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Capítulo 37 Ensalada de tiros

– Pájaro abandona nido. Repito: pájaro abandona nido. Cambio -transmitió la inspectora Menéndez cuando vio que el sujeto Alfa salía de la pensión Claramundo.

Torrecilla la escuchaba desde la Unidad de Control, camuflada en una furgoneta de Mudanzas Romero.

La inspectora siguió a Alfa hasta la boca del metro.

– Ahora vamos por Goya, «Furgo». Alfa mira propio reflejo ventanilla vagón. Cambio y corto.

– Está aquí mismo, a setenta metros en vertical -corroboró Armero.

En el interior de la Unidad de Control apenas podían revolverse cinco personas: el conductor, el comisario Torrecilla, Fernando Armero, María Isabel Maroto y el técnico de Ciencias del Comportamiento de Pozuelo, doctor Jaime Palmeras.

– Alfa se dispone a descender Conde de Casal. Repito: fin de viaje Conde de Casal. Cambio.

– No le pierdas de vista. Cambio -ordenó Torrecilla.

La furgoneta giró a la izquierda y enfiló por la avenida Ciudad de Barcelona, hacia el amanecer de Vallecas.

A la misma hora, observó el comisario, al otro lado de la M-30 era mucho más de día que en el centro de la ciudad.

Por lo menos cuarenta minutos más, según sus cálculos.

Carranza salió con cuidado para no introducir el pie entre coche y andén y comenzó a subir las escaleras, seguido de cerca por la inspectora Menéndez caracterizada de estudiante.

– Estamos en la superficie. Alfa titubea, mira a ambos lados… ¡Atentos, va a cruzar la autopista! Cambio.

– No hace ni diez años esto era el puto campo -Torrecilla señalaba a la redonda.

La «Furgo» entró en la calle Sicilia a través de Miguel Palacios. El otro extremo de la calle daba a un vertedero, sin salida para vehículos, pero desde el que se podía llegar a pie a Hermanos Carpi o Puerto de Tarancón. El comisario ordenó que las unidades de apoyo bloquearan ambas calles.

Alfa parecía dirigirse a una nave industrial con persiana metálica. Aparcaron contra una tapia con su correspondiente letrero de «Zalezky Modas».

Como de costumbre, todos querían subir.

– Miguelito, a la puerta de atrás. Es una orden. Javi y Lucas, al tejado. Esta vez os toca.

Apareció la inspectora de perfil, pegada a la pared, avanzando en zigzag.

– ¡Acabamos de establecer contacto visual, Carmen! Te estoy viendo clara y nítida -anunció Torrecilla-, Estamos aparcados a dos metros. Cambio.

– ¡Contacto, jefe! Visibilidad total. Cambio y corto.

Carranza estudiaba la situación mientras fingía atarse los cordones de los zapatos. Iba a entrar, le ordenaría a Antonio cualquier misión secreta urgente y, en cuanto el gordo saliera por la puerta, ejecutaría a la Princesa con sus propias manos.

Un plan perfecto.

– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -comenzó a andar hacia la casa.

La inspectora había tomado posiciones oculta tras el tronco de una acacia.

A través de los prismáticos, Torrecilla vio que Alfa tocaba el timbre de la entrada.

Abrió un hombre joven y obeso.

– ¡Ése es Toni! -delató Maribel.

– Contamos con identificación positiva -transmitió Torrecilla-. El sujeto Beta es Antonio Maroto. A todos los agentes: tomen posiciones. Cambio y corto.

Cuando Alfa y Beta estuvieron en el interior, los Geos amontonaron sacos terreros en la acera y Torrecilla saltó de la «Furgo» y se acuclilló, parapetado tras la barricada.

El doctor Palmeras y María Isabel Maroto le siguieron.

– ¡Ah de la casa! -gritó Torrecilla por el megáfono -. ¿Se me escucha? Sabemos quiénes sois, gilipollas. Antonio, tu hermana está aquí. Y tú, Carranza, ten cuidado. Soltad a la Princesa, par de dos, y salid con las manos arriba y el carnet en la boca. Díselo tú, Isabel.

– Toni, que es verdad. Estáis rodeados. No tenéis escapatoria. Ríndete, anda, por favor.

– No sean ustedes insensatos…

– ¿Y ahora qué tripa se le ha roto, Palmeras?

– No le amenace, comisario, o provocará una reacción desesperada. Ofrézcale garantías. Negocie… ¡Recuerde que tienen un rehén!

Torrecilla empuñó el megáfono.

– No os pasará nada, gilipollas. Garantizado: palabra de Torrecilla. ¿Queréis negociar? Pues puta madre, venga: negociemos.

Una bandera blanca asomó en la ventana del edificio rodeado.

– Esto va para largo -observó Ugarte, que acababa de llegar con un bloc en la mano-. ¿De qué queréis los sandwiches?

– Queso con nuez -masculló el comisario.

– Dos de ensaladilla y dos de jamón y queso -pidió el psicólogo.

– Pare el carro, Doc. Tocamos a dos por cabeza. Órdenes de arriba. Los que tienen barra libre son los delincuentes…

– Presuntos, amigo mío, presuntos… -le corrigió Palmeras. Varios policías uniformados rieron a mandíbula batiente.

– ¿Son de Rodilla? Cambio -preguntó por radio la inspectora.

– Afirmativo. Cambio.

– Roger, o sea: comprendido. Entonces vegetal y peñasco para mí. Cambio y corto.

– ¿Ocurre algo, muchacho? -preguntó alarmado Carranza en cuanto vio a Antonio.

El joven se encogió de hombros.

– Pareces un aparecido, Toni, hijo. ¿Es que has vuelto a soñar que van a masticarte las vaginas con dentaduras, chas-chas, chas-chas?

– ¡No fastidie, Maestro! La Princesa se ha escapado. Carranza se desplomó sobre un sillón.

– Gegen diesen Idioten muss Ich verlieren! -murmuró, como si dijera: "¡Que tenga que perder yo contra este tarado!».

Por el megáfono, les preguntaban qué querían comer.

– A mí estas cosas me quitan el apetito -murmuró Carranza. Sin prisionera para ejecutar, no podía llevar a cabo el movimiento y añadir tiempo.

– No, si yo tampoco, no se crea. Por si acaso, pida tres de queso con anchoas. Nunca se sabe. También podríamos necesitar algunos tercios de Mahou y una botella de Larios.

– Lo que necesitamos es una salida.

Antonio señaló un tablero en el que había algunas piezas.

– No hay salida. Mire, Maestro, por fin lo tengo resuelto. Mi problema. Es un mate en tres forzado. No se puede entrar fuera, pero el que se embotella pierde. Así que no hay solución. Es la vida lo que no tiene remedio.

La Princesa abrió los ojos y tardó unas cuantas fracciones de segundo en hacerse cargo de la situación en la que se encontraba: atada de pies y manos, con un esparadrapo en la boca y abandonada sobre un promontorio de basura. Acercó las muñecas a una lata de conservas, para intentar cortar la cuerda contra el filo oxidado.

Ugarte se aproximó con una bandera blanca y depositó junto a la puerta el paquete de Rodilla atado con cinta de

Salió Beta a recogerlo y dejó en su lugar un papel.

– ¡Piden un helicóptero que les lleve a Venezolandia, los muy cabrones! -se asombró Torrecilla al leer la nota.

– Usted prometa, prometa… -asesoró Palmeras con la boca llena.

Los dos últimos sandwiches eran para Fernando Armero, que los rechazó sin levantar la cabeza de los controles.

– ¡Dejadme en paz, cono, que estoy en pleno escáner térmico!

Amplificada por el megáfono, se oía la voz de Maribel. -Toñín, soy yo. Soy Mari. El helicóptero va a llegar…,

– Déle confianza -susurró Palmeras.

– De hecho, ahora mismo ya está volando. Lo que pasa es que hay vientos en contra. Vientos de ciento veinte nudos, Toni. Todavía puede tardar un rato.

– Correcto, señora. Ahora estimule su ego. Que se sienta el protagonista…

– Toni, ¡la que has montado! Tengo que reconocer que ha sido un buen trabajo. Por aquí todos lo andan diciendo, ¿verdad que sí?

– ¡Ya lo creo! -repetían uno a uno los policías asomando por turno las cabezas desde sus escondites en esquinas y tejados.

– Suficiente. Ahora hágale creer que es una víctima, ya sabe: la sociedad le ha hecho daño, le comprendemos… -sugirió Palmeras.

– A ti es que esta sociedad te ha hecho mucho de sufrir, Toni. Desde pequeños, te las has llevado siempre en el mismo carrillo…

– ¡Stop, señora, stop! -advirtió el psicólogo -. No vayamos ahora a provocar el rencor neurótico. Intente retrotraerle a su infancia…

– ¿Te acuerdas cuando éramos pequeños, Toñín? ¿Te acuerdas de la parcela? Di, ¿te acuerdas?

– Vamos bien, vamos bien…, pero, cuidado, le prevengo que puede reaccionar con una hipercompensación. Hay que intentar establecer contacto inmediato con su superego…

– Oiga, Palmeras, basta de pamplinas, ¿no le parece? -interrumpió Torrecilla-, Isabel, dile que suelte a la chica de una puta vez.

Maribel miró a los dos hombres como en un partido de tenis, empuñó el megáfono y gritó:

– ¡Escúchame, Antonio: suelta a la chica y no te pasará nada!

– ¡Ése no es el camino, señora! ¿Es que pretende provocar la contratransferencia?

– Que la sueltes ahora mismo -repitió Maribel. Torrecilla sonreía.

Transcurrieron varios minutos sin respuesta.

– Toni, no seas tarado. ¿Quieres soltarla ya?

– No la soltará -aseguró de pronto Fernando Armero.

– Claro que no. Se lo advertí -confirmó Palmeras-, Está bloqueado: acaban ustedes de provocar inhibición emocional anal aguda. En otras palabras: se ha cerrado en banda.

– Tonterías, Doc. No la soltará porque la chica está muerta. El sensor térmico sólo detecta dos cuerpos, uno de ellos con fiebre alta. Puesto que Alfa y Beta están vivos, ella está muerta, térmicamente hablando. Y tiene que llevar así, difunta, más de cuarenta y ocho horas, el tiempo para que un cadáver alcance la temperatura ambiente.

– ¡Hijos de la gran puta! ¡Los vamos a reventar!

Torrecilla se abrochó el chaleco antibalas.

– Me parece que llega el helicóptero. -Yo no oigo nada, Maestro.

Cuando se acercaron a la ventana, una detonación rompió el cristal. Cuerpo a tierra, oyeron la voz del comisario.

– ¡Se acabó el cuento! ¿Os rendís sí o no, cabrones?

– ¡Nunca! -respondió Carranza.

– ¡Jamás! -corroboró Antonio.

– ¡Perfecto! Si no salís antes de que cuente cinco, os vais a enterar. ¡Uno!

Las instrucciones del comisario eran claras: había que evitar a toda costa el derramamiento de sangre. La hermana de un secuestrador se encontraba presente y era amiga personal de Torrecilla.

Por lo demás, él actuaría en primera línea, la inspectora Menéndez se mantendría a cubierto tras la acacia y los Geos estrecharían el cerco y lanzarían bombas de humo para hacerles

En caso de fuerza mayor, si se veían obligados a disparar, apuntarían a los tobillos.

– Todos en sus marcas -ordenó por el sistema de radio. A continuación gritó por el megáfono:

– ¡Cuatro!

– ¡Regio! -pensó la Princesa, la cuerda había cedido.

Se arrancó el esparadrapo de la boca y pudo decir en voz alta:

– ¡ Supercrocanti!

Se desató los tobillos y se puso de pie. Le dolía todo el cuerpo y sentía la necesidad urgente de echarse agua de colonia en las manos. Alvarez Gómez, por favor, si puede ser.

Andaba con la vista en el cielo, para orientarse por la posición de las estrellas.

– Ahora sí que voy sin rumbo -se lamentó, al comprobar que ya era de día.

El Maestro le mostraba los dos puños cerrados. Antonio tocó el izquierdo.

Era el rey negro.

Le tocaba a Carranza la maniobra de diversión y a Antonio la misión imposible.

– Da igual, porque de todas formas yo ya estoy en Hache Ocho -Carranza señalaba la última y negra casilla del tablero.

– ¡Cuatro y medio!

– Intentaré entretenerles para que puedas alcanzar el taxi. -Maestro…

– No digas nada, hijo. Recuerda: Gens Una Sumus. Antonio tradujo el lema de la aborrecida FIDE:

– Somos una familia.

Con una pistola en cada mano, el Maestro Carranza von Thurns abrió la puerta.

– ¡Y cinco! Ahora sí que os la habéis cargado, cabrones -hizo una seña a sus hombres -. ¡Luz, cámara, acción!

Rodilla a tierra, el capitán de los Geos disparó una bomba de humo que entró por la ventana y se posó en el suelo, emitiendo un silbido característico al girar sobre sí misma.

En ese instante los Geos vieron con asombro a un anciano que se lanzaba hacia ellos disparando.

– ¡Banzái! -gritaba don Claudio.

Se detuvo en seco. Su cuerpo, elevado por las balas, se agitaba en el aire cual marioneta de trapo (vale decir pelele y también polichinela). En tres o cuatro fracciones de segundo recibió ciento treinta y cinco impactos. Cayó sobre el charco de su propia sangre y pensó dos cosas de inmediato. La primera, que debía pronunciar unas últimas palabras. La segunda, que era una suerte que hubiera caído boca abajo: su nuca quedaba al descubierto, lo que aún le permitiría recibir la revelación de la fórmula Omega. Necesitaba con cierta urgencia instrucciones detalladas para no morirse.

– ¡Buen trabajo, chicos: lo habéis dejado como un colador! – observó el capitán de los Geos mientras se ajustaba la máscara de gas -. Ahora vamos dentro a por el otro idiota.

Antonio no estaba en el interior. Había aprovechado el humo y la maniobra del Maestro para deslizarse hasta un arbusto.

La tierra comenzó a temblar a medida que el batallón de Geos marchaba al asalto. Entraron en el edificio abriendo fuego, a la vez que gritaban:

– ¡Alto-policía-alto-o-disparo!

Era su oportunidad. Tenía que llegar al taxi.

Al oír los disparos, la Princesa corrió hacia el tronco de una acacia.

– ¡Hostias, Alteza! -la reconoció Carmen-, Soy policía.

– ¡Regio!

– ¿Cómo se encuentra? -Agotada, chica, tú me dirás…

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Tutéame, anda…, y dame un abrazo muy fuerte. A veces necesito que alguien me abrace en el acto. Cualquiera vale.

Las dos mujeres se apretaron contra la corteza del árbol.

– Asunto concluido -Torrecilla se estaba quitando el chaleco antibalas.

– ¡Está fuera, jefe! ¡El gordo ha salido! Repito: el sujeto Beta está fuera y armado. Cambio -advirtió la inspectora.

– No te muevas. Cambio y corto -Torrecilla vio a Carmen correr hacia la casa. Otra mujer la seguía.

– ¡Que no quiero heroínas, cono!

Bajo el arbusto, Antonio vio acercarse a Torrecilla, seguido de una mujer pistola en mano, seguida de la Princesa, seguida de Maribel.

– ¡Diles que no me maten, Mari! Antonio abrió fuego.

El comisario se tiró al suelo y la bala hizo impacto en el hombro de la inspectora.

– ¡Jolines! -acertó a decir la Princesa, antes de tirarse al suelo.

– Todo encaja…, ¡click!

Antonio recogió las últimas palabras del Maestro y cerró los ojos en el instante en que el comisario le disparaba.

Estaba de rodillas. La bala explosiva le destrozó el pecho y le tumbó hacia atrás.

Volvió la cabeza hacia la mirada de Maribel.

– Tarado… -sonrió su hermana.

– ¡Estúpida!

Los ojos de Maribel parecían una corriente de agua.

– No llores, Mari.

– No estoy llorando.

– Sí que me acordaba de la parcela. También me acuerdo de una falda que tenías, de cuadros…

– La del colegio.

La miró a los ojos, en los que no hacía pie.

– No llores tú, Toñín.

– SÍ son lágrimas de cocodrilo. Extendió las manos hacia ella.

Aunque no llegaron a tocarse, el charco de sangre de Antonio avanzó hasta mojar el cuerpo de Maribel.

– Me acuerdo de todo.

Fueron sus últimas palabras.

La Princesa abrazó a Maribel.

– No le haga caso. Sí que lloraba de verdad. Le conocí: él no tenía cocodrilo.

– Toñín siempre lloraba de verdad.

Se alejaron en silencio, cogidas de la mano, hacia el punto de fuga.

Era el comienzo de una hermosa amistad.

Torrecilla se quitó la camisa y la hizo jirones para vendar la cinematográfica herida que la inspectora tenía en el hombro.

– No es nada.

– Pero puede haber lesiones internas.

Sus rostros quedaron a muy poca distancia uno del otro.

– Jefe, ¿es que no piensa darme un beso?

– ¿Un beso? ¿Dónde? ¿Cómo?

La inspectora besó al comisario.

Sonó la música y, sobre los desenfocados rostros policíacos, apareció sobreimpresionada la palabra fin.

Mientras se sucedían en caracteres diminutos los títulos de crédito, se fueron encendiendo las luces de la sala.

Los que se llamaban a sí mismos cinefilos permanecieron sentados para leer los nombres y apellidos de los carpinteros y electricistas. Testarudos y enfurruñados, miraban con desaprobación a los que salían maniobrando con los brazos por encima de la cabeza para ponerse los abrigos.

Cuando alcanzaron el vestíbulo, Ortueta encendió un cigarrillo.

– ¿Qué?

– ¡Hijo mío de mi alma, casi me quedo dormida, te lo juro! -Aquí, tres cuartos de lo mismo. Desde luego, si esto no

ha acabado conmigo, es que no hay quien pueda. -Pues entonces tendrás que prolongarte.

– ¡Vamos anda!

En la calle hacía frío. Ortueta se subió el cuello de la cazadora y cogió a Paquita del brazo. -Anda, vamos -repitió a la inversa.