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Tercera parte. PINTURA AL LÁTEX BLANCA

36

– Hola, Francis.

Entorné los ojos al oír una voz familiar.

– Hola, Peter -respondí-. ¿Dónde estoy?

– En el hospital -dijo con una sonrisa y el habitual brillo despreocupado en los ojos. Debí de parecer alarmado porque levantó la mano-. No en nuestro hospital, claro. Ése ya no existe. En uno nuevo. Mucho más agradable que el viejo Western. Echa un vistazo alrededor, Pajarillo. Esta vez el alojamiento es bastante mejor, ¿no crees?

Giré despacio la cabeza a la derecha y luego a la izquierda. Estaba tumbado en una cama dura con sábanas limpias y frescas. Un gotero me administraba una solución intravenosa a través de la aguja que tenía clavada en el brazo, y llevaba una bata de hospital verde pálido. En la pared frente a la cama había un cuadro grande y colorido: un velero blanco surcando las aguas centelleantes de una bahía un bonito día de verano. Un televisor silencioso descansaba en un soporte atornillado a la pared. Y de pronto descubrí una ventana que ofrecía una vista reducida pero grata de un cielo azul con tenues nubes altas que curiosamente se parecía al cielo del cuadro.

– ¿Lo ves? -dijo Peter con un pequeño gesto-. No está nada mal.

– No -admití-. Nada mal.

El Bombero estaba sentado en el borde de la cama, cerca de mis pies. Lo miré de arriba abajo. Estaba cambiado con respecto a la última vez que lo había visto en mi casa, cuando le colgaban jirones de carne, la sangre le manchaba la cara y la suciedad le oscurecía la sonrisa. Ahora llevaba el mono azul que yo recordaba del día que nos conocimos, frente al despacho de Gulptilil, y la misma gorra de los Boston Red Sox.

– ¿Estoy muerto? -le pregunté.

Meneó la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.

– No -respondió-. Pero yo sí.

Una oleada de pesar me ascendió hasta la garganta y ahogó las palabras que quería decir.

– Lo sé -conseguí articular-. Lo recuerdo.

– No fue el ángel, ¿sabes? -sonrió Peter de nuevo-. ¿Tuve alguna vez la ocasión de darte las gracias, Pajarillo? Me habría matado si no hubiera sido por ti. Y habría muerto si no me hubieras arrastrado y logrado que los hermanos Moses consiguieran ayuda. Te portaste muy bien conmigo, Francis, y te lo agradecí, aunque nunca tuve ocasión de decírtelo. -Suspiró; sus palabras reflejaban cierta tristeza.

«Deberíamos haberte escuchado desde un principio, pero no lo hicimos, y eso nos costó muy caro. Tú sabías dónde y qué buscar. Pero no prestamos atención. -Se encogió de hombros.

– ¿Te dolió? -pregunté.

– ¿Qué? ¿No escucharte?

– No. -Agité la mano-. Ya sabes a qué me refiero.

– ¿Morir? -Peter rió-. Creía que sí, pero, la verdad, no dolió casi nada. O por lo menos no mucho.

– Vi tu foto en un periódico hace un par de años, cuando ocurrió. Era tu foto, pero el nombre era otro. Decía que estabas en Montana. Pero eras tú, ¿verdad?

– Por supuesto. Un nuevo nombre. Una nueva vida. Pero los mismos problemas de siempre.

– ¿Qué pasó?

– Fue una estupidez. No era un incendio grande, y sólo teníamos un par de dotaciones trabajando en él; todos creíamos que lo teníamos dominado. Habíamos preparado cortafuegos toda la mañana. Estábamos a sólo unos minutos de declararlo controlado y marcharnos, pero de pronto el viento cambió. Empezó a soplar con fuerza. Dije a los hombres que corrieran a ponerse a salvo. Oíamos el fuego detrás de nosotros, propagado por el viento. Produce un ruido ensordecedor, casi como si te persiguiera un tren a toda velocidad. Todo el mundo logró escabullirse, salvo yo. Podría haberlo conseguido si uno de los hombres no se hubiera caído y yo no hubiese regresado a buscarlo. Así que ahí estábamos, con sólo una manta ignífuga para protegernos. Se la cedí para que pudiera sobrevivir y traté de salir por piernas aunque sabía que no podría. Al final, el fuego me atrapó. Mala suerte, supongo, pero resultó extrañamente adecuado. Por lo menos, los periódicos me llamaron héroe, aunque yo no me sentí tan heroico. Aquello era más bien lo que había estado esperando y, quizá, lo que me merecía. Como si por fin todo se hubiera compensado.

– Podrías haberte salvado -dije.

– Me había salvado otras veces -comentó encogiéndose de hombros-. Y también me habían salvado. Como hiciste tú, sobre todo. Si no me hubieras salvado, entonces no habría podido estar ahí para salvar a aquel hombre. De modo que todo encajaba, más o menos.

– Pero te echo de menos -aseguré.

– Lo sé -sonrió Peter-. Pero ya no me necesitas. De hecho, nunca me necesitaste, Francis. Ni siquiera el día que nos conocimos, pero entonces no podías verlo. Quizás ahora puedas.

No estaba seguro de eso, pero no dije nada, hasta que recordé por qué estaba en el hospital.

– Pero ¿y el ángel? Volverá.

Peter negó con la cabeza y bajó la voz.

– No, Pajarillo. Recibió su merecido hace veinte años. Tú lo venciste entonces y volviste a vencerlo ahora. Se ha ido para siempre. No te molestará, ni a ti ni a nadie más, excepto en los malos recuerdos de ciertas personas, que es donde le corresponde estar y donde tendrá que permanecer. No es perfecto, claro, ni del todo diáfano y agradable. Mas así son las cosas: dejan huella pero seguimos adelante. Sin embargo, tú te has librado. Te lo aseguro.

No sabía si creérmelo.

– Volveré a estar solo -me quejé.

Peter rió. Fue una carcajada sonora, pura, natural.

– Pajarillo, Pajarillo, Pajarillo -dijo, y meneó la cabeza con cada palabra-. Nunca has estado solo.

Alargué la mano para tocarlo, para comprobar que lo que decía era cierto, pero Peter el Bombero se desvaneció, desapareció de la cama de aquel hospital, y yo volví a sumirme lentamente en un sueño apacible.

Pronto averigüé que las enfermeras de este hospital no tenían apodo. Eran agradables y eficientes, pero serías. Me comprobaban el suero del brazo y, cuando me lo quitaron, controlaban la medicación que recibía y registraban cada fármaco en una tablilla que colgaba de la pared junto a la puerta. No parecía que en este hospital alguien pudiera esconderse las pastillas en la boca, así que me tragaba diligentemente lo que me daban. A menudo, me hablaban sobre esto o aquello, el tiempo que hacía y cómo había dormido la noche anterior. Pero sus preguntas no eran vanas. Por ejemplo, nunca preguntaban si prefería la gelatina verde o la roja, si me apetecía tomar galletas integrales y zumo antes de dormir o si prefería un programa de televisión u otro. Querían saber concretamente si tenía la garganta seca, si había tenido náuseas o diarrea, o si me temblaban las manos y, sobre todo, si había oído o visto algo que no estuviese ahí realmente.

No les mencioné la visita de Peter. No era lo que querrían oír, y él ya no volvió más.

Una vez al día, venía el médico residente y hablábamos unos minutos sobre cosas corrientes. Pero no eran realmente conversaciones como las de un par de amigos, ni siquiera de dos desconocidos que se encuentran por primera vez, con cortesías y saludos. Pertenecían a un ámbito en que se me evaluaba. El residente era como un sastre que iba a confeccionarme un traje nuevo antes de que yo saliera al mundo, salvo que se trataba ó z prendas que vestía por dentro, no por fuera.

El señor Klein, mi asistente social, vino un día. Me dijo que había tenido mucha suerte.

Mis hermanas vinieron otro día. Me dijeron que había tenido mucha suerte.

También lloraron un poco y me contaron que mis padres querían visitarme, pero que eran demasiado mayores y no podían, lo que no creí pero fingí que sí. Les dije que no me importaba en absoluto, lo que pareció animarlas.

Una mañana, después de que me hubiera tragado la dosis diaria de pastillas, la enfermera me miró con una sonrisa y comentó que debería cortarme el pelo, porque me iba a casa.

– Hoy es un gran día, señor Petrel -dijo-. Le van a dar de alta.

– ¡Uau! -exclamé.

– Pero antes tiene un par de visitas -anunció.

– ¿Mis hermanas?

Se acercó tanto que pude aspirar la frescura perfumada de su uniforme blanco almidonado y su cabello recién lavado.

– No -contestó con un susurro-. Visitas importantes. No tiene idea, señor Petrel, de cuánta gente siente curiosidad por usted. Es el misterio más grande del hospital. Teníamos órdenes de muy arriba de que le diésemos la mejor habitación y el mejor tratamiento. Todo a cargo de personas misteriosas a las que nadie conoce. Y hoy vendrá un personaje importante en una limusina negra para llevarlo a casa. Usted es alguien muy importante, señor Petrel. Un famoso. O al menos eso cree la gente.

– No -repuse-. No soy nadie especial.

– Es demasiado modesto. -Sonrió, y sacudió la cabeza.

Tras ella, la puerta se abrió, y el residente psiquiátrico asomó la cabeza.

– Señor Petrel -saludó-. Tiene visitas.

Dirigí la mirada hacia la puerta y oí una voz familiar.

– ¿Pajarillo? ¿Cómo te va?

Y a continuación otra.

– Pajarillo, ¿estás causando problemas a alguien?

El psiquiatra se hizo a un lado y los hermanos Moses entraron en la habitación.

Negro Grande parecía aún más grande si cabe. Tenía una cintura enorme que parecía fluir como un océano hacia una gran barriga, unos brazos gruesos y unas piernas como columnas. Llevaba un traje con chaleco azul de raya diplomática que, aunque no soy un experto, me pareció muy caro. Su hermano iba igual de elegante, con zapatos de charol que reflejaban las luces del techo. Los dos tenían algunas canas, y el menor llevaba unas gafas de montura dorada que le conferían un cierto aspecto de intelectual. Pensé que habían cambiado la juventud por fortuna y autoridad.

– Hola -les dije.

Ambos hermanos se situaron a cada lado de la cama. Negro Grande me dio unas palmaditas en el hombro con su manaza.

– ¿Te encuentras mejor, Pajarillo? -preguntó.

Me encogí de hombros, pero tal vez no estaba dando una muy buena impresión, así que añadí:

– Bueno, no me gustan todos los fármacos, pero creo que estoy bastante mejor.

– Nos tenías preocupados -afirmó Negro Chico-. Muy asustados.

– Cuando te encontramos -comentó su hermano en voz baja-, no estábamos seguros de que lo superaras. Estabas muy mal, Pajarillo. Hablabas con alguien invisible, lanzabas cosas, peleabas y gritabas. Daba miedo.

– Tuve algunos días difíciles.

– Todos hemos vivido malos momentos -asintió Negro Chico-. Nos asustaste mucho.

– No sabía que erais vosotros quienes iban a buscarme-indiqué.

– Bueno -sonrió Negro Grande, y dirigió una mirada a su hermano-, no es algo que hagamos mucho ahora. No como en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos corriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bueno, ya sabes.

– ¿Me suicidara?

– Si quieres hablar sin rodeos, Pajarillo -sonrió-, sí, exacto.

Me recosté en las almohadas y los miré.

– ¿Cómo supisteis…?

– Te vigilamos desde hace cierto tiempo, Pajarillo. -Negro Chico meneó la cabeza-. Recibíamos informes regulares sobre tus progresos del señor Klein, del centro de tratamiento. Llamadas de la familia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano. Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.

– No tenía idea. -Sacudí la cabeza-. Pero ¿ cómo conseguisteis…?

– Muchas personas nos deben favores -respondió Negro Chico-. Y hay mucha gente que desea estar a buenas con el sheriff del condado. -Señaló con la cabeza a su hermano-. O con un concejal -se señaló a sí mismo e hizo una pausa-. O con una jueza federal que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche terrible hace muchos años.

Nunca había ido en limusina, y menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a subir y bajar las ventanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono. Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por supuesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa limpia que mandaban mis hermanas.

Cuando enfilamos mi calle, vi otro coche de aspecto oficial estacionado delante de mi edificio. Un chofer con traje negro esperaba de pie junto a la puerta. Parecía conocer a los hermanos Moses, porque cuando salieron de la limusina, se limitó a señalar la ventana de mi casa.

– Está arriba -comentó.

Subí el primero hasta el primer piso.

La puerta que los hermanos Moses y el personal sanitario de la ambulancia habían arrancado de sus bisagras estaba arreglada, pero abierta de par en par. Entré en el apartamento y lo vi limpio, ordenado y restaurado. Noté olor a pintura reciente y comprobé que los electrodomésticos de la cocina eran nuevos. Entonces de pronto vi a Lucy de pie en medio de la sala, apoyada en un bastón de aluminio. Su cabello relucía, negro pero con los bordes algo plateados, como si tuviese la misma edad que los Moses. La cicatriz de la cara se había difumina-do con el paso de los años, pero sus ojos verdes y su belleza seguían tan impresionantes como el día que la conocí. Sonrió cuando me acerqué a ella y me tendió la mano.

– Oh, Francis -dijo-, nos tenías tan preocupados. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro de volver a verte.

– Hola, Lucy -saludé-. He pensado en ti a menudo.

– Y yo también en ti, Pajarillo.

Me quedé clavado, casi como la primera vez que la vi. Siempre resulta difícil hablar, pensar o respirar en determinados momentos, sobre todo cuando hay tantos recuerdos latentes, detrás de cada palabra, de cada mirada y de cada contacto.

Tenía muchas cosas que preguntarle, pero me limité a decir:

– Lucy, ¿por qué no salvaste a Peter?

– Ojalá hubiera podido. -Sonrió con arrepentimiento y sacudió la cabeza-. Pero el Bombero necesitaba salvarse él mismo. Yo no podía hacerlo. Ni ninguna otra persona. Sólo él.

Suspiró y observé que la pared situada tras ella, donde estaban reunidas todas mis palabras, permanecía intacta. Las líneas escritas subían y bajaban, los dibujos sobresalían, la historia estaba toda ahí, tal como la noche en que el ángel había ido finalmente por mí, pero yo me había zafado de él. Lucy siguió mis ojos y se giró hacia la pared.

– Un gran esfuerzo -comentó.

– ¿Lo has leído?

– Sí. Todos lo hemos hecho.

No dije nada, porque no sabía qué decir.

– Lo que describes podría perjudicar a ciertas personas, ¿sabes?

– ¿Perjudicar?

– Reputaciones. Carreras. Esa clase de cosas.

– ¿Es peligroso?

– Podría serlo.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté.

– No puedo responder eso por ti, Pajarillo. -Sonrió de nuevo-. Pero te he traído varios regalos que tal vez te sirvan para tomar una decisión.

– ¿Regalos?

– Imagino que, a falta de una palabra mejor, podrías llamarlos así. -Hizo un gesto con la mano hacia una simple caja de cartón marrón situada junto a la pared.

Me acerqué y de su interior saqué varios objetos.

Unos blocs gruesos, una caja de lápices del número 2 con gomas de borrar, dos latas de pintura al látex blanca, un rodillo, una bandeja y una brocha grande.

– ¿Sabes qué pasa, Pajarillo? -dijo Lucy, midiendo sus palabras con la precisión de un juez-. Cualquiera podría entrar aquí y leer lo que has escrito en la pared. Y podría interpretarlo de vanas formas, y una de ellas sería preguntarse cuántos cadáveres hay enterrados en el cementerio del viejo hospital. Y cómo llegaron ahí esos cadáveres.

Asentí.

– Sin embargo, Francis, ésta es tu historia y tienes todo el derecho a contarla. De ahí los blocs, que ofrecen un poco más de permanencia y más intimidad que las palabras escritas en una pared. Algunas ya están empezando a borrarse y es probable que, muy pronto, sean ilegibles.

Era verdad.

Lucy sonrió y se dispuso a añadir algo más, pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó y me besó en la mejilla.

– Me alegro de volver a verte, Pajarillo -dijo-. Cuídate mejor de ahora en adelante.

Y, dicho esto, se marchó cojeando, apoyándose en el bastón y arrastrando la pierna derecha, inservible, como ingrato recuerdo de aquella noche. Los hermanos Moses la observaron un momento y luego, sin decir nada, me estrecharon la mano y la siguieron.

Una vez a solas, me volví hacia la pared. Mis ojos recorrieron veloces todas las palabras escritas y, mientras leía, preparé con cuidado los lápices y los blocs. Sin dudar más de unos segundos, copié deprisa desde el principio:

Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida…

Pensé que la pintura al látex blanca podría esperar un par de días.

***