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Primera Parte

La lectura de estos documentos dejará de manifiesto cómo fueron ordenados. Se han eliminado todos los elementos carentes de importancia, con el fin de que una historia que se halla casi en discrepancia con las creencias actuales pueda erigirse como un simple dato. No existe la menor descripción de acontecimientos pretéritos que haya dejado espacio a un error de la memoria, porque todos los documentos elegidos son rigurosamente contemporáneos, expresados desde el punto de vista y los conocimientos de quienes los redactaron.

Bram Stoker,

Drácula, 1897

1

En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.

La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado. Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa. Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos. Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.

12 de diciembre de 1930 Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Con pesar te imagino, seas quien seas, leyendo el informe que debo consignar en estas páginas. En parte lo lamento por mí, porque sin duda me veré metido en dificultades, estaré muerto, o algo peor, si esto llega a tus manos. Pero también lo lamento por ti, mi todavía desconocido amigo, porque sólo alguien que necesite una información tan horripilante leerá esta carta algún día. Si no es mi sucesor en algún otro sentido, pronto será mi heredero, y me apena transmitir a otro ser humano mi experiencia de la maldad, acaso increíble. Ignoro por qué la heredé, pero espero descubrirlo a la larga, tal vez mientras escribo esta carta, o tal vez en el curso de futuros acontecimientos.

En aquel momento, mi sentido de culpa (y también algo más) me empujó a devolver la carta a toda prisa al sobre, pero estuve pensando en ello todo aquel día y el siguiente. Cuando mi padre volvió de su último viaje, busqué una oportunidad de preguntarle por las cartas y el extraño libro. Esperé a que estuviera ocioso, a que estuviéramos solos, pero estaba muy ocupado aquellos días, y algo relativo a lo que yo había encontrado me dificultaba abordarle. Por fin, le pedí que me dejara acompañarle en su siguiente viaje. Era la primera vez que le ocultaba algo, y la primera vez que insistía en algo. Mi padre accedió a regañadientes. Habló con mis profesores y con la señora Clay, y me recordó que tendría tiempo de sobra para hacer los deberes mientras él estuviera en sus reuniones. No me sorprendió. Los hijos de los diplomáticos siempre tenían que esperar. Hice mi maleta azul marino, metí mis libros del colegio y demasiados pares de limpios calcetines largos hasta la rodilla. Aquella mañana, en lugar de salir de casa para ir al colegio, me fui con mi padre, caminé en silencio y muy contenta a su lado hasta la estación. Un tren nos condujo a Viena. Mi padre odiaba los aviones, pues decía que eliminaban todo placer del acto de viajar. Allí pasamos una breve noche en un hotel. Otro tren nos llevó a través de los Alpes, todas aquellas alturas blancas y azules del mapa de casa. Ante una polvorienta estación amarilla, mi padre puso en marcha nuestro coche alquilado, y yo contuve el aliento hasta entrar por las puertas de una ciudad que él me había descrito muchas veces, y que yo ya podía ver en mis sueños.

El otoño llega pronto al pie de los Alpes eslovenos. Aun antes de septiembre, repentinas y feroces tormentas, que se prolongan durante días y siembran de hojas las calles de lospueblos, siguen a las abundantes cosechas. Ahora, ya adentrada en la cincuentena, me descubro viajando en esa dirección cada tantos años, reviviendo mi primer vislumbre de la campiña eslovena. Es un país antiguo. Cada otoño lo madura un poco más, in aeternum, y cada uno empieza con los mismos tres colores: un paisaje verde, dos o tres hojas amarillas que caen en el curso de una tarde gris. Supongo que los romanos (que dejaron sus murallas aquí y sus gigantescos circos en la costa, a sólo unas horas en coche hacia el oeste) vieron el mismo otoño y experimentaron el mismo escalofrío. Cuando el coche de mi padre atravesó las puertas de la más antigua de las ciudades julianas, me sentí impresionada. Por primera vez, había experimentado la emoción del viajero que mira el sutil rostro de la historia.

Como es en esta ciudad donde comienza mi relato, la llamaré Emona, su nombre romano, para protegerla un poco del tipo de turista que camina a la perdición con una guía. Emona fue construida sobre columnas de la Edad del Bronce, a lo largo de un río flanqueado ahora por arquitectura art nouveau. Durante los dos días siguientes paseamos ante la mansión del alcalde, las casas del siglo XVII adornadas con flores de lis, la sólida parte posterior dorada de un gran mercado, cuyos peldaños descendían hasta la superficie del agua desde viejas puertas provistas de pesados barrotes. Durante siglos, los cargamentos procedentes del río se habían depositado en este lugar para alimentar a la ciudad. En la orilla, donde antes habían proliferado cabañas primitivas, crecían ahora sicomoros (el plátano europeo), los cuales formaban un inmenso dosel sobre las paredes del río y dejaban caer rulos de corteza en la corriente.

Cerca del mercado, la plaza principal de la ciudad se extendía bajo el cielo encapotado.

Emona, como sus hermanas del sur, exhibía florituras de un pasado camaleónico: decoración vienesa a lo largo de la línea del horizonte, grandes iglesias rojas del Renacimiento de sus católicos de habla eslovena, capillas medievales de color pardo con rasgos de las islas Británicas (san Patricio había enviado misioneros a esta región, haciendo que el círculo del nuevo credo se cerrara volviendo a sus orígenes mediterráneos, de modo que la ciudad reivindica una de las historias cristianas más antiguas de Europa). De vez en cuando, un elemento otomano se destacaba en portales o en el marco puntiagudo de una ventana. Cerca del mercado sonaron las campanas de una pequeña iglesia austríaca, llamando a la misa vespertina. Hombres y mujeres vestidos con monos de trabajo azul de algodón volvían a casa al final del día laborable socialista, sosteniendo paraguas sobre sus bultos. Cuando mi padre y yo nos internamos en el corazón de Emona, cruzamos el río por un hermoso puente antiguo, custodiado en cada extremo por dragones de bronce de piel verde.

– Allí está el castillo -dijo mi padre. Se detuvo al borde de la plaza y señaló entre la muralla de lluvia-. Sé que te gustará verlo.

Era cierto. Me estiré y alargué el cuello hasta ver el castillo entre las ramas empapadas de los árboles, torres marrones muy antiguas sobre una colina empinada que se elevaba en el centro de la ciudad.

– Siglo catorce -musitó mi padre-. ¿O trece? No soy experto en estas ruinas medievales.

Nunca me acuerdo del siglo exacto. Pero lo miraremos en la guía.

– ¿Podemos subir a explorarlo?

– Lo averiguaremos después de mis reuniones de mañana. No parece que esas torres sean seguras ni para alojar un pájaro, pero nunca se sabe.

Aparcó el coche cerca del Ayuntamiento y me ayudó a bajar con galantería, su mano huesuda enfundada en un guante de piel.

– Es un poco pronto para presentarnos en el hotel. ¿Te apetece un té bien caliente? Si no, podríamos tomar algo sólido en esa gastronomia. La lluvia ha arreciado -añadió en tono dubitativo, al tiempo que lanzaba una mirada a mi chaqueta y falda de lana.

Saqué al instante la capa impermeable con capucha que mi padre me había traído de Inglaterra el año anterior. El viaje en tren desde Viena había durado casi un día, y yo volvía a estar hambrienta, pese a que habíamos comido en el coche restaurante.

Pero no fue la gastronomia, con sus luces rojas y azules que brillaban a través de una sucia ventana, las camareras con sus sandalias de plataforma azul marino (cómo no), ni el hosco retrato del camarada Tito lo que nos sedujo. Mientras nos abríamos paso entre la multitud empapada, mi padre se lanzó hacia delante de repente.

– ¡Aquí!

Le seguí corriendo, con la capucha aleteando, hasta el punto de que casi me cegaba. Había descubierto la entrada de un salón de té art nouveau, un gran ventanal adornado con volutas en el que había dibujadas cigüeñas, puertas de bronce verde en forma de cien tallos de nenúfares. Las puertas se cerraron a nuestra espalda y la lluvia se redujo a una neblina, simple vapor en las ventanas, que a través de aquellas aves plateadas se veía como agua borrosa.

– Es asombroso que haya sobrevivido a estos últimos treinta años. -Mi padre se estaba desprendiendo de su niebla londinense-. El socialismo no siempre es amable con sus tesoros.

En una mesa cercana a la ventana bebimos té con limón, que quemaba a través de las gruesas tazas, y comimos sardinas sobre pan blanco con mantequilla, e incluso unos cuantos pedazos de torta.

– Será mejor que paremos -dijo mi padre. En los últimos tiempos yo había llegado a detestar su costumbre de soplar sobre el té una y otra vez para que se enfriara, y a temer el inevitable momento en que diría que debíamos parar de comer, parar de hacer algo agradable, hacer sitio para la cena. Mientras le miraba, con su chaqueta de tweed y el jersey de cuello alto, pensé que se había negado todas las aventuras de la vida, excepto la diplomacia, que le absorbía. Habría sido más feliz de haber vivido un poco, pensé. Para él, todo era serio.

Pero guardé silencio, porque sabía que detestaba mis críticas, y yo tenía que preguntarle algo. Primero debía dejar que terminara su té, de modo que me recliné en la silla, sólo lo suficiente para que mi padre no me reprendiera. A través de la ventana moteada de plata vi una ciudad mojada, tenebrosa en el atardecer, y la gente atravesaba a toda prisa la lluvia horizontal. El salón de té, que debería estar lleno de señoras con vestidos largos de raso marfileño, o caballeros de barba puntiaguda y abrigos de terciopelo, estaba vacío.

– No me había dado cuenta de que conducir me había agotado tanto. -Mi padre dejó la taza en el platillo-. ¿Te has fijado? -Señaló el castillo, apenas visible entre la lluvia-.

Vinimos de esa dirección, del otro lado de la colina. Podremos ver los Alpes desde lo alto.

Recordé las montañas nevadas y pensé que respiraban sobre esta ciudad. Estábamos solos en su extremo más alejado. Vacilé, respiré hondo.

– ¿Me cuentas un cuento?

Los cuentos eran uno de los consuelos que mi padre siempre había ofrecido a su hija huérfana de madre. Algunos se inspiraban en su plácida niñez en Boston, y otros en sus viajes exóticos. Algunos los inventaba sin más, pero yo había empezado a cansarme de ésos, pues los consideraba menos asombrosos de lo que había pensado en otro tiempo.

– ¿Un cuento sobre los Alpes? -preguntó mi padre.

– No. -Experimenté una inexplicable oleada de miedo-. Encontré algo sobre lo que quería preguntarte.

Se volvió y me miró con placidez, al tiempo que enarcaba sus cejas grises.

– Estaba en tu biblioteca -dije-. Lo siento. Estaba fisgoneando y encontré unos papeles y un libro. No miré los papeles… mucho. Pensé…

– ¿Un libro?

Seguía con su expresión plácida, buscando la última gota de té, escuchando a medias.

– Parecían… El libro era muy antiguo, con un dragón impreso en el centro.

Inclinó el cuerpo hacia delante, se quedó inmóvil, y luego se estremeció visiblemente. Este alarmante gesto adusto me puso en guardia al instante. Si me contaba un cuento, sería muy distinto de los que me había contado hasta aquel momento. Me miró, y me sorprendió su aspecto demacrado y triste.

– ¿Estás enfadado?

Yo también tenía la vista clavada en la taza.

– No, cariño.

Exhaló un profundo suspiro, un sonido casi henchido de dolor. La menuda camarera rubia volvió a llenar nuestras tazas y nos dejó solos de nuevo, pero a mi padre le costó mucho empezar.

2

Como ya sabes -dijo mi padre-, antes de que tú nacieras yo daba clases en una universidad de Estados Unidos. Antes de eso, estudié durante muchos años para llegar a ser profesor. Al principio pensé en estudiar literatura. Después, sin embargo, me di cuenta de que me gustaban más las historias verdaderas que las imaginarias. Todas las historias literarias que leí me condujeron a una especie de exploración de la historia. Al final me entregué a ello. Y estoy muy contento de que la historia te guste a ti también.

Una noche de primavera, cuando todavía era estudiante, estaba en mi cubículo de la biblioteca de la universidad, solo, a una hora ya avanzada, entre hileras e hileras de libros.

Levanté la vista de mi trabajo y me di cuenta de repente de que alguien había dejado un libro, cuyo lomo nunca había visto, entre mis libros de texto, que descansaban sobre un estante encima de mi escritorio. El lomo de este nuevo libro plasmaba un pequeño dragón muy elegante, verde sobre piel clara.

No recordaba haber visto el libro, ni allí ni en ninguna otra parte, de manera que lo bajé y examiné sin pensarlo dos veces. Estaba encuadernado en piel suave y descolorida, y las páginas del interior parecían muy antiguas. Se abrió con facilidad por el centro exacto.

Ambas páginas estaban ocupadas por la xilografía de un dragón con las alas desplegadas y una larga cola enroscada, una bestia rabiosa y enfurecida, con las garras extendidas. De las garras del dragón colgaba una bandera con una sola palabra en letras góticas:

DRAKULYA.

Reconocí la palabra al instante y pensé en la novela de Bram Stoker, que aún no había leído, y en aquellas noches en el cine de mi infancia, con Bela Lugosi al acecho del blanco cuello de alguna estrella en ciernes. Pero la ortografía de la palabra era rara, y el libro muy viejo. Además, yo era un estudioso, muy interesado en la historia de Europa, y después de contemplarla unos segundos, recordé algo que había leído. El nombre procedía de la raíz latina de «dragón» o «demonio», el título honorario de Vlad Tepes, el «Empalador», de Valaquia, un señor feudal de los Cárpatos que torturó a sus súbditos y a sus prisioneros de guerra de las formas más crueles imaginables. Yo estaba estudiando el comercio en la Amsterdam del siglo XVII, de modo que no se me ocurrió ningún motivo para que un libro sobre ese tema estuviera mezclado con los míos, y decidí que lo habrían dejado allí sin querer, tal vez alguien que estaba trabajando en la historia de la Europa Central, o en símbolos feudales.

Pasé el resto de las páginas (cuando manejas libros todo el día, cada uno supone un nuevo amigo y una tentación). Comprobé con sorpresa que las demás, todas aquellas hermosas hojas antiguas de color marfil, estaban en blanco. No había ni la página del título, ni la menor información sobre dónde o cuándo se había impreso el libro, ni mapas, guardas o más ilustraciones. No vi pie de imprenta, ni ficha, sello o etiqueta de la biblioteca. Después de mirar el libro unos minutos más, lo dejé sobre la mesa y bajé al primer piso, al fichero. Había, en efecto, una ficha temática sobre «Vlad III ("Tepes") de Valaquia, 1431-1476. Véase también Valaquia, Transilvania y Drácula». Pensé que debía consultar un mapa ante todo; rápidamente descubrí que Valaquia y Transilvania eran dos antiguas regiones situadas en lo que ahora es Rumanía. Transilvania parecía más montañosa, y Valaquia la rodeaba por el sudoeste. En las estanterías encontré lo que parecía ser la única fuente informativa de primera mano que había en la biblioteca sobre el tema, una extraña y breve traducción inglesa de la década de 1890 de unos folletos sobre «Drakula». Los folletos originales habían sido impresos en Núremberg en las décadas de 1470 y 1480, algunos de ellos antes de la muerte de Vlad. La mención de Núremberg me produjo un escalofrío Unos pocos años antes había seguido muy de cerca los juicios de los líderes nazis. Por un año no pude servir en la guerra antes de su finalización, por ser demasiado joven, y había estudiado sus consecuencias con el fervor de los excluidos. El volumen que recopilaba los folletos tenía una ilustración de portada, una tosca xilografía de la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre con cuello de toro, ojos oscuros y hundidos, largo bigote, con un gorro provisto de una pluma. La imagen era sorprendentemente realista, teniendo en cuenta el primitivo medio.

Sabía que debía ponerme a trabajar, pero no pude evitar leer el principio de uno de los folletos. Era una lista de algunos de los crímenes cometidos por Drácula contra su propio pueblo, y también contra otros grupos. Podría repetir de memoria lo que ponía, pero creo que no lo haré. Era muy desagradable. Cerré con un chasquido el pequeño volumen y volví a mi cubículo. El siglo XVII consumió mi atención hasta casi medianoche. Dejé el extraño libro cerrado sobre mi mesa, con la esperanza de que su propietario lo encontraría allí al día siguiente, y después fui a casa y me acosté.

Por la mañana tenía que acudir a una reunión. Estaba cansado de la larga noche, pero después de clase bebí dos tazas de café y reanudé mis investigaciones. El libro continuaba en el mismo sitio, abierto para mostrar el gran dragón remolineante. Después de mi breve sueño y el desayuno a base de café, me produjo un sobresalto, como decían en las novelas antiguas. Volví a examinar el libro, esta vez con más detenimiento. No cabía duda de que la imagen era una xilografía, tal vez un dibujo medieval, un excelente ejemplo de diseño de libros. Pensé que podría sacar un buen precio por él, y que tal vez sería de valor personal para algún estudioso, pues parecía evidente que no era un libro de biblioteca. Pero debido a mi estado de ánimo, no me gustó su aspecto. Cerré el libro con cierta impaciencia, y me senté a escribir sobre gremios mercantiles hasta bien entrada la tarde. Cuando salía de la biblioteca, me paré ante la mesa de recepción y entregué el volumen, tras explicar lo sucedido. Uno de los bibliotecarios prometió que lo colocaría en el armario de objetos perdidos.

A la mañana siguiente, cuando subí a las ocho a mi cubículo para trabajar un poco más en mi capítulo, el libro se hallaba de nuevo sobre mi escritorio, abierto por su única y cruel ilustración. Esta vez sentí irritación y pensé que el bibliotecario me había entendido mal.

Guardé al punto el libro en mi estantería y me pasé todo el día sin echarle ni un solo vistazo. Al caer la tarde tenía una cita con el director de mi tesis, de modo que recogí mois papeles para revisarlos con él, saqué el libro extraño y lo añadí a la pila. Lo hice guiad por un impulso. No era mi intención quedármelo, pero al profesor Rossi le gustaban los misterios históricos, y pensé que podría divertirle. Cabía la posibilidad de que lo identificara, gracias a sus vastos conocimientos sobre historia de Europa.

Tenía la costumbre de reunirme con Rossi cuando terminaba su clase de la tarde, y me gustaba colarme en el aula antes de que finalizara, para verle en acción. Este semestre estaba dando un curso sobre el Mediterráneo antiguo, y ya había pillado el final de varias clases, cada una brillante y teatral, cada una imbuida de su gran don para la oratoria.

Avancé con sigilo hasta un asiento del fondo, a tiempo de oírle concluir una disertación sobre la restauración del palacio de Minos en Creta, llevada a cabo por sir Arthur Evans. El aula estaba poco iluminada, un enorme auditorio gótico con capacidad para quinientos alumnos. El silencio era digno de una catedral. No se movía ni un alma. Todos los ojos estaban clavados en la pulcra silueta de la parte delantera.

Rossi estaba de pie sobre un estrado iluminado. A veces paseaba de un lado a otro, exploraba ideas en voz alta como si reflexionara para sí en la intimidad de su estudio. Otras veces se paraba de repente, dirigía a sus alumnos una mirada intensa, un gesto elocuente, una sorprendente declaración. Hacía caso omiso del estrado, desdeñaba los micrófonos y jamás utilizaba notas, aunque de vez en cuando pasaba diapositivas, mientras daba golpecitos en la enorme pantalla con una vara para apoyar sus ideas. A veces se entusiasmaba hasta el punto de levantar ambos brazos y atravesar a grandes zancadas el estrado. Corría la leyenda de que, en una ocasión, había caído al suelo embelesado por el florecimiento de la democracia griega, y después se había levantado sin perder la continuidad de su discurso. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad.

Hoy se le veía pensativo, y paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda.

– Sir Arthur Evans, por favor no lo olviden, restauró en parte el palacio del rey Minos en Knossos a partir de lo que encontró allí, y en parte siguiendo los dictados de su imaginación, su visión de la civilización minoica. -Alzó la vista hacia la bóveda-. La documentación era escasa, y casi todo eran misterios. En lugar de ceñirse a una precisión limitada, utilizó su imaginación para crear un estilo de palacio global… y erróneo. ¿Se equivocó por hacer esto?

Hizo una pausa, con una expresión casi melancólica mientras miraba por encima del mar de cabezas desgreñadas, pelos revueltos, cortes al cero, las a propósito desaseadas chaquetas y serias caras masculinas (recuerda que en esa época sólo los chicos iban a universidades como ésa, aunque tú, querida hija, es muy probable que puedas ir a donde te dé la gana).

Quinientos pares de ojos le miraron.

– Dejaré que reflexionen sobre esa pregunta.

Rossi sonrió, dio media vuelta con brusquedad y abandonó la escena.

Todo el mundo respiró hondo. Los estudiantes se pusieron a hablar y a reír, recogiendo sus cosas. Por lo general, Rossi iba a sentarse al borde del estrado al acabar la clase, y algunos de sus discípulos más ávidos se abalanzaban hacia él para acosarle a preguntas, que él contestaba con seriedad y buen humor hasta que el último estudiante se marchaba, y después yo iba a su encuentro.

– ¡Paul, amigo mío! Vamos a poner los pies en alto y hablar en holandés.

Me dio unas palmadas afectuosas en el hombro y salimos juntos.

El despacho de Rossi siempre me divertía porque desafiaba la convención del estudio del profesor loco: libros colocados ordenadamente en los estantes, una pequeña cafetera muy moderna junto a la ventana que alimentaba su vicio, su escritorio siempre adornado con plantas a las que nunca faltaba agua, y él siempre iba vestido de manera impecable con pantalones de tweed, camisa inmaculada y corbata. Su rostro era de impoluto molde inglés, de facciones afiladas e intensos ojos azules. En una ocasión me había contado que de su padre, un toscano que emigró a Sussex, sólo había heredado el gusto por la buena comida.

Mirar la cara de Rossi era ver un mundo tan definido y ordenado como el cambio de guardia en el palacio de Buckingham.

Su mente era algo muy distinto. Incluso después de cuarenta años de estricto

autoaprendizaje, rebosaba de reliquias del pasado, hervía con los misterios por resolver. Su producción enciclopédica le había ganado desde hacía mucho tiempo alabanzas en un mundo editorial mucho más amplio que el de las publicaciones académicas. En cuanto terminaba una obra iniciaba otra, a menudo un cambio brusco de dirección. Como resultado, estudiantes procedentes de una miríada de disciplinas iban en su busca, y yo me consideraba afortunado por haber logrado que me asesorara. También era el amigo más amable y afectuoso que he tenido nunca.

– Bien -dijo, al tiempo que enchufaba la cafetera y me indicaba con un gesto que tomara asiento-. ¿Cómo va la obra?

Le informé sobre el trabajo de varias semanas, y sostuvimos una breve discusión acerca del comercio entre Utrecht y Amsterdam a principios del siglo XVII. Sirvió su excelente café en tazas de porcelana y ambos nos estiramos, él detrás del enorme escritorio. Una agradable penumbra bañaba la habitación incluso a esa hora, más tarde cada noche ahora que la primavera estaba avanzando. Después recordé mi pieza de anticuario.

– Te he traído una curiosidad, Ross. Alguien se dejó por error un objeto bastante morboso en mi cubículo, y al cabo de dos días no me importó tomarlo prestado para que le echaras un vistazo.

– Dámelo. -Dejó sobre la mesa la delicada taza y se inclinó para coger mi libro-. Buena encuadernación. Esta piel podría ser incluso una especie de vitela gruesa. Y un lomo repujado.

Algo relacionado con el lomo del libro le hizo fruncir el ceño.

– Ábrelo -sugerí.

No pude comprender el leve desfallecimiento de mi corazón cuando esperé a que repitiera mi propia experiencia con el libro casi en blanco. Se abrió bajo sus manos expertas en el centro exacto. Yo no podía ver lo que él veía detrás de su escritorio, pero vi cómo lo miraba. Su rostro se tornó serio de repente, un rostro petrificado, que yo no conocía. Pasó las otras páginas, adelante y atrás, pero la seriedad no se convirtió en sorpresa.

– Sí, vacío. -Lo dejó abierto sobre el escritorio-. Todo en blanco.

– ¿No es extraño?

El café se me estaba enfriando en la mano.

– Y muy antiguo. Pero no está en blanco por un defecto de impresión. Lo está para

destacar el adorno del centro.

– Sí. Sí, es como si el ser del medio haya devorado todo cuanto había a su alrededor.

Había empezado con frivolidad, pero terminé con lentitud.

Daba la impresión de que Rossi era incapaz de apartar sus ojos de la imagen central abierta ante él. Por fin, cerró el libro con firmeza y revolvió el café sin beberlo.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Bien, como ya he dicho, alguien lo dejó por accidente en mi cubículo, hace dos días.

Supongo que habría debido llevarlo de inmediato a Libros Raros, pero creo que es posesión personal de alguien, así que no lo hice.

– Ah, sí lo es -dijo Rossi, y me miró fijamente-. Es posesión personal de alguien.

– ¿Sabes de quién?

– Sí. Es tuyo.

– No, me refiero a que sólo lo encontré en mi… -La expresión de su rostro me enmudeció. Parecía diez años más viejo, debido a algún efecto de la luz procedente de la ventana oscura.-. ¿Qué quieres decir con eso de que es mío?

Rossi se levantó poco a poco y se dirigió a una esquina del estudio, detrás del escritorio, subió dos peldaños del taburete de la biblioteca y bajó un volumen pequeño y oscuro. Me miró un momento, como si no se decidiera a ponerlo en mis manos. Después me lo entregó.

– ¿Qué opinas de esto?

El libro era pequeño, cubierto de un terciopelo marrón de aspecto antiguo, como un viejo misal o un libro de horas, sin nada en el lomo o la portada que lo identificara. Tenía un broche color bronce que cedió con un poco de presión. El libro se abrió por la mitad. Allí, desplegado en el centro, estaba mi (digo «mi») dragón, esta vez desbordando los límites de las páginas, con las garras extendidas, el salvaje pico abierto para revelar sus colmillos, con la misma bandera y su única palabra escrita en letra gótica.

– Por supuesto -estaba diciendo Rossi-, he tenido tiempo y lo he identificado. Es un diseño centroeuropeo, impreso alrededor de 1512. De haber existido texto, habría estado compuesto con tipos móviles.

Pasé con lentitud las delicadas hojas. No había títulos en las portadillas. No, ya lo sabía.

– Qué coincidencia más extraña.

– La contratapa está manchada de agua salada, tal vez debido a viajar por el mar Negro. Ni siquiera la Smithsonian pudo decirme lo que presenció en el curso de sus viajes. De hecho, hasta me tomé la molestia de someterlo a un análisis químico. Me costó trescientos dólares averiguar que este objeto estuvo guardado en un entorno muy cargado de polvo de roca en algún momento. Incluso fui a Estambul con la intención de saber algo más sobre sus orígenes. Pero lo más extraño es la forma en que llegó a mis manos este libro.

Extendió la mano y le devolví el libro de buen grado, pues era muy antiguo y frágil.

– ¿Lo compraste en algún sitio?

– Lo encontré sobre mi escritorio cuando aún era estudiante.

Un escalofrío me recorrió, y lo reprimí, avergonzado.

– ¿En tu escritorio?

– En el cubículo de mi biblioteca. Nosotros también teníamos. La costumbre se remonta a los monasterios del siglo séptimo.

– ¿De dónde…? ¿De dónde salió? ¿Fue un regalo?

– Quizá. -Rossi sonrió de una manera extraña. Daba la impresión de estar controlando alguna emoción oculta-. ¿Te apetece otra taza?

– Pues sí, la verdad -dije con la garganta seca.

– Mis esfuerzos por localizar a su propietario fueron en vano, y la biblioteca fue incapaz de identificarlo. Ni siquiera la biblioteca del Museo Británico lo había visto antes, y me ofreció una suma considerable por él.

– Pero no quisiste venderlo.

– No. Me gustan los rompecabezas. Eso le pasa a todos los estudiosos de verdad. Es la recompensa de la profesión, mirar a la bonita cara de la historia y decir: «Sé quién eres. No puedes engañarme».

– Entonces, ¿qué es? ¿Piensas que este ejemplar más grande fue hecho por el mismo impresor al mismo tiempo?

Sus dedos tamborilearon sobre el antepecho de la ventana.

– Hace años que no he pensado en él, al menos lo he intentado, aunque siempre lo noto… allí, sobre mi hombro. -Indicó el hueco oscuro que había entre los compañeros del libro-. Ese estante de arriba del todo es mi fila de fracasos. Y de cosas en las que prefiero no pensar.

– Bien, tal vez ahora que te he encontrado un compañero para él, podrás encajar mejor las piezas. Tienen que estar relacionados.

– Tienen que estar relacionados.

Era un eco vacío, aunque viniera acompañado por el olor a café recién hecho.

La impaciencia, y una sensación algo febril que solía asaltarme en aquellos días de falta de

sueño y agotamiento mental, me impelió a insistir para saber más sobre el libro.

– ¿Y tu investigación? No me refiero a los análisis químicos. ¿Intentaste averiguar más…?

– Intenté averiguar más. -Volvió a sentarse y extendió a ambos lados de su taza de café las menudas manos-. Temo que te debo algo más que una historia -dijo en voz baja-.

Tal vez te debo una especie de disculpa, ya verás por qué, aunque jamás desearía de manera consciente que uno de mis estudiantes cargara con ese legado. La mayoría de mis estudiantes, al menos. -Sonrió con afecto, pero también con tristeza, pensé-. ¿Has oído hablar de Vlad Tepes, el Empalador?

– Sí, Drácula. Un señor feudal de los Cárpatos, también conocido como Bela Lugosi.

– Ése es…, o uno de ellos. Ya eran una familia antigua antes de que su miembro más desagradable accediera al poder. ¿Le buscaste en las enciclopedias antes de salir de la biblioteca? ¿Sí? Mala señal. Cuando mi libro apareció de una forma tan rara, aquella misma tarde busqué la palabra, el nombre, así como Transilvania, Valaquia y los Cárpatos.

Obsesión instantánea.

Me pregunté si sería un cumplido velado (a Rossi le gustaba que sus estudiantes trabajaran a pleno rendimiento), pero lo dejé correr, temeroso de interrumpir su relato con un comentario fuera de lugar.

– Bien, los Cárpatos. Siempre ha sido un lugar místico para los historiadores. Un estudiante de Occam viajó allí, a lomos de un asno, supongo, y como resultado de sus experiencias escribió una obrita llamada Filosofía del horror. La historia básica de Drácula ha sido explotada hasta la saciedad, y no queda gran cosa por explorar. Tenemos al príncipe valaco, un gobernante del siglo quince, odiado por el imperio otomano y por su propio pueblo al mismo tiempo. Se cuenta entre los tiranos medievales europeos más detestables.

Se calcula que mató como mínimo a veinte mil de sus compatriotas valacos y transilvanos.

Drácula significa «hijo de Dracul», hijo del dragón, más o menos. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo introdujo a su padre en la Orden del Dragón, una organización destinada a defender el imperio de los turcos otomanos. De hecho, existen pruebas de que el padre de Drácula cedió su hijo a los turcos como rehén durante un tiempo tras un pacto político, y Drácula adquirió el gusto por la crueldad observando los métodos de tortura otomanos.

Rossi meneó la cabeza.

– En cualquier caso, Vlad murió en el curso de una batalla contra los turcos, o tal vez por accidente a manos de sus propios soldados, y fue enterrado en un monasterio de una isla del lago Snagov, ahora en posesión de nuestra amiga socialista Rumanía. Su memoria se convirtió en leyenda, pasó de generación en generación de campesinos supersticiosos. Y a finales del siglo diecinueve, un escritor perturbado y melodramático, Abraham Stoker, se apodera del nombre de Drácula y lo vincula con un ser de su invención, un vampiro. Vlad Tepes era horriblemente cruel, pero no era un vampiro, por supuesto. No encontrarás ninguna mención a Vlad en el libro de Stoker, pero éste reunió información útil sobre leyendas relacionadas con los vampiros, y también sobre Transilvania, sin haberla pisado nunca, aunque Vlad Drácula gobernó Valaquia, que tiene frontera con Transilvania. En el siglo veinte, Hollywood toma las riendas y el mito continúa viviendo, resucitado. Ahí termina mi frivolidad, por cierto.

Rossi dejó la taza a un lado y enlazó las manos. Por un momento, pareció incapaz de continuar.

– Puedo ser frívolo en relación con la leyenda, que ha sido comercializada hasta extremos aberrantes, pero no sobre el resultado de mi investigación. Me sentí incapaz de publicarla, en parte por la existencia de esa leyenda. Pensé que nadie tomaría el tema en serio. Pero también había otro motivo.

Lo cual me dejó paralizado mentalmente. Rossi no dejaba piedra por publicar. Era parte de su productividad, su genio prolífico. Aconsejaba con severidad a sus estudiantes que hicieran lo mismo, que no desperdiciaran nada.

– Lo que descubrí en Estambul era demasiado grave para tomarlo a burla. Tal vez me equivoqué en mi decisión de mantener oculta esta información, pues así la considero, pero cada uno tiene sus supersticiones particulares. La mía es propia de historiadores. Tuve miedo.

Le miré y exhaló un suspiro, como si no se decidiera a continuar.

– Vlad Drácula siempre había sido estudiado en los grandes archivos de la Europa Central y del Este, o en su región natal. Pero empezó su carrera exterminando turcos, y descubrí que nadie había buscado material sobre la leyenda de Drácula en el mundo otomano. Eso fue lo que me llevó a Estambul, una desviación secreta de mi investigación sobre la economía de la antigua Grecia. Oh, sí, publiqué todo ese rollo griego, a modo de venganza.

Guardó silencio un momento y volvió la vista hacia la ventana.

– Supongo que debería contarte sin más lo que descubrí en la escapada a Estambul no volver a pensar en ello. A fin y al cabo, has heredado uno de esos bonitos libros. -Apoyó la mano con semblante grave sobre los dos volúmenes-. Si no te lo digo yo mismo, lo más probable es que sigas mis pasos, tal vez con algún riesgo añadido.

– Esbozó una sonrisa algo sombría-. Podría ahorrarte un montón de problemas.

No conseguí expulsar la risita seca de mi garganta. ¿Qué demonios quería decir? Se me ocurrió que tal vez había subestimado cierto peculiar sentido del humor de mi mentor. Tal vez se trataba de una broma pesada muy elaborada: guardaba dos versiones del libro amenazador en su biblioteca y había introducido una subrepticiamente en mi cubículo, convencido de que iría a verle, y yo, como un idiota, le había seguido la corriente. No obstante, le vi muy pálido a la luz de la lámpara de su escritorio, sin afeitar al final del día, con la mirada apagada y los ojos hundidos en las cuencas. Me incliné hacia delante.

– ¿Qué estás intentando decirme?

– Drácula… -Hizo una pausa-. Drácula, Vlad Tepes, aún vive.

– Santo Dios -dijo mi padre de repente, y consultó su reloj-. ¿Por qué no me has avisado? Son casi las siete.

Introduje las manos dentro de mi chaqueta azul marino.

– No me he dado cuenta -dije-, pero no interrumpas la historia, por favor. No te pares ahí.

Por un momento, el rostro de mi padre se me había antojado irreal. Jamás había

considerado la posibilidad de que estuviera… No sabía cómo decirlo. ¿Mentalmente desequilibrado? ¿Había perdido la cordura unos minutos, mientras contaba su historia?

– Es tarde para un relato tan largo.

Mi padre alzó su taza de té y la volvió a bajar. Observé que sus manos temblaban.

– Sigue, por favor -supliqué.

No me hizo caso.

– De todos modos, no sé si te he asustado o sólo te he aburrido. Supongo que habrías preferido un buen cuento de dragones.

– Había un dragón -dije. Yo también deseaba creer que se había inventado la historia-. Dos dragones. ¿Me contarás algo más mañana, al menos?

Mi padre se masajeó lo brazos, como para calentarse, y advertí que, de momento, estaba firmemente decidido a no decir nada más. Su cara se veía sombría, reservada.

– Vamos a cenar algo, pero antes dejaremos nuestro equipaje en el Hotel Turist.

– De acuerdo -dije.

– En cualquier caso, si no nos vamos, nos echarán de un momento a otro.

Vi a la camarera de pelo rubio apoyada en la barra. Daba la impresión de que le importaba un comino que nos fuéramos o nos quedáramos. Mi padre sacó la cartera, alisó algunos de aquellos grandes billetes descoloridos, siempre con un minero o un agricultor sonriendo heroicamente en el dorso, y los dejó en la bandeja de peltre. Sorteamos sillas y mesas de hierro forjado y salimos por la puerta vaporosa.

La noche había caído, una noche de la Europa del Este, fría, neblinosa, húmeda, y la calle estaba casi desierta.

– Ponte el sombrero -dijo mi padre, como siempre. Antes de salir bajo los plátanos empapados por la lluvia se detuvo de repente, me contuvo tras su mano extendida, un gesto protector, como si un coche hubiera pasado a toda velocidad. Pero no había ningún coche, y la calle goteaba silenciosa y tosca bajo las luces amarillas de las farolas. Mi padre miró a derecha e izquierda. No me pareció ver a nadie, aunque la capucha me impedía ver bien. Se quedó escuchando, con la cara vuelta, el cuerpo inmóvil.

Después dejó escapar el aliento y continuamos andando, hablando de lo que íbamos a pedir para cenar en el Turist cuando llegáramos.

No se habló más de Drácula en el curso de aquel viaje. Pronto aprendí la pauta de los temores de mi padre: sólo podía contarme su historia en breves andanadas, no para producir un efecto dramático, sino para proteger algo… ¿Su firmeza? ¿Su cordura?

3

De vuelta a nuestra casa de Amsterdam, mi padre se mostraba anormalmente ocupado y silencioso, y yo esperaba inquieta que apareciera alguna oportunidad de preguntarle por el profesor Rossi. La señora Clay cenaba con nosotros todas las noches en el comedor de paneles oscuros, y aunque nos servía del aparador y era como un miembro más de la familia, yo intuía que mi padre no quería seguir contándome su historia delante de ella. Si iba a buscarle a la biblioteca, se apresuraba a preguntarme cómo me había ido el día, o pedía ver mis deberes Investigué en secreto los estantes de su biblioteca, poco después de regresar de Emona, pero los libros y papeles ya habían desaparecido de su sitio. Si era la noche libre de la señora Clay, sugería que fuéramos al cine, o me llevaba a tomar café y pastas al ruidoso local que había al otro lado del canal. Habría llegado a pensar que me evitaba, de no ser porque a veces, cuando me sentaba a leer a su lado, en busca del momento apropiado para hacerle preguntas, me acariciaba el pelo con una tristeza abstraída en su rostro. En aquellos momentos era yo quien no podía decidirse a sacar a colación la historia.

Cuando mi padre fue al sur de nuevo, me llevó con él. Sólo tenía una reunión, y de cariz informal, de modo que el largo viaje casi no merecía la pena, pero quería que viera el paisaje. Esta vez fuimos en tren mucho más lejos de Emona, y después tomamos un autobús hasta nuestro destino. A mi padre le gustaban los transportes públicos, siempre que podía utilizarlos. Ahora, cuando viajo, suelo pensar en él y cambio el coche de alquiler por el metro.

– Ya verás que Ragusa no es un lugar para ir en coche -dijo, mientras nos aferrábamos a la barra metálica que había tras el asiento del conductor-. Si te sientas en los asientos de más adelante, nunca te marearás.

Apreté la barra hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

Daba la impresión de que volábamos entre las altas columnas de roca gris pálido que hacían las veces de montañas en esta nueva región.

– ¡Santo Dios! -exclamó mi padre después de un horrible salto al doblar una curva cerrada. Los demás pasajeros parecían de lo más tranquilos. Al otro lado del pasillo, una anciana vestida de negro hacía ganchillo, la cara enmarcada por el fleco de su pañoleta, que bailaba cuando el autobús traqueteaba-. Fíjate bien -dijo mi padre-. Vas a ver una de las vistas más espectaculares de esta costa.

Miré obediente por la ventanilla, fastidiada por recibir tantas instrucciones, pero sin perder detalle de las montañas y las aldeas de piedra que las coronaban. Justo antes del ocaso me vi recompensada por la visión de una mujer parada en la cuneta, tal vez a la espera de un autobús que fuera en dirección contraria. Era alta, vestida con una falda larga y pesada, coronada por un fabuloso tocado que semejaba una mariposa de organdí. Estaba sola entre las rocas, bañada por el sol poniente, y a su lado, en el suelo, había una cesta. Habría pensado que era una estatua, de no ser porque volvió su magnífica cabeza cuando pasamos.

Su rostro era un óvalo pálido, pero estaba demasiado lejos de mí para distinguir su expresión. Cuando la describí a mi padre, dijo que debía llevar la indumentaria tradicional de esta parte de Dalmacia.

– ¿Una toca grande, con alas a cada lado? Las he visto en fotos. Podría decirse que esa mujer es una especie de fantasma. Debe vivir en un pueblo muy pequeño. Supongo que ahora la mayoría de jóvenes irán en tejanos.

Yo tenía la cara pegada a la ventanilla. No aparecieron más fantasmas, pero no me perdí ni una sola perspectiva del milagro: Ragusa, muy abajo, una ciudad de marfil con un mar fundido iluminado por el sol, tejados más rojos que el cielo nocturno en el interior del imponente recinto medieval. La ciudad estaba aposentada sobre una amplia península redondeada, y sus murallas parecían inexpugnables a las tempestades y las invasiones, un gigante a orillas del Adriático. Al mismo tiempo, desde la imponente altura de la carretera, poseía una apariencia diminuta, como algo tallado a mano a escala y colocado en la base de las montañas.

La calle principal de Ragusa, cuando llegamos un par de horas más tarde, tenía el suelo de mármol, pulido por siglos de suelas de zapatos, así como salpicaduras de luz procedentes de las tiendas y palacios circundantes, de modo que relucía como la superficie de un gran canal. En el extremo de la calle que daba al puerto, a salvo en el corazón antiguo de la ciudad, nos derrumbamos en las sillas de un café y yo volví la cara hacia el viento, que olía a las olas que rompían y (algo extraño para mí, dado lo avanzado de la estación) a naranjas maduras. El mar y el cielo estaban casi oscuros. Barcos de pesca bailaban sobre una extensión de agua más embravecida al final del puerto. El viento me traía sonidos y perfumes marinos, y una suavidad nueva.

– Sí, el sur -dijo mi padre satisfecho, provisto de un vaso de whisky y un plato de sardinas sobre tostadas-. Pongamos que tienes tu barco amarrado aquí y hace una noche clara para navegar. Podrías guiarte por las estrellas e ir directamente a Venecia, a la costa de Albania o al Egeo.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Venecia?

Revolví mi té y la brisa se llevó el humo hacia el mar.

– Oh, una semana o más, supongo, en un barco medieval. -Me sonrió, relajado un momento-. Marco Polo nació en esta costa, y los venecianos la invadían con frecuencia.

En este momento estamos sentados en una especie de puerta al mundo.

– ¿Cuándo viniste aquí antes?

Sólo estaba empezando a creer en la vida anterior de mi padre, en su existencia previa a mí.

– He venido varias veces. Unas cuatro o cinco. La primera fue hace años, cuando aún estudiaba. El director de mi tesis me recomendó que visitara Ragusa desde Italia, sólo para ver esta maravilla, cuando yo estudiaba… Ya te dije que estudié italiano un verano en Florencia.

– Te refieres al profesor Rossi.

– Sí.

Mi padre me miró fijamente, y luego desvió la vista hacia su whisky.

Siguió un breve silencio, roto por el toldo del café, que aleteaba sobre nosotros debido a aquella brisa cálida impropia de la estación. Desde el interior del bar-restaurante llegaba una mezcla de voces de turistas, porcelana al ser depositada sobre las mesas, un saxo y un piano. Desde más allá se oía el chapoteo de los barcos en el puerto a oscuras. Mi padre habló por fin.

– Debería contarte algo más sobre él.

No me miró, pero creí percibir cierta ironía en su voz.

– Me gustaría -dije con cautela.

Bebió su whisky.

– Eres tozuda con lo de las historias, ¿eh?

Tú sí que eres tozudo, quise decir, pero me contuve. Me interesaba la historia más que discutir.

Mi padre suspiró.

– De acuerdo. Te contaré algo más sobre él mañana, a la luz del día, cuando no esté tan cansado y tengamos un poco de tiempo para pasear por las murallas. -Señaló con el vaso las almenas blanco-grisáceas iluminadas que se alzaban sobre el hotel-. Será un momento mejor para contar historias. Especialmente esa historia.

A media mañana estábamos sentados a treinta metros sobre el oleaje, que se estrellaba y lanzaba espuma alrededor de las gigantescas raíces de la ciudad. El cielo de noviembre era tan brillante como el de un día de verano. Mi padre se puso sus gafas de sol, consultó su reloj, dobló el folleto que hablaba de la arquitectura rojiza de abajo y dejó que un grupo de turistas alemanes se alejara hasta perderse de vista. Miré hacia el mar, al otro lado de una isla boscosa, hacia el lejano horizonte azul. De esa dirección habían llegado los barcos venecianos, trayendo guerra o comercio, con sus banderas rojas y doradas tremolando sin descanso bajo el mismo arco de cielo centelleante. Mientras esperaba a que mi padre hablara, sentí un estremecimiento de aprensión muy poco docto. Tal vez esos barcos que imaginaba en el horizonte no eran sólo parte de una exhibición abigarrada. ¿Por qué le costaba tanto a mi padre empezar?

4

Como ya te he dicho -empezó mi padre, después de carraspear una o dos veces-, el profesor Rossi era un gran estudioso y un verdadero amigo. No me gustaría que pensaras algo diferente. Sé que lo que dije antes de él puede llevarte a pensar que está… loco. Recordarás que me explicó algo muy difícil de creer, y yo me quedé asombrado, hasta llegué a dudar de él, aunque vi sinceridad y aceptación en su cara. Cuando terminó de hablar, me miró con aquellos ojos acerados. -¿Qué demonios quieres decir? Debí de tartamudear.

– Lo repito -dijo Rossi tajantemente-. Descubrí en Estambul que Drácula sigue viviendo entre nosotros. O, al menos, vivía entonces. Le miré con ojos desorbitados.

– Sé que pensarás que estoy loco -prosiguió, más calmado-. Te aseguro que cualquier persona que husmea en la historia mucho tiempo puede volverse loca. -Suspiró-. En Estambul hay un depósito de materiales muy poco conocido, fundado por el sultán Mehmet II, quien conquistó la ciudad a los bizantinos en 1453. Este archivo se reduce a fragmentos dispersos reunidos con posterioridad por los turcos, a medida que iban siendo expulsados de los límites de su imperio. No obstante, también contiene documentos de finales del siglo quince, y entre ellos encontré algunos mapas que, en teoría, indicaban el emplazamiento de la Tumba Impía del mataturcos, quien supuse que sería Vlad Drácula. De hecho, había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región cada vez en mayor detalle. No reconocí nada en dichos mapas, ni los relacioné con ninguna zona que yo conociera. Casi todos los nombres estaban en árabe, y databan de finales del siglo quince, según los bibliotecarios del archivo. -Dio unos golpecitos sobre el extraño volumen, que como ya te dije se parecía mucho al mío-. La información que había en el centro del tercer mapa estaba en un dialecto eslavo muy antiguo. Sólo un erudito ayudado por muchos especialistas en lingüística habría podido descifrarlo. Hice lo que pude, pero fue un trabajo incierto.

En ese momento, Rossi meneó la cabeza, como si todavía lamentara sus limitaciones. -El esfuerzo que invertí en este descubrimiento me alejó de manera irracional de mi investigación oficial de aquel verano sobre el comercio en la antigua Creta, pero creo que había perdido un poco la razón, sentado en aquella calurosa y pegajosa biblioteca de Estambul. Recuerdo que podía ver los minaretes de Santa Sofía a través de las mugrientas ventanas. Trabajaba con las pistas sobre la versión turca del reino de Vlad sobre el escritorio, consultando mis diccionarios, tomando numerosas notas y copiando los mapas a mano.

Para abreviar la historia de una larga investigación, una tarde me encontré concentrado en el punto cuidadosamente marcado de la Tumba Impía, en el tercer mapa, el más desconcertante. Recordarás que, en teoría, Vlad Tepes está enterrado en el monasterio de la isla del lago Snagov, en Rumanía. Este mapa, como los demás, no plasmaba ningún lago con isla, aunque sí un río que atravesaba la zona, el cual se ensanchaba hacia la mitad. Yo había traducido todo cuanto rodeaba los bordes, con la ayuda de un profesor de lenguas árabe y otomana de la Universidad de Estambul: proverbios crípticos sobre la naturaleza del mal, muchos del Corán. En algunos puntos del mapa, escondidos entre montañas toscamente dibujadas, había palabras escritas que, a primera vista, parecían nombres de lugares en un dialecto eslavo, pero traducidas como acertijos, tal vez lugares reales en código: el Valle de los Ocho Robles, la Aldea de los Cerdos Robados, etcétera. Nombres campesinos extraños que no significaban nada para mí.

Bien, en el centro del mapa, sobre el punto de la Tumba Impía, estuviera donde estuviera situada, había el dibujo tosco de un dragón, que llevaba un castillo a modo de corona. El dragón no se parecía en nada al de mis, nuestros, libros antiguos, pero supuse que había llegado a los turcos con la leyenda de Drácula. Debajo del dragón alguien había escrito con tinta palabras diminutas, que al principio juzgué árabes, como los proverbios anotados en los bordes del mapa. Cuando las examiné con una lupa, comprendí de repente que estaban en griego, y las traduje en voz alta antes de pensar en la cortesía, aunque la sala de la biblioteca estaba vacía, de no ser por mí y un aburrido bibliotecario que entraba y salía de vez en cuando, por lo visto para asegurarse de que yo no robaba nada. En aquel momento yo estaba solo por completo. Las letras infinitesimales bailaron bajo mis ojos cuando las pronuncié en voz alta: "En este lugar, él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra".

En aquel momento, oí que una puerta se abría con estrépito en el vestíbulo de abajo. Pasos pesados ascendieron la escalera. No obstante, yo todavía estaba abstraído con una idea: la lupa acababa de revelarme que este mapa, al contrario que los dos primeros, más generales, había sido anotado por tres personas diferentes, y en tres idiomas diferentes. La caligrafía, así como los idiomas, eran distintos. Como los colores de las antiquísimas tintas. Entonces tuve una repentina visión; ya sabes, esa intuición en la que un estudioso casi puede confiar cuando le respaldan semanas de trabajo minucioso.

Tenía la impresión de que, al principio, el mapa había consistido en este dibujo central y las montañas que lo rodeaban, con la exhortación en griego en el centro. Probablemente, sólo más tarde se habían añadido los nombres en el dialecto eslavo, para identificar los lugares a que hacía referencia, al menos codificados. Después, había caído en manos otomanas, que lo habían rodeado de material procedente del Corán, dando así la impresión de albergar o encarcelar el ominoso mensaje del centro, o de rodearlo de talismanes contra la oscuridad. Si eso era cierto, ¿quién, conocedor del griego, había sido el primero en anotar el mapa, y tal vez en dibujarlo? Sabía que los estudiosos bizantinos utilizaban el griego en los tiempos de Drácula, pero casi ningún erudito del mundo otomano lo empleaba.»Antes de que pudiera redactar ni una sola nota sobre esta teoría, que podía implicar análisis más allá de mis posibilidades, la puerta situada al otro lado de las estanterías se abrió y entró un hombre alto y corpulento, que avanzó a grandes zancadas y se plantó ante la mesa donde yo estaba trabajando. Tenía el aire de un intruso consciente de serlo, lo cual me convenció de que no se trataba de ningún bibliotecario. Por el mismo motivo, pensé que debía ponerme en pie, pero el orgullo me lo impidió. Podría haber parecido una actitud deferente, cuando la interrupción había sido inesperada y bastante grosera.»Nos miramos a la cara, y yo me quedé más sorprendido que nunca. El hombre estaba completamente fuera de lugar en aquel entorno esotérico, apuesto y elegante al estilo turco o eslavo del sur, con un poblado mostacho y ropas oscuras hechas a medida, como un ejecutivo occidental. Sus ojos se encontraron con los míos de manera beligerante, y sus largas pestañas se me antojaron desagradables en aquel rostro severo. Tenía la piel cetrina, aunque inmaculada, y los labios muy rojos.

– Señor -dijo en voz baja y hostil, casi un gruñido en inglés con acento turco-, creo que no tiene el permiso pertinente para lo que está haciendo.-¿Para qué?

Me enfurecí al instante.

– Para este trabajo de investigación. Está trabajando con material que el Gobierno turco considera perteneciente a archivos privados de nuestro país. ¿Puedo ver sus papeles, por favor?

– ¿Quién es usted? -pregunté con idéntica frialdad-. ¿Puedo ver los suyos?

»Extrajo un billetero del bolsillo interior de la chaqueta, lo abrió sobre la mesa con gesto enérgico delante de mí y volvió a cerrarlo. Sólo tuve tiempo de ver una tarjeta marfileña con un montón de títulos en árabe y turco. La mano del hombre era de un repelente tono cerúleo y tenía largas uñas, con vello oscuro en el dorso.

– Ministerio de Cultura -dijo con frialdad-. Tengo entendido que carece de un acuerdo de intercambio con el Gobierno turco para examinar esos materiales. ¿Es eso cierto?

– Por supuesto que no.

Le mostré una carta de la Biblioteca Nacional, la cual me autorizaba a investigar en cualquiera de sus dependencias de Estambul.

– No es suficiente -replicó el hombre, y tiró sobre la mesa mis papeles- Lo mejor será que me acompañe.

– ¿Adónde?

Me levanté, pues me sentía más seguro de pie, y confié en que no lo tomara como un gesto de obediencia.

– A la policía si es necesario.

– Esto es indignante. -Había aprendido que, en caso de duda burocrática, era

conveniente alzar la voz-. Estoy preparando un doctorado por la Universidad de Oxford, y soy ciudadano del Reino Unido. Me presenté en la universidad el día que llegué y recibí

esta carta como prueba de mi situación. No permitiré que la policía me interrogue…, ni tampoco usted.

– Entiendo.

Sonrió de una forma que me provocó un nudo en el estómago. Había leído algo sobre las cárceles turcas y sus ocasionales presos occidentales, y mi situación se me antojó precaria, aunque no entendía en qué clase de problema podía haberme metido. Confiaba en que alguno de los aburridos bibliotecarios me oiría y vendría a silenciarnos. Entonces comprendí que ellos habrían sido los responsables de admitir a este personaje, con su tarjeta intimidatoria, en mi presencia. Tal vez sí que era alguien importante. Se inclinó hacia delante.

– Déjeme ver lo que está haciendo aquí. Apártese, por favor.

Obedecí a regañadientes y el hombre se inclinó sobre mi mesa, cerró de golpe mis diccionarios para leer la cubierta, siempre con aquella sonrisa inquietante. Era una presencia enorme al otro lado de la mesa, y percibí que olía de una forma rara, como una colonia usada sin demasiado éxito para disimular algo desagradable. Por fin, cogió el mapa en el que yo había estado trabajando, con manos de pronto delicadas, y lo sostuvo casi con ternura. Dio la impresión de que no necesitaba examinarlo mucho rato para saber lo que era, aunque yo pensé que se estaba echando un farol.

– Esto es su material de archivo, ¿verdad?

– Sí -dije irritado.

– Se trata de una posesión muy valiosa del Estado turco. No creo que usted lo necesite para propósitos relacionados con países extranjeros. Y este pedazo de papel, este pequeño mapa, ¿lo ha traído desde su universidad inglesa hasta Estambul?

Pensé en contestar que también tenía otros asuntos, para despistarle, pero comprendí que eso podría prolongar el interrogatorio.

– Sí, por decirlo así.

– ¿Por decirlo así? -preguntó, más apaciguado-. Bien, creo que lo vamos a confiscar temporalmente. Qué deshonra para un investigador extranjero.

Me hervía la sangre, tan cerca estaba de la solución, y agradecí el hecho de no haberme traído mis copias de los antiguos mapas de los Cárpatos, que quería empezar a comparar con este mapa al día siguiente. Estaban escondidos en mi maleta, en la habitación del hotel.

– No tiene el menor derecho a confiscar material que me han autorizado a estudiar -dije con los dientes apretados-. Denunciaré este caso de inmediato a la biblioteca de la universidad, y a la embajada británica. De todos modos, ¿por qué se opone a que estudie estos documentos? Son fragmentos oscuros de historia medieval. Estoy seguro de que no tienen nada que ver con los intereses del Gobierno turco.

El burócrata miraba a lo lejos, como si las agujas de Santa Sofía presentaran un interesante ángulo nuevo que nunca hubiera tenido ocasión de ver.

– Es por su bien -dijo en tono desapasionado-. Sería mucho mejor dejar que otro trabajara en eso. En otro momento.

Se quedó inmóvil, con la cabeza vuelta hacia la ventana, casi como si quisiera que siguiera su mirada. Experimenté la sensación infantil de que no debía hacerlo, porque podía ser una añagaza, de modo que le miré a él, a la espera. Y entonces vi, como si el desconocido hubiera deseado que la luz aceitosa del día cayera sobre él, su cuello. A un lado, en la carne más profunda de una garganta musculosa, había dos marcas de pinchazos con restos de costras de color parduzco, no recientes pero no totalmente curados, como si dos espinas gemelas le hubieran atravesado, o bien hubieran sido ocasionados por la punta de un cuchillo afilado.

Me alejé de la mesa, y pensé que había perdido la razón por culpa de mis morbosas lecturas, que me había desequilibrado. Pero la luz del día era muy normal, el hombre del traje oscuro parecía muy real, incluso con el olor debido a falta de higiene y sudor, y algo más debajo de su colonia. Nada desapareció o cambió. No podía apartar mis ojos de aquellas dos pequeñas heridas. Al cabo de unos segundos se volvió, como satisfecho de lo que había visto (o yo había visto), y sonrió de nuevo.

– Por su bien, profesor.

Le vi salir de la sala con el mapa enrollado en la mano, falto de palabras, y escuché sus pasos que se alejaban escaleras abajo. Pocos minutos después apareció un anciano bibliotecario de espeso cabello gris, cargado con dos infolios antiguos, que empezó a guardar en un estante cercano al suelo.

– Perdone -le dije, casi sin voz-. Perdone, pero ha sido indignante. -Me miró

perplejo-. ¿Quién era ese hombre? El burócrata.

– ¿El burócrata?

El bibliotecario repitió mi palabra, vacilante.

– Deben facilitarme enseguida un escrito oficial sobre mi derecho a trabajar en este archivo.

– Pero usted tiene todo el derecho a trabajar aquí -dijo el anciano en tono tranquilizador-. Yo mismo le registré.

– Lo sé, lo sé. Alcáncele y oblíguele a devolverme el mapa.

– ¿A quién he de alcanzar?

– Al hombre del ministerio de… El hombre que acaba de subir. ¿No le dejó entrar usted?

El bibliotecario me miró con curiosidad.

– ¿Alguien acaba de entrar? No ha venido nadie desde hace tres horas. Estoy en la entrada. Por desgracia, poca gente viene a investigar.

– El hombre… -dije, y enmudecí. Me vi de repente como un extranjero demente y gesticulante-. Se llevó mi mapa. Me refiero al mapa del archivo.

– ¿Qué mapa, Herr profesor?

– Estaba trabajando con un mapa. Esta mañana firmé cuando me lo entregaron, en recepción.

– ¿No será ese mapa?

El hombre indicó mi mesa. En el centro había un mapa de carreteras de los Balcanes que no había visto en mi vida. No estaba allí cinco minutos antes, de eso estaba seguro. El bibliotecario estaba guardando su segundo infolio.

– Da igual.

Recogí mis libros con la mayor celeridad posible y me fui de la biblioteca. No vi ni rastro del burócrata en la bulliciosa calle llena de tráfico, aunque varios hombres de su corpulencia y estatura, vestidos con trajes similares, me adelantaron portando maletines.

Cuando llegué a la habitación donde me hospedaba, descubrí que habían trasladado mis pertenencias, debido a problemas prácticos relacionados con la habitación. Mis primeros bocetos de los mapas antiguos, así como las notas que no había necesitado llevarme, habían desaparecido. Habían vuelto a hacer mi equipaje a la perfección. Los empleados del hotel dijeron que no sabían nada al respecto. Estuve despierto toda la noche, escuchando los ruidos del exterior. A la mañana siguiente recogí mi ropa sucia y mis diccionarios, y tomé el barco de vuelta a Grecia.

El profesor Rossi enlazó las manos de nuevo y me miró, como si esperara con paciencia señales de incredulidad. Pero me encontré de repente conmocionado por la credulidad, no por la duda.

– ¿Volviste a Grecia?

– Sí, y pasé el resto del verano haciendo caso omiso de mis recuerdos de la aventura vivida en Estambul, si bien no pude hacer caso omiso de sus implicaciones.

– ¿Te marchaste porque estabas… asustado?

– Aterrorizado.

– Pero ¿más adelante llevaste a cabo toda esa investigación, o se la encargaste a otro, sobre tu extraño libro?

– Sí, en especial los análisis químicos en el Smithsonian. Pero como no revelaron datos determinantes, y debido a otras influencias, dejé correr el asunto y guardé el libro en su estante. Allí, de hecho -Indicó el punto exacto-. Es curioso. Pienso en esos acontecimientos de vez en cuando, y en ocasiones creo recordarlos con mucha claridad, y en otras sólo fragmentos. Supongo que la familiaridad erosiona incluso los recuerdos más espantosos. Y en determinados períodos, que a veces se prolongan años, no quiero pensaren eso de ninguna manera.

– Pero ¿de verdad crees… que ese hombre de las heridas en el cuello…?

– ¿Qué habrías pensado si hubiera aparecido ante ti, sabiendo que estabas cuerdo?

Se apoyó contra la estantería, y por un momento habló en tono vehemente.

Tomé un último sorbo de café frío. Era muy amargo, los posos.

– ¿Nunca intentaste averiguar qué significaba ese mapa, o de dónde procedía?

– Nunca -Hizo una pausa-. No. Estoy seguro de que es una de las pocas labores de investigación que nunca terminaré. No obstante, sostengo la teoría de que esta siniestra senda de erudición, como tantas otras menos aterradoras, es algo en lo que una persona va haciendo pequeños progresos, y luego viene otra, y cada una va contribuyendo un poco a lo largo de su vida. Tal vez tres personas de ese tipo, hace siglos, hicieron eso al dibujar esos mapas y añadir las anotaciones, si bien admito que todos esos dichos talismánicos del Corán no aclaran a nadie el paradero de la verdadera tumba de Vlad Tepes. Aparte de que todo podrían ser tonterías, claro está. Bien pudo ser enterrado en su monasterio de la isla, como indica la tradición rumana, y permanecido allí como un alma bondadosa…, cosa que no era.

– Pero tú no te lo crees.

Rossi vaciló de nuevo.

– El conocimiento ha de continuar. Para bien o para mal, pero de manera inevitable, en todos los campos.

– ¿Fuiste en persona a Snagov alguna vez?

Negó con la cabeza.

– No. Abandoné la investigación.

Dejé sobre la mesa mi taza helada y escudriñé su cara.

– Pero conservas cierta información -especulé poco a poco.

– Buscó entre los libros del último estante y bajó un sobre marrón cerrado.

– Por supuesto. ¿Quién destruye una investigación por completo? Copié de memoria lo que pude de aquellos tres mapas y salvé mis demás notas, las que llevaba encima aquel día en el archivo.

Dejó el paquete sin abrir sobre la mesa, entre nosotros, y lo tocó con una ternura que no me pareció acorde con el horror que sentía por su contenido. Tal vez fue ese contrasentido, o el avance de la noche primaveral, lo que me puso aún más nervioso.

– ¿No crees que eso podría ser una especie de legado peligroso?

– Pido a Dios que pudiera contestar «no», pero quizá sólo sea peligroso en un sentido psíquico. La vida es mejor, más sana, cuando no meditamos de manera innecesaria en horrores. Como ya sabes, la historia de la humanidad está plagada de maldades, y tal vez deberíamos pensar en ellas con lágrimas, no con fascinación. Han pasado tantos años, que ya no estoy seguro de mis recuerdos de Estambul, y nunca he querido volver. Además, tengo la sensación de que me llevé todo cuanto me bastaba saber.

– ¿Para continuar adelante?

– Sí.

– Pero aún no sabes quién pudo inventar un mapa que mostrara el emplazamiento de su tumba, ¿verdad?

– No.

Extendí la mano hacia el sobre marrón.

– ¿Necesitaré un rosario para seguir con esto, o algún amuleto?

– Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo.

De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso. No iría por ahí con ajos en los bolsillos, de ninguna manera.

– Pero sí con un potente antídoto mental.

– Sí. Lo he intentado. -Su rostro estaba triste, casi sombrío-. Tal vez me he equivocado al no utilizar esas antiguas supersticiones, pero supongo que soy un racionalista, y a eso me atengo.

Cerré mis dedos sobre el paquete.

– Toma tu libro. Es interesante, y deseo que seas capaz de identificar su origen. -Me tendió mi volumen encuadernado en vitela, y pensé que la tristeza de su cara desmentía la frivolidad de sus palabras-. Vuelve dentro de dos semanas, y retornaremos al comercio en Utrecht.

Supongo que parpadeé. Hasta mi tesis me sonó irreal.

– Sí, claro.

Rossi se llevó las tazas de café y yo cerré el maletín con dedos agarrotados.

– Una última cosa -dijo con seriedad cuando me volví hacia él.

– ¿Sí?

– No volveremos a hablar de esto.

– ¿No quieres saber cómo me va?

Me quedé espantado, solo.

– Podría decirse así. No quiero saber. A menos que te halles en apuros, por supuesto.

Estrechó mi mano con el afecto habitual. Su cara expresaba un dolor nuevo para mí, y después tuve la impresión de que forzaba una sonrisa.

– De acuerdo -dije.

– Dentro de dos semanas -repitió casi con júbilo cuando yo salía-. Tráeme un capítulo terminado, o lo que sea.

Mi padre calló. Ante mi vergüenza estupefacta, vi lágrimas en sus ojos. Aquella muestra de emoción habría interrumpido mis preguntas aunque no hubiera hablado.

– Ya ves, escribir una tesis es lo más espeluznante -dijo en tono jovial-. En cualquier caso, no tendríamos que habernos metido en esto. Es una vieja historia muy retorcida, y es evidente que todo salió bien, porque aquí estoy, ya no soy un profesor fantasmal, y aquí estás tú. -Parpadeó. Se estaba recuperando-. Final feliz, como suele pasar.

– Pero quizás hay muchos acontecimientos en medio -logré articular.

El sol se filtraba a través de mi piel, pero sin llegar a los huesos, que percibían la brisa fría procedente del mar. Nos estiramos y miramos la ciudad que se extendía bajo nuestros pies.

El último grupo de turistas había pasado delante de nosotros y se había detenido en una glorieta lejana, señalando las islas o posando para la cámara de algún compañero. Miré a mi padre, pero estaba contemplando el mar. Detrás de los demás turistas, y muy delante de nosotros, había un hombre en el que no me había fijado antes, que se alejaba lenta pero inexorablemente, alto y de hombros anchos, vestido con un traje de lana oscura. Habíamos visto otros hombres altos vestidos de oscuro en la ciudad, pero por alguna razón no pude dejar de mirar a este último.

5

Como me sentía tan limitada por mi padre, decidí explorar un poco yo sola, y un día, al salir del colegio, fui a la biblioteca de la universidad. Mi holandés era razonablemente bueno, llevaba años estudiando francés y alemán, y la universidad albergaba una inmensa colección de libros en inglés. Los bibliotecarios fueron corteses, y sólo necesité un par de tímidas peticiones para encontrar el material que estaba buscando: el texto de los folletos de Núremberg sobre Drácula de los que mi padre había hablado. La biblioteca no estaba en posesión de ningún folleto original. Eran muy raros, me explicó un anciano bibliotecario, pero encontró el texto en un compendio de documentos medievales alemanes, traducidos al inglés.

– ¿Son ésos los que necesitas, querida? -preguntó con una sonrisa. Tenía uno de esos rostros muy blancos y pálidos que se ven a veces entre los holandeses, una mirada azul y directa, y un cabello que daba la impresión de hacerse más claro en lugar de encanecer. Los padres de mi padre habían muerto en Boston cuando yo era pequeña, y pensé que me habría gustado un abuelo de este tipo-. Me llamo Johan Binnerts -añadió-. Puedes llamarme siempre que necesites ayuda.

Le dije que eso era exactamente lo que necesitaba, danku, y palmeó mi hombro antes de alejarse en silencio. Releí la primera sección de mi cuaderno de notas en la sala vacía:

En el año de Nuestro Señor de 1456, Drakula hizo muchas cosas curiosas y terribles.

Cuando fue nombrado señor de Valaquia, mandó quemar a todos los jóvenes que habían ido a su país para aprender el idioma, cuatrocientos de ellos. Ordenó empalar a una familia numerosa y enterrar desnudos hasta el ombligo a muchos de sus súbditos, para luego asaetearlos. Algunos fueron asados y desollados.

Había una nota al pie de la primera página. El tipo de letra era tan fino que casi no la vi.

Cuando miré con más detenimiento, me di cuenta de que era un comentario sobre la palabra «empalado». Afirmaba que Vlad Tepes había aprendido esta forma de tortura de los otomanos. El empalamiento del tipo que practicaba implicaba la penetración del cuerpo con una estaca de madera puntiaguda, por lo general a través del ano o los genitales hacia arriba, de manera que a veces la estaca salía por la boca y a veces por la cabeza.

Por un momento intenté no ver aquellas palabras. Después traté de olvidarlas durante varios minutos, con el libro cerrado.

Lo que más me atormentó aquel día, cuando cerré el cuaderno de notas y me puse el abrigo para ir a casa, no fue la imagen siniestra de Drácula o la descripción del empalamiento, sino el hecho de que estas cosas habían ocurrido de verdad, por lo visto. Si prestaba la suficiente atención, pensé, escucharía los chillidos de los muchachos, de la «familia numerosa» que murió junta. Pese a toda la atención que había dedicado a mi educación en historia, mi padre no me había contado esto: los momentos terribles de la historia eran reales. Ahora comprendo, muchos años más tarde, que no podía decírmelo. Sólo la propia historia puede convencerte de una verdad de este tipo. Y en cuanto has visto esa verdad, cuando la has visto realmente ya no puedes apartar la vista.

Cuando llegué a casa aquella noche, sentía una especie de energía diabólica, y planté cara a mi padre. Estaba leyendo en su biblioteca, mientras la señora Clay se las entendía con los platos de la cena en la cocina. Entré en la biblioteca, cerré la puerta a mi espalda, y me paré frente a su butaca. Sostenía uno de sus queridos volúmenes de Henry James, una clara señal de tensión. No hablé hasta que alzó la vista.

– Hola -dijo, y colocó el punto de libro con una sonrisa-. ¿Deberes de álgebra?

Sus ojos ya estaban ansiosos.

– Quiero que termines la historia -dije.

Guardó silencio y tamborileó con los dedos sobre el brazo de la butaca.

– ¿Por qué no me quieres contar más cosas? -Era la primera vez que me veía como una amenaza para él. Miró el libro que acababa de cerrar. Experimenté la sensación de estar siendo cruel con él de una manera que no podía comprender, pero ya había empezado mi faena de modo que debía terminar-. No quieres que sepa algunos detalles.

Me miró por fin. Su rostro era triste e inescrutable, con la frente arrugada a la luz de la lámpara.

– No, no quiero.

– Sé más de lo que crees -dije, aunque se me antojó una puñalada infantil. No habría querido decirle lo que sabía, en caso de que me lo hubiera preguntado.

Enlazó las manos bajo la barbilla.

– Lo sé -dijo al fin-. Y como sabes algo, te lo tendré que contar todo.

Le miré sorprendida.

– Pues hazlo -dije con determinación.

Bajó la vista de nuevo.

– Te lo contaré, lo antes posible. Pero ahora no. ¡No puedo soportarlo todo de golpe! – soltó mi padre de sopetón-. Ten paciencia conmigo.

Pero la mirada que me dirigió no era acusadora, sino suplicante. Me acerqué a él y rodeé con los brazos su cabeza inclinada.

Marzo iba a ser frío y desapacible en la Toscana, pero mi padre pensó que un breve viaje a la campiña era necesario después de cuatro días de conversaciones (siempre había llamado «conversaciones» a su ocupación) en Milán. Esta vez no me había sido necesario pedirle que me llevara.

– Florencia es maravillosa, sobre todo fuera de temporada -dijo una mañana, mientras íbamos en coche hacia el sur desde Milán-. Me gustaría que la vieras en uno de esos días.

Antes tendrás que aprender algo más acerca de su historia y sus cuadros para quedarte realmente prendada. Pero la campiña toscana es lo mejor. Descansa tus ojos y al mismo tiempo los estimula. Ya lo verás.

Asentí y me arrellané en el asiento del Fiat alquilado. El amor de nu padre por la libertad era contagioso, y me gustaba que se aflojara cuello de la camisa y la corbata cuando nos dirigíamos a un lugar nuevo. El coche zumbaba por la agradable autopista del norte.

– De todos modos, hace años que vengo prometiendo a Massimo y Giulia que iríamos a verlos. Nunca me perdonarían que pasara tan cerca sin hacerlo. -Se reclinó en el asiento y estiró las piernas-. Son un poco raros, excéntricos, por decirlo de alguna manera, pero muy amables. ¿Te apetece?

– Ya te dije que sí -indiqué. Prefería estar sola con mi padre que visitar a desconocidos, cuya presencia siempre sacaba a flote mi natural timidez, pero parecía ansioso por ver a sus viejos amigos. En cualquier caso, el ronroneo del Fiat me estaba adormeciendo. Estaba cansada del viaje en tren. Algo nuevo me había ocurrido aquella mañana, el hilillo de sangre alarmantemente retrasado por el que siempre se preocupaba mi médico, y debido al cual la señora Clay había metido en mi maleta un montón de compresas de algodón. El primer vislumbre de este cambio me había provocado lágrimas de sorpresa en el lavabo del tren, como si alguien me hubiera herido. La mancha que apareció en mis cómodas bragas de algodón se me antojó la huella del pulgar de un asesino. No dije nada a mi padre. Valles surcados por ríos y colinas lejanas coronadas por pueblos se convirtieron en un panorama brumoso al otro lado de la ventanilla del coche, y después en un borrón. Aún seguía adormilada a la hora de comer, cosa que hicimos en una ciudad formada por cafés y bares oscuros mientras los gatos callejeros se aovillaban y desaovillaban alrededor de los portales.

Pero cuando ascendimos con el ocaso hacia uno de los veinte pueblos alzados sobre colinas, que se amontonaban a nuestro alrededor como los temas de un fresco, me descubrí muy despierta. La noche ventosa y nublada mostraba grietas de ocaso en el horizonte.

Hacia el Mediterráneo, dijo mi padre, hacia Gibraltar y otros lugares a los que iríamos algún día. Encima de nosotros se alzaba un pueblo construido sobre soportes de piedra, con calles casi verticales y callejones formando terrazas con estrechos escalones de piedra. Mi padre guiaba el cochecito de un lado a otro, y en una ocasión pasamos ante la puerta de una trattoria que arrojaba luz sobre los adoquines húmedos. Después se desvió con cautela hacia el otro lado de la colina.

– Está por aquí, si no recuerdo mal. -Se desvió entre una hilera de cipreses oscuros por una pista llena de baches-. Villa Montefollinoco, en Monteperduto. Monteperduto es el pueblo, ¿recuerdas?

Lo recordaba. Habíamos mirado el mapa durante el desayuno. Mi padre lo había reseguido con el dedo por encima de su taza de café.

– Aquí, Siena. Es tu punto central. Está en la Toscana. Después, entramos en Umbría. Aquí está Montepulciano, un famoso lugar antiguo, y sobre esta colina siguiente se encuentra nuestro pueblo, Monteperduto.

Los nombres se confundían en mi mente, pero monte significa «montaña», y estábamos entre montañas dignas de una casa de muñecas grande, pequeñas montañas pintadas como si fuesen hijas de los Alpes, que ya había atravesado dos veces.

En la inminente oscuridad la villa parecía pequeña, una granja de piedra con cipreses y olivos apelotonados alrededor de sus tejados rojizos, y un par de postes de piedra inclinados que indicaban un sendero de entrada. Brillaban luces en las ventanas del primer piso, y de repente me sentí cansada, hambrienta, poseída por una irritabilidad adolescente que tendría que disimular delante de mis anfitriones. Mi padre bajó nuestro equipaje del maletero y yo le seguí por el sendero.

– Hasta la campanilla sigue en su sitio -dijo satisfecho, al tiempo que tiraba de una corta cuerda en la entrada y se alisaba su pelo oscuro en la oscuridad.

El hombre que contestó salió como un tornado, abrazó a mi padre, le palmeó con fuerza en la espalda, le besó ruidosamente en ambas mejillas y se agachó demasiado para estrechar mi mano. Su mano era enorme y caliente, y la apoyó sobre mi hombro para guiarme al interior. En el vestíbulo, de techo bajo y lleno de muebles antiguos, vociferó como un animal de granja.

– ¡Giulia! ¡Giulia! ¡Deprisa! ¡La gran invasión! ¡Ven enseguida!

Su inglés era feroz y seguro, potente, clamoroso.

La mujer alta y sonriente que apareció me cayó bien al instante. Tenía el pelo gris, pero con destellos plateados, recogido por atrás de su cara alargada. Sonrió nada más verme y no se agachó para saludarme. Su mano era cálida, como la de su marido, y besó a mi padre en ambas mejillas, mientras agitaba la cabeza y soltaba una parrafada en italiano.

– Y tú -me dijo en inglés- has de tener una habitación para ti sola, y buena, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contesté, y me gustó el sonido de la frase, y confié en que estaría cerca de la de mi padre, y que tendría una vista del valle circundante, desde el que habíamos ascendido con tanta precipitación.

Después de cenar en el comedor de baldosas, todos los adultos se repantigaron y suspiraron.

– Giulia -dijo mi padre-, cada año cocinas mejor. Eres una de las mejores cocineras de Italia.

– Nonsense, Paolo. -Su inglés tenía resonancias de Oxford y Cambridge- Siempre dices tonterías.

– Puede que sea el chianti. Déjame echar un vistazo a la botella.

– Deja que te vuelva a llenar la copa -intervino Massimo-. ¿Y qué estudias tú,

encantadora hija?

– En mi colegio estudiamos de todo -contesté como una cursi.

– Creo que le gusta la historia -dijo mi padre-. También le gusta viajar.

– ¿Historia? -Massimo volvió a llenar la copa de Giulia, por segunda vez, y después la suya, de un vino color granate o sangre oscura-. Como tú y yo, Paolo. Bautizamos así a tu padre -me dijo en un aparte-, porque no soporto vuestros aburridos patronímicos anglosajones. Lo siento, me es imposible. Paolo, amigo mío, sabes que me dejaste sorprendido cuando me dijiste que abandonabas tu vida académica para participar en conferencias de paz a lo largo y ancho del mundo. Así que le gusta más hablar que leer, me dije. El mundo ha perdido un gran erudito, y ése es tu padre.

Me pasó media copa de vino sin pedir permiso a mi padre, pero lo mezcló con un poco de agua de la jarra que había en la mesa. Me cayó mejor todavía.

– Ahora eres tú el que dice tonterías -repuso mi padre de buen humor-. Me gusta viajar, así de sencillo.

– Ah. -Massimo meneó la cabeza-. Usted, signor professore, dijo en una ocasión que sería el más grande de todos. Sé que su fundación no ha sido un éxito rotundo.

– Necesitamos paz y esclarecimiento diplomático, no más investigaciones sobre cuestiones insignificantes que a nadie interesan -replicó mi padre sonriente. Giulia encendió un farol que descansaba sobre el aparador y apagó la luz eléctrica. Llevó el farol a la mesa y empezó a cortar la torta que yo había procurado no mirar antes. Su superficie brillaba como obsidiana bajo el cuchillo.

– En historia, no hay cuestiones insignificantes. -Massimo me guiñó un ojo-. Además, hasta el gran Rossi dijo que tú eras su mejor estudiante. Los demás apenas podíamos complacerle.

– ¡Rossi!

Salió de mi boca antes de que pudiera impedirlo. Mi padre me dirigió una mirada inquieta.

– ¿De modo que conoces las leyendas acerca de los éxitos académicos de tu padre, jovencita?

Massimo se llenó la boca de chocolate.

Mi padre me dirigió otra mirada.

– Le he contado algunas historias sobre esos días -dijo. No pasé por alto la advertencia que transmitía su tono. No obstante, un momento después pensé que iba dirigida a Massimo, no a mí, pues el siguiente comentario de Massimo me produjo un escalofrío, antes de que mi padre se pusiera a hablar de política para matar el tema.

– Pobre Rossi -dijo Massimo-. Un hombre trágico, maravilloso. Resulta raro pensar que alguien a quien has conocido en persona pueda desaparecer así de golpe, puf.

A la mañana siguiente nos sentamos en la piazza situada en lo alto del pueblo, bañada por el sol, con las chaquetas abrochadas y los folletos en ristre, mirando a dos chicos que, como yo, deberían estar en el colegio. Gritaban mientras jugaban a la pelota delante de la iglesia, y yo esperaba con paciencia. Había estado esperando toda la mañana, durante la visita guiada a las pequeñas capillas «con elementos de Brunelleschi», según el confuso y aburrido guía, y al Palazzo Púbblico, con su salón de recepciones que había servido durante siglos de granero del pueblo. Mi padre suspiró y me dio una de las dos primorosas botellas de Orangina.

– Vas a preguntarme algo -dijo en tono algo sombrío.

– No, sólo quiero saber qué fue del profesor Rossi.

Introduje mi pajita en la botella.

– Eso pensaba. Massimo estuvo falto de tacto al mencionarlo.

Temía la respuesta, pero tenía que preguntar.

– ¿El profesor Rossi murió? ¿Se refería a eso Massimo cuando dijo que «desapareció»?

Mi padre miró hacia otro lado de la plaza bañada por el sol, con sus cafés y carnicerías.

– Sí. No. Bien, fue algo muy triste. ¿De veras quieres saberlo?

Asentí. Mi padre paseó la vista a nuestro alrededor con rapidez. Estábamos sentados en un banco de piedra que sobresalía de uno de los antiguos palazzi, solos, a excepción de los chicos que jugaban en la plaza.

– De acuerdo -dijo por fin.

6

Aquella noche -dijo mi padre-, cuando Rossi me dio el paquete de papeles, le dejé sonriente en la puerta de su despacho, y cuando di media vuelta, me embargó la sensación de que tal vez habría debido volver para hablar con él un poco más. Sabía que sólo era el resultado de nuestra extraña conversación, la más extraña de mi vida, y desdeñé la ocurrencia al instante. Pasaron otros dos estudiantes de nuestro departamento, enfrascados en su conversación, saludaron a Rossi antes de que éste cerrara su puerta, y bajaron la escalera a buen paso detrás de mí. La animada conversación me dio la sensación de que la vida continuaba como de costumbre, pero aún me sentía inquieto. Mi libro, adornado con el dragón, era una presencia candente en mi maletín, y ahora Rossi había añadido el paquete de notas cerrado. Me pregunté si debería examinarlas aquella misma noche, sentado solo a la mesa de mi diminuto apartamento. Estaba agotado. Pensé que sería incapaz de enfrentarme a su contenido.

También sospechaba que la luz del día, a la mañana siguiente, me devolvería la confianza y la razón. Tal vez ni siquiera me creería la historia de Rossi cuando despertara, si bien estaba seguro de que me atormentaría tanto si la creía como si no. ¿Y cómo?, me pregunté al pasar bajo las ventanas de Rossi y alzar la vista de manera involuntaria hacia su lámpara, que todavía brillaba, ¿cómo no iba a creer al director de mi tesis en algo relacionado con su especialidad? ¿Acaso no significaría eso poner en duda todo el trabajo que habíamos hecho juntos? Pensé en los primeros capítulos de mi tesis, que descansaban formando columnas de hojas pulcramente mecanografiadas sobre mi escritorio, y me estremecí. Si no creía la historia de Rossi, ¿podríamos seguir trabajando juntos? ¿Debería suponer que estaba loco?

Tal vez debido a que no podía apartar a Rossi de mi mente, cuando pasé por debajo de sus ventanas fui muy consciente de que su lámpara seguía brillando. En cualquier caso, estaba pisando la isleta iluminada que proyectaba la luz de la lámpara contra el pavimento de la calle que conducía a mi barrio, cuando ésta se desvaneció literalmente bajo mis pies.

Ocurrió en una fracción de segundo, pero un estremecimiento de horror me recorrió de pies a cabeza. En un momento dado estaba absorto en mis pensamientos, pisando la isleta iluminada que la lámpara arrojaba sobre el pavimento, y al siguiente estaba petrificado.

Había reparado en dos cosas casi al mismo tiempo. Una era que nunca había visto esta luz sobre esa zona de pavimento, entre los edificios de aulas góticos, pese a que había pasado por la calle quizás un millar de veces. Nunca la había visto porque nunca había sido visible.

Ahora lo era porque todas las farolas de la calle se habían apagado de repente. Estaba solo en la calle, y el único sonido que persistía era mi último paso. A excepción de aquellos fragmentos luminosos procedentes del estudio donde habíamos estado sentados diez minutos antes, la calle estaba a oscuras.

Mi segundo descubrimiento, si es que en realidad puede hablarse de un segundo descubrimiento, se abatió sobre mí como una parálisis cuando me detuve. Digo que se abatió porque así fue como lo percibió mi vista, no mi razón o mi instinto. En aquel momento, paralizado como estaba, la luz cálida procedente de la ventana de mi mentor se apagó. Quizá pienses que es de lo más normal: la jornada laborable termina y el último profesor que abandona el edificio apaga las lámparas, dejando a oscuras una calle cuyas farolas han fallado momentáneamente.

Por un momento me quedé sin aliento. Me volví, aterrorizado, y vi las ventanas a oscuras, casi invisibles sobre la calle también a oscuras, y corrí hacia ellas guiado por un impulso.

La puerta por la que había salido estaba cerrada con llave. No brillaban más luces en la fachada en el edificio. A esta hora, debía ser normal que hubieran cerrado la puerta tras salir el último visitante. Estaba sopesando la posibilidad de correr hacia alguna de las demás puertas, cuando las farolas se encendieron de nuevo, y me sentí avergonzado. No vi ni rastro de los dos estudiantes que habían salido detrás de mí. Pensé que debían haberse marchado en otra dirección.

Pero ahora desfilaba otro grupo de estudiantes, riendo. La calle ya no estaba desierta. ¿Y si Rossi salía de un momento a otro, como sin duda haría después de apagar las luces y cerrar con llave la puerta de su despacho, y me encontraba allí esperando? Había dicho que no quería seguir hablando de lo que habíamos hablado. ¿Cómo podría explicarle mis temores irracionales, en el umbral de la puerta, cuando había dejado caer un telón sobre el tema, sobre todos los temas morbosos, tal vez? Di media vuelta, avergonzado, antes de que me sorprendiera, y corrí a casa. Dejé el sobre sin abrir en mi maletín y dormí (aunque no muy bien) toda la noche.

Estuve ocupado los dos días siguientes y no me permití pensar en los papeles de Rossi. De hecho, aparté de mi mente categóricamente todo tema esotérico. Por consiguiente, me pilló por sorpresa que un compañero de mi departamento me parara en la biblioteca, ya avanzada la tarde del segundo día.

– ¿Te has enterado de lo de Rossi? -preguntó, al tiempo que agarraba mi brazo y me obligaba a girar en redondo-. ¡Espera, Paolo!

Sí, lo has adivinado. Era Massimo. Ya era grande y vocinglero de estudiante, tal vez más vocinglero que ahora. Lo cogí por el brazo.

– ¿Rossi? ¿Qué? ¿Qué le ha pasado?

– Ha desaparecido. La policía está registrando su despacho.

Corrí sin parar hasta el edificio, que ahora parecía vulgar, brumoso por dentro debido al sol del atardecer y abarrotado de estudiantes que salían de las aulas. En el segundo piso,

delante del despacho de Rossi, un policía de la ciudad estaba hablando con el jefe del departamento y varios hombres que yo no había visto nunca. Cuando llegué, dos hombres con chaquetas oscuras estaban saliendo del estudio del profesor. Cerraron la puerta con firmeza a sus espaldas y se encaminaron hacia la escalera y las aulas. Me abrí paso y hablé con el policía.

– ¿Dónde está el profesor Rossi? ¿Qué le ha pasado?

– ¿Le conoces? -preguntó el policía, mientras me miraba de arriba abajo.

– Es el director de mi tesis. Estuve aquí hace dos noches. ¿Quién dice que ha desaparecido?

El jefe del departamento avanzó y estrechó mi mano.

– ¿Sabes algo de esto? Su ama de llaves telefoneó a mediodía para avisar de que no había vuelto a casa anoche, ni la noche anterior. No llamó para que le sirviera la cena ni el desayuno. La mujer dice que nunca lo había hecho. Dejó de acudir a una reunión del departamento esta tarde sin telefonear antes, cosa que tampoco había hecho nunca. Un estudiante vino a comentar que su despacho estaba cerrado con llave, cuando habían concertado una cita en horas de tutoría, y que Rossi no había hecho acto de aparición. Hoy no dio su clase, y al final he ordenado que abrieran la puerta.

– ¿Estaba dentro?

Intenté no jadear en busca de aliento.

– No.

Me precipité hacia la puerta de Rossi, pero el policía me retuvo por el brazo.

– No tan deprisa -dijo-. ¿Dices que estuviste aquí hace dos noches?

– Sí.

– ¿Cuándo le viste por última vez?

– A eso de las ocho y media.

– ¿Viste a alguien más por aquí?

Pensé.

– Sí, a dos estudiantes del departamento. Bertrand y Elias, me parece. Salieron al mismo tiempo que yo.

– Bien. Comprueba eso -dijo el policía a uno de los hombres-. ¿Notaste algo raro en el comportamiento del profesor Rossi?

¿Qué podía decir? Sí, la verdad. Me dijo que los vampiros eran reales, que el conde Drácula camina entre nosotros, que tal vez yo había heredado una maldición por culpa de sus investigaciones, y entonces me pareció que un gigante ocultaba la luz de su lámpara…

– No -contesté-. Nos reunimos para hablar de mi tesis y estuvimos charlando hasta las ocho y media.

– ¿Os fuisteis juntos?

– No. Yo fui el primero en irme, él me acompañó hasta el vestíbulo, y después volvió a entrar en su despacho.

– ¿Viste algo o a alguien sospechoso en las cercanías del edificio cuando te fuiste? ¿Oíste algo?

Vacilé algo. -No, nada. Bien, hubo un breve apagón en la calle. Las farolas se apagaron.

– Sí, ya nos han informado. Pero ¿no viste ni oíste nada anormal?

– No.

– Hasta el momento, eres la última persona que vio al profesor Rossi -insistió el policía-. Piensa bien. Cuando estuviste con él, ¿dijo o hizo algo raro? ¿Habló de depresión, suicidio, cosas por el estilo? ¿Habló de marcharse, de hacer un viaje?

– No, nada por el estilo -dije con sinceridad. El policía me miró con suspicacia.

– Necesito tu nombre y dirección. -Lo anotó todo y se volvió hacia el jefe del

departamento-. ¿Puede dar garantías de este joven?

– Es quien dice que es, desde luego.

– De acuerdo -me dijo el policía-. Quiero que entres conmigo y me digas si ves algo extraño. Sobre todo, algo diferente de hace dos noches. No toques nada. La verdad es que la mayoría de estos casos resultan bastante predecibles, urgencias familiares o colapsos nerviosos no demasiado graves. Es probable que reaparezca dentro de uno o dos días. Lo he visto muchas veces. Pero habiendo sangre en el escritorio no queremos arriesgarnos.

¿Sangre en el escritorio? Sentí que mis piernas flaqueaban, pero me obligué a caminar poco a poco detrás del policía. La habitación tenía el mismo aspecto que las docenas de veces anteriores que la había visto a la luz del día: pulcra, agradable, los muebles dispuestos en plan acogedor, libros y papeles formando pilas exactas sobre las mesas y el escritorio. Me acerqué más. En el escritorio, sobre el papel secante de Rossi, había una mancha oscura. El policía apoyó una mano firme sobre mi hombro.

– La pérdida de sangre no fue suficiente para causar la muerte -dijo-. Tal vez una hemorragia nasal, o de algún otro tipo. ¿Viste si le sangraba la nariz al profesor Rossi cuando estuviste con él? ¿Te pareció enfermo aquella noche?

– No -contesté-. Nunca le vi… sangrar, y nunca me hablaba de su salud.

Comprendí de pronto, con apabullante claridad, que había hablado de nuestras

conversaciones en pasado, como si hubieran terminado para siempre. Sentí un nudo de emoción en la garganta cuando pensé en Rossi despidiéndome risueño en la puerta. ¿Se habría hecho un corte de alguna manera, quizás a propósito, en un momento de inestabilidad, para luego salir corriendo de la habitación y cerrarla con llave? Traté de imaginarle desvariando en un parque, quizá muerto de frío y hambriento, o subiendo a un autobús hacia un destino elegido al azar. Nada de eso encajaba. Rossi era una estructura sólida, el hombre más frío y cuerdo que había conocido.

– Mira con mucho detenimiento.

El policía soltó mi hombro. Me estaba mirando fijamente, e intuí que el jefe del

departamento y los demás estaban acechando detrás de la puerta. Se me ocurrió que, hasta que se demostrara lo contrario, yo sería uno de los sospechosos en caso de que hubieran asesinado a Rossi. Pero Bertrand y Elias responderían por mí, como yo por ellos. Miré todo cuanto contenía la habitación. Fue un ejercicio frustrante. Todo era real, normal, sólido, y Rossi había desaparecido por completo de aquel entorno.

– No -dije por fin-. No veo nada diferente.

– De acuerdo. -El policía me hizo volver hacia las ventanas- Mira hacia arriba. Muy por encima del escritorio, en el techo de yeso blanco, una mancha oscura de unos doce centímetros de largo parecía avanzar de costado, como si apuntara hacia algo en el exterior.

– Eso también parece sangre. No te preocupes. Puede que sea del profesor Rossi, o no. El techo es demasiado alto para que una persona lo alcance con facilidad, aunque sea con un taburete. Lo analizaremos todo. Ahora, piensa. ¿Rossi comentó algo aquella noche acerca de que hubiera entrado un pájaro? ¿Oíste algún ruido cuando te marchaste, como si algo quisiera entrar? ¿Te acuerdas de si estaba abierta la ventana?

– No -dije-. El profesor no habló de nada parecido. Además, las ventanas estaban cerradas, estoy seguro.

No podía apartar los ojos de la mancha. Experimentaba la sensación de que, si me fijaba bien, tal vez leyera algo en su horrible forma jeroglífica.

– Hemos tenido aves en este edificio alguna vez -colaboró el jefe del departamento a nuestra espalda-. Palomas. De vez en cuando, se cuelan por las claraboyas.

– Ésa es una posibilidad -dijo el policía-. Aunque no hemos encontrado deyecciones, es una posibilidad.

– O murciélagos -siguió el jefe del departamento-. Podrían ser murciélagos. Es muy probable que haya todo tipo de cosas vivas en este edificio.

– Bien, ésa es otra posibilidad, sobre todo si Rossi intentó ahuyentar algo con una escoba o un paraguas y se hizo daño -sugirió un profesor desde el umbral de la puerta.

– ¿Alguna vez viste algo parecido a un murciélago o un pájaro aquí? -me volvió a preguntar el policía.

Me costó unos segundos formar la sencilla palabra y expulsarla de mis labios resecos.

– No -dije, pero apenas me enteré de la pregunta. Mis ojos se habían fijado por fin en el extremo interior de la mancha oscura, y en lo que parecía desprenderse de ella. En el último estante de la librería de Rossi, en su fila de «fracasos», faltaba un libro. Una estrecha hendidura negra se abría entre los lomos, en el punto en que el profesor había devuelto el misterioso libro dos noches antes.

Mis colegas salieron conmigo de la habitación, me daban palmaditas en la espalda y decían que no me preocupara. Debía estar blanco como el papel, Me volví hacia el policía, que estaba cerrando con llave la puerta a nuestras espaldas.

– ¿Existe alguna probabilidad de que el profesor Rossi esté en algún hospital, si se cortó o alguien le hirió?

El agente meneó la cabeza.

– Nos hemos puesto en contacto con los hospitales y de momento no hay ni rastro de él.

¿Por qué? ¿Crees que pudo hacerse daño? Dijiste que no parecía deprimido ni albergaba ideas suicidas.

– Desde luego que no.

Respiré hondo y me serené. El techo parecía demasiado alto para que un corte en la muñeca lo pudiera haber manchado. Un triste consuelo.

– Bien, vámonos todos.

Se volvió hacia el jefe del departamento y se alejaron para conversar en voz baja. La gente parada alrededor de la puerta del despacho empezó a dispersarse, y yo me adelanté a ellos.

Necesitaba antes que nada un lugar tranquilo donde sentarme. Los últimos rayos del sol de la tarde primaveral estaban calentando todavía mi banco favorito de la nave de la vieja biblioteca universitaria. A mi alrededor, tres o cuatro estudiantes leían o hablaban en voz baja, y noté que la calma familiar de aquel refugio cultural impregnaba mis huesos. La gran sala de la biblioteca estaba perforada por vitrales, algunos de los cuales daban a salas de lectura y corredores y patios similares a los de un claustro, así que podía ver a gente moviéndose dentro o fuera, o estudiando ante grandes mesas de roble. Era el final de un día normal. El sol no tardaría en abandonar las losas de piedra que yo pisaba, y sumiría al mundo en el crepúsculo, lo cual señalaría que habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la última vez que había hablado con mi mentor. De momento, el estudio y la actividad prevalecían en la biblioteca, rechazando los límites de la oscuridad.

Debería decirte que, cuando estudiaba en aquel tiempo, me gustaba estar a solas por completo, sin ser molestado, en un silencio monástico. Ya he descrito los cubículos de estudio en los que trabajaba con asiduidad, en la parte alta de las estanterías de la biblioteca, donde tenía mi propio nicho y donde había encontrado aquel libro siniestro que había cambiado mi vida e ideas casi de la noche a la mañana. Dos días ames, a esta misma hora, había estado estudiando aquí solo ocupado y sin miedo, a punto de recoger mis libros sobre Holanda y correr hacia una agradable velada con mi mentor. No había pensado en otra cosa que en lo que Heller y Herbert habían escrito sobre la historia económica de Utrecht el año anterior, y en cómo podría refutarlo en un artículo, tal vez un artículo pergeñado a partir de uno de los capítulos de mi tesis.

De hecho, si había imaginado algún fragmento del pasado, eran esos inocentes y algo codiciosos holandeses debatiendo los pequeños problemas de su gremio, o de pie, con los brazos en jarras, en portales elevados sobre los canales, mirando cómo alzaban hasta el último piso de sus casas provistas de almacén una nueva caja de mercancías. Si había tenido alguna visión del pasado, sólo había visto sus rostros rubicundos y curtidos por la intemperie, las cejas espesas, las manos hábiles, oído el crujido de sus excelentes barcos, percibido el olor de las especias, el alquitrán y las aguas residuales del muelle, y disfrutado del sólido ingenio de su forma de comprar y regatear.

Pero, por lo visto, la historia podía ser algo muy diferente, una salpicadura de sangre cuya agonía no se desvanecía de la noche a la mañana ni con el transcurso de los siglos. Y hoy mis estudios iban a ser de una nueva clase, nueva para mí, pero no para Rossi y para tantos otros que habían elegido su camino entre la misma maleza oscura. Deseaba iniciar este nuevo tipo de investigación entre los alegres murmullos y ruidos de la sala principal, no en las estanterías silenciosas con sus pisadas ocasionales sobre lejanas escaleras. Quería abrir la siguiente fase de mi vida como historiador bajo los ojos ingenuos de jóvenes antropólogos, bibliotecarios canosos, adolescentes que pensaban en partidos de squash o

zapatos blancos nuevos, estudiantes sonrientes e inofensivos profesores eméritos lunáticos, el tráfico habitual de la noche universitaria. Miré una vez más la bulliciosa sala, los retazos de luz solar que desaparecían a toda prisa, la incesante actividad de las puertas de la entrada principal, que se abrían y cerraban sobre goznes de bronce. Después recogí mi sobado maletín, lo abrí y extraje un grueso sobre oscuro, que tenía una leyenda escrita por Rossi:

RESERVAR PARA EL SIGUIENTE.

¿El siguiente? No lo había mirado con atención dos noches antes. ¿Se refería a reservar la información guardada para la siguiente vez que atacara este proyecto, esta fortaleza oscura?

¿O era yo el «siguiente»? ¿Era una prueba de su locura?

Dentro del sobre abierto vi una pila de papeles de diferentes gramajes y tamaños, muchos desteñidos y en mal estado debido a la antigüedad. Había hojas de papel cebolla impresas con apretadas líneas mecanografiadas. Una gran cantidad de material. Tendría que clasificarlo, decidí. Me acerqué a la mesa de color miel más cercana, contigua al fichero.

Aún había mucha gente a mi alrededor, pero eché una mirada supersticiosa por encima del hombro antes de sacar los documentos y colocarlos sobre la mesa.

Había manejado algunos manuscritos de Tomás Moro dos años antes, y algunas cartas de Hans Albrecht de Amsterdam, y en fechas más recientes había ayudado a catalogar una colección de libros de contabilidad flamencos de la década de 1680. Como historiador, sabía que el orden de cualquier hallazgo archivístico es una parte importante de la lección que imparte. Saqué papel y lápiz, e hice una lista del orden de los materiales a medida que los retiraba. El primer documento, el de encima de todo, lo formaban las hojas de papel cebolla. Como ya dije, estaban mecanografiadas de la manera más pulcra posible, como si fuesen cartas.

El segundo documento era un mapa, dibujado a mano con torpe pulcritud. Ya se estaba descolorando, y las marcas y nombres de lugares destacaban poco en un grueso papel de cuaderno, de aspecto extranjero, arrancado sin duda de alguna vieja libreta. A continuación había dos mapas similares. Después venían tres páginas de notas dispersas escritas a mano, con tinta y muy legibles a primera vista. Luego había un folleto ilustrado que invitaba a los turistas a la «Rumanía romántica» en inglés, que debido a sus adornos art déco parecía un producto de las décadas de 1920 o 1930. Después, dos recibos de un hotel y de las comidas tomadas en él. De Estambul, para ser preciso. Luego un antiguo mapa de carreteras de los Balcanes, impreso de manera deficiente a dos colores. El último objeto era un pequeño sobre color marfil, cerrado y sin inscripción alguna. Lo dejé a un lado heroicamente, sin tocar la solapa.

Eso fue todo. Di la vuelta al sobre marrón, hasta lo sacudí, de modo que ni siquiera una mosca muerta habría pasado desapercibida. Mientras lo estaba haciendo, de repente (y por primera vez) experimenté una sensación que me acompañaría durante todos los posteriores esfuerzos que se me exigieron: sentí la presencia de Rossi, su orgullo por mi minuciosidad, algo así como si su espíritu viviera y me hablara por mediación de los meticulosos métodos que él me había enseñado. Sabía que, como investigador, trabajaba con celeridad, pero también que no desdeñaba ni rechazaba nada, ni un solo documento, ni un archivo, por más lejos que estuviera, y desde luego ninguna idea, por impopular que fuera entre sus colegas.

Su desaparición, y su necesidad de mí, pensé desatinadamente, nos habían convertido casi en iguales. También intuí que me había estado prometiendo este desenlace, esta igualdad, desde el primer momento, y aguardaba el momento en que yo lo alcanzaría.

Ahora tenía ya todos los objetos diseminados sobre la mesa ante mí. Empecé con las cartas, aquellas largas y densas epístolas mecanografiadas en papel cebolla, con pocas erratas y pocas correcciones. Había una copia de cada, y daba la impresión de que ya estaban en orden cronológico. Todas estaban fechadas en diciembre de 1930, hacía más de veinte años.

Cada una llevaba el encabezamiento TRINITY COLLEGE, OXFORD, sin más detalles sobre la dirección. Examiné la primera carta. Contaba la historia del descubrimiento del misterioso libro, y de la investigación inicial en Oxford. La carta estaba firmada: «Le acompaña en su aflicción, Bartholomew Rossi». Y comenzaba (sujeté la hoja de papel cebolla con firmeza, incluso cuando me empezó a temblar un poco la mano), en tono afectuoso:

«Mi querido y desventurado sucesor…»

Mi padre calló de repente, y el temblor de su voz me impelió a efectuar una retirada táctica antes de que se obligara a seguir hablando. Por un mutuo acuerdo no verbalizado, recogimos nuestras chaquetas y atravesamos la pequeña piazza, y fingimos que la fachada de la iglesia aún conservaba cierto interés para nosotros.

7

Mi padre estuvo varias semanas sin ausentarse de Amsterdam, y durante ese tiempo sentí que me protegía de una nueva manera. Un día llegué a casa más tarde de lo habitual, y encontré a la señora Clay hablando por teléfono con él. Me pasó con mi padre al instante.

– ¿Dónde has estado? -preguntó mi padre. Llamaba desde su despacho en el Centro por la Paz y la Democracia-. He telefoneado dos veces y la señora Clay no sabía nada de ti.

La has puesto muy nerviosa.

Más bien me pareció que era él el que estaba nervioso, aunque mantenía la voz serena.

– Estaba leyendo en una nueva cafetería que hay cerca del colegio -expliqué.

– Muy bien -dijo mi padre-. Llama a la señora Clay o avísame a mí cuando vayas a llegar tarde, eso es todo.

No me gustaba la idea, pero dije que lo haría. Mi padre llegó a casa temprano aquella noche y me leyó en voz alta Grandes esperanzas. Después sacamos algunos álbumes de fotografías y los miramos juntos: París, Londres, Boston, mis primeros patines, mi graduación en tercer grado, París, Londres, Roma. Siempre estaba yo sola, delante del Panteón o las puertas del cementerio de Père Lachaise, porque mi padre tomaba las fotos y sólo estábamos él y yo. A las nueve comprobó todas las puertas y ventanas y me fui a la cama.

La siguiente vez que me iba a retrasar llamé a la señora Clay. Le expliqué que algunos compañeros de clase y yo íbamos a hacer los deberes juntos mientras merendábamos. Dijo que le parecía bien. Colgué y me fui sola a la biblioteca de la universidad. Johann Binnerts, el bibliotecario de la colección medieval de Amsterdam, ya se estaba acosumbrando a verme, pensé. Al menos, sonreía con gravedad siempre que yo le hacía una nueva pregunta, y siempre me preguntaba por mis trabajos de historia. El señor Binnerts me encontró un pasaje de un texto del siglo XIX que me complació sobremanera, y pasé un rato tomando notas. Ahora tengo una copia del texto en mi estudio de Oxford. Volví a encontrar el libro hace años en una librería: Historia de Europa Central, de lord Gelling. Después de tantos años le he tomado cariño, aunque nunca lo abro sin un mal presagio. Recuerdo muy bien la visión de mi propia mano, suave y joven, copiando párrafos en mi cuaderno escolar:

Además de desplegar una gran crueldad, Vlad Drácula poseía gran valor. Su osadía era tal que en 1462 cruzó el Danubio y atacó de noche a caballo el campamento del mismísimo sultán Mehmet II y su ejército, que se había congregado allí para atacar Valaquia. Durante esta incursión Drácula mató a varios miles de turcos, y el sultán escapó en el último instante gracias a que la guardia otomana obligó a los valacos a retroceder.

Una cantidad similar de material podría desenterrarse en relación con el nombre de cualquier gran señor feudal de esta época en Europa. Más que ésta, en muchos casos, y mucho más, en unos pocos. Lo extraordinario de la información disponible sobre Drácula es su longevidad, es decir, su rechazo a morir como presencia histórica, la persistencia de su leyenda. Las pocas fuentes disponibles en Inglaterra se refieren directa o indirectamente a otras fuentes, cuya diversidad despertaría la curiosidad de cualquier historiador. Da la impresión de haber sido famoso en Europa incluso en vida, un gran logro en unos tiempos en que Europa era un mundo inmenso y, según nuestros criterios actuales, desarticulado, cuyos gobiernos se comunicaban mediante emisarios a caballo y cargueros fluviales, y cuando la crueldad más horripilante era una característica habitual entre la nobleza. La fama de Drácula no terminó con su misteriosa muerte y extraño entierro en 1476, sino que da la impresión de haber continuado casi incólume hasta que se eclipsó debido al brillo del Siglo de las Luces en Occidente.

La entrada sobre Drácula terminaba aquí. Ya tenía suficiente historia para reflexionar durante un día, pero entré en la sección de literatura inglesa y me alegró descubrir que la biblioteca poseía un ejemplar del Drácula de Bram Stoker. De hecho, me costó unas cuantas visitas leerlo. Ignoraba si estaba permitido sacar libros de aquella zona, pero aunque hubiera podido, no habría querido llevarlo a casa, donde me habría enfrentado a la difícil elección de esconderlo, o dejarlo con cuidado a la vista. En cambio, leí Drácula sentada en una silla junto a una ventana de la biblioteca. Si miraba fuera, veía uno de mis canales favoritos, el Singel, con su mercado de flores y gente comprando arenques en un puesto callejero. Era un lugar maravillosamente aislado, y la parte posterior de una estantería me protegía de los demás lectores de la sala.

Allí, en aquella sala, permití poco a poco que el horror gótico de Stoker, alternado con amables historias de amor victorianas, me absorbiera. Ignoro qué deseaba yo del libro.

Según mi padre, el profesor Rossi lo había considerado una fuente de información inútil sobre el verdadero Drácula. El repulsivo y elegante conde de la novela era una figura atrayente, pensaba yo, aunque no tuviera nada en común con Vlad Tepes. Pero el propio Rossi estaba convencido de que Drácula se había convertido en uno de los No Muertos en vida, en el curso de la historia. Me pregunté si una novela poseería el poder de conseguir que algo tan extraño ocurriera en realidad. Al fin y al cabo. Rossi había hecho su descubrimiento mucho después de la publicación de Drácula. Por otra parte, Vlad Drácula había sido una fuerza del mal casi cuatrocientos años antes del nacimiento de Stoker. Era muy desconcertante.

¿Acaso no había dicho también el profesor Rossi que Stoker había desenterrado montones de información útil sobre el mito de los vampiros? Yo nunca había visto una película de vampiros (a mi padre no le gustaba el terror de ningún tipo), y las convenciones de la narración eran nuevas para mí. Según Stoker, un vampiro sólo podía atacar a sus víctimas entre el ocaso y el amanecer. El vampiro vivía indefinidamente, se alimentaba de la sangre de los mortales y los convertía a su vez en No Muertos. Podía adoptar la forma de un murciélagos, de un lobo o de niebla. Era posible repelerlo con ajos o un crucifijo. Se le podía destruir atravesándole el corazón con una estaca y llenando su boca de ajos, mientras dormía en su ataúd durante el día. También se le podía destruir disparándole una bala de plata en el corazón.

Nada de eso me habría asustado. Todo parecía demasiado remoto, emasiado supersticioso, pintoresco. Pero había un aspecto de la historia que me atormentaba después de cada sesión, una vez que devolvía el libro a su estante, tras anotar con cuidado el número de la página en que lo había dejado. Era la idea que me perseguía cuando bajaba la escalera de la biblioteca y recorría los puentes sobre los canales, hasta llegar a nuestra puerta. El Drácula surgido de la imaginación de Stoker tenía un tipo favorito de víctimas: mujeres jóvenes.

Mi padre dijo que anhelaba más que nunca el sur en primavera. Quería que yo también viera sus bellezas. De todos modos, mis vacaciones se acercaban, y sus reuniones en París sólo le retendrían unos días. Yo había aprendido que no debía presionarle, ni para viajar ni para que me contara historias. Cuando estaba preparado, llegaba la siguiente, pero nunca, nunca, cuando estábamos en casa. Creo que no quería introducir abiertamente aquella presencia oscura en nuestra casa.

Tomamos el tren a París y luego fuimos en coche al corazón de las Cévennes. Por las mañanas redactaba dos o tres trabajos, en mi francés cada vez más brillante, y los enviaba por correo al colegio. Todavía conservo uno. Incluso ahora, tantos años después, hojearlo me devuelve aquella sensación del intraducible corazón de Francia en mayo, el olor de la hierba que no era hierba, sino l'herbe, fresca y comestible, como si toda la vegetación francesa fuera fantásticamente gastronómica, los ingredientes de una ensalada o algo que pudiera mezclarse con queso artesanal.

Nos deteníamos en granjas cercanas a la carretera para comprar delicias que no habríamos podido encontrar en ningún restaurante: cajas de fresas nuevas que proyectaban un brillo rojizo bajo el sol y no parecía necesario lavarlas; pesados cilindros de queso de cabra con moho gris en la corteza, como si los hubieran enrollado sobre el suelo de una bodega. Mi padre bebía vino tinto de un rojo oscuro, sin etiqueta y que sólo costaba unos centimes la botella, que volvía a tapar con el corcho después de cada comida. Viajaba también con una pequeña copa envuelta en una servilleta. De postre devorábamos hogazas enteras de pan recién salido del horno de la última población, dentro de las cuales introducíamos tabletas de chocolate oscuro. Mi estomago gemía de placer, y mi padre decía con pesar que debería hacer dieta de nuevo cuando regresáramos a nuestra vida normal.

La carretera nos condujo hacia el sudeste, y uno o dos días después avistamos una cadena de montañas.

– Les Pyrénées-Orientales -dijo mi padre, mientras desplegaba nuestro mapa de carreteras sobre la mesa donde comíamos-. Hace años que quería venir aquí.

Seguí nuestra ruta con el dedo y descubrí que estábamos sorprendentemente cerca de España. Esta idea, y la hermosa palabra «orientales», me estremeció. Nos estábamos acercando a los límites de mi mundo conocido, y por primera vez me di cuenta de que quizás algún día llegaría mucho más allá. Mi padre dijo que quería ver un monasterio en particular.

– Creo que podremos llegar a la población que se halla al pie esta noche, y mañana subiremos andando.

– ¿Está muy alto? -pregunté.

– A mitad de camino de la cumbre. Estas montañas lo protegieron de todo tipo de invasores. Fue construido justo en el año 1000. Increíble. Un pequeño lugar tallado en la roca, de difícil acceso hasta para los peregrinos más entusiastas. El pueblo te gustará tanto o más. Es una antigua población con balnearios de aguas termales. Es encantadora.

Mi padre sonrió cuando dijo esto, pero estaba inquieto, dobló el mapa demasiado deprisa.

Presentí que pronto me contaría otra historia. Quizás esta vez no tendría que pedírselo.

Me gustó Les Bains cuando entramos al atardecer. Era un pueblo con casas de piedra color arena, esparcido sobre una pequeña terraza. Los imponentes Pirineos se cernían sobre él y casi sumían en sombras sus calles más anchas, que se estiraban hacia los valles y granjas de secano de más abajo. Los plátanos podados que rodeaban una serie de plazas polvorientas no daban sombra a los paseantes, ni a las mesas donde ancianas vendían manteles de punto y frascos de extracto de lavanda. Desde allí pudimos ver la típica iglesia de piedra, invadida de golondrinas, en lo alto del pueblo, y el campanario flotando en una enorme sombra de montañas, un largo pico de oscuridad que cayó sobre las calles de este lado del pueblo cuando el sol se puso.

Cenamos con apetito un gazpacho, y luego chuletas de buey, en el restaurante situado en el primer piso de un hotel del siglo XIX. El jefe de comedor del restaurante apoyó un pie contra la barra de latón del bar, contigua a nuestra mesa, y preguntó cortésmente por nuestros viajes. Era un hombre sencillo, vestido impecablemente de negro, de cara estrecha y tez olivácea. Hablaba en un francés entrecortado con un acento desconocido para mí, que apenas entendí. Mi padre tradujo.

– Ah, por supuesto… Nuestro monasterio -empezó el jefe de comedor, en respuesta a la pregunta de mi padre-. ¿Sabe que Saint-Matthieu atrae a ocho mil visitantes cada verano?

Sí, en serio. Todos son muy amables, silenciosos, montones de católicos extranjeros que suben a pie, auténticos peregrinos. Se hacen la cama por la mañana, y apenas nos damos cuenta de que entran y salen. Mucha otra gente viene por les bains, claro. Tomarán las aguas, ¿no?

Mi padre contestó que debíamos volver al norte de nuevo después de dormir dos noches aquí, y que pensábamos pasar todo el día siguiente en el monasterio.

– Circulan muchas leyendas en este lugar, algunas notables, todas ciertas -dijo el jefe de comedor sonriente, lo cual consiguió que su cara estrecha pareciera hermosa de repente-.

¿La jovencita me entiende? Quizá le interesaría conocerlas.

– Je comprends, merci -dije cortésmente.

– Bon. Les contaré una. ¿Les importa? Coman su chuleta, por favor. Cuanto más caliente mejor.

En aquel momento, la puerta del restaurante se abrió y una pareja de ancianos sonrientes, que sólo podían ser huéspedes del hotel, entraron y eligieron una mesa. Bon soir, buenas tardes», dijo nuestro jefe de comedor de una tacada. Dirigí una mirada interrogadora a mi padre y éste rió.

– Aquí hay mucha mezcla -dijo el jefe de comedor, quien también rió-. Somos la salade, todos de diferentes culturas. Mi abuelo hablaba muy bien el español, un español perfecto, y combatió en la guerra civil española cuando ya era mayor. Aquí amamos todos nuestros idiomas.

Bien, les contaré una historia. Estoy orgulloso de decirles que me llaman el historiador de nuestro pueblo. Coman. Nuestro monasterio fue fundado en el año 1000, eso ya lo saben. En realidad, en el año 999, porque los monjes que eligieron este lugar se estaban preparando para el Apocalipsis inminente, ya saben, el del milenio. Subieron a estas montañas en busca de un lugar para su iglesia. Entonces uno de ellos tuvo una visión mientras dormía, y vio que san Mateo bajaba del cielo y depositaba una rosa blanca en el pico que tenían encima. Al día siguiente ascendieron y consagraron la montaña con sus oraciones. Muy bonito, les encantará. Pero ésa no es la gran leyenda, sino tan sólo la fundación de la abadía.

Bien, cuando el monasterio y su pequeña iglesia cumplieron un siglo, uno de los monjes más piadosos, que enseñaba a los más jóvenes, murió de manera misteriosa a una edad no muy avanzada. Se llamaba Miguel de Cuxà. Le lloraron mucho y fue enterrado en su cripta.

Ésa es la cripta que nos ha hecho famosos, porque es el edificio románico más antiguo de Europa. ¡Sí! -Tamborileó sobre la barra con dedos largos y robustos-¡Sí! Algunas personas dicen que ese honor corresponde a Saint-Pierre, en las afueras de Perpiñán, pero sólo mienten para atraer turistas.

Fuera como fuera, este gran erudito fue enterrado en la cripta, y poco después una maldición se abatió sobre el monasterio. Varios monjes murieron a causa de una extraña plaga. Los fueron encontrando muertos, uno tras otro, en el claustro. El claustro es muy bonito, les encantará. Es el más hermoso de Europa. Bien, los monjes muertos fueron encontrados blancos como fantasmas, como si no tuvieran sangre en las venas. Todo el mundo sospechó que habían sido envenenados.

»Por fin, un monje joven, el favorito del que había fallecido, bajó a la cripta y exhumó a su maestro en contra de la voluntad del abad, que estaba muy asustado. Y encontraron al maestro vivo, pero tampoco estaba vivo en realidad, ya saben a qué me refiero. Un muerto viviente. Se levantaba por las noches para tomar las vidas de sus hermanos. Con el fin de enviar el alma del pobre hombre al lugar adecuado, trajeron agua bendita de un altar de las montañas y se hicieron con una estaca muy afilada.

Dibujó una forma exagerada en el aire, para que yo comprendiera lo afilado que era el objeto. Había estado concentrada en él y en su extraño francés, asimilando su relato con un gran esfuerzo mental. Mi padre había dejado de traducirme, y en aquel momento su tenedor golpeó el plato. Cuando alcé la vista, vi de repente que estaba tan blanco como el mantel, y miraba fijamente a nuestro nuevo amigo.

– ¿Podríamos…? -Carraspeó y se secó la boca con la servilleta una o dos veces-.

¿Podríamos tomar café?

– Pero aún no han tomado la salade. -Nuestro anfitrión parecía disgustado-. Es excepcional. Además, esta noche tenemos poires belle-Hélène, y un queso excelente, y un gâteau para la jovencita.

– Desde luego, desde luego -se apresuró a decir mi padre-. Tomaremos todo eso, sí.

Cuando salimos a la polvorienta plaza situada más abajo, retumbaba música por unos altavoces. Se estaba celebrando alguna fiesta local, con diez o doce niños disfrazados de algo que me recordó a Carmen. Las niñas pataleaban sin moverse del sitio, agitando sus volantes de tafetán amarillo desde las caderas a los tobillos, y sus cabezas oscilaban con gracia bajo mantillas de encaje. Los niños pateaban el suelo y se arrodillaban, o bien daban vueltas alrededor de las niñas con aire desdeñoso; iban vestidos con una chaquetilla negra y pantalones ajustados, y se tocaban con un sombrero de terciopelo. La música se encrespaba de vez en cuando, acompañada por ruidos similares al chasquido de un látigo, y aumentó de volumen a medida que nos íbamos acercando. Algunos turistas estaban mirando a los bailarines, y una fila de padres y abuelos se habían acomodado en sillas plegables junto a la fuente vacía, y aplaudían siempre que la música o los pataleos de los niños alcanzaban un crescendo.

Nos quedamos unos minutos, y después nos desviamos por la calle que subía hasta la iglesia. Mi padre no dijo nada sobre el sol, que estaba desapareciendo a marchas forzadas, pero yo noté que la repentina muerte del día marcaba el ritmo de nuestro paso, y no me sorprendí cuando toda la luz de la campiña se desvaneció. El contorno de los Pirineos negroazulados se recortaba en el horizonte mientras ascendíamos. Después se fundieron con el cielo negroazulado. La vista desde la iglesia era enorme, no vertiginosa como las vistas que brindaban aquellos pueblos italianos con las que todavía soñaba, sino inmensa: llanuras y colinas que se resolvían en estribaciones que se alzaban hasta convertirse en picos oscuros que ocultaban fragmentos enteros del mundo lejano. Bajo nuestros pies, las luces del pueblo empezaron a encenderse, la gente paseaba por las calles o por los callejones, hablaba y reía, y un olor que recordaba al de los claveles nos llegó desde los estrechos jardines amurallados. Las golondrinas entraban y salían del campanario de la iglesia, y evolucionaban como si estuvieran trazando algo invisible con filamentos de aire.

Observé que una giraba como borracha entre el resto, ingrávida y torpe en lugar de veloz, y caí en la cuenta de que era un murciélagos, apenas visible contra la luz moribunda.

Mi padre suspiró y apoyó los pies sobre un bloque de piedra. ¿Un poste para atar caballos, algo para subirse a un burro? Se lo preguntó en voz alta en mi honor. Fuera lo que fuera, había contemplado siglos de esta panorámica, incontables anocheceres similares, el cambio relativamente reciente de la luz de las velas a las luces eléctricas de los cafés y las calles amuralladas. Mi padre parecía relajado de nuevo, apoyado allí después de una opípara cena y un paseo al aire libre, pero tuve la impresión de que estaba relajado a propósito. No me había atrevido a preguntarle sobre su extraña reacción a la historia que nos había contado el jefe de comedor, pero me había dado la sensación de que mi padre conocía historias mucho más terroríficas que la que había empezado a contarme. No tenía que pedirle que continuara nuestra historia. Era como si, de momento, la prefiriera a algo peor.

8

13 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Hoy me consuela en parte el hecho de que esta fecha está dedicada, en el calendario eclesiástico, a Lucía, santa de la luz, una sagrada presencia traída hasta aquí por comerciantes vikingos desde el sur de Italia. ¿Qué podría ofrecer mejor protección contra las fuerzas de las tinieblas (internas, externas, eternas) que la luz y el calor, cuando uno se acerca al día más breve y frío del año? Y aquí sigo todavía, después de otra noche de insomnio. ¿Estarías menos perplejo si te dijera que ahora duermo con una guirnalda de ajos debajo de la almohada, o que siempre llevo un pequeño crucifijo de oro colgado de una cadena alrededor de mi cuello ateo? No es cierto, por supuesto, pero dejaré que imagines esas formas de protección, si quieres. Poseen sus equivalentes intelectuales, psicológicos. A estos últimos, al menos, me aferro día y noche.

Para continuar la narración de mi investigación: sí, cambié mis planes de viaje el pasado verano para incluir Estambul, y los cambié debido a la influencia de un pequeño pergamino. Había examinado toda la documentación que pude encontrar en Oxford y en Londres susceptible de pertenecer al Drakulya de mi misterioso libro en blanco. Había recogido un fajo de notas sobre el tema, que tú, desasosegado futuro lector, encontrarás con estas cartas. Las he ampliado un poco desde entonces, como averiguarás más adelante, y espero que te protejan y te guíen.

Tenía toda la intención de abandonar esta absurda investigación, esta persecución de un indicio fortuito en un libro descubierto de manera fortuita, la víspera de partir a Grecia.

Sabía muy bien que me lo había tomado como un desafío lanzado por el destino, en el cual, al fin y al cabo, no creía, y que debía de estar persiguiendo la escurridiza y malvada palabra Drakulya hasta las profundidades de la historia, impelido por una especie de jactancia erudita, para demostrar que era capaz de encontrar las huellas históricas de lo que fuera, cualquier cosa. De hecho, había caído hasta tal punto en un estado de ánimo tan disciplinado, aquella última tarde, mientras guardaba en el equipaje mis camisas limpias y el sombrero para protegerme del sol, que casi estuve a punto de abandonar por completo todo el asunto.

Pero, como de costumbre cuando viajo, me había comportado con excesiva diligencia y aún me quedaba un poco de tiempo antes de mi último sueño y el tren de la mañana. O bien podía llegarme al Golden Wolf para pedir una pinta de cerveza y ver si mi buen amigo Hedges estaba allí, o (bien a mi pesar, efectué un pequeño desvío) podía pasarme una última vez por la sección de libros raros, que estaba abierta hasta las nueve. Había un archivo que quería examinar (si bien dudaba de que fuera esclarecedor), una entrada debajo de «otomano» que debía pertenecer al período exacto de la vida de Vlad Drácula, puesto que los documentos listados eran de mediados/finales del siglo XV.

Claro que, razoné, no podía recorrer Europa y Asia de cabo a rabo en busca de toda la documentación de esa época. Tardaría años (la vida entera), y pensaba que no podría sacar ni un artículo de esa maldita empresa condenada al fracaso. Pero desvié mis pies del alegre pub (una equivocación que ha significado la desgracia para más de un pobre erudito) y me encaminé a Libros Raros.

El archivador, que encontré sin dificultad, contenía cuatro o cinco rollos de pergamino alisados de manufactura otomana, todos parte de un regalo hecho a la universidad en el siglo XVIII. Cada rollo estaba escrito con caligrafía árabe. En la parte delantera del archivador, una descripción en inglés me aseguró que no se trataba de la cueva del tesoro, por lo que a mí concernía (me remití de inmediato al inglés porque mi árabe es deprimentemente rudimentario, y temo que así seguirá. Uno sólo tiene tiempo para aprender un puñado de los grandes idiomas, a menos que lo abandone todo a favor de la lingüística). Tres de los rollos de pergamino eran inventarios de impuestos recaudados en los pueblos de Anatolia por el sultán Mehmet II. El último recogía la lista de los impuestos recaudados en las ciudades de Sarajevo y Skopje, un poco más cerca de casa, si «casa» significaba para mí de momento la residencia de Drácula en Valaquia, pero todavía una parte lejana de su imperio en aquel tiempo. Los recogí con un suspiro y pensé en la breve pero satisfactoria visita que todavía podía hacer al Golden Wolf. Cuando estaba a punto de devolver los pergaminos al clasificador de cartón, unas líneas de escritura en la parte posterior del último atrajeron mi atención.

Se trataba de una breve lista, un apunte improvisado, un antiguo garabato en el reverso de la documentación oficial de Sarajevo y Skopje destinada al sultán. Lo leí con curiosidad.

Daba la impresión de ser una lista de gastos. Los objetos adquiridos habían sido anotados en la parte izquierda, y el coste, en una moneda que no se especificaba, en la derecha.

«Cinco leones de montaña jóvenes para su Gloria el sultán, 45 -leí con interés-. Dos cinturones de oro con piedras preciosas para el sultán, 290. Doscientas pieles de oveja para el sultán, 89.» Y la partida final, que erizó el vello de mi brazo cuando alcé de nuevo el pergamino: «Mapas y documentos militares de la Orden del Dragón, 12».

¿Cómo logré abarcar todo esto de una sola mirada, cuando mis conocimientos del árabe son tan escasos, como ya he confesado?, te preguntarás. Mi sagaz lector, te estás manteniendo despierto en mi honor, siguiendo mis elucubraciones con atención, y te bendigo por ello.

Este garabato, esta minuta medieval, estaba escrita en latín. Debajo, una fecha medio borrada grabó la lista a fuego en mi cerebro: 1490.

Recordé que en 1490 la Orden del Dragón estaba destruida, aplastada por el poder otomano. Hacía catorce años que Vlad Drácula estaba muerto y enterrado, según la leyenda, en el monasterio del lago Snagov. Los mapas, documentos y secretos de la Orden, todo aquello a lo que se refiriera la escurridiza frase, había sido comprado a un precio barato, baratísimo, comparado con los cinturones incrustados de joyas y el cargamento de apestosa lana de oveja. Tal vez el comerciante lo había incluido en el lote en el último momento a modo de curiosidad, una demostración de que la burocracia de los conquistadores sabía halagar y divertir a un sultán erudito, cuyo padre y cuyo abuelo habían expresado a regañadientes su admiración por la bárbara Orden del Dragón, que los había acosado en los límites del imperio. ¿Era mi comerciante un viajero balcánico, que sabía escribir en latín, hablar algún dialecto eslavo o latino? Sin duda era culto, puesto que sabía escribir, tal vez un mercader judío capaz de expresarse en tres o cuatro idiomas. Fuera quien fuera, bendije sus cenizas por anotar aquellos gastos. Si había enviado la caravana de despojos sin incidentes, y si ésta había llegado sana y salva al sultán, y si, aunque se me antojaba improbable, había sobrevivido en la cámara del tesoro del sultán, repleta de joyas, cobre batido, cristal bizantino, reliquias de iglesias bárbaras, obras de poesía persas, libros sobre la Cábala, atlas, cartas astronómicas…

Fui al mostrador de recepción, donde el bibliotecario estaba examinando un cajón. -Perdone -dije-, ¿tiene una lista de archivos históricos por países? Archivos de…

Turquía, por ejemplo.

– Sé lo que está buscando, señor. Existe dicha lista, para universidades y museos, aunque no está ni mucho menos completa. No la tenemos aquí. Se la enseñaría en el mostrador de recepción central. Abren mañana a las nueve.

Mi tren a Londres, recordé, no salía hasta las 10.14. Sólo tardaría unos diez minutos en examinar las posibilidades. Y si el nombre del sultán Mehmet II, o los nombres de sus sucesores inmediatos, aparecían entre cualquiera de las posibilidades…, bien, tampoco tenía tantas ganas de ver Rodas.

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Experimenté la impresión de que el tiempo se había detenido en la sala de la biblioteca, pese a la actividad que me rodeaba. Sólo había leído una carta entera, pero había al menos cuatro más en la pila que tenía delante. Alcé la vista y observé que una profundidad azul se había abierto tras las ventanas superiores: el crepúsculo. Tendría que volver a casa solo, pensé como un niño asustado. Una vez más, sentí la necesidad de correr al despacho de Rossi y llamar a la puerta. Seguramente le encontraría sentado, pasando páginas de un manuscrito a la luz amarillenta de su lámpara de escritorio. Yo estaba perplejo, como suele suceder tras la muerte de un amigo, por lo irreal de la situación, la imposibilidad que desafiaba a la mente. De hecho, estaba tan perplejo como asustado, y mi perplejidad aumentaba mi miedo porque, en ese estado, no era capaz de reconocer mi forma habitual de ser.

Mientras reflexionaba, miré las pulcras montañas de papeles que descansaban sobre mi mesa. Al tener el material esparciado, había ocupado una gran cantidad de superficie de la mesa. Como consecuencia, nadie había intentado sentarse delante de mí ni ocupar ninguna de las otras sillas de la mesa. Me estaba preguntando si debería recogerlo todo y marcharme a casa, para continuar allí más tarde, cuando una joven se acercó y tomó asiento al extremo de la mesa. Paseé la vista a mi alrededor y vi que las mesas estaban todas ocupadas, invadidas de libros, hojas mecanografiadas, ficheros y cuadernos de notas. La chica no podía sentarse en otro sitio, comprendí, pero de pronto sentí la necesidad de proteger los documentos de Rossi. Temía la mirada involuntaria de los ojos de un extraño. ¿Se le antojarían obra de un demente? ¿Pensaría que era yo el loco?

Estaba a punto de recoger los papeles con sumo cuidado, a fin de conservar el orden original y llevármelos, con esos movimientos lentos y educados que pretenden falsamente convencer a la otra persona que acaba de sentarse a la mesa de la cafetería, con aire de disculpa, de que de veras te vas a marchar, cuando me fijé de pronto en el libro que la joven había dejado abierto ante ella. Ya estaba pasando las páginas de la parte central, con una libreta y una pluma al lado. Miré el título del libro y al cabo de unos segundos su rostro, estupefacto, y después me fijé en el otro libro que había dejado cerca. Luego, volví a mirar su cara.

Era un rostro joven, pero que ya estaba empezando a envejecer, de forma muy lenta y hermosa, con las leves arrugas de la piel que yo reconocía cada mañana en el espejo alrededor de mis ojos, una fatiga apenas velada, por lo que debía estar estudiando para la licenciatura. También era un rostro elegante y anguloso, que no habría estado fuera de lugar en el cuadro de un altar medieval, salvado de un aspecto severo por el delicado ensanchamiento de los pómulos. Su tez era pálida, pero podría adquirir un tono aceitunado después de una semana de tomar el sol. Tenía la vista inclinada sobre el libro, la boca firme y las cejas anchas, como en estado de alerta debido a lo que sus ojos leían en la página. Su pelo oscuro, casi como el hollín, se retiraba de su frente con más vigor del conveniente en aquellos tiempos tan peripuestos. El título de su lectura, en ese lugar de incontables investigaciones (lo miré otra vez, estupefacto), era Los Cárpatos. Bajo el codo cubierto con un jersey oscuro descansaba el Drácula de Bram Stoker.

En aquel momento la joven alzó la vista y sus ojos se encontraron con los míos, y caí en la cuenta de que la había estado mirando directamente, lo cual debía ser ofensivo. De hecho, la mirada profunda y oscura que recibí era de lo más hostil. Yo no era lo que la gente llama un «mujeriego». En realidad, era una especie de recluso. No obstante, sabía que debía sentirme avergonzado y me apresuré a dar explicaciones. Más tarde, descubrí que su hostilidad era la defensa que erige una mujer atractiva a la que miran una y otra vez. -Perdone -dije a toda prisa-. No pude evitar fijarme en sus libros. Me refiero a lo que está leyendo.

Me miró sin pestañear, con el libro abierto delante de ella, y enarcó las curvas oscuras de sus cejas.

– Resulta que estoy estudiando el mismo tema -insistí. Las cejas se elevaron un poco más, pero yo indiqué los papeles que tenía delante-. No, de veras. He estado leyendo acerca de…

Miré las pilas de documentos de Rossi y callé con brusquedad. La desdeñosa inclinación de sus párpados consiguió ruborizarme.

– ¿Drácula? -preguntó ella con sarcasmo-. Da la impresión de que ahí tiene documentación de primera mano.

Tenía un marcado acento que no conseguí identificar, y su voz era suave, pero como la que se usa en una biblioteca, lo cual presagiaba que podía adquirir una gran energía si se le daba rienda suelta.

Probé una táctica diferente. -¿Lo lee para pasar el rato? Como diversión, quiero decir. ¿O está investigando algo?

– ¿Diversión?

El libro continuaba abierto, tal vez para desalentarme con todas las armas posibles.

– Bien, es un tema poco habitual, y si también se ha procurado una obra sobre los Cárpatos, significa que ha de estar muy interesada en el tema. -No había hablado tan deprisa desde el examen oral del máster-. Estaba a punto de consultar ese libro. Los dos, de hecho.

– Vaya -dijo ella-. ¿Y por qué?

– Bien -me arriesgué-, tengo unas cartas de… de una fuente histórica insólita…, y hablan de Drácula. Giran en torno a Drácula.

Un tenue interés se insinuó en su mirada, como si la luz ámbar se hubiera encendido y me enfocase a regañadientes. Se arrellanó un poco en la silla, relajada con una especie de desenvoltura masculina, sin apartar las manos del libro. Pensé que había presenciado este gesto un centenar de veces, esta disminución de la tensión que acompañaba al pensamiento, esta introducción a la conversación. ¿Dónde lo había visto?

– ¿Qué son exactamente esas cartas? -preguntó con su serena voz extranjera.

Pensé apesadumbrado en que tendría que haberme presentado, a mí mismo y mis credenciales, antes de meterme en este lío. Por algún motivo, creía que no podía empezar de cero en este momento, no podía extender la mano de repente para estrechar la suya y decirle en qué departamento estaba, etcétera. También me vino a la mente de pronto que nunca la había visto, de modo que no podía estar en el Departamento de Historia, a menos que fuera nueva, que hubiera pedido el traslado desde alguna otra universidad. ¿Debía mentir para proteger a Rossi? Opté por no hacerlo. Me limité a callar su nombre.

– Estoy trabajando con alguien que tiene ciertos problemas, y escribió estas cartas hace más de veinte años. Me las confió pensando que podría ayudarle en su actual… situación…

Está relacionada con sus estudios, quiero decir, con lo que estaba estudiando…

– Entiendo -dijo ella con fría cortesía. Se levantó y empezó a recoger sus libros, sin prisas, de manera decidida. Levantó su maletín. De pie parecía tan alta como yo me la había imaginado, un poco nervuda, de hombros anchos.

– ¿Por qué estudia a Drácula? -pregunté desesperado.

– Bien, debo decirle que eso a usted no le importa -replicó sin más, y dio media vuelta-, pero estoy planeando un viaje futuro, aunque no sé cuándo lo haré.

– ¿A los Cárpatos? De pronto, me sentí desconcertado por toda la conversación.

– No. -Me lanzó las últimas palabras con desdén. Y después, como si no pudiera contenerse, pero con tanto desprecio que no me atreví a seguirla-: A Estambul.

– Santo Dios -exclamó mi padre de repente, y alzó la vista hacia el cielo gorjeante. Las últimas golondrinas estaban volando sobre nuestras cabezas, y la población, con sus luces veladas, se iba hundiendo en el valle-. No deberíamos estar sentados aquí, teniendo en cuenta la excursión que nos espera mañana. Se supone que los peregrinos se retiran pronto, estoy seguro. Con la llegada de la oscuridad, o algo por el estilo.

Moví las piernas. Un pie se me había dormido debajo del cuerpo, y de repente sentí las piedras del cementerio afiladas, imposiblemente incómodas, sobre todo pensando en la cama que me esperaba. Padecería agujetas de vuelta al hotel. También sentía una fuerte irritación, mucho más aguda que las sensaciones de mi pie. Una vez más, mi padre había interrumpido la historia demasiado pronto.

– Mira -dijo, y señaló justo enfrente de nosotros-. Creo que debe ser Saint-Matthieu.

Seguí su gesto hacia la oscura masa de montañas y vi, a mitad de camino de la cumbre, una pequeña luz fija. No brillaba ninguna otra luz cerca de ésta, ni se veían otros lugares habitados. Era como una sola chispa sobre inmensos pliegues de tela negra, a considerable altura aunque lejos de los picos más elevados. Colgaba entre el pueblo y el cielo nocturno. -Sí, ahí debe estar el monasterio, estoy seguro -repitió mi padre-. Y mañana nos espera una buena subida, aunque vayamos por la carretera. Mientras recorríamos las calles a oscuras, experimenté esa tristeza que te asalta cuando desciendes de un punto elevado y todo lo demás queda por encima de ti. Antes de doblar la esquina del viejo campanario, miré hacia atrás de nuevo para grabar aquel diminuto punto de luz en mi memoria. Ahí estaba otra vez, brillando sobre la pared de una casa coronada de buganvilla oscura. Me paré un momento y la miré fijamente. Entonces, sólo una vez, la luz parpadeó.

9

14 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Concluiré mi relato con la mayor prontitud posible, puesto que has de extraer información vital de él si ambos queremos…, ah, sobrevivir, como mínimo, y sobrevivir en un estado de bondad y misericordia. Existen diversas formas de supervivencia, aprende el historiador para su mal. Los peores impulsos de la humanidad pueden sobrevivir generaciones, siglos, incluso milenios. Y lo mejor de nuestros esfuerzos individuales puede morir con nosotros al final de una sola vida.

Pero para continuar: en mi viaje de Inglaterra a Grecia, experimenté una de las travesías más placenteras de mi vida. El director del museo de Creta me estaba esperando en el muelle para darme la bienvenida, y más adelante, aquel mismo verano, me invitó a regresar para asistir a la apertura de una tumba minoica. Además, dos estadounidenses versados en la antigua Grecia, a quienes deseaba conocer desde hacía años, se alojaban en mi pensión.

Me animaron a interesarme por un puesto docente que acababa de quedar libre en su universidad, perfecto para alguien de mis conocimientos, y colmaron mi trabajo de cumplidos. Tenía fácil acceso a todas las colecciones que quería ver, incluidas algunas privadas. Por las tardes, cuando los museos cerraban y la ciudad hacía la siesta, yo me sentaba en mi encantador balcón emparrado y repasaba mis notas, y de paso encontraba ideas para varios otros trabajos, que más adelante desarrollaría. En estas idílicas circunstancias, sopesé la posibilidad de abandonar por completo lo que ahora se me antojaba un capricho morboso, la persecución de esa palabra tan peculiar, Drakulya. Había traído el libro conmigo, pues no deseaba apartarme de él, aunque hacía una semana que no lo abría. En conjunto, me sentía libre de su hechizo. Pero algo (la pasión del historiador por la rigurosidad, o tal vez el puro placer de la caza) me impelía a ceñirme a mis planes e ir a Estambul unos cuantos días.

Y ahora debo contarte mi singular aventura en un archivo de dicha ciudad. Quizá sea el primero de los diversos acontecimientos que describiré que despertarán tu incredulidad. Te suplico que leas hasta el final.

Obedeciendo a este ruego, leí cada palabra -dijo mi padre-. Esa carta me habló una vez más de la escalofriante experiencia de Rossi entre los documentos de la colección del sultán Mehmet II: encontrar un mapa anotado en tres idiomas que, al parecer, indicaba el paradero de la tumba de Vlad el Empalador, mapa robado por un siniestro burócrata, y las dos diminutas heridas ampolladas en el cuello del burócrata.

Al referir esta historia, su estilo literario perdió algo de la concisión y control que había observado en las anteriores dos cartas, se hizo más inconsistente y apresurado, plagado de pequeños errores, como si hubiera mecanografiado la carta presa de una gran agitación. Y pese a mi inquietud (porque era de noche, había regresado a mi apartamento y estaba leyendo solo, con la puerta cerrada con llave y las cortinas supersticiosamente corridas), reparé en el lenguaje que utilizaba para describir estos acontecimientos. Se ceñía a lo que me había contado tan sólo dos noches antes. Era como si la historia se hubiera grabado hasta tal punto en su mente, casi un cuarto de siglo antes, que sólo necesitara leerla en voz alta a un nuevo oyente.

Quedaban tres cartas, y empecé la siguiente con ansiedad.

15 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Desde el momento en que aquel desagradable funcionario me arrebató el mapa, mi suerte empezó a fallar. Al regresar a mis aposentos, descubrí que la casera había trasladado mis pertenencias a una habitación más pequeña y sucia porque, en la mía, se había desprendido una esquina de techo. De paso, algunos de mis papeles habían desaparecido, así como un par de gemelos de oro que tenía en gran aprecio.

Sentado en mi nueva y estrecha habitación, intenté al punto resucitar mis notas sobre la historia de Vlad Drácula, así como los mapas que había visto en los archivos, de memoria.

Después volví a toda prisa Grecia, donde traté de reanudar mis estudios sobre Creta, pues ahora tenía tiempo extra a mi disposición.

El viaje en barco a Creta fue horrendo, dado que el mar estaba muy revuelto. Un viento caliente y enloquecedor, como el infame mistral francés, soplaba sin cesar sobre la isla. Mis anteriores habitaciones estaban ocupadas, y sólo pude encontrar los más lamentables aposentos, oscuros y húmedos. Mis colegas de Estados Unidos se habían ido. El amable director del museo había caído enfermo y nadie parecía recordar que me había invitado a la apertura de una tumba. Intenté seguir escribiendo sobre Creta, pero repasaba en vano mis notas en busca de inspiración. Mis nervios no conseguían calmarse, debido a las primitivas supersticiones que encontraba incluso entre gente de ciudad, supersticiones en que no había reparado durante mis viajes anteriores, aunque en Grecia estaban tan extendidas que tendría que haberme topado con ellas antes. En la tradición griega, como en muchas otras, el origen del vampiro, el vrykolakas, es cualquier cadáver que no ha sido bien enterrado, o que tarda en descomponerse, por no hablar de alguien que ha sido enterrado vivo por accidente. Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél, o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente.

De hecho, nada me fue bien hasta que llegué a Inglaterra, cosa que hice bajo una terrible tormenta que me provocó el mareo más espantoso de mi vida.

Hago constar estas circunstancias por si arrojan alguna luz sobre otros aspectos de mi caso.

Al menos, te explicarán mi estado de ánimo cuando llegué a Oxford: estaba agotado, desalentado, aterrado. Me vi en el espejo pálido y delgado. Cuando me cortaba afeitándome, cosa que sucedía con frecuencia debido a la torpeza fruto de los nervios, me encogía, al recordar aquellas heridas a medio cicatrizar en el cuello del burócrata turco, y dudaba cada vez más de la precisión de mis recuerdos. A veces me asaltaba la sensación, que me atormentaba casi hasta extremos de locura, de que había dejado algo por hacer, alguna intención cuya forma era incapaz de reconstruir. Me sentía solo y nostálgico. En una palabra, mis nervios se hallaban en un estado desconocido para mí hasta entonces.

Por supuesto, intenté continuar mi existencia como de costumbre sin decir nada de estos asuntos a nadie y preparando el siguiente trimestre con mi habitual dedicación. Escribí a los expertos norteamericanos en la Antigüedad clásica que había conocido en Grecia, y confesé que estaría interesado en ocupar un empleo en Estados Unidos, aunque fuera por un breve período de tiempo, si ellos me ayudaban a conseguir uno. Estaba a punto de sacarme el título, sentía cada vez más la necesidad de empezar de nuevo, y pensaba que el cambio me sentaría bien. Asimismo, terminé dos artículos breves sobre la complementación de las pruebas arqueológicas y literarias en el estudio de la producción de cerámica en Creta. No sin esfuerzo, utilicé mi autodisciplina nata para perseverar cada día, y cada día me sentía más calmado.

Durante el primer mes después de mi regreso, intenté no sólo borrar todo recuerdo de mi desagradable viaje, sino también renovar mi interés por el extraño librito que guardaba en mi equipaje, o en la investigación que había precipitado. Sin embargo, al reafirmarse mi confianza y volver a aumentar mi curiosidad (de una manera perversa), cogí el volumen una noche y reordené mis notas de Inglaterra y Estambul. La consecuencia (y a partir de ese momento lo consideré una consecuencia) fue inmediata, terrorífica y trágica.

Debo detenerme aquí, valiente lector. No puedo decidirme a escribir más, de momento. Te ruego que no desistas de tu lectura, sino que prosigas, tal como yo intentaré mañana.

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

10

De adulta, he reconocido con frecuencia ese legado tan peculiar que el tiempo otorga al viajero: el anhelo de ver un lugar por segunda vez, de encontrar de manera deliberada aquello con lo que nos topamos en alguna ocasión anterior, para volver a capturar la sensación del descubrimiento. A veces, buscamos de nuevo un lugar que ni siquiera esnotable en sí mismo. Lo buscamos porque lo recordamos, así de sencillo. Si lo encontramos, todo es diferente, por supuesto. La puerta tallada a mano sigue en su sitio,pero es mucho más pequeña. Hace un día nublado en lugar de glorioso. Es primavera en vez de otoño. Estamos solos y no con tres amigos. O todavía peor, estamos con tres amigos en lugar de solos.

El viajero muy joven conoce poco este fenómeno, pero antes de experimentarlo yo lo vi en mi padre, en Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales. Presentí, antes que saberlo a ciencia cierta, el misterio de la repetición, pues ya sabía que había estado en aquel lugar años antes.

Cosa rara, le impelía a abstraerse más que ningún otro lugar de los que habíamos visitado.

Había estado en la región de Emona una vez antes de nuestra visita, y en Ragusa varias veces. Había visitado la villa de piedra de Massimo y Giulia para compartir otras cenas dichosas, en otros años. Pero en Saint-Matthieu presentí que anhelaba volver a dicha oblación, que pensaba en ella una y otra vez por algún motivo que yo no lograba dilucidar, la revivía sin decirlo a nadie. Tampoco me dijo nada, aparte de reconocer en voz alta la curva de la carretera antes de que ascendiera por fin hasta la muralla de la abadía, y recordar después la puerta que daba acceso al santuario, al claustro y, por fin, a la cripta.

Esta memoria para el detalle no entrañaba ninguna novedad para mí. Ya le había visto antes encaminarse a la puerta correcta en famosas iglesias antiguas, o encontrar el desvío correcto al antiguo refectorio, o pararse a comprar entradas en la taquilla correcta del sendero de grava correcto, o recordar dónde había tomado el mejor café.

La diferencia en Saint-Matthieu era una diferencia de atención, un examen casi superficial de los muros y los pasillos de los claustros. En lugar de aparentar decirse: «Ah, ahí está ese espléndido tímpano sobre las puertas. Creía recordar que estaba al otro lado», daba la impresión de que mi padre estaba inspeccionando cosas que habría podido describir con los ojos cerrados. Fui comprendiendo poco a poco que incluso antes de terminar la ascensión del empinado terreno, al que prestaban sombra los cipreses, y llegar a la entrada principal, lo que recordaba no eran detalles arquitectónicos, sino acontecimientos.

Un monje con un largo hábito marrón se hallaba de pie junto a las puertas de madera, y entregaba en silencio folletos a los turistas.

– Como ya te dije, es un monasterio donde todavía se trabaja -estaba diciendo mi padre con voz normal. Se había puesto las gafas de sol, aunque el muro del monasterio arrojaba una profunda sombra sobre nosotros-. Sólo dejan entrar a unos cuantos turistas cada hora, y así el ruido no es excesivo. -Sonrió al hombre cuando nos acercamos y extendió la mano para coger el folleto-. Merci beaucoup. Sólo llevaremos uno -dijo en su educado francés. Pero esta vez, con la precisión intuitiva que impulsa al joven a confiar en sus padres, supe con todavía mayor seguridad que no sólo había visto este lugar antes, cámara en ristre. No sólo lo había «hecho» como se debía, aunque conociera todas sus características artísticas e históricas gracias a la guía. Estaba segura de que algo le había pasado aquí.

Mi segunda impresión fue tan fugaz como la primera, pero mas nítida: cuando abrió el folleto y puso un pie en el umbral de piedra, e inclinó la cabeza con excesiva indiferencia sobre las palabras, en lugar de mirar las bestias en relieve talladas sobre nuestras cabezas (que, en circunstancias normales, habrían reclamado su atención), que no había perdido cierto antiguo sentimiento por el santuario en el que estábamos a punto de entrar. Ese sentimiento, comprendí sin respirar entre mi intuición y el pensamiento que la siguió, ese sentimiento era dolor o miedo, o alguna terrible mezcla de ambos.

Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales se halla situado a una altitud de mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y éste no está lejos de este paisaje amurallado, con sus águilas vigilantes, como se podría creer. De tejados rojos y enclavado de manera precaria sobre la cumbre, da la impresión de haber brotado de un solo pináculo de roca montañosa, lo cual es cierto, en un sentido, pues la primitiva encarnación de la iglesia fue tallada directamente en la roca en el año 1000. La entrada principal de la abadía es una tardía expresión del románico influido por el arte de los musulmanes que combatieron para conquistar el pico a lo largo de los siglos: un pórtico de piedra cuadrado, coronado por orlas islámicas geométricas, y dos feroces monstruos cristianos en bajorrelieve, seres que podían ser leones, osos, murciélagos o grifos, animales imposibles de raza indefinible.

Dentro se encuentra la diminuta iglesia de Saint-Matthieu y su maravilloso claustro, encerrado entre rosales incluso a esa tremenda altitud, rodeado de retorcidas columnas de mármol rojo, tan frágiles en apariencia que podrían haber sido modeladas por un Sansón de veleidades artísticas. La luz del sol salpica las baldosas del patio abierto al aire libre, y el cielo azul se arquea de repente en lo alto.

Pero lo que llamó mi atención en cuanto entramos fue el sonido del agua, inesperado y arrebatador en un lugar tan elevado y seco, y no obstante tan natural como el murmullo de un arroyo de montaña. Procedía de la fuente del claustro, alrededor de la cual, en tiempos pretéritos, los monjes habían paseado mientras meditaban: era una pila de mármol rojo hexagonal, adornada en su parte exterior lisa con un relieve tallado que plasmaba un claustro en miniatura, un reflejo del auténtico que nos rodeaba. La gran pila de la fuente se alzaba sobre seis columnas de mármol rojo (y un soporte central a través del cual subía el agua del manantial, me parece). En torno a su parte exterior, seis espitas lanzaban agua burbujeante al estanque situado más abajo. Producía una música hechizante.

Cuando me acerqué al borde exterior del claustro y me senté en un muro bajo, vi un precipicio de varios cientos de metros y delgadas cascadas de montaña, blanco contra el azul del bosque vertical. Ya en la cumbre, estábamos rodeados por las murallas inescalables de los Pirineos Orientales más altos. A lo lejos, las cascadas caían en silencio o adoptaban la forma de simple niebla, mientras la fuente viva que había a mi espalda cantaba sin cesar.

– La vida monacal -murmuró mi padre, sentado a mi lado sobre el muro. Su expresión era extraña, y pasó un brazo alrededor de mi espalda, algo que muy pocas veces hacía-. Parece plácida, pero es muy dura. Y también desagradable, en ocasiones.

Mirábamos hacia el otro lado del abismo, tan profundo que la luz de la mañana aún no había llegado al fondo. Algo colgaba y centelleaba en el aire debajo de nosotros, y me di cuenta, incluso antes de que mi padre lo señalara, de que se trataba de un ave de presa, de caza mientras volaba lentamente a lo largo de las empinadas murallas suspendida como una escama de cobre a la deriva.

– Construido más alto que las águilas -musitó mi padre-. Como sabes, el águila es un símbolo cristiano muy antiguo, el símbolo de san Juan. Mateo, san Mateo, es el ángel, y Lucas es el buey, y san Marcos, por supuesto, es el león alado. Ese león se ve en todo el Adriático, porque es el patrón de Venecia. Sujeta un libro en sus garras. Si el libro está abierto, la estatua o el relieve fue tallado en un momento en que Venecia vivía en paz.

Cerrado, significa que Venecia estaba en guerra. Lo vimos en Ragusa, ¿te acuerdas?, con el libro cerrado, sobre una de las puertas. Y ahora hemos visto el águila, que custodia este lugar. Bien, necesita guardianes. -Frunció el ceño, se levantó y dio media vuelta. Me sorprendió que lamentara, casi hasta el punto de llorar, nuestra visita-. ¿Damos una vuelta?

No fue hasta bajar la escalera de la cripta que observé de nuevo en mi padre aquella indescifrable actitud de miedo. Habíamos terminado nuestro atento paseo por el claustro, las capillas, la nave y los edificios de la cocina, erosionados por el viento. La cripta era la última parte de nuestra visita autoguiada, postre para los morbosos, como decía mi padre en algunas iglesias. Al descender la escalera, daba la impresión de avanzar con excesiva determinación, y me precedía sin ni siquiera levantar un brazo a medida que íbamos bajando hacia el corazón de la roca. Una corriente sorprendentemente fría subió hacia nosotros desde la oscuridad de la tierra. Los demás turistas ya habían terminado la visita a esta atracción, de manera que estábamos solos.

– Ésta era la nave de la primera iglesia -explicó otra vez mi padre con una voz de lo más normal-. Cuando la abadía aumentó su poder y pudieron continuar construyendo, salieron al aire libre y erigieron una iglesia nueva sobre la vieja.

Velas colocadas en candelabros que remataban los pesados pilares interrumpían la oscuridad. Habían tallado una cruz en la pared del ábside. Se cernía como una sombra sobre el altar de piedra, o sarcófago (costaba dilucidarlo) que se alzaba en la curva del ábside. A lo largo de los lados de la nave había otros dos sarcófagos, pequeños y unitivos, anónimos.

Mi padre respiró hondo y miró a su alrededor.

– El lugar de descanso del abad fundador, y de varios abades más. Aquí termina nuestra visita. Vamos a comer algo.

Me detuve antes de salir. La necesidad perentoria de preguntar a mi padre qué sabía sobre Saint-Matthieu, incluso qué recordaba, me invadió casi como una oleada de pánico. Pero su espalda, ancha dentro de la chaqueta de hilo negro, decía con tanta claridad como si articulara las palabras: «Espera. Todo a su tiempo». Dirigí una veloz mirada hacia el sarcófago que había al final de la antigua basílica. Su forma era tosca, impasible a la luz parpadeante. Lo que ocultaba pertenecía al pasado, y especular no serviría para desenterrarlo.

Y yo sabía algo más ahora, sin necesidad de entrar en conjeturas. La historia que escucharía mientras comía en la terraza monástica, situada muy convenientemente bajo los aposentos de los monjes, tal vez giraría alrededor de algún lugar muy alejado de éste, pero, al igual que nuestra visita, sería sin duda otro paso hacia el miedo que había visto nacer en mi padre. ¿Por qué no me había querido hablar de la desaparición de Rossi hasta que Massimo la sacó a colación? ¿Por qué se había puesto pálido cuando el jefe de comedor del restaurante nos había hablado de una leyenda sobre muertos vivientes? Lo que atormentaba la memoria de mi padre era fruto de este lugar, que debería haber sido más sagrado que horrible, aunque para él era horrible, tanto que cuadraba los hombros para protegerse.

Debería trabaja como había hecho Rossi, para reunir mis propias pistas. Me estaba volviendo sabia a la manera de la historia.

11

En mi siguiente visita a la biblioteca de Amsterdam, descubrí que el señor Binnerts me había buscado algunas cosas durante mi ausencia. Cuando entré en la sala de lectura, directamente desde el colegio, con la bolsa de libros todavía a la espalda, me miró con una sonrisa.

– Aquí estás -dijo en su hermoso inglés-. Mi joven historiadora. Tengo algo para ti, para tu proyecto. -Le seguí hasta su escritorio y sacó un libro-. No es un libro tan antiguo -dijo-, pero contiene algunas historias muy viejas. No constituyen una lectura alegre, querida mía, pero tal vez te ayudarán a redactar tu trabajo.

El señor Binnerts me acomodó en una mesa, y miré agradecida como se alejaba con pasos pausados. Resultaba conmovedor que me confiaran algo terrible.

El libro se titulaba Cuentos de los Cárpatos, un deslustrado tomo del siglo XIX publicado de manera privada por un coleccionista inglés llamado Robert Digby. El prefacio de Digby resumía sus andanzas entre montañas feroces e idiomas todavía más feroces, aunque también había acudido a fuentes rusas y alemanas para ayudarse en su trabajo. Sus cuentos también poseían un sonido feroz, y la prosa era bastante romántica, pero cuando los examiné mucho después descubrí que sus versiones eran mejores al compararlas con las de posteriores coleccionistas y traductores. Había dos cuentos sobre el «príncipe Drácula», y los leí con ansia. El primero narraba cómo se refocilaba Drácula extramuros entre los cadáveres de sus subditos empalados. Un día, leí, un criado se quejó delante de Drácula del terrible hedor, tras lo cual el príncipe ordenó a sus hombres que empalaran al criado sobre los demás, para que el hedor no ofendiera el delicado olfato del sirviente agonizante. Digby presentaba otra versión, en la cual Drácula pedía a gritos una estaca tres veces más larga que las otras utilizadas.

La segunda historia era igual de horripilante. Explicaba que el sultán Mehmet II envió dos embajadores a Drácula. Cuando los embajadores llegaron ante su presencia, no se quitaron los turbantes, Drácula quiso saber por qué le faltaban al respeto de aquella manera, ellos contestaron que sólo estaban actuando de acuerdo con sus costumbres. «En tal caso, os ayudaré a fortalecer vuestras costumbres», replicó el príncipe, y ordenó que les clavaran los turbantes a la cabeza.

Copié las versiones de Digby de estas dos historias en mi libreta. Cuando el señor Binnerts vino para saber cómo me iba, le pregunté si podíamos buscar información sobre Drácula escrita por sus contemporáneos, en caso de existir.

– Desde luego -dijo, y asintió con gravedad. Tenía que volver a su escritorio, me explicó, pero buscaría algo en cuanto tuviera un poco de tiempo. Tal vez después de eso (meneó la cabeza, sonriente), tal vez después de eso yo me buscaría un tema más agradable, arquitectura medieval, por ejemplo. Le prometí (también sonriente) que me lo pensaría.

No hay lugar de la tierra más exuberante que Venecia en un día ventoso, cálido y sin nubes. Las góndolas se mecen y oscilan en la laguna como si se lanzaran sin tripulación a la aventura. Las fachadas adornadas brillan a la luz del sol. El agua huele bien, por una vez.

Toda la ciudad se hincha como una vela, un barco baila sin amarras, preparado para zarpar.

Las olas que lamen el borde de la plaza de San Marco se embravecen en la estela de las lanchas motoras, y producen una niusica festiva pero vulgar, como el entrechocar de unos címbalos. En Amsterdam, la Venecia del Norte, este clima gozoso conseguiría que la ciudad reluciera con renovados bríos. Aquí terminaba exhibiendo grietas en la perfección, una fuente cubierta de malas hierbas en una plaza escondida, por ejemplo, cuyo chorro debería brotar con generosidad, en lugar de ser un oxidado goteo sobre el borde de la pila.

Los caballos de San Marcos cabriolaban zarrapastrosos bajo la luz rutilante. Las columnas del palacio de los dux parecían desagradablemente sucias.

Comenté este aire de celebración pobretona y mi padre rió.

– Tienes buen ojo para la atmósfera -dijo-. Venecia es famosa por su teatralidad, y no le importa arruinarse un poco con tal de que el mundo venga a adorarla. -Indicó con un ademán circular el café al aire libre (nuestro local favorito después del Florián), los turistas sudorosos, sus sombreros y camisas color pastel, que aleteaban con la brisa procedente del agua-. Espera a la noche y no te llevarás ninguna decepción. Un escenario necesita una luz más suave que ésta. La transformación te sorprenderá.

De momento, mientras sorbía mi naranjada, estaba demasiado cómoda para moverme, de todos modos. Esperar una agradable sorpresa era justo lo que anhelaba. Era la última ola de calor del verano antes de que llegara el otoño. Con el otoño vendría más colegio, y con suerte, un poco de estudio viajero con mi padre, mientras él trazaba un mapa de negociaciones, compromisos y amargos regateos. Este otoño volvería a ir a la Europa del Este, y yo ya estaba conspirando para que me llevara con él.

Mi padre vació su cerveza y pasó las páginas de una guía.

– Sí. -Dio un pequeño bote de repente-. Aquí está San Marcos. Venecia fue rival del mundo bizantino durante siglos, y también un gran poder marítimo. De hecho, Venecia robó a Bizancio algunas cosas notables, incluyendo esos animales de carrusel que ves allí.

– Miré desde debajo de nuestro toldo hacia San Marcos, donde los caballos cobrizos parecían arrastrar el peso de las cúpulas de plomo tras ellos. Toda la basílica parecía fundida bajo esta luz, brillante y ardiente, un infierno de tesoros-. En cualquier caso – continuó mi padre-, San Marcos fue diseñada en parte como una imitación de Santa Sofía de Estambul.

– ¿Estambul? -pregunté con astucia, mientras buscaba el hielo de la bebida-. ¿Te refieres a que se parece a Santa Sofía?

– Bien, es evidente que Santa Sofía fue conquistada por el imperio otomano, por eso están esos minaretes que vigilan el exterior, y dentro los enormes escudos con textos sagrados musulmanes. Allí se ve con claridad la colisión entre Oriente y Occidente. Pero encima están las grandes cúpulas, claramente cristianas y bizantinas, como las de San Marcos.

– ¿Y se parecen a éstas?

Señalé al otro lado de la plaza.

– Sí, se parecen mucho a éstas, pero son más grandiosas. La escala del lugar es abrumadora. Te deja sin aliento.

– Oh -dije-. ¿Puedo tomar otro refresco, por favor?

Mi padre me miró de repente, pero era demasiado tarde. Ahora sabía que él había estado en Estambul.

12

16 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desafortunado sucesor:

En este punto, mi historia casi me ha atrapado, o yo a ella, y debo narrar acontecimientos que transportarán mi relato hasta el presente.

Como ya he referido, al final volví a coger mi extraño libro, como un hombre espoleado por una adicción. Me había dicho antes que mi vida había recobrado la normalidad, que mi experiencia en Estambul había sido extraña pero sin duda explicable, y había adquirido exageradas proporciones en mi cerebro agotado por el viaje. De modo que volví a coger literalmente el libro, y pienso que debería contarte ese momento en los términos más literales.

Era una noche lluviosa de octubre, hace tan sólo dos meses. Había empezado el trimestre, y yo estaba sentado en la agradable soledad de mi habitación, una hora después de cenar.

Estaba esperando a mi amigo Hedges, un rector sólo diez años mayor que yo, al que apreciaba mucho. Era una persona torpe y bondadosa, cuyos encogimientos de hombros a modo de disculpa y tímida sonrisa disfrazaban un ingenio tan agudo, que a menudo me sentía agradecido por el hecho de que lo consagrara a la literatura del siglo XVIII y no a sus colegas. A excepción de su timidez, podría haberse encontrado como en casa entre Addison, Swift y Pope, reunidos en alguna cafetería londinense. Tenía muy pocos amigos, nunca había mirado directamente a una mujer que no fuera pariente suya, y sus sueños no traspasaban los límites de la campiña de Oxford, por donde le gustaba pasear, y apoyarse en una valla de vez en cuando para ver rumiar a las vacas. Su bondad era visible en la forma de su gran cabeza, en sus manos morcilludas y mansos ojos castaños, de modo que también él parecía bovino, o similar a un tejón, hasta que su inteligente sarcasmo hendía el aire. Me gustaba oírle hablar de su trabajo, que comentaba de una manera modesta pero entusiasta, y nunca dejaba de interesarse por mis investigaciones. Se llamaba… Bien, podrías localizarlo en cualquier biblioteca, tan sólo husmeando un poco, porque resucitó para el lector llano varios genios de la literatura inglesa. Pero yo le llamaré Hedges, un seudónimo de mi invención, con el fin de concederle en esta narración la privacidad y el decoro que definieron su vida.

Aquella noche en particular, Hedges iba a dejarse caer por mis aposentos con los borradores de los dos artículos que yo había pergeñado gracias a mi trabajo en Creta. Los había leído y corregido, a petición mía. Si bien no podía comentar la precisión o imprecisión de mis descripciones del comercio en el Mediterráneo antiguo, escribía como un ángel, el tipo de ángel cuya precisión le habría permitido bailar sobre la cabeza de un alfiler, y me sugería con frecuencia correcciones de estilo. Yo anticipaba media hora de críticas cordiales, después jerez y ese gratificante momento en que un amigo de verdad estira las piernas al lado de tu chimenea y pregunta cómo te ha ido. No iba a contarle la verdad sobre el estado lamentable de mis nervios, por supuesto, pero podríamos conversar de todo lo demás.

Mientras esperaba, aticé el fuego, añadí otro leño, preparé dos vasos e inspeccioné mi escritorio. Mi estudio también hacía las veces de sala de estar, y yo procuraba que estuviera tan ordenado y confortable como la solidez de los muebles del siglo XIX exigía. Había trabajado mucho aquella tarde, cenado de una bandeja que me habían subido a las seis, y después me dediqué a guardar mis últimos papeles. Había oscurecido temprano, y con el ocaso llegó una lluvia lóbrega y oblicua. Se me antoja el tipo de noche de otoño más atractivo, nada deprimente, de modo que sólo experimenté un leve escalofrío premonitorio cuando mi mano, que estaba buscando alguna lectura para ocupar diez minutos, cayó por casualidad sobre el antiguo volumen que había estado evitando. Lo había dejado encajado entre volúmenes menos inquietantes en un estante situado encima de mi escritorio. Palpé con furtivo placer la antigua cubierta, suave como el raso, que se amoldaba de nuevo a mi mano, y abrí el libro.

Al punto fui consciente de algo muy extraño. Se alzaba de sus páginas un olor que no era sólo el delicado perfume del papel envejecido y el pergamino agrietado. Se trataba de un hedor a putrefacción, un olor terrible y repugnante, a carne envejecida o corrupta. Nunca lo había percibido antes, y me incliné más, oliendo, incrédulo, y después cerré el libro. Volví a abrirlo al cabo de un momento, y nuevos hedores nauseabundos surgieron de sus páginas.

El pequeño volumen parecía vivo en mis manos, aunque olía a muerte.

El inquietante hedor trajo a mi memoria el miedo nervioso de mi viaje de vuelta al continente, y sólo pude aplacar mis sensaciones con un gran esfuerzo. Los libros antiguos se pudrían, eso era cierto, y yo había viajado con éste bajo lluvia y tormentas. Esa debía ser la explicación del olor. Tal vez lo llevaría de nuevo a la sala de Libros Raros y pediría consejo sobre cómo podía limpiarlo, fumigarlo, lo que fuera preciso.

De no haber estado evitando con estudiada estrategia mi reacción a esta desagradable presencia, habría guardado de nuevo el libro. Pero, por primera vez en muchas semanas, me obligué a localizar aquella extraordinaria imagen central, el dragón alado rugiendo sobre su bandera. De pronto, con desagradable precisión, vi algo nuevo, y lo asimilé por primera vez. Nunca he estado dotado de una gran agudeza en mi comprensión visual del mundo, pero algún destello de los sentidos intensificados me mostró el perfil de todo el dragón, sus alas extendidas y la cola ensortijada. Espoleado por la curiosidad rebusqué entre el paquete de notas que había traído de Estambul, que había quedado olvidado en el cajón de mi escritorio. Rebuscando, encontré la página que quería. Arrancada de mi libreta, mostró un dibujo que yo había hecho en los archivos de Estambul, una copia del primer mapa que había encontrado allí.

Recordarás que había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región anónima cada vez en más detalle. Dicha región, incluso dibujada con mi mano nada artística aunque minuciosa, poseía una forma muy definida. Parecía una bestia de alas simétricas. Un largo río surgía de ella hacia el sudoeste, ensortijado como la cola del dragón. Estudié la xilografía y mi corazón palpitó de una manera extraña. La cola del dragón estaba provista de púas, y su extremo era una flecha que apuntaba (aquí casi lancé una exclamación en voz alta, olvidando todas las semanas transcurridas desde que me había recuperado de mi antigua obsesión) hacia el punto que correspondía en mi mapa al emplazamiento de la Tumba Impía.

El parecido visual entre las dos imágenes era tan sorprendente que no podía ser una coincidencia. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta, en el archivo, de que la región representada en aquellos mapas tenía la forma exacta de mi dragón, como si arrojara su sombra desde lo alto? La xilografía que tanto me había intrigado antes de mi viaje debía contener un significado preciso, un mensaje. Estaba pensada para amenazar e intimidar, para conmemorar el poder. Pero, para los testarudos, podía ser una pista. Su cola apuntaba a la tumba al igual que un dedo apunta a uno mismo: éste soy yo. Estoy aquí. ¿Y quién estaba allí, en el punto central, en aquella Tumba Impía? El dragón sostenía la respuesta en sus garras cruelmente afiladas: DRAKULYA.

Percibí el sabor de una tensión acre, como si fuera mi sangre, en el fondo de la garganta. Sabía que debía defenderme de estas conclusiones, tal como me advertía mi preparación, pero sentía una convicción más profunda que la razón. Ninguno de los mapas plasmaba el lago Snagov, donde se suponía que Vlad Tepes había sido enterrado. Esto debía significar que Tepes (Drácula) descansaba en otro lugar, un lugar que ni siquiera la leyenda había conservado. Pero ¿dónde se hallaba esa tumba?, me pregunté en voz alta, bien a mi pesar.

¿Y por qué se había conservado en secreto su emplazamiento?

Mientras intentaba ensamblar estas piezas del rompecabezas, oí el sonido familiar de unos pasos en el corredor (el paso lento y entrañable de Hedges), y pensé distraído que debía esconder estos materiales, ir a la puerta, servir jerez, prepararme para una charla cordial.

Estaba ya medio levantado, recogiendo papeles, cuando de pronto oí el silencio. Era como un error en una pieza musical, una nota sostenida demasiado rato, de manera que paralizaba al oyente como ningún otro acorde podría conseguirlo. Los pasos familiares se habían detenido ante mi puerta, pero Hedges no había llamado, tal como era su costumbre. Mi corazón reprodujo como un eco aquella nota errónea. Sobre el crujido de mis papeles y el tamborileo de la lluvia sobre el canalón que había encima de mi ventana, ahora oscurecida, oí un zumbido, el sonido de la sangre que retumbaba en mis oídos. Dejé caer el libro, corrí hacia la puerta exterior de mis aposentos, giré la llave y la abrí.

Hedges estaba allí, pero tendido en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo torcido de costado, como si una gran fuerza le hubiera derrumbado. Caí en la cuenta, casi al borde de la náusea, de que no le había oído gritar ni caer. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la lejanía. Durante un segundo eterno pensé que estaba muerto. Entonces, su cabeza se movió y mi amigo emitió un gruñido. Me agaché a su lado.

– ¡Hedges!

Gimió de nuevo y parpadeó varias veces.

– ¿Me oyes? -pregunté con voz estrangulada, casi sollozando de alivio porque estaba vivo. En aquel momento, su cabeza giró de manera convulsiva y reveló un corte sanguinolento en un lado del cuello. No era grande, pero parecía profundo, como si un perro le hubiera desgarrado la carne; la sangre manaba en abundancia sobre el cuello de su camisa y caía al suelo, al lado de su hombro-. ¡Socorro! -grité. Dudo de que alguien hubiera roto de forma tan violenta el silencio que reinaba en el pasillo chapado en roble en todos los siglos transcurridos desde su construcción. Tampoco sabía si serviría de algo. Era la noche en que la mayoría de compañeros cenaban con el director del colegio. Entonces una puerta se abrió al final del corredor y el mayordomo del profesor Jeremy Forester vino corriendo, un tipo estupendo llamado Ronald Egg, que ya se ha marchado de la institución.

Dio la impresión de que comprendió la situación al punto, con los ojos desorbitados, y después se arrodilló para atar su corbata sobre la herida del cuello de Hedges.

– Hemos de sentarle, señor -me dijo-, curar ese corte, si no tiene más heridas. -Palpó con cuidado el cuerpo rígido de Hedges, y como mi amigo no protestó lo apoyamos contra la pared. Yo le sostenía con mi hombro, en el que se apoyó con fuerza, los ojos cerrados-.Voy a buscar al médico -dijo Ronald, y se alejó por el pasillo.

Tomé el pulso a Hedges. Su cabeza descansó en mi hombro, pero los latidos de su corazón parecían firmes. Intenté que recuperara el sentido.

– ¿Qué ha pasado, Hedges? ¿Alguien te atacó? ¿Me oyes, Hedges?

Abrió los ojos y me miró. Tenía la cabeza inclinada a un lado, y la mitad de su cara parecía flácida, azulina, pero habló de manera inteligible.

– Me dijo que te dijera…

– ¿Qué? ¿Quién?

– Me dijo que te dijera que él no tolerará intromisiones.

La cabeza de Hedges se apoyó de nuevo contra la pared, aquella excelente cabeza grande que alojaba una de las mentes más brillantes de Inglaterra. El vello de mis brazos se erizó cuando le sostuve.

– ¿Quién, Hedges? ¿Quién te dijo eso? ¿Te hizo daño? ¿Le viste?

Unas burbujas de saliva se formaron en la comisura de su boca, y movió las manos.

– No tolerará intromisiones -gorjeó.

– Estáte quieto -le urgí-. No hables. El médico llegará enseguida. Intenta relajarte y respirar.

– Qué pena -murmuró Hedges-. Pope y los aliterativos. Dulce ninfa. Para polemizar.

Le miré, y sentí un nudo en el estómago.

– ¿Hedges?

– «La violación de la cerradura»

– dijo cortésmente Hedges-. Sin duda.

El médico de la universidad que le ingresó en el hospital me dijo que Hedges había sufrido una apoplejía además de la herida.

– Producida por el shock. Ese corte en el cuello… -añadió ante la habitación de Hedges-. Da la impresión de que fue producido por algo afilado, lo más probable unos dientes afilados, de un animal. ¿No tendrán un perro?

– Por supuesto que no. No se permiten en los aposentos del colegio.

El médico meneó la cabeza.

– Qué raro. Creo que fue atacado por un animal cuando se dirigía a su habitación, y el shock desencadenó una apoplejía que tal vez iba a producirse tarde o temprano. De momento, no está en sus cabales, aunque es capaz de formar palabras coherentes. Temo que habrá una investigación, debido a la herida, pero a mí me parece que al final encontraremos el perro guardián de alguien. Intente pensar qué camino pudo seguir Hedges para llegar a sus aposentos.

La investigación no descubrió nada satisfactorio, pero tampoco fui acusado, pues la policía no encontró ningún móvil ni pruebas de que hubiera atacado a Hedges. Éste fue incapaz de testificar, y al final calificaron el incidente de «autolesión», lo cual me pareció una mancha que podría haberse evitado en su reputación. Un día, cuando fui a verle a la residencia, pedí a Hedges que reflexionara sobre las palabras «No toleraré intromisiones».

Volvió hacia mí sus ojos desprovistos de curiosidad, y se tocó con los dedos morcilludos la herida del cuello.

– Si es así, Boswell

– dijo con placidez, casi con humor- Si no, lárgate.

Murió pocos días después, a consecuencia de una segunda apoplejía sufrida por la noche.

La residencia no informó de heridas externas en el cuerpo. Cuando el director del colegio vino a decírmelo, me juré que trabajaría sin descanso para vengar la muerte de Hedges, si conseguía imaginar cómo.

No tengo ánimos para describir con detalle el dolor del funeral celebrado en nuestra capilla del Trinity, los sollozos ahogados de su anciano padre cuando el coro infantil inició los salmos para consolar a los vivos, la rabia que sentí hacia la impotente Eucaristía en su bandeja. Hedges fue enterrado en su pueblo de Dorset, y visité la tumba, yo solo, un templado día de noviembre. La lápida reza REQUIESCAT IN PACE, que habría sido mi elección exacta, de haber dependido de mí la decisión. Para mi infinito alivio, es el más tranquilo de los cementerios rurales, y el párroco habla del entierro de Hedges como si se tratara de un honor para la localidad. No oí historias de vrykolakas ingleses en el pub de la calle mayor, ni siquiera cuando dejé caer descaradas insinuaciones. Al fin y al cabo, Hedges sólo fue atacado una vez, no las diversas que Stoker describe como necesarias para contaminar a una persona viva el mal de los No Muertos. Creo que fue sacrificado como mera advertencia… dirigida a mí. ¿Y también a ti, desventurado lector?

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Mi padre agitó los cubitos en el vaso, como para mantener la mano firme y poder hacer algo. El calor de la tarde estaba dando paso a una serena noche veneciana, y las sombras de turistas y edificios se alargaban sobre la piazza. Una bandada enorme de palomas alzo el vuelo desde las piedras del pavimento, asustadas por algo. El frío de las bebidas se me había contagiado por fin, se me había metido en los huesos. Alguien rió a lo lejos, y oí que los chillidos de las gaviotas se imponían al ruido de las palomas. Un joven con camisa blanca y tejanos se acercó para hablar con nosotros. Llevaba colgada al hombro una bolsa de lona, y su camisa estaba manchada de colores.

– ¿Compra un cuadro, signore? -dijo, y sonrió a mi padre-. Usted y la signorina son las estrellas de mi cuadro de hoy.

– No, no, grazie -contestó como un autómata mi padre. Las plazas y callejuelas estaban plagadas de aquellos teóricos estudiantes de arte. Era la tercera escena de Venecia que nos ofrecían aquel día. Mi padre echó un vistazo fugaz al cuadro. El joven, sin dejar de sonreír, tal vez por no querer marcharse sin recibir al menos un cumplido, lo alzó para que yo lo viera, y yo asentí. Un segundo después, se alejó en busca de otros turistas, y yo me quedé petrificada, mientras le seguía con la mirada.

El cuadro que me había enseñado era una acuarela ejecutada con tonos intensos. Plasmaba nuestro café y la esquina del Florián, una impresión luminosa y no provocativa de la tarde.

El artista debía estar situado detrás de mí, pensé, pero bastante cerca del café. Había una mancha de color que reconocí como la parte posterior de mi sombrero de paja rojo, y mi padre era un borrón canela y azul un poco más allá. Era una obra elegante e informal, la imagen de la indolencia veraniega, algo que a un turista le gustaría guardar como recuerdo día en el Adriático. Pero mi vistazo me había revelado una figura solitaria sentada más allá de mi padre, una figura de hombros anchos y cabeza oscura, una silueta negra entre los alegres colores del toldo y los manteles. Recordaba muy bien que la mesa había estado desocupada toda la tarde.

13

Nuestro siguiente viaje nos llevó una vez más hacia el este, más allá de los Alpes Julianos.

La pequeña ciudad de Kostanjevica, «lugar del castaño», estaba llena de castañas en esta época del año, algunas ya en el suelo, de forma que si pisabas mal en las calles adoquinadas corrías el peligro de resbalar. Delante de la residencia del alcalde, construida para albergar a un burócrata austrohúngaro, había castañas por todas partes, con sus cáscaras de aspecto agresivo, un enjambre de diminutos puerco espines.

Mi padre y yo paseábamos con parsimonia, disfrutando del final de un templado día otoñal (en el dialecto local se llamaba «verano zíngaro», nos dijo una mujer en una tienda), y yo reflexionaba sobre las diferencias entre el mundo occidental, que se hallaba a unos pocos centenares de kilómetros, y este oriental, un poco al sur de Emona. Aquí, todos los comercios parecían iguales, y también los empleados, con sus guardapolvos de color azul marino y sus pañuelos de flores, y sus dientes de oro o acero inoxidable que nos enviaban destellos desde el otro lado del mostrador medio vacío. Habíamos comprado una enorme tableta de chocolate como complemento de nuestro almuerzo de lonchas de salami, pan moreno y queso, y mi padre llevaba botellas de Naranca, mi refresco de naranja favorito, que ya me recordaba Ragusa, Emona, Venecia.

La última reunión celebrada en Zagreb había concluido el día anterior, mientras yo daba el toque final a mi trabajo de historia. Mi padre quería ahora que también estudiara alemán, y yo estaba ansiosa, no por su insistencia, sino a pesar de ella. Iba a empezar al día siguiente, con un método de la librería de idiomas extranjeros de Amsterdam. Tenía un nuevo vestido corto verde y calcetines amarillos largos hasta la rodilla, mi padre sonreía debido a un chiste ininteligible que aquella mañana habían intercambiado dos diplomáticos, y las botellas de Naranca tintineaban en nuestra bolsa. Ante nosotros se extendía un puente de piedra que cruzaba el río Kostan. Corrí para echar mi primer vistazo, pues quería disfrutarlo en privado, sin ni siquiera mi padre al lado.

El río se curvaba hasta perderse de vista cerca del puente, y su curva acunaba un diminuto castillo eslavo del tamaño de una villa, con cisnes que nadaban bajo sus muros y se alimentaban en la orilla. Mientras miraba, una mujer vestida con una chaqueta azul abrió la ventana de arriba empujándola hacia fuera, de manera que sus cristales emplomados centellearon al sol, y sacudió el trapo de sacar el polvo. Bajo el puente se agrupaban sauces jóvenes, y por entre los huecos de sus raíces entraban y salían golondrinas. Vi en el parque del castillo un banco de piedra (no demasiado cerca de los cisnes, que todavía me daban miedo, aunque ya era adolescente), con castaños inclinados sobre él, resguardado a la sombra que arrojaban los muros de la propiedad. El pulcro traje de mi padre estaría a salvo si se sentaba en él, y podría quedarse más tiempo del previsto y hablar aunque no quisiera.

Durante todo el tiempo que estuve examinando esas cartas en mi apartamento -dijo mi padre, mientras se limpiaba los restos de salami de sus manos con un pañuelo de algodón-, algo relacionado con el trágico problema de la desaparición de Rossi seguía atormentándome. Cuando dejé sobre la mesa la carta que relataba el horripilante accidente de su amigo Hedges, me sentí demasiado mal durante unos momentos para pensar con claridad. Tuve la impresión de haber penetrado en un mundo enfermo, un submundo del universo académico que había conocido durante tantos años, un subtexto de la narrativa habitual de la historia que siempre había dado por supuesta.

Según mi experiencia de historiador, los muertos se quedaban respetosamente muertos, la Edad Media había conocido horrores de verdad, no sobrenaturales, Drácula era una pintoresca leyenda de la Europa del Este resucitada gracias a las películas de mi infancia, y en 1930 faltaban tres años para que Hitler asumiera poderes dictatoriales en Alemania, un terror que sin duda excluía todas las demás posibilidades.

De manera que me sentí asqueado un segundo, e irritado con mi desaparecido mentor por haberme legado estas desagradables ilusiones. Después, el tono apesadumbrado y afectuoso de sus cartas me afectó una vez más, y sentí remordimientos por mi deslealtad. Rossi dependía de mí, y sólo de mí. Si yo me negaba a suspender la incredulidad por culpa de principios pedantes, jamás volvería a verle.

Y algo más me atormentaba. Mientras mi cabeza se despejaba un poco, me di cuenta de que era mi recuerdo de la joven de la biblioteca, a la que había conocido tan sólo dos horas antes, aunque se me antojaban días. Recordé la extraordinaria luminosidad de sus ojos cuando escuchó mi explicación sobre las cartas de Rossi, la forma tan masculina de enarcar las cejas en señal de concentración. ¿Por qué estaba leyendo Drácula, nada menos que en mi mesa, nada menos que aquella noche, justo a mi lado? ¿Por qué había mencionado Estambul? Ya estaba bastante perturbado por lo que había leído en las cartas de Rossi, lo cual había suspendido mi incredulidad, me había impulsado a rechazar la idea de una coincidencia en favor de algo más fuerte. ¿Y por qué no? Si aceptaba un acontecimiento sobrenatural, debería aceptar otros. Era de pura lógica.

Suspiré y levanté la última carta de Rossi. Después, sólo necesitaría revisar los demás materiales ocultos en aquel sobre de aspecto inofensivo, y continuaría adelante solo. Con independencia de lo que significara la aparición de la chica (y lo más probable era que no significara nada anormal, ¿verdad?), yo no tenía tiempo para averiguar quién era o por qué compartía ese interés por lo oculto. Me resultaba extraño pensar en alguien interesado en lo oculto. En el fondo, pensándolo bien, yo no lo estaba. Sólo me interesaba encontrar a Rossi.

La última carta, al contrario que las otras, estaba escrita a mano. En papel de libreta rayado, con tinta oscura. La desdoblé.

19 de agosto de 1931

Mi querido y desventurado sucesor:

Bien, no puedo fingir que ya no estés esperándome en algún lugar dispuesto a salvarme si mi vida se viene abajo algún día. Y como poseo más información para añadir a todo cuanto ya habrás (imagino) examinado, creo que debería apurar la copa hasta las heces. «Un poco de erudición es algo peligroso», habría citado mi amigo Hedges. Pero ha muerto, y por mi mano, con tanta certeza como si yo hubiera abierto la puerta del estudio, asestado el golpe y pedido auxilio a gritos después. No lo hice, por supuesto. Si has consentido en leer hasta aquí, no dudes de mi palabra.

Pero hace unos meses sí que dudé por fin de mis propias fuerzas, y ello debido a motivos relacionados con el final enfurecedor y terrible de Hedges. Hui de su tumba a Estados Unidos, casi literalmente. Mi empleo se había convertido en realidad, y ya estaba preparando mis cajas cuando me fui un día a Dorset para ver dónde descansaba en paz.

Después partí para Estados Unidos, temo que con la consiguiente decepción de algunos compañeros de Oxford y la profunda tristeza de mis padres, y me encontré en un mundo nuevo y más luminoso, donde el trimestre (he sido contratado para tres pero haré lo posible para poder estar más tiempo) empieza antes y los estudiantes tienen un punto de vista abierto y práctico, desconocido en Oxford. Pero a pesar de esto, no logré renunciar del todo a mi relación con los No Muertos. Como consecuencia, aparentemente, él, Eso, no logró renunciar a su relación conmigo.

Recordarás que la noche en que Hedges fue atacado, yo había descubierto de manera inesperada el significado de la xilografía central de mi siniestro libro, y verificado que la Tumba Impía de los mapas que había encontrado en Estambul debía ser la tumba de Vlad Drácula. Había pronunciado en voz alta mi pregunta restante (¿dónde estaba la tumba, pues?), al igual que había hablado en voz alta en el archivo de Estambul, conjurando esta segunda vez una terrible presencia, que me lanzó una advertencia acabando con la vida de mi querido amigo. Tal vez sólo un ego anormal plantaría cara a fuerzas naturales (sobrenaturales en este caso), pero te juro que, por un tiempo, este castigo me enfureció más que aterró, y me llevó a jurar que desentrañaría las últimas pistas y, si aguantaban mis fuerzas, perseguiría a mi perseguidor hasta su guarida. Este extravagante pensamiento se convirtió para mí en algo tan normal como el deseo de publicar mi siguiente artículo, o ganarme un puesto permanente en la alegre universidad nueva que estaba conquistando mi hastiado corazón.

Después de habituarme a la rutina de las responsabilidades académicas, y de preparar un breve regreso a Inglaterra al final del trimestre para ver a mis padres y entregar las páginas de mi tesis doctoral a la editorial de Londres que cada vez me mimaba más, me dispuse a seguir de nuevo el aroma de Vlad Drácula, el histórico o el sobrenatural, eso habría que verse. Pensaba que mi siguiente tarea era aprender algo más sobre mi extraño libro: de dónde procedía, quién lo había diseñado, cuál era su antigüedad. Lo entregué (a regañadientes, debo admitirlo) a los laboratorios del Smithsonian. Menearon la cabeza al escuchar mis preguntas tan concretas, e insinuaron que la consulta a poderes que se hallaban más allá de sus medios me costaría más. Pero yo estaba empecinado, y pensé que no debía destinar una parte irrisoria de la herencia de mi abuelo, o mis escasos ahorros de Oxford, a vestirme, alimentarme o divertirme mientras Hedges yaciera sin ser vengado (pero en paz, gracias a Dios) en un cementerio que no habría debido recibir su ataúd hasta cincuenta años después. Ya no tenía miedo de las consecuencias, puesto que lo peor que habría podido imaginar ya había ocurrido. En este sentido, al menos, las fuerzas de la oscuridad habían calculado mal.

Pero no fue la brutalidad de lo que ocurrió a continuación lo que cambió mi opinión o me reveló el verdadero significado del miedo. Fue su brillantez.

Un bibliófilo menudo del Smithsonian llamado Howard Martin se encargó de mi libro. Era un hombre amable pero taciturno, que adoptó mi causa de todo corazón, como si conociera mi historia. (No, pensándolo mejor, si hubiera conocido mi historia, tal vez me habría puesto de patitas en la calle el día de mi primera visita.) Al parecer, sólo vio mi pasión por la historia, se compadeció e hizo lo que pudo por mí. Fue muy diligente, muy minucioso, y asimiló lo que le enviaron los laboratorios con un cariño más propio de Oxford que de aquellas oficinas de museo burocráticas de Washington. Me quedé impresionado, y aún más por su conocimiento de las publicaciones europeas en los siglos justo antes y después de Gutenberg.

Cuando, en apariencia, ya había hecho todo cuanto podía por mi, me escribió para que pasara a recoger los resultados, explicando que me entregaría el libro en persona, tal como yo había hecho con él, si yo no deseaba que me lo enviaran por correo. Hice el viaje en tren, me dediqué al turismo por la mañana, y me planté ante su puerta diez minutos antes de la hora acordada. Mi corazón estaba acelerado y tenía la garganta seca. Ansiaba sostener el libro en mis manos y saber qué habían descubierto sobre sus orígenes.

El señor Martin abrió la puerta y me invitó a entrar con una leve sonrisa.

– Me alegro de que haya podido venir -dijo con su insulso gangueo estadounidense, que se había convertido para mí en el habla más placentera del mundo.

Cuando estuvimos sentados en su despacho rebosante de manuscritos, le miré y me quedé impresionado al instante por el cambio sufrido en su apariencia. Le había visto brevemente unos meses antes y recordaba su cara, y nada en su correspondencia pulcra y profesional insinuaba que estuviera enfermo. Ahora estaba demacrado y pálido, de forma que su piel parecía de un amarillo grisáceo, y sus labios estaban teñidos de un escarlata anormal. Había perdido mucho peso, de manera que su traje pasado de moda colgaba flácido sobre sus hombros. Estaba sentado encorvado, un poco inclinado hacia delante, como si algún dolor o debilidad le impidiera sentarse tieso. Daba la impresión de que la vida le había abandonado.

Intenté decirme que iba con prisas en mi primera visita, y que mi correspondencia con el hombre me había hecho más observador esta vez, o más piadoso en lo tocante a mis observaciones, pero no pude sacudirme de encima la sensación de haberle visto decaer en un período de tiempo muy breve. Pensé que tal vez padecía alguna desgraciada enfermedad degenerativa, o un cáncer galopante. La cortesía, por supuesto, impedía cualquier comentario sobre su apariencia.

– Bien, doctor Rossi -dijo, al estilo norteamericano-, creo que no es consciente del valor de este tomito.

– ¿Valor?

No podía saber el valor que tenía para mí, pensé, ni con todos los análisis químicos del mundo. Era mi instrumento de venganza.

– Sí, es un raro ejemplar de impresión medieval centroeuropea, algo muy interesante y poco usual, y estoy bastante convencido de que se imprimió alrededor de 1512, tal vez en Buda, o quizás en Valaquia. Esta fecha lo situaría de forma muy satisfactoria después del San Lucas de Corvino, pero antes del Nuevo Testamento húngaro de 1520, en el que muy probablemente pudo haber influido, en el caso de que ya existiera. -Se removió en su silla chirriante-. Incluso es posible que la xilografía de su libro influyera en el Nuevo Testamento de 1520, que posee una ilustración similar, un Satán alado. Pero no existe forma de demostrarlo. De todos modos, sería una influencia curiosa, ¿no? Me refiero a ver parte de la Biblia adornada con ilustraciones tan diabólicas como ésta.

– ¿Diabólica?

Me encantó el sonido de la condenación en labios ajenos.

– Claro. Usted me informó sobre la leyenda de Drácula, pero ¿cree que me paré ahí?

El tono del señor Martin era tan práctico y jovial, tan norteamericano, que tardé un momento en reaccionar. Nunca había percibido aquella siniestra profundidad en una voz tan normal. Le miré perplejo, pero el tono había desaparecido. Estaba examinando una pila de papeles que había sacado de una carpeta.

– Aquí están los resultados de los análisis -dijo-. Le he hecho copias, junto con mis notas, y creo que le resultarán interesantes. No dicen mucho más de lo que ya le he contado.

Ah, existen dos importantes datos adicionales. Parece desprenderse de los análisis químicos que su libro fue guardado, seguramente durante un largo tiempo, en una atmósfera saturada de polvo de roca, y que eso ocurrió antes de 1700. Además, la contratapa se manchó en algún momento de agua salada, tal vez debido a un viaje por mar. Supongo que pudo ser el mar Negro, si nuestras suposiciones sobre el lugar de la publicación son correctas, pero existen montones de posibilidades, por supuesto. Temo que no le hemos ayudado a avanzar mucho en su investigación… ¿No dijo que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval?

Levantó la vista y me dedicó su sonrisa afable y despreocupada, siniestra en aquel rostro estragado, y me di cuenta al mismo tiempo de dos cosas que me helaron la sangre en las venas.

La primera fue que nunca le había dicho nada sobre que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval. Había dicho que quería información sobre mi volumen para ayudarme a completar una bibliografía de materiales relacionados con la vida de Vlad el Empalador, conocido en la leyenda como Drácula. Howard Martin era un hombre preciso, en su estilo de conservador de museo, como yo lo era en mi estilo de estudioso, y nunca habría cometido sin querer tal error. Su memoria se me había antojado casi fotográfica en su capacidad para captar el detalle, algo que observo y aprecio de todo corazón cuando lo encuentro en otras personas.

Lo segundo que percibí en aquel momento fue que, tal vez debido a la enfermedad que padecía (pobre hombre, casi me obligué a decir para mis adentros), sus labios tenían un aspecto flácido y putrefacto cuando sonrió y reveló sus caninos superiores, algo prominentes, de una forma que prestaban a su cara una apariencia desagradable. Recordaba demasiado bien al burócrata de Estambul, aunque no vi nada anormal en el cuello de Howard Martin. Reprimí mis temblores y cogí el libro y las notas de su mano cuando volvió a hablar.

– El mapa, por cierto, es notable.

– ¿Mapa?

Me quedé petrificado. Yo sólo conocía un mapa, tres, en realidad, a escala graduada, relacionado con mis intenciones presentes, y estaba seguro de que jamás había mencionado su existencia a ese desconocido.

– ¿Lo dibujó usted mismo? No es antiguo, desde luego, pero no le habría catalogado a usted como artista. Ni del tipo morboso, en cualquier caso, si no le importa que se lo diga.

Le miré, incapaz de descifrar sus palabras y temeroso de revelar algo preguntándole a qué se refería. ¿Había dejado uno de mis dibujos en el libro? Qué estupidez, en ese caso. Sin embargo, había comprobado con minuciosidad que no hubiera hojas sueltas en el volumen antes de entregárselo.

– Bien, lo guardé dentro del libro, y ahí sigue -dijo con placidez-. Ahora, doctor Rossi, puedo acompañarle a nuestro departamento de contabilidad si así lo desea, o puedo encargarme de que le envíen la factura a casa.

Abrió la puerta para dejarme salir y me dedicó su habitual mueca profesional. Tuve la presencia de ánimo de no buscar entre las páginas del volumen allí mismo, y vi a la luz del pasillo que debía de haber imaginado la peculiar sonrisa de Martin, y tal vez incluso su enfermedad. Su piel era normal, estaba sólo un poco encorvado tras décadas de trabajar entre hojas del pasado, nada más. Estaba parado junto a la puerta con la mano extendida, en un gesto de despedida muy de Washington, y se la estreché, murmurando que prefería recibir la factura en mi dirección de la universidad.

Me alejé hasta perder de vista su puerta, salí del pasillo y, por fin, dejé atrás el gran castillo rojo que albergaba todos sus esfuerzos y los de sus colegas. Al salir al aire fresco del Mall, crucé la hierba lustrosa, llegué a un banco y me senté, y traté de aparentar y sentir despreocupación.

El volumen se abrió en mi mano con su habitual servidumbre siniestra, y busqué en vano una hoja suelta que me sorprendiera. Sólo al volver hacia atrás las páginas la encontré: un calco muy fino en papel carbón, como si alguien hubiera sostenido el tercero y más íntimo de mis mapas secretos ante mí, y hubiera copiado todas sus misteriosas características. Los nombres de lugares en dialecto eslavo eran los mismos que conocía por mi mapa («Aldea de los Cerdos Robados», «Valle de los Ocho Robles»). De hecho, este dibujo me resultaba desconocido por un solo detalle. Bajo la inscripción de «Tumba Impía», había otra inscripción en latín con una tinta que parecía idéntica a la de los demás encabezados. Sobre el supuesto emplazamiento de la tumba, arqueado a su alrededor como para demostrar su rotunda relación con ese punto, leí las palabras BARTOLOMEO ROSSI.

Lector, júzgame cobarde si es preciso, pero desistí a partir de aquel momento. Soy un profesor joven y vivo en Cambridge, Massachusetts, donde doy clases, salgo a cenar con mis nuevos amigos y escribo a mis ancianos padres una vez a la semana. No llevo ajos, ni crucifijos, ni me persigno cuando oigo pasos en el pasillo. Tengo una protección mejor: he dejado de investigar sobre esa horrenda encrucijada de la historia. Algo ha de sentirse satisfecho por verme tranquilo, porque ninguna tragedia posterior me ha perturbado.

Bien, si tuvieras que elegir tu cordura, tu vida tal como la recuerdas, antes que la verdadera inestabilidad, ¿qué elegirías como manera adecuada de vivir para un estudioso? Sé que Hedges no me habría exigido una zambullida en la oscuridad. Y no obstante, si estás leyendo esto, significa que el mal me ha alcanzado por fin. Tú también tienes que elegir. Te he transmitido todos los conocimientos que poseo relacionados con esos horrores. Sabiendo mi historia, ¿te negarás a socorrerme?

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Las sombras bajo los árboles se habían alargado hasta proporciones desmesuradas, y mi padre pisó una castaña con sus excelentes zapatos. Tuve la sensación de que, si hubiera sido un hombre grosero, habría escupido en el suelo en aquel momento, para expulsar algún sabor desagradable. En cambio, se limitó a tragar saliva y recobró la serenidad con una sonrisa.

– ¡Señor! ¿De qué estábamos hablando? Parece que esta tarde nos sentimos muy tristes.

Intentó sonreír, pero también me lanzó una mirada que hablaba de preocupación, como si alguna sombra pudiera caer sobre mí, sobre mí en particular, y borrarme sin previo aviso de la escena.

Retiré mi mano entumecida del borde del banco y también procuré mostrarme jovial con un esfuerzo. ¿Cuándo se había convertido en un esfuerzo?, me pregunté, pero ya era demasiado tarde. Estaba trabajando por él, le distraía como antes me distraía él. Me refugié en una leve petulancia, no excesiva, por temor a despertar sus sospechas.

– Debo decir que vuelvo a tener hambre, pero de comida de verdad.

Sonrió con algo más de naturalidad, y sus estupendos zapatos golpearon el suelo cuando me alargó una mano galante invitándome a ponerme de pie y se puso a llenar nuestra bolsa con botellas de Naranca vacías y las demás reliquias de nuestro picnic. Recogí mi parte de buena gana, aliviada ahora porque eso significaba que se marcharía conmigo en lugar de demorarse contemplando la fachada del castillo. Yo me había vuelto una vez, cerca del final de la historia, y había mirado la ventana superior, donde una forma oscura había sustituido a la anciana que limpiaba la casa. Hablé a toda prisa, dije lo primero que me vino a la cabeza. Mientras mi padre no la viera, no habría enfrentamiento. Ambos estaríamos a salvo.

14

Me había mantenido alejada de la biblioteca de la universidad un tiempo, en parte porque mis investigaciones en ella me ponían nerviosa, y en parte porque intuía que la señora Clay sospechaba de mis ausencias después de clase. Yo siempre la llamaba, tal como había prometido, pero cierta timidez cada vez más acentuada en su voz cuando hablábamos por teléfono me impelía a imaginarla sosteniendo embarazosas discusiones con mi padre. No la imaginaba experta en vicios, y por lo tanto capaz de sospechar algo concreto, pero quizá mi padre se había forjado alguna teoría (¿drogas?, ¿chicos?). Y en ocasiones me dirigía miradas tan angustiadas, que no deseaba preocuparla más.

Por fin, sin embargo, la tentación fue demasiado fuerte, y decidí volver a la biblioteca, pese a mi inquietud. Esta vez fingí que iba a ver una película nocturna con una aburrida chica de mi clase (sabía que Johan Binnerts trabajaba en la sección medieval los miércoles por la noche, y que mi padre tenía una reunión en el Centro), y me marché con mi nuevo abrigo antes de que la señora Clay pudiera abrir la boca.

Resultaba raro ir a la biblioteca de noche, sobre todo cuando encontré la sala principal tan llena como siempre de estudiantes de aspecto cansado. No obstante, la sala de lectura medieval estaba vacía. Me acerqué en silencio al escritorio del señor Binnerts, y le encontré examinando una pila de libros nuevos. Nada que pudiera interesarme, me informó con una dulce sonrisa, puesto que a mí sólo me gustaban las cosas horribles. Pero me había apartado un volumen, ¿por qué no había ido antes a buscarlo? Aduje unas débiles excusas y el hombre lanzó una risita.

– Temía que te hubiera pasado algo, o que hubieras seguido mi consejo y encontrado un tema más agradable para una señorita, pero también habías despertado mi interés, así que te encontré esto.

Tomé el libro agradecida, y el señor Binnerts dijo que iba a su cuarto de trabajo, pero que volvería pronto para ver si necesitaba algo. Me había enseñado el cuarto de trabajo una vez, un pequeño cubículo con ventanas situado al fondo de la sala de lectura, donde los bibliotecarios restauraban libros antiguos maravillosos y pegaban tarjetas en los nuevos. La sala de lectura se quedó más silenciosa que nunca cuando el hombre se fue, pero yo abrí ansiosamente el libro que me había dado.

Era un hallazgo notable, aunque ahora sé que es un documento esencial para conocer la historia del siglo XV en Bizancio, una traducción de la Istoria Turco-Bizantina de Michael Doukas. Doukas tiene mucho que decir sobre el conflicto entre Vlad Drácula y Mehmet II, y fue en esa mesa donde leí por primera vez la famosa descripción del espectáculo que vieron los ojos de Mehmet cuando invadió Valaquia en 1462 y llegó a Târgoviste, la capital desierta de Drácula. En las afueras de la ciudad, afirmaba Doukas, Mehmet fue recibido por «miles y miles de estacas cargadas de muertos en lugar de fruta». En el centro de este jardín de muerte estaba el plato fuerte de Drácula: el general favorito de Mehmet, Hamza, empalado entre los demás con su «delgada vestidura púrpura».

Yo recordaba el archivo del sultán Mehmet, el que Rossi había ido a examinar a Estambul.

El príncipe de Valaquia había sido una espina clavada en el costado del sultán, de eso no cabía duda. Pensé que sería una buena idea leer algo sobre Mehmet. Tal vez habría información sobre él que explicara su relación con Drácula. No sabía por donde empezar, pero el señor Binnerts había dicho que pronto volvería para ver cómo me iba.

Había dado vueltas, impaciente, a la idea de ir a ver dónde estaba, cuando oí un ruido al fondo de la sala. Fue una especie de golpe sordo, más una vibración en el suelo que un sonido, como el ruido que haría un pájaro al estrellarse en pleno vuelo contra una ventana pulida. Algo me impulsó a dirigirme hacia el punto del impacto, fuera cual fuera, y me descubrí entrando a toda prisa en el cuarto de trabajo situado al final de la sala. No vi al señor Binnerts a través de las ventanas, cosa que por un momento me tranquilizó, pero cuando abrí la puerta de madera vi una pierna en el suelo, una pierna dentro de una pernera gris sujeta a un cuerpo retorcido, el jersey azul vuelto hacia arriba sobre el torso dislocado, el pelo cano manchado de sangre, la cara por suerte semioculta, aplastada, parte de ella todavía pegada a la esquina del escritorio. Al parecer, un libro había resbalado de las manos del señor Binnerts. Estaba en el suelo, como él. En la pared encima del escritorio, había una mancha de sangre con la huella de una mano grande estampada, como el dibujo ejecutado por un niño. Me esforcé tanto por no emitir el menor sonido que mi grito, cuando se produjo, dio la impresión de pertenecer a otra persona.

Pasé un par de noches en el hospital. Mi padre insistió, y el doctor que me atendía era un viejo amigo. Mi padre se mostró tierno y serio, sentado en el borde de la cama, o de pie junto a la ventana con los brazos cruzados mientras el agente de policía me interrogaba por tercera vez. No había visto entrar a nadie en la sala de la biblioteca. Había estado leyendo tranquilamente en la mesa. Había oído un golpe sordo. No conocía al bibliotecario demasiado, pero me caía bien. El agente aseguró a mi padre que yo no era sospechosa, sino lo más parecido al único testigo con el que contaban. Pero yo no había sido testigo de nada, nadie había entrado en la sala de lectura, de eso estaba segura, y el señor Binnerts no había gritado. No había heridas en otras partes de su cuerpo. Alguien había aplastado el cráneo del pobre hombre contra la esquina del escritorio. Fue precisa una fuerza prodigiosa.

El agente de policía meneó la cabeza, perplejo. La mano impresa en la pared no pertenecía al bibliotecario. No se encontró sangre en sus manos. Además, la huella no coincidía con las de él, y era una impresión extraña, con las huellas dactilares singularmente borrosas.

Habrían sido fáciles de identificar, explicó el policía a mi padre, pero no las tenían archivadas. Un caso difícil. Amsterdam ya no era la ciudad en que había crecido, ahora la gente arrojaba bicicletas al canal, por no hablar de aquel terrible incidente del año pasado con la prostituta que… Mi padre le silenció con la mirada.

Cuando el agente se fue, mi padre volvió a sentarse en el borde de la cama y me preguntó por primera vez qué estaba haciendo en la biblioteca. Expliqué que había ido a estudiar, que me gustaba ir allí después de clase para hacer los deberes, porque la sala de lectura era silenciosa y confortable. Tenía miedo de que estuviera a punto preguntar por qué había elegido la sección medieval, pero guardó silencio para mi alivio.

No le conté que, cuando la gente entró corriendo en la biblioteca después de mi chillido, había metido instintivamente en mi bolsa el volumen que el señor Binnerts sujetaba al morir. La policía registró mi bolsa, por supuesto, cuando entró en la sala, pero no dijeron nada acerca del libro. ¿Por qué habrían tenido que fijarse en él? No estaba manchado de sangre. Era un volumen francés del siglo XIX sobre iglesias rumanas, y había caído abierto por la página de la iglesia del lago Snagov, sufragada con generosidad por Vlad III de Valaquia. La tradición afirmaba que su tumba estaba situada en ella, delante del altar, según un pequeño texto escrito debajo de un plano del ábside. No obstante, el autor señalaba que aldeanos cercanos a Snagov sostenían otras teorías. ¿Qué teorías?, me pregunté, pero no había nada más en aquella iglesia en particular. El dibujo del ábside tampoco mostraba nada especial.

Sentado en el borde de la cama del hospital, mi padre meneó la cabeza.

– Quiero que estudies en casa a partir de ahora -dijo en voz baja. Habría preferido que no lo hubiera dicho. Tampoco habría vuelto a entrar por nada del mundo en aquella biblioteca.-. La señora Clay podría dormir en tu habitación una temporada si te sientes inquieta, y siempre que quieras iremos a ver al médico. Bastará con que me avises.

Yo asentí, aunque pensé que prefería estar sola con la descripción de la iglesia de Snagov que con la señora Clay. Sopesé la idea de tirar el volumen a nuestro canal (el destino de las bicicletas que había mencionado el policía), pero sabía que, a la larga, querría volver a abrirlo, a la luz del día, para leerlo de nuevo. Lo querría hacer no sólo por mí, sino por el señor Binnerts, que ahora yacía en algún depósito de cadáveres de la ciudad.

Unas semanas más tarde, mi padre dijo que a mis nervios les sentaría hacer un viaje, y comprendí que, en realidad, eso significaba que prefería no dejarme en casa. Los franceses, explicó, querían conferenciar con representantes de la fundación antes de iniciar las conversaciones sobre la Europa del Este aquel invierno, y nosotros íbamos a reunirnos con ellos por última vez. Sería el mejor momento en la costa mediterránea, después de que las hordas de turistas se largaran pero antes de que el paisaje empezara a adquirir un aspecto yermo. Examinamos el mapa con detenimiento, y nos alegramos de que los franceses hubieran variado su elección habitual de París como punto de reunión y propuesto la privacidad de un complejo vacacional cercano a la frontera española, cerca de esa pequeña joya de Colliure se regocijó mi padre, y tal vez algo parecido. Justo hacia el interior se hallaban Les Bains y Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, señalé pero cuando lo dije la cara de mi padre se ensombreció y empezó a buscar en la costa otros nombres interesantes. El desayuno al aire libre en la terraza de Le Corbeau, donde nos hospedábamos, fue tan estupendo que me quedé un rato más, después de que mi padre se reuniera con otros hombres encorbatados en la sala de conferencias. Saqué mis libros a regañadientes y eché frecuentes miradas al agua azul, a unos escasos cientos de metros de distancia. Estaba tomando mi segunda taza de chocolat amargo, soportable gracias a un terrón de azúcar y un montón de panecillos recién hechos. La luz del sol que bañaba las fachadas de las viejas casas parecía eterna en el seco clima mediterráneo, con su transparente luz preternatural, como si ninguna tormenta hubiera osado jamás acercarse a ese lugar. Desde donde estaba sentada veía un par de veleros madrugadores en el borde del mar, y unos niños pequeños que iban con su madre, sus cubos y sus (para mí) peculiares trajes de baño franceses a la playa que había nada más salir del hotel. La bahía se curvaba a nuestro alrededor hacia la derecha, en forma de colinas dentadas. Una de ellas estaba coronada por una fortaleza desmoronada del mismo color de las rocas y la hierba agostada, olivos que se elevaban sin éxito hacia ella, con el delicado cielo azul de la mañana extendiéndose al otro lado.

Me sentí por un momento abandonada, experimenté una punzada de envidia por aquellos niños tan contentos con su madre. Yo no tenía madre ni una vida normal. No estaba muy segura de lo que quería decir con una «vida normal», pero mientras pasaba las páginas de mi libro de biología, en busca del comienzo del tercer capítulo, pensé vagamente que tal vez quisiera decir vivir en un único lugar, con padre y una madre que siempre estaban a la hora de cenar, en un lugar en el que ir de vacaciones significara ir a la playa habitual, no una existencia nómada incesante. Al contemplar a aquellos niños acomodarse en la arena con sus palas, estaba segura de que nunca se verían amenazados por la sordidez de la historia.

Después, al contemplar sus cabezas rutilantes, comprendí que sí estaban amenazados, sólo que no eran conscientes de ello. Todos éramos vulnerables. Me estremecí y consulté mi reloj. Dentro de cuatro horas, mi padre y yo comeríamos en esta terraza. Después volvería a estudiar, y pasadas las cinco de la tarde iríamos de paseo hasta la erosionada fortaleza que adornaba el horizonte cercano, desde la cual, dijo mi padre, se podía ver la pequeña iglesia bañada por el mar del otro lado, en Colliure. Durante este nuevo día aprendería más álgebra, algunos verbos alemanes, leería un capítulo sobre la Guerra de las Rosas, y después… ¿qué? En lo alto del acantilado reseco escucharía la historia de mi padre. La relataría de mala gana, con la vista clavada en el suelo arenoso o tamborileando sobre la roca excavada siglos atrás, absorto en sus propios temores. Y me tocaría estudiarla de nuevo, ordenar las piezas del rompecabezas. Un niño chilló más abajo, tuve un sobresalto y derramé mi cacao.

15

Cuando terminé de leer la última carta de Rossi -dijo mi padre-, me sentí desolado de nuevo, como si mi mentor hubiera desaparecido por segunda vez. Pero ahora estaba convencido de que su desaparición no tenía nada que ver con un viaje en autocar a Hartford o la enfermedad de algún familiar residente en Florida (o Londres), tal como la policía había intentado dar por sentado. Alejé estos pensamientos de mi mente y me puse a examinar sus demás papeles. Leer primero, asimilarlo todo. Después, construir una cronología y empezar, con mucha parsimonia, a extraer conclusiones. Me pregunté si Rossi habría llegado a intuir que, al aleccionarme, tal vez estaba asegurando su propia supervivencia. Era como un examen final horripilante, aunque yo esperaba con todo mi corazón que no fuera el final de ninguno de ambos. No haría planes hasta no haberlo leído todo, me dije, pero ya imaginaba lo que debería hacer. Abrí de nuevo el paquete descolorido.

Los tres siguientes documentos consistían en mapas, tal como Rossi había prometido, cada uno dibujado a mano, y ninguno parecía más antiguo que las cartas. Evidente: debían ser sus versiones de los mapas que había visto en el archivo de Estambul, copiados de memoria después de sus aventuras en dicha ciudad. En el primero que me cayó en las manos vi una gran región erizada de montañas, dibujadas como pequeñas muescas triangulares.

Formaban dos largas medias lunas dibujadas sobre la página de este a oeste, arracimadas hacia el oeste. Un ancho río serpenteaba a lo largo del límite norte del mapa. No se veían ciudades, aunque tres o cuatro equis pequeñas dibujadas entre las montañas occidentales habrían podido indicar ciudades. No aparecían nombres de lugares en el mapa, pero Rossi (era su caligrafía de esta última carta) había escrito alrededor de los bordes: «Sobre los que no creen y mueren sin creer recaerá la maldición de Alá, de los ángeles y de los hombres (el Corán)», y varios párrafos similares. Me pregunté si el río que yo estaba viendo podía ser el que a Rossi le había parecido que simbolizaba la cola del dragón en su libro. Pero no. En ese caso se refería al mapa a mayor escala, que debía estar entre el resto de documentos. Maldije las circunstancias, todas y cada una, que me impedían ver y tocar los originales. Pese a la buena caligrafía y excelente memoria de Rossi, debían existir omisiones o discrepancias entre los originales y las copias.

El siguiente mapa parecía concentrarse con más precisión en la región montañosa occidental plasmada en el primero. Una vez más, vi unas cuantas equis, dispuestas de la misma forma que mostraba el primer mapa. Aparecía un pequeño río, que serpenteaba entre las montañas. De nuevo, no había nombres de lugares. Rossi había anotado en la parte superior del documento: «(Algunos lemas coránicos, repetidos)». Bien, había sido tan meticuloso en aquella época como el Rossi que yo conocía, pero estos mapas, hasta el momento, eran demasiado sencillos, demasiado toscos, como para sugerir alguna región concreta que yo hubiera visto o estudiado alguna vez. Me invadió una frustración similar a una fiebre, y la reprimí con dificultad, para luego hacer un gran esfuerzo de concentración.

El tercer mapa era más esclarecedor, aunque no estaba muy seguro, en ese momento, de qué podía revelarme. Su contorno general era la feroz silueta que yo conocía por mi libro del dragón y el de Rossi, aunque si él no hubiera descubierto el hecho, tal vez no me habría dado cuenta al instante. Este mapa plasmaba el mismo tipo de montañas triangulares. Las montañas eran muy altas, formaban impresionantes cordilleras de norte a sur. Corría un río entre ellas y desembocaba en una especie de presa. ¿Por qué no podía ser el lago Snagov de Rumanía, tal como insinuaban las leyendas sobre el entierro de Drácula? No obstante, como Rossi había observado, no había isla en la parte más ancha del río, y tampoco parecía un lago. Las equis aparecían otra vez, esta vez acompañadas de diminutas letras cirílicas.

Supuse que eran los pueblos mencionados por Rossi.

Entre esos pueblos dispersos vi un cuadrado, comentado por Rossi: «(En árabe) La Tumba Impía del Matador de Turcos». Encima había un pequeño dragón bastante bien dibujado, tocado con un castillo, y debajo vi más letras griegas, y la traducción al inglés de Rossi: «En este lugar él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra». Estas líneas poseían un atractivo irresistible, como un encantamiento, y había abierto la boca para entonarlas en voz alta, cuando me detuve y cerré los labios. Crearon una especie de poesía en mi cabeza, no obstante, que ejecutó una danza infernal durante un par de segundos.

Dejé los mapas a un lado. Era aterrador verlos ahí, exactamente como Rossi los había descrito, pero resultaba extraño no ver los originales, sino las copias dibujadas con su mano. ¿Qué podía demostrarme que no se había inventado toda la historia y había dibujado esos mapas a modo de broma? En este asunto yo carecía de información fidedigna, aparte de sus cartas. Tamborileé con los dedos sobre el escritorio. Daba la impresión de que esa noche el reloj del estudio sonaba más alto de lo habitual, y la penumbra urbana parecía demasiado inmóvil detrás de mis persianas. Hacía horas que no probaba bocado y me dolían las piernas, pero ya no podía parar. Eché un breve vistazo al mapa de carreteras de los Balcanes, pero no vi nada extraño, en principio. No había marcas escritas a mano, por ejemplo. El folleto de Rumania no contenía nada sorprendente, aparte del peculiar inglés en que estaba impreso: «Aprovéchense de nuestra frondosa y deliciosa campiña», por ejemplo.

Sólo me quedaba por examinar las notas escritas por Rossi, y aquel pequeño sobre cerrado en el que había reparado al empezar a inspeccionar los papeles. Había dejado el sobre para el final porque estaba cerrado, pero ya no podía esperar más. Localicé mi abrecartas entre los papeles diseminados sobre mi escritorio, rompí el sello con mucho cuidado y saqué una hoja de libreta.

Era otra vez el tercer mapa, con su forma de dragón, el río serpenteante, los altos picos montañosos. Estaba copiado en tinta negra, como en la versión de Rossi, pero la caligrafía era algo diferente, un buen facsímil, pero ilegible, arcaico, un poco recargado, cuando te fijabas con detenimiento. La carta de Rossi tendría que haberme preparado para distinguir la única diferencia con la primera versión del mapa, pero aun así me afectó como un puñetazo: sobre el emplazamiento de la tumba y su dragón guardián se curvaban las palabras BARTOLOMEO ROSSI.

Rechacé suposiciones, temores y conclusiones, y me obligué a dejar el papel aparte y leer las páginas de las notas de Rossi. Al parecer, había escrito las dos primeras en los archivos de Oxford y la biblioteca del Museo Británico, y no me revelaron nada que él no me hubiera contado ya. Había un breve resumen de la vida y hazañas de Drácula y una lista de algunos documentos literarios e históricos en los que se le mencionaba. Seguía otra página, de una libreta diferente, anotada y fechada de su viaje a Estambul. «Reconstruida de memoria», decía su veloz pero cuidadosa caligrafía, y comprendí que debían ser notas escritas después de su experiencia en el archivo, cuando había dibujado los mapas de memoria antes de abandonar Grecia.

Esas notas contenían la lista de los documentos que albergaba la biblioteca de la época de Mehmet II (al menos los que habían interesado a Rossi para sus investigaciones), los tres mapas, rollos de pergamino con cuentas de las guerras cárpatas contra los otomanos, y libros mayores de mercancías intercambiadas entre mercaderes otomanos en el límite de la región. Nada de esto me pareció muy esclarecedor, pero me pregunté en qué punto había interrumpido el burócrata de aspecto ominoso el trabajo de Rossi. ¿Podían los rollos de cuentas y libros mayores mencionados contener pistas sobre el fallecimiento o entierro de Vlad Tepes? ¿Los había examinado Rossi, o sólo había tenido tiempo de consignar las posibilidades en el archivo antes de que el miedo le hubiera alejado de él?

Había un último elemento en la lista del archivo, y éste me pilló por sorpresa, de modo que lo examiné durante varios minutos. «Bibliografía, Orden del Dragón (parte de un rollo)».

Lo que me sorprendió de la nota y me hizo vacilar fue el hecho de que fuera tan poco informativa. Por lo general, las notas de Rossi eran minuciosas y esclarecedoras. Ése era el objetivo de tomar notas, decía. ¿Era esta bibliografía que mencionaba tan de pasada una lista que el bibliotecario había confeccionado, para consignar todo el material perteneciente a la Orden del Dragón que obraba en su poder? En tal caso, ¿por qué sería «parte de un rollo»? Debía ser algo antiguo, pensé, tal vez de los tiempos de la Orden del Dragón. Pero ¿por qué no había aportado Rossi más explicaciones en esa muda nota de papel de libreta?

¿Acaso había comprobado que la bibliografía, fuera cual fuera, no tenía valor para su investigación?

Estas meditaciones sobre un archivo muy lejano, que Rossi había examinado tan a fondo mucho tiempo atrás, no parecían constituir un camino directo que condujera a su desaparición, y dejé caer la hoja disgustado, cansado de pronto de las trivialidades de la investigación. Anhelaba respuestas. A excepción de lo que contuvieran los rollos de cuentas, los libros mayores y aquella bibliografía antigua, Rossi había sido sorprendentemente minucioso a la hora de compartir conmigo sus descubrimientos. Esta concisión era muy propia de él. Además, se había permitido el lujo, si puede decirse así de explicarse en muchas páginas de cartas. No obstante, yo sabía poca cosa, salvo lo que debía hacer a continuación. El sobre ya estaba vacío por completo, y los documentos que contenía no me habían revelado mucho más de lo que ya había descubierto gracias a sus cartas.

También me di cuenta de que debía actuar lo antes posible. Ya había pasado otras noches en vela, y durante la hora siguiente tal vez podría recopilar lo que Rossi me había contado sobre las amenazas anteriores a su vida, tal como él lo veía.

Me levanté con las articulaciones doloridas, y fui a mi deprimente cocina para prepararme una sopa. Cuando bajé una olla limpia, me di cuenta de que mi gato no había venido a cenar la única comida que compartíamos. Era un vagabundo, y sospechaba que nuestro acuerdo no era del todo monógamo. No obstante, más o menos a la hora de cenar aparecía en mi estrecha cocina, mirando desde la escalera de incendios para avisarme de que quería su lata de atún o, cuando deseaba mimarle, su plato de sardinas. Había llegado a apreciar el momento en que saltaba a mi soso apartamento, se estiraba y maullaba en una extravagante demostración de afecto. Solía quedarse un rato después de cenar, durmiendo en un extremo del sofá o mirándome mientras planchaba mis camisas. A veces creía ver una expresión de ternura en sus ojos amarillos de una redondez perfecta, aunque tal vez era de compasión.

Era fuerte y nervudo, de suave pelaje blanco y negro. Le había puesto el nombre de Rembrandt. Pensando en él, alcé el borde de la persiana, levanté la ventana y llamé, a la espera del ruido sordo de patas felinas sobre el antepecho de la ventana. Sólo oí el tráfico nocturno a lo lejos, en el centro ciudad. Bajé la cabeza y me asomé.

Su forma llenó el espacio de una manera grotesca, como si hubiera rodado hasta allí jugando y después se hubiera desplomado. Lo entré en la cocina con manos cariñosas y aprensivas, consciente de la columna vertebral rota y la cabeza oscilante. Rembrandt tenía los ojos más abiertos que nunca, la boca retraída en un chillido de miedo y las garras delanteras desplegadas y erizadas. Supe enseguida que no había podido caer allí con tamaña precisión, sobre el estrecho antepecho. Haría falta una mano grande y fuerte para matar al animal. Acaricié su pelaje suave, y la rabia se impuso al terror. Tal vez el culpable había recibido arañazos, hasta mordiscos feroces. Pero mi amigo estaba definitivamente muerto.

Lo deposité con ternura sobre el suelo de la cocina, y mis pulmones se llenaron de un odio brumoso, y entonces me di cuenta de que su cuerpo aún estaba caliente.

Giré en redondo, cerré la ventana con pestillo y pensé frenéticamente en mi siguiente movimiento. ¿Cómo podría protegerme? Todas las ventanas estaban cerradas, y la puerta con doble pasador. Pero ¿qué sabía yo sobre los horrores del pasado? ¿Se colaban en las casas como niebla, por debajo de la puerta, o las ventanas estallaban y algo se materializaba ante ti? Busqué un arma. No tenía pistola, pero en las películas de vampiros las balas no servían de nada contra Bela Lugosi, a menos que el héroe fuera provisto de una bala de plata especial. ¿Qué había aconsejado Rossi? «Yo no iría por ahí con ajos en los bolsillos, no». Y también algo más: «Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo. De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso».

Encontré una toalla limpia en un cajón de la cocina y envolví el cuerpo de mi amigo con ella, para luego sacarlo al vestíbulo. Tendría que enterrarlo al día siguiente, si es que el día llegaba como de costumbre. Lo enterraría en el patio trasero del edificio de apartamentos, a una buena profundidad, donde los perros no pudieran encontrarlo. Me costaba pensar en comida en este momento, pero preparé mi taza de caldo y me corté una rebanada de pan para seguir trabajando.

Después me senté al escritorio, guardé los documentos de Rossi en un sobre y lo cerré. Dejé encima mi misterioso libro del dragón, con cuidado de que no se abriera. Coloqué encima mi ejemplar del clásico de Hermann Golden Age of Amsterdam, que era uno de mis libros favoritos desde hacía mucho tiempo. Abrí mis notas para la tesis sobre el centro del escritorio y apoyé en vertical delante de mí un folleto sobre los gremios de comerciantes de Utrecht, una reproducción de la biblioteca que aún no había examinado. Dejé mi reloj al lado y vi con un estremecimiento supersticioso que indicaba las doce menos cuarto. Por la mañana, me dije, iría a la biblioteca y me pondría a leer todo lo que encontrara con vistas a prepararme para los próximos días. No me vendría mal saber algo más acerca de estacas de plata, guirnaldas de ajos y crucifijos, los remedios campesinos prescritos contra los No Muertos durante tantos siglos. Eso demostraría fe en la tradición, al menos. De momento sólo contaba con el consejo de Rossi, pero él nunca me había fallado cuando estaba en condiciones de ayudarme. Recogí la pluma e incliné la cabeza sobre el folleto.

Nunca me había costado tanto concentrarme. Todos los nervios de mi cuerpo parecían atentos a la presencia del exterior, si de una presencia se trataba, como si mi mente, antes que mis oídos, fuera capaz de oír su roce contra las ventanas. Con un esfuerzo, me planté con firmeza en Amsterdam, 1690. Escribí una frase, luego otra. Cuatro minutos para la medianoche. «Busca algunas anécdotas sobre la vida de los marineros holandeses», apunté en mis papeles. Pensé en los comerciantes, reunidos en sus ya antiguos gremios para obtener lo máximo posible de sus vidas y mercancías, actuando día tras día en consonancia con su sentido del deber más bien sencillo, utilizando parte de sus ganancias para construir hospitales destinados a los pobres. Dos minutos para la medianoche. Apunté el nombre del autor del folleto, para volver a buscar más tarde. «Explorar el significado que poseían para los comerciantes las imprentas de la ciudad», anoté.

El minutero de mi reloj saltó de repente y yo también. Eran casi las doce. Comprendí que las imprentas podían ser tremendamente significativas, y me obligué a no mirar atrás, sobre todo si los gremios habían controlado algunas. ¿Era posible que hubieran obtenido con dinero el control de unas cuantas, hasta convertirse en propietarios? ¿Tenían los impresores su propio gremio? ¿Cómo conciliaban las ideas sobre la libertad de prensa defendidas por intelectuales holandeses con la propiedad de las imprentas? El tema me absorbió un momento, pese a todo, y traté de recordar lo que había leído sobre las primeras publicaciones en Amsterdam y Utrecht. De pronto sentí un gran silencio en el ambiente, y después un chasquido de tensión. Consulté mi reloj. Las doce y tres minutos. Yo respiraba con normalidad y mi pluma se movía con libertad sobre la página.

Lo que me acechaba, fuera lo que fuera, no era tan inteligente como yo temía, pensé, con cuidado de no parar de trabajar. Por lo visto los No Muertos adoptaban apariencias a voluntad, y daba la impresión de que yo había hecho caso omiso de la advertencia de Rembrandt y retomado mi tarea habitual. No podría seguir ocultando durante mucho tiempo más lo que estaba haciendo en realidad, pero esa noche mi apariencia era la única protección de que gozaba. Acerqué más la lámpara y me sumí en el siglo XVII durante otra hora, para aumentar la impresión de que estaba absorto en el trabajo. Mientras fingía escribir, razonaba para mis adentros. La amenaza final contra Rossi, en 1931, había sido ver su nombre en el emplazamiento de la tumba de Vlad el Empalador. No habían encontrado a Rossi muerto sobre su escritorio, dos días antes, como me pasaría a mí si no iba con cuidado. No le habían encontrado herido en el pasillo, como a Hedges. Le habían secuestrado. Tal vez estuviera muerto en algún sitio, por supuesto, pero hasta que no lo supiera con certeza, debía confiar en que seguía con vida. Al día siguiente intentaría encontrar la tumba.

Sentado en aquella antigua fortaleza francesa, mi padre estaba mirando el mar, de la misma manera que había mirado al otro lado de aquella brecha de aire de montaña en Saint- Matthieu, cuando observa al águila dar vueltas y evolucionar.

– Volvamos al hotel -dijo por fin-. El día es cada vez más corto, ¿no te has dado cuenta? No quiero quedarme atrapado aquí cuando anochezca.

Impaciente, me atreví a formular una pregunta directa.

– ¿Atrapado?

Me miró con seriedad, como si calculara los peligros relativos de las respuestas que podía darme.

– El sendero es muy empinado -dijo por fin-. No me gustaría tener que orientarme entre esos árboles en la oscuridad. ¿Y a ti?

Él también podía ser osado, comprobé.

Clavé la vista en los bosquecillos de olivos, blancogrisáceos ahora en lugar de melocotón y plateados. Todos los árboles se veían retorcidos, se estiraban hacia las ruinas de la fortaleza que en otro tiempo los había protegido, o al menos a sus antepasados, de las antorchas sarracenas.

– No -contesté-. No me gustaría.

16

Era a principios de diciembre, estábamos de viaje otra vez y la lasitud de nuestros periplos veraniegos por el Mediterráneo parecía muy lejana. El viento del Adriático estaba revolviendo mi pelo una vez más, y me gustaba la sensación, su torpe rudeza. Era como si una bestia de pesadas patas gateara sobre todo cuanto había en el puerto, agitara con brusquedad las banderas izadas en la fachada del moderno hotel y estirara las ramas superiores de los plátanos del paseo.

– ¿Qué? -grité. Mi padre dijo algo ininteligible y señaló el último piso del palacio del emperador. Ambos echamos la cabeza hacia atrás para mirar.

La elegante fortaleza de Diocleciano se alzaba sobre nosotros, iluminada por el sol de la mañana, y por poco pierdo el equilibrio al empinarme para ver su parte superior. Habían llenado muchos de los espacios que separaban sus hermosas columnas (a menudo gente que había dividido el edificio para crear apartamentos, me había explicado antes mi padre), de manera que un batiburrillo de piedra, en gran parte mármol cortado por los romanos, saqueado de otros edificios, brillaba sobre toda la extraña fachada. El agua o los terremotos habían abierto algunas grietas en la fachada. Pequeñas plantas tenaces, incluso algunos árboles, sobresalían de las fisuras. El viento agitaba los anchos cuellos de las camisas de los marineros que paseaban por el muelle en grupos de dos y tres, y sus rostros del color del latón contrastaban con los uniformes blancos y el corto pelo oscuro, que brillaba como arbustos de alambre. Seguí a mi padre alrededor del perímetro del edificio, sobre nueces negras caídas y el mantillo de los sicomoros, hasta la plaza bordeada de monumentos que había detrás, que olía a orina. Delante de nosotros se elevaba una fantástica torre, abierta a los vientos y adornada como un trozo de pastel, una tarta de boda alta y delgada. Aquí había menos ruido, y pudimos dejar de gritar.

– Siempre he querido ver esto -dijo mi padre con voz normal-. ¿Te gustaría subir arriba del todo?

Yo fui la primera en subir con entusiasmo los peldaños de acero. En el mercado al aire libre próximo al muelle, que divisaba de vez en cuando a través de un marco de mármol, los árboles se habían teñido de un tono castaño dorado, de manera que los cipreses alineados junto al agua parecían más negros que verdes. A medida que subíamos se podía ver el agua azul marino del puerto, las diminutas formas de los marineros de permiso que paseaban entre las terrazas de los cafés. La lejana tierra curva, que se extendía más allá de nuestro gran hotel apuntaba como una flecha a la región interior del mundo de habla eslava, cuya avalancha de distensión pronto atraería a mi padre.

Nos paramos a recuperar el aliento justo debajo del tejado de la torre. Sólo una plataforma de hierro nos suspendía sobre el abismo. Desde el punto donde estábamos podíamos ver el suelo a través de la telaraña de peldaños de acero trenzados que acabábamos de subir. El mundo que nos rodeaba se extendía más allá de las aberturas enmarcadas en piedra, todas lo bastante bajas para que un turista desprevenido se precipitara al patio de losas desde nueve pisos de altura. Elegimos un banco en el centro, miramos hacia el agua y nos sentamos tan inmóviles que entró un vencejo, con las alas arqueadas para protegerse del fuerte viento marino, y desapareció bajo el alero. Llevaba algo brillante en el pico, algo que captó el resplandor del sol cuando se alejó del agua.

La mañana siguiente de terminar de leer los papeles de Rossi -dijo mi padre- me desperté temprano. Nunca me alegré tanto de ver la luz del sol como aquella mañana. Mi primera y triste ocupación fue enterrar a Rembrandt. Después, no me costó ningún trabajo llegar a la biblioteca justo cuando estaban abriendo las puertas. Quería prepararme durante todo el día para la noche, el siguiente embate de la oscuridad. Durante muchos años la noche había sido cordial conmigo, el capullo de silencio en el que leía y escribía. Ahora era una amenaza, un peligro inevitable del que sólo me separaban unas pocas horas. Era posible que pronto me embarcara en un viaje, con todos los preparativos que conllevaba. Sería un poco más fácil, pensé con tristeza, si supiera adonde ir.

Reinaba un gran silencio en el vestíbulo principal de la biblioteca, salvo por el eco de los pasos de los bibliotecarios que iban a ocuparse de sus asuntos. Algunos estudiantes ya habían llegado para gozar de paz y silencio durante media hora, como mínimo. Entré en el laberinto del fichero, abrí mi libreta y empecé a sacar los cajones que necesitaba. Había varios catálogos de los Cárpatos, uno de folclore transilvano. Un libro sobre vampiros, leyendas de la tradición egipcia. Me pregunté qué tendrían en común los vampiros de todo el mundo. ¿Se parecían los vampiros egipcios a los vampiros de Europa del Este? Era un estudio adecuado para un arqueólogo, no para mí, pero de todos modos copié el número de catálogo del libro sobre la tradición egipcia.

Después busqué «Drácula». Temas y títulos estaban mezclados en el catálogo: entre «Drab- Ali el Grande» y «Dragones, Asia» habría al menos una entrada: la ficha de Drácula de Bram Stoker, el libro que había visto que tenía la joven de cabello oscuro el día anterior.

Tal vez la biblioteca poseía dos ejemplares del clásico. Lo necesitaba en ese mismo instante. Rossi había dicho que era la destilación de las investigaciones de Stoker sobre el mito de los vampiros, y tal vez contendría sugerencias de protección que podría utilizar. No había ni una sola entrada bajo «Drácula», ni una. No había esperado que la leyenda fuera un tema capital, pero ese libro debería estar catalogado en algún sitio. Entonces reparé en lo que había entre «Drab-Ali» y «Dragones». Un pequeño fragmento de papel retorcido en el fondo del cajón demostraba sin la menor duda que habían arrancado al menos una ficha.

Corrí al cajón de «St». Tampoco aparecían entradas de «Stoker», solo nuevas señales de un robo apresurado. Me senté en el taburete de madera más cercano. Esto era demasiado extraño. ¿Por qué iba alguien a arrancar esas fichas en particular?

La chica morena era la última que había sacado el libro, eso lo sabía. ¿Había querido borrar las pruebas de lo que había retirado? Pero si quería robar o esconder el ejemplar, ¿por qué lo había leído en público, en mitad de la biblioteca? Otra persona había robado las fichas, tal vez alguien (pero ¿por qué?) interesado en que nadie localizara el libro. Lo había hecho con prisas, sin eliminar las huellas de su fechoría. Reflexioné. El fichero era sacrosanto en la biblioteca. Cualquier estudiante que dejaba un cajón sobre una mesa y era pillado en falta recibía un severo sermón de los empleados o los bibliotecarios. Cualquier violación del catálogo tendría que haberse hecho a toda prisa, sin la menor duda, en uno de los escasos momentos en que no hubiera nadie cerca o en que el bibliotecario mirara en otra dirección.

Si la joven no había cometido el delito, tal vez ignoraba que otra persona no quería que el libro fuera solicitado. Era probable que todavía se hallara en su posesión. Casi corrí hacia el escritorio principal.

La biblioteca, construida en estilo neogótico en la época en que Rossi estaba terminando sus estudios en Oxford (donde estaba rodeado de un gótico auténtico, por supuesto), siempre se me había antojado hermosa y cómica a la vez. Para llegar al mostrador de préstamos tenía que recorrer una larga nave de catedral. El mostrador ocupaba el lugar donde estaría emplazado el altar mayor de una auténtica catedral. Bajo un mural de Nuestra Señora (del Conocimiento, supongo) vestida de azul cielo, con los brazos cargados de volúmenes celestiales. Sacar un libro allí estaba impregnado de toda la santidad de tomar la comunión. Ese día se me antojaba la más cínica de las bromas, por lo cual hice caso omiso del rostro soso y poco colaborador de Nuestra Señora cuando hablé a la bibliotecaria, al tiempo que procuraba disimular mi irritación.

– Estoy buscando un libro que no se encuentra en los estantes en este momento – empecé-, y me pregunto si alguien lo tiene o está a punto de devolverlo.

La bibliotecaria, una mujer menuda y hosca de unos sesenta años, alzó la vista de su trabajo.

– El título, por favor -dijo.

– Drácula, de Bram Stoker.

– Un momento, por favor. Voy a ver si está. -Miró en un fichero pequeño, con el rostro inexpresivo-. Lo siento. Está en préstamo.

– Qué pena -dije con vehemencia-. ¿Cuándo lo devolverán?

– Dentro de tres semanas. Lo sacaron ayer.

– Temo que no puedo esperar tanto tiempo. Estoy dando un curso…

Éstas solían ser las palabras mágicas.

– Puede reservarlo, si quiere -repuso con frialdad la bibliotecaria. Desvió su cabeza gris, como si quisiera reanudar su trabajo.

– Tal vez lo ha pedido uno de mis estudiantes, para leerlo antes del curso. Si me da su nombre, me pondré en contacto con él.

La mujer me miró con los ojos entornados.

– No solemos hacer eso -dijo. -Se trata de una situación excepcional -confesé-. Seré sincero con usted. Debo utilizar una parte de ese libro para preparar el examen que les voy a poner y… Bien, presté mi ejemplar a un estudiante que lo ha extraviado. Fue culpa mía, pero ya sabe lo que pasa con los estudiantes. Tendría que haberlo pensado dos veces.

El rostro de la bibliotecaria se suavizó, y casi me miró con compasión.

– Es terrible, ¿verdad? -dijo moviendo la cabeza-. Perdemos un montón de libros cada trimestre, estoy segura. Bien, déjeme ver si puedo conseguirle el nombre, pero no vaya diciendo por ahí que le he hecho este favor, ¿eh?

Buscó en un archivador que había a su espalda, mientras yo meditaba sobre la duplicidad que había descubierto de repente en mi propia naturaleza. ¿Cuándo había aprendido a mentir con tal desenvoltura? Me produjo una inquietante sensación de placer. Reparé en que había otro bibliotecario detrás del gran mostrador. Se había acercado más y me estaba observando. Era un hombre delgado de edad madura al que había visto con frecuencia, sólo un poco más alto que su colega y vestido desastradamente con una chaqueta de tweed y una corbata manchada. Tal vez porque le había visto antes me sorprendió el cambio obrado en su apariencia. Tenía la cara demacrada y chupada, como si estuviera muy enfermo.

– ¿Puedo ayudarle? -dijo de pronto, como si sospechara que pudiera robar algo del mostrador si no me atendían al instante.

– Oh, no, gracias. -Indiqué la espalda de la bibliotecaria-. Ya me están atendiendo.-Entiendo.

Se apartó al tiempo que la mujer volvía con una hoja de papel, que puso delante de mí. Y entonces no supe dónde mirar. El papel bailaba ante mis ojos, pero el segundo bibliotecario, que se había dado media vuelta y se había inclinado para examinar unos libros que habían devuelto al mostrador y estaban esperando el momento de volver a sus estantes, se agachó para posar su vista miope sobre ellos, y entonces su cuello quedó al descubierto un momento por encima del de la camisa y vi dos pequeñas heridas costrosas de aspecto sucio, con un poco de sangre seca que formaba un feo encaje sobre la piel justo debajo. Después se incorporó y se alejó con los libros.

– ¿Es esto lo que quería? -me estaba preguntando la bibliotecaria. Miré el papel que me estaba mostrando-. Como ve, es el resguardo de Bram Stoker, Drácula. Sólo tenemos un ejemplar.

El desaliñado bibliotecario dejó caer un libro al suelo, y el ruido resonó en la cavernosa nave. Se incorporó y me miró, y nunca había visto (o hasta aquel momento nunca había visto) una mirada humana tan henchida de odio y cautela.

– Es lo que usted quería, ¿verdad? -insistió la bibliotecaria.

– Oh, no -dije pensando a toda prisa-. Creo que me ha entendido mal. Estoy buscando la Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Gibbon. Le dije que voy a dar un curso sobre el libro y necesitamos más ejemplares.

La mujer frunció el ceño.

– Pero yo creí…

Detestaba sacrificar sus sentimientos, incluso en ese desagradable momento, cuando me había tratado tan bien.

– No pasa nada -dije-. Quizá no he buscado bien. Volveré a mirar el catálogo.

En cuanto pronuncié la palabra «catálogo», supe que había perdido mi nueva influencia.

Los ojos del alto bibliotecario se entornaron todavía más y movió la cabeza apenas, como un animal que siguiera los movimientos de su presa.

– Muchísimas gracias -murmuré cortésmente, y me alejé, sintiendo aquellos ojos penetrantes clavados en mi nuca mientras recorría el largo pasillo. Fingí examinar el catálogo un momento, y después cerré el maletín y salí decidido por la puerta principal, por la que los fieles ya estaban afluyendo en manadas para estudiar. Encontré un banco iluminado por el sol, y apoyé la espalda contra una pared neogótica, desde donde podía ver a toda la gente que entraba y salía. Necesitaba sentarme cinco minutos para pensar. La reflexión, predicaba siempre Rossi, debía ocupar el tiempo pertinente.

Sin embargo, había demasiadas cosas que asimilar. En aquel momento de confusión no sólo había visto el cuello herido del bibliotecario, sino también el nombre de la usuaria de la biblioteca que ha tomado prestado Drácula antes que yo. Se llamaba Helen Rossi.

El viento era frío y cada vez más fuerte. Mi padre se detuvo y sacó de bolsa de la cámara dos impermeables, uno para cada uno. Los guardaba muy bien enrollados para que cupieran con el equipo fotográfico, el sombrero de lona y un pequeño botiquín de primeros auxilios. Sin hablar, nos los pusimos encima de nuestras chaquetas cruzadas y continuamos.

Sentado bajo el sol de finales de primavera, mientras veía cómo la universidad despertaba a sus actividades habituales, experimenté una repentina envidia de todos aquellos estudiantes de aspecto corriente que iban de un lado a otro. Pensaban que el examen del día siguiente era un serio desafío, o que la política del departamento constituía un drama increíble, reflexioné con amargura. Ninguno de ellos hubiera podido comprender mi apuro, ni ayudarme a salir de él. De pronto, sentí la soledad de estar fuera de mi institución, de mi universo, una abeja obrera expulsada de la colmena. Y este estado de cosas, comprendí con sorpresa, se había producido en menos de cuarenta y ocho horas.

Tenía que pensar con claridad y rapidez. En primer lugar, había observado lo que el propio Rossi había denunciado. Alguien ajeno a la amenaza inmediata que acechaba a Rossi (en este caso un bibliotecario sucio de aspecto excéntrico) había sido mordido en el cuello.

Supongamos, me dije, y casi me reí de la ridiculez de lo que empezaba a creer, supongamos que un vampiro mordió a nuestro bibliotecario, y hace muy poco. Rossi había desaparecido de su despacho (con derramamiento de sangre, me recordé) tan sólo dos noches antes. Daba la impresión de que Drácula, si andaba suelto, tenía predilección no sólo por lo mejor del mundo académico (me acordé del pobre Hedges), sino también por los bibliotecarios, los archivistas. No (me senté muy tieso tras ver la pauta), tenía predilección por aquellos que manipulaban archivos relacionados con su leyenda. Primero teníamos a aquel burócrata que se había apoderado del mapa de Rossi en Estambul. También al investigador del Smithsonian, pensé, al recordar la última carta de Rossi. Y, por supuesto, amenazado desde el primer momento, al propio Rossi, quien poseía un ejemplar de «uno de esos bonitos libros» y había examinado otros documentos, posiblemente importantes. Y después al bibliotecario, aunque yo no tenía pruebas de que hubiera manejado ningún documento relacionado con Drácula. Y por fin… ¿yo?

Recogí mi maletín y corrí a una cabina telefónica cercana al refectorio de los estudiantes.

– Información de la universidad, por favor. -Nadie me había seguido, por lo que yo podía ver, pero cerré la puerta y vigilé a los transeúntes-. ¿Consta inscrita una tal señorita Helen Rossi? Sí, estudiante de posgrado -aventuré.

La operadora de la universidad era lacónica. La oí mover papeles con parsimonia.

– Tenemos a una H. Rossi en el dormitorio femenino de posgrado.

– Esa es. Muchísimas gracias. -Apunté el número y marqué de nuevo. Contestó un ama de llaves, de voz penetrante y protectora.

– ¿La señorita Rossi? ¿Quién llama, por favor?

Oh, Dios. No había pensado en eso.

– Su hermano -me apresuré a contestar-. Me dijo que la localizaría en este número.

Oí pasos que se alejaban del teléfono, otros más firmes que se acercaban, el roce de una mano al levantar el auricular.

– Gracias, señorita Lewis -dijo una voz lejana, a modo de despedida. Después habló en mi oído y escuché el tono bajo y enérgico que recordaba de la biblioteca-. No tengo ningún hermano -dijo. Sonó como una advertencia, no como una mera información-.

¿Quién es usted?

Mi padre se frotó las manos para calentarlas, y las mangas de su chaqueta crujieron como papel de seda. Helen, pensé, aunque no osé repetir el nombre en voz alta. Era un nombre que siempre me había gustado. Me evocaba algo hermoso y valiente, como la portada prerrafaelita que plasmaba a Helena de Troya en mi ejemplar de La Ilíada para niños, que tenía en mi casa de Estados Unidos. Por encima de todo, había sido el nombre de mi madre, un tema del que mi padre nunca hablaba.

Le miré fijamente, pero ya estaba volviendo a hablar.

– Un té caliente en uno de esos cafés de ahí abajo -dijo-. Eso es lo que necesito. ¿Qué opinas?

Observé por primera vez en su cara (la cara hermosa y discreta de un diplomático), las espesas ojeras que dotaban a su nariz de una apariencia de haber sido estrujada en la base, como si nunca durmiera bastante. Se levantó y estiró, y después nos asomamos a cada una de las vistas enmarcadas por última vez. Me retuvo un poco, como temeroso de que fuera a caer.

17

Atenas puso nervioso a mi padre, además de cansarlo. Lo vi con toda claridad nada más pasado un día después de nuestra llegada. Por mi parte, me pareció estimulante. Me gustaban las sensaciones combinadas de decadencia y vitalidad, el tráfico asfixiante y maloliente que daba vueltas alrededor de sus parques, plazas y restos de antiguos monumentos, el Jardín Botánico con un león enjaulado en el centro, la Acrópolis en lo alto, con toldos de restaurantes de aspecto frívolo aleteando alrededor de su base. Mi padre prometió que subiríamos a ver el panorama en cuanto tuviéramos tiempo. Era febrero de 1974, la primera vez en casi tres meses que él viajaba, y me había traído a regañadientes, porque no le gustaba la presencia de los militares en las calles. Yo tenía la intención de disfrutar al máximo de cada momento.

En el ínterin, trabajaba con diligencia en la habitación de nuestro hotel, mirando por una ventana las alturas coronadas de templos, como si pudieran ponerse a volar después de dos mil quinientos años y desaparecer sin que yo los hubiera explorado. Veía las calles, callejas y callejuelas que ascendían hasta la base del Partenón. Sería un paseo largo y lento (estábamos otra vez en un país cálido, donde el verano empezaba pronto), entre casas encaladas y tiendas de albañilería donde servían limonadas, un sendero que desembocaba en antiguos mercados y templos de vez en cuando, y después atravesaba barrios con los techos de tejas. Veía parte de ese laberinto desde la mugrienta ventana. Ascendíamos de una panorámica a otra, veíamos lo que los habitantes del barrio de la Acrópolis veían desde su puerta cada día. Imaginaba desde aquí las vistas de ruinas, edificios municipales, parques semitropicales, calles serpenteantes, iglesias coronadas de oro o de tejas rojas que destacaban en la luz nocturna como rocas de colores diseminadas en una playa grisácea.

Más lejos, veíamos las cordilleras lejanas de edificios de apartamentos, hoteles más nuevos que el nuestro, una extensión de suburbios que habíamos atravesado en tren el día anterior.

Más allá, la distancia era excesiva para dar rienda suelta a la imaginación. Mi padre se secó la cara con el pañuelo. Y supe, al mirarle de reojo, que cuando llegáramos a la cumbre no sólo me enseñaría las ruinas antiguas, sino también otro destello de su pasado.

El restaurante que había elegido -dijo mi padre- estaba lo bastante lejos del campus para sentirme fuera del alcance del siniestro bibliotecario (quien no debía abandonar su puesto de trabajo, pero probablemente hacía un alto para comer en algún sitio), pero lo bastante cerca para constituir una proposición razonable, no un lugar solitario donde un asesino múltiple se citaría con una mujer a la que apenas conocía. No estoy seguro de si esperaba que llegaría con retraso, vacilante acerca de mis motivos, pero Helen se me adelantó, de manera que cuando abrí la puerta del restaurante, la vi quitándose su pañuelo de seda azul en un rincón alejado, y también sus guantes blancos. Recuerda que aún vivíamos en una época de complementos encantadores pero poco prácticos, incluso para las universitarias menos feministas. Llevaba el pelo apartado de la cara, de manera que cuando se volvió a mirarme, tuve la sensación de que sus ojos eran todavía más enormes de lo que había pensado el día anterior, en la mesa de la biblioteca.

– Buenos días -dijo con voz fría-. Le he pedido un café, pues sonaba muy fatigado por teléfono.

Esto se me antojó presuntuoso (¿cómo podía diferenciar mi voz fatigada de la descansada, y qué pasaría si mi café llegaba frío?), pero esta vez me presenté y estreché su mano, mientras intentaba disimular mi inquietud. Deseaba interrogarla de inmediato sobre su apellido, pero pensé que sería mejor esperar una buena oportunidad. Sentí su mano suave, seca y fría en la mía, como si aún llevara los guantes. Me senté ante ella, y me arrepentí de no haberme puesto una camisa limpia, aunque fuera a cazar vampiros. Su blusa blanca masculina, severa bajo la chaqueta negra, tenía un aspecto inmaculado.

– ¿Por qué pensé que volvería a saber de usted?

Su tono era casi insultante.

– Sé que le parecerá extraño. -Me senté muy tieso y traté de mirarla a los ojos, mientras me preguntaba si podría hacerle todas las preguntas que quería antes de que se levantara y me dejara plantado otra vez-. Lo siento. No se trata de ninguna broma pesada, y no es mi intención molestarla o inmiscuirme en su trabajo.

Ella asintió, como si me siguiera la corriente. Al examinar su rostro, me sorprendió que su apariencia general (y su voz, sin la menor duda) era una mezcla de fealdad y elegancia, lo cual me dio ánimos, como si la revelación la hiciera más humana.

– Esta mañana he descubierto algo extraño -empecé con renovada confianza-. Por eso la llamé sin pensarlo dos veces. ¿Aún conserva el ejemplar de Drácula de la biblioteca?

Fue rápida, pero yo más, puesto que estaba esperando el estremecimiento y la pérdida de color de la cara ya de por sí pálida.

– Sí -dijo con cautela-. ¿Por qué le interesa lo que otra persona pide prestado en la biblioteca?

Hice caso omiso de su cebo.

– ¿Arrancó todas las fichas del catálogo pertenecientes a ese libro?

Esta vez su reacción fue sincera y sin disimulos.

– ¿Cómo dice?

– Esta mañana fui al fichero para buscar información sobre…, sobre el tema que, al parecer, los dos estamos estudiando. Descubrí que todas las fichas sobre Drácula y Stoker habían sido arrancadas del cajón.

Su rostro se había puesto tenso y me estaba mirando, la fealdad muy cerca de la superficie ahora, los ojos demasiado brillantes. Pero en aquel momento, por primera vez desde la desaparición de Rossi, sentí un alivio infinitesimal de mi carga, un desplazamiento del peso de la soledad. Ella no se había reído de mi melodrama, como habría podido llamarlo, ni había fruncido el ceño, perpleja. Lo más importante: no había astucia en su expresión, nada que indicara que estaba hablando con una enemiga. Su rostro sólo registró una emoción, máximo que se permitió: un destello fugaz de miedo.

– Las fichas estaban en su sitio ayer por la mañana -dijo poco a poco, como si dejara un arma sobre la mesa y se preparara para hablar-. Primero busqué Drácula, y había una entrada, sólo un ejemplar. Después me pregunté si tendrían otras obras de Stoker, y también las busqué. Había algunas entradas bajo su nombre, incluyendo una de Drácula.

El indiferente camarero del restaurante dejó los cafés sobre la mesa, y Helen acercó el suyo sin mirarlo. Pensé en Rossi con repentina añoranza, cuando nos servía un café muchísimo mejor que ése, parte de su exquisita hospitalidad. Oh, tenía que hacer más preguntas a esa extraña joven.

– Es evidente que alguien no quiere que usted, yo, o quien sea tome prestado ese libro – indiqué. Lo dije en voz baja, sin dejar de observarla.

– Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida -replicó con brusquedad ella, al tiempo que añadía azúcar en el café y lo removía. No obstante, no parecía muy convencida de sus propias palabras, de manera que insistí.

– ¿Aún conserva el libro?

– Sí. -Su cuchara cayó con un estruendo iracundo-. Está en mi bolso.

Bajó la vista y observé a su lado el maletín que llevaba el día anterior.

– Señorita Rossi -dije-, le ruego que me disculpe, y temo que voy a parecer un maníaco, pero creo que la posesión de ese libro comporta cierto peligro, pues es evidente que alguien desea que usted no lo tenga.

– ¿Por qué cree eso? -contestó sin mirarme a los ojos-. ¿Quién cree que es esa persona?

Un leve rubor se había extendido sobre sus pómulos una vez más, y miró su taza con aspecto culpable. Era la única forma de describirlo: su aspecto era claramente culpable. Me pregunté horrorizado si no estaría confabulada con el vampiro: la novia de Drácula, pensé espantado, y las sesiones matinales cinematográficas de los domingos me asaltaron con veloces fotogramas. El pelo oscuro encajaría, el fuerte acento inidentificable, los labios como una mancha de moras sobre la piel pálida, la elegante indumentaria blanca y negra.

Aparté esa idea de mi mente con firmeza. Era una fantasía, propia de mi estado de ánimo agitado.

– ¿Conoce a alguien que querría apartarla de ese libro?

– Pues sí, la verdad, pero no es asunto suyo. -Me fulminó con la mirada y se concentró en su café-. ¿Por qué anda en busca de ese libro? Si quería mi número de teléfono, ¿por qué no se limitó a pedírmelo, sin tantas alharacas?

Esta vez fui yo quien se ruborizó. Hablar con esa mujer era como recibir una serie de bofetadas, asestadas de una manera arrítmica para que no pudieras adivinar cuándo iba a llegar la siguiente.

– No tenía la menor intención de pedirle su número de teléfono hasta que me di cuenta de que habían arrancado esas fichas del archivador, y se me ocurrió que usted sabría algo al respecto -dije tirante-. Necesitaba muchísimo el libro, así que fui a la biblioteca para saber si tenían un segundo ejemplar y poder utilizarlo.

– Y como no lo tenían -dijo ella con vehemencia-, encontró la excusa perfecta para llamarme. Si quería mi libro, ¿por qué no lo reservó?

– Lo necesito ya -repliqué.

Su tono empezaba a exasperarme. Era muy posible que estuviéramos metidos en un lío grave, y ella estaba hablando de nuestro encuentro como si fuera una excusa por mi parte para obtener una cita, cosa que no era cierta. Me recordé que ella no podía saber en qué espantosa situación me hallaba. Después se me ocurrió que, si le contaba toda la historia, tal vez no pensara que estaba loco, aunque podía ponerla en un peligro todavía mayor. Suspiré en voz alta sin querer.

– ¿Intenta intimidarme para que le dé el libro? -Su tono era un poco más suave, y capté el humor que hizo temblar su enérgica boca-. Creo que sí.

– No, de ninguna manera, pero me gustaría saber quién cree que se opone a que haya pedido prestado el libro.

Dejé mi taza sobre la mesa y la miré.

Movió los hombros inquieta bajo la lana ligera de su chaqueta. Vi un pelo largo pegado a la solapa, una hebra de su oscuro cabello, pero que lanzaba destellos cobrizos sobre la tela negra. Dio la impresión de que estaba meditando antes de decir algo.

– ¿Quién es usted? -preguntó de repente.

Tomé la pregunta en su sentido académico.

– Soy estudiante de posgrado, de la rama de historia.

– ¿Historia?

Fue una interrupción veloz, casi airada.

– Estoy escribiendo mi tesis sobre el comercio holandés en el siglo diecisiete.

– Ah. -Permaneció en silencio un momento-. Yo soy antropóloga -dijo por fin-, pero también me interesa mucho la historia. Estudio las costumbres y tradiciones de los Balcanes y la Europa Central, sobre todo de mi nativa… -su voz bajó un poco de volumen, pero con tristeza, no en tono de secretismo-, de mi nativa Rumanía.

Esta vez fui yo quien dio un respingo. Esto era cada vez más peculiar.

– ¿Por eso quería leer Drácula? -pregunté.

Su sonrisa me sorprendió (blanca, uniforme, los dientes algo pequeños para una cara de rasgos tan marcados, los ojos brillantes). Después apretó los labios de nuevo.

– Supongo que podría decirse así.

– No está contestando a mi pregunta -señalé.

– ¿Debería hacerlo? -Se encogió de hombros-. Es usted un completo desconocido, y encima quiere llevarse mi libro.

– Puede que esté en peligro, señorita Rossi. No intento amenazarla, sino que hablo muy en serio. Sus ojos se entornaron.

– Usted también está ocultando algo -dijo-. Hablaré si usted habla.

Yo nunca había visto, conocido ni hablado a una mujer así. Era combativa sin flirtear ni un ápice. Tuve la sensación de que sus palabras eran un estanque de agua fría, en el cual me zambullía sin pararme a pensar en las consecuencias.

– De acuerdo. Usted contesta antes a mi pregunta -dije, imitando su tono-. ¿Quién cree que se opone a que el libro se halle en su posesión?

– El profesor Bartholomew Rossi -replicó con voz sarcástica, áspera-. Usted estudia historia. Puede que haya oído hablar de él.

Me quedé patidifuso.

– ¿El profesor Rossi? ¿Qué…? ¿Qué quiere decir?

– Yo he contestado a su pregunta -dijo. Se enderezó, ajustó su chaqueta y colocó un guante sobre el otro, una vez más, como si hubiera finalizado una tarea. Me pregunté por un momento si estaba disfrutando del efecto que sus palabras habían obrado en mí al verme tartamudear-. Ahora hábleme de ese melodrama sobre el peligro que supone un libro.

– Señorita Rossi -dije-, se lo diré. Lo que pueda. Pero haga el favor de explicarme cuál

es su relación con el profesor Bartholomew Rossi.

La mujer se inclinó, abrió la bolsa donde guardaba el libro y sacó un estuche de piel.

– ¿Le importa si fumo? -Por segunda vez, vi aquella desenvoltura masculina que parecía apoderarse de ella cuando dejaba a un lado sus gestos defensivos femeninos-. ¿Le apetece uno?

Negué con la cabeza. Detestaba los cigarrillos, aunque casi habría aceptado uno de aquella suave mano. Inhaló el humo sin florituras, como una experta.

– No sé por qué cuento esto a un desconocido -dijo en tono pensativo-. Supongo que me afecta la soledad de este lugar. Apenas he hablado con nadie desde hace dos meses, salvo sobre trabajo. Usted no me parece un chismoso, aunque bien sabe Dios que mi departamento está lleno de ellos. -Oí que su acento tomaba forma bajo las palabras, que pronunció con suave resentimiento-. Pero si cumple su promesa… -Apareció de nuevo la mirada dura. Se estiró, con el cigarrillo sobresaliendo de manera desafiante de su mano-. Mi relación con el famoso profesor Rossi es muy sencilla. O debería serlo. Es mi padre.

Conoció a mi madre mientras estaba en Rumanía buscando información sobre Drácula. Mi café se derramó sobre la mesa, sobre mi regazo, sobre la pechera de mi camisa (que de todos modos no estaba demasiado limpia), y salpicó su mejilla. Se secó con una mano y me miró.

– Santo Dios, lo siento, lo siento.

Intenté limpiar el desastre, con la ayuda de las dos servilletas.

– Esto sí que le ha sorprendido -dijo sin moverse-. Debe conocerle, pues.

– Sí -admití-. Es el director de mi tesis. Pero nunca me habló de Rumanía, ni de que… tenía una familia.

– No la tiene. -La frialdad de su voz me atravesó como un cuchillo-. Yo no le conozco, aunque supongo que ya sólo es cuestión de tiempo. -Se reclinó en la silla y hundió los hombros, como desafiándome a acercarme-. Le he visto una vez desde lejos, en una conferencia. Imagínese usted, ver a tu padre por primera vez desde lejos, así.

Yo había convertido las servilletas en un montón de tela empapada, y lo aparté todo a un lado, montón, café, taza, cuchara.

– ¿Por que?

– Es una historia muy rara -dijo. Me miró, pero no como abstraída. Daba la impresión de estar estudiando mis reacciones-. De acuerdo. Es una historia de un romance pasajero. – Esto sonó extraño con su acento, aunque no se me ocurrió sonreír-. Quizá no sea tan rara.

Conoció a mi madre en el pueblo de ella, disfrutó un tiempo de su compañía y se fue al cabo de unas semanas, dejando una dirección de Inglaterra. Después de marcharse, mi madre descubrió que estaba embarazada, y después, su hermana, que estaba en Hungría, la ayudó a huir antes de que yo naciera.

– Nunca me dijo que había estado en Rumanía -dije con voz ronca.

– No me sorprende. -La mujer fumó con amargura-. Es lo mismo que me dijo mi madre. Le escribió desde Hungría a la dirección que había dejado, y le habló de mí, su hija.

Él contestó diciendo que no tenía ni idea de quién era ella o de cómo había encontrado su nombre, y que nunca había estado en Rumanía. ¿Puede imaginar algo tan cruel?

Clavó en mí sus ojos, enormes y negros como el carbón.

– ¿En qué año nació?

No se me ocurrió pedir perdón antes de hacer esta pregunta a una dama. Era tan diferente a todas las que había conocido que no parecía posible aplicarle las reglas habituales.

– En 1931 -anunció-. En una ocasión, mi madre me llevó unos días a Rumanía, antes incluso de que yo supiera algo sobre Drácula, pero ni siquiera entonces ella quiso regresar a Transilvania.

– Dios mío -susurré inclinándome sobre la cubierta de formica-. Dios mío. Pensaba que me lo había contado todo, pero no me habló de esto.

– ¿Qué le contó? -preguntó con brusquedad.

– ¿Por qué no se ha reunido con él? ¿No sabe que usted está aquí?

Me miró de una forma extraña, pero contestó sin más dilación.

– Supongo que podríamos decir que es una especie de juego. Una fantasía mía. -Hizo una pausa-. No me iba nada mal en la Universidad de Budapest. De hecho, me consideraban un genio.

Lo anunció casi con modestia. Su inglés era fenomenalmente bueno, me di cuenta por primera vez, sobrenaturalmente bueno. Tal vez sí que era un genio.

– Mi madre no terminó la escuela primaria, aunque le parezca increíble, si bien recibió más educación en una época posterior de su vida, pero yo iba a la universidad a los dieciséis años. Mi madre me habló de mi herencia paterna, por supuesto, y conocemos los notables libros del profesor Rossi incluso en las lóbregas profundidades del bloque socialista: la civilización minoica, los cultos religiosos mediterráneos, la era de Rembrandt. Como escribió con simpatía sobre el socialismo británico, nuestro Gobierno permite la distribución de sus obras. Estudié inglés en el instituto. ¿Quiere saber por qué? Para leer la asombrosa obra del doctor Rossi en su lengua original. Tampoco fue muy difícil averiguar dónde estaba. Vi el nombre de la universidad en las solapas de sus libros, y me juré que iría allí algún día. Lo pensé todo concienzudamente. Establecí los contactos políticos pertinentes. Empecé fingiendo que quería estudiar la gloriosa revolución laborista en Inglaterra. Y cuando llegó el momento, pude escoger una beca. Gozamos de cierta libertad en Hungría en los últimos tiempos, aunque, ya que hablamos de empaladores, todo el mundo se pregunta durante cuánto tiempo más seguirán permitiendo los soviéticos esa libertad. En cualquier caso, fui a Londres por primera vez para pasar seis meses, y después me concedieron una beca para venir aquí, hace cuatro meses.

Exhaló una espiral de humo gris, pensativa, sin dejar de mirarme. Se me ocurrió que Helen Rossi corría más peligro de ser perseguida por los gobiernos comunistas, a los que se refería con tanto cinismo, que por Drácula. Tal vez ya había desertado a Occidente. Tomé nota mentalmente de preguntárselo más adelante. ¿Mas adelante? ¿Qué había sido de su madre? ¿Se había inventado todo en Hungría, con el objetivo de anclarse a la reputación de un famoso académico occidental?

Helen estaba siguiendo su propia línea de pensamiento.

– ¿No le parece bonita la película? La hija perdida resulta ser un genio, encuentra a su padre, feliz reunión. -La amargura de su tono revolvió mi estómago-. Pero no era eso lo que tenía en mente. He venido para que oiga hablar de mí, como por accidente. Mis publicaciones, mis conferencias. Veremos si entonces puede esconderse de su pasado, hacer caso omiso de mí como lo hizo de mi madre. Y sobre lo de Drácula… -Me apuntó con el cigarrillo-. Mi madre, bendita sea su sencilla alma por pensar en eso, me dijo algo al respecto.

– ¿Qué? -pregunté con voz débil.

– Me habló de la investigación especial de Rossi sobre el tema. No supe nada de eso hasta el verano pasado, antes de venir a Londres. Fue así como se conocieron. Él iba preguntando por el pueblo acerca del mito de los vampiros, y ella sabía algo de los vampiros locales por su padre y sus compinches. En ese ambiente, un hombre solo no aborda en público a una chica joven así como así, pero supongo que no se le ocurrió nada más. Es historiador, ya sabe, no antropólogo. Estaba en Rumanía buscando información sobre Vlad el Empalador, nuestro querido conde Drácula. ¿Y no le parece extraño -se inclinó hacia delante de repente, y acercó su cara a la mía más que nunca, pero con ferocidad, no para seducirme-, no le parece de lo más raro que no haya publicado nada sobre el tema? Nada de nada, como sin duda sabrá.

¿Por qué?, me pregunté. ¿Por qué el famoso explorador de territorios históricos, y de mujeres, al parecer, puesto que quién sabe cuántas otras hijas geniales habrá abandonado por ahí, no ha publicado nada sobre esta investigación tan peculiar? ¿Por qué? -pregunté sin moverme.

– Yo se lo diré. Porque lo está reservando para una grande finale. Es su secreto, su pasión.

¿Por qué, si no, iba a guardar silencio un erudito? Pero le aguarda una sorpresa. -Su adorable sonrisa era como una mueca esta vez, y no me gustó-. No se creerá cuánto terreno he cubierto en un año, desde que me enteré de su pequeña afición. No me he puesto en contacto con el profesor Rossi, pero me he encargado de que el departamento se haya enterado de mi erudición. Qué vergüenza supondrá para él que otra persona publique antes la obra definitiva sobre el tema, alguien de su mismo apellido. Es hermoso. Hasta adopté su apellido cuando llegué, un nom-de-plume académico, como si dijéramos. Además, en el bloque socialista no nos gusta que otra gente robe nuestra herencia y haga comentarios al respecto. No suelen entenderla bien.

Debí de gruñir en voz alta, porque la joven hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido.

– Cuando acabe este verano, sabré más que nadie en el mundo sobre la leyenda de Drácula.

Quédese con su libro, por cierto. -Abrió de nuevo la bolsa y lo dejó caer sobre la mesa con un ruido horrible entre ambos-. Sólo estaba comprobando algo ayer, y no tenía tiempo de ir a casa a buscar mi ejemplar. Como ve, ni siquiera lo necesito. Sólo es literatura, en cualquier caso, y me conozco el maldito asunto casi de memoria.

Mi padre miró a su alrededor como lo haría un hombre perdido en un sueño. Llevábamos de pie en la Acrópolis un cuarto de hora sin decir nada, con los pies plantados sobre aquella cumbre de la civilización antigua. Yo estaba admirada por las columnas musculosas que se alzaban sobre nosotros, y sorprendida al descubrir que la vista más lejana era un horizonte montañoso, largas cordilleras resecas que se cernían sobre la ciudad a esa hora del crepúsculo. Pero cuando empezamos a bajar, y salió de su ensueño para preguntar si me gustaba el gran panorama, tardé un minuto en concentrarme y contestar. Había estado pensando sobre la noche anterior.

Había ido a su cuarto un poco más tarde de lo habitual para que repasara mis deberes de álgebra, y le había encontrado escribiendo, reflexionando sobre los documentos del día, como hacía con frecuencia por las noches. Estaba sentado muy inmóvil, con la cabeza inclinada sobre el escritorio, encorvado sobre los papeles, no erguido y pasando las páginas con su habitual eficiencia. Desde la puerta yo podía saber si estaba repasando algo que acababa de escribir, concentrado, casi sin verlo, o si estaba esforzándose por no dormirse.

Su forma arrojaba una gran sombra sobre la pared desnuda de la habitación, la figura de un hombre inclinado sobre otro escritorio, mas oscuro. De no saber lo cansado que estaba, si no hubiera reconocido forma familiar de sus hombros encorvados sobre la página, tal vez por un segundo habría pensado, de no conocerle, que estaba muerto.

18

Un tiempo diáfano y triunfal, días interminables como un cielo de montaña, nos siguieron con la primavera hasta Eslovenia. Cuando pregunté si tendríamos tiempo de volver a ver Emona (ya la relacionaba con una etapa anterior de mi vida, de un sabor diferente por completo, y con un principio, y ya he dicho antes que uno procura volver a visitar esos lugares), mi padre se apresuró a decir que estaríamos demasiado ocupados, que nuestro destino era un gran lago al norte de Emona mientras durara su congreso, y luego regresaríamos a Amsterdam para que no me retrasara en los estudios. Cosa que nunca sucedía, pero la posibilidad preocupaba a mi padre.

El lago Bled, cuando llegamos, no me decepcionó. Había inundado un valle alpino al final de una era glaciar y proporcionó a los primitivos nómadas un lugar de descanso, en casas con techo de paja alzadas sobre el agua. Ahora se extendía como un zafiro en las manos de los Alpes, y la brisa del atardecer levantaba cabrillas en su superficie bruñida. Desde un borde empinado se alzaba un acantilado más alto que los demás, sobre el cual descansaba uno de los grandes castillos de Eslovenia, restaurado por la Dirección de Turismo con un buen gusto increíble. Sus almenas dominaban una isla,

donde un ejemplo de aquellas modestas iglesias de tejado rojo, al estilo austríaco flotaba como un pato, y había barcos que iban a la isla cada pocas horas. El hotel, como de costumbre, era de acero y vidrio, modelo de turismo socialista número cinco, y nos escapamos el segundo día para dar un paseo por la parte más baja del lago. Dije a mi padre que no creía poder aguantar veinticuatro horas más sin ver el castillo que dominaba el panorama lejano en cada comida, y él lanzó una risita.

– Si es así, iremos -dijo. El nuevo período de distensión era todavía más prometedor de lo que su equipo había supuesto, y algunas arrugas de su frente se habían relajado desde nuestra llegada.

La mañana del tercer día, tras acabar una nueva redacción diplomática de lo que ya había redactado el día anterior, tomamos un pequeño autobús que rodeaba el lago y llegaba casi a la altura del castillo, y luego bajamos para subir andando hasta la cumbre. El castillo estaba construido con piedras color pardo, como hueso descolorido, ensambladas pulcramente tras un largo período de degradación. Cuando atravesamos el primer pasadizo y desembocamos en una cámara real (supuse), lancé una exclamación ahogada: a través de una vidriera emplomada, la superficie del lago brillaba trescientos metros más abajo, una extensión blanca bajo la luz del sol. Daba la impresión de que el castillo se aferraba al borde del precipicio tan sólo con las uñas de los pies. La iglesia amarilla y roja de la isla, el alegre barco que estaba atracando en aquel momento entre diminutos macizos de flores rojas y amarillas, el enorme cielo azul, todo había servido de acicate a siglos de turistas.

Pero el castillo, con sus rocas desgastadas desde el siglo XII, sus hachas de combate, lanzas y hachuelas dispuestas en forma de tienda india en cada esquina, que amenazaban con derrumbarse si las tocabas, era la esencia del lago. Aquellos primitivos moradores, que ascendieron hacia el cielo desde sus cabañas de techo de paja inflamables, habían elegido al fin encaramarse aquí con las águilas, gobernados por un señor feudal. Pese a la excelente restauración, una vida antigua respiraba en el palacio. Me volví hacia la siguiente estancia y vi, en un ataúd de cristal y madera, el esqueleto de una mujer menuda, muerta mucho antes de la aparición del cristianismo, con una capa de bronce que descansaba sobre su esternón desmoronado, anillos de bronce verde que resbalaban de los huesos de sus dedos. Cuando me incliné sobre el ataúd para mirarla, me sonrió de repente con cuencas oculares como pozos gemelos.

En la terraza del castillo llegó el té en teteras de porcelana, una elegante concesión al turismo. Era fuerte y bueno, y por una vez, los terrones de azúcar envueltos en papel no estaban rancios. Mi padre había enlazado con fuerza las manos sobre la mesa de hierro.

Tenía los nudillos blancos. Contemplé el lago, y luego le serví otra taza.

– Gracias -dijo. Había un dolor distante en sus ojos. Reparé de nuevo en lo cansado y delgado que parecía últimamente. ¿Debería ir al médico?-. Escucha, cariño -dijo, y se volvió un poco para que pudiera ver su perfil recortado contra aquel terrorífico precipicio y el agua centelleante. Hizo una pausa-. ¿Has pensado en escribirlas?

– ¿Las historias? -pregunté. Mi corazón se encogió y aceleró.

– Sí.

– ¿Por qué? -repliqué al final. Era una pregunta adulta, sin rastro de trucos infantiles. Me miró y pensé que, detrás de toda la fatiga, sus ojos estaban henchidos de bondad y dolor.

– Porque si no lo haces tú, tendré que ocuparme yo -contestó. Después dedicó su atención al té y comprendí que no volvería a hablar de ello.

Aquella noche, en la habitación pequeña y lúgubre del hotel contigua a la suya, empecé a escribir todo cuanto me había contado mi padre. Él siempre había dicho que yo tenía una memoria excelente, demasiado buena, subrayaba a veces.

A la mañana siguiente, mi padre me dijo durante el desayuno que quería descansar dos o tres días. Me costó imaginarle descansando, pero vi círculos oscuros bajo sus ojos y me gustó la idea de que se tomara un tiempo libre. Me dio la impresión de que le había pasado algo, que una nueva y silenciosa angustia le estaba minando. Pero sólo me dijo que echaba de menos las playas adriáticas. Tomamos un tren expreso que nos llevó hacia el sur, atravesando estaciones con los nombres escritos tanto en alfabeto latino como en cirílico, y luego otras cuyos nombres sólo estaban en cirílico. Mi padre me enseñó el nuevo alfabeto, y yo me divertía intentando leer en voz alta los letreros de las estaciones, cada uno de los cuales se me antojaron palabras codificadas capaces de abrir una puerta secreta.

Se lo expliqué a mi padre y sonrió un poco, reclinado en nuestro compartimiento con un libro apoyado sobre el maletín. Su mirada vagaba con frecuencia desde su trabajo a la ventanilla, por donde veíamos jóvenes a bordo de pequeños tractores provistos de arados, a veces un caballo que tiraba de un carro, ancianas encorvadas en sus huertos, escardando y raspando. Seguimos avanzando hacia el sur, y la tierra se tiñó de oro y verde, y luego trepamos a montañas grises rocosas, que descendían a nuestra izquierda hasta un mar rutilante. Mi padre exhaló un profundo suspiro, pero de satisfacción, no la leve exclamación fatigada que cada vez se le escapaba con más frecuencia Bajamos del tren en una bulliciosa ciudad, y mi padre alquiló un coche con el que recorrimos las sinuosas curvas de la carretera de la costa. Los dos estiramos el cuello para ver el agua a un lado (se extendía hasta un horizonte invadido por la bruma del atardecer), y al otro lado las ruinas esqueléticas de fortalezas otomanas, que se alzaban hacia el cielo.

– Los turcos retuvieron esta tierra durante muchísimo tiempo -musitó mi padre-. Su invasión implicó todo tipo de crueldades, pero gobernaron con bastante tolerancia, como suele ocurrir con los imperios una vez que la conquista se ha consolidado, y también con eficacia, durante cientos de años. Es una tierra yerma, pero les facilitó el control del mar.

Necesitaban estos puertos y bahías.

La ciudad donde nos detuvimos estaba al lado del mar. El pequeño puerto estaba abarrotado de barcas de pesca que entrechocaban mutuamente en un oleaje transparente. Mi padre quería alojarse en una isla cercana, y alquiló una barca con un ademán dirigido a su propietario, un anciano con una boina negra encasquetada en la parte posterior de la cabeza.

El aire era caliente, incluso a esa hora avanzada de la tarde, y la espuma que rozaba mis dedos era fresca, pero no fría. Me incliné sobre la proa, sintiéndome un mascarón.

– Cuidado -dijo mi padre, al tiempo que me sujetaba por el jersey.

El barquero nos acercó al puerto de la isla, un pueblo antiguo con una elegante iglesia de piedra. Pasó un cabo alrededor de un bita en el muelle y me ofreció una mano marchita para bajar de la barca. Mi padre le pagó con unos cuantos billetes socialistas de colores, y el hombre se llevó la mano a la boina. Antes de volver a su asiento se volvió.

– ¿Su chica? -gritó en inglés-. ¿Hija?

– Sí -dijo mi padre, sorprendido.

– Le doy mi bendición -dijo el hombre, y dibujó una cruz en el aire cerca de mí.

Mi padre encontró unas habitaciones que daban al interior, y después salimos a cenar a un restaurante al aire libre cercano a los muelles. El crepúsculo descendía con parsimonia, y observé las primeras estrellas que se hacían visibles sobre el mar. Una brisa, más fría ahora que la de la tarde transportaba los aromas que ya había aprendido a amar: cipreses y lavanda, tomillo, romero.

– ¿Por qué los buenos olores aumentan de intensidad cuando oscurece? -pregunté a mi padre. Era algo que me intrigaba, pero servía también para aplazar cualquier otra conversación. Necesitaba tiempo para recuperarme en un lugar donde hubiera luces y gente hablando, necesitaba, al menos, apartar la vista de las manos envejecidas y temblorosas de mi padre.

– ¿Es eso cierto? -preguntó con aire ausente, pero me aportó cierto alivio. Aferré su mano para impedir que temblara, y él la cerró, todavía ausente, sobre la mía. Era demasiado joven para hacerse viejo. En el interior, las siluetas de las montañas bailaban casi hasta hundirse en el agua, se cernían sobre las playas, casi sobre nuestra isla. Cuando estalló la guerra civil en aquellas montañas costeras casi veinte años después, cerré los ojos y las recordé, estupefacta. Era incapaz de imaginar que sus pendientes albergaran suficiente gente para combatir en una guerra. Parecían absolutamente vírgenes cuando las vi, desprovistas de viviendas humanas, hogar de ruinas desiertas, guardianas sólo del monasterio sobre el mar.

19

Después de que Helen Rossi tirara sobre la mesa el libro de Drácula que sin duda debía considerar nuestra manzana de la discordia, casi esperé que todo el mundo se levantara y huyera, o que alguien gritara «¡Ajá!» y se abalanzara sobre nosotros con intención de matarnos. Nada de esto sucedió, por supuesto, y ella se quedó mirándome con aquella misma expresión de amargo placer. ¿Podía esta mujer, me pregunté poco a poco, con su legado de resentimiento y la venganza erudita que maquinaba contra Rossi, haberle hecho daño, causado su desaparición?

– Señorita Rossi -dije con la mayor calma posible, mientras levantaba el libro de la mesa y lo dejaba boca abajo al lado de mi maletín-, su historia es extraordinaria y debo decir que tardaré un poco en asimilar todo esto. Pero debo decirle también algo importante. – Respiré hondo una, dos veces-. Conozco muy bien al profesor Rossi. Ha sido el director de mi tesis durante dos años y hemos pasado muchas horas juntos, hablando y trabajando.

Estoy seguro de que cuando le conozca, si llega la ocasión, descubrirá a una persona mucho mejor y más bondadosa de lo que imagina en este momento. -Hizo un movimiento como si fuera a hablar, pero yo continué-. La cuestión es…, la cuestión es que, por la forma en que ha hablado de él, usted ignora que el profesor Rossi, su padre, ha desaparecido.

Me miró fijamente y no detecté la menor astucia en su cara, solo confusión. Esta noticia era una sorpresa. El dolor de mi corazón se apaciguó un poco.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó.

– Quiero decir que hace tres noches estaba hablando con él, como de costumbre, y al día siguiente había desaparecido. La policía le está buscando. Por lo visto, desapareció de su despacho, y tal vez resultó herido en él, porque encontraron sangre en su escritorio. Hice un breve resumen de los acontecimientos de aquella noche, empezando por el momento en que le llevé mi extraño libro, pero no dije nada sobre la historia que Rossi me había contado.

La joven me miró, perpleja. -¿Es que quiere gastarme alguna broma?

– No, ni mucho menos. De veras. Casi no he podido comer ni dormir desde entonces.

– ¿La policía tiene alguna idea de su paradero?

– No, que yo sepa.

De repente puso una expresión de astucia.

– ¿Y usted?

Vacilé.

– Es posible. Es una larga historia, y da la impresión de que se alarga a cada hora que pasa.

– Espere. -Me dirigió una dura mirada-. Cuando ayer estaba leyendo aquellas cartas en la biblioteca, dijo que estaban relacionadas con un problema de cierto profesor. ¿Se refería a Rossi?

– Sí.

– ¿Cuál era, o es, ese problema?

– No quiero mezclarla en algo desagradable o peligroso contándole lo poco que sé. -Prometió contestar a mis preguntas después de que yo contestara a las suyas.

De haber tenido ojos azules en lugar de oscuros, su cara habría sido la reproducción de la de Rossi en ese momento. Imaginé que ahora advertía cierta semejanza, una extraña transformación de las facciones británicas de Rossi en la estructura morena y definida de Rumanía, aunque bien habría podido ser el efecto de la afirmación de que era su hija. Pero ¿cómo podía ser su hija si él había negado con contumacia haber estado en Rumanía? Al menos, había dicho que nunca había estado en Snagov. Por otra parte, había dejado el folleto de Rumanía entre sus papeles. Ella me estaba fulminando con la mirada, algo que

Rossi nunca había hecho.

– Es demasiado tarde para decirme que no debería hacer preguntas -continuó-. ¿Qué relación tienen esas cartas con su desaparición?

– Aún no estoy seguro, pero es posible que necesite la ayuda de un experto. No sé qué descubrimientos ha hecho usted en el curso de su investigación. -Una vez más, recibí su mirada cautelosa-. Estoy convencido de que, antes de desaparecer, Rossi estaba seguro de correr peligro.

Tuve la impresión de que estaba tratando de asimilar todo lo que le decía, las noticias sobre un padre al que tan sólo había conocido como un símbolo de desafío.

– ¿Peligro? ¿De qué?

Me lancé al vacío. Rossi me había pedido que no comentara a mis colegas su historia demencial. Yo no lo había hecho, pero ahora, de manera inesperada, se abría ante mí la posibilidad de recibir ayuda de un experto. Esa mujer tal vez sabía ya lo que yo tardaría meses en averiguar. Tal vez incluso tenía razón al pensar que ella sabía más que el propio Rossi. Éste siempre subrayaba la importancia de buscar la ayuda de expertos. Bien, pues ahora lo haría. Perdonadme, recé a las fuerzas del bien, si esto la pone en peligro. Además, existía una especie de lógica peculiar. Si de veras era su hija, quizá tenía más derecho que nadie a conocer la historia de Rossi.

– ¿Qué significa Drácula para usted?

Ella frunció el ceño.

– ¿Qué significa para mí? ¿Como concepto? Mi venganza, supongo. Amargura eterna.

– Sí, eso lo comprendo, pero ¿significa Drácula algo más para usted?

– ¿A qué se refiere?

No sabía si me estaba dando largas o si era sincera.

– Rossi -dije, todavía vacilante-, su padre, estaba…, está, convencido de que Drácula todavía camina sobre la tierra. -Me miró fijamente-. ¿Qué opina de esto? ¿Le parece una locura?

Esperaba que reiría, o que se levantaría y me dejaría con la palabra en la boca como en la biblioteca.

– Es curioso -contestó poco a poco Helen Rossi-. En circunstancias normales diría que es una leyenda rural, supersticiónes basadas en el recuerdo de un tirano sanguinario. Pero lo extraño es que mi madre está absolutamente convencida de lo mismo.

– ¿Su madre?

– Sí. Ya le dije que nació en el campo. Tiene derecho a este tipo de supersticiones, aunque supongo que está menos convencida que sus padres. Pero ¿por qué un eminente estudioso occidental?

Ella era antropóloga, pese a su amarga búsqueda. La forma en que su veloz inteligencia se desentendía de cuestiones personales me resultaba asombrosa.

– Señorita Rossi -dije tras tomar una decisión-, no me cabe la menor duda de que le gustaría examinar la documentación en persona. ¿Por qué no lee las cartas de Rossi? Le advierto con absoluta sinceridad de que toda la gente que ha entrado en contacto con sus documentos sobre el tema se ha visto sometida a algún tipo de amenaza, por lo que yo sé.

Pero si usted no tiene miedo, léalas. Nos ahorrará a los dos el tiempo que tardaría en convencerla de que esta historia es cierta, cosa de la que estoy completamente convencido.

– ¿Ahorrarnos tiempo? -repitió en tono desdeñoso-. ¿Qué piensa hacer con mi tiempo?

Yo estaba demasiado desesperado para dejarme ofender.

– En todo caso, leerá estas cartas con un ojo mejor educado que el mío.

Dio la impresión de que meditaba mi propuesta, con la barbilla apoyada sobre el puño. -De acuerdo -dijo por fin-. Me ha tocado un punto débil. No puedo resistir a la tentación de averiguar más cosas sobre Rossi, sobre todo si eso me permite adelantarle en su investigación. Pero si me parece una locura, le advierto que no me despertará la menor compasión. Sería una suerte para él que le encerraran en un manicomio antes de que tenga la oportunidad de torturarle.

Su sonrisa no era una sonrisa.

– Bien.

Hice caso omiso de su último comentario y de la fea mueca, y me obligué a no mirar sus caninos, que eran más largos de lo normal. No obstante, antes de que concluyera nuestra transacción, debía mentir en un punto.

– Lamento decir que no he traído las cartas. Tenía miedo de llevarlas encima hoy.

De hecho, había tenido mucho miedo de dejarlas en mi apartamento, y estaban escondidas en mi maletín. Pero no estaba dispuesto a sacarlas en el restaurante. No tenía ni idea de si alguien nos estaba espiando… ¿Los amiguitos del siniestro bibliotecario, quizá? También existía otro motivo, que debía poner a prueba antes de que mi corazón se hundiera bajo su desagradable realidad. Debía asegurarme de que Helen Rossi, fuera quien fuera, no estaba confabulada con… Bien, ¿no era posible que el enemigo de su enemigo fuera ya su amigo?

– Tendré que ir a buscarlas a casa. Y deberé pedirle que las lea en mi presencia. Son frágiles y muy valiosas para mí.

– De acuerdo -contestó ella con frialdad-. ¿Podemos encontrarnos mañana por la tarde?

– Demasiado tarde. Me gustaría que las viera de inmediato. Lo siento mucho. Sé que suena raro, pero entenderá mi urgencia cuando las haya leído.

La joven se encogió de hombros.

– Siempre que no me lleve demasiado tiempo.

– No se preocupe. ¿Podemos encontrarnos… en la iglesia de Santa María? -Al fin y al cabo, esta prueba podía llevarla a cabo con la meticulosidad de Rossi. Helen me miró sin inmutarse, sin el menor cambio en su expresión dura e irónica-. Está en Broad Street, a dos manzanas de…

– Sé dónde está -dijo al tiempo que recogía los guantes y se los calzaba. Se arrolló al cuello la bufanda azul, que brilló en torno a su garganta como lapislázuli-. ¿A qué hora?

– Concédame media hora para recoger los papeles en mi apartamento y encontrarnos allí.

– En la iglesia. De acuerdo. Pasaré por la biblioteca a buscar un artículo que necesito hoy.

Le ruego que sea puntual. Tengo muchas cosas que hacer.

Su espalda, cubierta con la chaqueta negra, se veía esbelta y fuerte cuando salió por la puerta del restaurante. Me di cuenta demasiado tarde de que había pagado la cuenta.

20

La iglesia de Santa María -dijo mi padre- era un pequeño ejemplo sin pretensiones de arquitectura victoriana que se alzaba en el límite de la parte antigua del campus. Había pasado cientos de veces por delante sin entrar nunca, pero en ese momento me pareció que una iglesia católica era el acompañante ideal de aquellos horrores. ¿Acaso no se las veía el catolicismo con la sangre y la resurrección de la carne a diario? ¿No era experto en supersticiones? Dudaba de que las sencillas capillas protestantes de la universidad fueran de mucha ayuda. No parecían cualificadas para combatir a los No Muertos. Estaba seguro de que aquellas grandes iglesias puritanas cuadradas de la ciudad serían impotentes ante un vampiro europeo. Un poco de quema de brujas estaba más en su línea, algo limitado a los vecinos. Yo iba a presentarme en Santa María mucho antes que mi reacia invitada, eso estaba claro. ¿Llegaría ella a hacer acto de aparición? Eso significaba la mitad del examen.

Santa María estaba abierta, por suerte, y su interior olía a cera y tapicería polvorienta. Dos ancianas tocadas con sombreros adornados con flores falsas estaban disponiendo flores verdaderas en el altar tallado. Entré con cierta torpeza y me acomodé en un banco de la parte de atrás, desde el cual podía ver las puertas sin que me vieran los que entraban. Fue una espera larga, pero el interior silencioso y la conversación entre susurros de las ancianas me calmó un poco. Empecé a sentirme cansado por primera vez, después de acostarme tarde la noche anterior. Por fin, la puerta principal se abrió sobre sus goznes de noventa años y Helen Rossi vaciló un momento, miró hacia atrás y entró. La luz del sol que penetraba por los ventanales laterales tiñó de malva y turquesa su ropa.

Vi que paseaba la vista alrededor de la entrada alfombrada. Al no ver a nadie, avanzó. Me esforcé por captar alguna señal extraña, siniestras arrugas en la piel o cambios de color en su rostro enérgico, lo que fuera, no sabía qué, cualquier cosa que revelara alergia al viejo enemigo de Drácula, la iglesia. Tal vez una reliquia victoriana no sería suficiente para espantar a las fuerzas de las tinieblas, pensé sin convicción. Pero, al parecer, el edificio albergaba un poder capaz de convencer a Helen Rossi, porque al cabo de un momento avanzó entre los colores radiantes del ventanal hacia el frente Avergonzado en cierta manera por espiarla de aquella forma, vi que se quitaba un guante y hundía una mano en la pila, y después se tocaba la frente. El gesto fue tierno. Su rostro estaba serio. Bien, yo estaba haciendo aquello por Rossi. Y ahora sabía con absoluta seguridad que Helen Rossi no era una vrykolakas, por dura y siniestra que fuera su apariencia en ocasiones.

Se internó en la nave y retrocedió unos pasos al ver que me levantaba.

– ¿Ha traído las cartas? -susurró, y sus ojos me lanzaron una mirada acusadora-. He de volver a mi departamento a la una.

Volvió a mirar alrededor de ella.

– ¿Qué pasa? -pregunté al punto, y un nerviosismo instintivo erizó mis brazos. Daba la impresión de que había desarrollado un sexto sentido morboso durante los dos últimos días-. ¿Tiene miedo de algo?

– No -dijo en un susurro. Estrujó los guantes en una mano, de forma que se me antojaron una flor contra su vestido oscuro-. Sólo me preguntaba… ¿Acaba de entrar alguien?

– No.

Yo también miré a mi alrededor. La iglesia estaba agradablemente vacía, a excepción de las dos ancianas del altar.

– Alguien me estaba siguiendo -dijo la joven en la misma voz baja. Su rostro, enmarcado por la mata de espeso cabello oscuro, albergaba una extraña expresión, una mezcla de suspicacia y bravuconería. Por primera vez me pregunté cuánto le habría costado aprender a ser valiente-. Creo que me estaba siguiendo. Un hombre menudo y delgado, vestido con ropa raída. Chaqueta de tweed, corbata verde.

– ¿Está segura? ¿Dónde le vio?

– En el fichero -dijo la joven sin alzar la voz-. Fui a verificar su historia sobre las fichas desaparecidas. No estaba segura de creerla. -Hablaba desapasionadamente, sin disculparse-. Le vi allí, y enseguida me di cuenta de que me estaba siguiendo, pero de lejos, por Broad Street. ¿Le conoce?

– Sí -dije desalentado-. Es un bibliotecario.

– ¿Un bibliotecario?

Dio la impresión de que esperaba algo más, pero no me decidí a hablarle de la herida que había visto en el cuello del hombre. Era demasiado increíble, demasiado extraño. Si se lo decía, creería que estaba loco.

– Parece sospechar de todos mis movimientos. Ha de mantenerse alejada de él -afirmé-. Le contaré algo más sobre ese hombre en otro momento. Venga, siéntese y póngase cómoda. Tenga las cartas.

Le hice sitio en uno de los bancos almohadillados de terciopelo y abrí mi maletín. Su rostro se concentró al instante. Levantó el paquete con manos cautelosas y sacó las cartas casi con reverencia, como yo había hecho el día anterior. Sólo pude preguntarme qué sensación experimentaría al ver en algunas de ellas la letra del supuesto padre que sólo conocía como instigador de su ira. La miré por encima de sus hombros. Sí, era una letra firme, amable, vertical. Tal vez ya había conseguido que su hija le imaginara como un ser casi humano.

Después pensé que no debía seguir mirando, y me incorporé.

– Me pasearé por aquí y le concederé el tiempo que necesite. Si hay algo que pueda explicarle, o si necesita ayuda…

Asintió con aire ausente, los ojos clavados en la primera carta, y me alejé. Sabía que trataría con cuidado mis preciados papeles, y que ya estaba leyendo las líneas de Rossi con gran celeridad. Dediqué la siguiente media hora a examinar el altar tallado, los cuadros de la capilla, las colgaduras con borlas del pulpito, la figura de la madre agotada y su hijo inquieto. Uno de los cuadros llamó en particular mi atención: un macabro Lázaro prerrafaelita, levantándose tambaleante de la tumba en brazos de sus hermanas, los tobillos verdegrisáceos y las ropas funerarias sucias. El rostro, descolorido después de un siglo de humo e incienso, tenía aspecto amargado y cansado, como si lo último que sintiera después de haber sido llamado de entre los muertos fuera gratitud. El Cristo que se erguía impaciente en la entrada de la tumba, con la mano alzada, tenía un semblante que expresaba maldad pura, codiciosa y vehemente. Parpadeé y di media vuelta. No cabía duda de que la falta de sueño estaba emponzoñando mis pensamientos.

– Ya he terminado -dijo Helen Rossi a mi espalda. Habló en voz baja, con la cara pálida y cansada-. Tenía razón -dijo-. No habla de su relación con mi madre, ni de su viaje a Rumanía. Me dijo la verdad al respecto. No puedo comprenderlo. Tiene que haber ocurrido durante el mismo período, el mismo viaje al continente, porque yo nací nueve meses spués.

– Lo siento.

Su rostro sombrío no había pedido compasión, pero yo la sentía.

– Ojalá pudiera proporcionarle algunas pistas, pero ya ve cómo son las cosas. Tampoco

tengo explicaciones.

– Al menos nos creemos mutuamente, ¿verdad? -Al decirme esto, me miró fijamente.

Me sorprendió descubrir que sentía placer en mitad de tanto dolor y aprensión.

– ¿De veras?

– Sí. No sé si algo llamado Drácula existe, o qué es, pero le creo cuando dice que Rossi, mi padre, se sentía en peligro. Está claro que se sintió así hace muchos años, de modo que, ¿por qué no iban a regresar sus temores cuando vio su libro, una coincidencia incómoda y un recordatorio del pasado?

– ¿Qué opina de su desaparición?

La joven meneó la cabeza.

– Pudo ser un colapso nervioso, por supuesto, pero ahora comprendo lo que quiere decir.

Sus cartas llevan el sello de… -vaciló- una mente intrépida y lógica, al igual que sus demás obras. Ademas, se pueden deducir muchas cosas a partir de los libros de un historiador. Lo sé muy bien. Son el fruto de los esfuerzos de una mente preclara y lúcida.

Caminamos hacia donde estaban las cartas y mi maletín. Me ponía nervioso dejarlas abandonadas, aunque fuera por unos pocos minutos. Ella había guardado todo el material en el sobre, en su orden original, no me cabía duda. Nos sentamos juntos en el banco, casi como camaradas.

– Digamos que podría existir una fuerza sobrenatural implicada en esta desaparición – aventuré-. No puedo creer que yo esté haciendo esto. ¿Qué me aconseja que haga a continuación?

– Bien -empezó. Su perfil era afilado y pensativo, cerca de mí a la tenue luz-. No creo que esto le sirva de mucha ayuda en una investigación moderna, pero si tuviera que obedecer los dictados del mito de Drácula, supondría que Rossi fue atacado y secuestrado por un vampiro, que o bien le mató o, lo que es más probable, le contagió la maldición de los No Muertos. Y como ya sabe, si una persona es mordida tres veces por Drácula o por uno de sus discípulos, se convierte en vampiro para siempre. Así que si ya le habían mordido una vez, tendrá usted que descubrir su paradero lo antes posible.

– Pero ¿por qué Drácula iba a presentarse aquí, de entre todos los lugares? ¿Para qué raptar a Rossi? ¿Por qué no atacarle y corromperle sin que nadie notara el cambio?

– No lo sé -dijo la joven, y meneó la cabeza-. Se trata de un comportamiento extraño, según la tradición popular. Rossi debía ser, si estuviéramos hablando de acontecimientos sobrenaturales, de especial interés para Vlad Drácula. Hasta es posible que significara una amenaza para él.

– ¿Cree que el hecho de haber encontrado yo ese libro y enseñárselo a Rossi tuvo algo que ver con su desaparición?

– La lógica me dice que es una idea absurda. Pero… -Dobló los guantes pulcramente sobre el regazo de su falda negra-. Me pregunto si no estaremos olvidando otra fuente de información.

Sus labios se relajaron. Le di las gracias en silencio por aquel plural.

– ¿Cuál?

Suspiró y desdobló los guantes.

– Mi madre.

– ¿Su madre? ¿Qué va a saber ella de…?

Sólo había empezado mi ristra de preguntas, cuando un cambio en la luz y la corriente de aire me impelió a volver la cabeza. Desde donde estábamos sentados veíamos las puertas de la iglesia sin que nos pudieran ver los que entraban, la posición estratégica que había elegido para vigilar la llegada de Helen. Una mano se introdujo entre ambas puertas, y luego apareció una cara huesuda y puntiaguda. El siniestro bibliotecario se introdujo en la iglesia.

No puedo describirte la sensación que experimenté en aquella silenciosa iglesia cuando el rostro del bibliotecario apareció entre las puertas. Me vino la repentina imagen de un animal de nariz afilada, algo furtivo y concentrado siempre en olfatear, una comadreja o una rata. A mi lado, Helen se había quedado petrificada, con la vista clavada en la puerta. De un momento a otro localizaría nuestro olor. Pero calculé que nos quedaban uno o dos segundos, de modo que recogí el maletín y el fajo de papeles con un brazo, agarré a Helen con el otro (no quedaba tiempo para pedirle permiso) y la arrastré desde el extremo del banco hasta el pasillo lateral. Había una puerta abierta, que daba acceso a una pequeña cámara, entramos y la cerramos en silencio. No había manera de asegurarla con llave desde dentro, observé angustiado, aunque el ojo de la cerradura era muy grande, con reborde de hierro.

La oscuridad era mayor en esa pequeña habitación que en la nave. Había una pila bautismal en medio, uno o dos bancos almohadillados pegados a las paredes. Helen y yo nos miramos en silencio. No pude descifrar su expresión, sólo que albergaba tanta viveza y desafío como miedo. Sin necesidad de palabras o gestos, avanzamos con cautela por detrás de la pila, y Helen apoyó una mano sobre ella para no perder el equilibrio. Al cabo de otro minuto, ya no pude seguir quieto. Le di los papeles y volví hacia la cerradura. Miré por el ojo y vi al bibliotecario dejar atrás una columna. Parecía una comadreja, con la cara puntiaguda proyectada hacia delante, examinando los bancos. Se volvió en mi dirección y retrocedió un poco. Dio la impresión de estudiar la puerta de nuestro escondrijo, e incluso avanzó uno o dos pasos hacia él, pero luego se alejó de nuevo. De repente, un jersey lavanda se interpuso en mi campo de visión. Era una de las ancianas del altar. Oí su voz apagada.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó con amabilidad.

– Bien, estoy buscando a alguien. -La voz del bibliotecario era penetrante y sibilante, demasiado alta para un santuario-. ¿Ha visto entrar a una joven vestida de negro, morena?

– Pues sí. -La mujer miró a su alrededor-. Hace poco vi a alguien que responde a esa descripción. Estaba con un joven, sentado en un banco de atrás. Pero ahora ya no está. La comadreja miró a uno y otro lado.

– ¿Podría estar escondida en una de esas habitaciones?

No era sutil, eso estaba claro.

– ¿Escondida? -La dama del jersey lavanda se volvió también en nuestra dirección-.

Estoy segura de que no hay nadie escondido nuestra iglesia. ¿Quiere que llame al párroco? ¿Necesita ayuda?

El bibliotecario reculó.

– Oh, no, no -dijo-. Debo haber cometido un error.

– ¿Le interesa alguno de nuestros libros?

– Oh, no. -Retrocedió por el pasillo-. No, gracias.

Le vi mirar en torno a él una vez más, y después desapareció de mi vista. Se oyó un pesado crujido, un golpe sordo: la puerta principal que se cerraba a su espalda. Hice una señal con la cabeza en dirección a Helen, y ella suspiró aliviada, pero esperamos unos minutos más, mirándonos por encima de la pila. Helen fue la primera en bajar la vista, con el ceño fruncido. Sabía que se estaría preguntando cómo demonios se había metido en aquella situación, y qué significaba en realidad. Su pelo era lustroso, negro como el ébano. Hoy tampoco llevaba sombrero.

– La está buscando -dije en voz baja.

– Tal vez le está buscando a usted.

Indicó el sobre que yo sostenía.

– Se me ocurre una idea extraña -dije poco a poco-. Quizá sepa dónde está Rossi.

Ella volvió a fruncir el ceño.

– Nada de esto tiene demasiado sentido, ¿verdad? -murmuró.

– No puedo permitir que vuelva a la biblioteca. Ni a su residencia. La buscará en ambos lugares.

– ¿Permitirme? -repitió en tono ominoso.

– Señorita Rossi, por favor. ¿Quiere protagonizar la próxima desaparición?

La joven guardó silencio.

– ¿Cómo piensa protegerme?

Su voz transmitía una nota burlona, y pensé en su extraña infancia, su huida a Hungría en el útero de su madre, la astucia política que le había permitido viajar al otro lado del mundo para perpetrar su venganza académica. Siempre que su historia fuera cierta, por supuesto.

– Tengo una idea -dije lentamente-. Sé que esto va a sonar… indecoroso, pero me sentiría mejor si me hiciera caso. Podemos llevarnos algunos… amuletos de la iglesia. – Enarcó las cejas-. Encontraremos algo… Velas, crucifijos, o algo por el estilo. Un poco de ajo camino de casa…, quiero decir, de mi apartamento… -Las cejas de Helen se elevaron más-. O sea, si consintiera en acompañarme y pudiera… Es posible que mañana tenga que irme de viaje, pero usted podría…

– ¿Dormir en el sofá?

Se había puesto los guantes de nuevo y se cruzó de brazos. Sentí que me ruborizaba.

– No puedo permitir que vuelva a su residencia, sabiendo que tal vez la persiguen… Ni a la biblioteca, por supuesto. Además, hemos de hablar de más cosas. Me gustaría saber qué opina su madre…

– Podemos hablar de eso aquí, ahora mismo -replicó con frialdad, pensé-. En cuanto al bibliotecario, dudo que sea capaz de seguirme hasta donde vivo, a menos que… -¿Tenía una especie de hoyuelo en un lado de la severa barbilla, o era el sarcasmo?-. A menos que ya pueda convertirse en murciélago. Verá usted, nuestra ama de llaves no permite vampiros en nuestras habitaciones. Ni hombres, por descontado. Además, espero que me siga hasta la biblioteca.

– ¿Espera?

Me quedé de una pieza.

– Ese hombre sabía que no iba a hablar con nosotros aquí, en la iglesia. Nos estará esperando fuera. Tengo que habérmelas con él -de nuevo aquel extraordinario inglés-, porque está intentando entrometerse en los privilegios que he conseguido en la biblioteca, y usted cree que puede proporcionarle información sobre mi…; sobre el profesor Rossi. ¿Por qué no dejamos que me siga? Hablaremos de mi madre por el camino. -Un gran escepticismo debió reflejarse en mi rostro, porque rió de repente y mostró sus dientes, blancos y regulares-. No va a saltar sobre ti a plena luz del día, Paul.

21

No vimos ni rastro del bibliotecario al salir de la iglesia. Nos encaminamos hacia la biblioteca (mi corazón martilleaba, aunque Helen aparentaba frialdad), con los dos crucifijos que cogimos en el vestíbulo de la iglesia en nuestros bolsillos («Llévese un crucifijo y deje una limosna»). Para mi decepción, Helen no habló de su madre. Yo tenía la sensación de que sólo estaba cooperando momentáneamente con mi locura, de que iba a desaparecer de nuevo en cuanto llegáramos a la biblioteca, pero volvió a sorprenderme.

– Está ahí detrás -dijo en voz baja, a unas dos manzanas de la iglesia-. Le vi cuando doblamos la esquina. No mires atrás. -Reprimí una exclamación y seguimos andando-.

Voy a subir a las estanterías de los últimos pisos de la biblioteca -dijo-. ¿Qué te parece el séptimo? Es la primera zona tranquila de verdad. No subas conmigo. Es más probable que me siga a mí, si voy sola, que no a ti. Eres más fuerte.

– No vas a hacer nada por el estilo -murmuré-. Conseguir información sobre Rossi es mi problema.

– Conseguir información sobre Rossi es, precisamente, mi problema -masculló en respuesta-. Haz el favor de no pensar que te estoy haciendo un favor, señor Comerciantes Holandeses.

La miré de soslayo. Me estaba acostumbrando a su humor áspero» me di cuenta, y algo en la curva de su mejilla, al lado de aquella larga nariz recta, parecía casi juguetón, humorístico.

– De acuerdo. Pero te seguiré muy de cerca, y si te metes en algún lío, apareceré en una fracción de segundo para ayudarte.

Nos separamos en las puertas de la biblioteca con muestras de cordialidad.

– Buena suerte en su investigación, señor Holandés -dijo Helen, y estrechó mi mano con la suya enguantada.

– Y usted con la suya, señorita…

– Chsss -dijo ella, y se alejó.

Deambulé entre las pilas de cajones del fichero y saqué uno al azar para fingir que estaba ocupado: «Ben Hur. Benedictine». Con la cabeza agachada, aún podía ver el mostrador de préstamos. Helen estaba solicitando una hoja de permiso para consultar las estanterías, su forma alta y delgada envuelta en la chaqueta negra, dando la espalda con decisión a la larga nave de la biblioteca. Entonces vi que el bibliotecario se deslizaba con sigilo al otro lado de la nave, pegado a la otra mitad del fichero. Había llegado a la «H» cuando Helen avanzó hacia la puerta de las estanterías. Yo conocía esa puerta muy bien, la atravesaba casi a diario, y nunca antes se me había antojado amenazadora. Quedaba abierta de día, pero un guardia verificaba los permisos de entrada. Al cabo de un momento, la figura oscura de Helen había desaparecido en la escalera de hierro. El bibliotecario se demoró un minuto en la «G», y después buscó algo en el bolsillo de la chaqueta (comprendí que debía tener una identificación especial), exhibió una tarjeta y desapareció. Corrí a la mesa de préstamos.

– Me gustaría consultar esas estanterías, por favor -dije a la encargada. Nunca la había visto (era muy lenta), y me dio la impresión de que sus manos, redondas y pequeñas, manipulaban durante una eternidad las hojas de permiso antes de entregarme una. Por fin atravesé la puerta. Apoyé con cautela un pie en la escalera y alcé la vista. Desde cada piso sólo podías ver el nivel siguiente a través de los peldaños metálicos, pero nada más. No vi ni rastro del bibliotecario, ni capté el menor sonido.

Subí al segundo piso, Economía y Sociología. El tercero también estaba desierto, a excepción de un par de estudiantes en sus cubículos. En el cuarto piso empecé a sentirme preocupado. Había demasiado silencio. Nunca habría debido permitir que Helen se ofreciera como cebo en esa misión. Recordé de repente la historia de Rossi sobre su amigo Hedges, lo cual me animó a acelerar el paso. El quinto piso (Arqueología y Antropología) estaba lleno de estudiantes que participaban en una especie de grupo de estudios, y comparaban notas sotto voce. Su presencia me alivió un poco. Nada espantoso podía suceder dos pisos más arriba. En el sexto oí pasos encima de mí, y en el séptimo (Historia) me detuve, sin saber cómo entrar en las estanterías sin delatar mi presencia.

Al menos, conocía bien ese piso. Era mi reino, y habría podido recitar de memoria el emplazamiento de cada cubículo y cada silla, cada fila de libros grandes. Al principio, Historia parecía tan silencioso como los demás pisos, pero al cabo de un momento capté una conversación apagada procedente de un rincón de las estanterías. Avancé con sigilo hacia allí, dejé atrás Babilonia y Asiria, procurando no hacer el menor ruido. Entonces oí la voz de Helen. Estaba seguro de que era la de Helen, y después una desagradable voz rasposa, que debía de ser la del bibliotecario. El corazón me dio un vuelco. Estaban en la sección medieval (ya la conocía muy bien), y me acerqué lo bastante para oír sus palabras, aunque no podía correr el riesgo de asomarme al extremo de la siguiente estantería. Daban la impresión de encontrarse al otro lado de los estantes que habían a mi derecha.

– ¿Es eso cierto? -estaba preguntando Helen en tono hostil.

Sonó de nuevo la voz rasposa.

– No tiene ningún derecho a husmear en esos libros, jovencita.

– ¿Esos libros? ¿No son propiedad de la biblioteca? ¿Quién es usted para confiscar libros de la biblioteca universitaria?

La voz del bibliotecario sonó irritada y plañidera al mismo tiempo.

– No ha de tocar esos libros. No son apropiados para una señorita. Devuélvalos hoy y no se hable más.

– ¿Quién los desea hasta tal punto? -La voz de Helen era firme y clara-. ¿Acaso están relacionados con el profesor Rossi?

Agazapado detrás del Feudalismo inglés, no estaba seguro de si encogerme o lanzar vítores.

No sabía lo que pensaba Helen de todo aquello, pero al menos estaba intrigada. Al parecer, no me consideraba loco. Y quería ayudarme, aunque sólo fuera para recabar información sobre Rossi y utilizarla para sus propios fines.

– ¿El profesor qué? No sé a qué se refiere -replicó con brusquedad el bibliotecario.

– ¿Sabe dónde está? -contraatacó Helen.

– Jovencita, no tengo ni idea de qué está hablando, pero necesito que devuelva esos libros, para los cuales la biblioteca tiene otros planes, o se producirán graves consecuencias para su carrera académica.

– ¿Mi carrera? -se burló Helen-. No puedo devolver esos libros en este momento.

Tengo que hacer un trabajo importante con ellos.

– En ese caso, tendré que obligarla a devolverlos. ¿Dónde están?

Oí un paso, como si Helen se hubiera apartado. Yo estaba a punto de doblar el extremo de la estantería y golpear a la desagradable comadreja con un infolio de las abadías cistercienses, cuando Helen jugó una nueva carta.

– Le propongo algo -dijo-. Si me dice alguna cosa sobre el profesor Rossi, tal vez le enseñe… -hizo una pausa- un pequeño mapa que vi hace poco.

El estómago me dio un vuelco. ¿El mapa? ¿En qué estaba pensando Helen? ¿Por qué proporcionaba una información tan vital? El mapa podía ser nuestra posesión máspeligrosa, si el análisis efectuado por Rossi sobre su significado era cierto, y la más importante. Mi posesión más peligrosa, me corregí. ¿Me estaba traicionando Helen? Lo comprendí en un segundo: quería usar el mapa para adelantar a Rossi, completar su investigación, utilizarme para averiguar todo lo que él había averiguado y entregado a mi consideración, publicarlo, desenmascararle… Sólo tuve tiempo para esa fugaz revelación, porque enseguida el bibliotecario lanzó un rugido.

– ¡El mapa! ¡Usted tiene el mapa de Rossi! ¡La mataré con tal de obtener ese mapa! -Una exclamación ahogada de Helen, después un grito y un golpe sordo-. ¡Deje eso! -chilló el bibliotecario.

Me abalancé sobre él. Su pequeña cabeza golpeó el suelo con un impacto que también hizo vibrar mis sesos. Helen se acuclilló a mi lado. Estaba muy pálida, pero serena. Estaba sosteniendo en alto el crucifijo que había cogido en la iglesia, extendido hacia el hombre, que se revolvía y escupía bajo mi peso. El bibliotecario era débil, y pude inmovilizarle más o menos durante unos minutos, por suerte para mí, porque había pasado los tres últimos años examinando frágiles documentos holandeses, no levantando pesas. Se debatió y apoyé la rodilla sobre sus piernas.

– ¡Rossi! -chilló-. ¡No es justo! Yo tendría que haber ido en su lugar. ¡Me tocaba a mí! ¡Déme el mapa! Esperé tanto tiempo… ¡Veinte años de investigaciones para esto!

Empezó a sollozar, un sonido feo, lastimero. Cuando su cabeza se agitó de un lado a otro, vi la doble herida cerca del borde del cuello de su camisa, dos agujeros cubiertos de costras.

Mantuve las manos alejadas de ellos lo máximo posible.

– ¿Dónde está Rossi? -rugí-. Dinos ahora mismo dónde está. ¿Le atacaste?

Helen acercó más la cruz y el hombre volvió la cara hacia el otro lado, mientras se retorcía bajo mis rodillas. Era asombroso para mí, incluso en ese momento, ver el efecto del símbolo en aquel ser. ¿Era Hollywood, superstición o historia? Me pregunté cómo había podido entrar en la iglesia, pero recordé que se había mantenido alejado del altar y las capillas, y hasta de la anciana que cuidaba del altar.

– ¡Yo no le toqué! ¡No sé nada de eso!

– Oh, sí, ya lo creo que sabes.

Helen se acercó un poco más a nosotros. Su expresión era feroz, pero estaba muy pálida, y observé que con la mano libre se cubría el cuello.

– ¡Helen!

Debí de lanzar una exclamación en voz alta, pero ella me acalló con un ademán y fulminó con la mirada al bibliotecario.

– ¿Dónde está Rossi? ¿Qué habías esperado durante años? -El hombre se encogió-. Voy a apoyarte esto en la cara -dijo, y bajó el crucifijo.

– ¡No! -chilló el bibliotecario-. Se lo diré. Rossi no quería ir. Yo sí. No fue justo. ¡Se llevó a Rossi en lugar de a mí! Se lo llevó por la fuerza. Yo habría ido por mi propia voluntad para servirle, para ayudarle, para catalogar…

De pronto, cerró la boca.

– ¿Qué? -Le di un leve golpe contra el suelo para advertirle-. ¿Quién se llevó a Rossi?

¿Le oculta en algún sitio?

Helen sostuvo el crucifijo delante de su nariz, y el hombre se puso a sollozar de nuevo.

– Mi amo -lloriqueó. Helen, a mi lado, respiró hondo y se meció hacia atrás, como si las palabras la hubieran obligado a retroceder.

– ¿Quién es tu amo? -Hundí la rodilla en su pierna-. ¿Adónde llevó a Rossi?

Los ojos de la comadreja echaban chispas. Era una visión terrible: la contorsión, las facciones humanas normales convertidas en un horrible jeroglífico.

– ¡Donde tendría que haberme llevado a mí! ¡A la tumba!

Tal vez había aflojado mi presa, o quizá su confesión le dotó de nuevas fuerzas, como aterrorizado de ella, comprendí más tarde. En cualquier caso, consiguió liberar de pronto una mano, giró en redondo como un escorpión y dobló hacia atrás la muñeca de la mano con la que lo sujetaba por los hombros. El dolor fue insoportable y retiré la mano, enfurecido. Desapareció antes de que yo pudiera comprender lo sucedido, y le perseguí escaleras abajo, dejando atrás el seminario de estudiantes y los reinos silenciosos de conocimiento. Pero me estorbaba el maletín, que aún asía en la mano. Incluso en el primer momento de la persecución, comprendí, no había querido soltarlo. O arrojarlo a Helen. Ella le había hablado del mapa. Era una traidora. Y él la había mordido, aunque sólo por un instante. ¿Estaría contaminada?

Por primera y última vez atravesé corriendo la nave silenciosa de la biblioteca en lugar de hacerlo andando, viendo tan sólo a medias los rostros atónitos que se volvían hacia mí. Ni rastro del bibliotecario. Podía haberse escondido en cualquier zona apartada, comprendí cualquier mazmorra de catalogación o en el armario de los artículos de limpieza. Abrí la pesada puerta principal, una abertura practicada en las grandes puertas dobles de estilo gótico, que nunca estaban abiertas del todo. Entonces paré en seco. El sol de la tarde me cegó como si yo también hubiera estado viviendo en un mundo subterráneo, una cueva infestada de murciélagos y roedores. En la calle, delante de la biblioteca, se habían detenido varios coches. De hecho, el tráfico estaba parado, y una muchacha con uniforme de camarera estaba llorando en la acera y señalaba algo. Alguien estaba gritando, y había un par de hombres arrodillados junto a una de las ruedas delanteras de uno de los coches parados. Las piernas del bibliotecario sobresalían por debajo del coche, torcidas en un ángulo imposible. Tenía un brazo alzado por encima de su cabeza. Estaba tumbado cabeza abajo sobre el pavimento, en un pequeño charco de sangre, dormido para siempre.

22

Mi padre se resistía a llevarme a Oxford. Estaría allí seis días, dijo, mucho tiempo para saltarme el colegio de nuevo. Me sorprendió que aceptara dejarme en casa. No lo había hecho desde que había descubierto el libro del dragón. ¿Pensaba dejarme con precauciones especiales? Indiqué que nuestro periplo por la costa yugoslava había durado casi dos semanas, sin la menor señal de detrimento en la calidad de mis deberes. Dijo que la educación siempre era lo primero. Señalé que él siempre había defendido que viajar era la mejor forma de educación posible, y que mayo era el mes más agradable para viajar. Le mostré mis últimas notas, llenas de sobresalientes, y un examen de historia en que mi profesor, bastante ampuloso, había escrito: «Demuestras una perspicacia extraordinaria en la naturaleza de la investigación histórica, especialmente en alguien de tu edad», un comentario que me había aprendido de memoria y repetía a menudo antes de dormir como si fuera un mantra.

Mi padre vaciló visiblemente, y dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa de una forma que significaba una pausa en la cena, que tomábamos en el viejo comedor holandés, no el final del primer plato. Dijo que su trabajo le impediría esta vez enseñarme la ciudad como se merecía, y que no quería estropear mis primeras impresiones de Oxford teniéndome encerrada en algún sitio. Dije que prefería estar encerrada en Oxford que en casa con la señora Clay. En ese momento bajamos la voz, aunque era la noche libre de la mujer.

Además, yo ya era lo bastante mayor, dije, para ir a pasear sola. Él dijo que no sabía si era una buena idea que yo fuera, puesto que aquellas conversaciones prometían ser bastante…tensas. Quizá no fuera muy… Pero no pudo continuar y supe por qué. Al igual que yo no podía esgrimir mi verdadera razón de querer ir a Oxford, él no podía utilizar la suya para impedirlo. No podía decirle en voz alta que no podía soportar dejarle, con sus ojeras y los hombros y la cabeza encorvados por el agotamiento, lejos de mi vista. Y él no podía replicar en voz alta que tal vez no estaría a salvo en Oxford, y que por lo tanto yo no estaría a salvo en su compañía. Guardó silencio uno o dos minutos, y después me preguntó con mucha gentileza qué había de postre, y yo traje el temible budín de arroz con pasas de Corinto que la señora Clay siempre dejaba a modo de compensación por ir al cine en el British Center sin nosotros.

Yo había imaginado Oxford silencioso y verde, una especie de catedral al aire libre donde rectores vestidos a la usanza medieval paseaban por los terrenos, cada uno con un solo estudiante a su lado, hablando de historia, literatura, teología abstrusa. La realidad era mucho más animada: motos ruidosas, coches pequeños que corrían de un lado a otro, y que no atropellaban a los estudiantes de milagro cuando cruzaban las calles, una multitud de turistas que fotografiaban una cruz en la acera, donde hacía cuatrocientos años habían quemado en la hoguera a dos obispos, antes de que existieran aceras. Tanto los rectores como los estudiantes iban vestidos a la moda, sobre todo con jerseys de lana, pantalones de franela oscura los rectores, y tejanos los alumnos. Pensé con pesar que, en los tiempos de Rossi, unos cuarenta años antes de que bajáramos del autobús en Broad Street, en Oxford debía vestirse con más dignidad.

Entonces vi por primera vez un colegio mayor, que se alzaba sobre su recinto amurallado bajo la luz de la mañana, y cerca de éste la forma perfecta de la Cámara Radcliffe, que tomé al principio por un observatorio pequeño. Al otro lado se elevaban las agujas de una gran iglesia color pardo amarillento, y a lo largo de la calle corría una pared, tan vieja que hasta los líquenes parecían antiguos. Fui incapaz de imaginar qué habrían pensado de nosotros quienes nos hubieran visto en aquellas calles cuando la pared era joven, yo con mi vestido rojo corto, las medias blancas de punto y la bolsa de los libros, mi padre con la chaqueta azul marino y los pantalones grises, el jersey negro de cuello de cisne y el sombrero de tweed, cada uno cargado con una maleta pequeña.

– Ya hemos llegado -anunció mi padre, y con gran placer mío nos paramos ante una puerta practicada en la pared cubierta de líquenes. Estaba cerrada con llave, y esperamos hasta que un estudiante la abrió.

En Oxford, mi padre debía hablar en un congreso sobre las relaciones políticas entre Estados Unidos y la Europa del Este, ahora en pleno deshielo. Como la universidad iba a ser la sede del congreso, estábamos invitados a hospedarnos en casa del director de un colegio. Los directores, explicó mi padre, eran dictadores benévolos que cuidaban de los estudiantes que vivían en cada colegio. Cuando atravesamos la entrada, baja y oscura, y salimos al sol cegador del patio del colegio, caí en la cuenta por primera vez de que en poco tiempo yo también iría a la universidad, de modo que crucé los dedos sobre el asa de la bolsa de los libros y recé en voz baja para encontrar un paraíso como ése.

Estábamos rodeados de losas desgastadas, interrumpidas de vez en cuando por umbrosos árboles, viejos, serios y melancólicos, con algún banco debajo. A los pies del edificio principal del colegio había un rectángulo de hierba perfecta y un estrecho estanque de agua.

Era uno de los más antiguos de Oxford, fundado por Eduardo III en el siglo XIII, con nuevos añadidos de arquitectos isabelinos. Hasta la parcela de hierba inmaculada parecía venerable. Nunca vi a nadie que la pisara.

Rodeamos el agua y la hierba y nos encaminamos a la oficina del portero, que encontramos nada más entrar, y desde allí a una serie de aposentos contiguos a la casa del director.

Dichos aposentos debían pertenecer al proyecto original del colegio, aunque era difícil decir para qué habían sido utilizados. Eran de techo bajo, chapados en madera oscura y con diminutas ventanas emplomadas. La habitación de ttu padre tenía colgaduras azules. La mía, para mi infinita satisfacción, una alta cama con dosel de calicó estampado.

Deshicimos un poco el equipaje, nos lavamos las caras de viajeros en una jofaina de color amarillo pálido, en el cuarto de baño que compartíamos, y fuimos a conocer a Master James, quien nos estaba esperando en su despacho, situado al otro lado del edificio. Resultó ser un hombre cordial y afable, de pelo cano y una cicatriz abultada en un pómulo. Me gustó su apretón de manos cálido y la expresión de sus grandes ojos color avellana, algo protuberantes. No pareció resultarle extraño que acompañara a mi padre al congreso, y hasta llegó a sugerir que visitara el colegio en compañía de su asistente aquella tarde. Su asistente, explicó, era un estudiante muy cortés y bien informado, todo un caballero. Mi padre dijo que era una idea excelente. Iba a estar muy ocupado con sus reuniones, y sería estupendo que yo pudiera ver todos los tesoros del lugar durante mi estancia.

Aparecí impaciente a las tres de la tarde, con mi nueva boina en una mano y la libreta en la otra, pues mi padre había sugerido que tomara notas de la visita para algún futuro trabajo del colegio. Mi guía era un estudiante larguirucho de pelo rubio a quien Master James presentó como Stephen Barley. Me gustaron las manos finas, surcadas por venas azules, de Stephen, así como el grueso jersey de pescador. Atravesar el patio a su lado me dio la sensación de ser aceptada temporalmente en aquella comunidad elitista. También me proporcionó mi primer y leve temblor de pertenencia sexual, la sensación escurridiza de que si deslizaba la mano en la de él mientras paseábamos se abriría una puerta en la larga pared de la realidad que yo conocía y nunca más volvería a cerrarse. Ya he explicado que había llevado una vida muy protegida, tan protegida, comprendo ahora, que a los diecisiete años aún no me había dado cuenta de lo estrechos que eran sus confines. El temblor de rebeldía que experimenté caminando al lado de un apuesto estudiante universitario se abalanzó sobre mí como un son musical procedente de una cultura extraña. No obstante, agarré mi libreta y mi infancia con más fuerza y le pregunté por qué el patio era sobre todo de piedra en lugar de hierba.

Me sonrió.

– La verdad, no lo sé. Nadie me lo había preguntado nunca.

Me condujo al comedor, un granero de techo alto y vigas, de estilo Tudor, lleno de mesas de madera, y me enseñó el lugar donde un joven conde de Rochester había grabado algo obsceno en un banco mientras cenaba. La sala estaba rodeada de ventanas emplomadas, cada una adornada en el centro con una escena antigua de buenas obras: Thomas Becket arrodillado ante un lecho de muerte, un sacerdote con hábito largo sirviendo sopa a una fila de pobres, un médico medieval vendando la pierna de alguien. Sobre el banco de Rochester había una escena que me intrigó: un hombre con una cruz alrededor del cuello y un palo en la mano, inclinado sobre lo que parecía un montón de trapos negros.

– Ah, eso es una verdadera curiosidad -me dijo Stephen Barley-. Estamos muy orgullosos de él. Este hombre es un catedrático de los primeros tiempos del colegio, y está atravesando con una estaca el corazón de un vampiro.

Le miré sin habla durante un momento.

– ¿Había vampiros en Oxford en aquellos tiempos? -pregunté por fin.

– No sé nada de eso -admitió mi acompañante, sonriente-, pero existe la tradición de que los primeros estudiosos del colegio ayudaron a proteger al campesinado de los vampiros. De hecho, recogieron una gran cantidad de leyendas sobre los vampiros, un material muy pintoresco que aún podrás ver en la Cámara Radcliffe, al otro lado de la calle.

La leyenda afirma que ni siquiera los primeros rectores tenían libros de ocultismo guardados en el colegio, de modo que los fueron colocando en diversos sitios, hasta que terminaron en la Cámara Radcliffe.

De pronto me acordé de Rossi y me pregunté si habría visto algo de esa vieja colección.

– ¿Hay alguna manera de averiguar los nombres de estudiantes del pasado, de hará unos cincuenta años, de este colegio? ¿Estudiantes de posgrado?

– Por supuesto. -Mi acompañante me miró con curiosidad-. Puedo preguntarle al director, si quieres.

– Oh, no. -Sentí que me ruborizaba, la maldición de mi juventud-. No es nada importante. Pero… ¿podría ver la colección sobre los vampiros?

– Te gustan las historias de terror, ¿eh? -Parecía divertido-. No hay gran cosa que ver, algunos infolios antiguos y un montón de libros encuadernados en piel. Como quieras.

Ahora iremos a ver la biblioteca del colegio, no te la puedes perder, y luego te acompañaré a la Cámara.

La biblioteca era, por supuesto, una de las joyas de la universidad. Desde aquel día inocente he visto casi todos esos colegios y conocido algunos de ellos íntimamente, paseado por sus bibliotecas, capillas y refectorios, dado conferencias en sus salas de seminarios y tomado té en sus salones sociales. Puedo decir que no hay nada comparable a aquella primera biblioteca universitaria que vi, salvo quizá la capilla del Colegio de la Magdalena, con su divina ornamentación. En primer lugar entramos en una sala de lectura rodeada de vidrieras, similar a un terrario alto, en la cual los estudiantes, raras plantas cautivas, estaban sentados a mesas cuya antigüedad era casi tan grande como la del propio colegio. Lámparas extrañas colgaban del techo, y enormes esferas de la era de Enrique VIII se alzaban sobre pedestales en las esquinas. Stephen Barley señaló los numerosos volúmenes de la edición original del Oxford English Dictionary que llenaban los estantes de una pared. Otros estaban ocupados por atlas de muchos siglos de antigüedad, otros por antiguos libros nobiliarios y obras sobre historia de Inglaterra, otros por libros de texto en latín y griego de todas las épocas de la existencia del colegio. En el centro de la sala se alzaba una gigantesca enciclopedia sobre un estrado barroco tallado, y cerca de la entrada de la siguiente sala descansaba una vitrina en la que podía verse un libro antiguo de aspecto severo. Stephen me dijo que era una Biblia de Gutenberg. Sobre nosotros, una claraboya redonda, como el oculus de una iglesia bizantina, dejaba entrar largos chorros de luz solar.

Volaban palomas sobre nuestras cabezas. La luz polvorienta bañaba las caras de los estudiantes que leían y volvían páginas en las mesas y acariciaba sus gruesos jerseys y rostros serios. Era un paraíso de la cultura, y recé para que algún día me admitieran en él.

La siguiente estancia era una enorme sala con balcones, escaleras de caracol, un triforio alto de cristal antiguo. Todas las paredes disponibles estaban tapizadas de libros desde el suelo de piedra al techo abovedado. Vi centenares de metros de volúmenes encuadernados en piel, hileras de carpetas, masas de pequeños volúmenes del siglo XIX de color rojo oscuro.

¿Qué podía haber en todos esos libros?, me pregunté. ¿Comprendería algo de ellos? Mis dedos ardían en deseos de bajar unos cuantos de los estantes, pero no me atrevía ni a tocarlos. No estaba segura de si esto era una biblioteca o un museo. Debía de estar mirando a mi alrededor con la emoción pintada en la cara, porque de repente vi que mi guía estaba sonriendo, divertido.

– No está mal, ¿eh? Debes de ser un ratón de biblioteca. Ven, ahora que ya has visto lo mejor, iremos a la Cámara.

El día transparente y los ruidosos coches eran todavía más molestos después del silencio de la biblioteca. No obstante, tuve que darles las gracias por un repentino regalo: cuando cruzamos la calle a toda prisa, Stephen me cogió de la mano hasta llegar al otro lado. Podría haber sido el perentorio hermano mayor de cualquiera, pensé, pero el contacto de aquella palma seca y cálida envió señales hormigueantes a la mía, que siguió ardiendo después de que él la soltara. Estaba segura, después de mirar con disimulo su perfil risueño e impertérrito, de que el mensaje había sido unidireccional. Pero para mí fue suficiente haberlo recibido. La Cámara Radcliffe, como sabe todo anglófilo, es uno de los atractivos más grandes de la arquitectura inglesa, hermosa y extraña, un gigantesco barril lleno de libros. Una orilla se alza casi en la calle, pero un amplio jardín rodea el resto del edificio. Entramos en silencio, aunque un grupo de turistas parlanchines ocupaban el centro del glorioso interior redondo.

Stephen indicó varios aspectos del diseño del edificio, estudiado en todos los cursos de arquitectura inglesa, descrito en todas las guías. Era un lugar encantador y conmovedor, y yo no dejaba de mirar a mi alrededor, mientras pensaba en que era un depósito extraño para guardar material siniestro. Por fin, Stephen me guió hasta una escalera y subimos al balcón.

– Hacia allí. -Indicó una puerta en la pared, practicada tras una verdadera muralla de libros-. Ahí dentro hay una pequeña sala de lectura. Sólo he entrado una vez, pero creo que es donde guardan la colección sobre vampirismo.

La habitación, poco iluminada, era muy pequeña, y también silenciosa, muy alejada de las voces de los turistas de abajo. Volúmenes de aspecto antiguo abarrotaban los estantes, con encuadernaciones de color caramelo y quebradizas como hueso viejo. Entre ellos, una calavera humana alojada en el interior de una pequeña vitrina dorada daba testimonio de la naturaleza morbosa de la colección. La cámara era tan pequeña, de hecho, que sólo había espacio en el centro para una mesa de lectura, contra la cual casi tropezamos al entrar. Eso tuvo como resultado que nos encontramos cara a cara con el estudioso sentado a ella, que pasaba las páginas de un quebradizo volumen y tomaba rápidas notas en un bloc de papel.

Era un hombre pálido, bastante demacrado. Sus ojos eran pozos oscuros, sobresaltados y perentorios, pero también absortos cuando levantó la vista. Era mi padre.

23

En la confusión de ambulancias, coches de policía y espectadores que acompañó al traslado del cadáver del bibliotecario, me quedé petrificado un momento. Era horrible, impensable, que hasta la vida del hombre más desagradable hubiera terminado de una forma tan repentina, pero mi siguiente preocupación fue Helen. Se estaba congregando una multitud con gran celeridad, y me abrí paso para ir en su busca. Sentí un alivio infinito cuando ella me encontró antes, y anunció su presencia dándome un golpecito sobre el hombro desde atrás con su mano enguantada. Estaba pálida, pero serena. Se había envuelto la garganta con el pañuelo, y la visión de su suave cuello me hizo temblar.

– Esperé unos minutos, y después te seguí escaleras abajo -me dijo-. Quiero darte las gracias por venir en mi ayuda. Ese hombre era un bruto. Fuiste muy valiente.

Me sorprendió la expresión cariñosa de su cara.

– De hecho, tú fuiste la valiente. Y te hizo daño -dije en voz baja. Intenté no señalar en público su cuello-. ¿Te…?

– Sí -dijo en voz baja. Instintivamente, nos acercamos más, para que nadie pudiera oír nuestra conversación-. Cuando se precipitó sobre mí, me mordió en la garganta. -Dio la impresión de que sus labios temblaban un momento, como si fuera a llorar-. No chupó mucha sangre, no hubo tiempo. Y duele muy poco.

– Pero tú… tú…

Yo estaba tartamudeando, sin dar crédito a mis oídos.

– No creo que se haya infectado -dijo Helen-. Sangró muy poco y he cerrado la herida lo mejor posible.

– ¿Deberíamos ir al hospital? -Me arrepentí en cuanto lo dije, en parte por su aspecto agotado-. ¿O podríamos curarla sin ayuda? -Creo que casi estaba imaginando que podríamos eliminar el veneno, como si fuera una mordedura de serpiente. El dolor que expresaba su rostro consiguió oprimirme el corazón. Entonces recordé que ella había traicionado el secreto del mapa-. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

– Sé lo que te estás preguntando -me interrumpió al punto, y su acento se hizo más pronunciado-. No se me ocurrió ofrecerle otro cebo, y quería ver su reacción. No le habría dado el mapa, ni más información. Te lo prometo.

La estudié con suspicacia. Su expresión era seria, su boca cerrada en una curva sombría.

– ¿No?

– Te doy mi palabra -se limitó a decir-. Además -su sonrisa sarcástica sustituyó a la mueca-, no tengo por qué compartir lo que puedo utilizar sólo en mi beneficio, ¿verdad?

Pasé esta frase por alto, pero algo en su expresión calmó mis temores.

– Su reacción fue sumamente interesante, ¿no?

Ella asintió.

– Dijo que habrían debido permitirle ir a la tumba, y que a Rossi se lo llevó alguien. Es muy extraño, pero daba la impresión de saber algo sobre el paradero de mi…, del director de tu tesis. Me cuesta creer toda esta historia de Drakulya, pero puede que algún grupo ocultista haya secuestrado al profesor Rossi o algo por el estilo.

Esta vez fui yo quien asintió, aunque mi credulidad era ciertamente superior a la de ella.

– ¿Qué harás ahora? -preguntó con curiosa indiferencia.

No había pensado mi respuesta antes de verbalizarla.

– Ir a Estambul. Estoy convencido de que allí hay un documento, como mínimo, que Rossi nunca tuvo la oportunidad de examinar, y que tal vez contenga información sobre una tumba, quizá la tumba de Drácula en el lago Snagov.

Ella rió.

– ¿Por qué no te tomas unas pequeñas vacaciones en mi Rumanía natal? Podrías ir al castillo de Drácula con una estaca de plata en la mano, o visitar Snagov. Me han dicho que es un lugar muy agradable para ir de excursión.

– Escucha -dije irritado-, sé que todo esto es muy peculiar, pero debo seguir cualquier pista sobre la desaparición de Rossi. Y tú sabes muy bien que un ciudadano norteamericano no puede atravesar el Telón de Acero para buscar a alguien. -Mi lealtad debió avergonzarla un poco, porque no contestó-. Quiero preguntarte algo. Cuando salíamos de la iglesia, dijiste que tal vez tu madre poseyera información sobre la investigación de Rossi acerca de Drácula. ¿Qué querías decir?

– Sólo que cuando se conocieron, él le dijo que había ido a Rumanía para estudiar la leyenda de Drácula, y que ella cree en esa leyenda. Tal vez sabe más sobre la investigación de Rossi de lo que me ha dicho, no estoy segura. No habla con facilidad de estas cosas, y yo he estado siguiendo esta pequeña afición del querido pater familias por mediación de canales académicos, no en el seno de la familia. Tendría que haberla interrogado más a fondo sobre su experiencia.

– Un fallo curioso en una antropóloga -repliqué malhumorado. Convencido una vez más de que estaba de mi parte, sentí toda la irritación del alivio. Su cara se iluminó, risueña.

– Touchée, Sherlock. Se lo preguntaré la próxima vez que la vea.

– ¿Cuándo será eso?

– Dentro de un par de años, supongo. Mi valioso visado no me permite saltar a voluntad del Este a Occidente.

– ¿Nunca le escribes o la llamas?

Helen me miró fijamente.

– Ay, Occidente es un lugar tan inocente -dijo por fin-. ¿Crees que tiene teléfono?

¿Crees que no abren y leen mis cartas cada vez que llega una?

Me quedé en silencio, mortificado.

– ¿Cuál es ese documento que tanto ansias encontrar, Sherlock? -preguntó-. ¿Es bibliografía, algo sobre la Orden del Dragón? Lo vi en la última lista de sus papeles. Es lo único que no describe con minuciosidad. ¿Es eso lo que quieres encontrar?

Lo había adivinado, por supuesto. Me estaba haciendo una buena idea de sus poderes intelectuales, y pensé con cierta nostalgia en conversaciones que podríamos compartir si las circunstancias fueran diferentes. Por otra parte, no me gustaba que fuera tan perspicaz.

– ¿Por qué lo quieres saber? -repliqué-. ¿Para tu investigación?

– Por supuesto -contestó con seriedad-. ¿Te pondrás en contacto conmigo cuando vuelvas?

De repente, me sentí muy cansado.

– ¿Cuando vuelva? No tengo ni idea de en qué me estoy metiendo, y mucho menos de cuándo volveré. Quizá me ataque el vampiro cuando llegue adonde sea.

Había intentado expresarme con ironía, pero fui consciente de la irrealidad de toda la situación en cuanto hablé. Ahí estaba yo, delante de la biblioteca, como tantos cientos de veces antes, sólo que esa vez estaba hablando de vampiros (como si creyera en ellos) con una antropóloga rumana, y estábamos viendo un enjambre de conductores de ambulancia y agentes de policía en el lugar de una muerte en la que yo estaba implicado, al menos de manera indirecta. Intenté no contemplar su siniestra ocupación. Pensé que debía marcharme del patio cuanto antes, pero sin aparentar prisa. No podía permitir que la policía me detuviera en ese momento, ni siquiera para interrogarme unas pocas horas. Tenía mucho que hacer, y cuanto antes. Necesitaría un visado para Turquía, y un billete de avión, y dejar en casa una copia de la información que ya poseía. Ese trimestre no daba clases, gracias a Dios, pero debería presentar una excusa aceptable para el departamento, y dar una explicación a mis padres que les ahorrara preocupaciones.

Me volví hacia Helen.

– Señorita Rossi -dije-, Si no dices nada de esto a nadie te prometo que te llamaré en cuanto regrese. ¿Puedes contarme algo más? ¿Se te ocurre alguna manera de ponerme en contacto con tu madre antes de marchar?

– Ni yo misma puedo ponerme en contacto con ella, excepto por carta -dijo la joven-. Además, no habla inglés. Cuando vuelva a casa dentro de dos años, la interrogaré acerca de estos asuntos.

Suspiré. Dos años era demasiado tarde. Ya estaba experimentando una especie de angustia por tener que separarme de esa extraña compañera de pocos días (horas, en realidad), la única persona, además de mí, que sabía todo sobre la naturaleza de la desaparición de Rossi. Después de esto, estaría solo en un país en el que apenas había pensado nunca. No obstante, tenía que hacerlo. Extendí la mano.

– Gracias por aguantar a un lunático inofensivo durante un par de días. Si vuelvo sano y salvo, no dudes de que te informaré… Quiero decir que si regreso con tu padre sano y salvo…

Hizo un vago ademán con la mano enguantada, como si no le interesara en absoluto el regreso de Rossi, pero después estrechó mi mano con cordialidad. Tuve la impresión de que su firme apretón era mi último contacto con el mundo que conocía.

– Adiós -dijo-. Te deseo la mejor suerte posible en tu investigación.

Dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud. Los conductores de la ambulancia estaban cerrando las puertas. Yo también di media vuelta. Empecé a bajar la escalera para atravesar el patio. A unos treinta metros de la biblioteca, me detuve y miré hacia atrás, con la esperanza de ver la figura vestida de negro entre los curiosos. Sorprendido, vi que corría hacia mí. Me alcanzó enseguida y vi que un rubor acentuado cubría sus pómulos. Su expresión era perentoria.

– He estado pensando -dijo, y entonces enmudeció. Dio la impresión de que respiraba hondo-. Esto concierne a mi vida más que cualquier otra cosa en el mundo. -Su mirada era directa, desafiante-. No sé muy bien cómo hacerlo, pero creo que iré contigo.

24

Mi padre ofreció diversas excusas afables por haber estado estudiando la colección sobre vampiros de Oxford en lugar de acudir a su reunión. La habían cancelado, dijo, al tiempo que estrechaba la mano de Stephen Barley con su acostumbrada cordialidad. Mi padre dijo que había ido a la Cámara espoleado por una antigua obsesión. Entonces calló, se mordió el labio y probó de nuevo. Había estado buscando un poco de paz y tranquilidad (cosa muy creíble). Su gratitud por la presencia de Stephen, por la buena salud de Stephen, por su solidez, era palpable. Al fin y al cabo, ¿qué habría dicho mi padre si me hubiera presentado allí sola? ¿Cómo habría podido explicar, o cerrar como si tal cosa, el infolio que había bajo su mano? Lo hizo, pero demasiado tarde. Yo ya había visto el título de un capítulo que se destacaba sobre el grueso papel marfileño:

«Vampires de Provence et des Pyrénées».

Dormí muy mal aquella noche en la cama con dosel de calicó, y cada pocas horas

despertaba de algún sueño extraño. En una ocasión vi luz bajo la puerta del cuarto de baño que separaba mi habitación de la de mi padre, lo cual me tranquilizó. A veces, no obstante, esta sensación de que no estaba dormido, de silenciosa actividad en la habitación de al lado, me arrancaba de pronto de mi descanso. Cerca del amanecer, cuando una neblina color pizarra empezaba a insinuarse entre las cortinas, desperté por última vez.

Esta vez fue el silencio lo que me despertó. Todo estaba demasiado quieto: la tenue silueta de los árboles en el patio (aparté un poco las cortinas para mirar), el enorme armario contiguo a mi cama y, sobre todo, la habitación de mi padre. No esperaba que estuviera levantado a esa hora. En todo caso, estaría dormido todavía, tal vez roncando un poco si estaba tumbado de espaldas, intentando borrar las preocupaciones del día anterior, aplazando el agotador calendario de conferencias y seminarios y debates que le aguardaban.

Durante nuestros viajes, solía dar un leve golpecito en mi puerta cuando ya se había levantado, una invitación a darme prisa para reunirme con él y dar un paseo antes de desayunar.

Esa mañana el silencio me abrumaba, por ningún motivo en concreto, de modo que bajé de mi gran cama, me vestí y colgué una toalla de mi hombro. Me lavaría en la palangana del cuarto de baño e intentaría escuchar la respiración nocturna de mi padre. Llamé con suavidad a la puerta del cuarto de baño para asegurarme de que no estaba dentro. El silencio se hizo aún más intenso cuando me sequé la cara delante del espejo. Apliqué el oído a la puerta. Dormía sin emitir el menor sonido. Sabía que sería cruel interrumpir su bien merecido reposo, pero el pánico había empezado a trepar por mis piernas y brazos.

Llamé con suavidad. No se oyó nada dentro. Durante años habíamos respetado nuestra intimidad, pero ahora, con la luz grisácea del amanecer que entraba por la ventana del cuarto de baño, giré el pomo de la puerta.

Los pesados cortinajes del cuarto de mi padre seguían corridos, de manera que tardé unos segundos en vislumbrar el tenue perfil de muebles y cuadros. El silencio me erizó el vello de la nuca. Avancé un paso hacia la cama, le hablé, pero la cama estaba impecable en la habitación oscura. La habitación estaba vacía. Expulsé el aire contenido en mis pulmones.

Él se había ido, había salido a pasear solo, tal vez necesitaba soledad y tiempo para reflexionar. No obstante, algo me impulsó a encender la luz de la mesita de noche, mirar a mi alrededor con más detenimiento. Dentro del círculo de luminosidad había una nota dirigida a mí, y sobre la nota descansaban dos objetos que me sorprendieron: un pequeño crucifijo de plata colgado de una robusta cadena y una cabeza de ajos. La hiriente realidad de esos objetos consiguió revolver mi estómago, incluso antes de leer las palabras de padre.

Querida hija:

Siento sorprenderte así, pero he sido requerido para un nuevo asunto y no quería molestarte durante la noche. Estaré ausente unos días, espero. He acordado con Master James que vuelvas a casa en compañía de nuestro joven amigo Stephen Barley. Le han excusado de sus clases durante dos días, y te acompañará a Amsterdam esta noche. Yo quería que la señora Clay viniera a buscarte, pero su hermana está enferma y ha vuelto a Liverpool. Intentará estar en casa esta noche. En cualquier caso, estarás en buenas manos, y espero que sepas cuidar de ti con sensatez. No te preocupes por mi ausencia. Es un asunto confidencial, pero volveré a casa lo antes posible y te lo explicaré todo. En el ínterin, te pido con todo mi corazón que lleves el crucifijo en todo momento y que pongas unos ajos en cada uno de tus bolsillos. Ya sabes que nunca he querido obligarte a aceptar ninguna religión o superstición, y sigo siendo un firme incrédulo respecto a ambas. Pero hemos de enfrentarnos al mal con sus propias armas, en la medida de lo posible, y tú ya conoces el alcance de dichas armas. Desde mi corazón de padre te ruego que no hagas caso omiso de mis deseos en este punto.

Estaba firmada con cariño, pero vi que la había escrito a toda prisa. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Me ceñí de inmediato la cadena al cuello y dividí el ajo para alojarlo en los bolsillos de mi vestido. Era muy propio de mi padre, pensé mientras paseaba la vista alrededor del cuarto, hacer la cama con tal pulcritud en mitad de una silenciosa huida del colegio. Pero ¿a qué venían tantas prisas? Fuera cual fuera el asunto, no podía tratarse de una sencilla misión diplomática, de lo contrario me lo habría dicho. Con frecuencia debía reaccionar con celeridad a emergencias profesionales. Sabía que a veces debía marchar casi sin previo aviso cuando se producía una crisis al otro lado de Europa, pero siempre me decía adónde iba. Esta vez, me dijo mi corazón acelerado, no se había ido por trabajo. Además, debía estar en Oxford esta semana, dando conferencias y asistiendo a reuniones. No era de los que se zafaban de sus obligaciones a la primera de cambio. No. Su desaparición debía estar relacionada con la tensión que delataba en los últimos tiempos. Me di cuenta de que había estado temiendo algo parecido desde el primer momento. Además, había que tener en cuenta la escena de ayer en la Cámara Radcliffe, con mi padre absorto en… ¿Qué había estado leyendo exactamente? ¿Y adónde, oh, adónde habría ido? ¿Adónde, sin mí? Por primera vez en todos los años que recordaba, todos esos años en que mi padre me había protegido de la soledad de la vida sin una madre, sin hermanos, sin país natal, todos los años de ser padre y madre al mismo tiempo por primera vez, me sentí huérfana.

El director fue muy amable cuando aparecí con la maleta hecha y el impermeable colgado del brazo. Le expliqué que estaba dispuesta a viajar sola. Le aseguré que agradecía la oferta de que un solícito estudiante me acompañara a casa y que jamás olvidaría su gesto. Sentí una punzada al decirlo, una leve pero inconfundible punzada de decepción. ¡Qué agradable habría sido viajar un día con Stephen Barley, que me sonreiría desde el asiento de enfrente!

Pero había que decirlo. Llegaría a casa sana y salva dentro de unas horas, repetí,

reprimiendo la repentina imagen mental de una palangana de mármol rojo llena de agua melódica, temerosa de que aquel hombre sonriente pudiera adivinar mis pensamientos, pudiera leer en mi cara. Pronto llegaría a casa sana y salva y le llamaría para tranquilizar sus preocupaciones. Y luego, por supuesto, añadí con mayor duplicidad todavía, mi padre volvería a casa al cabo de unos pocos días.

Master James estaba seguro de que yo era capaz de viajar sola. Parecía una chica

independiente, sin la menor duda. Pero no podía (me dedicó una sonrisa todavía más bondadosa), no podía romper la palabra dada a mi padre, un viejo amigo. Yo era el tesoro mas preciado de mi padre, y no podía enviarme de vuelta a casa sin la protección adecuada.

No era porque no confiara en mí, sino por mi padre. Teníamos que mimarle un poco.

Stephen Barley se materializó antes de que yo pudiera seguir discutiendo, o asimilar la idea de que el director era un viejo amigo de mi padre, cuando yo creía que le había conocido dos días antes. Pero yo no tenía tiempo para digerir esta novedad. Stephen estaba esperando como si también fuera un viejo amigo mío, la chaqueta y la bolsa de viaje en la mano, y la verdad es que no me arrepentí de verle. Lamenté el rodeo que me iba a costar que me acompañara, aunque era imposible para mí no dar la bienvenida a su sonrisa o su «¡Me has librado de un trabajo!»

Master James fue más sobrio.

– Aún tienes trabajo, jovencito -le dijo-. Quiero que me llames desde Amsterdam en cuanto llegues, y quiero que hables con el ama de llaves. Aquí tienes dinero para tus billetes y algunas comidas, y me traerás las facturas. -Sus ojos color avellana destellaron-. Eso no quiere decir que no puedas comprar un poco de chocolate holandés en la estación.

Tráeme a mí también una tableta. No es tan bueno como el belga, pero qué le vamos a hacer. Iros ya, y sed sensatos. -Me dio un apretón de manos serio y su tarjeta-. Adiós, querida. Ven a vernos cuando pienses en ir a la universidad.

Ya fuera del despacho, Stephen tomó mi maleta.

– Vámonos. Tenemos billetes para las diez y media, pero no estaría mal llegar un poco antes.

El director y mi padre se habían ocupado de todos los detalles, observé, y me pregunté cuántas cerraduras más debería asegurar en casa. Sin embargo, ahora me aguardaban otros asuntos.

– Stephen -empecé.

– Llámame Barley. -Rió-. Todo el mundo me llama así, y ya estoy tan acostumbrado que me da escalofríos oír mi verdadero nombre.

– De acuerdo. -Su sonrisa era tan contagiosa hoy…-. Barley, ¿podría pedirte un favor antes de marcharnos? -Asintió-. Me gustaría entrar en la Cámara una vez más. Era tan bonita…, y me gustaría ver la colección de vampirismo. No pude mirarla bien.

Gimió.

– No cabe duda de que te gustan las cosas siniestras. Debe de ser herencia familiar.

– Lo sé.

Me sentí enrojecer.

– De acuerdo. Vamos a echar un vistazo rápido, pero luego tendremos que darnos prisa.

Master James me atravesará el corazón con una estaca si perdemos el tren.

La Cámara estaba tranquila aquella mañana, casi vacía, y subimos por una escalera pulimentada hasta el macabro rincón donde habíamos sorprendido a mi padre el día anterior. Reprimí un amago de lágrimas cuando entramos en la diminuta estancia. Horas antes, mi padre había estado sentado aquí, con aquella extraña mirada distante en sus ojos, y ahora ni siquiera sabía dónde estaba.

Me acordaba de dónde había guardado el libro, que había devuelto a su sitio como sin darle importancia mientras hablábamos. Tenía que estar debajo de la vitrina con la calavera, a la izquierda. Recorrí con un dedo el borde del estante. Barley estaba cerca de mí (era imposible no estar muy juntos en aquel estrecho espacio, pero yo deseaba que se alejara hacia el balcón), observando con franca curiosidad. Donde debería estar el libro había un hueco, como si faltara un diente. Me quedé petrificada. Mi padre jamás robaría un libro, de modo que ¿quién podía haberlo cogido? Pero un segundo después reconocí el libro, a un palmo de distancia. Alguien lo había movido desde la última vez que yo había entrado allí.

¿Había vuelto mi padre para echarle un segundo vistazo? ¿Otra persona lo había bajado del estante? Desvié la vista con suspicacia hacia la calavera de la vitrina, pero me devolvió una mirada insulsa, anatómica. Después bajé el volumen con mucho cuidado, la encuademación era de color hueso y una cinta negra de seda sobresalía del lomo. Lo deposité sobre la mesa y lo abrí. La portada rezaba: Vampires du Moyen Âge, Barón de Hejduke, Bucarest, 1886.

– ¿Por qué te interesa esta basura morbosa?

Barley estaba mirando por encima de mi hombro.

– Un trabajo para el colegio -murmuré. El libro estaba dividido en capítulos, tal como recordaba: «Vampires de la Toscane», «Vampires de la Normandie», y así sucesivamente.

Encontré el que buscaba al fin: «Vampires de Provence et des Pyrénées». Oh, Señor, ¿estaría mi francés a la altura? Barley estaba empezando a consultar su reloj. Pasé un dedo con rapidez sobre la página, con cuidado de no tocar los magníficos caracteres tipográficos o el papel marfileño. «Vampires dans les villages de Provence». ¿Qué estaba buscando mi padre? Había estado examinando la primera página del capítulo. «Il y a aussi une légende…». Me incliné más.

Desde aquel momento, he vivido muchas veces lo que experimenté entonces. Hasta ese momento, mis incursiones en el francés escrito habían sido puramente utilitarias, la conclusión de ejercicios casi matemáticos. Cuando comprendía una nueva frase, era un simple puente hasta el siguiente ejercicio. Nunca antes había experimentado el repentino estremecimiento de comprensión que viaja desde la palabra hasta el corazón pasando por el cerebro, la forma en que un idioma nuevo se mueve, se enrosca, cobra vida bajo los ojos, el salto casi salvaje de entendimiento, la liberación instantánea y dichosa del significado, la forma en que las palabras se despojan de sus cuerpos impresos en un destello de luz y calor.

Desde entonces, he conocido este momento de verdad con otras compañías: alemán, ruso, latín, griego y, durante una breve hora, sánscrito.

Pero esta primera vez contenía la revelación de todas las demás.

– Il y a aussi une légende -susurré, y Barley se inclinó de súbito para seguir las palabras. De lo que tradujo en voz alta yo ya había tomado nota mental.

– «Existe también la leyenda de que Drácula, el más noble y peligroso de todos los

vampiros, adquirió su poder no en la región de Valaquia, sino mediante una herejía surgida en el monasterio de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, un convento benedictino fundado en el año 1000 de Nuestro Señor.» ¿Qué es esto? -preguntó Barley.

– Un trabajo para el colegio -repetí, pero nuestros ojos se encontraron de manera extraña sobre el libro, y dio la impresión de que me estuviera viendo por primera vez.

– ¿Es muy bueno tu francés? -pregunté con humildad.

– Por supuesto. -Sonrió y volvió a inclinarse sobre la página-. «Se dice que Drácula visitaba el monasterio cada dieciséis años para rendir tributo a sus orígenes y renovar las influencias que le han permitido vivir en la muerte.»

– Continúa, por favor.

Aferré el borde de la mesa.

– Desde luego -dijo-. «Los cálculos efectuados por el hermano Pierre de Provence a principios del siglo diecisiete indican que Drácula visita Saint-Matthieu durante la media luna del mes de mayo.»

– ¿En qué fase está la luna ahora? -pregunté con voz estrangulada, pero Barley tampoco lo sabía. No había más menciones a Saint-Matthieu. Las siguientes páginas reproducían un documento de una iglesia de Perpiñán, relativo a disturbios sucedidos en relación con ovejas y cabras de la región en 1428. No estaba claro si el sacerdote autor culpaba a los vampiros o a los ladrones de ganado de estos problemas.

– Qué cosas más raras -comentó Barley-. ¿Es esto lo que tu familia lee para divertirse?

¿Te interesa saber algo sobre los vampiros de Chipre?

No había nada más en el libro que pudiera interesarme, y cuando Barley volvió a consultar su reloj, me alejé con tristeza de las tentadoras paredes llenas de volúmenes.

– Bien, esto ha sido muy estimulante -dijo Barley mientras bajábamos la escalera-. Eres una chica poco corriente, ¿verdad?

No sabía qué quería decir, pero esperaba que fuera un cumplido.

En el tren, Barley me entretuvo hablando de sus compañeros, un puñado de tarambanas y chivos expiatorios, y después me cogió la maleta cuando subimos al transbordador en el que cruzaríamos las aguas grises y aceitosas del Canal de la Mancha. Era un día transparente y frío, y nos sentamos en un espacioso salón en asientos de vinilo, protegidos del viento.

– No duermo mucho durante el trimestre -me informó Barley, y no tardó en dormirse con su chaqueta arrollada bajo un hombro.

Ya me fue bien que durmiera un par de horas, porque tenía mucho en qué pensar,

cuestiones tanto de naturaleza práctica como académica. Mi problema inmediato no era establecer relaciones entre acontecimientos históricos, sino la señora Clay. Estaría esperando en el vestíbulo de nuestra casa de Amsterdam, muy preocupada por mi padre y por mí. Su presencia me mantendría atada a casa al menos de noche, y si al día siguiente no aparecía después de clase, me seguiría la pista como una manada de lobos, tal vez acompañada de la mitad de la policía de Amsterdam. Además, estaba Barley. Contemplé su rostro dormido. Roncaba discretamente contra su chaqueta. Barley tenía que ir al puerto a tomar el transbordador de regreso a Inglaterra cuando yo me marchara al colegio, y yo debería procurar no cruzarme con él en el camino.

La señora Clay estaba en casa cuando llegamos. Barley se quedó a mi lado en el umbral mientras yo buscaba las llaves. Estaba admirando las viejas casas mercantiles y los canales relucientes.

– ¡Excelente! ¡Y todas esas caras de Rembrandt en las calles!

Cuando la señora Clay abrió de repente la puerta y me hizo entrar, casi no consiguió seguirme. Me alivió ver que hacía gala de buenos modales. Mientras los dos desaparecían en la cocina para llamar a Master James, corrí arriba, mientras gritaba que iba a lavarme la cara. De hecho (la idea logró que mi corazón se acelerara a causa la culpabilidad), mi intención era asaltar la ciudadela de mi padre cuanto antes. Ya pensaría después qué les diría a la señora Clay y a Barley. Ahora debía encontrar lo que, sin duda, debía estar escondido allí.

Nuestra casa-torre, construida en 1620, tenía tres dormitorios en el segundo piso,

habitaciones estrechas de vigas oscuras que mi padre adoraba porque, decía, se le antojaban todavía habitadas por la gente sencilla y trabajadora que había vivido en ellas. Su habitación era la más grande, un ejemplo admirable de muebles holandeses antiguos. Había combinado los muebles espartanos con una alfombra turca y colgaduras de cama, un dibujo menor de Van Gogh y doce sartenes de cobre de una granja francesa. Formaban una galería en una pared y captaban destellos de luz del canal. Ahora soy consciente de que era una habitación notable, no sólo por ese despliegue de gustos eclécticos, sino por su sencillez monástica. No contenía ni un solo libro, todos habían sido relegados a la biblioteca de abajo. Ninguna prenda de ropa colgaba nunca del respaldo de la butaca del siglo XVII.

Ningún periódico profanaba nunca el escritorio. No había teléfono, ni siquiera reloj. Mi padre se despertaba siempre al amanecer. Era un espacio dedicado a la vida, una estancia en la que dormir, despertar y, tal vez, rezar (aunque ignoraba si se había rezado alguna vez en ese lugar), como cuando era nueva. Me encantaba la habitación, pero raras veces entraba.

Me colé con el mismo sigilo que un ladrón, cerré la puerta y abrí el escritorio. Era una sensación terrible, como abrir un ataúd, pero saqué todo lo que había en los

compartimientos, registré los cajones, aunque devolví todo a su sitio con sumo cuidado: las cartas de sus amigos, sus bonitas plumas, su papel de notas con monograma. Por fin, mi mano se posó sobre un paquete cerrado. Lo abrí sin el menor reparo y vi unas líneas finas, dirigidas a mí, exhortándome a leer las cartas adjuntas sólo en el caso del fallecimiento inesperado o la desaparición prolongada de mi padre. ¿Acaso no le había visto escribir

noche tras noche algo que tapaba con un brazo cuando yo me acercaba? Me apoderé del paquete con avaricia, cerré el escritorio y llevé el hallazgo a mi habitación, al tiempo que aguzaba el oído por si escuchaba los pasos de la señora Clay en la escalera.

El paquete estaba lleno de cartas, cada una doblada dentro de un sobre y dirigida a mí en nuestra dirección, como si pensara que, en algún momento, me las tendría que enviar desde otra localidad. Las guardé en orden (oh, había aprendido cosas sin saberlo) y abrí con cautela la primera. Databa de seis meses antes y parecía empezar, no con simples palabras, sino con un grito del corazón. «Mi querida hija -su caligrafía tembló bajo mis ojos- si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre.»