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El contacto del cuchillo contra la piel en el intersticio entre el globo ocular y el hueso era frío.
Miró al hombre rojo de las piernas tiesas al otro lado de la calle, oyó el chasquido que se produjo en la caja metálica, oyó el rugido de los motores de los coches, el gorjeo de los pájaros entre los arbustos a sus espaldas, los chillidos alegres de un niño. El sonido de la primavera en París.
Apreté el dorso del cuchillo contra mi ojo y advertí varios círculos blancos, oscuros y de colores. Los círculos se volvieron más nítidos cuando insistí en mover el ojo con la punta del cuchillo…
Se preguntó por qué de pronto estaba pensando en Newton, por qué pensaba en sus disparatados experimentos. Una locura que a punto estuvo de dejarle ciego, pero que también le llevó a hacer nuevos e importantes descubrimientos. Tal vez porque apostó fuerte, y ganó, hoy se le considera un genio. Fue declarado un genio.
Ella también había apostado…
De pronto, el hombre rojo se apagó y se iluminó el verde. Así era la vida: cambiante. Del rojo, rígido, virulento, al verde, plácido y móvil. Vivo. Y después, vuelta a empezar. Giró la cabeza y reparó en que estaba a un bloque de distancia, vio cómo la miraba a través de las gafas de sol oscuras. Vio moverse el Bigote y formar una sonrisa. Con el bolso negro bien agarrado bajo el brazo cruzó la calle por el paso de cebra y se alejó por la acera, apresuradamente.
Si el cuchillo hubiera atravesado la fina membrana que mantenía el líquido del ojo en su sitio, si el filo se hubiera abierto camino hasta penetrar los músculos, las células pigmentarias y la gelatina cristalina, si Newton se hubiera quedado ciego, ¿acaso habría ella acabado aquí, en el mundo invisible entre la vida y la muerte?
El sol de la tarde se coló entre las casas, y le dio de lleno, como un foco, en la cara. En un acto reflejo se llevó la mano a los ojos, la retiró rápidamente y miró hacia el sol, dejando que éste calentase su rostro. Le vino a la mente una antigua tesis del ars moriendi, «aprende a morir y aprenderás a vivir». El último día había sido así, lleno de pensamientos que atravesaban el aire como hojas en otoño camino de la putrefacción.
Recoges lo que siembras.
Una vez, Even había reescrito en broma la tercera ley de Newton de acción y reacción de esta manera. Sin embargo, como solía ocurrir cuando Even quería ser gracioso, sus palabras habían dejado entrever cierto deje de amargura y de resentimiento. Ella nunca se había acostumbrado a aquel tonillo. Los tacones de los zapatos golpeaban la acera emitiendo un sonido hueco y ella dirigió la mirada vacía hacia la sombra que se arrastraba detrás de ella por el enlosado. Su fiel e implacable sombra.
Había sembrado. Ahora debía recoger.
Un poco más adelante caminaba un anciano con su bastón. Una de sus piernas parecía rígida y difícil de controlar, y ella pensó si él lo sentía como una contrariedad o si lo había aceptado y vivía su vida sin amargura. Morir amargado es negar todo lo bueno que la vida te ha dado, intentó convencerse. La sombra de un gran edificio atravesaba la acera y ella se detuvo en el límite, en el lado de sol, titubeante, como si una criatura maléfica estuviera esperándola en la penumbra. Las ganas de llamar a casa amenazaban con ahogarla, de telefonear a los niños, darles las buenas noches, oír sus voces y contarles lo mucho que los quería; pero no podía. El móvil había desaparecido. ¿Habrían llegado las fotos a su destino? No podía hacer más que desear que así fuera. Eso era lo único que le quedaba: la esperanza. Respiró hondo, cruzó la línea y se adentró con paso firme en la sombra.
El anciano cruzó renqueante la plaza abierta en dirección a la terraza del café, se abrió paso zigzagueando entre las mesas hasta llegar a su silla habitual, al lado de la puerta, dejó el bastón apoyado contra la mesa y se sentó. La morsa le sirvió un calvados y dijo algo así como que la primavera estaba a las puertas. Decía lo mismo cada día. El anciano se levantó y colocó la silla de manera que tuviera vistas sobre la calle. Le gustaba echar un vistazo al Sena, a los barcos y a la vida que se desarrollaba en el río. Una mujer dobló la esquina y se dirigió a grandes pasos hacia el café. Parecía decidida. El la siguió con la mirada, se sentía presa de un sentimiento indeterminado. «Yo podría haber amado a una mujer así», pensó mientras saboreaba el calvados. Cuando la tuvo más cerca empezó a sentirse inseguro.
– Ma poupée chérie ne veutpas dormir, ferme tes doux yeux, tu me fais souffrir. -Una madre joven, todavía muy niña, con una criatura en el regazo, cantaba una nana en voz baja. De pronto la criatura alargó los brazos hacia la mujer que pasaba por su lado en aquel mismo momento. La mujer pasó de largo sin hacerle caso al niño y la madre la siguió escandalizada con la mirada mientras la mujer se dirigía hacia una mesa que estaba libre. La madre sonrió a la criatura y siguió canturreando en voz baja. El niño agitó los brazos regordetes, parloteando alegremente a la cara de la madre que, a su vez, se dio la vuelta lentamente para fijar de nuevo la vista en la mujer.
– Ejem -carraspeó una maestra jubilada de Bremen, más por costumbre que porque tuviera algo en la garganta, dio un sorbo a la copa de vino blanco y miró a la recién llegada por encima de la montura de las gafas-. Ejem, ejem.
La maestra había dedicado gran parte del día a visitar el Louvre, se había paseado por sus salas, para estudiar a los grandes maestros: Rafael, Da Vinci, Delacroix… en todos los sentidos había tenido un día maravilloso. Ahora estaba sentada, disfrutando de un descanso con una copa de vino en la mano.
El frío empezaba a subir desde el río y pensó que pronto llegaría la hora de meterse en el restaurante y comer algo. La mujer que acababa de llegar le pidió algo a un camarero joven y la maestra pensó que la mujer atraía casi por arte de magia todas las miradas, como si todo el tiempo se encontrara en la sección áurea de un gran cuadro. Por ejemplo, en el de María de Médicis a su llegada a Marsella. La maestra se había entretenido un buen rato ante el fascinante cuadro de Rubens, estudiando los detalles, las sirenas, Neptuno; dejándose fascinar por el siniestro e imponente comandante del barco que aparece en segundo plano con una magnífica cruz de Malta sobre el pecho. ¿Significaba aquella cruz que pertenecía a alguna hermandad? ¿Sería, tal vez, el presagio del mal que se avecinaba? ¿O acaso se trataba del asesino del futuro esposo de María, el rey Enrique IV? El enorme cuadro había puesto en marcha su imaginación. Le gustaba crear sus propias historias acerca de lo que veía, un privilegio de jubilados. Se acabaron los tiempos regidos por los planes de estudio y la interpretación correcta. Ahora eran sus propias versiones improvisadas las que valían. Entrecerró los ojos por encima de las gafas. ¿Acaso había gente que llevaba consigo la sección áurea, que la lucía como si se tratara de una cruz sobre el pecho pintada con tinta invisible? La verdad es que todo parecía indicar que así era, pues se dio cuenta mientras apuraba la copa de que había otros clientes del café que seguían a la mujer con la mirada.
No porque su indumentaria tuviera nada especialmente destacable, ni tampoco se debía a su aspecto físico, se dijo para sus adentros un hombre menudo y enclenque con aires de conocedor. Al fin y al cabo, se trataba de París, una ciudad conocida por sus bellas mujeres. Y, aun así, siempre había sentido fascinación por las personas cuyo atractivo hacía que los demás se volvieran ante su mera presencia. La experiencia le había enseñado que poco tenía que ver con el aspecto externo; se trataba de algo más sutil; del aura, le gustaba decir. Sin embargo, en el caso de esta mujer era algo todavía más indefinible, era como si un enigma se hubiera alojado en su rostro y lo mantuviera preso bajo una máscara. Le gustaba su andar, una extraña combinación de determinación total (desde el primer momento, la había visto dirigirse decididamente hacia una mesa desocupada al lado del anciano del bastón) y de movimiento, con cierto aire de zombi. Parecía estar en otro lugar. Dudaba que hubiera funcionado en una pasarela, aunque últimamente algunas casas de modas habían mostrado interés por integrar a mujeres maduras en sus catálogos. Estaban hartos de las modelos típicas, querían mujeres con personalidad. Y eso sí lo tenía la mujer, desde luego. Llevaba un núcleo del polo norte magnético en su corazón; pues sí, así era, y así pensaba describírsela a Claude. Decidió dejarla tranquila, tomarse su café. Luego se levantaría para irse, le daría su tarjeta de visita y le ofrecería hacer una prueba fotográfica. Después ya sería cosa de Claude tomar una decisión; y de la mujer, por supuesto.
Un hombre con gafas de sol se acercó a la mesa de la mujer y se sentó sin antes preguntarle si la silla estaba ocupada. Se pasó un dedo grueso por la barba. El hombre menudo a punto estuvo de soltar un comentario sarcástico cuando de pronto descubrió la mirada detrás de las gafas de sol: estaba pegada a la mujer. A su mujer. Sonrió. Sí, sin duda a Claude le gustaría oír lo que tenía que contarle.
Qué extraño. El anciano contempló a la mujer que se había sentado a la mesa vecina. «Me hace pensar en el otoño.» Con el bastón en alto hizo un gesto a la morsa y le indicó que le sirviera otro calvados. Ella había girado la cabeza hacia la calle. El anciano tenía vía libre para mirarla tanto cuanto quisiera y disfrutaba contemplando a una mujer madura con personalidad y fuerza en todos sus rasgos. Carácter. Todas esas jovenzuelas que irradiaban estupidez desde las páginas de las revistas no le decían nada, nunca le habían dicho nada.
El joven camarero le sirvió un capuchino. Ella pagó al instante. En un interrogatorio posterior el camarero se dio cuenta de que, por error, le había servido un café con leche. Daba igual, pues nunca llegó a probar el contenido de la taza.
Los testimonios acerca de su indumentaria resultaron ser contradictorios. Todos se mostraron igualmente tercos, la habían contemplado con tal intensidad que creían conocerla. Los pantalones eran de color verde menta, blanco, gris marengo. Una blusa, una camisa, una chaqueta, incluso un chubasquero fino, hubo uno que afirmó haber visto todos los colores posibles, desde el azul marino al rojo carmesí. Las botas, ¿o eran zapatos?, eran de color turquesa, verdes, azules. Lo único en lo que todos estuvieron de acuerdo fue en el color del bolso. Negro.
Lo había dejado sobre la mesa, a la derecha de la taza. También lo encontraron allí. A la derecha de la taza.
Todo parecía ser de lo más cotidiano. La mujer sacó una barra de pintalabios. Le quitó el capuchón y lo dejó sobre la mesa. Se llevó la barra a los labios y se los pintó con movimientos firmes aunque algo rígidos. Examinó el resultado en un pequeño espejo. Meticulosamente, según el testimonio de varios de los presentes. Cogió una servilleta y eliminó un poco del pintalabios de una de las comisuras de los labios.
Y entonces fue cuando, finalmente, levantó la mirada, la dirigió hacia la calle y asintió. Volvió a abrir el bolso y metió la mano derecha en su interior. Casi en trance, como un robot, dirían más tarde los testigos oculares. Sin más preámbulos se llevó una pistola a la cabeza apuntando el cañón sesgadamente por detrás de la oreja derecha. Vaciló un instante. El anciano de la mesa vecina soltó un exabrupto, intentó ponerse en pie, pero se le cayó el bastón y estuvo a punto de caerse. Un vaso cayó al suelo en algún lugar y el grito estridente de una chica se propagó por la plaza, provocando el llanto de un niño. La mujer pensó si ella sería la culpable de todo esto. No quería tener la culpa de nada. Al contrario, quería evitar la culpa, por eso…
Entonces se llevó el cañón de la pistola a la boca y disparó.