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París
– De acuerdo, nos vemos. Pásalo bien. -Simon LaTour dejó el teléfono móvil al lado de la taza de café y le hizo señas al camarero indicándole que quería pagar-. Ahora no puede venir, pero me ha propuesto que cogiéramos un taxi hasta villa La Roche y él se unirá a nosotros allí. Es en algún lugar de Auteuil.
Mai-Brit titubeó.
– Creo que me quedaré aquí; volveré al hotel. LaTour se encogió de hombros.
– Está bien. Pero me dijo que sentía curiosidad por conocerte; tiene algo que contarte, eso dijo.
– Vaya, ¿y qué es lo que quiere contarme?
– No lo sé. Algo sobre alguien que quiere que le entregues unos documentos. Que están dispuestos a pagarte. Era una cantidad importante, o eso me parece. El dinero, sobre todo cuando hay mucho, suele ensombrecer a la moral. Incluso en una hermandad cristiana. Creo que está harto. Quiere salir de allí, ¿sabes? Porque la organización ha cambiado; en los últimos años su acoso al poder se ha intensificado.
– Pero entonces ¿por qué no rompe sencillamente con la organización y desaparece?
– Tienen una norma que lo vuelve imposible. Si alguien abandona la hermandad invisible, se le considera un fuera de la ley. En la práctica, un condenado a muerte. Es una vieja norma; podría decirse que refleja una mentalidad medieval, pero siguen aplicándola, o eso dice mi contacto. Por eso su propósito es desenmascarar la orden. Piensa descubrir a toda la cúpula con nombres y apellidos para que el resto de la organización quede desmantelada, sin líderes, y así se desmorone. Ése es su plan. Al fin y al cabo, nadie sabe quiénes son sus hermanos, en quién puede confiar. Es el punto fuerte, pero también el débil de la hermandad. Si lo consigue, cree que tendrá posibilidades de sobrevivir.
– Pero ¿cómo es posible que conozca los nombres de la cúpula, si son secretos?
– El mismo está muy cerca de la cúpula, y ha trabajado tenazmente en el último par de años para descubrir la identidad de los principales miembros de la organización.
El camarero se acercó con la nota y Simon insistió en pagarlo todo.
Fueron al guardarropía y se pusieron la capa y el abrigo. Mai-Brit pensó en el paquete que había preparado esa misma tarde. Había incluido el último diario junto con las notas y los dos últimos secretos. Había puesto la dirección del apartado de correos de Oslo. Era como si hubiera hecho tabula rasa, como si se hubiera preparado para acabar algo. No entendía por qué, no se entendía a sí misma. ¿Debería quedarse en el hotel, resguardarse, ponerse a salvo? Por otro lado, también quería saber a quién se estaba enfrentando, no limitarse a ser la pieza a la que todo el tiempo movían de un lado al otro y espiaban.
Un taxi se acercó a la acera cuando salían del restaurante y Mai-Brit tomó una decisión.
– De acuerdo, iré contigo.
El taxista era un joven con chaqueta de cuero, que asintió cuando Simon le dio la dirección. Habló por el móvil mientras ponía el intermitente para unirse al tráfico y pronto giraron a la derecha para coger el boulevard de Clichy. Se habían hecho las diez y media y había pocos coches en las calles para ser un jueves por la noche.
Mai-Brit se quedó pensativa, con la mirada puesta en las luces vacilantes de la calle. Las cosas habían acabado así. Alguien la llamaba por teléfono y le decía algo, ella se iba a un sitio; otro le llamaba al móvil y ella se iba a otro sitio. Era como si los demás se hubieran apoderado de su vida, como si se hubiera convertido en un objeto, un robot capaz de escuchar y obedecer, pero no de decidir. Esperaba que este viaje pudiera detener todo esto. Era algo que siempre había admirado en Even; él actuaba, seguía su propio camino, no se limitaba a obedecer. Se había dado cuenta a los pocos días de conocerlo, cuando se enteró de que visitaba a la agente de policía en el hospital. La agente seguía en coma tras la fractura de cráneo, y él se colaba en su habitación y dejaba un ramo de flores sobre su mesa, a sabiendas de que las posibilidades de que le descubrieran eran grandes. A él le daba igual; aprovechaba la ocasión cuando su moral incomprensible, o lo que fuera, se lo dictaba. Así era Even, en lo bueno y en lo malo. Porque también había sido aquella postura suya la que había acabado por decidirla a dejarle. Lo inesperado, el que no tuviera en consideración… el que no la tuviera en consideración a ella. No siempre. Ni tampoco a los demás. Sin embargo, cuando a la agente de policía le dieron el alta y salió del hospital, él la siguió, en la distancia. Se había enterado de que tenía novio, se enteró de cuando se casó con un bombero. Cuando se trasladó a Skien. Y cuando tuvo un hijo. Hasta que llegó ese momento, Even no la dejó. Mai-Brit nunca había acabado de entender a Even. ¿Fue por eso que se había rendido?
Simon LaTour había dicho algo.
– Disculpa, no he oído lo que…
– He dicho que el Musée Marmottan no está lejos de aquí, a la derecha, y luego hacia arriba, por esa calle. -Señaló a través de la ventana-. Pensé que para una historiadora como tú podría ser interesante saber que tienen bastantes manuscritos antiguos iluminados.
Empezó a llover y unas enormes gotas golpearon contra el parabrisas. Los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro. Svush, svush, svush. Mai-Brit sintió frío y buscó el tirador de la puerta a tientas.
– ¿Cómo sabes que soy historiadora? Yo nunca te he contado que lo fuera… Simon sonrió.
– Soy muy meticuloso. Recuerda que soy periodista veterano, quiero saber con quién trato, a quién me confío.
– Quiero bajarme. -Mai-Brit intentó mantener la voz en un tono calmado-. Detenga el coche y déjeme salir. -Posó la mano en el hombro del taxista y se lo repitió. El taxista volvió la cabeza ligeramente y dijo que llegarían a su destino inmediatamente.
– Allí. Allí está.
Simon LaTour señaló a un hombre que agitaba un brazo en el aire mientras mantenía la cabeza debajo de un paraguas. El taxista frenó, el hombre arrojó el paraguas en la acera y se metió en el taxi. El coche volvió a circular antes de que la puerta se hubiera acabado de cerrar. Mai-Brit había intentado abrir la suya, pero se dio cuenta de que tenía puesto el seguro.
– Disculpe, pero me gustaría bajarme -dijo en voz alta y agarró al taxista del hombro-. ¡Ahora!
El pasajero del asiento de delante se volvió y la miró. La barba negra se movió al sonreír.
– Desgraciadamente no podrá ser, madame Fossen, hay algo que debemos hacer antes.
Simon LaTour los miró confundido.
– ¿Se conocen?
Mai-Brit miró fijamente al hombre antes de dejarse caer en el asiento.
– No hagas teatro, Simon -dijo Mai-Brit con asco-. Me habéis estado siguiendo desde hace medio año. ¿Por qué? ¿Qué pretendéis? Si no es más que un libro sobre Newton lo que estoy escribiendo. ¿Qué tiene eso de interesante?
– Pero si yo no he… -Simon volvió la mirada hacia el pasajero reclamando una explicación-. ¿De qué conoce usted a madame Fossen? Ha estado usted… ¡¿Qué está pasando…?! -El taxista se subió a la acera y las farolas de la calle fueron sustituidas por árboles y unas amplias superficies de hierba. Se metieron por un sendero estrecho-. El bosque de Boulogne, ¿qué hacemos aquí?
– Tenemos un asunto que resolver -dijo el hombre de la barba y le indicó al taxista que detuviera el coche-. Porque la verdad es que estamos hartos de que des vueltas a nuestro alrededor, metiendo las narices en lo que hacemos o dejamos de hacer. -El hombre salió del coche y abrió la puerta del lado de Simon LaTour-. Sal.
LaTour miró a Mai-Brit; su mirada era confusa y parecía asustado.
– No entiendo…
Lo sacaron del coche de un tirón y lo empujaron hacia el halo de luz de los faros del coche. Simon LaTour se quedó paralizado, deslumbrado por los faros y bizqueando hacia el hombre de la barba, que le dijo algo en voz baja. Simon sacudió la cabeza negando.
Mai-Brit vio el brazo que se alzaba y la pistola que apuntaba. Quiso gritarle a Simon que corriera, pero el estruendo ensordeció su grito y vio a Simon trastabillar, vio cómo sus piernas cedían bajo su peso y cómo finalmente se desplomaba con la mirada acuosa. Una rosa roja creció en su pecho hasta que se diluyó con la lluvia que caía. El hombre de la barba se acercó al cuerpo y empezó a revolver los bolsillos de Simon LaTour. Retiró una cartera, un pasaporte y un bloc de notas; vació la cartera de dinero y lo depositó en los bolsillos de la chaqueta del muerto. Luego volvió a meterse en el coche.
– Vamos.
A Mai-Brit le dolía al respirar. Miró las farolas de la calle que de pronto volvían a rodearlos, las casas donde vivía la gente, donde se habían acostado, dormían, inocentes e ignorantes de que un hombre acababa de morir cerca de ellos. Acribillado, asesinado, ejecutado.
– Rosas, picnics, bellas hayas. El bosque de Boulogne de día. -El hombre de la barba hablaba en voz baja, casi consigo mismo-. De noche, homófilos, pedófilos… necrófilos. Por un par de euros puedes hacer que desaparezca un cadáver durante un par de días, tal vez para siempre. -La voz era sosegada, constatante, enumerativa-. Hablamos en serio. -Se volvió y la miró-. Este Simon LaTour llevaba bastante tiempo irritándonos, y ha sido una forma muy práctica de demostrarte que puedes fiarte de nuestra palabra. Cuando te digo que mataremos a tus hijos si no haces lo que te ordenemos, supongo que sabes que hablamos en serio. Mai-Brit lo miró fijamente.
– Mañana a las dos, a las catorce cero cero, iré a tu habitación del hotel; tú me dejarás entrar y me darás los papeles de Newton que encontraste en el viejo libro. Mañana a las dos.
¿Por qué no ahora? ¿Por qué no le pedía que fuera ahora?
El hombre adivinó sus pensamientos.
– Sé que has escondido los folios en algún lugar de la ciudad. Te encargarás de recuperarlos para tenerlos mañana cuando vaya a verte al hotel.
El coche se acercó a la acera y el hombre abrió la puerta.
– No intentes buscar ayuda, no te pongas en contacto con nadie. Eso sería perjudicial para los niños. Limítate a hacer lo que se te pide. Buenas noches.
El hombre descendió del coche y desapareció en la oscuridad.
La mirada del conductor se posaba en ella regularmente a través del espejo retrovisor. Al principio, Mai-Brit no tuvo fuerzas para enfrentarse a ella; luego se negó a hacerlo.
…perjudicial para los niños…
La imagen de Stig y Line parpadeó a la luz de los coches. El móvil en el bolsillo del abrigo apretaba sus costillas; tenía ganas de llamarles, oír sus voces alegres, saber que estaban bien. Los ojos empezaron a escocerle; notó cómo las lágrimas se secaban en sus mejillas y una ira salvaje creció en su pecho.
…y me darás los papeles…
«Los papeles.» Eso era lo que había dicho. No «los seis folios». «¡No saben cuántas páginas tiene -pensó Mai-Brit-. ¡No saben…!» Pensó en el paquete que había dejado en la habitación del hotel. Sólo estaba cerrado con pinzas. Quedaba sitio para una clave. Una última clave. Disponía de toda la mañana para ello; podía escabullirse por la puerta de atrás, ir a por los papeles, dividirlos en dos partes. Esconder la primera y la última página.
Si ellos debían ganar, también perderían.
Si ella debía perder, también ganaría.
Estaba sentada al escritorio con la mitad de la baraja en la mano cuando él llamó a la puerta. Eran las dos de la tarde del jueves, 22 de marzo. «Es puntual», pensó Mai-Brit y dijo «adelante» sin pensarlo dos veces. El sol estaba alto en el cielo y dejaba una raya cálida y dorada en el suelo cerca de la ventana. Alguien habló en japonés en el pasillo. Siguió oyendo aquellas voces mientras la puerta se mantuvo abierta, pero se desvanecieron en cuanto el hombre cerró la puerta al entrar. Se colocó expectante en la penumbra, al lado del armario y Mai-Brit señaló el sobre que había sobre la cama.
– Cuatro folios -dijo después de abrirlo.
«No es una pregunta, sino una constatación -pensó ella-. No exige ninguna respuesta.»
El hombre se metió el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un teléfono móvil. Cuando devolvió el teléfono al bolsillo, el hombre sacó una pistola, se la dio a Mai-Brit y le contó lo que pasaría a partir de ese momento. Le contó sin rodeos que sabía demasiado, que no podían arriesgarse a dejarla ir.
Ella negó con la cabeza y le apuntó con las manos temblorosas, apuntó a su pecho, a la asquerosa barba, entre los ojos. El alargó la mano y quitó el seguro.
– Ahora puedes disparar -dijo, y añadió que su hijo mayor moriría si él no contestaba una llamada de Noruega que recibiría dentro de diez minutos. Le explicó que, ahora mismo, era ella o el niño. Le dijo que cogiera el teléfono y que entonces lo entendería.
Stig y Line corrían a su encuentro y la rodeaban con sus brazos impidiéndole respirar. Finn-Erik sonreía y decía que la quería. Mai-Britt parpadeó. Una tristeza infinita se apoderó de ella, hundiéndola en la cama. La pistola se le escurrió de las manos, ahora completamente laxas y cayó al suelo. Estuvo mucho tiempo sin moverse, experimentando cómo el shock le seguía quitando el aliento. Entonces levantó la cabeza y miró al hombre directamente a los ojos. Pensó que debía morir sin miedo, que debía dedicar sus últimas horas a hacerse amiga de la muerte. No quería resignarse, no quería concederle la satisfacción de verla hundirse. Con todas sus fuerzas dejaría que el amor a su marido, a sus hijos y a la vida inundaran cada célula, cada cromosoma de su cuerpo hasta el final. Y llevaría a cabo su plan. Mientras pensaba en la palabra «sustraendo» sonrió brevemente al hombre, algo que sin duda lo confundió, se puso en pie y señaló hacia el escritorio.
– ¿Puedo escribir una carta de despedida?