173960.fb2 La d?cima sinfon?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

La d?cima sinfon?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

3

Madrid, septiembre de 2007

El Departamento de Musicología de la Universidad Carlos IV está situado en un antiguo y restaurado edificio de la época de los Austrias, que, lamentablemente, sus profesores se ven obligados a compartir con Dramaturgia y Teatro Universitario. La sede se encuentra a muy pocos minutos, paseando, de la plaza de la Cebada, así llamada porque antiguamente se separaba en este lugar la cebada destinada a los caballos del rey de la de los regimientos de caballería. También el grano lo llevaban a vender a esta plaza los labradores de las cercanías de Madrid. En el siglo XVII fue el lugar donde se instalaron las ferias de Madrid y en el siglo XIX pasaron a celebrarse allí las ejecuciones: al general Riego lo ahorcaron en esa plaza en 1824 y trece años más tarde, después de que María Cristina de Borbón le denegara una clemencia que sin duda merecía por no haber cometido delitos de sangre, le fue administrado garrote vil al legendario bandolero Luis Candelas.

Daniel Paniagua, treinta y cinco años, complexión atlética, profesor de musicología histórica en el mencionado Departamento, solía hacer jogging casi a diario a la hora de comer (saltándose su propio almuerzo) en un gran parque situado no demasiado lejos de la zona; pero como ese día le había convocado con urgencia Jacobo Durán, el jefe del Departamento, para tratar aún-no-se-sabía-qué misterioso asunto que no podía esperar hasta el día siguiente, prefirió renunciar a su galopada para no presentarse completamente rojo y transpirado a la reunión, que presentía iba a ser importante.

En lugar de eso, y para hacer tiempo hasta la hora de la cita, decidió acercarse hasta el domicilio de su mejor amigo, Humberto, que hacía semanas le había pedido que le grabase un cedé de músicas de boda, pues pensaba contraer matrimonio en breve con su novia de toda la vida. Daniel, para el que suponía un verdadero honor ocuparse de seleccionar la banda sonora de la boda de su mejor amigo, había olvidado sin embargo el encargo a las pocas horas, y como solía ocurrirle con frecuencia, sobre todo desde que había retomado la redacción de un ambicioso ensayo sobre Beethoven que había interrumpido dos años antes y que le tenía totalmente absorbido, no había vuelto a pensar ni un minuto más en el asunto. Hasta que el día anterior, Humberto le había telefoneado para decirle:

– Pedazo de cabrón, sabrás que me caso dentro de algo más de un mes.

– Por supuesto -mintió Daniel-. Ya tengo listo tu cedé. Mañana sin falta te lo acerco.

De modo que se había pasado toda la noche y buena parte de la mañana del día siguiente elaborando el disco para su amigo, con el que no había querido complicarse mucho la vida: el Ave María de Schubert, el de Gounod, el Aria en sol de Bach, las dos marchas nupciales más conocidas, la de Mendelsohn y la de Wagner, así como una decena más de piezas típicas en este tipo de ceremonias, con las que era muy difícil meter la pata.

– No te has devanado los sesos en exceso ¿eh? -exclamó su amigo al examinar el cedé. Lo que te había pedido no es lo de siempre, sino una selección más personal. Para eso eres el tío que más sabe de música de este país.

– Créeme, Humberto, la última vez que le grabé un disco de boda con mis gustos personales a un amigo fue a Óscar, le conoces, su mujer casi me mata. Con esto vamos a triunfar con Cristina, que es la que manda y para la que se hace la boda.

– ¿Crees que a mí no me hace ilusión casarme? -dijo Humberto.

– No lo sé, pero te he grabado otro disco que quiero que escuches noche y día hasta la víspera de la ceremonia.

Daniel le entregó a su amigo un misterioso cedé metido en un sobre rojo en el que solo podía leerse: El efecto B.

– ¿Quién es B? -preguntó su amigo, que ya empezaba a ponerse nervioso con tanto misterio-. ¿Y por qué tengo que escuchar esto noche y día?

– B es Beethoven, naturalmente. ¿Has oído hablar del efecto Mozart?

– No, ¿qué es?

– En 1997, un musicólogo estadounidense llamado Campbell, como la sopa, publicó un controvertido libro llamado El efecto Mozart, en el que popularizaba la teoría de que escuchar a Mozart, y en especial los conciertos para piano, aumentaba temporalmente el cociente intelectual. Como Beethoven es Mozart elevado al cubo, yo sostengo que escuchar música de Beethoven es el triple de efectivo.

– ¿Efectivo para qué?

– Para tomar decisiones fundamentales en la vida de uno, como casarse.

– ¿Estás insinuando que si escucho a Beethoven durante unos días me volveré más listo y eso me llevará a anular la boda?

– No lo sé. Pero soy tu amigo -Daniel puso una mano en el hombro a Humberto, como para que sus palabras sonaran más sinceras y cercanas- y quiero intentarlo todo antes de que te cases, para que luego no me puedas decir: «Canalla, ¿por qué no acudiste en mi auxilio?».

Humberto abrió la carcasa del cedé y se quedó mirando el disco con desconfianza, como si fuera el brebaje de un alquimista.

– ¿Qué me va a hacer esta… cosa cuando la ponga en mi equipo?

– Va a tener el mismo efecto sobre ti que algunos medicamentos que ya se usan en la actualidad para combatir el Alzheimer, y que tienen la propiedad de estimular los neurotransmisores cerebrales. Comprobarás que la música empezará a alterar tu estado anímico y a aumentar lo que los psicólogos llaman tu «percepción espacio-temporal», es decir, la habilidad para pensar con imágenes: un talento que resulta esencial a la hora de generar y conceptualizar soluciones a problemas complejos, como los que se presentan en las matemáticas, el arte o en los juegos de estrategia como el ajedrez.

– Entiendo -dijo Humberto, que poco a poco empezaba a abandonar la actitud recelosa hacia el disco para adoptar otra de genuina curiosidad.

– Ponlo ya, si quieres -le dijo Daniel. Para que veas que no se trata de ningún lavado cerebral y que no te he metido mensajes subliminales con el fin de sabotear tu boda. Solo es música… de Beethoven.

Humberto colocó el cedé en su equipo de alta fidelidad y nada más escuchar las primeras notas, afloró una sonrisa a su rostro.

– Me gusta -dijo, poniéndose cómodo en el sofá-. ¿Qué pieza es?

– La Sonata Opus 2 número 1, en fa menor, una de las tarjetas de presentación de Beethoven, cuando llegó a Viena. Es un claro homenaje a Mozart, hasta el punto de que cualquier aficionado de la época hubiera adivinado al instante que estaba inspirada en la Sinfonía en sol menor KV 183, de Amadeus. Aunque se trata de una pieza de juventud -Beethoven tenía veinticuatro años cuando la compuso- y de que su insultante talento no estuviera aún del todo desarrollado, me encanta esta sonata porque es muy característica de su personalidad arrogante y al mismo tiempo cautivadora. Beethoven se presenta en la residencia del príncipe Lobkowicz, su gran mecenas, con una música que le estaba diciendo al auditorio: «Sé componer como Mozart, pero voy a ir más allá, porque soy Ludwig van Beethoven».

– No sabía que Beethoven fuera tan bravucón -dijo Humberto, asombrado, como de costumbre, de los profundos conocimientos musicales que exhibía su amigo.

– Pues lo era. Presentarse con esta sonata en Viena fue tan… -Daniel trataba de buscar un símil como los que empleaba en clase con sus alumnos para resultar más pedagógico. Tras unos instantes de vacilación, encontró por fin una imagen que le satisfizo-… es como si un humorista profesional hubiera tenido el cuajo de contar chistes sobre la guerra ante un público acostumbrado a escuchar a Gila. Beethoven se crecía en esta especie de duelos simbólicos con Mozart y Haydn, y sabía salir airoso de las comparaciones. Brahms en cambio, cuya Primera Sinfonía estaba tan ligada al estilo de Beethoven que a menudo se alude a ella como «la Décima», tardó catorce años en terminarla porque el terror a ser comparado con el sordo paralizaba una y otra vez su energía creativa. ¿Me estás escuchando?

Era evidente que no. Humberto había caído en una especie de trance musical del que hubiera resultado, no peligroso, pero sí inoportuno sacarle, por lo que Daniel decidió abandonar la casa de puntillas, como se hace con las personas cuyo sueño no se desea perturbar. Antes de cerrar la puerta, y en frase pronunciada más para sus adentros que para ser escuchada por Humberto, dijo:

– Que conste que a mí Cristina siempre me ha parecido una chica estupenda.

La oficina de Durán, situada, como la de todos los jefes que pueden elegir, en la parte más alta del edificio, desde donde se dominaba el parque adyacente, no tenía un acceso directo, sino que había que pasar inevitablemente por la secretaría contigua. Pero como era la hora de comer, el personal administrativo brillaba por su ausencia y las puertas estaban abiertas de par en par. ¿Quién iba a querer robar en el Departamento con menos presupuesto de toda la Universidad?

Antes de pasar al despacho de su jefe, Daniel decidió visitar un aseo cercano para refrescarse un poco la cara. La cita, y sobre todo el hecho de que Durán hubiera evitado deliberadamente decirle por teléfono el motivo de la misma, le había provocado los dos síntomas de la ansiedad que él más detestaba: sudoración y taquicardia. Últimamente había estado trabajando en su ensayo sobre Beethoven, incluso en horario lectivo y abusando de todos los recursos del Departamento excepto del estrictamente monetario. Su impresión era que la reunión con Durán iba a ser para leerle la cartilla o incluso para comunicarle una suspensión de empleo y sueldo en toda regla. Y por supuesto no cabía descartar la eventualidad más grave de todas: que Durán le fuera a comunicar que, a causa de un recorte presupuestario, se procedía a desmantelar aquel raquítico Departamento.

Tras serenarse un poco, pasó sin llamar al despacho de Durán, cuya puerta estaba abierta de par en par, y le sorprendió hablando por teléfono. Las otras veces que había estado en el despacho le habían llamado poderosamente la atención dos cosas: el hecho de que, independientemente del tiempo que hiciera, Durán nunca se quitaba la chaqueta o el abrigo, con lo que daba siempre la absurda impresión de estar de visita en su propia oficina, y su asombroso parecido con Silvio Berlusconi, antes de que este se hiciera el famoso injerto capilar. Bien es verdad que aunque Durán se hubiera quedado tan alopécico como el político italiano (y no era el caso, pues lucía una frondosa cabellera sin apenas canas), jamás se hubiera sometido a semejante operación estética, aunque solo fuera por no tener que exhibirse en público con aquella patética bandana que se lió a la cabeza el inefable primer ministro, en los días siguientes a su injerto capilar. A diferencia de Berlusconi, Durán tenía sentido del ridículo, aunque no estaba claro si su reconocida honestidad, que le distinguía de su clon, obedecía a convicciones morales o al hecho incontrovertible de que hubiera sido no ya difícil, sino milagroso, desviar fondos para aviesos fines en un Departamento tan poco dotado económicamente como el suyo.

Durán dio por terminada la conversación telefónica con un «que os den por saco, a ti y a todo el Ministerio de Educación», y se levantó para estrechar la mano de su subordinado.

– Buenas tardes, Daniel Paniagua.

Siempre se dirigía a él por el nombre y el apellido. Como cuando las esposas yanquis de los telefilmes regañan a sus estultos maridos diciéndoles «John McBride, quiero que dejes ahora mismo ese vaso de whisky y me escuches con atención».

– Quita esa cara de asustado, hombre, que no pasa nada malo.

– No, si no estoy asustado.

«Mentira podrida.» A pesar de que Durán le acababa de sosegar con una sonrisa y un no pasa nada, Daniel notaba que su corazón bombeaba a más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto.

– Te he llamado para pedirte un favor -le dijo Durán.

Le estaba mirando con severidad, como si estuviera a punto de abrirle un expediente disciplinario. Pero la frase, y sobre todo el tono en que acababa de ser pronunciada, tuvieron sobre él el mismo efecto tranquilizador que si hubiera ingerido un frasco entero de Sumial.

– ¿Un favor? Por supuesto, si está en mi mano. ¿De qué se trata?

– Se trata de que acudas a un concierto.

Durán abrió el cajón principal de su mesa y extrajo el programa de un concierto de música que Daniel intentó escrutar con avidez. Pero Duran no quiso entregárselo inmediatamente, sino que lo retuvo en su mano derecha, como para exacerbar aún más la curiosidad que afloraba en el rostro de Daniel.

Este trató de ignorar el papel y adoptó una actitud de despreocupación.

– ¿El favor que tengo que hacerte es ir a un concierto? Pues pídeme más de estos.

– A este concierto no vas solo a oír música. Vas, sobre todo y fundamentalmente, a espiar para mí.

– Bien, pero ¿de qué se trata?

– Beethoven. Es tu especialidad, ¿no?

– Sí, claro. Sobre eso estoy escribiendo mi ensayo. Lo empecé hace años, cuando aún vivía mi padre, lo interrumpí durante su enfermedad y cuando falleció, no me sentí con fuerzas para retomarlo. Ahora quiero acabarlo, aunque solo sea para poder dedicárselo y honrar su memoria.

– Eso es muy loable -dijo Durán. Y tras una breve pausa continuó-: La semana pasada leí en alguna parte que Beethoven era de origen español.

– Le llamaban el Schwarzspanier, el español negro, porque era muy oscuro de piel, y hay quien dice incluso que tenía ancestros españoles…

– Tú ponlo en tu libro. Siempre hay que barrer para casa.

– Lo cierto es que la familia de Beethoven tenía origen flamenco.

– ¿Lo ves? Flamenco. Seguro que era sevillano.

Daniel se quedó dudando de si Durán había pretendido hacer un chiste.

– Flamenco, de Flandes. Los españoles estuvimos en Flandes en el XVI y en el XVII, así que no es improbable que algún arcabucero del Tercio sedujera, o más bien, dada nuestra reputación, violara, a alguna tatarabuela del compositor.

– Pues déjalo bien claro cuando te publiquen El crepúsculo de un genio.

– ¿Sabes hasta el título? ¡Pero cómo se corre la voz!

– A la voz siempre le ha gustado correrse. Toma, echa un vistazo.

Durán le entregó por fin el programa en mano y Daniel empezó a devorar su contenido con avidez. Al leer el nombre que figuraba junto a Beethoven, pegó un respingo y exclamó:

– ¡Ronald Thomas! Sabes quién es, ¿no?

– Algo he oído.

– Este hombre está ahora mismo en el mismísimo ojo del huracán de toda la musicología moderna, por no hablar del campo específico de las investigaciones sobre Beethoven, en el que es directamente el pope de los popes. Todo el mundo reconoce, o reconocemos, que se trata de un investigador fascinante, aunque he de aclararte que también es extraordinariamente polémico. Hay quien le adora y le aplaude hasta el menor de sus escritos y hay quien le detesta y desearía verle fuera de la circulación esta misma tarde.

– ¿Fuera de la circulación quiere decir… muerto?

– No, hombre. Quiere decir desautorizado, desprestigiado, musicalmente desahuciado.

– ¿Y tú en qué bando estás?

– Yo soy pro Thomas a tope. Sigo sus trabajos desde hace años y me extraña no haberme enterado de que está en España. -Creo que prefiere mantener el secreto, ya que, como puedes ver, ha venido a ofrecer un concierto muy, muy especial.

Daniel continuó leyendo el programa de mano y volvió a sacudir la cabeza con asombro.

– ¡La Décima Sinfonía de Beethoven! ¡Es increíble!

– Acabas de pronunciar la palabra clave: increíble. Porque ¿existe realmente la Décima Sinfonía?

– ¿Quién puede saberlo? Thomas no ha dicho en ningún momento que la haya descubierto. Lo que ha hecho, y de ese modo ha terminado de sacar de quicio a la musicología más pazguata y conservadora, ha sido reconstruirla, a partir de una serie de esbozos y fragmentos que dejó Beethoven, repartidos por media Europa; son aproximadamente doscientos cincuenta compases del primer movimiento, de los cuatro que suele tener una sinfonía. Esto es, según el programa que me acabas de dar, lo que se va a interpretar mañana por la noche.

– Habrás observado -dijo Durán, que estaba disfrutando enormemente con la excitación que había logrado despertar en Daniel- que el concierto es casi clandestino. No se ha anunciado en ninguna parte y no se va a ofrecer en ningún auditorio oficial, sino en la residencia privada de Jesús Marañón, ante un grupo de invitados escogidos con lupa.

– No importa que acudan pocos, porque algunos de ellos son muy beligerantes, y en el concierto de mañana se puede armar.

– ¿Armar? ¿A qué te refieres?

– Abucheos, pateos, silbidos. Hay pocas dudas de que Beethoven tuvo intención de componer otra sinfonía, después de la Novena, pero no está probado en modo alguno que los fragmentos que Thomas ha ensamblado estuvieran destinados todos al mismo movimiento.

– O sea, que podríamos estar ante un monstruo musical. El monstruo de Beethovenstein.

– Todo depende de cómo haya «cosido» Thomas los pocos fragmentos que compuso Beethoven. En principio, mañana, con lo que espero encontrarme es con un andante en mi bemol que da paso a un allegro en do menor. Eso es lo que ha trascendido en la prensa especializada. Pero a saber cómo ha instrumentado Thomas la cosa, porque no solo tenemos muy pocas notas, es que no sabemos ni qué instrumentos tenían que tocarlas.

– ¿Eso no se puede deducir partiendo de los usos de la época?

– Sí y no. Beethoven también rompió moldes como instrumentador. Para que te hagas una idea fue el primero en utilizar la flauta piccolo ylos trombones en una sinfonía. Igual Thomas le ha confiado a las trompas una frase que Beethoven hubiera querido confiar a los clarinetes. O viceversa. ¿Tú no piensas acompañarme?

– No puedo. Dejaron de invitarme a casa de Jesús Marañón desde que desatendí su petición de que una de sus hijas cantara un aria de Bach en el concierto que dio Bob van Asperen aquí, en el auditorio.

– Un gran clavecinista. Pero yo estaba postrado en cama con hepatitis y no pude acudir. ¿De verdad Marañón te pidió eso?

– No me lo pidió, me lo exigió. Y eso que ahora su hija ha hecho notables progresos, porque hace dos años, que es cuando vino Van Asperen, la pobrecita aullaba como la niña de El Exorcista.

– Hiciste muy bien en decir que no. ¿Qué se habrá creído?

– Pues se ha creído lo que es: Dios Todopoderoso. Ríete tú de ¿cómo le llaman? Jesús del Gran Poder. Marañón ha conseguido, por ejemplo, gracias a sus tejemanejes, que me congelen el presupuesto del Departamento durante los dos próximos años. Y se dedica a desacreditarme en público siempre que puede.

– Pero entonces esta invitación ¿cómo ha llegado a tus manos?

– Uno, que tiene sus recursos.

– Es mañana a las ocho en punto. Estaré allí sin falta. ¡No, espera!

– ¿Qué ocurre? ¡No me digas que tienes algún compromiso ineludible y no puedes acudir!

– El concierto es mañana por la tarde. Le había prometido a Alicia que iría a buscarla al aeropuerto.

– Olvídalo entonces. No quiero provocar una crisis de pareja.

– De ningún modo, seguro que puedo arreglarlo. Le enviaré un taxi o le pediré a algún amigo que vaya a buscarla. Ni siquiera una bomba nuclear podría impedir que dejara de asistir a ese concierto.

– Si Thomas resulta ser un farsante lo vamos a machacar, ¿me oyes? Ve mañana al concierto y sé mis oídos, mis ojos y todos mis sentidos. Que no se te escape ni un detalle. No me importa lo que el tipo haya hecho hasta ahora: si ha creado un engendro con Beethoven, le hundiremos a él y a su mecenas, Jesús Marañón.

Daniel se quedó pensativo durante unos instantes, con la mirada perdida tras los amplios ventanales situados a espalda de Durán.

– ¿En qué piensas?

– En nada. Tan solo he recordado que hay eruditos que afirman que en algún lugar de Europa yace oculto, a la espera de ser descubierto, el manuscrito completo de la Décima Sinfonía de Beethoven.

Durán no apostilló nada, se limitó a devolverle esa sonrisa adulterada y tramposa que solo los políticos muy hábiles o muy corruptos son capaces de desplegar cuando tienen algo muy evidente que ocultar.