando de matrimonio? ¿Es que deseas que le pida tu mano a tu padre?

En ese instante sonaron unos golpes en la puerta del apartamento que Beethoven había alquilado en la Schwarzspanierstrasse, o calle de los Españoles Negros, así llamada porque había sido hasta hacía poco tiempo la sede de un convento de monjes dominicos. Ni que decir tiene que, aunque estaban llamando a la puerta con gran energía, Beethoven no escuchó absolutamente nada. En los últimos años de su vida, su sordera se había hecho prácticamente absoluta, así que tuvo que ser su joven amante la que le advirtiera que tenían visita.

Cuando Beethoven abrió la puerta se encontró de bruces con el padre de Beatriz, que no estaba precisamente del mejor de los humores.

– Herr Beethoven, sé que mi hija Beatriz está aquí y he venido a llevármela.

Beethoven le indicó por señas que era incapaz de entender sus palabras.

– Entonces, apártese -dijo don Leandro. Y con un violento gesto empujó al músico a un lado y penetró en el apartamento.

La casa de Beethoven constaba de seis habitaciones, tres para el servicio (cocina, cuarto de plancha y lavado y dormitorio de las criadas) y tres para él mismo, que estaban todas ellas dedicadas a la música, incluyendo su propia alcoba, donde por ser la habitación más grande había colocado sus dos pianos.

Don Leandro se puso a registrar las habitaciones principales e inmediatamente empezó a dar señales de disgusto por el estado de desorden y suciedad en el que se encontraban casi todos los rincones.

– ¡Esto es una pocilga! ¿Cómo tiene usted el valor de hacer que mi hija trabaje en estas condiciones?

El padre de Beatriz llegó hasta la zona del servicio y vio tan solo a una doncella, inclinada sobre una tabla de lavar la ropa, por lo que tuvo que dar por terminada la búsqueda. Luego se dirigió a Beethoven, apuntándole con un dedo índice que parecía que podía llegar a dispararse en cualquier momento y le dijo:

– Beethoven, hasta ahora le había admirado profundamente como compositor. ¡En estos momentos debo decirle que hasta su música me parece despreciable!

El compositor, que no podía escuchar nada de lo que le decía su interlocutor, le dio la espalda para ir a buscar uno de los blocs de conversación, pero don Leandro le agarró del brazo y le forzó a girarse hacia él, con una sacudida tan violenta que el maestro estuvo a punto de darse una costalada contra el suelo.

– ¡Me importa un rábano si puede oírme o no, me niego a utilizar esas libretas mugrientas de las que se tiene que valer como si fueran muletas! ¡Porque eso es lo que es usted, un tullido! Un tullido hediondo y pervertido que ha decidido que por el solo hecho de ser un gran compositor todo le está permitido, pero se equivoca. Ni mi mujer, que en paz descanse, ni yo mismo, trajimos al mundo a nuestra hija para que termine convertida en una mezcla de enfermera mal pagada y cortesana al servicio de un viejo loco, sordo y sucio como usted!

Beethoven hizo ademán de volver a girarse, pero fue de nuevo zarandeado con violencia por De Casas, que en esta ocasión hizo perder el equilibrio al músico, que cayó al suelo. De Casas no hizo el más mínimo ademán de ayudarle a levantarse, sino que mofándose de él dijo:

– ¡No es de culo como quería verle esta tarde, herr Beethoven, sino de rodillas ante mí! De rodillas, para pedirme que no utilice los contactos que tengo en palacio para lograr que sea expulsado de Viena y ridiculizado ante todos sus conciudadanos.

Beethoven le miraba dolorido y aún desde el suelo, pues había decidido, dada la fuerza física que era capaz de desplegar aquel energúmeno, que era más prudente, de momento, no tratar de incorporarse. Al mismo tiempo se estaba preguntando dónde estaba Beatriz, en qué oscuro armario o rincón había logrado camuflarse para no ser descubierta por su padre, después de la batida que este había efectuado por la casa.

Don Leandro de Casas parecía estar satisfecho después de haber derribado a Beethoven y dio la impresión de que daba por terminada su expedición de castigo. En un tono algo más sosegado, pero quizá por eso aún más inquietante que el anterior, se dirigió a Beethoven, articulando meticulosamente cada palabra, como para permitir que este pudiera leerle los labios.

– Beethoven, no sé dónde está mi hija en estos momentos aunque no es difícil imaginar, dada la vergonzosa utilización que está usted haciendo de ella, que haya decidido también convertirla en recadera. Apuesto a que debe de estar en el mercado, haciendo la compra para usted. ¿Sigue sin entender nada de lo que le digo? Muy bien, se lo escribiré.

Don Leandro agarró una de las libretas que había en la mesa de trabajo de Beethoven y escribió:

– Si vuelvo a verle con mi hija, acabaré con usted.

Y tras lanzarle la libreta al rostro, dio media vuelta y se fue dando un portazo de tal virulencia, que la plaquita dorada que servía para cubrir la cerradura por la parte del descansillo se soltó y cayó al suelo produciendo un pequeño tintineo metálico.

Beethoven aguardó algunos segundos antes de ponerse en pie, como para asegurarse de que don Leandro no iba a volver sobre sus pasos, para derribar la puerta y volver a agredirle, y luego llamó a voces a Beatriz.

Esta emergió, vestida de criada y con gesto cauteloso, de la zona del apartamento que estaba destinada al servicio.

– ¿Estás bien?

Cuando Beethoven la vio disfrazada de fregona y se dio cuenta de que era así como había logrado engañar a su padre, soltó una de sus estrepitosas carcajadas. Beatriz esbozó una sonrisa, al comprobar que el músico no estaba malherido y corrió a abrazarse a él.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la chica.

Beethoven le indicó que escribiera la pregunta en la libreta, y cuando la hubo leído dijo:

– Lo mejor es que estemos unos días sin vernos, hasta que pensemos en la mejor manera de salir de esta.

– No hay que dejarse amilanar, al fin y al cabo ¿qué puede hacernos mi padre?

– Beatriz, tu padre no estaba bravuconeando cuando decía que tenía contactos en palacio. Es posible incluso que pueda tener acceso al mismísimo emperador.

– ¿Y qué? Somos dos personas libres, podemos hacer lo que nos dé la gana.

– No es tan fácil. La policía de Metternich me ha dejado hasta ahora en paz porque creen que solo soy un viejo chiflado, completamente inofensivo. Pero si quisieran buscarme problemas, podrían hacerlo encontrando decenas de testigos que me han oído despotricar en restaurantes y tabernas contra el régimen y contra el emperador en infinidad de ocasiones.

– ¿Quién se atrevería a meterte en la cárcel? Eres una institución en esta ciudad.

– Tal vez lo fuera hace unos años. Hoy ya solo soy una vieja gloria en decadencia.

Beethoven se acercó a la mesa donde Beatriz había estado pasando a limpio algunos compases de la Décima Sinfonía y empezó a organizar sus apuntes musicales, que ató con una cinta e introdujo luego, como si fuera una carpeta, en el gran cuaderno alargado en el que estaba la copia en limpio de la obra, aún incompleta.

– Toma -le dijo a Beatriz, entregándole todo el material-. Ahora lo importante es que termines de pasar a limpio mi Décima Sinfonía. Llévate todo a tu casa y dentro de unos días yo me las arreglaré para recoger el manuscrito de la manera más discreta posible.

A Beatriz aquello le sonó a despedida definitiva.

– Prométeme que volveremos a vernos -dijo.

Beethoven no respondió, sino que agarrando una gran pluma de oca que reposaba sobre su mesa de trabajo abrió la partitura por la primera página y escribió, con muy buena caligrafía, las siguientes palabras en italiano:

Sinfon í a Decima in do minore Op. 139

composta per festeggiare la belt à della mia amata inmortale

y un poco más abajo, también en la misma lengua

Dedicata a Beatriz de Casas, i cui occhi ridenti e fuggitivi

ispirarono queste pagine.

Y sin que mediaran más palabras entre ambos, se despidieron allí mismo con un largo y apasionado beso.