173967.fb2 La estrategia del agua - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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16 Una cuestión de higiene

El juzgado de violencia contra la mujer que llevaba Concepción Saldaña no tenía pinta de ser un lugar en el que reinara la ociosidad. Aquella mañana su señoría debía celebrar una decena de juicios rápidos, en los que le tocaba decidir sobre las medidas de aseguramiento personal que habían de imponerse a media docena de detenidos y a otros varios imputados no privados de libertad. Además tenía que resolver sobre la atribución provisional del uso de siete u ocho domicilios conyugales y la guarda y custodia de una docena de menores. La antesala del juzgado y el juzgado mismo eran un hervidero de letrados, procuradores, víctimas, denunciados, policías, testigos. Para aligerar, la juez celebraba las vistillas ante la mesa de la oficial que llevaba el expediente, en torno a la que se apiñaban como podían las partes, incluido el imputado, o imputados, porque en la mayoría de los casos había denuncias recíprocas. Me llamó la atención una pareja de jóvenes, casi adolescentes, él esposado, ambos con lesiones aparatosas en el rostro. Cuando pasamos junto a ellos, él explicaba a su abogado que la chica le había destrozado el coche. Ella lo miraba con sordo rencor. Poco más allá había un individuo torvo, vigilado de cerca por dos policías. Su víctima no se veía en las inmediaciones. Alguien debía de haber tenido el buen criterio de no obligarla a estar junto a aquel sujeto tan notoriamente violento más tiempo del indispensable. También me fijé en una pareja de musulmanes: las lesiones de ella eran invisibles bajo la indumentaria, que incluía velo facial; él tenía un ojo morado y el cuello surcado por arañazos que parecían causados por una garra de pantera. Tras observar aquel panorama, y mientras tratábamos de encontrar en medio de aquella melée a un funcionario al que se le pudiera preguntar sin interrumpir alguna diligencia grave y perentoria, no pude evitar comentarle a Chamorro:

– Ah, el amor.

La sargento se encogió de hombros.

– Habrá que pensar que todas estas historias debieron de tener capítulos más gratificantes. Que les quiten lo bailado, ¿no?

– Y vaya si se lo van a quitar, a alguno.

Chamorro interceptó a una oficial que pasaba con unas fotocopias.

– Disculpe, buscamos a su señoría.

– ¿Quiénes la buscan?

– Guardia Civil -dije, y como el gesto de la funcionaria no fue muy diferente del que habría adoptado si le hubiera dicho que éramos de Telepizza, consideré oportuno añadir-: Nos ha citado ella.

– En aquella mesa del fondo. La de la rebeca azul.

No estaba de más que nos la señalara por aquel dato inequívoco. Porque viéndola allí, con una carpeta en la mano, nadie habría dicho que era la juez. Podía tener treinta y muchos, pero aparentaba menos, y aquella ropa, cómoda y sin pretensiones, no contribuía a revestirla de la menor solemnidad. Cuando nos acercamos a la mesa del oficial, donde se estaba desarrollando una vista para decidir sobre el conflicto de una pareja sexagenaria (él de aire amargado, ella de semblante triste y abstraído, pero ninguno con daños físicos perceptibles) pudimos apreciar, sin embargo, que su apariencia no mermaba un ápice su autoridad. Se dirigía en ese momento al hombre, al que instaba a manifestarse sobre la orden de alejamiento que se solicitaba para él:

– Estoy de acuerdo -murmuró el interesado, con la vista baja-. Cuanto más lejos mejor. Y que ella tampoco se me acerque.

– Tendrá que dejar usted su casa. ¿Tiene algo que alegar a esto?

– No. Ya me apañaré, si no hay más remedio.

La mujer no decía nada, ni siquiera levantaba la vista.

– Está bien -le resumió la juez a la oficial-: orden de alejamiento, atribución del uso de la vivienda común a la denunciante, suspensión de la pena y puesta en libertad inmediata del denunciado.

Entonces la mujer pareció regresar a la realidad:

– ¿No lo va a meter preso?

La juez miró a la mujer con una expresión adusta. Pero al instante la suavizó y le explicó, con un ostensible empeño didáctico:

– No tiene antecedentes, señora, y por la pena que le corresponde, al no haber lesiones, y no constando especial peligrosidad, no se justifica esa medida. Pero si se le acerca, infringiendo la orden, será delito y entrará en prisión. ¿Lo tiene usted claro? -le preguntó al hombre.

– Muy claro.

– Bueno. Pues esperen ustedes a que esté la sentencia.

Y se encaminó hacia su despacho, sin perder un segundo. Entonces aproveché para abordarla, cuidando de que no me arrollase:

– Señoría, soy el brigada Bevilacqua. Guardia Civil.

Se me quedó mirando, como si le costara no ya ubicarme, sino entender siquiera qué hacía allí, interponiéndome en su camino.

– Óscar Santacruz -la ayudé.

– Ah, sí -exclamó, distendiendo apenas el gesto-. Vengan conmigo, a mi despacho. No les voy a poder dedicar más de diez minutos, ya ven cómo está el patio esta mañana, pero tengo algo que decirles.

Se sentó en su sillón, miró los papeles que tenía sobre la mesa, firmó tres de ellos y se los tendió a la secretaria judicial, que había entrado después de nosotros. Antes de que ésta se fuera, le pidió:

– Por favor, mételes prisa a la forense y a la fiscal con los informes sobre los argelinos. Es lo más espinoso de la remesa de hoy.

– En seguida -dijo la secretaria, que era unos diez años mayor que la juez, y bastante menos expeditiva en sus movimientos.

Su señoría nos indicó que nos sentáramos. Así lo hicimos.

– Disculpen, ya estoy con ustedes. Bueno, ya ven por qué nadie quiere los juzgados de Violencia, y por qué la gente se me va en cuanto se le pone a tiro un destino mínimamente potable. Tengo que meter a ese hombre en la cárcel o soltarlo antes de mediodía. No sé si lo han visto. Está hecho unos zorros, pero la mujer también tiene lo suyo, debajo de la chilaba, y tengo que saber quién atacó a quién y a ser posible por qué, para dictar las medidas que procedan. Por eso hay dos cosas que me revientan. Una, que me utilicen con falsas denuncias pactadas entre los cónyuges para tramitar divorcios super-exprés, que aunque no lo crean está de moda, porque hay a quien le parece lento el camino normal, y eso que ahora es bien simple. Y dos, que me utilicen con falsas denuncias para mejorar las condiciones del divorcio a costa de la contraparte. Por eso espero que sepan buscarle la ruina a Montserrat Castellanos, la tipa con más rostro que haya venido nunca a endilgarle un cuento a la que suscribe, y miren que hay competencia.

Ni mi compañera ni yo estábamos habituados a escuchar a un juez pronunciarse con semejante crudeza. Unos más y otros menos, siempre tratan de aparentar distancia y adoptar una pose de imparcialidad, algo a lo que Concepción Saldaña renunciaba por completo.

– No me pongan esa cara. Leí la noticia ayer, y cuando esta mañana me han dicho que me buscaban y por qué, no he parado hasta localizarlos. Sabía que era una indeseable, pero no sospeché que podía ser una asesina. Ahora, a toro pasado, no tengo ninguna duda. No sé lo que habrán averiguado ustedes, pero por si nadie se lo ha contado, se lo cuento yo: esa mujer es de lo peor. Una tarada, pero no tanto como para eludir la cárcel. Sabe muy bien lo que quiere y lo que hace, y no tiene inconveniente en cruzar la raya para perseguir sus fines.

– No es la primera persona que nos lo dice -reconocí.

La juez se inclinó sobre su mesa y me miró dentro de los ojos.

– Debería estar condenada por inventarse una agresión. Yo pasé testimonio a la fiscalía para que así fuera. Pero no sé si saben que tienen instrucciones de no perseguir las denuncias falsas de mujeres en los delitos de violencia de género. Para no desalentar la denuncia, dicen. Yo no sé en qué mundo viven. Lo que desalienta la denuncia, y se lo dice alguien que ha tenido a más de una ahí sentada, en peligro cierto de muerte, para acabar desdiciéndose y marchándose con el animal de turno, es la desprotección en que las dejamos, por mucha orden y mucha condena que dictemos. Cuando se me va una así, tras retirar la denuncia, y me consta que va a jugarse la vida, trato de limpiarme la mala conciencia que se me queda por no haberla podido disuadir, oficiando a la Policía para que estén al tanto. Y me acusan recibo, y me recuerdan que ni siquiera tienen efectivos para las vigilancias de las órdenes de alejamiento que están vigentes. Por eso no entiendo esta tolerancia idiota para con las sinvergüenzas y los listos que nos están reventando el sistema, cargándolo con mierda que no le corresponde. Así que espero que me ayuden a sacarme la espina que se me quedó clavada con esa embustera. Toda la información de la causa que se vio ante este juzgado la tienen a su disposición. Y Montserrat Castellanos, si se fían de mi criterio, debería ser su primera sospechosa.

– Ya lo era, señoría -le informé-. O digamos que está entre las dos vías que estamos siguiendo. Es lo que puedo contarle, por ahora.

– Me alegra oír eso. Tenemos que empezar a poner en la picota a esta clase de gente, es una cuestión de higiene pública. La ley era necesaria y tiene un potencial enorme, pero no podemos olvidar que es excepcional, y mal funciona una ley excepcional cuando no se castiga al que delinque para aprovecharse de ella. Así, la gente se la toma a la ligera y resulta que generamos conflictos en vez de resolverlos. Sobre todo, con lo que suele estar en juego en una ruptura de pareja.

– A ese respecto, ¿qué cree usted que buscaba Montserrat Castellanos con esa denuncia falsa contra su ex marido? -pregunté.

La juez respondió con determinación:

– Triturarlo, por el placer de arruinarle la vida, que es el que mueve a esa clase de mujeres, como a los maltratadores cuando llegan al extremo de matar a la mujer que se les rebela. Eso, y que no le dejaran ver al niño. Lo pidió expresamente su abogado en la vista.

– Pues no pudo salirle peor -dijo Chamorro-. No sólo no lo logró, sino que estaba a punto de perder la custodia, entre otras cosas por haber presentado esa denuncia y haberse probado su falsedad.

La juez Saldaña asintió en silencio.

– No me digan más. Ahí tienen a su asesina.

– Aún nos queda alguna tela que cortar para probarlo.

– Me lo imagino -dijo, y meneó la cabeza-. Ah, la dichosa custodia. Cuándo le meteremos mano a eso. Racionalmente, quiero decir.

La sargento lanzó una mirada inquisitiva a su señoría.

– Perdone, ¿a qué se refiere?

– No, no me refería a nada relativo al caso en particular -aclaró la juez-. Sino a la cuestión general.

Cuántos pleitos nos ahorraríamos, y cuántas denuncias en este juzgado, sin ir más lejos, si la custodia fuera compartida por ley, y hubiera que probar la incapacidad de uno de los progenitores o su desinterés en la crianza para acordar otra cosa. Como pasa en Francia, en Italia y en otras muchas partes. Impediría que los niños fueran utilizados, y disminuiría algo el resentimiento que al final, mezclado con la mala educación que en este país tienen muchos hombres, pero tampoco perdamos de vista a las mujeres, acaba causando los desastres con los que tengo que bregar a diario.

– Algún día será así -dije-. Las cosas terminan cayendo por su peso. Aunque a algunos ya no vaya a alcanzarnos. Ni a nuestros hijos.

– ¿Divorciado?

– Desde hace doce años. Un hijo. Adolescente.

La juez me observó con un gesto de solidaridad. Y no era retórica.

– Yo también -reveló-. Dos niños. Un mes con su padre y otro conmigo. Y tan ricamente, sin traumas, trastornos ni ninguna de esas chorradas que dicen los defensores de la custodia única. Bastante guerra imbécil veo aquí cada día como para permitírmela en mi casa.

– Me parece muy sensato. Ojalá cundiera el ejemplo.

Llegados a este punto, la juez se puso en pie.

– En todo caso, no sé si la custodia compartida le habría salvado la vida a Óscar Santacruz -concluyó-. Su problema no era ninguna ley, sino esa persona con la que para su mal mezcló su camino. Lo siento, no tengo más tiempo para ustedes. Me remito a lo que les dije antes. Y si necesitan cualquier otra cosa que se les ocurra que yo pueda darles, no duden en pedírmela. Espero que sean capaces de juntar todas las piezas de su rompecabezas y logren sentarla en el banquillo.

– Hay que dar con el sicario. Pero lo haremos.

– Que así sea. Yo sigo con mis juicios. Buena suerte.

No se detuvo a indicarnos el camino de salida. Se fue derecha hacia la mesa donde aguardaban los dos jóvenes y tomó el expediente de manos de la oficial. La justicia urgente seguía funcionando. Por lo menos, parecía que en aquel juzgado la dictaba alguien con criterio y con escrúpulos, lo que no representaba ninguna panacea, pero proporcionaba algún consuelo. Quizá anduviera sobrada de orgullo y a eso se debiera su afán de cooperación; no en vano se trataba de encerrar a quien había tratado de darle gato por liebre. Pero se le podía pasar por alto. Por lo menos, su deseo de desquitarse no le impedía cumplir con su deber, ni la movía a hacer nada improcedente o irregular.

Mi compañera y yo no cruzamos palabra hasta que volvimos a estar dentro de nuestro vehículo. Antes de arrancar, Chamorro preguntó:

– ¿Quisiste tener la custodia compartida de tu hijo?

– Sí, pero mi ex se negó. Y en la práctica eso significa custodia única para la madre, salvo que pruebes que es alcohólica, esquizofrénica, prostituta o un mal bicho como Montserrat Castellanos. Como tampoco es el caso, y el niño era pequeño, no me molesté en pleitear.

La sargento pareció buscar cuidadosamente las palabras:

– Perdona que te diga, pero tampoco tu trabajo es quizá el más adecuado para compartir la custodia. Todo el día en la carretera…

Me enterneció aquella cautela. Se merecía una explicación:

– Hay otros puestos en la empresa. De chupatintas, por ejemplo. Y habría aceptado serlo, si hubiera tenido opción. Pero como no la hubo, me pedí las tropas expedicionarias. Fue entonces cuando me incorporé a esta unidad. Me ayudó a no pensar demasiado en lo que no me convenía. Y al final, me ha dado una vida. Lo mismo le tengo que agradecer a mi ex que me negara el ejercicio igualitario de la paternidad. Al final el niño y yo nos las arreglamos para rehacer lo nuestro.

– Nunca me lo habías contado. Cómo llegaste aquí.

– Nunca lo habías preguntado.

– Y dale. Cómo eres.

– Púdico para mis cosas. Como tú. Vamos, a la oficina.

En el trayecto de vuelta aproveché para llamar a Arnau. Estaba impaciente por recibir las novedades que tuviera. La investigación había entrado en esa fase de fluidez en que cada minuto trae algo. Me lo cogió a la segunda intentona, y al cabo de ocho o nueve tonos.

– Hola, Xoan, ¿qué hacías, tocarte el mondongo?

– No, mi brigada, mal podría. El trabajo, que se amontona.

– Pues cuéntame algo, anda, que estoy en un atasco y me aburro.

– La juez de Violencia llamó, preguntando por el responsable de la investigación. Le dije que estaba con la psicóloga, no sé si…

– Nos localizó. Ya hemos hablado con las dos.

– Ah. ¿Y ha sido fructífero?

– Más de lo mismo. Todos contra Montse. Pero ahora con datos más precisos. Le iban a quitar al niño. Y seguramente lo sabía.

– Ostras.

– Bueno, luego dejamos un rato para asombrarnos. Qué más.

– Albacete. Los colegas de allá se lo han tomado en serio. Dicen que con toda discreción y sin que se notara han reconstruido los movimientos de Leire y de su novio, el GRS. Y de paso, los de la moto. No consta que hayan estado en Madrid, ni ella ni él ni la máquina, desde las Navidades. Entonces sí, vinieron a pasar una semana.

– Mmm. No deja de tener su punto eso.

– ¿El qué?

– Que la moto estuviera físicamente en Madrid no hace mucho.

– ¿Por?

– Hay dos modos de doblar una matrícula. El guay, que es tener acceso al ordenador de Tráfico, cosa que se puede permitir más gente de la que sería deseable, pero no todo quisque. Y el cutre, que es andar atento por la calle para ver cuándo te tropiezas con un vehículo del mismo modelo de aquel cuya matrícula quieres doblar. Si la moto estuvo en Madrid, pudieron fijarse en ella. Y anotarle la matrícula. Lo que también me sugiere que la que buscamos pueda ser justamente del mismo modelo que la de Leire, y no una sólo similar. Prosigue.

Arnau tardó unos segundos en reanudar el discurso.

– Ah, ya. Bueno, en otro orden de cosas: ya tenemos pinchados los móviles del abogado y de Monroy Menchaca. Y están usándolos de lo lindo, sobre todo el segundo. La cabo Salgado se ha quedado pegada a ellos y no da abasto. Ahora iré a ayudarla, salvo orden en contra.

– No, me parece bien, ve. ¿Alguna otra cosa?

– Una llamada para la sargento. Un tal Marly, dice que lo conoce y que esperaba su llamada. No ha querido explicarme qué quería.

– Es un periodista amigo, ahora lo llamamos. Qué más.

– Pues, salvo que se me pase algo, esto es todo por ahora.

– Muy bien, en media hora estamos ahí. Espero.

Cuando colgué, Chamorro se volvió hacia mí:

– ¿Marly?

– Sí.

– A lo mejor me estaba llamando al móvil, me lo he dejado silenciado. ¿Puedes mirarme en el bolso y dármelo?

– No sé. ¿Puedo mirarte en el bolso? -bromeé.

– Sólo hay una pistola -se rió-. Los juguetes los dejo en casa.

Cogí su bolso y lo abrí. Aparté su pistola, una HK reglamentaria, porque para esas cuestiones era mucho menos fantasiosa que yo, y di con su teléfono móvil. En efecto, tenía varias llamadas perdidas.

– ¿Pongo el manos libres y me marcas?

– A sus órdenes, mi sargento.

– Muy agradecida, mi brigada.

Marly respondió antes del segundo tono. Como buen periodista, tenía el arma siempre a mano. Su voz, grave y bien modulada, lo hacía más apto para la radio que para la revista que lo tenía en nómina.

– Sí -dijo, escueto.

– Marly, aquí la Chamorro y el Vila, chapuzas beneméritas.

– Hombre, Vila. A ti quería pillarte yo.

– ¿Y eso?

– Tu sargento me dijo ayer que no me podéis contar nada más que lo que ya ha salido en los periódicos de la ejecución de anteayer.

– Y yo nunca contradigo a mi sargento.

– Vamos, hombre, que me voy a enrollar. ¿Me darás bola?

– Cuando pueda, a ti el primero. Lo juro.

– Pero hombre, no me dejes así. ¿Vais por el novio de la ex?

– Cuando vayamos por alguien, no te cabrá ninguna duda, porque estará detenido y en 72 horas máximo a disposición judicial.

– Vale, vale. Ten amigos para esto.

– Te prometo que la primicia es tuya, cuando pueda y todo lo que pueda. Más ahora no te voy a decir. Ya sabes cómo es esto. Y ya sé que no puedo pedírtelo, y menos si otros ya están enredando, pero no apuestes mucho por nada, todavía. Esto está abierto y nos interesa que lo parezca. Si me haces caso, te consta que desagradecido no soy.

– Me consta. Bueno, lo que me pediste ayer, Virginia.

– Soy toda oídos -dijo la sargento.

– Vuestro abogado no es un desconocido. Tampoco uno de los de la primera fila del candelabro, porque si no ya lo tendría controlado yo. Su despacho combina el penal y el mercantil. Lo que se comenta en los círculos es que se ha especializado en ponerles estructuras societarias, muchas en paraísos fiscales, a los mismos angelitos a los que defiende de sus deslices con el Código Penal. Blanqueo y evasión de impuestos, dos servicios de los que gente así siempre anda necesitada. Se le considera próximo a un par de personajes con negocios en la noche, de los legales y de los otros, y también se ha puesto la toga en varios juicios contra matones del Este y balcánicos. Me comentan que aparte de eso les habría hecho algún trabajillo a los italianos, pero no al nivel que pudiera llevar a considerarlo como uno de sus testaferros aquí. Resumiendo, trigo sucio de medio pelo. Lo que supongo que os encaja en lo que andáis buscando. Al menos a mí me encajaría -ironizó.

– Es una pieza del puzzle, por ahora -dije-. Nada más.

– Ya, pero qué pieza.

– Hay más madera, Marly. No te precipites. De amigo a amigo.

– De acuerdo, me tomo nota. Y espero tu llamada.

– En cuanto no me la juegue. Cuídate.

Corté la comunicación y me quedé un instante pensativo.

– ¿Qué andas rumiando? -dijo mi compañera.

– He estado por preguntarle por Monroy. Puede que lo conozca. Pero tampoco quiero que un periodista, por muy amigo que sea, tenga ahora mismo tanta información. Voy a llamar a Castillo.

El guardia estaba, para variar, en una vigilancia. Me pidió que me esperara unos minutos y al cabo de cuatro o cinco me llamó él.

– Tengo un minuto, Vila. Como mucho.

– Monroy Menchaca. Dime que te suena.

– Ja, ja. ¿Tan desesperados estáis?

– No, pero me ahorrarías trabajo.

– De mil amores, hombre. Conozco. Seguridad de locales exclusivos. O sea, un adicto a las malas compañías. Hace tres años estuvimos a punto de meterle mano por una paliza mortal a la puerta de una discoteca. Pero al final el marrón se lo comió el búlgaro que se manchó los puños. Él alegó que había subcontratado la seguridad de ese local a un intermediario que se había aprovechado de su confianza.

– Vale, oro molido. Castillo, no te jubiles nunca.

– En cuanto pueda, tío.

– Bueno, pues no antes que yo.

Y corté la comunicación. Chamorro no pudo esperar:

– Qué.

La contemplé, satisfecho.

– Que esto va cuadrando. No sé si lo suficiente para llevárnoslos a todos por delante. Los tres, Montserrat, Monroy y el abogado, tienen fechorías que ocultar. En cuanto a lo nuestro, aún tengo dudas. Puede que el abogado no esté en el ajo. O puede que no lo esté ella. Pero el que está seguro es el bueno de Monroy Menchaca. Hay que fijarse bien en todo lo que habla y con quién. Voy a llamar a Arnau.

Esta vez, el joven guardia me atendió en seguida.

– Arny -le dije, sin preámbulos-. Dile a Salgado que hable con el de la compañía de móviles y que nos den cuanto antes las localizaciones de los móviles de Óscar y de Monroy en los últimos dos meses.

– A la orden. ¿Algo más, mi brigada?

– Ojito especial a lo que habla Monroy. Estamos ahí en seguida.

Tan pronto como colgué, vi que había recibido dos llamadas mientras estaba hablando. Dos números sin identificar. Uno de ellos había dejado un mensaje. Marqué el número del buzón de voz.

– Vila -decía el mensaje-, soy Morales, el madero. Tengo algo para ti. Un nombre. Puede que te lleve a donde quieres llegar. Cuando puedas, me llamas. Te repito mi número, por si lo has perdido.

– ¿Personal o profesional? -consultó la sargento, cuando me aparté el aparato de la oreja, y aclaró-: Para preguntarte o no, digo.

– Curro. Morales. Que tiene algo, dice.

– Parece que hoy no nos vamos a aburrir.

Confirmando su vaticinio, mi móvil empezó a sonar. Número oculto. No me gusta atender sin saber a quién, pero tenía que hacerlo.

– Diga.

– ¿Brigada Bevilacqua? -la voz, de hombre joven, no me sonaba.

– Sí, con quién hablo.

– Teniente Miranda. Nos conocimos el otro día, en un tanatorio. Pero no sé si juzgó usted necesario grabarme en su memoria.

Lo había dicho con retintín. Entonces me acordé de él, con una sensación de extrañeza: no parecía el mismo soldadito de plomo repeinado y prepotente que me había abordado días atrás, sino alguien mucho más sutil. Y también experimenté una cierta desazón: porque era consciente de que yo tampoco había estado muy en mi sitio.

– Sí, claro, mi teniente. Cómo está usted.

– Bien, bien. Le llamo porque, como usted dijo, aunque el otro día no acertáramos a establecer una gran corriente de simpatía entre ambos, los dos somos profesionales y hacemos lo que tenemos que hacer. Tengo una información que puede interesarle para su caso.

La desazón se agudizó un poco. Hice un esfuerzo:

– Le ruego que me disculpe, si estuve más brusco de lo debido. No tenía precisamente mi mejor día. ¿Qué información es ésa?

Miranda carraspeó un poco. Fue al grano:

– Hemos estado hablando con la policía local. En la madrugada del miércoles, a eso de las tres, uno de sus patrulleros vio un coche de alta gama parado en una rotonda con un hombre en su interior. El patrullero comprobó la matrícula por radio, pero le dijeron que el coche, que pertenecía a una empresa de renting, no figuraba en ninguna denuncia. Cuando volvió a mirar, ya sólo por curiosidad, una moto negra de gran cilindrada pasaba muy despacio junto al vehículo. Tras rebasarlo, el motorista aceleró, y poco después, el conductor arrancó y se fue por otro lado. Aunque al estar fuera de la investigación ignoro por dónde van ustedes, y no puedo por tanto valorarlo con pleno conocimiento de causa, me pareció que era algo que debían saber.

El teniente Miranda debía de estar saboreando a placer la dulzura de aquel momento. Se lo había ganado en buena lid, y yo me había ganado también a pulso su recochineo. Las cosas como eran.

– Puede ser una información realmente relevante, mi teniente -me humillé-. Tenemos localizada una moto de esas características en las inmediaciones del lugar del crimen. Lo del coche, en cambio, es nuevo. No le darían por casualidad los locales el modelo y la matrícula,…

– Por casualidad, no. Se los pedimos. ¿Tiene para apuntar?

– Sí.

– Mercedes CLK 63 AMG Cabrio. Gris plata.

– Ahora entiendo que al municipal le llamara la atención.

– Por 50.000 palotes le dan uno, si le apetece.

– Tendrá que esperar, me temo. ¿Y la matrícula y el titular?

– Como le he dicho, es de una empresa de renting. Así que sólo les doy la mitad del trabajo hecho. Tendrán que rematarlo. Apunte.

Me dictó número a número y letra a letra, muy despacio, como si lo hiciera para alguien un poco retardado. Cuando terminó, dijo:

– Si averiguamos algo más, le informo en seguida.

– Muchas gracias, mi teniente. Y mis disculpas otra vez.

– No pasa nada, brigada. Tenía razón. Pero hay maneras. Adiós.

– A sus órdenes.

El peculiar cariz de la conversación no le había pasado en absoluto inadvertido a mi compañera. Tanteó el terreno con precaución:

– ¿Alguna contrariedad?

– No. Más bien al revés. Un buga harto mosqueante en las proximidades del lugar y la hora del crimen. Cortesía de la picolicie local.

– Le has pedido perdón.

– Digamos que el otro día no estuve muy diplomático con él.

– No me cuentes más.

Volvió a sonar mi teléfono. Por un momento, Robe no me cayó nada bien. Pero él no tenía la culpa. Era yo quien le había puesto ahí.

– Sí -murmuré, tras comprobar que era otra vez un número privado.

– Cono, Vila, ¿si no enciendes el móvil para qué se lo das a la gente?

– Morales. Estaba hablando, disculpa.

– Bueno, oye, que soy un hombre ocupado, lucho contra el crimen en una gran urbe de la era global. He acorralado a mi confite, con un par de trucos que no te contaré, que luego los copiáis. Digamos que lo puse en una situación en la que le ha traído cuenta confesarnos por encargo de quién nos echó sobre el pobre Santacruz: Wilson Jara Romero. Colombiano, y no de los honrados. Lo tenía en mi lista de objetivos, con prioridad baja, pero lo acabo de ascender, para enseñarle que conmigo no se juega. Te puedo mandar sus señas, coche, números de teléfono que sé que usa o ha usado… No dirás que no coopero.

– Pues no. Cómo podría decirlo.

– Eso sí, no le pones una mano encima sin avisarme. Que voy contra él por mis cosas y si no estamos seguros de que tiene que ver con tu muerto no quiero que me jorobes la operación. ¿Estamos?

– Por descontado, inspector jefe.

– Vale. Te lo pongo todo en el mail. ¿El de tu tarjeta es el bueno?

– Sí. Muchas gracias. De veras.

– Agradecido te estoy yo, ya te dije. Buena caza.

Y colgó. Pocas mañanas me cundían tanto, haciendo tan poco.