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¿A qué clase de lugar había ido a parar, y entre qué clase de gente?
¿En qué especie de sombría aventura me había embarcado?
Empecé a frotarme los ojos y me pellizqué para comprobar que estaba despierto.
Todo se me antojaba una horrible pesadilla, y esperaba que despertaría de repente y me encontraría en casa, mientras la aurora se filtraba lentamente por las ventanas, tal como me había sentido una y otra vez por las mañanas después de uno o dos días de trabajo excesivo.
Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no podían engañarse.
Estaba despierto en los Cárpatos.
Lo único que podía hacer ahora era tener paciencia y esperar la llegada del amanecer.
Bram Stoker, Drácula, 1897
La estación de tren de Amsterdam era un lugar familiar para mí. La había cruzado docenas de veces. Pero nunca había ido sola. Nunca había viajado sola, y cuando me senté en el banco para esperar el expreso de la mañana a París, sentí una aceleración en el pulso que no se debía tan sólo a la angustia que sentía por mi padre, sino a una nueva vitalidad que tenía que ver con el primer momento de libertad total que había conocido. La señora Clay, que estaría lavando los platos del desayuno en casa, pensaba que iba camino del colegio.
Barley, despachado al muelle del transbordador, también creía que iba camino del colegio.
Sentí mucho tener que engañar a la aburrida y bondadosa señora Clay, y todavía más separarme de Barley, quien me había besado la mano con repentina galantería en la puerta y entregado una de sus tabletas de chocolate, aunque yo le recordé que podía comprar delicias holandesas siempre que me diera la gana. Pensé que le escribiría una carta cuando todos mis problemas se hubieran solucionado, pero me resultaba imposible vislumbrar ese futuro.
De momento, la mañana de Amsterdam centelleaba, relucía, mudaba a mi alrededor.
Incluso en esa mañana encontré cierto consuelo en pasear a lo largo de los canales desde nuestra casa hasta la estación, el aroma del pan en el horno y el olor a humedad de los canales, la limpieza ajetreada, no demasiado elegante, de todo. Revisé mi equipaje en el banco de la estación: una muda, las cartas de mi padre, pan, queso y zumos envasados.
También había cogido dinero de la generosa caja que estaba en la cocina (si iba a cometer una fechoría, daba igual que fueran veinte) como complemento de lo que llevaba en el bolso. Eso pondría en guardia a la señora Clay enseguida, pero no había otro remedio. No podía esperar hasta que los bancos abrieran para sacar dinero de mi humilde libreta de ahorros. Tenía un jersey grueso, una gabardina, mi pasaporte, un libro para los trayectos largos en tren y mi diccionario de francés de bolsillo.
Había robado algo más. Había cogido de nuestro salón un cuchillo de plata que descansaba en la vitrina de curiosidades, entre los recuerdos de las primeras misiones diplomáticas de mi padre, los viajes que habían constituido sus primeros intentos de establecer su fundación. En aquel tiempo yo era demasiado pequeña para acompañarle, y me había dejado en Estados Unidos con diversos parientes. El cuchillo estaba siniestramente afilado y tenía un mango repujado. Estaba guardado dentro de una funda, también muy adornada.
Era la única arma que había visto en nuestro hogar. A mi padre no le gustaban las armas de fuego, y sus gustos de coleccionista no abarcaban espadas ni hachas de guerra. No tenía ni idea de cómo iba a protegerme con el pequeño cuchillo, pero me sentía más segura sabiendo que viajaba en mi bolso.
La estación estaba abarrotada cuando el expreso se detuvo. Sentí entonces, igual que ahora, que no existe alegría comparable a la de la llegada de un tren, por más grave que sea tu situación, en especial un tren europeo, y en especial uno que te lleva al sur. Durante aquel período de mi vida, el último cuarto del siglo XX, oí el silbato de una de las últimas locomotoras a vapor que cruzaban los Alpes con regularidad. Subí aferrando mi bolsa del colegio, casi sonriente. Tenía horas por delante, e iba a necesitarlas, no para leer mi libro sino para examinar de nuevo aquellas preciosas cartas de mi padre. Pensaba que había elegido bien mi punto de destino, pero necesitaba reflexionar sobre por qué había elegido
bien.
Encontré un compartimiento tranquilo y corrí las cortinas que daban al pasillo, con la esperanza de que nadie entrara. Al cabo de un momento, una mujer de edad madura con abrigo y sombrero azul entró, pero me sonrió y se acomodó con una pila de revistas holandesas. En mi confortable rincón, mientras veía desfilar la ciudad vieja, y después los verdes suburbios, desdoblé de nuevo la primera carta de mi padre. Me sabía de memoria las primeras líneas, la forma sorprendente de las palabras, el lugar y fecha asombrosos, la caligrafía firme y perentoria.
Mi querida hija:
Si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre. Durante muchos años he creído que estaba muerta, y ahora ya no estoy tan seguro. La incertidumbre es casi peor que el dolor, como tal vez comprendas algún día. Tortura mi corazón día y noche. Nunca te he hablado mucho de ella, y eso ha sido una cobardía por mi parte, lo sé, pero nuestra historia fue demasiado dolorosa para contártela con facilidad. Siempre tuve la intención de revelarte más cosas a medida que te fueras haciendo mayor y pudieras entender mejor sin ser presa del pánico, si bien nuestra historia me ha asustado hasta tal punto, siempre y en todo momento, que ésta ha sido la más débil de mis excusas.
Durante los últimos meses he intentado compensar esta cobardía contándote poco a poco lo que podía de mi pasado, y albergaba la intención de introducir a tu madre en la historia de manera gradual, aunque ella entró en mi vida de una forma bastante repentina. Ahora temo que no haya conseguido contarte todo lo que deberías saber de tu herencia antes de que sea silenciado (literalmente incapacitado para informarte), o caiga presa de mi propio silencio.
Te he descrito parte de mi vida como estudiante de postgrado antes de tu nacimiento, y te he referido algunos detalles de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición del director de mi tesis después de las revelaciones que me hizo. También te he dicho que conocí a una joven llamada Helen, tan interesada como yo en encontrar al profesor Rossi, tal vez más que yo. En todas las oportunidades que la tranquilidad nos ha deparado he intentado anticiparte fragmentos de esta historia, pero ahora creo que debería empezar a escribir el resto, encomendarlo a la seguridad del papel. Si has de leerla ahora, en lugar de escucharme en alguna colina rocosa o en una piazza silenciosa, en algún puerto protegido o en un confortable café, la culpa es mía por no habértelo contado antes.
Mientras escribo estas líneas estoy mirando las luces de un antiguo puerto, mientras tú duermes tranquila e inocente en la habitación de al lado. Estoy cansado después de todo un día de trabajo, y cansado sólo de pensar en empezar este largo relato, una triste tarea, una desventurada precaución. Creo que cuento con semanas, tal vez meses, para continuar el relato en persona, de manera que no repetiré lo que ya te he desvelado durante nuestros paseos por tantos países. Pasado ese período de tiempo, semanas o meses, mi certeza disminuye. Estas cartas son mi seguro contra tu soledad. En el peor de los casos, heredarás mi casa, mi dinero, mis muebles y libros, pero no me cuesta creer que atesorarás estos documentos escritos por mi mano más que cualquier otro objeto, porque contendrán tu relato, tu historia.
¿Por qué no te he contado todos los hechos de esta historia de golpe, para acabar de una vez por todas, para informarte del todo? La respuesta reside una vez más en mi cobardía, pero también en el hecho de que una versión abreviada sería exactamente eso: un golpe. No te deseo tal dolor, aunque sólo fuera una simple fracción del mío. Además, tal vez no acabarías de creerla si te fuera revelada de golpe, del mismo modo que yo no podría creer en la historia del director de mi tesis, Rossi, sin recorrer todo el camino de sus recuerdos. Y por fin, ¿qué historia puede reducirse a sus elementos objetivos? Por consiguiente, relato mi historia paso a paso. También he de conjeturar cuánto te habré contado ya si estas cartas llegan a tus manos.
Las conjeturas de mi padre no habían sido muy acertadas, y había reanudado su historia algo después de lo que yo ya sabía. Tal vez jamás sabría cuál había sido su reacción a la asombrosa determinación de Helen Rossi de acompañarle en su investigación, pensé con tristeza, ni los interesantes detalles de su viaje desde Nueva Inglaterra a Estambul. ¿Cómo habían logrado llevar a cabo todos los trámites burocráticos, saltarse los obstáculos de las desavenencias políticas, los visados, las aduanas?, me pregunté. ¿Habría dicho mi padre alguna mentira a sus progenitores, amables y razonables bostonianos, sobre sus repentinos planes de viaje? ¿Helen y él habían ido a Nueva York de inmediato, tal como habían planeado? ¿Habían dormido en la misma habitación de hotel? Mi mente adolescente era incapaz de descifrar este acertijo, del mismo modo que me era imposible no pensar en él.
Tuve que contentarme por fin con la imagen de ambos como dos personajes de una película de cuando eran jóvenes, Helen tendida con recato bajo las sábanas de la cama doble, mi padre dormido de cualquier manera en un butacón tras quitarse los zapatos (pero nada más), y las luces de Times Square enviando con sus destellos una sórdida invitación justo al otro lado de la ventana.
Seis días después de la desaparición de Rossi volamos a Estambul desde el aeropuerto de Idlewild en una noche de niebla, y cambiamos de avión en Frankfurt. Nuestro segundo avión aterrizó a la mañana siguiente, y desembarcamos con el resto del rebaño de turistas.
Yo ya había estado en la Europa del Este dos veces, pero aquellas escapadas se me
antojaron ahora excursiones a un planeta muy diferente de éste, Turquía, que en 1954 era todavía un mundo más distinto que hoy. En un momento dado estaba hundido en mi incómodo asiento del avión, secándome la cara con una toalla caliente, y al siguiente nos hallábamos en una pista de aterrizaje igualmente caliente, invadida por olores desconocidos, y polvo, y el tremolante pañuelo de un árabe que iba delante de mí en la fila y que no paraba de metérseme en la boca. Helen se reía a mi lado al ver mi asombro. Se había cepillado el pelo y pintado los labios en el avión, de modo que parecía muy descansada después de nuestra incómoda noche. Llevaba al cuello su pañuelo. Aún no había visto qué había debajo, y no me habría importado pedirle que se lo quitara.
– Bienvenido al gran mundo, yanqui -dijo sonriente. Esta vez fue una sonrisa verdadera, no la mueca de costumbre.
Mi interés aumentó durante el traslado a la ciudad en taxi. No sé con exactitud qué me esperaba de Estambul (nada, quizá, pues había tenido muy poco tiempo para pensar en el viaje), pero la belleza de esta ciudad me dejó sin aliento. Poseía una cualidad de las Mil y una noches que ni los bocinazos de los coches ni los ejecutivos vestidos al estilo occidental podían disolver. La primera ciudad, Constantinopla, capital de Bizancio y primera capital de la Roma cristiana, debió de ser espléndida hasta extremos inconcebibles, pensé, el matrimonio de la riqueza romana con el primitivo misticismo cristiano. Cuando encontramos habitaciones en el antiguo barrio de Sultanahmet, había captado un vislumbre vertiginoso de docenas de mezquitas y minaretes, bazares abarrotados de excelentes productos textiles, incluso un destello de Santa Sofía, con sus numerosas cúpulas y los cuatro alminares, que se elevaba sobre la península.
Helen tampoco había estado nunca en la ciudad, y lo estudiaba todo con serena concentración, y sólo se volvió una vez hacia mí durante el viaje en taxi para comentar lo extraño que era ver el manantial (creo que ésa fue la palabra) del imperio otomano, que tantas huellas había dejado en su país natal. Esto iba a convertirse en un tema recurrente durante nuestra estancia, sus breves y cáusticos comentarios sobre todo cuanto ya le resultaba familiar: nombres de lugares en turco, una ensalada de pepino consumida en un restaurante al aire libre, el arco puntiagudo del marco de una ventana. Esto también obró un efecto peculiar en mí, una especie de experiencia doble, de modo que me parecía ver Estambul y Rumanía al mismo tiempo, y a medida que la pregunta se iba suscitando entre nosotros -la pregunta de si tendríamos que ir a Rumanía-, experimenté la sensación de que determinados hechos del pasado me conducían hacia aquel país, tal como los veía a través de los ojos de Helen. Pero estoy divagando. Hablo de un episodio posterior de mi historia.
El vestíbulo de nuestra casera estaba fresco después del resplandor y el polvo de la calle.
Me hundí agradecido en una butaca de la entrada, y dejé que Helen reservara dos
habitaciones en su excelente francés de acento peculiar. La casera, una mujer armenia a quien caían bien los viajeros y que al parecer había aprendido sus idiomas, tampoco conocía el nombre del hotel de Rossi. Quizás había desaparecido años antes.
A Helen le gustaba llevar la voz cantante, medité, de manera que ¿por qué no concederle esa satisfacción? Se llegó al acuerdo no verbalizado pero firme de que yo pagaría la cuenta más adelante. Había retirado todos mis escasos ahorros del banco en casa. Rossi merecía todos los esfuerzos posibles, aunque fracasara. Lo máximo que podía pasar era que volviera a casa arruinado. Sabía que Helen, una estudiante extranjera, debía tener menos que nada, que estaba sin blanca. Ya había reparado en que, al parecer, sólo tenía dos trajes, que combinaba con una selección de blusas serias. -Sí, tomaremos dos habitaciones separadas pero contiguas -le dijo a la armenia, una anciana de hermosas facciones-. Mi hermano, mon frére, ronfle terriblement.
– Ronfle? -pregunté desde el salón.
– Roncar -replicó con acritud ella-. Roncas, por si no lo sabías. En Nueva York no pegué sueño.
– No pegué ojo -corregí.
– Bien -dijo ella-. Ten la puerta cerrada, s'il te plait.
Con o sin ronquidos, tuvimos que echar un sueñecito para descansar del viaje antes de hacer otra cosa. Helen quería ir al archivo cuanto antes, pero yo insistí en descansar y comer, de modo que fue al atardecer cuando iniciamos nuestra primera exploración de aquellas calles laberínticas, con sus vislumbres de jardines y patios coloridos.
Rossi no había dejado constancia del nombre del archivo en sus cartas, y durante nuestras conversaciones sólo había dicho que era un pequeño depósito de materiales fundado por Mehmet II. En sus cartas añadió que estaba contiguo a una mezquita del siglo XVII.
Además, sabíamos que había podido ver Santa Sofía desde una ventana, que el archivo tenía más de una planta, y que en el primer piso había una puerta que comunicaba con la calle. Yo había intentado con cautela encontrar información sobre dicho archivo en la biblioteca de la universidad, justo antes de nuestra partida, pero sin éxito. Me pregunté por qué Rossi no había revelado el nombre del archivo en sus cartas. No era propio de él callar ese detalle, pero quizá no había querido recordarlo. Yo llevaba en el maletín todos sus papeles, incluida la lista de documentos que había encontrado en el archivo, con aquella extraña línea incompleta al final: «Bibliografía, Orden del Dragón». Buscar por toda una ciudad, un laberinto de cúpulas y minaretes, el origen de aquella críptica línea de Rossi era una perspectiva como mínimo aterradora.
Lo único que podíamos hacer era desviar nuestros pies hacia un punto de referencia, la plaza Sophia, en un principio la gran iglesia bizantina de Santa Sofía. En cuanto nos acercamos, nos resultó imposible no entrar. Las puertas estaban abiertas, y el enorme santuario nos atrajo entre los demás turistas como si penetráramos en una caverna cabalgando a lomos de una ola. Durante cuatrocientos años, reflexioné, había atraído a los peregrinos, igual que ahora. Ya en el interior, caminé con parsimonia hacia el centro y eché la cabeza hacia atrás para ver aquel inmenso espacio divino, con sus famosos arcos y cúpulas que parecían girar sin descanso, la luz celestial que entraba, los escudos redondos cubiertos de caligrafía árabe en las esquinas superiores, la mezquita imponiéndose a la iglesia, la iglesia imponiéndose a las ruinas del viejo mundo. Se arqueaba muy por encima de nosotros, y reproducía el cosmos bizantino. Apenas daba crédito a mis ojos. Estaba estupefacto.
Cuando pienso en aquel momento, me doy cuenta de que había vivido tanto tiempo entre libros, en mi cerrado ambiente universitario, que me habían comprimido por dentro. De pronto, en esta resonante casa de Bizancio, una de las maravillas de todos los tiempos, mi espíritu escapó de sus confines. Supe en aquel instante que, pasara lo que pasara, nunca podría volver a mis antiguos límites. Quería seguir la vida hacia el firmamento, expandirme con ella, del mismo modo que ese enorme interior se henchía hacia arriba y hacia fuera. Mi corazón se hinchó con él, como nunca había ocurrido durante mis vagabundeos entre los comerciantes holandeses.
Miré a Helen y vi que ella también estaba conmovida, con la cabeza inclinada hacia atrás como la mía, de modo que sus rizos oscuros caían sobre el cuello de su blusa; su cara, por lo general cautelosa y escéptica, invadida de una trascendencia pálida. Tomé su mano guiado por un impulso. Ella la asió con fuerza, con aquella presa firme y casi huesuda que ya conocía de su apretón de manos. En otra mujer, habría sido un gesto de sumisión o coquetería, un asentimiento romántico. En Helen era un gesto tan sencillo y decidido como su mirada o la altivez de su postura. Al cabo de un momento pareció echarse atrás. Soltó mi mano, pero sin turbación, y paseamos juntos por la iglesia admirando el hermoso púlpito, el centelleante mármol bizantino. Me costó un tremendo esfuerzo olvidar que, durante nuestra estancia en Estambul, podríamos volver a Santa Sofía en cualquier momento, y que nuestro principal objetivo en esa ciudad era localizar el archivo. Por lo visto, Helen pensó lo mismo, pues se desvió hacia la entrada cuando yo lo hice, nos abrimos paso entre las multitudes y salimos a la calle.
– Es posible que el archivo esté muy lejos -observó-. Santa Sofía es tan grande que puede verse casi desde cualquier edificio de esta parte de la ciudad, creo, o incluso desde la otra ribera del Bósforo.
– Lo sé. Hemos de encontrar otra pista. Las cartas decían que el archivo estaba contiguo a una pequeña mezquita del siglo diecisiete.
– La ciudad está llena de mezquitas.
– Cierto. -Pasé las páginas de mi guía, comprada a toda prisa-. Empecemos con ésta, la Gran Mezquita de los Sultanes. Cabe la posibilidad de que Mehmet II y su corre fueran a rezar a ella en ocasiones, pues fue construida a finales del siglo quince, y sería lógico que su biblioteca acabara en ese barrio, ¿no te parece?
Helen pensó que valía la pena intentarlo, y nos pusimos en marcha. Durante el camino, consulté la guía de nuevo.
– Escucha esto. Dice que Estambul es una palabra bizantina que significa «la ciudad». Ni siquiera los otomanos pudieron destruir Constantinopla, sólo le cambiaron el nombre… por un nombre bizantino, a propósito. Dice aquí que el imperio bizantino duró desde 333 hasta 1453. Imagínate. Qué larguísimo atardecer de poder.
Helen asintió.
– No es posible pensar en esta parte del mundo sin Bizancio -dijo con seriedad-. En Rumania se ven destellos de ella por todas partes. En todas las iglesias, en los frescos, en los monasterios, incluso en las caras de la gente. En algunos aspectos, está más cerca de tus ojos que aquí, con todo este sedimento otomano encima. -Su rostro se nubló-. La conquista de Constantinopla en 1453 por Mehmet II fue una de las mayores tragedias de la historia. Derribó estos muros a cañonazos, y después envió a sus ejércitos al pillaje y la masacre durante tres días. Los soldados violaron a jóvenes de uno y otro sexo sobre los altares de las iglesias, incluso en Santa Sofía. Robaron los iconos y todos los demás tesoros sagrados para fundir el oro, y tiraron las reliquias de los santos a las calles para que los perros las devoraran. Antes de eso, ésta fue la ciudad más hermosa de la historia.
Cerró el puño a la altura de la cintura.
Yo guardé silencio. La ciudad aún era hermosa, con sus colores intensos y delicados, sus exquisitas cúpulas y minaretes, pese a las atrocidades cometidas tanto tiempo atrás. Empecé a comprender por qué un momento de maldad sucedido quinientos años antes era tan real para Helen, pero ¿qué tenía que ver con nuestras vidas en el presente? De pronto pensé que tal vez había venido para nada, a ese mágico lugar con esa complicada mujer, en busca de un inglés que podía estar viajando a Nueva York en autocar. Deseché la idea y traté de tomarle el pelo un poco.
– ¿Cómo es que sabes tanto de historia? Pensaba que eras antropóloga.
– Y lo soy -respondió con seriedad-, pero no puedes estudiar una cultura sin conocer su historia.
– Entonces, ¿por qué no te hiciste historiadora? También hubieras podido estudiar la cultura de las diversas civilizaciones.
– Tal vez. -Ahora parecía recelosa, y no me miró a los ojos-. Pero quería un campo que mi padre aún no hubiera invadido.
La Gran Mezquita todavía estaba abierta bajo la luz dorada del anochecer, tanto para los turistas como para los fieles. Probé mi mediocre alemán con el guardia de la entrada, un chico de cabello rizado y piel olivácea (¿cuál habría sido el aspecto de aquellos bizantinos?), pero dijo que no había ninguna biblioteca en el interior, ni archivos, nada por el estilo, y que no sabía de ninguna que estuviera cerca. Preguntamos si podía sugerirnos algo.
– Podrían probar en la universidad -murmuró.
En cuanto a mezquitas pequeñas, las había a cientos.
– Es demasiado tarde para ir a la universidad hoy -dijo Helen. Estaba estudiando la guía-. Mañana iremos a verla y pediremos información a alguien sobre los archivos que datan de la época de Mehmet. Creo que eso será lo mejor. Vamos a ver las murallas antiguas de Constantinopla. Hay restos no lejos de aquí.
La seguí por las calles mientras me precedía con la guía en su mano enguantada, el bolsito negro colgado del brazo. Las bicicletas nos adelantaban, las vestiduras otomanas se mezclaban con vestidos occidentales, coches extranjeros y carritos tirados por caballos coexistían sin problemas. Adonde miraba veía hombres con chalecos oscuros y pequeños gorros de punto, mujeres con blusas de alegres colores y pantalones abombados debajo, la cabeza cubierta con pañuelos. Cargaban con bolsas de tiendas y cestos, bultos de ropa, pollos dentro de cajas, pan, flores. Las calles rebosaban de vida, tal como habría sido, pensé, durante los últimos mil seiscientos años. A lo largo de esas calles, los emperadores romanos habían sido transportados a hombros por sus séquitos, flanqueados por sacerdotes, trasladados desde palacio a la iglesia para recibir el Santísimo Sacramento. Habían sido firmes gobernantes, grandes protectores de las artes, ingenieros, teólogos. Y muy desagradables, algunos de ellos, proclives a descuartizar a sus cortesanos y a cegar a miembros de su familia, siguiendo la tradición romana. Aquí era donde los antiguos políticos bizantinos habían conspirado. Al fin y al cabo, tal vez no era un lugar demasiado inapropiado para uno o dos vampiros.
Helen se había detenido ante un alto recinto de piedra semiderruído. Había tiendas
acurrucadas en su base, y algunas higueras hundían las raíces en su flanco. Un cielo sin nubes se estaba tiñendo de cobre sobre las almenas.
– Mira lo que queda de las murallas de Constantinopla -dijo en voz baja-. Se ve muy bien lo enormes que eran cuando estaban intactas. El libro dice que las bañaba el mar en aquellos tiempos, de modo que el emperador podía subir a bordo de un barco desde el palacio. Y allí, aquella muralla formaba parte del Hipódromo.
Nos quedamos mirando hasta que caí en la cuenta de que me había olvidado de Rossi durante diez minutos seguidos.
– Vamos a buscar un sitio para cenar -dije con brusquedad-. Pasan ya de las siete y esta noche hemos de acostarnos temprano. Estoy decidido a localizar el archivo mañana.
Helen asintió y atravesamos como buenos camaradas el corazón de la ciudad antigua.
Cerca de nuestra pensión descubrimos un restaurante decorado con jarrones de latón y bonitas baldosas, con una mesa en una ventana delantera arqueada, una abertura carente de cristal ante la cual podíamos sentarnos y ver a la gente pasar por la calle. Mientras esperábamos la cena, observé con sorpresa por primera vez un fenómeno de este mundo oriental que había escapado a mi atención hasta entonces: nadie iba apresurado, sino que se limitaba a pasear. Lo que aquí se habría tomado por prisa, en las aceras de Nueva York o Washington habría parecido un paseo relajado. Se lo comenté a Helen y rió con aire burlón.
– Cuando no hay mucho dinero que ganar, nadie corre a buscarlo -dijo.
El camarero nos trajo rebanadas de pan, un plato de yogur con rodajas de pepino y un té fuerte y aromático en jarras de cristal. Comimos con apetito después del cansancio del día, y acabábamos de atacar unas brochetas de pollo asado, cuando un hombre de bigote plateado y una mata de pelo color argenta, vestido con un traje gris, entró en el restaurante y miró a su alrededor. Ocupó una mesa cercana a la nuestra y dejó un libro junto al plato.
Pidió la cena en turco, sin alzar la voz, después pareció reparar en el placer con el que cenábamos, y se inclinó hacia nosotros con una sonrisa cordial.
– Veo que les gustan nuestros platos típicos -dijo en un inglés con acento, pero excelente.
– Desde luego -contesté sorprendido-. Son deliciosos. -Déjeme adivinar -continuó, y volvió hacia mí su rostro apuesto y apacible-. Usted no es de Inglaterra.
¿Norteamericano?
– Sí -dije. Helen guardaba silencio, cortaba su pollo y miraba con cautela a nuestro interlocutor.
– Ah, sí. Estupendo. ¿Están visitando nuestra hermosa ciudad? -Sí, exacto -admití, y deseé que Helen pusiera una expresión más cordial. La hostilidad podía despertar sospechas.
– Bienvenidos a Estambul -dijo con una sonrisa muy agradable, al tiempo que alzaba su copa de cristal hacia nosotros. Le di las gracias y sonrió-. Perdonen que un desconocido les aborde así, pero ¿qué les ha gustado más de lo que han visto?
– Bien, sería difícil elegir. -Me gustaba su cara. Era imposible no contestar con
sinceridad-. Estoy muy asombrado por la forma en que Oriente y Occidente se funden en una sola ciudad.
– Una sabia observación, amigo mío -dijo con afabilidad, al tiempo que se secaba el bigote con una gran servilleta blanca-. Esa mezcla es nuestro tesoro y nuestra maldición.
Tengo colegas que se han pasado la vida estudiando Estambul y dicen que nunca tendrán tiempo de explorarla toda, aunque siempre viven aquí. Es un lugar asombroso.
– ¿Cuál es su profesión? -pregunté con curiosidad, aunque a juzgar por el silencio de Helen, supuse que me daría un pisotón en cualquier momento.
– Soy profesor de la Universidad de Estambul -contestó en el mismo tono digno.
– ¡Oh, qué suerte! -exclamé-. Estamos… -Entonces Helen me aplastó el pie. Calzaba zapatos de tacón alto, como todas las mujeres de su tiempo, y el tacón era bastante afilado-. Estamos encantados de conocerle -terminé-. ¿De qué da clases?
– Mi especialidad es Shakespeare -dijo nuestro nuevo amigo, mientras se servía con prudencia de su ensalada-. Enseño literatura inglesa a nuestros estudiantes de postgrado más avanzados. Son estudiantes valientes, debo admitirlo.
– Es maravilloso -logré articular-. Yo también soy estudiante de postgrado, pero de historia, en Estados Unidos.
– Una rama estupenda -dijo con seriedad el hombre-. Encontrará muchas cosas
interesantes en Estambul. ¿Cómo se llama su universidad?
Se lo dije, mientras Helen consumía con semblante grave su cena.
– Una universidad excelente. He oído hablar de ella -observó el profesor. Bebió de su copa y tamborileó con los dedos sobre su libro-. ¡Caramba! -exclamó por fin-. ¿Por qué no viene a ver nuestra universidad, aprovechando su estancia en Estambul? También es una institución venerable, y me encantaría servirles de guía a usted y a su encantadora esposa.
Capté un leve resoplido de Helen y me apresuré a disimularlo.
– Mi hermana… Mi hermana.
– Oh, perdón. -El especialista en Shakespeare inclinó la cabeza en dirección a Helen-. Soy el doctor Turgut Bora, a su servicio.
Nos presentamos, o más bien me presenté yo, porque Helen seguía empecinada en un obstinado silencio. Me di cuenta de que no aprobaba que utilizara mi verdadero apellido, de modo que me apresuré a decir que el suyo era Smith, una torpeza que la enfurruñó todavía más. Todos nos estrechamos la mano, y ya no tuvimos más remedio que invitarle a compartir nuestra mesa.
El hombre protestó cortésmente, pero sólo un momento, y después se sentó con nosotros, acompañado de su ensalada y su copa, que alzó de inmediato.
– Brindo por ustedes y les doy la bienvenida a nuestra hermosa ciudad -entonó-. ¡Salud!
– Incluso Helen sonrió un poco, pero siguió sin decir nada-. Tendrá que perdonar mi falta
de discreción -le dijo Turgut en tono de disculpa, como si intuyera su cautela-. Es muy poco frecuente que tenga la oportunidad de practicar mi inglés con hablantes nativos.
Aún no se había dado cuenta de que ella no era una hablante nativa, aunque tal vez no se diera cuenta nunca, pensé, porque Helen todavía no había pronunciado ni una palabra. -¿Cómo llegó a especializarse en Shakespeare? -le pregunté cuando reanudamos la cena.
– ¡Ah! -dijo Turgut en voz baja-. Es una extraña historia. Mi madre era una mujer muy poco corriente, una mujer brillante, una gran amante de los idiomas, así como una ingeniera diminuta. -¿`Distinguida'?, me pregunté-. Estudió en la Universidad de Roma, donde conoció a mi padre. Él, hombre atractivo, era un estudioso del Renacimiento italiano, con una concupiscencia especial por…
En este momento tan interesante, nos interrumpió la aparición de una joven que se asomó a la ventana desde la calle. Aunque nunca había visto ninguna, salvo en fotos, la tomé por una gitana. Era de piel morena y facciones afiladas, vestida con colores chillones, el pelo negro cortado de cualquier manera alrededor de unos ojos oscuros y penetrantes. Podría tener quince o cuarenta años. Era imposible calcular su edad en la cara delgada. Iba cargada con ramos de flores rojas y amarillas, que al parecer nos quería vender. Tiró algunos sobre la mesa y se puso a cantar algo estridente que no entendí. Helen parecía asqueada y Turgut irritado, pero la mujer era insistente. Había empezado a sacar mi cartera con la idea de obsequiar a Helen (en broma, claro) con un ramo turco, cuando la gitana se volvió de repente hacia ella, la señaló con el dedo y lanzó frases airadas. Turgut se sobresaltó, y Helen, por lo general intrépida, se encogió.
Esto pareció resucitar a Turgut. Se había levantado a medias, y con expresión indignada apostrofó a la gitana. No fue difícil comprender su tono y gestos, los cuales la invitaban sin la menor ambigüedad a largarse. Nos fulminó con la mirada a todos y desapareció de repente tal como se había materializado, entre los demás peatones. Turgut volvió a sentarse,
miró a Helen sumamente sorprendido, y al cabo de un momento buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño objeto, que dejó al lado de su plato. Era una piedra azul plana de unos tres centímetros de largo, rodeada de blanco y de un azul más pálido, como el burdo esbozo de un ojo. Helen palideció cuando la vio, y extendió la mano instintivamente para tocarla con el dedo.
– ¿Qué demonios está pasando aquí?
No pude reprimir el desasosiego de considerarme excluido.
– ¿Qué ha dicho? -Helen habló a Turgut por primera vez-. ¿Estaba hablando en turco o en el idioma de los gitanos? No la entendí.
Nuestro nuevo amigo vaciló, como si no quisiera repetir las palabras de la mujer.
– En turco -murmuró-. Casi no me atrevo a repetírselo. Dijo algo muy grosero. Y extraño. -Estaba mirando a Helen con interés, pero también con algo similar a un destello de miedo, pensé, en sus ojos cordiales-. Utilizó una palabra que no traduciré -explicó poco a poco-. Y después dijo: «Fuera de aquí, hija de lobos rumana. Tú y tu amigo traeréis la maldición del vampiro a nuestra ciudad».
Helen tenía los labios exangües, y reprimí el impulso de coger su mano.
– Una coincidencia -le dije en tono tranquilizador, a lo cual ella reaccionó con una mirada iracunda. Yo estaba hablando demasiado delante del profesor.
Turgut nos miró.
– Esto es muy extraño, amables compañeros -dijo-. Creo que hemos de abundar en el terna sin más dilación.
Casi me había dormido en el asiento del tren, pese al enorme interés de la historia de mi padre. Leer todo esto por primera vez durante la noche anterior me había mantenido despierta hasta tarde, y estaba cansada. Una sensación de irrealidad se apoderó de mí en el soleado compartimiento, y me volví para mirar por la ventanilla las granjas holandesas que iban desfilando. Cuando nos acercábamos y partíamos de cada ciudad, el tren pasaba ante numerosos huertos, verdes bajo el cielo encapotado, los jardines traseros de miles de personas dedicadas a sus asuntos, la parte posterior de sus casas vuelta hacia la vía. Los campos eran de un verde maravilloso, un verde que, en Holanda, empieza a principios de primavera y dura casi hasta que la nieve vuelve a caer, alimentado por la humedad del aire y la tierra, y por el agua que centellea en todas las direcciones a las que mires. Ya habíamos dejado atrás una dilatada región de canales y puentes, y nos encontrábamos entre vacas congregadas en pastos delineados con extrema pulcritud. Una pareja de ancianos de porte digno pedaleaba en una carretera paralela a la vía, engullida al instante siguiente por más pastos. Pronto llegaríamos a Bélgica, y yo sabía por mi experiencia que bastaba una breve siesta para perdértela por completo en este viaje.
Sujetaba con fuerza las cartas en mi regazo, pero mis párpados estaban empezando a rendirse. La mujer de rostro apacible sentada delante de mí ya estaba dormitando, con la revista en la mano. Mis ojos se habían cerrado apenas un segundo, cuando la puerta de nuestro compartimiento se abrió. Se oyó una voz exasperada, y una figura larguirucha se interpuso entre mí y mi ensueño.
– ¡Bien, qué descarada eres! Ya me lo imaginaba. Te he buscado en todos los vagones.
Era Barley, que se estaba secando la frente y me miraba con el ceño fruncido.
Barley estaba muy enfadado. No podía culparle, pero aquel giro de los acontecimientos era muy inconveniente para mí, y yo también estaba un poco furiosa. Todavía me irritaba más que a mi primera punzada de irritación le siguiera una secreta sensación de alivio. Antes de verle, no me había dado cuenta de lo sola que me sentía en aquel tren, camino de lo desconocido, camino tal vez de la soledad aún mayor de ser incapaz de encontrar a mi padre, o incluso camino de la soledad galáctica de perderle para siempre. Barley era un extraño para mí tan sólo unos días antes, y ahora su rostro era la familiaridad personificada.
En ese momento, sin embargo, aún me miraba con el ceño fruncido.
– ¿Adónde demonios crees que vas? Menuda persecución. ¿Me puedes decir qué estás tramando?
Soslayé la pregunta de momento.
– No quería preocuparte, Barley. Pensé que te habías ido en el trasbordador y no te enterarías.
– Sí, esperabas que me presentara ante Master James, que le dijera que estabas sana y salva en Amsterdam, y que luego él se enterara de que habías desaparecido. Estoy seguro de que eso le habría hecho mucha gracia. -Se dejó caer a mi lado, cruzó los brazos y las piernas larguiruchas. Llevaba su pequeña maleta, y la parte delantera de su pelo color paja estaba erizada-. ¿Qué te ha dado?
– ¿Por qué me estabas espiando? -contraataqué.
– Retrasaron el trasbordador de la mañana para efectuar unas reparaciones. -Dio la impresión de que no podía contener una sonrisa-. Tenia un hambre de lobo, de modo que retrocedí unas cuantas calles para tomar unos bollos y té, y entonces me pareció verte pasar en dirección contraria, calle arriba, pero no estaba seguro. Pensé que eran imaginaciones
mías, de modo que me quedé a desayunar.
Después, me entraron remordimientos de conciencia, porque si eras tú, me iba a meter en un buen lío. Así que corrí en aquella dirección y vi la estación, y después subiste al tren y pensé que me iba a dar un ataque. -Me fulminó con la mirada de nuevo-. Tuve que correr a comprar un billete, casi me quedo sin dinero, y encima me vi obligado a perseguirte por todo el tren. Hemos recorrido tantos kilómetros que no podemos bajar ahora mismo. -Sus estrechos ojos brillantes se desviaron hacia la ventanilla, y después hacia la
pila de cartas que descansaban sobre mi regazo-. ¿Te importaría explicarme por qué estás en el expreso de París y no en el colegio?
¿Qué podía hacer?
– Lo siento, Barley -contesté con humildad-. No quería implicarte en esto por nada del mundo. De veras pensaba que hacía rato que te habías ido y podías presentarte ante Master James con la conciencia tranquila. No quería causarte problemas.
– ¿De veras? -Estaba esperando más explicaciones-. ¿Sólo querías darte una vueltecita por París en lugar de ir a clase de historia?
– Bien -empecé, intentando ganar tiempo-, mi padre me envió un telegrama diciendo que estaba bien y que me reuniera con él en París para pasar unos días.
Barley guardó silencio un momento.
– Lo siento, pero eso no lo explica todo. Si hubieras recibido un telegrama, habría sido anoche, y yo me habría enterado. Además, nadie habló de que tu padre no estuviera bien.
Creía que estaba ausente por motivos de trabajo. ¿Qué estás leyendo?
– Es una larga historia -dije poco a poco-, y ya sé que me consideras rara…
– Muy rara -me corrigió Barley-, pero será mejor que me digas en qué andas metida.
Tendrás tiempo antes de que bajemos en Bruselas y cojamos el siguiente tren de vuelta a Amsterdam.
– ¡No! -No había sido mi intención gritar así. La señora de delante se removió en su tranquilo sueño y yo bajé la voz-. He de ir a París. Estoy bien. Si quieres, puedes bajarte allí, y luego volver a Londres por la noche.
– Bajar allí, ¿eh? ¿Significa eso que tú no bajarás allí? ¿Hasta dónde continúa este tren?
– No continúa, acaba en París…
Se había cruzado de brazos y estaba esperando otra vez. Era peor que mi padre. Tal vez peor que el profesor Rossi. Tuve una breve visión de Barley ante los alumnos de un aula, los brazos cruzados, mientras sus ojos escudriñaban a los desventurados estudiantes, con voz aguda: «¿Qué impulsa a Milton a llegar a su terrible conclusión sobre la caída de Satanás? ¿O es que nadie lo ha leído todavía?»
Tragué saliva.
– Es una larga historia -repetí aún con más humildad. -Tenemos tiempo -dijo Barley.
Helen, Turgut y yo intercambiamos miradas, sentados a la mesa de nuestro pequeño restaurante, y yo percibí que una señal de camaradería pasaba entre nosotros. Quizá para retrasar el momento, Helen levantó la piedra azul que Turgut había dejado al lado de su plato y me la entregó.
– Es un símbolo antiguo -explicó-. Un talismán contra el mal de ojo.
Yo la acepté, palpé su superficie suave, caliente por haber estado en la mano de Helen, y la dejé sobre la mesa de nuevo.
Turgut no había perdido el hilo de la conversación.
– ¿Es usted rumana, señora? -Helen guardó silencio-. Si eso es cierto, hemos de
proceder con cautela. -Bajó la voz un poco-. La policía podría interesarse por usted.
Nuestro país no mantiene lazos amistosos con Rumania.
– Lo sé -repuso ella con frialdad.
– Pero ¿cómo lo supo la gitana? -Turgut frunció el ceño-. Usted no habló con ella.
– No lo sé.
Helen se encogió de hombros.
Turgut meneó la cabeza.
– Algunas personas dicen que los gitanos poseen el talento de la clarividencia. Yo nunca lo he creído, pero… -Calló y se secó el bigote con la servilleta-. Es raro que hablara de vampiros.
– Sí -dijo Helen-. Debía estar loca. Todas las gitanas están locas.
– Quizá, quizá. -Turgut guardó silencio-. Sin embargo, me resultó muy extraña su forma de hablar, porque es mi otra especialidad.
– ¿Los gitanos? -pregunté.
– No, buen señor, los vampiros. -Helen y yo le miramos, con cuidado de no cruzar nuestras miradas-. Me gano la vida enseñando Shakespeare, pero la leyenda de los vampiros es mi afición excéntrica. En Turquía hay una tradición de vampiros muy arraigada.
– ¿Es una tradición… turca? -pregunté atónito.
– Oh, la leyenda se remonta por lo menos al antiguo Egipto, queridos colegas, pero aquí, en Estambul… Para empezar, se dice que los emperadores bizantinos más sanguinarios eran vampiros, y que algunos de ellos consideraban la comunión cristiana una invitación a solazarse en la sangre de los mortales. Pero yo no lo creo. Creo que el vampirismo apareció con posterioridad.
– Bien… -No quería demostrar excesivo interés, más por temor a que Helen volviera a pisotearme por debajo de la mesa que por creer que Turgut estaba confabulado con los poderes de las tinieblas. Pero ella también le estaba mirando.
– ¿Ha oído hablar de la leyenda de Drácula?
– ¿Qué si he oído hablar? -resopló Turgut. Sus ojos oscuros relampaguearon y convirtió la servilleta en un nudo-. ¿Sabe que Drácula fue un personaje real, una figura histórica?
Un compatriota de usted, señora. -Inclinó la cabeza en dirección a Helen-. Era un señor feudal, un voivoda, de los Cárpatos occidentales, en el siglo quince. No era una persona admirable.
Helen y yo asentimos. No pudimos evitarlo. Yo no, al menos, y ella parecía demasiado concentrada en las palabras de Turgut para reprimirse. Se había inclinado un poco hacia delante, escuchando, y sus ojos brillaban con la misma oscuridad intensa que los del hombre. El color había florecido bajo la palidez habitual de Helen. Era uno de esos numerosos momentos, observé, pese a mi entusiasmo, en que la belleza se imponía a su semblante adusto y la iluminaba desde el interior.
– Bien… -Dio la impresión de que Turgut se aferraba a su tema-. No es mi intención aburrirles, pero sostengo la teoría de que Drácula es una figura muy importante en la historia de Estambul. Pocos saben que, cuando era un muchacho, fue cautivo del sultán Mehmet II en Gallipoli, y después en Anatolia. Su propio padre le entregó al padre de Mehmet, el sultán Murad II, como rehén a cambio de un tratado, desde 1442 a 1448, seis largos años. El padre de Drácula tampoco era un caballero. -Turgut rió-. Los soldados que vigilaban al joven Drácula eran maestros en el arte de la tortura, y debió aprender demasiado observándolos. Pero, mis buenos señores -dijo, olvidando por un momento el sexo de Helen, llevado por su fervor erudito-, yo sostengo la teoría de que también dejó su marca en ellos.
– ¿Qué demonios quiere decir?
Una sensación de ahogo empezaba a apoderarse de mí.
– Más o menos desde esa época hay noticia de la existencia de vampiros en Estambul.
Creo, y mi teoría aún no ha sido publicada, y no puedo demostrarla, que sus primeras víctimas fueron otomanas, tal vez los guardias, que se hicieron amigos de él. Dejó contaminado nuestro imperio, y la plaga se propagó después a Constantinopla con el conquistador.
Le miramos estupefactos. Pensé que, según la leyenda, sólo los muertos se convertían en vampiros. ¿Significaba eso que Vlad Drácula había muerto en Asia Menor y se había convertido en un No Muerto, cuando era muy joven, o sólo tenía debilidad por las libaciones impías desde su más tierna infancia y la había inspirado en otros? Lo archivé para preguntárselo a Turgut, en el caso de que algún día nos llegáramos a conocer mejor.
– Bien, es una afición un poco excéntrica. -Turgut esbozó de nuevo una sonrisa cordial-. Perdónenme si les parece que hablo demasiado. Mí mujer dice que soy intolerable. – Brindó por nosotros con un gesto sutil y cortés, antes de volver a beber de su copa-. ¡Pero tengo pruebas importantes, por todos los cielos! ¡Pruebas de que los sultanes le temían como si fuera un vampiro!
Indicó el techo.
– ¿Pruebas? -repetí.
– ¡Sí! Las descubrí hace unos años. El sultán estaba tan interesado en Vlad Drácula que obtuvo algunos de sus documentos y posesiones después de que éste muriera en Valaquia.
Drácula mató a muchos soldados turcos en su país y nuestro sultán le odiaba por ello, pero ésa no fue la causa de que fundara este archivo. ¡No! El sultán llegó a escribir una carta al bajá de Valaquia en 1478 para pedirle cualquier obra escrita sobre Vlad Drácula. ¿Por qué?
Porque, dijo, estaba creando una biblioteca que combatiría el mal que Drácula había esparcido por su ciudad después de morir. ¿Por qué iba a temer el sultán a Drácula si éste estaba muerto, si no creyera que Drácula podía volver? He encontrado una copia de la carta que el bajá le escribió en respuesta. -Dio un puñetazo sobre la mesa y nos sonrió-. Incluso he encontrado la biblioteca que fundó para luchar contra el mal.
Helen y yo estábamos inmóviles. La coincidencia era de una extrañeza casi inverosímil. Por fin aventuré una pregunta.
– Profesor, ¿esa colección fue creada por el sultán Mehmet II? Esta vez fue él quien nos miró fijamente.
– Por mis botas, es usted un estupendo historiador. ¿Está interesado en ese período de nuestra historia?
– Ah, ya lo creo -dije-. Y nos… Bueno, me interesaría mucho ver el archivo que usted descubrió.
– Por supuesto -dijo el hombre-. Con sumo placer. Se lo enseñaré. Mi esposa se
asombrará de que alguien quiera verlo. -Lanzó una risita-. Pero, ay, el hermoso edificio que una vez lo albergó fue derruido para dejar sitio a una oficina del Ministerio de Obras Públicas, hará unos ocho años. Era un bonito edificio pequeño cercano a la Mezquita Azul.
Una pena.
Sentí que me ponía lívido. Por eso nos había costado localizar el archivo de Rossi.
– Pero los documentos…
– No se preocupe, amable señor. Yo mismo me aseguré de que pasaran a engrosar los fondos de la Biblioteca Nacional. Aunque nadie los adore como yo, han de conservarse. – Una sombra cruzó su cara por primera vez desde que había apostrofado a la gitana-. Aún hay que luchar contra el mal en nuestra ciudad, como en todas partes. -Nos miró fijamente-. Si les gustan las curiosidades antiguas, será un placer acompañarles allí mañana. Esta noche está cerrado, por supuesto. Conozco bien al bibliotecario, y les dejará examinar la colección.
– Muchísimas gracias. -No me atrevía a mirar a Helen-. ¿Y cómo…? ¿Cómo llegó a interesarse en este tema tan peculiar?
– Oh, es una larga historia -contestó muy serio Turgut-. No puedo permitirme aburrirles tanto.
– No nos aburre -insistí.
– Es usted muy amable. -Guardó silencio unos minutos, mientras limpiaba su tenedor entre el índice y el pulgar.
En el exterior, los coches esquivaban a las bicicletas en las calles abarrotadas y los transeúntes iban y venían como actores en un escenario: mujeres con faldas estampadas que revoloteaban al viento, pañuelos y pendientes de oro, o vestidos negros y pelo rojizo, hombres con trajes, corbatas y camisas blancas occidentales. Nos llegó a la mesa el aliento de un aire tibio y salado, e imaginé barcos procedentes de toda Eurasia que llevaban su botín al corazón de un imperio (primero cristiano, luego musulmán) y atracaban en una ciudad cuyas murallas se internaban en el mar. La fortaleza arbolada de Vlad Drácula, con sus bárbaros rituales de violencia, parecía muy lejos de ese mundo antiguo y cosmopolita.
No era de extrañar que Drácula odiara a los turcos, y viceversa, pensé. Y no obstante, los turcos de Estambul, con sus piezas de artesanía en oro, latón y seda, sus bazares, librerías y numerosos centros religiosos, habrían tenido más cosas en común con los bizantinos cristianos a los que habían conquistado que las que pudiera haber tenido Vlad, que los desafiaba desde su frontera. Visto desde ese centro de cultura, parecía un matón inculto, un ogro provinciano, un patán medieval. Recordé la imagen que había visto de él en la enciclopedia de casa, aquella xilografía de un rostro elegante y bigotudo, enmarcado por un atuendo cortesano. Era una paradoja.
Estaba completamente absorto en esa imagen cuando Turgut volvió a hablar. -Díganme, amigos míos, ¿por qué están interesados en este tema de Drácula?
Se había vuelto hacia nosotros con una sonrisa caballerosa (¿o tal vez suspicaz?).
Miré a Helen. -Bien, estoy estudiando el siglo quince en Europa como base de mi tesis -dije, y la sensación de que esa mentira ya podía haberse convertido en realidad castigó mi falta de sinceridad. Sólo Dios sabía cuándo volvería a trabajar en mi tesis, pensé, y lo último que me hacía falta era un tema más amplio-. Y usted -insistí-, ¿cómo saltó de Shakespeare a los vampiros?
Turgut sonrió, con tristeza, pensé, y su serena sinceridad me castigó todavía más.
– Ah, es algo muy extraño. Hace mucho tiempo, estaba trabajando en mi segundo libro sobre Shakespeare: las tragedias. Me ponía a trabajar cada día en un…, ¿cómo se dice?, un cubículo, en nuestra sala inglesa de la universidad. Un día encontré un libro que nunca había visto antes. -Se volvió hacia mí de nuevo con aquella triste sonrisa de antes. Mi sangre ya se había helado en todas las extremidades-. Este libro no se parecía a ningún otro, un libro vacío, muy antiguo, con un dragón en el medio y una palabra: DRAKULYA.
Nunca había oído hablar de Drácula. Pero el dibujo era muy potente y extraño. Y luego pensé, he de saber qué es esto. De modo que intenté averiguarlo todo.
Helen se había petrificado a mi lado, pero ahora se removió, como ansiosa.
– ¿Todo? -repitió en voz baja.
Barley y yo casi habíamos llegado a Bruselas. Me había costado mucho tiempo, aunque se me antojaron unos pocos minutos, contar a Barley con toda la sencillez y claridad posibles lo que mi padre había relatado acerca de sus experiencias en el curso de postgrado. Él miraba por la ventanilla las pequeñas casas y jardines belgas, que parecían tristes bajo una cortina de nubes. De vez en cuando veíamos un rayo de sol reflejado en la aguja de una iglesia o en la chimenea de una antigua fábrica, a medida que nos acercábamos a Bruselas.
La holandesa roncaba sin hacer mucho ruido y la revista había caído a sus pies.
Estaba a punto de embarcarme en una descripción del nerviosismo reciente de mi padre, su palidez malsana y extraño comportamiento, cuando Barley se volvió hacia mí de repente.
– Esto es espantosamente peculiar -dijo-. No sé por qué debería creer esta historia inverosímil, pero la creo. Quiero creerla, al menos. -Me di cuenta, sorprendida, de que nunca le había visto serio, tan sólo risueño o, brevemente, irritado. Sus ojos, azules como astillas de cielo, se entornaron más-. Lo más curioso es que todo eso me recuerda algo.
– ¿Qué?
Casi me desmayé de alivio al ver que aceptaba mi historia. -Bien, eso es lo raro. No se me ocurre qué. Algo relacionado con Master James. Pero ¿qué era?
Barley meditaba en nuestro compartimiento del tren, con la barbilla apoyada en
sus manos de dedos largos, intentando en vano recordar algo acerca de Master James. Por fin me miró, y me quedé impresionada por la belleza de su rostro estrecho y sonrosado cuando estaba serio. Sin aquella nerviosa jovialidad, podría haber sido la cara de un ángel, o quizá de un monje en un claustro de Northumberland. Estas comparaciones las percibía de manera difusa. Sólo florecieron más tarde.
– Bien -dijo por fin-, tal como yo lo veo, existen dos posibilidades. O estás loca, en cuyo caso he de quedarme contigo y devolverte a casa sana y salva, o no estás loca, en cuyo caso te vas a meter en un montón de líos, y también he de quedarme contigo. Se supone que mañana debo estar en clase, pero ya pensaré en cómo solucionar eso. -Suspiró y me miró, al tiempo que se reclinaba en su asiento de nuevo-. No sé por qué, pero creo que París no es tu destino final. ¿Podrías aclararme qué piensas hacer después?
Si el profesor Bora nos hubiera dado una bofetada en aquel agradable restaurante de Estambul, no nos habría asombrado más que su «afición excéntrica». No obstante, fue una bofetada beneficiosa. Ahora estábamos completamente despiertos. Mi jet lag había desaparecido, y con él mi falta de esperanzas de encontrar más información sobre la tumba de Drácula. Habíamos ido al lugar perfecto. Tal vez (el corazón me dio un vuelco, y no sólo debido a la renovada esperanza), tal vez la tumba de Drácula se hallaba en la mismísima Turquía.
Nunca se me había ocurrido antes, pero ahora pensé que era lógico. Al fin y al cabo, uno de los esbirros de Drácula había reprendido severamente a Rossi. ¿Era posible que los No Muertos vigilaran no sólo el archivo, sino también la tumba? La arraigada presencia de los vampiros, a la que Turgut se había referido, ¿podía ser un legado de la perenne invasión a la que Drácula había sometido a la ciudad? Repasé lo que ya sabíamos sobre la carrera y leyenda de Vlad el Empapador. Si en su juventud le habían encarcelado aquí, ¿no podría haber regresado después de su muerte al lugar donde le habían instruido desde muy temprana edad en las artes de la tortura? Tal vez sentía nostalgia por el lugar, como la gente que, cuando se jubila, vuelve a vivir a la ciudad donde creció. Y si había que dar crédito a la novela de Stoker en lo tocante a las costumbres de los vampiros, era posible que el
monstruo se trasladara de un sitio a otro, que escogiera su tumba donde le apeteciera. En la novela había viajado en su ataúd a Inglaterra. ¿Por qué no habría podido ir a Estambul, viajando de noche, después de su muerte, al corazón del imperio cuyos ejércitos había aniquilado? Al fin y al cabo, habría sido una venganza apropiada sobre los otomanos.
Pero aún no podía formular estas preguntas a Turgut. Acabábamos de conocernos, y todavía me estaba preguntando si podíamos confiar en él. Parecía sincero, pero su aparición en nuestra mesa con su «afición» era demasiado extraña para ser casual. Ahora estaba hablando con Helen, y ella, por fin, estaba hablando con él.
– No, querida madame, la verdad es que no lo sé «todo» sobre la historia de Drácula. De hecho, mis conocimientos están lejos de ser arrebatadores, pero sospecho que tuvo una gran influencia maléfica sobre nuestra ciudad y eso me impele a seguir investigando. ¿Y ustedes,
amigos míos? -Paseó una mirada penetrante entre Helen y yo-. Parecen muy interesados en el tema. ¿Exactamente sobre qué versa su tesis, joven?
– El mercantilismo holandés en el siglo diecisiete -dije de manera poco convincente. A mí me sonó poco convincente, en cualquier caso, y estaba empezando a preguntarme si siempre había sido un empeño baldío. Al fin y al cabo, los comerciantes holandeses no vagaban de siglo en siglo atacando a la gente para robarle su alma inmortal.
– Ah. -Pensé que Turgut parecía perplejo-. Bien -dijo por fin-, si le interesa también la historia de Estambul, puede venir conmigo mañana por la mañana a ver la colección del sultán Mehmet.
Fue un espléndido tirano. Coleccionaba muchas cosas interesantes, además de mis documentos favoritos. Ahora he de volver a casa con mi esposa, pues debe de estar preocupada por mi tardanza. -Sonrió, como si ello le pareciera agradable-. Sin duda deseará que vengan a cenar con nosotros mañana, al igual que yo. -Medité sobre sus palabras un momento. Las esposas turcas debían ser todavía tan sumisas como en los harenes legendarios. ¿O quería decir que su mujer era tan hospitalaria como él? Imaginé que Helen resoplaría, pero guardó silencio y nos miró a los dos-. Bien, amigos míos – Turgut se levantó. Tuve la impresión de que sacaba dinero como por arte de magia y lo deslizaba bajo su plato. Después, brindó por nosotros una última vez y vació los restos de su té-. Adieu, hasta mañana.
– ¿Dónde nos encontraremos? -pregunté.
– Oh, vendré aquí a buscarlos. ¿Les parece bien a las diez de la mañana? Estupendo. Les deseo una feliz velada.
Hizo una inclinación de cabeza y se fue. Al cabo de un momento me di cuenta de que había dejado casi intacta su cena, había pagado nuestra cuenta al mismo tiempo que la suya y nos había dejado el talismán contra el mal de ojo, que brillaba en el centro del mantel blanco.
Aquella noche dormí como un tronco, después del agotamiento del viaje y la visita a la ciudad. Cuando los sonidos urbanos me despertaron, ya eran las seis y media. Mi pequeña habitación apenas estaba iluminada. En el primer momento de conciencia paseé la vista por el dormitorio y vi las paredes encaladas, los muebles sencillos, de diseño extranjero, y el brillo del espejo que había sobre el lavabo, y experimenté una extraña confusión. Pensé en la estancia de Rossi en Estambul, su alojamiento en otro hotelito (¿dónde?), de la cual habían robado sus bocetos de los valiosos mapas, y me pareció recordar todo eso como si yo hubiera estado allí, o como si reviviera la escena en ese momento. Al cabo de un instante caí en la cuenta de que la habitación seguía tal como la había dejado. Mi maleta estaba sobre la cómoda y -lo más importante de todo- mi maletín, con su valioso contenido, continuaba en el mismo sitio, al lado de la cama, y podía tocarlo con sólo estirar la mano. Incluso durmiendo había sido consciente de aquel libro antiguo y silencioso que descansaba en su interior.
Oí a Helen en el cuarto de baño del pasillo. Había abierto el agua y se movía de un lado a otro. Al cabo de un momento, caí en la cuenta de que esto podía considerarse espionaje y me sentí avergonzado. Para aplacar esa sensación, me levanté y me lavé la cara y los brazos en el lavabo de la habitación. En el espejo, mi cara (soy incapaz de comunicarte, hija mía, lo joven que parecía entonces, incluso a mis ojos) se veía como de costumbre. Mis ojos estaban bastante cansados después de tanto viajar, pero vivaces. Me unté el pelo con la brillantina típica de la época, lo peiné hacia atrás y me vestí con mis pantalones y chaqueta arrugados, además de una camisa y corbata limpias, aunque también arrugadas. Mientras alisaba la corbata en el espejo, oí que enmudecían los ruidos del cuarto de baño, y al cabo de unos momentos saqué mis útiles de afeitar y me obligué a llamar con vigor a la puerta.
Como no hubo respuesta, entré. El perfume de Helen, una colonia de olor barato y fuerte, tal vez la que había traído de su casa, perduraba en el diminuto cuarto. Casi había llegado a gustarme.
El desayuno del restaurante consistió en un café fuerte, muy fuerte, servido en una cafetera de cobre de asa larga, acompañado de pan, queso salado y aceitunas, junto con un diario que éramos incapaces de leer. Helen comió y bebió en silencio, mientras yo meditaba y percibía el olor a humo de cigarrillo que nos llegaba desde el rincón del camarero. El local estaba vacío esa mañana, aparte del sol que entraba por las ventanas arqueadas, pero el estruendo del tráfico matutino lo llenaba de sonidos agradables, además de los vislumbres de la gente que pasaba, vestida para ir a trabajar o cargada con cestas de productos del
mercado. Habíamos buscado instintivamente una mesa que estuviera lo más alejada posible de las ventanas.
– El profesor aún tardará dos horas en llegar -observó Helen al tiempo que añadía más azúcar al café y lo revolvía vigorosamente-. ¿Qué vamos a hacer?
– Estaba pensando en volver a Santa Sofía -dije-. Quiero verla otra vez.
– ¿Por qué no? -murmuró ella-. No me importa hacer de turista mientras estemos aquí.
Parecía descansada, y reparé en que se había puesto una blusa azul claro con el traje negro, el primer color que la veía llevar, una excepción a su indumentaria blanca y negra habitual.
Como siempre, se había envuelto con su pequeño pañuelo el punto del cuello donde la había mordido el bibliotecario. Su expresión era irónica y cautelosa, pero yo albergaba la sensación (sin poseer ninguna prueba) de que se estaba acostumbrando a mi presencia al otro lado de la mesa, casi hasta el punto de que su ferocidad se había relajado un poco.
Las calles estaban atestadas de gente y coches cuando salimos, y atravesamos entre ellos el corazón de la ciudad vieja, hasta entrar en uno de los bazares. Todos los pasillos estaban
llenos de clientes, ancianas vestidas de negro que examinaban arco iris de hermosas telas, mujeres jóvenes ataviadas con brillantes colores, la cabeza cubierta, que regateaban cuando compraban frutas que yo no había visto nunca o examinaban bandejas llenas de joyas de oro, ancianos con gorros de punto sobre el pelo blanco o la calva, que leían periódicos o se inclinaban para examinar una selección de pipas talladas en madera. Algunos llevaban en la mano sartas de cuentas para orar. Dondequiera que mirase veía rostros oliváceos, armoniosos, astutos y de facciones pronunciadas, manos gesticulantes, dedos perentorios, sonrisas amplias que a veces dejaban al descubierto destellos de dientes dorados. A nuestro alrededor se oía el clamor de voces enfáticas, seguras al regatear, y en ocasiones alguna carcajada.
Helen exhibía su sonrisa perpleja y miraba a esos desconocidos como si le gustaran, pero también como si creyera comprenderlos a la perfección. Para mí, la escena era deliciosa, pero yo también experimentaba cierta cautela, una sensación que, según mis cálculos, no tenía más de una semana de antigüedad, sensación que me embargaba en todos los lugares públicos. Una sensación de escudriñar la multitud, de mirar por encima del hombro, de examinar las caras en busca de buenas o malas intenciones… y también, quizá, de ser vigilado. Era una sensación desagradable, una nota áspera en la armonía de todas aquellas animadas conversaciones que se mantenían a nuestro alrededor, y me pregunté, no por primera vez, si se debía en parte a que se me hubiera contagiado la actitud escéptica de Helen en relación con la raza humana. También me pregunté si dicha actitud formaba parte de su idiosincrasia o sólo era el resultado de vivir en un Estado policial.
Fueran cuales fueran sus raíces, consideraba mi paranoia una afrenta a mi yo anterior. Una semana antes era un estudiante de postgrado norteamericano normal, satisfecho en mi insatisfacción con el trabajo y, en el fondo, disfrutando con la sensación de prosperidad y elevada tesitura moral de mi cultura, aunque fingiera poner en cuestión tanto esa cultura como todo lo demás. Ahora la Guerra Fría había cobrado realidad para mí, en la persona de Helen y en su postura desilusionada, y una guerra fría aún más antigua se insinuaba en mis venas. Pensé en Rossi, que había recorrido aquellas calles en el verano de 1930, antes de que su aventura en el archivo le expulsara precipitadamente de Estambul, y él también era real para mí, no sólo el Rossi que yo conocía, sino el Rossi joven de sus cartas.
Helen dio unos golpecitos sobre mi hombro mientras andábamos y movió la cabeza en dirección a un par de ancianos que estaban sentados a una pequeña mesa de madera, encajada cerca de un puesto ambulante.
– Mira: ahí tienes tu teoría del ocio personificada -dijo-. Son las nueve de la mañana y ya están jugando al ajedrez. Es raro que no jueguen a la tabla. Es el juego favorito en esta parte del mundo. Pero yo creo que eso es ajedrez. -Los dos hombres estaban disponiendo sus piezas en un tablero de madera que parecía muy usado. Negras contra marfil, caballeros y torres protegían a sus vasallos, los peones plantaban cara en formación de combate. La misma disposición guerrera en todo el mundo, reflexioné, y me detuve a mirar-. ¿Sabes jugar al ajedrez? -preguntó Helen.
– Por supuesto -repliqué algo indignado-. Jugaba con mi padre.
– Ah. -El sonido fue amargo, y recordé demasiado tarde que ella no había gozado de lecciones semejantes en su infancia, y que jugaba su versión particular del ajedrez con su padre, con la imagen paterna, en cualquier caso. No obstante, parecía absorta en una reflexión de tipo histórico-. No es occidental, ¿sabes? Es un juego procedente de India.
Jaque mate, en persa, se dice: shahmat. Shah significa rey. Una batalla de reyes.
Vi que los dos hombres empezaban a jugar, y sus dedos deformes elegían los primeros guerreros. Intercambiaron bromas. Debían ser viejos amigos. Podría haberme quedado todo el día mirando, pero Helen se alejó y yo la seguí. Cuando pasamos a su lado, los hombres parecieron reparar en nosotros por primera vez y nos miraron con aire intrigado un momento. Debíamos parecer extranjeros, comprendí, si bien la cara de Helen se mezclaba de maravilla con los semblantes que nos rodeaban. Me pregunté cuánto se prolongaría su partida (tal vez toda la mañana) y cuál de los dos ganaría esa vez.
Estaban abriendo el puesto cerca del cual se habían sentado. En realidad, era una especie de cobertizo, alojado bajo una higuera venerable que se alzaba en el límite del bazar. Un joven de camisa blanca y pantalones oscuros estaba tirando con vigor de las puertas y cortinas del puesto, disponiendo mesas fuera y desplegando su mercancía: libros. Pilas de libros sobre los mostradores de madera, cajas de madera rebosantes en el suelo, estantes atestados en el interior.
Me acerqué ansioso y el joven propietario movió su cabeza a modo de saludo y sonrió, como si reconociera a un bibliófilo fuera cual fuera su nacionalidad. Helen me siguió con más parsimonia y nos dedicamos a hojear volúmenes en tal vez una docena de idiomas.
Muchos estaban escritos en árabe y en turco moderno. Algunos estaban en alfabeto cirílico o en griego, otros en inglés, francés, alemán, italiano. Encontré un tomo en hebreo y todo un estante repleto de clásicos en latín. La impresión y encuadernación de la mayoría eran de escasa calidad, y sus cubiertas de tela ya estaban gastadas de tanto manosearlas. Había libros de bolsillo nuevos con tapas espeluznantes y unos cuantos parecían muy viejos, en especial los que estaban en árabe.
– A los bizantinos también les gustaban los libros -murmuró Helen, mientras pasaba las páginas de lo que parecía una colección en dos volúmenes de poesía alemana-. Tal vez compraban libros en este mismo lugar.
El joven había terminado los preparativos y se acercó a saludarnos.
– ¿Hablan alemán? ¿Inglés?
– Inglés -me apresuré a decir, puesto que Helen no contestó.
– Tengo libros en inglés -me dijo con una plácida sonrisa-. Ningún problema. -Su rostro era delgado y expresivo, con grandes ojos verdes y nariz larga-. También periódicos de Londres, de Nueva York. -Le di las gracias y pregunté si tenía libros antiguos-. Sí, muy antiguos.
Me entregó una edición del siglo XIX de Mucho ruido y pocas nueces, de aspecto barato, encuadernada en tela raída. Me pregunté de qué librería habría salido y cómo había viajado (desde la burguesa Manchester, digamos) hasta esa encrucijada del viejo mundo. Pasé las páginas por educación y se lo devolví.
– ¿No es lo bastante antiguo? -preguntó sonriente el joven.
Helen había estado mirando por encima de mí hombro, y consultó su reloj sin el menor disimulo. Ni siquiera habíamos llegado a Santa Sofía.
– Sí, hemos de irnos -dije.
El joven librero nos hizo una reverencia, sin soltar el volumen. Le miré un segundo, casi como si le hubiera reconocido, pero ya había dado media vuelta y estaba atendiendo a un nuevo cliente, un anciano que habría podido acompañar a los jugadores de ajedrez. Helen me dio un codazo, nos alejamos del puesto y recorrimos el perímetro del bazar, de vuelta hacia nuestra pensión.
El pequeño restaurante estaba desierto cuando entramos, pero Turgut apareció en el umbral al cabo de pocos minutos, nos saludó inclinando la cabeza y sonrió. Nos preguntó cómo habíamos dormido. Esa mañana vestía un traje de lana color aceituna, pese al calor, y parecía contener su entusiasmo. Sus zapatos relucían, y se apresuró a sacarnos del restaurante. Observé una vez más que era una persona muy enérgica y me sentí aliviado de contar con un guía semejante. Yo también empezaba a entusiasmarme. Los papeles de Rossi iban seguros en mi maletín y tal vez las horas siguientes me acercarían un poco más a su paradero. Pronto, al menos, podría comparar las copias de sus documentos con los originales que Rossi había examinado tantos años antes.
Mientras seguíamos a Turgut por las calles, nos explicó que el archivo del sultán Mehmet no se hallaba en el edificio principal de la Biblioteca Nacional, aunque todavía seguía bajo la protección del Estado. Se encontraba ahora en una biblioteca anexa a lo que había sido una madraza, una escuela coránica tradicional. Ataturk había cerrado estas escuelas cuando secularizó el país, y ésta albergaba los libros raros y antiguos de la Biblioteca Nacional sobre la historia del imperio.
Encontraríamos la colección del sultán Mehmet entre otras sobre los siglos de la expansión otomana.
El edificio anexo a la biblioteca era bellísimo. Entramos desde la calle a través de puertas de madera tachonadas de clavos de latón. Las ventanas estaban cubiertas de una tracería de mármol. La luz del sol se filtraba a través de ellas dibujando delicadas formas geométricas, que decoraban el suelo de la entrada con estrellas y octágonos caídos. Turgut nos enseñó dónde debíamos firmar el registro, en un mostrador de la entrada (observé que Helen garrapateaba algo ilegible), y él mismo firmó con una rúbrica espectacular.
Después entramos en la sala de la colección, un espacio amplio y silencioso bajo una cúpula adornada con mosaicos verdes y blancos. Había mesas bruñidas que abarcaban toda la longitud de la sala, y ya había tres o cuatro investigadores sentados a ellas. Las paredes no sólo estaban revestidas de libros, sino también de cajones y cajas de madera, y delicadas lámparas eléctricas de latón colgaban del techo. El bibliotecario, un hombre delgado de unos cincuenta años, de cuya muñeca colgaba una ristra de cuentas de orar, dejó su trabajo y se acercó para estrechar las manos de Turgut entre las suyas. Hablaron un momento (cuando Turgut habló reconocí el nombre de nuestra universidad) y después el bibliotecario
nos habló en turco, al tiempo que hacía reverencias y sonreía.
– Les presento al señor Erozan. Les da la bienvenida a la colección -explicó Turgut con expresión satisfecha-. Le gustaría serles de futilidad. -Me encogí, bien a mi pesar, y Helen esbozó una sonrisa afectada-. Les traerá de inmediato los documentos del sultán Mehmet sobre la Orden del Dragón. Pero antes hemos de acomodarnos y esperarle.
Nos sentamos a una mesa, bastante lejos de los demás estudiosos. Nos miraron con fugaz curiosidad y después volvieron a su trabajo. Al cabo de un momento, el señor Erozan regresó cargado con una caja de madera de buen tamaño, con un candado delante y letras árabes talladas en la tapa.
– ¿Qué pone ahí? -pregunté al profesor.
– Ah. -Tocó la tapa con las yemas de los dedos-. Dice: «Esto contiene…» o, mmm…: «Esto aloja el mal. Enciérralo con las llaves del sagrado Corán».
El corazón me dio un vuelco. Las frases eran demasiado similares a las que Rossi había leído en los márgenes del misterioso mapa y pronunciado en voz alta en los viejos archivos donde una vez había estado almacenado. No había hablado de esa caja en sus cartas, pero quizá nunca la había visto, si un bibliotecario le había prestado tan sólo los documentos. O tal vez los habían guardado en la caja después de la estancia de Rossi.
– ¿Qué antigüedad tiene la caja? -pregunté a Turgut. Meneó la cabeza.
– No lo sé, ni tampoco mi amigo. Como es de madera, no creo que sea de la época de Mehmet. Mi amigo me dijo una vez -sonrió en dirección al señor Erozan, y el hombre sonrió a su vez sin entender nada- que guardaron estos documentos en la caja alrededor de 1930 para que no se estropearan. Lo sabe porque habló de ello con el anterior bibliotecario.
Mi amigo es muy meticuloso.
;Mil novecientos treinta! Helen y yo intercambiamos una mirada. Era muy probable que en la época en que Rossi había escrito sus cartas (diciembre de 1930) a quienquiera que fuese a recibirlas los documentos que había examinado ya estuvieran guardados en esa caja. Un receptáculo de madera normal habría mantenido a raya la humedad y los ratones, pero ¿qué había impulsado al bibliotecario de aquella época a guardar bajo llave los documentos de la Orden del Dragón dentro de una caja adornada con una sagrada advertencia?
El amigo de Turgut sacó un llavero e introdujo una llave en la cerradura. Estuve a punto de reír cuando recordé nuestros modernos ficheros, el poder acceder a miles de libros raros gracias al sistema de clasificación de la universidad. Jamás me había imaginado enfrascado en una investigación que requiriera una vieja llave. La llave chasqueó en la cerradura.
– Ya está -murmuró Turgut, y el bibliotecario se retiró. Turgut nos sonrió a ambos, con cierta tristeza, pensé, y levantó la tapa.
En el tren, Barley había acabado de leer las dos primeras cartas de mi padre. Sentí una punzada de dolor al verlas abiertas en sus manos, pero sabía que Barley confiaría en la voz autoritaria de mi padre, mientras que sólo confiaría a medias en la mía, más débil.
– ¿Has estado ya en París? -pregunté, en parte para disimular mi emoción.
– Por supuesto que sí -dijo Barley indignado-. Estudié allí un año antes de ir a la universidad. Mi madre quería que mejorara mi francés. -Me habría gustado preguntarle,por qué su madre había insistido en ese delicioso deber y también qué se sentía al tener una madre, pero Barley estaba absorto de nuevo en la carta-. Tu padre ha de ser un conferenciante muy bueno -musitó-. Esto es mucho más entretenido que lo que tenemos en Oxford.
Esto me abrió otro reino de posibilidades. ¿Había clases en Oxford que fueran aburridas?
¿Era eso posible? Barley era un saco sin fondo de cosas que yo deseaba saber, un
mensajero de un mundo tan amplio que ni siquiera era capaz de empezar a imaginarlo. Esa vez me interrumpió un revisor que pasó a nuestro lado como una exhalación.
– ¡Bruselas! -anunció.
El tren ya estaba aminorando la velocidad, y al cabo de pocos minutos estábamos viendo por la ventanilla la estación de Bruselas. Los agentes de aduanas subieron al tren. En el andén, la gente corría hacia sus trenes y las palomas buscaban restos de comida.
Tal vez porque me gustaban en secreto las palomas, estaba tan atenta a la muchedumbre que, de repente, me fijé en una figura que no se movía. Una mujer, alta y vestida con un largo abrigo negro, inmóvil en el andén. Se cubría la cabeza con un pañuelo negro, que enmarcaba su cara blanca. Estaba demasiado lejos para ver sus facciones con claridad, pero distinguí un destello de ojos oscuros y una boca de un rojo casi anormal, debido tal vez a un lápiz de labios intenso. La silueta de su ropa era extraña. Entre las minifaldas y espantosas botas de pesados tacones de moda, calzaba ajustados zapatos negros de finos tacones.
Pero lo primero que llamó mi atención, y la retuvo un momento antes de que el tren empezara a moverse de nuevo, fue su actitud vigilante. Estaba examinando nuestro tren con gran detenimiento. Me aparté de la ventana instintivamente y Barley me lanzó una mirada inquisitiva. Al parecer, la mujer no nos vio, aunque avanzó un paso en nuestra dirección.
Después dio la impresión de que cambiaba de opinión y se volvía para examinar otro tren que acababa de parar al otro lado del andén. Algo en su espalda recta y severa me obligó a seguir mirando, hasta que empezamos a salir de la estación, y después la mujer desapareció entre las oleadas de gente, como si jamás hubiera existido.
Esta vez fui yo quien se durmió, en lugar de Barley. Cuando desperté, me descubrí
acurrucada contra él, con la cabeza apoyada en el hombro de su jersey azul marino. Estaba mirando por la ventanilla, con las cartas de mi padre guardadas de nuevo cuidadosamente en los sobres sobre su regazo, las piernas cruzadas, con la cara (encima de mí, pero cerca) vuelta hacia el paisaje, que a esas alturas ya sabía que era la campiña francesa. Abrí los ojos y vi su barbilla huesuda. Cuando bajé la vista, vi las manos de Barley enlazadas flojamente sobre las cartas. Reparé por primera vez en que se mordía las uñas, como yo. Cerré los ojos de nuevo, fingiendo que continuaba dormida, porque el calor de su hombro me resultaba muy confortable. Después tuve miedo de que no le gustara que estuviera apoyada contra él o de que hubiera babeado su jersey sumida en mi sueño profundo, de modo que me senté muy tiesa. Barley se volvió a mirarme, con los ojos invadidos de pensamientos lejanos, o tal vez del país que desfilaba ante las ventanillas, que ya no era liso sino ondulado, modestas tierras de labranza francesas. Al cabo de un momento sonrió.
Cuando la tapa de la caja que contenía los secretos del sultán Mehmet se levantó, surgió un olor que yo conocía. Era el olor a documentos muy antiguos, a pergamino o vitela, a polvo y siglos, a páginas que el tiempo había empezado a mancillar muchos años atrás. También era el olor del pequeño libro con sus hojas en blanco y el dragón en el centro, mi libro.
Jamás había osado acercar mi nariz a él, como había hecho en secreto con otros volúmenes que había manejado. Temía, supongo, descubrir algo repulsivo en el perfume o, peor aún, un poder, una droga malvada que no quería inhalar.
Turgut estaba extrayendo documentos de la caja con delicadeza. Todos estaban envueltos en papel de seda amarillento y variaban en tamaño y forma. Los desplegó sobre la mesa con cuidado ante nosotros.
– Yo mismo les enseñaré estos papeles y les explicaré lo que sé de ellos -explicó-
Después tal vez quieran sentarse a meditar sobre su contenido, ¿no creen?
Sí, tal vez lo haríamos. Asentí y él desenvolvió y extendió un rollo, que sometió a nuestro examen. Era pergamino sujeto con finos listones de madera, muy diferente de las anchas páginas lisas y libros mayores encuadernados a los que estaba acostumbrado durante mi investigación del mundo de Rembrandt. Los bordes del pergamino estaban decorados con ribetes coloreados de dibujos geométricos, dorados, azules y escarlata. El texto manuscrito estaba, para mi decepción, escrito en caligrafía árabe. No sé muy bien qué esperaba. Ese documento había llegado desde el corazón de un imperio que hablaba el idioma otomano y escribía en el alfabeto árabe, y sólo recurría al griego para intimidar a los bizantinos, o el latín para tomar al asalto las puertas de Viena.
Turgut vio mi expresión y se apresuró a dar explicaciones.
– Esto, amigos míos, es un libro mayor de gastos de una guerra contra la Orden del Dragón. Fue escrito en una ciudad de la parte sur del Danubio por un burócrata que estaba gastando el dinero del sultán allí. Es un informe comercial, en otras palabras. El padre de Drácula, Vlad Dracul, costó muchísimo dinero al imperio otomano a mediados del siglo quince. Este burócrata encargó armaduras y, ¿cómo se dice?, cimitarras para trescientos hombres, responsables de vigilar la frontera de los Cárpatos occidentales e impedir que los habitantes de la zona se rebelaran, y también les compró caballos. Aquí -señaló con un largo dedo el pie del pergamino-, aquí pone que Vlad Dracul era un gasto y un…, un maldito incordio, y les había costado más dinero del que el bajá quería gastar. El bajá lo lamenta mucho y se siente muy desdichado, y desea larga vida al Incomparable en el nombre de Alá.
Helen y yo intercambiamos una mirada, y creí leer en sus ojos algo del sobrecogimiento que yo también sentía. Esa esquina de la historia era tan real como el suelo embaldosado que pisábamos o el sobre de madera de la mesa que tocaban nuestras manos. La gente de ese período había vivido, respirado, sentido, pensado y muerto, tal como nos pasaría a nosotros. Aparté la vista, incapaz de soportar el destello de emoción que brillaba en su rostro enérgico.
Turgut había vuelto a enrollar el pergamino y estaba abriendo un segundo paquete que contenía dos rollos más.
– Aquí hay una carta del bajá de Valaquia en la que promete enviar al sultán Mehmet todos los documentos que pueda encontrar sobre la Orden del Dragón. Y esto es un informe sobre el comercio a lo largo del Danubio en 1461, no lejos de la zona controlada por la Orden del Dragón. Las fronteras de esta zona no eran fijas, cambiaban continuamente. Aquí hay una lista de sedas, especias y caballos que el bajá solicita para cambiar por lana de los pastores de sus dominios.
Los siguientes dos rollos eran informes similares. Después Turgut desenrolló un paquete más pequeño que contenía un dibujo liso sobre pergamino.
– Un mapa -dijo. Yo efectué un movimiento involuntario en dirección a mi maletín, que contenía los bocetos y notas de Rossi, pero Helen sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Comprendí lo que quería decir: no conocíamos lo bastante bien a Turgut para desvelarle todos nuestros secretos. Aún no, me corregí mentalmente. Al fin y al cabo, en apariencia, nos había abierto todas sus fuentes de información.
– Jamás he sido capaz de comprender qué es este mapa, amigos -nos dijo. Había pesar en su voz, y se acarició el bigote con una mano pensativa. Miré con detenimiento el pergamino y vi con emoción una pulcra, desteñida versión del primer mapa que Rossi había copiado, la larga media luna de montañas, el río que se curvaba al norte de la cordillera-. No se parece a ninguna región que yo haya estudiado, y no hay forma de saber…, ¿cómo se dice…?, la escala del mapa. -Lo dejó a un lado-. Aquí hay otro mapa, y parece representar la misma zona, pero a mayor escala que el primero. -Yo sabía lo que era. Ya había visto todo eso y mi entusiasmo aumentó-. Creo que son las montañas que aparecen al oeste del primer mapa, ¿no? -Suspiró-. Pero no hay más información, y no hay muchos rótulos, salvo algunas líneas del Corán y este extraño lema (en una ocasión lo traduje con mucho cuidado), que dice algo así como: «En este lugar él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra».
Extendí temeroso una mano para detenerle, pero Turgut había hablado con demasiada rapidez y me pilló desprevenido.
– ¡No! -grité, pero era demasiado tarde, de modo que Turgut me miró estupefacto. Helen me lanzó una mirada y el señor Erozan se volvió al otro lado de la sala y también me miró-. Lo siento -susurré-. Estoy muy emocionado por ver todos estos documentos.
Son muy… interesantes.
– Ah, me alegro de que los encuentre interesantes. -Turgut casi sonreía, pese a su
expresión seria-. Estas palabras suenan algo raras. Te dan un, no sé, un susto.
En aquel momento se oyeron pasos en la sala. Me volví, nervioso, casi esperando ver al mismísimo Drácula, fuera cual fuera su aspecto, pero sólo era un hombrecillo con un gorro de punto y una barba gris desaliñada. El señor Erozan fue a la puerta a recibirle y nosotros devolvimos la atención a los documentos. Turgut sacó otro pergamino de la caja.
– Este es el último documento -dijo-. Nunca he conseguido desvelar sus secretos.
Consta en el catálogo de la biblioteca como una bibliografía de la Orden del Dragón.
Mi corazón dio un vuelco y vi que Helen se animaba.
– ¿Una bibliografía?
– Sí, amigo mío.
Turgut lo extendió sobre la mesa ante nosotros. Parecía muy antiguo y bastante frágil, escrito en griego con buena caligrafía. La parte superior se curvaba de manera irregular, como si hubiera formado parte de un rollo más largo, y el borde inferior estaba claramente rasgado. No había adornos de ningún tipo en el manuscrito, sólo las palabras cuidadosamente alineadas. Suspiré. Nunca había estudiado griego, aunque dudaba de que algo que no fuera un dominio absoluto del idioma me hubiera ayudado a descifrar aquel documento Como si adivinara mi problema, Turgut sacó una libreta de su maletín -Pedí a un experto en Bizancio perteneciente a nuestra universidad que me lo tradujera. Posee extensos conocimientos de su idioma y documentos. Esto es una lista de obras literarias, aunque algunas nunca las había oído mencionar en ningún otro ejemplar.
Abrió la libreta y alisó una página. Estaba cubierta de pulcra escritura turca. Esta vez fue Helen quien suspiró. Turgut se dio una palmada en la frente.
– Oh, un millón de perdones -dijo-. Se lo voy a traducir, ¿de acuerdo? «Heródoto: El trato de los prisioneros de guerra; Feseo: Sobre razón y tortura; Orígenes: Tratado sobre los principios fundamentales; Eutimio el Viejo: El hado de los condenados; Gubent de Gante: Tratado sobre la naturaleza; santo Tomás de Aquino: Sísifo.» Como ven, una selección muy extraña, y algunos de los libros son muy raros. Mi amigo, el experto en Bizancio, me dijo, por ejemplo, que sería un milagro que una versión hasta ahora desconocida de este tratado del primitivo filósofo cristiano Orígenes hubiera sobrevivido. Casi todas las obras de Orígenes fueron destruidas porque fue acusado de herejía.
– ¿Qué herejía? -Helen parecía interesada-. Estoy segura de haber leído algo acerca de él.
– Fue acusado de defender en este tratado que es una cuestión de lógica cristiana que hasta Satanás se salvará y resucitará -explicó Turgut-. ¿Sigo con la lista?
– Si no le importa -dije-, ¿podría apuntarnos los títulos en inglés tal como los va leyendo?
– Con sumo placer.
Turgut se sentó con su libreta y sacó una pluma.
– ¿Qué sacas en limpio de esto? -pregunté a Helen. Su rostro era más expresivo que mil palabras. ¿Habíamos ido hasta allí por una lista confusa de libros?-. Sé que aún no tiene sentido -le dije en voz baja-, pero vamos a ver adónde nos conduce.
– Bien, amigos míos, déjenme que les lea los siguientes títulos. -Turgut estaba
escribiendo muy animado-. Casi todos están relacionados con la tortura, el asesinato o algo desagradable, como verán. «Erasmo: Peripecias de un asesino; Henricus Curtius: Los caníbales; Giorgio de Padua: Los condenados.»
– ¿No aparecen fechas? -pregunté al tiempo que me inclinaba sobre los documentos.
Turgut suspiró.
– No, y nunca he podido encontrar más referencias sobre estos títulos, pero ninguno de los que he localizado fue escrito después de 1600.
– Pero eso es posterior a la muerte de Vlad Drácula -comentó Helen. La miré sorprendido. No había pensado en eso. Era una sencilla puntualización, pero verdadera y desconcertante.
– Sí, querida señora -dijo Turgut, y alzó la vista hacia ella-. Las más recientes de esas obras fueron escritas más de cien años después de su muerte, y también después de la muerte del sultán Mehmet. Ay, he sido incapaz de encontrar más información sobre cómo o cuándo esta bibliografía pasó a formar parte de la colección del sultán Mehmet. Alguien debió añadirla más tarde, tal vez mucho después de que la colección llegara a Estambul.
– Pero antes de 1930 -murmuré.
Turgut me dirigió una mirada penetrante.
– Ésa es la fecha en que esta colección fue puesta a buen recaudo -dijo-. ¿Por qué ha dicho eso, profesor?
Sentí que me ruborizaba, tanto porque había hablado demasiado, y tan más de la cuenta que Helen se había dado media vuelta, desesperada por mi estupidez, como porque aún no era profesor. Guardé silencio unos momentos. Siempre he detestado mentir y procuro, querida hija, no hacerlo nunca si puedo evitarlo.
Turgut me estaba estudiando, y me sentí incómodo porque, antes de ese momento, no había reparado en la extrema profundidad de sus ojos oscuros, con sus afables patas de gallo.
Respiré hondo. Ya lo hablaría con Helen más tarde. Había confiado en Turgut desde el primer momento, y tal vez nos sería de más ayuda si sabía más cosas. Para ganar un poco de tiempo, no obstante, miré la lista de documentos que nos estaba traduciendo y después eché un vistazo a la traducción turca en la que estaba trabajando. No podía mirarle a los ojos. ¿Debía contarle todo lo que sabíamos? Si le ponía al corriente de lo que sabía hasta el momento sobre las experiencias de Rossi, ¿pondría en duda nuestra seriedad y cordura? Fue precisamente por haber bajado los ojos que de repente vi algo extraño. Mi mano voló hacia el documento griego original, la bibliografía de la Orden del Dragón. No todo estaba en griego. Pude leer con toda claridad el último nombre de la lista: Bartholomew Rossi. Le seguía una frase en latín.
– ¡Santo Dios!
Mi exclamación encrespó a todos los silenciosos investigadores de la sala, comprendí demasiado tarde. El señor Erozan, que aún estaba hablando con el hombre del gorro y la barba larga, se volvió hacia nosotros con mirada inquisitiva.
Turgut se alarmó al instante y Helen se removió en su asiento. -¿Qué pasa?
Turgut extendió una mano hacia el documento. Yo seguía mirando. Fue bastante fácil para él seguir mi mirada. Después se puso en pie de un salto, emitió algo que habría podido ser un eco de mi agitación, tan claro que me produjo un extraño consuelo entre tantas cosas extrañas que estaban sucediendo.
– ¡Dios mío! ¡El profesor Rossi!
Los tres nos miramos y por un momento nadie habló. Al fin hice un esfuerzo.
– ¿Conoce ese nombre? -pregunté a Turgut en voz baja. El paseó su mirada por nosotros dos.
– ¿Y usted? -contestó por fin.
La sonrisa de Barley era amable.
– Debías de estar cansada, de lo contrario no habrías dormido tan profundamente. Yo también estoy cansado, sólo de pensar en el lío en que te has metido. ¿Qué diría cualquiera sí le hablaras de esto? Esa señora de ahí, por ejemplo. -Movió la cabeza en dirección a nuestra dormida acompañante, que no había bajado en Bruselas y, al parecer, tenía la intención de dormir durante todo el trayecto hasta París-. O un policía. Todo el mundo pensaría que estás loca. -Suspiró-. ¿Y pretendías viajar sola hasta el sur de Francia?
Ojalá me dijeras el sitio exacto, en lugar de obligarme a adivinarlo. Así podría enviar un telegrama a la señora Clay y meterte en un lío aún más complicado.
Esta vez me tocó a mí sonreír. Ya habíamos discutido un par de veces sobre esto.
– Eres espantosamente tozuda -gruñó Barley-. Jamás habría pensado que una niña pudiera provocarme tantos problemas… Sobre todo el tipo de problemas que tendría con Master James si te abandonara en mitad de Francia. -Casi consiguió hacerme llorar, pero sus siguientes palabras secaron mis lágrimas antes de que empezaran a formarse-. Al menos, tendremos tiempo de comer antes de subir al siguiente tren. En la Gare du Nord hacen unos bocadillos deliciosos. Esperemos que nos permitan pagar con moneda extranjera.
Fue la utilización del plural lo que conmovió mi corazón.
Bajar, incluso de un tren moderno, en ese gran templo de viajeros, la Gare du
Nord, con su elevada estructura de hierro y cristal, su belleza luminosa y aérea, equivale a entrar en París. Barley y yo bajamos del tren, bolsas en mano, y dedicamos dos minutos a asimilarlo todo. Al menos, eso fue lo que yo hice, aunque ya había estado muchas veces en la estación, que atravesaba en el curso de los viajes con mi padre. La gare devolvía el eco del sonido de los trenes al frenar, las conversaciones de la gente, pasos, silbidos, el aleteo de las palomas, el tintineo de monedas. Un anciano tocado con una boina negra pasó ante nosotros con una joven del brazo. Ella tenía el pelo rojo, muy bien peinado, llevaba lápiz de labios rosa, y por un momento imaginé que me cambiaba por ella. ¡Oh, poseer ese aspecto, ser parisina, adulta, calzar botas de tacón alto, tener pechos de verdad y llevar al lado a un artista elegante de edad avanzada! Entonces se me ocurrió que bien podía ser su padre, y me sentí muy sola.
Me volví hacia Barley, quien al parecer había estado asimilando los olores antes que los sonidos.
– Dios, qué hambre tengo -gruñó-. Ya que estamos aquí, comamos algo bueno al menos.
Se dirigió como una flecha hacia una esquina de la estación, como si se supiera el camino de memoria. Resultó que no sólo conocía el camino, sino también la mostaza y la selección de jamón cortado en finas laminillas, y no tardamos en ponernos a comer dos bocadillos de buen tamaño envueltos en papel blanco. Barley ni se tomó la molestia de sentarse en el banco que yo había encontrado.
Yo también estaba hambrienta, pero sobre todo preocupada por lo que haría a continuación.
Ahora que habíamos bajado del tren, Barley podía utilizar cualquier teléfono público que se le ofreciera a la vista y encontrar una forma de llamar a Master James o a la señora Clay, o tal vez a un ejército de gendarmes que me devolverían a Amsterdam esposada. Le miré con cautela, pero el bocadillo ocultaba casi por completo su rostro. Cuando emergió de él para beber un poco de naranjada, le hablé.
– Barley, me gustaría que me hicieras un favor.
– ¿Qué quieres ahora?
– No hagas ninguna llamada telefónica. No me traiciones, Barley. Iré al sur pese a quien pese. Comprenderás que no puedo volver a casa sin saber dónde está mi padre y qué le ha pasado, ¿verdad?
Él bebió con semblante serio.
– Lo comprendo.
– Por favor, Barley.
– ¿Por quién me tomas?
– No lo sé -dije desconcertada-. Creía que estabas enfadado conmigo por haberme fugado y que aún pensabas que debías denunciarme.
– Piensa un poco -dijo Barley-. Si de veras estuviera enfadado, estaría camino de casa para no perderme las clases de mañana (y una buena reprimenda de James), contigo pisándome los talones. En cambio estoy aquí, obligado por la galantería y la curiosidad a acompañar a una dama al sur de Francia. ¿Crees que me iba a perder eso?
– No lo sé -repetí, pero más agradecida.
– Será mejor que preguntemos cuándo sale el próximo tren a Perpiñán -dijo Barley al tiempo que doblaba el papel del bocadillo con decisión.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté estupefacta.
– Oh, te crees tan enigmática. -Barley parecía exasperado otra vez-. ¿No te traduje todo aquel rollo de la colección de vampiros? ¿Adónde podrías ir, sino a ese monasterio de los Pirineos Orientales? ¿Te crees que no he visto un mapa de Francia? Venga, no empieces a fruncir el ceño. Tu cara se pone mucho menos traviesa.
Y nos fuimos al bureau de change cogiditos del brazo.
Cuando Turgut pronunció el nombre de Rossi con aquel inconfundible tono de
familiaridad, experimenté la repentina sensación de que el mundo se tambaleaba, de que fragmentos de color y forma se desconfiguraban y formaban una visión de compleja absurdidad. Era como si estuviera viendo una película conocida y, de repente, un personaje que nunca había pertenecido a ella apareciera en la pantalla y se sumara a la acción como si tal cosa, pero sin la menor explicación.
– ¿Conoce al profesor Rossí? -repitió Turgut en el mismo tono.
Yo seguía sin habla, pero Helen, por lo visto, había tomado una decisión.
– El profesor Rossi es el director de la tesis de Paul en el Departamento de Historia de nuestra universidad.
– Pero eso es increíble -dijo poco a poco Turgut.
– ¿Usted le conocía? -pregunté.
– No, no llegué a conocerle en persona -dijo-. Oí hablar de él en circunstancias muy peculiares. Por favor, es una historia que debo contarles, me parece. Siéntense, amigos míos. -Hizo un gesto hospitalario, pese a su asombro. Helen y yo nos habíamos puesto en pie de un salto, pero nos acomodamos cerca de él-. Hay algo demasiado extraordinario…
– Se interrumpió, y después dio la impresión de que se esforzaba por darnos una
explicación-. Hace años, cuando me enamoré de este archivo, pedí al bibliotecario toda la información posible sobre él. Me dijo que no tenía memoria de que alguien más lo hubiera examinado, pero creía que su antecesor, o sea, el bibliotecario anterior, sabía algo al respecto. Fui a ver al antiguo bibliotecario.
– ¿Está vivo? -pregunté con voz estrangulada.
– Oh, no, amigo mío. Lo siento. Era terriblemente viejo y murió un año después de que yo hablara con él. Pero su memoria era excelente y me dijo que había guardado bajo llave la colección porque tenía un mal presagio. Dijo que un profesor extranjero la había consultado una vez, y luego se puso muy, ¿cómo se dice?, muy preocupado y casi loco, y salió corriendo del edificio de repente. El viejo bibliotecario dijo que, unos días después de que esto sucediera, estaba sentado solo en la biblioteca trabajando un poco, levantó la vista y reparó de súbito en un hombre grande que estaba examinando los mismos documentos.
Nadie había entrado y la puerta de la calle estaba cerrada con llave porque era de noche, después de las horas en que la biblioteca estaba abierta al público. No pudo entender cómo había entrado. Pensó que tal vez no había cerrado con llave la puerta, ni oído al hombre subir la escalera, aunque le parecía casi imposible. Después me dijo… -Turgut se inclinó hacia delante y bajó la voz todavía más-, me dijo que cuando se acercó a él para preguntarle qué estaba haciendo, el hombre alzó la vista y le caía un hilillo de sangre por la comisura de la boca.
Experimenté una oleada de náuseas y Helen alzó los hombros como si quisiera reprimir un escalofrío.
– Al principio el viejo bibliotecario no me quiso hablar de eso. Creo que tenía miedo de que yo creyera que estaba perdiendo la cabeza. Me dijo que aquella visión le provocó un vahído, y cuando volvió a mirar, el hombre había desaparecido, pero los documentos seguían esparcidos sobre la mesa, y al día siguiente compró esta caja sagrada en el mercado de antigüedades y guardó los documentos dentro. Cerró la caja con llave y dijo que nadie más los perturbó mientras él fue el bibliotecario. Tampoco volvió a ver al hombre extraño.
– ¿Qué fue de Rossí? -pregunté.
– Bien, yo estaba decidido a seguir todas las pistas de esta historia, así que le pregunté el nombre del investigador extranjero, pero no recordaba nada, salvo que le pareció italiano.
Me dijo que buscara 1930 en el registro, si quería, y mi amigo de aquí me dejó hacerlo.
Encontré el nombre del profesor Rossi después de buscar un poco, y descubrí que era de Inglaterra, de Oxford. Después le escribí una carta a Oxford.
– ¿Contestó?
Helen casi estaba fulminando con la mirada a Turgut.
– Sí, pero ya no estaba en Oxford. Había ido a una universidad estadounidense, la de ustedes, aunque no relacioné el nombre cuando hablamos por primera vez, y él recibió la carta pasado mucho tiempo, y luego me contestó. Me dijo que lo sentía mucho, pero no sabía nada sobre el archivo al que yo me refería y no podía ayudarme. Les enseñaré la carta en mi apartamento cuando vengan a cenar conmigo. Llegó justo antes de la guerra.
– Esto es muy raro -murmuré-. No puedo entenderlo. -Bien, pues esto no es lo más raro -dijo Turgut en tono perentorio.
Concentró su atención en el pergamino que estaba encima de la mesa, la bibliografía, y siguió con el dedo el nombre de Rossi. Al mirarlo, reparé de nuevo en las palabras que seguían al nombre. Estaban en latín, sin duda, aunque mi latín, que se remontaba a mis dos primeros años de universidad, nunca había sido gran cosa, y ahora estaba oxidado por completo.
– ¿Qué dice? ¿Sabe latín?
Para mi alivio, Turgut asintió.
– Pone: «Bartholomew Rossi, El Espíritu (el Fantasma) en el Ánfora».
La cabeza me daba vueltas.
– Pero yo conozco esta frase, me parece… Estoy seguro de que es el título de un artículo en el que ha estado trabajando esta primavera. -Callé-. Estaba. Me lo enseñó hará un mes.
Versa sobre la tragedia griega y los objetos que utilizaban en ocasiones los teatros griegos como accesorios en el escenario. -Helen me estaba mirando fijamente-. Es… Estoy casi seguro de que es la obra que está escribiendo.
– Lo que es extraño, muy extraño -dijo Turgut, y ahora percibí cierto miedo en su voz-, es que he leído esta lista muchas veces y nunca había visto esta entrada. Alguien ha añadido el nombre de Rossi.
Le miré asombrado.
– Averigüe quién -dije con voz ahogada-. Hemos de saber quién ha estado manipulando estos documentos. ¿Cuándo estuvo aquí por última vez?
– Hará unas tres semanas -contestó Turgut con semblante sombrío-. Espere, por favor.
Se lo preguntaré al señor Erozan. No se muevan.
En cuanto se levantó, el atento bibliotecario avanzó a su encuentro. Intercambiaron unas rápidas palabras.
– ¿Qué dice? -pregunté.
– ¿Por qué no se le ocurrió decírmelo antes? -gruñó Turgut-. Un hombre vino ayer y examinó el contenido de esta caja. -Siguió interrogando a su amigo, y el señor Erozan indicó la puerta-. Era ese hombre -dijo Turgut, y también señaló-. Dice que era el hombre que vino hace poco, con el que estuvo hablando.
Todos nos volvimos, horrorizados, pero ya era demasiado tarde. El hombrecillo del gorro blanco y la barba gris se había esfumado.
Barley estaba contando el dinero que llevaba en su billetero.
– Bien, tendremos que cambiar todo lo que llevo encima -dijo pesaroso- Tengo el dinero de Master James y unas cuantas libras más de mi asignación semanal.
– Yo he traído algo -dije-. De Amsterdam, claro está. Compraré los billetes de tren, y creo que podré pagar las comidas y el alojamiento al menos durante unos días.
Me estaba preguntando si podría sufragar el apetito de Barley. Era extraño que alguien tan flaco pudiera comer tanto. Yo también era delgaducha todavía, pero no podía imaginarme devorando dos bocadillos a la velocidad de Barley. Pensaba que la preocupación por el dinero era la más acuciante hasta que llegamos al mostrador de cambio de dinero y una joven vestida con una chaqueta cruzada azul marino nos miró de arriba abajo. Barley habló con ella de tipos de cambio y al cabo de un minuto la chica descolgó el teléfono y dio media vuelta para hablar.
– ¿Por qué hace eso? -susurré a Barley nerviosa.
Me miró sorprendido.
– Por algún motivo, está comprobando los tipos de cambio -me dijo-. No lo sé. ¿Qué opinas?
No podía explicarlo. Tal vez se debía a la influencia de las cartas de mi padre, pero todo se me antojaba sospechoso. Era como si ojos invisibles nos estuvieran siguiendo.
Turgut, que parecía disponer de más presencia de ánimo que yo, corrió hacía la puerta y desapareció en el pequeño vestíbulo. Regresó un segundo después sacudiendo la cabeza.
– Se ha ido -nos informó-. No vi ni rastro de él en la calle. Desapareció entre la multitud.
Dio la impresión de que el señor Erozan se disculpaba, y Turgut habló con él pasados unos segundos. Después se volvió hacia nosotros.
– ¿Tienen algún motivo para pensar que los han seguido hasta aquí en el curso de su investigación?
– ¿Seguido?
Tenía todos los motivos para pensarlo, pero no tenía ni idea de quién exactamente.
Turgut me miró fijamente y me acordé de la gitana que había aparecido la anoche anterior junto a nuestra mesa.
– Mi amigo el bibliotecario dice que ese hombre quería ver los documentos que hemos estado examinando y se enfadó cuando supo que estaban siendo consultados. Dice que hablaba turco, pero por su acento cree que es extranjero. Por eso pregunto si alguien les ha seguido hasta aquí. Amigos míos, vámonos cuanto antes, pero vigilemos. Le he dicho a mi amigo que custodie los documentos y que se fije bien en ese hombre o en quienquiera que venga a mirarlos. Intentará averiguar quién es si vuelve. Quizá si nos vamos vuelva antes.
– ¡Pero los mapas!
Me preocupaba dejar aquellos valiosos documentos en la caja. Además, ¿qué habíamos averiguado? Ni siquiera habíamos empezado a resolver el enigma de los tres mapas, pese a que habíamos contemplado su milagrosa realidad en la mesa de la biblioteca.
Turgut se volvió hacia el señor Erozan y dio la impresión de que una sonrisa, una señal de mutua comprensión, pasaba entre ellos.
– No se preocupe, profesor -me dijo Turgut-. He hecho copias de todas estas cosas con mi propia mano y esas copias están a salvo en mi apartamento. Además, mi amigo no permitirá que les pase nada a los originales. Pueden creerme.
Yo quería hacerlo. Helen estaba mirando con semblante inquisitivo a nuestros nuevos conocidos, y me pregunté qué deducía de todo esto.
– De acuerdo -dije.
– Vengan, amigos míos. -Turgut empezó a guardar los documentos con una ternura que yo no habría podido igualar-. Creo que hemos de hablar en privado de muchas cosas. Los llevaré a mi apartamento y allí hablaremos. También les enseñaré otros materiales que he recogido sobre este tema. No hablemos de estos asuntos en la calle. Saldremos de la manera más visible posible y -cabeceó en dirección al bibliotecario- dejaremos a nuestro mejor general en la brecha.
El señor Erozan nos estrechó la mano a todos, cerró la caja con sumo cuidado y desapareció con ella entre las estanterías situadas al fondo de la sala. Le seguí con la mirada hasta perderle de vista y después suspiré en voz alta bien a mi pesar. No podía sacudirme de encima la sensación de que el destino de Rossi seguía escondido en aquella caja, incluso, que Dios me perdone, que el propio Rossi estaba enterrado en ella y nosotros no habíamos sido capaces de rescatarle.
Después nos fuimos del edificio y nos quedamos en la escalinata a propósito unos minutos, mientras fingíamos conversar. Tenía los nervios a flor de piel y Helen estaba pálida, pero Turgut mantenía la calma.
– Si está al acecho -dijo en voz baja-, el muy cobarde sabrá que nos vamos.
Ofreció el brazo a Helen, que lo aceptó con menos renuencia de lo que yo habría
imaginado, y nos alejamos por las calles abarrotadas. Era la hora de comer y estábamos rodeados por olores de carne asada y pan horneado que se mezclaban con un olor húmedo que habría podido ser de humo de carbón o de motor diésel, un olor que todavía recuerdo a veces sin previo aviso y que significa para mí el límite del mundo oriental. Ignoraba lo que sucedería a continuación, pero sabía que sería otro acertijo, al igual que este lugar. Miré a mi alrededor y contemplé los rostros de las multitudes turcas, las esbeltas agujas de los minaretes en el horizonte de cada calle, las antiguas cúpulas entre las higueras, las tiendas repletas de mercancías misteriosas. El mayor acertijo de todos tironeaba de mi corazón, que
volvía a dolerme: ¿dónde estaba Rossi? ¿Estaba allí, en esa ciudad, o muy lejos? ¿Vivo,muerto, o en un estado intermedio?
A las cuatro y dos minutos de la tarde, Barley y yo tomamos el expreso a Perpiñán. Barley subió los empinados escalones con su bolsa y extendió una mano para ayudarme a subir.
Había pocos pasajeros en el tren, y el compartimiento que encontramos siguió vacío después de que el tren arrancara. Yo me sentía cansada. A esa hora ya habría llegado a casa, la señora Clay me habría estado esperando en la cocina con un vaso de leche y un trozo de pastel amarillo. Por un momento, casi eché de menos sus irritantes atenciones. Barley se había sentado a mi lado, aunque tenía cuatro asientos para elegir, y yo pasé la mano bajo su brazo.
– Debería estudiar -dijo, pero no abrió su libro enseguida. Había demasiado que ver cuando el tren aceleró al cruzar la ciudad. Pensé en todas las veces que había estado allí con mi padre: cuando subimos a Montmartre, o cuando contemplamos el camello deprimido del Jardin des Plantes. Ahora se me antojaba una ciudad que nunca hubiera visto antes. Ver a Barley mover los labios sobre Milton me dio sueño, y cuando dijo que quería ir al vagón restaurante a merendar, negué con la cabeza, amodorrada.
– Eres un desastre -me dijo sonriente-. Quédate a dormir, y yo me llevaré el libro.
Siempre podemos ir a cenar si te entra hambre.
Mis ojos se cerraron casi en cuanto salió por la puerta, y cuando los abrí de nuevo, descubrí que estaba aovillada en el asiento vacío como una niña, con la larga falda de algodón subida por encima de los tobillos. Alguien estaba sentado en el banco opuesto leyendo un diario, y no era Barley. Me enderecé al instante. El hombre estaba leyendo Le Monde, y el periódico le ocultaba casi por completo. No veía su torso ni su cara. Un maletín de piel negra descansaba a su lado.
Durante una fracción de segundo imaginé que era mi padre, y una oleada de gratitud y confusión me invadió. Después vi los zapatos del hombre, que también eran de piel negra y muy relucientes, la punta perforada con un dibujo elegante y los cordones de piel terminados en borlas negras. Tenía las piernas cruzadas, y los pantalones negros del traje eran impecables, así como los calcetines de seda negros. No eran los zapatos de mi padre.
De hecho, eran unos zapatos un poco raros, o tal vez lo eran los pies que encerraban, aunque no logré entender esa sensación. Pensé que un desconocido no tendría que haber entrado mientras yo dormía. Se trataba de un hecho también desagradable, y confié en que no me hubiera estado observando mientras estaba dormida. Me pregunté si podría levantarme y abrir la puerta del compartimiento sin que se diera cuenta. Después reparé en que había corrido las cortinas que daban al pasillo. Nadie que atravesara el vagón podría vernos. ¿O las había corrido Barley antes de salir, para que pudiera dormir sin ser molestada?
Lancé una mirada subrepticia a mi reloj. Eran casi las cinco. Un maravilloso paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla. Estábamos entrando en el sur. El hombre parapetado tras el periódico estaba tan inmóvil que empecé a temblar. Al cabo de unos momentos comprendí lo que me estaba asustando. Ya llevaba despierta muchos minutos, pero durante todo el rato que había estado mirando y escuchando el hombre no había pasado ni una sola página del periódico.
El apartamento de Turgut se hallaba en otra parte de Estambul, sobre el mar de Mármara, y tomamos un trasbordador para llegar. Helen se quedó de pie ante la barandilla, mirando las gaviotas que seguían el barco, así como la impresionante silueta de la ciudad vieja. Me coloqué a su lado y Turgut señaló agujas y cúpulas, y su voz potente se impuso al viento.
Cuando desembarcamos, descubrimos que su barrio era más moderno que el que habíamos visto antes, pero en este caso moderno significaba del siglo XIX. Mientras paseábamos por calles cada vez más silenciosas, lejos del muelle del trasbordador, vi un segundo Estambul, nuevo para mí: árboles majestuosos e inclinados, hermosas casas viejas de piedra y madera, edificios de apartamentos que habrían podido pertenecer a un barrio parisino, aceras limpias, macetas con flores, cornisas adornadas. De vez en cuando, el viejo imperio islámico irrumpía en la forma de un arco en ruinas o una mezquita aislada, una casa turca con un segundo piso proyectado hacia fuera. Pero en la calle de Turgut, Occidente había
efectuado una pacífica y completa invasión. Más adelante, vi sus equivalentes en otras ciudades: Praga y Sofía, Budapest y Moscú, Belgrado y Beirut. Esa elegancia prestada se encontraba en todo Oriente.
– Entren, por favor. -Turgut se detuvo ante una hilera de casas antiguas, nos precedió por la escalera frontal doble y miró el interior de un pequeño buzón, en apariencia vacío, con el nombre de «Profesor Bora». Abrió la puerta y se apartó-. Por favor, bienvenidos a mi humilde morada, donde todo es de ustedes.
Entramos primero en un vestíbulo de suelo y paredes de madera pulimentada, donde imitamos a Turgut y nos quitamos los zapatos para calzarnos las zapatillas bordadas que nos dio. Después nos condujo hasta una sala de estar, y Helen emitió una nota de admiración, que yo no pude evitar repetir. La sala estaba bañada por una luz verdosa muy agradable, mezclada con tonos rosas y amarillos. Al cabo de un momento caí en la cuenta de que era la luz del sol, que se filtraba a través de unos árboles que se alzaban ante dos ventanas grandes con vaporosas cortinas de un antiguo encaje blanco. La habitación contaba con muebles extraordinarios, muy bajos, tallados en madera oscura, con cojines de ricas telas. Un banco repleto de almohadas cubiertas de encaje corría a lo largo de tres paredes. Las paredes encaladas estaban llenas de grabados y cuadros de Estambul, el retrato de un anciano con fez y otro de un hombre más joven con traje negro, un pergamino enmarcado cubierto de fina caligrafía árabe. Había descoloridas fotografías viradas en sepia de la ciudad y vitrinas que albergaban servicios de café de latón. Las esquinas estaban llenas de jarrones vidriados rebosantes de rosas. Pisábamos mullidas alfombras de color escarlata, rosa y verde claro. En el centro de la sala se alzaba sobre unas patas una gran bandeja redonda, muy pulimentada, como si esperara la siguiente comida.
– Es muy bonita -dijo Helen, al tiempo que se volvía hacia nuestro anfitrión, y recordé el agradable aspecto que adoptaba cuando la sinceridad relajaba las duras arrugas que rodeaban su boca y ojos-. Es como en Las mil y una noches.
Turgut rió y desechó el cumplido con un ademán de su enorme mano, pero no cabía duda de que estaba satisfecho.
– Es todo gracias a mi mujer -dijo-. Quiere mucho nuestras viejas artes y artesanías, y su familia le pasó muchas cosas hermosas. Hasta puede que haya algo del imperio del sultán Mehmet. -Me sonrió-. No hago el café tan bien como ella, eso es lo que me dice, pero haré un esfuerzo máximo.
Nos acomodó en los muebles, muy juntos, y pensé con placer en todos aquellos objetos dignificados por el tiempo que significaban comodidad: almohadón, diván y, al fin y al cabo, una otomana.
El «esfuerzo máximo» de Turgut resultó ser la comida, que trajo de una pequeña cocina situada al otro lado del vestíbulo. Rehusó nuestros insistentes ofrecimientos de ayudarle.
Cómo había conseguido pergeñar un banquete en tan poco tiempo desafiaba a mi
imaginación. Debía estar esperándole. Trajo bandejas con salsas y ensaladas, un cuenco con melón, un guiso de carne y verduras, brochetas de pollo, la mezcla omnipresente de pepinos y yogur, café y una avalancha de dulces rellenos de almendras y miel. Comimos con apetito, y Turgut nos animó a devorar hasta que nos quejamos.
– Bien -dijo-. No puedo permitir que mi mujer piense que los he matado de hambre.
A todo esto siguió un vaso de agua con algo blanco y dulce en el plato que lo acompañaba.
– Esencia de rosas -dijo Helen, y lo probó-. Muy bueno. En Rumanía también hay.
Dejó caer un poco de la pasta blanca en el vaso y bebió, y yo la imité. No estaba seguro de qué efecto obraría el agua en mi digestión, pero no era el momento de preocuparse por esas minucias.
Cuando estábamos a punto de estallar, nos reclinamos contra los bajos divanes (ahora comprendí su uso, recuperarse tras una gigantesca comida) y Turgut nos miró con satisfacción.
– ¿Están seguros de que han comido bastante? -Helen rió y yo gemí un poco, pero de todos modos él volvió a llenar nuestros vasos y las tazas de café-. Estupendo. Bien,
vamos a hablar de lo que aún no hemos podido comentar. Antes que nada, me asombra pensar que ustedes también conocen al profesor Rossi, pero aún no entiendo su relación.
¿Es el director de su tesis, joven?
Y se sentó en una otomana, inclinado hacia nosotros con aire expectante.
Miré a Helen y ella hizo un leve movimiento de cabeza. Me pregunté si la esencia de rosas había suavizado sus sospechas.
– Bien, profesor Bora, temo que no hemos sido del todo sinceros con usted en este punto -confesé-. Pero nos hemos embarcado en una misión peculiar y no sabemos en quién confiar.
– Entiendo. -Sonrió-. Tal vez son más sagaces de lo que creen.
Eso me dio que pensar, pero Helen volvió a asentir y continué. -El profesor Rossi también posee un interés especial para nosotros, no sólo porque es el director de mi tesis, sino debido a cierta información que nos comunicó, me comunicó, y porque ha…, bien, ha desaparecido.
La mirada de Turgut era penetrante.
– ¿Desaparecido, amigo mío?
– Sí.
Le hablé a toda prisa de mi relación con Rossi, de mi tesis doctoral, en la que estábamos trabajando, y del extraño libro que había encontrado en mi cubículo de la biblioteca.
Cuando empecé a describir el libro, Turgut se incorporó en su asiento y dio una palmada, pero sin decir nada. Se limitó a escuchar con mayor atención. Proseguí explicando que había enseñado el libro a Rossi y conté la historia del hallazgo de su libro. Tres libros, pensé cuando hice una pausa para recuperar el aliento. Conocíamos la existencia de tres de esos extraños libros: un número mágico. Pero ¿cómo estaban relacionados, cosa indudable?
Hablé de lo que Rossi nos había revelado sobre su investigación en Estambul (en este punto Turgut meneó la cabeza, como desconcertado) y de su descubrimiento en el archivo de que la imagen del dragón coincidía con la silueta de los mapas antiguos.
Conté a Turgut el modo en que Rossi había desaparecido, y también hablé de la grotesca sombra que había visto pasar sobre la ventana de su despacho la noche de su desaparición, y de que había empezado a buscarle sin ayuda de nadie, al principio escéptico acerca de su historia. Hice una nueva pausa, para dejar hablar a Helen, pues no quería revelar su historia sin permiso. Se removió y me miró en silencio desde las profundidades del diván, y ante mi sorpresa retomó la historia donde yo la había interrumpido y contó a Turgut todo lo que ya me había dicho, hablando con su voz grave y a veces áspera: la historia de su nacimiento,
su venganza personal contra Rossi, la intensidad de su investigación de la historia de Drácula y su intención de investigar la leyenda en esta ciudad. Las cejas de Turgut se enarcaron hasta el borde de su pelo untado con brillantina. Las palabras de Helen, su profunda y clara articulación, la evidente magnificencia de su mente y tal vez también el rubor de sus mejillas en contraste con el azul claro del cuello de su blusa tiñeron de admiración el rostro del turco, o eso pensé yo, y por primera vez desde que habíamos conocido a Turgut sentí una punzada de hostilidad hacia él.
Cuando Helen hubo terminado nuestra historia, todos guardamos silencio unos momentos. La luz verde que bañaba aquella hermosa sala dio la impresión de acentuarse a nuestro alrededor, y una sensación de irrealidad todavía mayor me invadió. Por fin, Turgut habló.
– Su experiencia es muy notable y les agradezco que me la hayan contado. Y siento la triste historia de su familia, señorita Rossi. Aún me gustaría saber por qué el profesor Rossi se vio impelido a escribirme diciendo que no conocía nuestros archivos, lo cual parece una mentira, ¿verdad? Pero es terrible la desaparición de un erudito tan brillante. El profesor Rossi fue castigado por algo…, o tal vez esté padeciendo el castigo en estos mismos momentos.
La sensación de languidez en mi mente se desvaneció al instante, como si una brisa fresca la hubiera barrido.
– ¿Por qué está tan seguro de eso? ¿Cómo demonios podremos encontrarle si es cierto?
– Soy un racionalista, como usted -dijo en voz baja Turgut-, pero creo instintivamente en lo que el profesor Rossi le dijo aquella noche. Y tenemos pruebas de sus palabras en lo que el antiguo bibliotecario del archivo me dijo, acerca de que un investigador extranjero huyó aterrado de allí, y en mi descubrimiento del nombre del profesor Rossi en el archivo.
Por no hablar de la aparición de un monstruo con sangre… -Calló-. Y ahora esa horrible aberración, su nombre, el nombre de su artículo, añadido a la bibliografía del archivo. ¡Me confunde ese añadido! Han hecho lo correcto, amigos, al venir a Estambul. Si el profesor Rossi está aquí, le encontraremos. Hace tiempo que me pregunto si la tumba de Drácula podría estar aquí. Me parece que si alguien ha puesto hace poco el nombre de Rossi en esa bibliografía, es probable que el profesor esté aquí. Y usted cree que le encontraremos en el lugar donde Drácula fue enterrado. Me dedicaré por entero a su servicio en este asunto. Me siento… responsable de ustedes en esto.
– Debo hacerle una pregunta. -Helen nos miró a los dos con los ojos entornados-. Profesor Bora, ¿cómo es que apareció en nuestro restaurante anoche? Me parece una coincidencia excesiva que se presentara cuando acabábamos de llegar a Estambul en busca de un archivo que a usted tanto le ha interesado durante todos estos años.
Turgut se había levantado, cogió una pequeña caja de latón de una mesita auxiliar y la abrió para ofrecernos cigarrillos. Yo me negué, pero Helen tomó uno y dejó que él se lo encendiera. El hombre encendió uno para él y ambos se miraron, de modo que por un momento me sentí excluido de una manera sutil. El tabaco tenía un perfume delicado y no cabía duda de que era de excelente calidad. Me pregunté si era el mismo tabaco turco tan famoso en Estados Unidos. Turgut exhaló el humo, mientras Helen se quitaba las zapatillas y doblaba las piernas bajo su cuerpo, como si estuviera acostumbrada a descansar sobre almohadones orientales. Era una faceta que no había observado hasta entonces, esa elegancia espontánea bajo el hechizo de la hospitalidad.
Por fin Turgut habló.
– ¿Cómo fue que coincidí con ustedes en el restaurante? Me he hecho esta pregunta varias veces, porque yo tampoco encuentro la respuesta. Pero puedo decirles con absoluta sinceridad, amigos míos, que no sabía quiénes eran ustedes o qué estaban haciendo en Estambul cuando me senté cerca de su mesa. De hecho, voy a comer con frecuencia a ese lugar porque es mi favorito del barrio viejo, y a veces me llego paseando entre clase y clase. Aquel día entré casi sin pensarlo, y como sólo vi a dos extranjeros, me sentí solo y no quise sentarme en un rincón. Mi esposa dice que soy un caso perdido de entablar amistades.
Sonrió y dejó caer la ceniza del cigarrillo en un platillo de cobre, al tiempo que lo empujaba hacia Helen.
– Pero no es una costumbre tan mala, ¿verdad? En cualquier caso, cuando vi su interés en mi archivo, me sorprendí y conmoví, y ahora que he escuchado una historia tan notable, siento que debo ayudarles durante su estancia en Estambul. Al fin y al cabo, ¿por qué fueron ustedes a mi restaurante favorito? ¿Por qué entré a cenar con mi libro? Veo que es usted suspicaz, madame, pero no puedo darle ninguna respuesta, excepto decir que esa coincidencia me da esperanzas. «Hay más cosas en el cielo y en la tierra…»
Nos miró con aire pensativo, y su rostro era franco y sincero, y algo más que triste.
Helen exhaló una bocanada de humo turco hacia la luz vaporosa del sol.
– Muy bien -dijo-. Tendremos esperanza. Y ahora, ¿qué haremos con nuestra
esperanza? Hemos visto los mapas originales y hemos visto la bibliografía de la Orden del Dragón, que Paul deseaba tanto ver. Pero ¿adónde nos conduce eso?
– Acompáñenme -dijo de repente Turgut. Se puso en pie y la última lasitud de la tarde se desvaneció. Helen apagó el cigarrillo y también se levantó, de modo que su manga rozó mi mano. Los seguí.
– Hagan el favor de venir a mi estudio un momento.
Turgut abrió una puerta entre los pliegues de seda y lana antiguas y se apartó a un lado educadamente.
Me quedé muy quieta en el asiento del tren, mirando el periódico del hombre sentado delante de mí. Pensé que debía moverme un poco, actuar con naturalidad, de lo contrario atraería su atención, pero estaba tan inmóvil que empecé a imaginar que no le había oído respirar, y hasta me costó respirar a mí. Al cabo de un momento, mis peores temores se hicieron realidad: habló sin bajar el diario. Su voz era igual que sus zapatos y sus pantalones a medida. Me habló en inglés con un acento que no pude identificar, aunque poseía cierto toque francés… ¿O acaso yo lo estaba mezclando con los titulares que bailaban en la portada de Le Monde, desordenándose ante mis ojos agonizantes? Estaban sucediendo cosas terribles en Camboya, en Argelia, en lugares de los que nunca había oído hablar, y mi francés había mejorado mucho ese último año. Pero el hombre me habló desde detrás del periódico, sin moverlo ni un milímetro. Se me puso la carne de gallina cuando escuché su voz, porque no di crédito a mis oídos. Su voz era serena, culta. Formuló una sola pregunta:
– ¿Dónde está tu padre, querida?
Me arranqué del asiento y salté hacia la puerta. Oí que el periódico caía a mi espalda, pero toda mi concentración estaba dedicada al pestillo. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí en un momento de miedo desmesurado. Salí sin mirar atrás y corrí en la dirección que había tomado Barley para ir al vagón restaurante. Había más personas en los compartimientos, con las cortinas descorridas, sus libros, periódicos y cestas de picnic colocadas a su lado, y volvieron la cara con curiosidad cuando crucé el pasillo como una exhalación. No pude detenerme ni para escuchar si me seguían pasos. Recordé de repente que había dejado nuestras bolsas en el compartimiento, en la rejilla de los equipajes. ¿Se apoderaría de ellos? ¿Las registraría? El bolso colgaba de mi brazo. Me había quedado dormida con él alrededor de la muñeca, como siempre que llevaba en público.
Barley estaba al final del vagón restaurante, con el libro abierto sobre una amplia mesa.
Había pedido té y varias cosas más y tardó un momento en alzar la vista de su pequeño reino y registrar mi presencia. Mi aspecto debía ser terrible, porque me sentó a su lado enseguida.
– ¿Qué pasa?
Apreté la cara contra su cuello e hice un esfuerzo para contener el llanto.
– Desperté y había un hombre en nuestro compartimiento, leyendo el diario, y no podía ver su cara.
Barley apoyó una mano en mi pelo.
– ¿Un hombre con un periódico? ¿Por qué estás tan trastornada?
– No me dejó ver su cara -susurré, y me volví a mirar la entrada del vagón restaurante.
No había nadie, ninguna figura vestida de oscuro entró-. Pero me habló desde detrás del periódico.
– ¿Sí?
Al parecer, Barley había descubierto que le gustaban mis rizos.
– Me preguntó dónde estaba mi padre.
– ¿Cómo? -Barley se enderezó-. ¿Estás segura?
– Sí, en inglés. -Yo también me incorporé-. Huí, y creo que no me siguió, pero está en el tren. Tuve que dejar nuestras bolsas en el compartimiento.
Barley se mordió el labio. Casi esperé ver sangre sobre su piel clara. Después hizo una seña al camarero, se puso de pie, habló un momento con él y buscó en sus bolsillos una generosa propina, que dejó al lado de su taza de té.
– Nuestra siguiente parada es Boulois -dijo-, dentro de dieciséis minutos.
– ¿Qué haremos con nuestras bolsas?
– Tú tienes tu bolso y yo mi cartera con el dinero. -De pronto, Barley calló y me miró-. Las cartas…
– Están en mi bolso -me apresuré a decir.
– Gracias a Dios. Quizá debamos abandonar el resto de nuestro equipaje, pero da igual.
Barley tomó mi mano y fuimos al final del vagón restaurante, hasta entrar en la cocina, ante mi sorpresa. El camarero corrió detrás de nosotros y nos indicó un pequeño hueco cerca de los frigoríficos. Barley señaló. Había una puerta al lado. Allí permanecimos dieciséis minutos, yo aferrada a mi bolso. Parecía natural que nos abrazáramos en aquel reducido espacio, como dos refugiados. De repente, recordé el regalo de mi padre y subí la mano hacia él: el crucifijo colgaba sobre mi garganta a plena vista. No era de extrañar que no hubiera bajado el periódico en ningún momento.
Por fin, el tren empezó a disminuir la velocidad, los frenos se estremecieron y chirriaron, y nos detuvimos. El camarero empujó una palanca y la puerta que había cerca de nosotros se abrió. Dedicó a Barley una mirada conspiratoria. Debía pensar que eran asuntos del corazón y que mi padre, airado, nos perseguía por el tren, o algo por el estilo.
– Baja del tren, pero quédate pegada al vagón -me aconsejó Barley sin alzar la voz, y descendimos al andén. La rústica estación estaba rodeada de árboles plateados, y el aire era tibio y fragante-. ¿Lo ves?
Miré hasta que vi a alguien entre los pasajeros que desembarcaban, casi al final del tren, una figura alta de hombros anchos vestida de negro, una figura con algo de malignidad en todo su ser, provista de una cualidad tenebrosa que me revolvió el estómago. Ahora se tocaba con un sombrero oscuro, de modo que no pude ver su cara. Sostenía un maletín oscuro y algo blanco enrollado, tal vez el periódico.
– Es él.
Intenté no señalar, y Barley, sin pérdida se tiempo, me obligó a subir enseguida al tren.
– Mantente fuera de su vista. Veré adónde va. Está mirando arriba y abajo. -Barley se asomó, mientras yo reculaba cobardemente, con el corazón martilleando en el pecho. Él sujetaba mi brazo con firmeza-. Bien… Se aleja en dirección contraría. No, ahora vuelve.
Mira por las ventanillas. Creo que va a subir al tren otra vez. Dios, qué sangre fría.
Consulta su reloj. Va a subir. Vuelve a bajar y viene hacia aquí. Prepárate. Subiremos y recorreremos todo el tren si hace falta. ¿Estás preparada?
En aquel momento, los ventiladores zumbaron, el tren dio una sacudida y Barley maldijo en voz alta.
– ¡Vuelve a subir! Creo que se ha dado cuenta de que no hemos bajado.
De pronto, me hizo bajar al andén. A nuestro lado, el tren dio otro tirón y se puso en movimiento. Varios pasajeros habían bajado las ventanillas y estaban asomados para fumar o mirar el paisaje. Entre ellos, a varios vagones de distancia, vi una cabeza oscura vuelta en nuestra dirección, un individuo de hombros cuadrados. Pensé que estaba poseído por una furia fría. Después el tren aceleró y dobló una curva. Me volví hacia Barley y los dos nos miramos. A excepción de unos cuantos aldeanos sentados en la pequeña estación rural, estábamos solos en mitad de Francia.
Si había esperado que el estudio de Turgut fuera otro sueño oriental, el paraíso de un estudioso otomano, me había equivocado. La habitación a la cual nos condujo era mucho más pequeña que la grande que acabábamos de dejar, pero también de techo alto, y la luz del día que entraba por las dos ventanas realzaba la belleza de los muebles. Había dos paredes revestidas de libros de arriba abajo. Cortinas de terciopelo negro caían hasta el suelo junto a cada ventana y un tapiz de caballos y perros en plena cacería dotaba a la habitación de una sensación de esplendor medieval. Montañas de obras de referencia en inglés descansaban sobre una mesa en el centro de la estancia. Una inmensa colección de Shakespeare ocupaba su propia vitrina cerca del escritorio.
Pero la primera impresión que tuve del estudio de Turgut no fue la superioridad aplastante de la literatura inglesa. Lo que advertí de inmediato, en cambio, era una presencia más tenebrosa, una obsesión que poco a poco se había ido imponiendo a la influencia de las obras inglesas sobre las que escribía. Esta presencia se abalanzó sobre mí de repente como un rostro, un rostro que estaba en todas partes, que sostenía mi mirada con arrogancia desde un grabado que había detrás del escritorio, desde un pedestal que descansaba sobre la mesa, desde un extraño bordado colgado de la pared, desde la tapa de una carpeta, desde un dibujo cercano a una ventana. Era el mismo rostro en todos los casos, reproducido en diferentes posiciones y diferentes medios, pero siempre el rostro medieval, bigotudo, de mejillas hundidas.
Turgut me estaba observando.
– Ah, sabe quién es -dijo en tono sombrío-. Lo he coleccionado de muchas maneras, como puede ver.
Estábamos mirando codo con codo el grabado enmarcado colgado en la pared de detrás del escritorio. Era una reproducción de la xilografía que había visto en casa, pero la cara estaba vuelta por completo hacia el frente, de modo que daba la impresión de que los ojos, negros como la tinta, se clavaban en los nuestros.
– ¿Dónde encontró todas esas imágenes diferentes? -le pregunté.
– En muchas partes. -Turgut indicó el infolio de la mesa-. A veces pedía que me las dibujaran a partir de libros antiguos y a veces las encontraba en tiendas de antigüedades o en subastas. Es extraordinaria la cantidad de imágenes de su rostro que todavía pululan por nuestra ciudad, una vez que te pones a buscarlas. Pensé que si las reunía todas, podría leer en sus ojos el secreto de mi extraño libro vacío. -Suspiró-. Pero estas xilografías son tan toscas, tan… en blanco y negro. No acababan de satisfacerme, así que pedí a un amigo mío artista que las fundiera en una sola para mí.
Nos condujo a un hueco practicado al lado de una ventana, donde unas cortinas cortas, también de terciopelo negro, estaban corridas sobre algo. Experimenté una especie de temor incluso antes de que el hombre subiera la mano para tirar del cordel, y cuando la cortina se
descorrió, mi corazón dio un vuelco. El terciopelo se abrió y dejó al descubierto un óleo de tamaño natural y pletórico de vida, la cabeza y los hombros de un joven viril de cuello grueso. Llevaba el pelo largo. Espesos rizos negros caían sobre sus hombros. El rostro era hermoso y cruel en extremo, de luminosa piel pálida, ojos verdes de un brillo anormal, nariz larga y recta de aletas dilatadas. Sus labios rojos estaban curvados de manera sensual bajo un largo bigote oscuro, pero también apretados con fuerza, como para controlar un tic de la barbilla. Tenía pómulos salientes y espesas cejas negras, bajo un gorro picudo de terciopelo verde oscuro provisto de una pluma blanca y marrón encajada en la parte delantera. Era una cara llena de vida, pero carente por completo de compasión, que rezumaba energía y vitalidad, y al mismo tiempo delataba inestabilidad de carácter. Los ojos constituían el rasgo más inquietante del cuadro. Nos taladraban con una intensidad casi real, y al cabo de un segundo aparté la vista para buscar un poco de alivio. Helen, de pie a mi lado, se acercó un poco más a mi hombro, más para ofrecer solidaridad que para confortarse.
– Mi amigo es un artista muy bueno -dijo en voz baja Turgut-. Ya comprenderán por qué guardo este cuadro detrás de una cortina. No me gusta mirarlo mientras trabajo. – También habría podido decir que no le gustaba que el retrato le mirara, pensé-. Es una idea sobre la apariencia de Vlad Drácula alrededor de 1456, cuando empezó su largo reinado sobre Valaquia. Tenía veinticinco años y era culto según los cánones de su época, además de un jinete excelente. Durante los siguientes veinte años, mató a unos quince mil súbditos, a veces por motivos políticos, a menudo por el placer de verlos morir.
Turgut corrió la cortina de nuevo y yo me alegré de ver desaparecer aquellos ojos terribles y brillantes.
– Tengo otras curiosidades que enseñarles -dijo al tiempo que señalaba una vitrina de madera-. Esto es un sello de la Orden del Dragón que encontré en un mercado de anticuarios cerca del puerto de la ciudad vieja. Y esto es una daga, hecha de plata, que procede de la primera era otomana de Estambul. Creo que se utilizaba para cazar vampiros, porque unas palabras en la funda indican algo por el estilo. Estas cadenas y púas -nos enseñó otra vitrina- eran instrumentos de tortura, me temo, de la propia Valaquia. Y aquí, amigos míos, hay una joya.
Del borde del escritorio tomó una caja de madera con hermosas incrustaciones y abrió el cierre. Dentro, entre pliegues de raso negro herrumbrado, había varias herramientas afiladas que parecían instrumentos quirúrgicos, así como una diminuta pistola de plata y un cuchillo de plata.
– ¿Qué es esto?
Helen extendió una mano vacilante hacia la caja, pero enseguida la retiró.
– Es un auténtico equipo de cazar vampiros, de cien años de antigüedad -informó Turgut con orgullo-. Creo que procede de Bucarest. Un amigo mío, coleccionista de antigüedades, lo compró para mí hace varios años. Había muchos como éste. Los vendían a quienes viajaban por la Europa del Este en los siglos dieciocho y diecinueve. En este espacio de aquí se ponía ajo, pero yo cuelgo los míos.
Señaló con el dedo, y vi con un nuevo escalofrío largas ristras de ajos secos a cada lado de la puerta, encarados hacia su escritorio. Se me ocurrió, al igual que con Rossi la semana anterior, que tal vez el profesor Bora no sólo era meticuloso, sino que también estaba loco.
Años después comprendí mejor esta primera reacción, la cautela que experimenté cuando vi el estudio de Turgut, que bien habría podido ser una habitación del castillo de Drácula, una estancia medieval con instrumentos de tortura. Es un hecho que los historiadores nos interesamos por lo que es, en parte, un reflejo de nosotros, tal vez un aspecto que preferimos no examinar salvo por mediación de la erudición. También es cierto que, a medida que profundizamos en nuestros intereses, cada vez arraigan más en nuestro ser.
Cuando visité una universidad norteamericana (no era la mía) varios años después de esto, me presentaron a uno de los primeros historiadores norteamericanos de la Alemania nazi, uno de los mejores en su especialidad. Vivía en una cómoda casa situada en el límite del campus, donde coleccionaba no sólo libros sobre el tema, sino también la vajilla oficial del
Tercer Reich. Sus perros, dos enormes pastores alemanes, patrullaban el patio delantero día y noche. Mientras tomábamos unas copas en su sala de estar, en compañía de otros miembros de la facultad, me confesó sin el menor asomo de ambigüedad lo mucho que despreciaba los crímenes de Hitler y cuánto deseaba revelar hasta el más ínfimo detalle de ellos al mundo civilizado. Me fui de la fiesta temprano, después de pasar con suma cautela junto a los enormes perros, incapaz de sacudirme de encima mí asco.
– Tal vez piensen que es demasiado -dijo Turgut un poco como disculpándose, como si hubiera captado mi expresión. Aún señalaba los ajos-. Es que no me gusta estar aquí rodeado de estos malvados pensamientos del pasado sin protección, ¿saben? Y ahora permítanme enseñarles lo que ha hecho que les traiga aquí.
Nos invitó a tomar asiento en unas butacas algo desvencijadas tapizadas en damasco. El respaldo de la mía parecía incrustado de… ¿Era hueso? No quise apoyarme en él. Turgut sacó un grueso expediente de una librería. Extrajo de él copias hechas a mano de los documentos que habíamos examinado en los archivos (dibujos similares a los de Rossi, sólo que éstos habían sido ejecutados con más cuidado) y luego una carta, que me tendió.
Estaba mecanografiada con membrete de una universidad y firmada por Rossi. No cabía duda en lo tocante a la firma, pensé. Conocía muy bien sus bes y erres ensortijadas. Y Rossi había estado dando clases en Estados Unidos cuando había sido escrita. Las pocas líneas de la carta confirmaban lo que Turgut nos había contado: él, Rossi, no sabía nada sobre el archivo del sultán Mehmet. Lamentaba decepcionarle y esperaba que el trabajo del profesor Bora saliera adelante. Era una carta muy desconcertante.
A continuación, Turgut sacó un pequeño libro encuadernado en piel envejecida. Me costó no lanzarme sobre él de inmediato, pero esperé inmerso en una fiebre de autocontrol mientras él lo abría con delicadeza y nos enseñaba las páginas en blanco del principio y el final, y después la xilografía del centro, aquel perfil ya familiar, el dragón coronado con las malvadas alas extendidas, y en sus garras la bandera que albergaba una sola y amenazadora palabra. Abrí mi maletín, que había traído conmigo, y saqué mi libro. Turgut puso los dos volúmenes uno al lado del otro sobre el escritorio. Cada uno comparó su tesoro con el otro regalo maléfico y comprobamos que los dos dragones eran iguales, que el suyo llenaba las páginas hasta los bordes, con la imagen más oscura, la mía más desteñida, pero eran iguales, iguales. Incluso había una mancha similar cerca de la punta de la cola del dragón, como si la xilografía hubiera tenido un punto rugoso que hubiera corrido un poco la tinta en cada impresión. Helen meditaba en silencio mientras los examinaba.
– Es notable -susurró Turgut por fin-. Nunca había soñado que un día vería otro libro como éste.
– Y oiría hablar de un tercero -le recordé-. Éste es el tercer libro que yo he visto con mis propios ojos, recuerde. La xilografía del de Rossi también era la misma.
Turgut asintió.
– ¿Y qué puede significar esto, amigos míos? -Pero ya estaba colocando las copias de los mapas al lado de nuestros libros y comparando con un grueso dedo los perfiles de los dragones y el río y las montañas-. Asombroso -murmuró-. Pensar que nunca me había dado cuenta. Es muy similar. Un dragón que es un mapa. Pero un mapa ¿de qué?
Sus ojos brillaban.
– Eso era lo que Rossi vino a descubrir en los archivos de aquí -dije con un suspiro-. Ojalá hubiera dado más pasos para averiguar lo que significaba. -Quizá lo hizo.
La voz de Helen era pensativa, y me volví hacia ella para preguntarle qué quería decir. En aquel momento, la puerta que había entre las siniestras ristras de ajos se abrió más y los dos pegamos un bote. No obstante, en lugar de una terrible aparición, vimos a una menuda y sonriente dama vestida de verde. Era la esposa de Turgut, y todos nos levantamos para saludarla.
– Buenas tardes, querida. -Turgut la invitó a entrar enseguida-. Éstos son mis amigos, los profesores de Estados Unidos de los que te hablé.
Hizo las presentaciones con mucha galantería, y la señora Bora estrechó nuestra mano con una sonrisa afable. Medía exactamente la mitad de Turgut, tenía ojos verdes de largas
pestañas, una delicada nariz aguileña y una mata de rizos rojizos.
– Siento muchísimo no haber venido antes. -Su inglés era lento, pronunciado con
cuidado-. Es probable que mi marido no les haya dado de comer, ¿verdad?
Dijimos que nos había alimentado de maravilla, pero ella meneó la cabeza.
– El señor Bora nunca da bien de comer a nuestros invitados. Le… reñiré!
Agitó un diminuto puño en dirección a su marido, quien parecía muy complacido.
– Le tengo un miedo horroroso a mi esposa -nos dijo-. Es tan feroz como una amazona.
Helen, que le sacaba una cabeza a la señora Bora, sonrió a los dos. Eran irresistibles.
– Y ahora -dijo la señora Bora-, los aburre con sus horribles colecciones. Lo siento.
Al cabo de unos minutos, volvíamos a estar en los divanes, mientras la señora Bora nos
servía café y sonreía. Comprobé que era muy hermosa, delicada como un pájaro, una mujer de modales tranquilos, tal vez de unos cuarenta años. Su inglés era limitado, pero lo hablaba con buen humor, como si su marido tuviera la costumbre de arrastrar hasta su casa a visitantes angloparlantes. Su vestido era sencillo y elegante, y sus gestos exquisitos.
Imaginé a los niños de la guardería donde trabajaba arremolinados a su alrededor. Debían llegarle a la barbilla, pensé. Me pregunté si Turgut y ella tendrían hijos. No había fotografías de niños en la sala, ni pruebas de su existencia, y no quise preguntar.
– ¿Mi marido les ha dado un buen paseo por la ciudad? -estaba preguntando la señora Bora a Helen.
– Sí, lo ha hecho -contestó Helen-. Temo que hoy le hemos robado mucho tiempo.
– No, soy yo quien les ha robado tiempo. -Turgut bebía su café con evidente placer-.
Pero aún nos queda mucho trabajo por hacer. Querida -se volvió hacia su mujer-, vamos a buscar a un profesor desaparecido, de modo que estaré ocupado unos cuantos días.
– ¿Un profesor desaparecido? -La señora Bora le sonrió con calma-. Muy bien, pero antes hemos de cenar. Espero que les apetezca cenar, ¿no?
Se volvió hacia nosotros.
Pensar en más comida era imposible, y procuré no mirar a Helen. Ella, sin embargo, dio la impresión de considerar normal la situación.
– Gracias, señora Bora. Es usted muy amable, pero deberíamos regresar a nuestra pensión porque tenemos una cita a las cinco.
¿De veras? Me dejó perplejo, pero le seguí la corriente.
– Exacto. Otros norteamericanos van a venir para tomar una copa, pero esperamos verles a ustedes cuanto antes.
Turgut asintió.
– Voy a buscar de inmediato en mi biblioteca cualquier cosa que pueda ayudarnos. Hemos de pensar en la posibilidad de que la tumba de Drácula esté en Estambul. Tal vez estos planos sean de alguna zona de la ciudad. Tengo algunos libros antiguos sobre la ciudad y amigos que poseen buenas colecciones sobre Estambul. Buscaré esta noche.
– Drácula. -La señora Bora meneó la cabeza-. Me gusta más Shakespeare que Drácula.
Un interés más saludable. Además -nos dirigió una mirada traviesa-, Shakespeare paga nuestras facturas.
Nos despidieron con gran ceremonia, y Turgut nos obligó a prometer que nos encontraríamos con él en el vestíbulo de nuestra pensión a las nueve de la mañana
siguiente. Traería nueva información si podía y volveríamos al archivo para ver si se había producido alguna novedad. En el ínterin, advirtió, debíamos proceder con gran cautela, espiando cualquier señal de que nos siguieran u otros peligros. Turgut quiso acompañarnos hasta nuestro alojamiento, pero le aseguramos que tomaríamos el trasbordador sin necesidad de su ayuda. Salía dentro de veinte minutos, dijo. Los Bora nos acompañaron hasta la puerta principal del edificio y nos dijeron adiós cogidos de la mano. Miré hacia atrás una o dos veces mientras nos alejábamos por el túnel que formaban en la calle higueras y álamos.
– Creo que es un matrimonio feliz -comenté a Helen, y me arrepentí de inmediato, porque emitió su característica risita burlona.
– Vamos, yanqui -dijo-. Hemos de ocuparnos de nuevos asuntos.
En circunstancias normales, aquel epíteto me habría hecho sonreír, pero esa vez algo me impulsó a volverme y mirarla con un profundo escalofrío. Otra idea había germinado durante esa extraña visita, y yo la había reprimido hasta el último momento. Cuando me volví hacia Helen y ella sostuvo mi mirada, me quedé asombrado por el parecido entre sus pronunciadas pero bellas facciones y aquella imagen, luminosa y atrayente, oculta tras la cortina de Turgut.
Cuando el expreso de Perpiñán hubo desaparecido por completo más allá de los árboles plateados y los tejados del pueblo, Barley se puso en acción.
– Bien, él va en el tren y nosotros no.
– Sí -dije-, y sabe exactamente dónde estamos.
– No por mucho tiempo. -Se acercó a la taquilla de los billetes, donde un anciano parecía estar durmiendo de pie, aunque pronto se recuperó, con aspecto mortificado-. El siguiente tren a Perpiñán no sale hasta mañana por la mañana -informó-. Además, no hay servicio de autobuses a una ciudad importante hasta mañana por la tarde. Sólo dan alojamiento en una granja que se halla a medio kilómetro del pueblo. Podemos dormir allí y volver andando para coger el tren de la mañana.
Podía enfadarme o ponerme a llorar.
– Barley, no puedo esperar hasta mañana por la mañana para tomar un tren a Perpiñán.
Perderemos demasiado tiempo.
– Bien, pues no hay nada más -repuso él irritado-. He preguntado por taxis, coches, tractores, carritos tirados por burro, autostop… ¿Qué más quieres que haga?
Atravesamos el pueblo en silencio. La tarde ya estaba avanzada, un día caluroso y
soñoliento, y todas las personas que veíamos en puertas o jardines parecían semiatontadas, como víctimas de un encantamiento. La granja, cuando llegamos, tenía fuera un letrero pintado a mano, y una mesa donde vendían huevos, queso y vino. La mujer que salió, secándose las manos en el proverbial delantal, no pareció sorprendida de vernos. Cuando Barley me presentó como su hermana, sonrió con afabilidad y no hizo preguntas, aunque no llevábamos equipaje. Barley preguntó si tenía sitio para dos personas, y ella contestó «Oui, out», aspirando las vocales, como si estuviera hablando para sí. El corral era de tierra apelmazada, con pocas flores, algunas gallinas y una fila de cubos de plástico bajo el alero, con los establos y la casa de piedra acurrucados a su alrededor de una forma amigable y caprichosa. Podíamos cenar en el jardín que había detrás de la casa, explicó la mujer, y nuestra habitación daba a éste, pues estaba en la parte más antigua del edificio.
Seguimos a nuestra anfitriona en silencio a través de la cocina de vigas bajas, hasta entrar en una pequeña ala donde la ayudante de la cocinera tal vez habría dormido en otra época.
El dormitorio contaba con dos camas individuales en paredes opuestas (lo cual me
tranquilizó), así como un gran armario de madera. El cuarto de baño de al lado tenía un retrete pintado y un lavabo. Todo estaba inmaculado, las cortinas almidonadas, el antiguo bordado colgado en una pared bañado por el sol. Entré en el cuarto de baño y me mojé la cara con agua fría, mientras Barley pagaba a la mujer.
Cuando salí, me sugirió que diéramos un paseo. Antes de una hora no estaría la cena preparada. Al principio no quise abandonar los brazos protectores de la granja, pero el sendero estaba fresco bajo los árboles y paseamos junto a las ruinas de lo que debía haber sido una casa muy bonita. Barley saltó sobre la valla y yo le seguí. Las piedras se habían desmoronado, componiendo un plano de los muros originales, y la torre que aún quedaba en pie dotaba al lugar de un aspecto de grandeza pretérita. Había un poco de heno en un pajar semiabierto al aire libre, como si aún utilizaran el edificio como almacén. Una viga de buen tamaño había caído entre los pesebres de los establos.
Barley se sentó en las ruinas y me miró.
– Bien, ya veo que estás furiosa -dijo en tono provocador-. No te importa que te salve de un peligro inmediato, pero sí que estropee tus planes inmediatos.
Su grosería me dejó sin aliento por un instante.
– ¿Cómo te atreves? -dije por fin, y me alejé entre las piedras. Oí que él se levantaba y me seguía.
– ¿Te habría gustado quedarte en ese tren? -preguntó con voz algo más civilizada.
– Pues claro que no. -No volví la cara-. Pero tú sabes tan bien como yo que mi padre podría estar ya en Saint Matthieu. -Pero Drácula, o quien sea, aún no ha llegado.
– Nos lleva un día de ventaja -repliqué, y miré entre los campos. La iglesia del pueblo se elevaba por encima de una fila lejana de álamos. Todo estaba tan sereno como en un cuadro, y sólo faltaban cabras o vacas.
– En primer lugar -dijo Barley (y le odié por su tono didáctico)-, no sabemos quién iba en ese tren. Tal vez no era el malo en persona. Tiene sus acólitos, según las cartas de tu padre, ¿verdad?
– Peor aún -contesté-. Si era uno de sus esbirros, tal vez esté ya en Saint Matthieu.
– O… -empezó Barley, pero calló. Sabía lo que había estado a punto de decir-. O quizás esté aquí, con nosotros.
– Indicamos con toda precisión dónde nos bajábamos -dije para sacarle del apuro.
– ¿Quién se muestra desagradable ahora? -Barley se detuvo detrás de mí y me pasó un brazo sobre los hombros con bastante torpeza, y me di cuenta de que, al menos, había hablado como si creyera en la historia de mi padre. Las lágrimas que se habían esforzado por no brotar se liberaron y resbalaron sobre mis mejillas-. Venga, venga -dijo. Cuando apoyé la cabeza sobre su hombro, noté la camisa caliente debido al sudor y el sol. Al cabo de un momento, me separé y nos dirigimos a nuestra cena silenciosa en el jardín de la granja.
Helen no dijo nada más durante nuestro viaje de vuelta a la pensión, de modo que me contenté con mirar a los transeúntes por si distinguía alguna señal de hostilidad, y miraba a nuestro alrededor y hacia atrás de vez en cuando para ver si nos seguían. Cuando llegamos a nuestras habitaciones, mi mente se había concentrado de nuevo en la frustrante falta de información sobre cómo buscar a Rossi. ¿Cómo iba a ayudarnos una lista de libros, algunos de los cuales, por lo visto, ni siquiera existían ya?
– Ven a mi habitación -dijo Helen sin más ceremonias en cuanto llegamos a la pensión-. Hemos de hablar en privado.
Su falta de gazmoñería me habría divertido en otro momento, pero ahora su cara era tan decidida que sólo pude preguntarme qué tenía en mente. De todos modos, nade habría podido ser menos seductor que su expresión. La cama de su habitación estaba hecha y sus pocas pertenencias ocultas a la vista. Se sentó en el antepecho de la ventana y me señaló una silla.
– Escucha -dijo, al tiempo que se quitaba los guantes y el sombrero-, he estado
pensando en algo. Tengo la impresión de que hemos topado con una verdadera barrera que nos impide acceder a Rossi.
Asentí con semblante sombrío.
– Le he estado dando vueltas a eso desde hace media hora. Sin embargo, es posible que los amigos de Turgut le proporcionen alguna información.
Ella negó con la cabeza.
– Es una búsqueda inane.
– Inútil -corregí.
– Una búsqueda inútil -se corrigió ella-. Creo que hemos dejado de lado una fuente de información muy importante.
La miré fijamente.
– ¿Cuál?
– Mi madre -anunció-. Tenías razón cuando me preguntaste por ella, cuando aún estábamos en Estados Unidos. He estado pensando en ella todo el día. Conoció al profesor Rossi mucho antes que tú, y yo nunca le pregunté por él, después de que me dijera que era mí padre. No sé por qué, salvo porque era un tema muy doloroso para ella. También… -
Suspiró-. Mi madre es una persona muy simple. No creía que pudiera aumentar mis conocimientos sobre el trabajo de Rossi. Nunca la presioné demasiado, ni siquiera el año pasado, cuando me dijo que Rossi creía en la existencia de Drácula. Sé lo supersticiosa que es. Pero ahora me pregunto si sabe algo que pudiera ayudarnos a encontrarle.
Sus primeras palabras me habían despertado esperanzas. -Pero ¿cómo podemos hablar con ella? ¿No dijiste que no tenía teléfono?
– No tiene.
– Entonces…
Helen apretó los guantes y dio una leve palmada sobre su rodilla. -Tendremos que ir a verla en persona. Vive en una pequeña ciudad a las afueras de Budapest.
– ¿Qué? -Ahora fui yo quien empezó a irritarse-. Ah, muy sencillo. Saltamos a un tren, tú con tu pasaporte húngaro y yo con mi pasaporte estadounidense, y nos dejamos caer a charlar sobre Drácula con tu madre.
Helen sonrió, una reacción inesperada.
– No hay motivos para que te enfades, Paul -dijo-. En Hungría tenemos un proverbio: «Si algo es imposible, significa que puede hacerse».
No tuve otro remedio que reír.
– De acuerdo -dije-. ¿Cuál es el plan? He observado que siempre tienes uno.
– Pues sí, lo tengo. -Alisó sus guantes-. De hecho, confío en que mi tía tenga un plan.
– ¿Tu tía?
Helen miró por la ventana, hacia las viejas casas del otro lado de la calle. Casi había anochecido y la luz del Mediterráneo, que me gustaba cada vez más, estaba tiñendo de oro todas las superficies de la ciudad.
– Mi tía ha trabajado en el Ministerio del Interior húngaro desde 1948 y es una persona bastante importante. Conseguí la beca gracias a ella. En mi país no logras nada sin un tío o una tía. Es la hermana mayor de mi madre, y fue quien la ayudó a huir de Rumanía a Hungría, donde mi tía ya estaba viviendo, justo antes de que yo naciera. Ella y yo estamos muy unidas, y hará cualquier cosa que le pida. Al contrario que mi madre, tiene teléfono, y creo que voy a llamarla.
– ¿Quieres decir que podría conseguir que tu madre se pusiera al teléfono para hablar con nosotros?
Helen gimió.
– Oh, Señor, ¿crees que podríamos hablar con ellas por teléfono de algo privado o
controvertido?
– Lo siento -dije.
– No. Iremos en persona. Mi tía lo arreglará. Así podremos hablar con mi madre. Además -adoptó un tono más suave-, se alegrarán de verme. No está muy lejos de aquí, y hace dos años que no las veo.
– Bien -dije-, estoy dispuesto a hacer casi cualquier cosa por Rossi, aunque me cuesta imaginarme entrando como si tal cosa en la Hungría comunista.
– Ah -dijo Helen-. Entonces aún te costará más imaginarte entrando como si tal cosa, para utilizar tus palabras, en la Rumanía comunista.
Esta vez guardé silencio un momento.
– Lo sé -dije por fin-. Yo también lo he estado pensando. Si resulta que la tumba de Drácula no está en Estambul, ¿dónde podría estar?
Nos callamos un rato, cada uno absorto en sus pensamientos, muy lejos el uno del otro, hasta que Helen se removió.
– Preguntaré a la dueña de la pensión si nos deja llamar desde abajo -dijo-. Mi tía no tardará en llegar a casa del trabajo, y me gustaría hablar con ella cuanto antes.
– ¿Puedo acompañarte? -pregunté-. Al fin y al cabo, esto también me concierne.
– Por supuesto.
Helen se puso los guantes y bajamos a acorralar a la casera en su salón. Nos costó diez minutos explicar nuestras intenciones, pero la exhibición de unas cuantas liras turcas, junto con la promesa de pagar hasta el último céntimo la llamada telefónica, facilitó las cosas.
Helen se sentó en una silla y marcó un laberinto de números. Por fin vi que su cara resplandecía.
– Está sonando. -Me dirigió su hermosa y franca sonrisa-. A mi tía no le va a hacer ni un pelo de gracia -dijo. Entonces su cara cambió de nuevo, como si se pusiera en guardia-. ¿Eva? -dijo-. ¡Elena!
Escuché con atención y deduje que debía estar hablando en húngaro. Sabía al menos que el rumano era una lengua romance, y pensé que podría entender algunas palabras, pero lo que Helen decía sonaba como caballos al galope, una estampida que fui incapaz de detener con el oído ni un segundo. Me pregunté si alguna vez hablaba en rumano con su familia, o si tal vez esa faceta de sus vidas había muerto mucho tiempo antes, debido a la presión de tener que adaptarse. Su tono subía y bajaba, interrumpido a veces por una sonrisa y a veces por un leve fruncimiento del ceño. Por lo visto, su tía Eva, al otro lado de la línea, tenía muchas cosas que decir, y a veces Helen escuchaba con atención, para luego desencadenar otra vez aquel extraño retumbar de cascos de caballo silábico.
Daba la impresión de que Helen había olvidado mi presencia, pero de repente alzó la vista y me dedicó una leve sonrisa irónica y un movimiento de cabeza triunfal, como si el resultado de su conversación fuera favorable. Sonrió al auricular y colgó. Al instante, la dueña de la pensión se abalanzó sobre nosotros, al parecer preocupada por la factura del teléfono, de modo que conté a toda prisa la cantidad acordada, más una pequeña propina, y la deposité en sus manos extendidas. Helen ya estaba camino de su habitación y me hizo un gesto para que la siguiera. Consideré innecesario su secretismo, pero ¿qué sabía yo al fin y al cabo?
– Deprisa, Helen -mascullé, y me derrumbé de nuevo en la butaca- La incertidumbre me está matando.
– Buenas noticias -dijo con calma-. Sabía que mi tía procuraría ayudarnos.
– ¿Qué demonios le dijiste?
Helen sonrió.
– Bien, no he podido revelar gran cosa por teléfono, y he tenido que hacerlo con mucha formalidad, pero le he dicho que estoy en Estambul, trabajando en una investigación académica con un colega, y que necesitamos cinco días en Budapest para concluir nuestra tarea. Le he explicado que eres un profesor norteamericano y que estamos escribiendo un artículo conjunto.
– ¿Sobre qué? -pregunté con cierta aprensión.
– Sobre las relaciones laborales en Europa bajo la ocupación otomana.
– No está mal. No tengo ni idea de eso.
– No pasa nada. -Helen sacudió un poco de pelusa de la rodilla de su pulcra falda negra-. Te explicaré algo sobre el tema.
– Eres digna de tu padre.
Su despreocupada erudición me recordó de repente a Rossi, y el comentario escapó de mi boca antes de pensarlo. La miré enseguida, temeroso de haberla ofendido. Me sorprendió que ésta fuera la primera vez que pensara en ella, con toda naturalidad, como la hija de Rossi, como si en algún momento que no podía concretar hubiera aceptado la idea.
Helen me sorprendió cuando mostró una expresión triste.
– Es un buen argumento para los que defienden la preponderancia de la genética sobre los factores ambientales -fue todo cuanto dijo-. En cualquier caso, Eva sonaba irritada, sobre todo cuando le dije que eras estadounidense. Sabía que se enfadaría, porque siempre cree que soy impulsiva y que corro demasiados riesgos. Es cierto, desde luego. Y también lo es que al principio tenía que parecer enfadada para que sonara convincente por teléfono.
– ¿Para que sonara convincente?
– Ha de pensar en su trabajo y en su posición social. No obstante, dijo que nos arreglaría algo y que la llamara mañana por la noche. Así están las cosas. Mi tía es muy lista, de modo que no me cabe duda de que encontrará una manera. Iremos a buscar billetes de ida y vuelta de Budapest a Estambul, tal vez en avión, cuando sepamos algo más.
Suspiré. Pensé en los gastos probables y me pregunté cuánto durarían mis fondos.
– Creo que será un milagro si consigue que yo entre en Hungría y que no tengamos problemas durante la estancia -me limité a decir. Helen rió.
– Ella hace milagros. Por eso no estoy en mi país, trabajando en el centro cultural del pueblo de mi madre.
Bajamos otra vez y, como por mutuo consenso, salimos a la calle.
– No hay gran cosa que hacer -musité-. Hemos de esperar hasta mañana para saber lo que habrán conseguido Turgut y tu tía. Debo decir que esta espera me resulta difícil. ¿Qué vamos a hacer entre tanto?
Helen pensó un momento, parada en la luz cada vez más dorada de la calle. Se había puesto de nuevo los guantes y el sombrero, pero los rayos del sol, ya en declive, arrancaban algún reflejo rojo de su cabello negro.
– Me gustaría seguir visitando la ciudad -contestó por fin-. Al fin y al cabo, es posible que no vuelva nunca. ¿Volvemos a Santa Sofía? Podríamos pasear por la zona antes de ir a cenar.
– Sí, a mí también me gustaría.
No volvimos a hablar durante nuestro paseo hasta el enorme edificio, pero a medida que nos acercábamos y veía sus cúpulas y minaretes llenar el paisaje, noté que nuestro silencio se intensificaba, como si nuestra intimidad hubiera aumentado durante la caminata. Me pregunté si Helen experimentaba la misma sensación y si ello se debía al embrujo de la gigantesca iglesia, ante cuyo tamaño nos sentíamos muy pequeños. Aún seguía meditando
sobre lo que Turgut nos había dicho el día anterior: su convicción de que Drácula había dejado una estela de vampirismo en la gran ciudad.
– Helen -dije, aunque no tenía muchas ganas de romper el silencio-, ¿crees que podría estar enterrado aquí, en Estambul? Eso explicaría la angustia del sultán Mehmet después de su muerte, ¿verdad?
– ¿Eh? Ah, sí. -Asintió, como si aprobara que no hubiera pronunciado el nombre en la calle-. Una idea interesante, pero ¿no se habría enterado Mehmet del hecho? ¿Y no habría descubierto Turgut algunas pruebas al respecto? Me resulta imposible creer que algo semejante pueda estar oculto en esta ciudad durante siglos.
– También cuesta creer que, de haberse enterado, Mehmet hubiera permitido que uno de sus enemigos fuera enterrado en Estambul.
Dio la impresión de que Helen le daba vueltas a la idea. Casi habíamos llegado a la gran entrada de Santa Sofía.
– Helen -dije poco a poco.
– ¿Sí?
Nos detuvimos entre la gente, los turistas y peregrinos que entraban en manadas por la inmensa puerta. Me acerqué más a ella para poder hablar en voz baja, muy cerca de su oído.
– Si existe alguna posibilidad de que la tumba se encuentre aquí, eso podría significar que Rossi también está aquí.
Se volvió y escudriñó mi cara. Sus ojos brillaban y habían aparecido finas arrugas, debidas a la preocupación, en su frente.
– Eso es evidente, Paul.
– He leído en la guía que Estambul también tiene ruinas subterráneas (catacumbas, cisternas), como en Roma. Nos queda al menos un día más antes de irnos. Quizá podríamos hablar de eso con Turgut.
– No es mala idea -admitió Helen-. El palacio de los emperadores bizantinos debía tener una zona subterránea. -Casi sonrió, pero se llevó la mano al pañuelo del cuello, como si algo la preocupara en esa zona-. En cualquier caso, lo que quede del palacio debe estar invadido de espíritus malignos: emperadores que sacaron los ojos a sus primos y ese tipo de cosas. La compañía adecuada.
Como estábamos leyendo con tanta precisión los pensamientos escritos en el rostro de cada uno, e imaginábamos al unísono la extraña e inmensa búsqueda a la que nos podían conducir, al principio no miré con detenimiento la figura que, de repente, parecía estar mirándome fijamente. Además, no era un espectro alto y amenazador, sino un hombre menudo y enclenque, que no destacaba entre la multitud, apoyado en la pared de la iglesia a unos seis metros de distancia.
Entonces, estupefacto, reconocí al pequeño erudito de la barba gris, tocado con un gorro de punto, vestido con camisa y pantalones de tonos oscuros, que había aparecido en el archivo aquella mañana. Pero al instante siguiente la sorpresa fue aún mayor. El hombre había cometido el error de mirarme con tal descaro que de pronto pude ver su cara con claridad entre la muchedumbre. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como un espíritu entre los alegres turistas. Eché a corre hacia él y casi tiré a Helen al suelo con la precipitación, pero fue inútil. El hombre se había desvanecido. Se había dado cuenta de que le había visto. Su rostro, la desaliñada barba y el gorro nuevo, era un rostro de mi universidad. Lo había mirado antes de que lo cubrieran con una sábana. Era el rostro del bibliotecario muerto.
Tengo varias fotografías de mi padre del período inmediatamente anterior a su partida de Estados Unidos en busca de Rossi, aunque cuando vi por primera vez esas imágenes, durante mi infancia, no sabía nada acerca de lo que precedían. Una de ellas, que enmarqué hace años y que ahora cuelga sobre mi escritorio, es una imagen en blanco y negro de una época en que el blanco y negro estaba siendo desplazado por las instantáneas en color.
Plasma a mi padre como yo nunca le conocí. Mira directamente a la cámara, la barbilla un poco alzada, como si estuviera a punto de contestar a algo que está diciendo el fotógrafo. Nunca sabré quién fue ese fotógrafo. Me olvidé de preguntar a mi padre si lo recordaba. No pudo haber sido Helen, pero tal vez fue otro amigo, algún compañero de estudios. En 1952 (sólo consta la fecha, con letra de mi padre, en el reverso) estaba en primero de postgrado y ya había empezado su investigación sobre los comerciantes holandeses.
En la fotografía, parece que mi padre está posando al lado de un edificio de la universidad, a juzgar por las obras de sillería gótica del fondo. Tiene un pie apoyado en un banco, con el brazo colgando por encima y la mano cerca de la rodilla. Viste una camisa blanca o de color claro y una corbata a rayas diagonales, pantalones oscuros bien planchados, zapatos relucientes. Tiene la misma complexión que recuerdo de su vida posterior (estatura normal, anchura de espaldas normal, una delgadez agradable, pero no destacable, y que no perdió en la madurez). Sus ojos hundidos se ven grises en la foto, pero eran azul oscuro en la realidad. Con aquellos ojos hundidos y cejas pobladas, los pómulos prominentes, la nariz grande y los labios gruesos entreabiertos en una sonrisa, tiene un aspecto algo simiesco, un aspecto de inteligencia animal. Si la fotografía fuera en color, su pelo lustroso sería del color del bronce bajo la luz del sol. Lo sé porque me lo describió en una ocasión. Cuando le conocí, desde que tengo uso de memoria, tenía el pelo blanco.
Aquella noche, en Estambul, supe lo que era una noche de insomnio. Para empezar, el horror del momento en que vi viva una cara muerta y traté de comprender lo que había visto. Ese solo momento hubiera bastado para mantenerme despierto. Y luego, saber que el bibliotecario muerto me había visto, desapareciendo a continuación, me hizo tomar conciencia de la terrible vulnerabilidad de los papeles guardados en mi maletín. Sabía que Helen y yo poseíamos una copia del mapa. ¿Había aparecido en Estambul porque nos estaba siguiendo o había imaginado que el original del mapa estaba en la ciudad? O bien, si no lo había descubierto sin ayuda, ¿tenía acceso a alguna fuente de información
desconocida para mí? Había examinado los documentos del archivo del sultán Mehmet al menos en una ocasión. ¿Había visto los mapas originales y luego los había copiado? Yo no podía responder a estos acertijos y no podía correr el riesgo de dormirme cuando pensaba en lo mucho que codiciaba aquel ser nuestra copia del mapa y en la forma en que había saltado sobre Helen para estrangularla en la biblioteca de nuestra universidad. El hecho de que la había mordido, de que tal vez le había empezado a gustar su sabor, me ponía aún más nervioso.
Si todo eso no hubiera sido suficiente para mantenerme con los ojos bien abiertos aquella noche, mientras las horas transcurrían en un silencio cada vez más abrumador, estaba aquel rostro dormido no muy lejos del mío…, pero tampoco tan cerca. Había insistido en que Helen durmiera en mí cama, mientras yo ocupaba la raída butaca. Si mis párpados se cerraron una o dos veces, una mirada a aquel rostro enérgico y serio me embargaba de angustia, tonificante como agua fría. Helen había querido quedarse en su habitación (¿qué pensaría la casera si nos descubría?), pero yo insistí hasta que ella accedió, aunque irritada, a permanecer bajo mi ojo vigilante. Yo había visto demasiadas películas, o leído demasiadas novelas, incluyendo la de Stoker, para dudar de que una dama abandonada de noche a su soledad, siquiera unas pocas horas, podía ser la siguiente víctima del monstruo.
Ella estaba lo bastante cansada para dormir, y yo intuía que también estaba asustada. Ese tufillo a miedo que proyectaba me asustaba más que los sollozos de terror de otra mujer y enviaba una sutil descarga de cafeína a mis venas. Y tal vez era posible que algo de la languidez y suavidad de su forma, por lo general derecha como un huso, su determinación diurna, mantuviera mis ojos abiertos. Estaba tendida de costado, con una mano bajo mi almohada, sus rizos más oscuros que nunca en contraste con aquella blancura.
No podía decidirme a leer o escribir. Tampoco albergaba el menor deseo de abrir mi maletín, que en cualquier caso había escondido debajo de la cama donde dormía Helen.
Pero las horas pasaban, y no había misteriosos arañazos en el pasillo, ni chasquidos en la cerradura, ni humo que se colara en silencio bajo la puerta, ni batir de alas en la ventana.
Por fin, una luz grisácea se insinuó en la habitación y Helen suspiró como si presintiera la llegada del día. Después un haz de luz se filtró a través de los postigos y ella se removió.
Cogí mi chaqueta, saqué el maletín de debajo de la cama con el mayor sigilo posible y me fui con prudencia, para esperarla en la entrada de abajo.
Aún no eran las seis, pero un potente olor a café venía de algún sitio de la casa, y ante mi sorpresa encontré a Turgut sentado en una de las butacas adornadas con bordados, con una carpeta negra sobre el regazo. Parecía muy despejado y despierto, y cuando entré se levantó de un brinco para estrechar mi mano.
– Buenos días, amigo mío. Gracias a los dioses que le he encontrado enseguida.
– Yo también le doy las gracias por su presencia -contesté, y me hundí en una butaca a su lado-. ¿Qué demonios le trae por aquí tan temprano?
– No podía esperar más, porque tengo noticias para usted. -Yo también tengo noticias para usted -dije con semblante sombrío-. Usted primero, doctor Bora.
– Turgut -me corrigió con aire ausente-. Mira esto. -Empezó a desanudar el hilo de la carpeta-. Tal como te prometí, anoche revisé mis papeles. He hecho copias del material de los archivos, tal como has visto, y también he reunido muchos informes diferentes de acontecimientos ocurridos en Estambul durante el período de la vida de Vlad y posteriores a su muerte.
Suspiró.
– Algunos de estos papeles hablan de misteriosos sucesos acaecidos en la ciudad, de muertes, y de rumores de vampirismo. También he reunido toda la información posible procedente de libros sobre la Orden del Dragón de Valaquia. Pero anoche no pude encontrar nada nuevo. Entonces, llamé a mi amigo Selim Aksoy. No está en la universidad, tiene una tienda, pero es un hombre muy instruido. Sabe más sobre libros que nadie en Estambul, y en especial sobre libros acerca de historias y leyendas de nuestra ciudad. Es una persona muy atenta y me permitió buscar en su librería durante casi toda la noche. Le pedí que tratara de encontrar cualquier pista de algún valaco que hubiera sido enterrado en Estambul a finales del siglo quince o de tina tumba relacionada con Valaquia, Transilvania o la Orden del Dragón. También le enseñé, no por primera vez, mis copias de los planos y mi libro del dragón, y le expliqué tu teoría de que esas imágenes representan un emplazamiento, el emplazamiento de la tumba del Empalador.
Juntos examinamos muchas, muchas páginas de la historia de Estambul y miramos grabados antiguos y las libretas en que él copia muchas cosas que descubre en bibliotecas y museos. Es muy trabajador este Selim Aksoy. No tiene mujer, ni familia, ni otros intereses.
La historia de Estambul le consume. Trabajamos hasta bien entrada la noche, porque su biblioteca personal es tan amplia que nunca la ha explorado a fondo y no sabía qué podíamos descubrir. Por fin encontramos algo extraño, una carta, reimpresa en un volumen de correspondencia entre los ministros de la corte del sultán y muchos puestos fronterizos del imperio en los siglos quince y dieciséis. Selim Aksoy me dijo que compró este libro a un librero de Ankara. Fue impreso en el siglo diecinueve, compilado por un historiador de Estambul que estaba interesado en todos los documentos de ese período. Selim me dijo que nunca había visto otro ejemplar de ese libro.
Esperé con paciencia, presintiendo la importancia de toda esta introducción, consciente de la minuciosidad de Turgut. Para ser un experto en literatura, era un historiador estupendo.
– No, Selim no conoce otra edición de este libro, pero cree que los documentos reproducidos en él no son…, ¿cómo se dice…?, falsificaciones, porque ha visto una de estas cartas en el original, en la misma colección que visitarnos ayer. También siente mucha pasión por ese archivo y me encuentro con él allí a menudo. -Sonrió-. Bien, en este libro, cuando nuestros ojos casi se cerraban de cansancio y la aurora estaba a punto de llegar, descubrimos una carta que quizá sea de importancia para tu investigación. El coleccionista que la imprimió creía que databa de finales del siglo quince. La he traducido para ti.
Turgut sacó una hoja de papel de su carpeta. -La carta anterior a la que se refiere ésta no viene en el libro, lástima. Bien sabe Dios que tal vez no exista ya, de lo contrario mi amigo Selim la habría encontrado hace mucho tiempo.
Carraspeó y leyó en voz alta.
– «Al muy honorable Rumeli Kadiasker…» -Hizo una pausa-. Era el juez militar supremo de los Balcanes, ya sabes. -Yo no lo sabía, pero Turgut asintió y continuó-. «Honorable, he llevado a cabo las investigaciones que ordenasteis. Algunos monjes han colaborado con entusiasmo por la suma convenida, y yo en persona he examinado la tumba.
Lo que me informaron al principio es cierto. No pueden ofrecerme más explicaciones, sólo reiteraciones de su terror. Recomiendo una nueva investigación de este asunto en Estambul.
He dejado dos guardias en Snagov para vigilar cualquier actividad sospechosa. Por curioso que parezca, aquí no se han producido casos de esta epidemia. Vuestro en nombre de Alá.»
– ¿Y la firma? -pregunté. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Incluso después de mi noche de insomnio, estaba muy despierto.
– No hay firma. Selim piensa que tal vez la rasgaron del original, ya fuera por accidente o para proteger la identidad del hombre que escribió la carta.
– O tal vez ya iba sin firmar, para guardar el secreto -sugerí-. ¿No hay más cartas en el libro que se refieran a ese asunto?
– Ninguna. Ni cartas anteriores, ni posteriores. Es un fragmento, pero ese tal Rumeli Kadiasker era muy importante, de modo que el asunto debía ser grave. Hemos mirado a fondo en los demás libros y papeles de mi amigo y no hemos encontrado nada relacionado con ello. Me dijo que nunca había visto la palabra Snagov en ninguna crónica de la historia de Estambul que pueda recordar. Leyó esas cartas hace años. Fue al hablarle del supuesto lugar donde los seguidores de Drácula le enterraron cuando cayó en la cuenta, mientras examinábamos los papeles. Tal vez sí la ha visto en otro sitio y no se acuerda.
– Dios mío -dije, pero no por pensar en las tenues probabilidades de que el señor Aksoy hubiera visto la palabra en otro sitio, sino en la naturaleza tentadora de esa relación entre Estambul y la lejana Rumania.
– Sí -Turgut sonreía con tanta jovialidad como si estuviéramos hablando del menú del desayuno-. Los inspectores públicos de los Balcanes estaban muy preocupados por algo que estaba sucediendo en Estambul, tan preocupados que enviaron a alguien a la tumba de Drácula en Snagov.
– Pero, maldita sea, ¿qué descubrieron? -Di un puñetazo sobre el brazo de la butaca-. ¿Sobre qué les habían informado los sacerdotes? ¿Por qué estaban aterrorizados?
– Eso es exactamente lo que me tiene perplejo -me tranquilizó Turgut-. Si Vlad Drácula estaba descansando en paz allí, ¿por qué estaban preocupados por él a cientos de kilómetros de distancia, en Estambul? Y si la tumba de Vlad se halla en Snagov desde el primer momento, ¿por qué los mapas no coinciden con esa región?
Me impresionó la precisión de esas preguntas.
– Hay otra cosa -dije-. ¿Crees que existe la posibilidad de que Drácula fuera enterrado en Estambul? ¿Explicaría eso la preocupación de Mehmet por él después de su muerte y la presencia del vampirismo en esta ciudad a partir de esa época?
Turgut enlazó las manos y apoyó la barbilla sobre un grueso dedo.
– Una pregunta importante. Necesitaremos ayuda para desentrañarla, y tal vez mí amigo Selim sea la persona adecuada.
Nos miramos en silencio un instante en el oscuro vestíbulo de la pensión, mientras el aroma del café nos impregnaba, nuevos amigos unidos por una vieja causa. Después, Turgut se animó.
– Es evidente que hemos de seguir investigando. Selim dice que nos acompañará al archivo en cuanto estemos preparados. Conoce informes del Estambul del siglo quince que yo no he examinado en profundidad, porque se alejan de mi interés por el tema de Drácula. Los miraremos juntos. Sin duda el señor Erozan, si le llamo, se alegrará de prestarnos esos materiales antes de que la biblioteca abra al público. Vive cerca del archivo y lo abrirá para nosotros antes de que Selim tenga que ir a trabajar. Pero ¿dónde está la señorita Rossi? ¿Ha salido ya de su habitación?
Esta frase aceleró mis pensamientos, de modo que no supe a qué problema dirigir mi atención en primer lugar. La mención del amigo bibliotecario de Turgut me recordó de pronto a mi bibliotecario enemigo, a quien casi había olvidado a causa de mi entusiasmo por la carta. Ahora me enfrentaba a la peculiar tarea de poner a prueba la credulidad de Turgut cuando le informara de la visita del muerto, aunque era probable que su creencia en vampiros históricos se extendiera a los contemporáneos. No obstante, su pregunta acerca de Helen me recordó que la había dejado sola durante un lapso de tiempo imperdonable.
Había querido proporcionarle privacidad cuando despertara, y esperaba que me siguiera hasta la planta baja en cuanto le fuera posible. ¿Por qué no había aparecido todavía? Turgut continuaba hablando. -Selim, que, como ya te he dicho, nunca duerme, ha ido a tomar su café matutino, porque no quería presentarse en el hotel demasiado pronto… ¡Ah, ahí está!
Sonó el timbre de la pensión y entró un hombre delgado, que cerró la puerta a su espalda. Supongo que yo esperaba una presencia augusta, un hombre de edad avanzada y trajeado, pero Selim Aksoy era joven y delgado, vestido con unos pantalones oscuros holgados y bastante raídos y una camisa blanca. Avanzó hacia nosotros con una expresión intensa y ansiosa en su cara, que no llegaba a ser una sonrisa. No reconocí los ojos verdes y la nariz larga y delgada hasta que estreché su mano huesuda. Había visto su cara, y de cerca. Tardé otro segundo en identificarle, hasta recordar la mano delgada que me había pasado un volumen de Shakespeare. Era el librero de la tienda del bazar.
– ¡Pero si ya nos conocemos! -exclamé, y él dijo algo similar en el mismo momento, en lo que se me antojó una amalgama de turco e inglés. Turgut nos miró, muy perplejo, y cuando le expliqué mi reacción se puso a reír, y luego meneó la cabeza como asombrado.
– Coincidencias -se limitó a decir.
– ¿Estáis preparados para irnos?
El señor Aksoy rechazó con un ademán la oferta de Turgut de sentarnos en el salón.
– Aún no -contesté-. Si no les importa, iré a ver cómo está la señorita Rossi y le preguntaré cuándo podrá reunirse con nosotros.
Turgut asintió con excesiva candidez, y estuve a punto de arrollar a Helen en la escalera. Se agarró a la barandilla para conservar el equilibrio.
– ¡Caramba! -exclamó-. ¿Qué demonios estás haciendo?
Se estaba masajeando el codo, mientras yo intentaba olvidar el contacto de su vestido negro y su firme hombro contra mi brazo.
– Ir a buscarte -contesté-. Lo siento. ¿Te he hecho daño? Estaba un poco preocupado por haberte dejado sola durante tanto rato.
– Estoy bien -dijo más calmada-. Se me han ocurrido algunas ideas. ¿Has visto al profesor Bora?
– Ya ha llegado -le informé-. Ha venido con un amigo.
Helen también reconoció al joven librero, y hablaron de forma bastante vacilante, mientras Turgut llamaba por teléfono al señor Erozan y gritaba en el auricular.
– Ha habido una tormenta -explicó cuando regresó-. Las comunicaciones van mal cuando llueve en esta parte de la ciudad. Mi amigo puede reunirse con nosotros en el archivo enseguida. Parecía enfermo, tal vez resfriado, pero ha dicho que iría enseguida. ¿Le apetece café, madame? Le compraré unos bollos de sésamo por el camino.
Besó la mano de Helen, para mi disgusto, y todos salimos deprisa.
Confiaba en retener a Turgut mientras andábamos para poder contarle en privado la aparición del siniestro bibliotecario de mi universidad. Pensaba que no podía explicarle lo ocurrido delante de un desconocido, sobre todo uno al que Turgut había descrito como poco simpatizante con las cacerías de vampiros. No obstante, Turgut se enfrascó en una profunda conversación con Helen antes de haber recorrido una sola manzana, y yo padecí la doble desdicha de ver que ella le dedicaba su avara sonrisa y de saber que no podía transmitir a nuestro amigo una información fundamental. El señor Aksoy caminaba a mi lado y me miraba de vez en cuando, pero casi siempre parecía tan absorto en sus pensamientos que no tuve ganas de interrumpirle con observaciones sobre la belleza de las calles a aquella hora de la mañana.
Encontramos abierta la puerta exterior de la biblioteca (Turgut dijo sonriente que, como siempre, su amigo había sido puntual) y entramos en silencio. Turgut tuvo la galantería de dejar que Helen nos precediera. El pequeño vestíbulo de entrada, con sus hermosos mosaicos y el libro de registro abierto a la atención de los visitantes, estaba desierto. Turgut abrió la puerta interior a Helen, y ella se había internado lo bastante en el pasillo oscuro y silencioso de la biblioteca, cuando oí su exclamación ahogada y la vi detenerse con tal brusquedad que nuestro amigo casi tropezó con ella. Algo provocó que se me erizara el vello de la nuca antes de saber qué estaba pasando, y después algo muy diferente me impulsó a correr al lado de Helen.
El bibliotecario que nos esperaba se hallaba inmóvil en mitad de la sala, con la cabeza vuelta como ansioso por nuestra llegada. Sin embargo, no era la figura amistosa que esperábamos, ni sostenía la caja que esperábamos volver a examinar, ní una pila de antiguos manuscritos sobre la historia de Estambul. Tenía la cara pálida, como desprovista de vida. Exactamente como desprovista de vida. No era el bibliotecario amigo de Turgut, sino el nuestro, con los ojos brillantes y vivaces, los labios de un rojo anormal, la mirada codiciosa desviada en nuestra dirección. Cuando sus ojos se posaron en mí, sentí una punzada en la mano que él me había retorcido en la biblioteca de la universidad. Estaba ansioso por algo. Aunque hubiera tenido la tranquilidad de espíritu de poder preguntarme por esa ansia (si era de conocimiento o de otra cosa), no habría tenido tiempo de formar el pensamiento. Antes de poder interponerme entre Helen y la figura fantasmal, ella sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta y disparó contra él.
Más adelante vi actuar a Helen en toda clase de situaciones, incluidas las que conforman la vida cotidiana, y nunca dejó de sorprenderme. Lo que me asombraba de ella a menudo eran las rápidas asociaciones que efectuaba entre un hecho y otro, asociaciones que solían dar lugar a deducciones que yo habría tardado en alcanzar. También me desconcertaban sus extensos conocimientos. Era una caja de sorpresas, y llegué a considerarlas mi manjar diario, una agradable adicción que desarrollé a su capacidad de pillarme desprevenido. Pero nunca me sorprendió más que en aquel momento, en Estambul, cuando disparó sin previo aviso al bibliotecario.
Sin embargo, no tuve tiempo para continuar estupefacto, porque el hombre se tambaleó a un lado y nos lanzó un libro, que pasó rozando mi cabeza. Helen volvió a disparar, mientras avanzaba y apuntaba con una resolución que me dejó sin respiración. Nunca había visto disparar a nadie, salvo en las películas, en las que había visto morir a miles de indios a punta de pistola cuando tenía once años, y después a toda clase de bandidos, ladrones de bancos y villanos, incluidos montones de nazis creados expresamente para ser liquidados por un Hollywood entusiasta en tiempos de guerra. Lo raro de ese tiroteo, ese tiroteo real, fue que, si bien apareció una mancha oscura en la ropa del bibliotecario, un poco más abajo de su esternón, no se llevó una mano agonizante a dicho punto. El segundo disparo rozó su hombro, pues el hombre ya había echado a correr. Luego desapareció entre las estanterías que había al final de la sala.
– ¡Una puerta! -gritó Turgut a mi espalda-. ¡Hay una puerta ahí!
Todos corrimos tras él, tropezando con sillas y esquivando mesas. Selim Aksoy, veloz y ligero como un antílope, fue el primero en llegar a las estanterías y desapareció entre ellas.
Oímos el fragor de una escaramuza y un estrépito, y después una puerta al cerrarse con violencia, y encontrarnos al señor Aksoy poniéndose de pie entre un montón de frágiles manuscritos otomanos, con un bulto púrpura en un costado de la cara. Turgut corrió hacia la puerta y yo le seguí, pero estaba cerrada a cal y canto. Cuando conseguimos abrirla, sólo descubrimos un callejón, desierto salvo por una pila de cajas de madera. Registramos a toda prisa el laberíntico barrio, pero no vimos ni rastro del ser. Turgut interrogó a varios transeúntes, pero nadie había visto a nuestro hombre.
Volvimos a regañadientes al archivo por la puerta trasera y encontramos a Helen apretando un pañuelo contra la mejilla del señor Aksoy. La pistola había desaparecido y los manuscritos estaban apilados de nuevo sobre el estante. Levantó la vista cuando entramos.
– Se desmayó un momento -dijo en voz baja-, pero ahora ya se encuentra bien.
Turgut se arrodilló al lado de su amigo.
– Mi querido Selim, menudo golpe te han dado.
Selim Aksoy forzó una sonrisa.
– Estoy en buenas manos -dijo.
– Ya lo veo -admitió Turgut-. Madame, la felicito por su intentona, pero es inútil tratar de matar a un hombre muerto.
– ¿Cómo lo sabías? -exclamé.
– Oh, lo sé -contestó él con semblante sombrío-. Conozco esa expresión de la cara. Es la expresión de los No Muertos. No hay otra cara igual. La he visto antes.
– Era una bala de plata, por supuesto. -Helen apretó el pañuelo con más firmeza contra la mejilla del señor Aksoy, y apoyó la cabeza del librero contra su hombro-. Pero, como ya visteis, se movió y erré su corazón. Sé que corrí un gran riesgo -me miró un momento, pero fui incapaz de leer sus pensamientos-, pero ya visteis que calculé bien. Esos disparos habrían herido de gravedad a un hombre mortal.
Suspiró y apretó el pañuelo contra la mejilla del herido. Los miré a ambos estupefacto.
– ¿Has llevado encima esa pistola todo el tiempo? -pregunté.
– Oh, sí. -Pasó el brazo de Aksoy sobre su hombro-. Ayúdame a levantarle. -Los dos le izamos (era ligero como un niño) y le pusimos en pie. Sonrió y asintió, pero desechó nuestra ayuda-. Sí, siempre llevo mi pistola encima cuando siento alguna especie de… inquietud. No es tan difícil conseguir una o dos balas de plata.
– Eso es cierto -asintió Turgut.
– Pero ¿dónde aprendiste a disparar así?
Aún estaba asombrado por ese momento en que Helen había sacado el arma y disparado con tanta rapidez.
Ella rió.
– En nuestro país, nuestra educación es tan profunda como estrecha -dijo-. Recibí un premio de nuestra brigada juvenil por mi buena puntería cuando tenía dieciséis años. Me alegra descubrir que no la había olvidado.
De pronto Turgut lanzó una exclamación y se dio una palmada en la frente.
– ¡Mi amigo! -Todos le miramos-. ¡Mi amigo, el señor Erozan! Me había olvidado de él.
Sólo tardamos un segundo en comprender el significado de sus palabras. Selim Aksoy, quien ya parecía recuperado, fue el primero en correr hacia las estanterías donde había sido herido, y los demás nos diseminamos a toda prisa por la larga sala, buscando debajo de las mesas y detrás de las sillas. Durante algunos minutos la búsqueda fue infructuosa. Después oímos que Selim nos llamaba y todos corrimos a su lado. Estaba arrodillado entre las estanterías, al pie de una muy alta que estaba llena de todo tipo de libros, bolsas y rollos de pergamino. La caja que contenía los papeles de la Orden del Dragón estaba en el suelo a su lado, con la tapa adornada abierta y su contenido esparcido alrededor.
Entre esos documentos, el señor Erozan estaba tendido de espaldas, blanco e inmóvil, con la cabeza vuelta hacia un lado. Turgut se arrodilló y aplicó el oído al pecho del hombre.
– Gracias a Dios -dijo al cabo de un momento-. Todavía respira.
Después, cuando le examinó con más detenimiento, señaló el cuello de su amigo. En la piel pálida que sobresalía por encima del cuello de la camisa, había una herida desigual. Helen se arrodilló al lado de Turgut. Todos guardamos silencio un momento. Incluso después de la descripción que había hecho Rossi del burócrata con el que había discutido muchos años antes, incluso después de la herida sufrida por Helen en la biblioteca de nuestra universidad, me costó dar crédito a mis ojos. El rostro del hombre estaba muy pálido, casi gris, y su respiración apenas era audible.
– Está contaminado -anunció Helen en voz baja-. Creo que ha perdido mucha sangre.
– ¡Maldito sea este día!
La expresión de Turgut delató su angustia, y apretó la mano de su amigo entre sus dos manazas.
Helen fue la primera en reaccionar.
– Pensemos con sensatez. Tal vez sea la primera vez que le atacan. -Se volvió hacia Turgut-. ¿Tenía esta herida cuando estuvimos aquí ayer?
El hombre negó con la cabeza.
– Estaba muy normal.
– Bien.
Helen buscó en el bolsillo de su chaqueta, y yo me encogí un instante, pensando que iba a sacar la pistola otra vez. En cambio, extrajo una cabeza de ajos y la depositó sobre el pecho del bibliotecario. Turgut sonrió pese a lo espantoso de la escena y sacó otra cabeza de ajos de su bolsillo, que colocó al lado de la de Helen. Yo fui incapaz de imaginar de dónde la había sacado. ¿Tal vez durante nuestro paseo por el souk, cuando yo estaba absorto mirando otras cosas?
– Veo que las mentes superiores piensan igual -le dijo Helen.
Después sacó un paquete de papel y lo desenvolvió, revelando un diminuto crucifijo de plata. Reconocí el que había cogido en la iglesia cercana a nuestra universidad, el que había utilizado para intimidar al pérfido bibliotecario cuando la atacó en la sección de historia de la biblioteca.
Esta vez Turgut detuvo su mano.
– No, no -dijo-. Aquí tenemos nuestras propias supersticiones.
Del interior de su chaqueta extrajo una ristra de cuentas de madera, como las que yo había visto en las manos de algunos hombres por las calles de Estambul. Ésta terminaba en un medallón tallado con letras árabes. Rozó los labios del señor Erozan con el medallón, y el bibliotecario hizo una mueca, como de asco involuntario. Fue una escena atroz, pero breve, y luego el hombre abrió los ojos y frunció el ceño. Turgut se inclinó sobre él, habló en turco sin alzar la voz y tocó su frente, para luego dar al hombre un sorbo de un pequeño frasco que había sacado de la chaqueta.
Al cabo de unos instantes el señor Erozan se incorporó y miró a su alrededor, tocándose el cuello como si le doliera. Cuando sus dedos encontraron la pequeña herida, con su hilillo de sangre seca, sepultó la cara en las manos y sollozó, un sonido estremecedor.
Turgut rodeó sus hombros con el brazo, y Helen apoyó una mano sobre el brazo del bibliotecario. Yo pensé que ésta era la segunda vez en una hora que la veía consolar a un ser afligido. Turgut empezó a interrogar al hombre en turco, y al cabo de un momento se sentó en cuclillas y nos miró.
– El señor Erozan dice que el desconocido fue a su apartamento esta mañana, muy temprano, mientras aún estaba oscuro, y le amenazó con matarle a menos que le abriera la biblioteca. El vampiro le acompañaba cuando le llamé esta mañana, pero no se atrevió a revelarme su presencia. Cuando el extraño oyó quién llamaba, dijo que debían ir cuanto antes al archivo. El señor Erozan tuvo miedo de desobedecer, y cuando llegaron aquí el hombre le obligó a abrir la caja. En cuanto la abrió, el demonio saltó sobre él, le retuvo contra el suelo (mi amigo dice que su fuerza era increíble) y le mordió el cuello. Esto es todo lo que Erozan recuerda.
Turgut meneó la cabeza entristecido. De pronto su amigo le agarró del brazo, y dio la impresión de que le imploraba algo en una catarata de palabras en turco.
Turgut guardó silencio un momento, y después tomó la mano de su amigo entre las suyas, apretó en ellas las cuentas de oración y contestó en voz baja. -Me dice que es consciente de que este demonio sólo le puede morder dos veces más, antes de convertirse él mismo en vampiro. Me pide que, si esto sucediera, le mate con mis propias manos.
Turgut desvió la cara y creí ver un brillo de lágrimas en sus ojos.
– Eso no sucederá -dijo Helen con determinación-. Vamos a encontrar el origen de esta plaga.
No supe si se refería al malvado bibliotecario o al propio Drácula, pero cuando vi su mandíbula apretada, casi estuve a punto de creer que lograríamos vencer a ambos. Ya había observado en alguna otra ocasión aquella expresión, y verla me devolvió a la mesa del restaurante donde habíamos hablado por primera vez de sus padres. Después juró que encontraría a su padre desleal y le desenmascararía ante el mundo académico. ¿Eran imaginaciones mías, o su objetivo había cambiado en algún momento sin que ella se diera cuenta?, me pregunté.
Selim Aksoy habló en aquel momento a Turgut. Éste asintió.
– El señor Aksoy me recuerda el trabajo que hemos venido a hacer, y tiene razón. No tardarán en empezar a llegar otros estudiosos, y o bien hemos de cerrar el archivo, o abrirlo al público. Se ofrece a abandonar su tienda hoy y trabajar de bibliotecario aquí. Pero antes hemos de ordenar estos documentos y ver qué daños han sufrido, y sobre todo hemos de encontrar un lugar donde nuestro amigo pueda descansar sano y salvo. Además, al señor Aksoy le gustaría enseñarnos algo de los archivos antes de que aparezca más gente.
Comencé a recoger enseguida los documentos diseminados por el suelo y mis peores temores se confirmaron al instante.
– Los mapas originales han desaparecido -informé con semblante lúgubre. Registramos las estanterías, pero los mapas de aquella extraña región similar a un dragón de larga cola efectivamente habían desaparecido. Sólo pudimos llegar a la conclusión de que el vampiro los había escondido en su persona antes de que llegáramos. Era un pensamiento aterrador.
Teníamos copias, por supuesto, efectuadas por Rossi y Turgut, pero los originales representaban para mí la clave del paradero de Rossi, un vínculo más cercano que cualquier otro.
Además del disgusto de perder ese tesoro, se me ocurrió la idea de que el malvado bibliotecario podría desentrañar sus secretos antes que nosotros. Si Rossi estaba en la tumba de Drácula, fuera cual fuera su paradero, el vampiro contaba con bastantes posibilidades de adelantársenos. Sentí más que nunca la premura e imposibilidad de encontrar a mi amado mentor. Al menos -una vez más tuve ese extraño pensamiento- tenía a mi lado la presencia sólida de Helen.
Turgut y Selim estaban conversando al lado del enfermo, y al parecer se volvieron hacia él para hacerle una pregunta, porque intentó incorporarse y señaló con mano temblorosa la parte posterior de las estanterías. Selim desapareció, y regresó al cabo de unos minutos con un pequeño libro. Estaba encuadernado en piel roja, bastante gastada, con una inscripción en árabe en la portada. Lo dejó sobre una mesa cercana y lo inspeccionó un rato, para luego llamar con un gesto a Turgut, que estaba doblando su chaqueta para convertirla en una almohada improvisada sobre la cual apoyar la cabeza de su amigo. El hombre parecía un poco más cómodo ahora. Estuve a punto de sugerir que llamáramos a una ambulancia, pero luego pensé que Turgut sabía lo que hacía. Se había levantado para reunirse con Selim, y hablaron con semblante grave durante varios minutos, mientras Helen y yo evitábamos mirarnos, los dos anhelando que se produjera algún descubrimiento y los dos temerosos de sufrir más decepciones. Por fin Turgut nos llamó.
– Esto es lo que Selim Aksoy deseaba enseñarnos esta mañana -dijo con semblante muy serio-. Ignoro, con sinceridad, si nos ayudará en nuestra búsqueda. Os lo leeré. Se trata de un volumen compilado a principios del siglo diecinueve por unos editores cuyos nombres no había visto nunca, expertos en la historia de Estambul. Reunieron aquí toda la información que pudieron encontrar sobre la vida en Estambul en los primeros años de nuestra ciudad, o sea, a principios de 1453, cuando el sultán Mehmet la conquistó y la proclamó capital de su imperio.
Señaló una página escrita en árabe y pensé por enésima vez en la maldición de que los idiomas humanos, incluso los alfabetos, estuvieran separados entre sí por aquella frustrante babel de diferencias, de modo que cuando miré una página impresa en otomano sólo vi un batiburrillo de símbolos tan impenetrables para mí como un seto de brezo mágico.
– Este párrafo lo recordaba el señor Aksoy de una de las investigaciones que llevó a cabo aquí. El autor es anónimo y relata algunos acontecimientos ocurridos en el año 1477. Sí, amigos míos, el año después de que Drácula muriera en combate en Valaquia. Aquí dice que aquel año se produjeron casos de la epidemia en Estambul, una epidemia causante de que los imanes enterraran algunos cadáveres con una estaca clavada en el corazón. Después cuenta que entró en la ciudad un grupo de monjes procedentes de los Cárpatos en una carreta tirada por mulas. Los monjes suplicaron asilo en un monasterio de Estambul y residieron en él durante nueve días y nueve noches. Eso es todo cuanto refiere, y las relaciones entre ambos hechos no están claras. No dice nada más sobre los monjes, ni explica qué fue de ellos. La palabra Cárpatos impulsó a mi amigo Selim a citarnos aquí.
Selim Aksoy asintió enérgicamente, pero yo no pude reprimir un suspiro. El párrafo poseía una siniestra resonancia. Me provocó la inquietante sensación de que no arrojaría la menor luz sobre nuestros problemas. El año 1477… Eso sí que era extraño, pero podía tratarse de una coincidencia. No obstante, la curiosidad me impulsó a formular una pregunta a Turgut. -Si la ciudad ya estaba gobernada por los otomanos, ¿cómo es que existía un monasterio que pudiera alojar a los monjes?
– Una buena pregunta, amigo mío -comentó con aire solemne Turgut-. Pero debo decirte que hubo cierto número de iglesias y monasterios en Estambul desde el mismísimo principio de la dominación otomana. El sultán tuvo la bondad de permitirlos.
Helen meneó la cabeza.
– Después de dar permiso a su ejército para que destruyera casi todas las iglesias de la ciudad o se apoderara de ellas para convertirlas en mezquitas.
– Es cierto que el sultán Mehmet conquistó la ciudad y permitió que sus tropas se entregaran al pillaje durante tres días -admitió Turgut-, pero no lo hubiera hecho si la ciudad se hubiera rendido en lugar de resistir. De hecho, ofreció un acuerdo pacífico.
También está escrito que cuando entró en Constantinopla y vio los daños que habían causado sus soldados (los edificios destruidos, las iglesias profanadas, los ciudadanos asesinados) lloró por la hermosa ciudad. Desde aquel momento permitió que abrieran cierto número de iglesias y concedió muchas ventajas a los habitantes bizantinos.
– También hizo esclavos a más de cincuenta mil de ellos -replicó Helen con sequedad-. No lo olvide.
Turgut le dedicó una sonrisa de admiración.
– Madame, es usted implacable. Yo sólo quería demostrar que nuestros sultanes no fueron monstruos. En cuanto conquistaban una región, se mostraban más bien permisivos, para lo que eran aquellos tiempos. Era la conquista lo que no se hacía de forma placentera. – Señaló la pared del fondo del archivo-. Allí está Su Gloriosa Majestad Mehmet en persona, por si quieren saludarle.
Yo me acerqué a mirar, aunque Helen se negó a moverse de donde estaba, testaruda. La reproducción enmarcada (la copia barata de una acuarela, al parecer) mostraba a un hombre corpulento, sentado, con un turbante blanco y rojo. Tenía la piel clara y una barba delicada, con cejas caligráficas y ojos color avellana. Sostenía una sola rosa frente a su gran nariz aguileña, que olía mientras miraba a la distancia. A mí me pareció más un sufí místico que un conquistador cruel.
– Una imagen bastante sorprendente -comenté.
– Sí. Fue un fervoroso mecenas de las artes y la arquitectura, y construyó muchos edificios hermosos. -Turgut se dio unos golpecitos en la barbilla con un grueso dedo-. Bien, amigos míos, ¿qué opináis de esta información que Selim Aksoy ha descubierto?
– Es interesante -dije por cortesía-, pero no veo cómo nos ayudará a descubrir la tumba.
– Yo tampoco -reconoció Turgut-. Sin embargo, observo cierta similitud entre este párrafo y el fragmento de la carta que te leí esta mañana. Los sucesos ocurridos en la tumba de Snagov, fueran cuales fueran, tuvieron lugar en el mismo año: 1477. Ya sabemos que es el año posterior a la muerte de Drácula y que un grupo de monjes estaba muy preocupado por algo que ocurrió en Snagov. ¿Pudieron ser los mismos monjes que vinieron a Estambul, o se trataba de otro grupo relacionado con Snagov?
– Es posible -admití-, pero no es más que una conjetura. Esta información sólo documenta que los monjes procedían de los Cárpatos. Los Cárpatos debían estar llenos de monasterios en aquella época. ¿Cómo podemos estar seguros de que procedían del monasterio de Snagov? ¿Qué opinas, Helen?
Debí pillarla por sorpresa, porque descubrí que me estaba mirando con una especie de anhelo que nunca había percibido en su cara. La impresión, sin embargo, se desvaneció al instante, y pensé que la había imaginado o que tal vez estaba pensando en su madre y en nuestro inminente viaje a Hungría. Fueran cuales fueran sus pensamientos, se recuperó al instante.
– Sí, había muchos monasterios en los Cárpatos. Paul tiene razón. No podemos relacionar a los dos grupos sin más información.
Tuve la impresión de que Turgut parecía decepcionado, y empezó a decir algo, pero en aquel momento nos interrumpió una exclamación ahogada. Era el señor Erozan, que todavía reposaba sobre la chaqueta de Turgut.
– ¡Se ha desmayado! -gritó Turgut-. Aquí estamos, charlando como cotorras… – Acercó el ajo de nuevo a la nariz de su amigo, y el hombre farfulló y revivió un poco- Hemos de llevarle a casa, deprisa. Profesor, madame, ayudadme. Llamaremos un taxi y le llevaremos a mi apartamento. Mi esposa y yo le cuidaremos. Selim se quedará al frente del archivo. Ha de abrir dentro de unos minutos.
Dio a Aksoy unas veloces órdenes en turco.
Después Turgut levantó al pálido y débil hombre del suelo, le enderezó entre nosotros y le condujo con cuidado hacia la puerta posterior. Helen nos siguió con la chaqueta de Turgut, cruzamos el callejón, y un momento después salimos al sol de la mañana. Cuando la luz bañó el rostro del señor Erozan, éste dio un respingo, se encogió contra mi hombro y alzó una mano para taparse los ojos, como para parar un golpe.
La noche que pasé en aquella granja de Boulois, con Barley al otro lado de la habitación, fue una de las más insomnes de mi vida. Nos acostamos alrededor de las nueve, puesto que no había gran cosa que hacer, salvo escuchar a las gallinas y ver la luz desvanecerse sobre los combados techos de los corrales. Ante mi asombro, descubrimos que no había luz eléctrica en la granja («¿No te has dado cuenta de que no hay cables?», preguntó Barley), y la granjera nos prestó un farol y dos velas antes de desearnos buenas noches. Debido a su luz, las sombras de los muebles antiguos aumentaron de altura y se cernieron sobre nosotros. El bordado que colgaba de la pared osciló un poco.
Al cabo de unos cuantos bostezos, Barley se acostó vestido en una cama y no tardó en caer dormido. Yo no me atreví a imitarle, pero también tenía miedo de dejar arder las velas toda la noche. Por fin, las apagué y dejé tan sólo la luz del farol, la cual consiguió intensificar de una forma horripilante las sombras que me rodeaban, así como la oscuridad que revelaba nuestra única ventana. Las enredaderas murmuraban contra el cristal, los árboles parecieron acercarse más y un ruido amortiguado, que habrían podido ser búhos o palomas, llegó hasta mí cuando me aovillé en la cama. Barley se me antojaba muy lejos. Antes me había alegrado de tener camas separadas, porque así no habría problemas a la hora de dormir, pero ahora deseé que nos hubiéramos visto obligados a dormir espalda contra espalda.
Después de permanecer acostada el tiempo suficiente para sentirme petrificada en una sola posición, vi que una luz suave se insinuaba poco a poco sobre las tablas del piso a través de la ventana. La luna estaba saliendo, y con ella sentí que mi terror se despertaba, como si un viejo amigo hubiera venido a hacerme compañía. Intenté no pensar en mi padre. En cualquier otro viaje habría estado con él, acostado en la otra cama con su decoroso pijama, el libro abandonado a su lado. Habría sido el primero en fijarse en esta vieja granja, habría sabido que la parte central se remontaba a los tiempos de Aquitania, habría comprado tres botellas de vino a la agradable granjera y hablado de viñedos con ella.
Me pregunté, bien a mi pesar, qué haría si mi padre no sobrevivía a su viaje a Saint Matthieu. No podría regresar a Amsterdam, pensé, sola en casa con la señora Clay. Eso sólo serviría para exacerbar el dolor de mi corazón. En el sistema educativo europeo, me faltaban aún dos años para ir a la universidad. Pero ¿quién me acogería antes de eso?
Barley volvería a su vida habitual. No podía esperar que siguiera preocupándose por mí.
Pasó por mi mente Master James, con su triste sonrisa y las entrañables arrugas alrededor de los ojos. Después pensé en Giulia y Massimo, en su villa de Umbría. Vi a Massimo sirviéndome vino («¿Y tú qué estudias, encantadora hija?»), y Giulia diciendo que debían darme la mejor habitación. No tenían hijos. Querían a mi padre. Si mi mundo se desmoronaba, iría a verles.
Apagué el farol, más valiente, y fui de puntillas a echar un vistazo al exterior. Sólo pude vislumbrar la luna, semioculta en un cielo de nubes desgarradas. Sobre ella se deslizó una sombra que conocía demasiado bien… No, sólo fue un momento, y no era más que una nube, ¿verdad? ¿Las alas extendidas, la cola enroscada? Se desvaneció al instante, pero yo me fui a la cama de Barley, y estuve temblando durante horas contra su espalda dormida.
Las diligencias para transportar al señor Erozan hasta el salón de Turgut, donde quedó tendido en uno de los largos divanes, pálido pero sereno, nos ocuparon casi toda la mañana.
Aún seguíamos en el apartamento cuando la señora Bora regresó a mediodía del parvulario.
Entró muy animada, cargada con una bolsa en cada mano enguantada. Llevaba un vestido amarillo y un sombrero con una flor, de manera que parecía un narciso en miniatura. Su sonrisa era dulce y radiante, incluso cuando nos vio en la sala de estar alrededor de un hombre postrado. Por lo visto, nada de lo que hacía su marido la sorprendía, pensé. Tal vez era una de las claves del triunfo de su relación.
Turgut le explicó la situación en turco, y la expresión risueña de la mujer cambió a otra de evidente escepticismo, hasta desembocar en una de horror incipiente, cuando él le enseñó la herida en la garganta de su huésped. La señora Bora nos dirigió a Helen y a mí una mirada de silenciosa consternación, como si eso representara para ella la oleada inicial de una certeza maléfica. Después tomó la mano del bibliotecario, que no sólo estaba blanca, sino también fría, tal como yo había comprobado un momento antes. La sostuvo unos instantes, se secó los ojos y se fue a la cocina, donde oímos el lejano fragor de ollas y sartenes. Pasara lo que pasara, el enfermo disfrutaría de una buena comida. Turgut nos instó a quedarnos, y Helen, ante mi sorpresa, fue a ayudar a la señora Bora.
Cuando nos aseguramos de que el señor Erozan descansaba a gusto, Turgut me condujo a su imponente estudio. Comprobé con alivio que las cortinas estaban corridas sobre el retrato. Estuvimos unos minutos comentando la situación.
– ¿Crees que es seguro para ti y tu mujer alojar a ese hombre en vuestra casa? -no pude por menos que preguntarle.
– Me ocuparé de tomar todas las precauciones posibles. Si mejora dentro de uno o dos días, buscaré un lugar donde pueda hospedarse, con alguien que le vigile. -Turgut había acercado una silla para mí, y se había acomodado detrás de su escritorio. Era casi como estar con Rossi en su despacho de la universidad, pensé, salvo que el despacho de Rossi era muy alegre, con sus espléndidas plantas y café humeante, y éste era excéntricamente tétrico-. No espero más ataques en casa, pero si se produce uno, nuestro amigo norteamericano se encontrará con una formidable defensa.
Cuando contemplé su cuerpo fornido detrás del escritorio, no me costó creerle.
– Lo siento -dije-. Parece que te hemos traído un montón de problemas, profesor, hasta tu propia puerta.
Le resumí nuestros encuentros con el malvado bibliotecario y confesé que le había visto delante de Santa Sofía la noche anterior.
– Extraordinario -dijo Turgut. Un sombrío interés brillaba en sus ojos y tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
– Yo también he de hacerte una pregunta -admití-. Antes has dicho en el archivo que habías visto una cara parecida en otra ocasión. ¿Cuándo y cómo fue?
– Ah. -Mi erudito amigo enlazó las manos sobre el escritorio-. Sí, te lo voy a contar.
Han pasado muchos años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. De hecho, ocurrió unos días después de recibir la carta del profesor Rossi en la que me explicaba que no sabía nada del archivo de aquí. Había estado en la colección por la tarde, después de mis clases. (Entonces la colección estaba en los antiguos edificios de la biblioteca, antes de que la trasladaran a su actual emplazamiento.) Recuerdo que yo estaba enfrascado en una investigación para un artículo sobre una obra perdida de Shakespeare, El rey de Tashkani, que algunos creen ambientada en una versión ficticia de Estambul. ¿Has oído hablar de ella?
Negué con la cabeza.
– Se la cita en las obras de varios historiadores ingleses. Gracias a ellos sabemos que, en la obra original, un fantasma maligno llamado Dracole se aparece al monarca de una hermosa ciudad antigua que él, el monarca, ha tomado por la fuerza. El fantasma dice que en otra época fue enemigo del rey, pero que ahora viene a felicitarle por su sed de sangre. Después anima al monarca a beber la sangre de los habitantes de la ciudad, quienes son ahora los súbditos del monarca. Es un pasaje escalofriante. Algunos dicen que no es de Shakespeare, pero yo -dio una palmada decidida sobre el borde del escritorio-, yo creo que el lenguaje, si la cita está hecha con precisión, sólo puede ser de el, y que la ciudad es Estambul, rebautizada con el nombre pseudoturco de «Tashkani». -Se inclinó hacia delante-. También creo que el tirano al que se aparece el fantasma no es otro que el sultán Mehmet II, conquistador de Constantinopla.
El vello de mi nuca se erizó.
– ¿Cual crees que puede ser el significado de todo esto? Me refiero en lo concerniente a Drácula.
– Bien, amigo mío, es muy interesante para mí que la leyenda de Vlad Drácula penetrara incluso en la Inglaterra protestante hacia, digamos, 1590, tal era su poder. Además, si Tashkani era Estambul, eso demostraría la realidad de la presencia de Drácula en los tiempos de Mehmet. El sultán entró en la ciudad en 1453. Sólo habían pasado cinco años desde que el joven Drácula regresara a Valaquia de su encarcelamiento en Asia Menor y no existen pruebas fehacientes de que volviera en vida a nuestra región, aunque algunos estudiosos piensan que rindió tributo en persona al sultán. No creo que eso pueda demostrarse. Sostengo la teoría de que Vlad Drácula dejó un legado de vampirismo aquí, si no durante su vida, sí después de su muerte. Pero -suspiró- la frontera que separa la literatura de la historia es con frecuencia borrosa, y yo no soy historiador.
– Eres un excelente historiador -dije con humildad-. Estoy impresionado por la cantidad de pistas históricas que has seguido, y con tanto éxito.
– Eres muy amable, joven amigo. Bien, un día estaba trabajando en mi artículo sobre esta teoría (que nunca, ay, fue publicado, porque los editores de la revista a quienes lo presenté dijeron que su contenido era demasiado condescendiente con las supersticiones), era ya bastante tarde, y después de tres horas en el archivo fui al restaurante que hay enfrente para tomar un poco de bórek. ¿Has probado el bórek?
– Aún no -admití.
– Has de probarlo cuanto antes, es una de nuestras especialidades más deliciosas. Bien, fui al restaurante. Ya estaba oscureciendo, porque era invierno. Me senté a una mesa y mientras esperaba saqué la carta del profesor Rossi y la volví a leer. Tal como ya he dicho, la tenía en mi posesión desde hacía muy pocos días, y me había dejado muy perplejo. El camarero trajo mi plato y me fijé en su cara cuando lo dejó sobre la mesa. Miraba hacia abajo, y tuve la impresión de que se fijaba en la carta que yo estaba leyendo, con el nombre de Rossi en el encabezado. La miró atentamente una o dos veces y después pareció borrar toda expresión de su cara, pero noté que se ponía detrás de mí para dejar otro plato en la mesa, y me pareció que leía la carta por encima de mi hombro.»No me pude explicar su comportamiento, pero como me inquietó, doblé la carta y me dispuse a comer. Se fue sin hablar y le observé mientras se movía por el restaurante. Era un hombre corpulento de hombros anchos, de pelo negro peinado hacia atrás y grandes ojos oscuros. Habría sido apuesto de no ser por su aspecto, ¿cómo se dice?, algo siniestro. Dio la impresión de que no me hacía caso durante una hora, incluso después de que terminé de comer. Saqué un libro para leer unos minutos, y entonces apareció de repente junto a mi mesa y dejó una taza de té humeante delante de mí. Yo no había pedido té, y me quedé sorprendido. Pensé que podía ser una invitación de la casa o una equivocación. "Su té – dijo cuando lo depositó sobre la mesa-. Lo he pedido muy caliente."
»Entonces me miró a los ojos y soy incapaz de explicar lo mucho que me aterrorizó su cara.
Era de tez pálida, casi amarilla, como si estuviera, ¿cómo decirlo?, podrido por dentro. Sus ojos eran oscuros y brillantes, casi como los de un animal, bajo unas grandes cejas. Su boca era como cera roja y tenía los dientes muy blancos y largos. Parecían extrañamente sanos en una cara enfermiza. Sonrió cuando se inclinó sobre el té y percibí su extraño olor, que me provocó náuseas y estuve a punto de desmayarme. Puedes reírte, amigo mío, pero recordaba un poco un olor que siempre he considerado agradable en otras circunstancias: el
olor a libros viejos. ¿Sabes ese olor a pergamino, piel y… algo más?
Lo sabía, y no tenía ganas de reírme.
– Se fue un segundo después, y caminó sin darse prisa hacia la cocina del restaurante, y yo me quedé con la sensación de que había querido enseñarme algo… Su cara, quizás. Había querido que le mirara con atención, pero no había nada concreto capaz de justificar mi terror. -Turgut parecía pálido ahora, cuando se reclinó en su butaca medieval-. Para calmar mis nervios, añadí un poco de azúcar al té, cogí la cuchara y lo revolví. Tenía toda la intención de calmarme con la bebida caliente, pero entonces ocurrió algo muy, muy peculiar.
Enmudeció como si lamentara haber empezado a contar la historia. Yo conocía muy bien esa sensación, y asentí para animarle.
– Continúa, por favor.
– Parece raro decirlo ahora, pero es la verdad. El vapor se elevó de la taza… ¿Sabes cómo remolinea el vapor cuando remueves algo caliente? Pues cuando revolví el té, el humo se elevó en la forma de un dragón diminuto, que remolineó sobre mi taza. Flotó unos segundos antes de desvanecerse. Lo vi con mis propios ojos. Ya puedes imaginar cómo me sentí, sin confiar en mis sentidos por un momento, y después recogí a toda prisa mis papeles, pagué y me fui.
Yo tenía la boca seca.
– ¿Volviste a ver al camarero?
– Nunca. Estuve unas semanas sin volver al restaurante, pero luego la curiosidad me pudo, y entré otra vez después de anochecer, pero no le vi. Incluso pregunté por él a uno de los camareros, y dijo que aquel hombre había trabajado allí muy poco tiempo, y ni siquiera sabía su apellido. El hombre se llamaba Akmar. Nunca más volví a verle.
– Y crees que su cara demostraba que era…
Me interrumpí.
– Yo estaba aterrorizado. Es lo único que habría sido capaz de decirte en aquel momento.
Cuando vi la cara del bibliotecario que os persigue, pensé que ya la conocía. No es sólo la cara de la muerte. Hay algo en la expresión… -Se volvió inquieto y miró hacia el hueco donde estaba alojado el cuadro, cubierto por las cortinas-. Lo que más me intimida de tu historia, de la información que acabas de darme, es que ese bibliotecario estadounidense ha progresado más hacia su condenación espiritual desde la primera vez que le viste.
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando atacó a la señorita Rossi en la biblioteca de vuestra universidad, pudiste derribarle. Pero mí amigo del archivo, a quien atacó esta mañana, dice que es muy fuerte, y mi amigo no es mucho más delgado que tú. El monstruo, ay, también extrajo una gran cantidad de sangre a mi amigo. Y no obstante, ese vampiro estaba a plena luz del día cuando le vimos, de manera que no puede estar corrompido por completo. Conjeturo que el ser fue vaciado de vida una segunda vez, bien en tu universidad, o aquí en Estambul, y si tiene contactos en la ciudad recibirá su tercera bendición maligna muy pronto y se convertirá en un No Muerto.
– Sí -dije-. No podemos hacer nada por el bibliotecario estadounidense si no le encontramos, y tú tendrás que vigilar con mucho cuidado a tu amigo.
– Lo haré -dijo Turgut con sombrío énfasis. Guardó silencio un momento y dirigió su atención de nuevo a la estantería. Sacó de su colección sin decir palabra un álbum grande con letras latinas en la portada-. Rumano -me dijo-. Es una colección de imágenes de iglesias de Transilvania y Valaquía, obra de un historiador de arte que murió hace poco.
Reprodujo muchas imágenes de iglesias que fueron destruidas durante la guerra, lamento decirlo. Por lo tanto, este libro es de gran valor. -Puso el volumen en mi mano-. ¿Por qué no miras la página veinticinco?
Obedecí. La lámina en color de un mural ocupaba las dos páginas. Había una pequeña fotografía en blanco y negro de la iglesia que lo había alojado, un edificio elegante de campanarios retorcidos. Pero fue la fotografía más grande la que llamó mi atención. A la izquierda asomaba la figura de un feroz dragón en pleno vuelo, con la cola ensortijada no una, sino dos veces, con un ojo dorado de mirada maníaca, y de cuya boca surgían llamas.
Parecía a punto de abalanzarse sobre la figura de la derecha, un hombre agachado con cota de malla y turbante a rayas. El hombre lo miraba aterrorizado, con la curva cimitarra en una mano y un escudo redondo en la otra. Al principio creí que se hallaba en un campo sembrado de extrañas plantas, pero cuando miré con detenimiento vi que los objetos dispersos alrededor de sus rodillas eran personas, todo un bosque en miniatura, y que todas se retorcían, empaladas en una estaca. Algunas llevaban turbante, como el gigante que se alzaba en medio, pero otras iban vestidas como campesinos. Unas pocas exhibían brocados ondeantes y altos gorros de piel. Había cabezas rubias y morenas, nobles de largos bigotes castaños, e incluso algunos sacerdotes o monjes con hábitos negros y gorros altos. Había mujeres con trenzas colgantes, jóvenes desnudos, niños. Incluso uno o dos animales. Todos
padeciendo una agonía atroz.
Turgut me estaba mirando.
– La iglesia fue fundada por Drácula durante su segundo reinado -dijo en voz baja.
Me quedé mirando la foto un momento más. Después ya no pude aguantar más y cerré el libro. Turgut lo tomó de mi mano y lo guardó. Cuando se volvió hacia mí, su mirada era feroz.
– Y bien, amigo mío, dime, ¿cómo piensas encontrar al profesor Rossi?
Su pregunta a bocajarro me recordó que este asunto descansaba sobre todo en mis manos, al fin y al cabo, y suspiré en voz alta bien a mi pesar.
– Aún estoy intentando reunir información -admití-, y a pesar de tu generoso trabajo de anoche y el del señor Aksoy, creo que no sabemos gran cosa. Tal vez Vlad Drácula hizo alguna aparición en Estambul después de su muerte, pero ¿cómo podemos averiguar si fue enterrado aquí y si aún sigue enterrado en esta ciudad? Eso continúa siendo un misterio para mí. En cuanto a nuestro próximo paso, sólo puedo decirte que nos vamos a Budapest unos días.
– ¿A Budapest?
Casi vi como las conjeturas se reflejaban en su ancha cara.
Sí. Recordarás que Helen te contó la historia de su madre y el profesor, su padre. Ella está convencida de que su madre puede poseer información que nunca ha revelado, de modo que vamos a hablar con ella en persona. La tía de Helen es alguien importante del Gobierno y arreglará las cosas para que podamos ir, espero.
– Ah. -Casi sonrió-. Hay que dar gracias a los dioses por los amigos importantes.
¿Cuándo os iréis?
– Tal vez mañana o pasado. Nos quedaremos cinco o seis días, me parece, y luego volveremos.
– Muy bien. Has de llevarte esto.
Turgut se levantó sin previo aviso y sacó de un armarito el equipo de cazar vampiros que nos había enseñado el día anterior. Lo dejó delante de mí.
– Pero esto es uno de tus tesoros -protesté-. En cualquier caso, no nos lo dejarán pasar en la aduana.
– Ah, pero no hay que enseñarlo en la aduana. Tenéis que esconderlo con sumo cuidado.
Mira en la maleta, a ver sí puedes guardarlo entre la ropa blanca o, mejor aún, que lo lleve
la señorita Rossi. No registrarán con demasiado detenimiento el equipaje de una dama. -
Cabeceó para darme ánimos-. Pero mi corazón no estará tranquilo a menos que lo aceptes.
Mientras estés en Budapest, yo examinaré muchos libros para intentar ayudarte, pero tú irás en pos de un monstruo. De momento, guárdalo en el maletín. Es muy delgado y ligero. -
Cogí el estuche de madera sin decir palabra y lo guardé al lado de mi libro del dragón-. Y mientras interrogas a la madre de Helen, yo buscaré por aquí cualquier pista de una tumba.
Aún no he renunciado a la idea. -Entornó los ojos-. Eso explicaría las plagas que han maldecido nuestra ciudad desde el período del que estamos hablando. Si además de poderlas explicar pudiéramos ponerles fin…
En aquel momento, la puerta de su estudio se abrió y la señora Bora asomó la cabeza para llamarnos a comer. Fue un banquete tan delicioso como el del día anterior, aunque mucho más sombrío. Helen estaba callada y parecía cansada, la señora Bora pasaba platos con elegancia silenciosa, y el señor Erozan, si bien se levantó un rato para estar con nosotros, no comió gran cosa. Sin embargo, la señora Bora le obligó a beber unas cuantas copas de vino tinto y a comer un poco de carne, lo cual pareció reanimarle un poco. Hasta Turgut
estaba retraído, con aspecto melancólico. Helen y yo nos marchamos en cuanto la cortesía nos lo permitió.
Turgut nos despidió en la puerta del edificio y estrechó nuestras manos con su cordialidad habitual. Nos rogó que le llamáramos en cuanto hubiéramos trazado nuestros planes de viaje y prometió su inquebrantable hospitalidad a nuestro regreso. Después me hizo una señal con la cabeza y dio unas palmaditas sobre mi maletín, y me di cuenta de que se estaba refiriendo en silencio al equipo que contenía. Asentí a modo de respuesta e hice un ademán en dirección a Helen para indicarle que se lo explicaría más tarde. Turgut agitó la mano hasta que ya no pudimos verle bajo los tilos y álamos, y cuando le perdimos de vista, Helen me cogió del brazo. El aíre olía a lilas, y por un momento, en aquella señorial calle gris, paseando entre manchas de sol polvorientas, casi creí que estábamos de vacaciones en París.
Helen estaba muy cansada, y la dejé a regañadientes para que descabezara un sueñecito en la pensión. No me gustaba que se quedara sola, pero ella señaló que la luz del día debía ser protección suficiente. Aunque el pérfido bibliotecario conociera nuestro paradero, no era probable que pudiera entrar en habitaciones cerradas con llave en pleno día, y además Helen llevaba encima su crucifijo. Faltaban varías horas para que pudiera volver a llamar a
su tía, y debíamos esperar sus instrucciones para preparar el viaje. Dejé mi maletín a su cuidado y me obligué a salir a la calle, pues pensaba que me volvería loco si me quedaba y fingía leer o intentaba pensar.
Me pareció una buena oportunidad de ver algo más de Estambul, y me encaminé hacia el complejo del palacio de Topkapi, una especie de laberinto con cúpulas, encargado por el sultán Mehmet como nueva sede de su conquista. Me había atraído desde la primera tarde que habíamos pasado en la ciudad, tanto por el aspecto que presentaba desde lejos como por la descripción de la guía. Topkapi abarca una amplia zona de la punta de Estambul, y el agua lo protege por tres lados: el Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara.
Sospechaba que, si me lo perdía, me perdería la esencia de la historia otomana de Estambul.
Quizá me estaba alejando una vez más de Rossi, pero pensé que él habría hecho lo mismo si hubiera tenido a su disposición varias horas libres.
Me decepcionó averiguar, mientras paseaba por los parques, patios y pabellones donde había latido el corazón del imperio durante cientos de años, que se exhibían muy pocas cosas de la época del sultán Mehmet, aparte de unos pocos objetos de su tesoro y algunas espadas que le pertenecieron, melladas y rayadas a causa de su prodigioso uso. Creo que, más que nada, esperaba ver otra faceta del sultán cuyo ejército había luchado contra Vlad Drácula y cuya policía se había preocupado por la seguridad de su supuesta tumba en Snagov. Era más bien, pensé (al recordar la partida que jugaban los ancianos en el bazar), como intentar determinar la posición del shah de tu contrincante en una partida de shahmat, cuando sólo conoces la del tuyo.
No obstante, había muchas cosas en el palacio capaces de ocupar mis pensamientos. Según lo que Helen me había contado el día anterior, se trataba de un mundo en el que más de cinco mil sirvientes, con títulos como «Gran Enrollador de Turbantes», habían obedecido en otro tiempo la voluntad del sultán, donde los eunucos protegían la virtud de su enorme harén en lo que no dejaba de ser una cárcel lujosa. Desde aquí, Solimán el Magnífico, que reinó a mediados del siglo XVI, había consolidado el imperio, codificado sus leyes y convertido Estambul en una metrópolis tan gloriosa como lo había sido bajo el gobierno de los emperadores bizantinos. Al igual que ellos, el sultán había peregrinado una vez a la semana a esta ciudad para rezar en Santa Sofía. Pero los viernes, el día santo de los musulmanes, no los domingos. Era un mundo de rígidos protocolos y banquetes suntuosos, de telas maravillosas y bellas baldosas sensuales, de visires vestidos de verde y chambelanes vestidos de rojo, de botas coloreadas con gran fantasía y altos turbantes.
Me había sorprendido en particular la descripción que me había hecho Helen de los jenízaros, un soberbio cuerpo de guardia formado por niños robados a lo largo y ancho del imperio. Sabía que había leído algo sobre esos muchachos cristianos, nacidos en lugares como Serbia y Valaquia y educados en el Islam, adiestrados para odiar a los pueblos de donde procedían y lanzados contra ellos cuando llegaban a la madurez, como halcones asesinos. Había visto imágenes de los jenízaros en alguna parte, de hecho, tal vez en un libro de pintura. Cuando pensé en sus jóvenes rostros inexpresivos, en formación para
defender al sultán, sentí intensificarse el frío de los edificios que me rodeaban.
Mientras pasaba de una habitación a otra, se me ocurrió que el joven Vlad Drácula habría podido ser un excelente jenízaro. El imperio había perdido una gran oportunidad, la oportunidad de añadir un poco más de crueldad a su enorme fuerza. Tendrían que haberle capturado muy joven, pensé, para luego retenerle tal vez en Asia Menor en lugar de devolverlo a su padre. Había sido demasiado independiente después de eso, un renegado, leal sólo a sí mismo, tan veloz a la hora de exterminar a sus propios seguidores como a los enemigos turcos. Como Stalin. Me sorprendí con este salto mental cuando desvié la vista
hacia el brillo del Bósforo. Stalin había muerto el año anterior, y nuevos relatos de sus atrocidades se habían filtrado a la prensa occidental. Recordé un informe acerca de un general, en apariencia leal, al que Stalin había acusado, justo antes de la guerra, de querer derrocarle. Habían secuestrado al general en su apartamento en plena noche, para luego colgarlo cabeza abajo de las vigas de una transitada estación de tren, en las afueras de Moscú, durante varios días, hasta que murió. Todos los pasajeros que habían subido y bajado de los trenes le habían visto, pero nadie osó mirar dos veces en su dirección. Mucho después la gente del barrio ni siquiera había sido capaz de ponerse de acuerdo sobre la veracidad del hecho.
Este inquietante pensamiento me siguió de una maravillosa habitación del palacio a otra. En todas partes presentía algo siniestro o peligroso, que bien podía ser la abrumadora evidencia del supremo poder del sultán, un poder no tanto oculto como revelado por los estrechos corredores, los pasillos serpenteantes, las ventanas con barrotes, los jardines con claustros.
Por fin, en busca de un poco de alivio de la mezcla de sensualidad y encarcelamiento, de elegancia y opresión, volví al exterior, a los árboles iluminados por el sol del patio exterior.
Una vez allí, no obstante, me topé con el fantasma más alarmante de todos, porque mi guía explicaba que ahí había estado el tajo del verdugo y describía, con todo lujo de detalles, la costumbre del sultán de decapitar a los oficiales, y a quien fuera, con quienes discrepaba.
Sus cabezas eran exhibidas en las verjas del palacio, un severo ejemplo para el populacho.
El sultán y el renegado de Valaquia formaban una agradable pareja, pensé, y di media vuelta asqueado. Un paseo por el parque circundante calmó mis nervios, y el centelleo rojizo del sol sobre las aguas, que convirtieron un barco que pasaba en una silueta negra,
me recordó que la tarde estaba agonizando y debía volver con Helen, y quizá saber noticias de su tía.
Helen estaba esperando en el vestíbulo con un periódico inglés cuando yo llegué.
– ¿Qué tal tu paseo? -preguntó al tiempo que alzaba la vista.
– Horripilante -dije-. He ido al palacio de Topkapi.
– Ah. -Cerró el diario-. Lamento habérmelo perdido.
– No lo sientas. ¿Cómo van las cosas en el mundo?
Helen siguió los titulares con el dedo.
– Horripilantes. Pero tengo buenas noticias para ti.
– ¿Has hablado con tu tía?
Me dejé caer en una de las hundidas butacas a su lado.
– Sí, y se ha portado de manera extraordinaria, como siempre. Estoy segura de que me reñirá, como de costumbre, pero eso no importa. Lo importante es que ha encontrado un congreso al que podemos asistir.
– ¿Un congreso?
– Sí. La verdad es que es algo maravilloso. Hay un congreso internacional de historiadores en Budapest esta semana. Asistiremos como estudiosos, y se ha movido de modo que podremos obtener los visados aquí. -Sonrió-. Por lo visto, mi tía tiene un amigo historiador en la Universidad de Budapest.
– ¿Cuál es el tema del congreso? -pregunté con aprensión.
– Problemas laborales europeos hacia 1600.
– Un tema muy amplio. Supongo que asistimos en calidad de especialistas otomanos, ¿verdad?
– Exacto, mi querido Watson.
Suspiré.
– Menos mal que he ido a Topkapi.
Helen me sonrió, pero no sé si con malicia o por la confianza en mi capacidad para el disimulo.
– El congreso empieza el viernes, de manera que sólo podemos estar aquí dos días más.
Durante el fin de semana asistiremos a las conferencias y tú pronunciarás una. El domingo está libre en parte para que los estudiosos exploren el Budapest histórico, y nosotros nos escaparemos para explorar a mi madre.
– ¿Que haré qué?
No pude evitar mirarla con ira, pero se encajó un rizo detrás de la oreja y me miró con una sonrisa aún más inocente.
– Ah, una conferencia. Pronunciarás una conferencia. Es el truco para entrar en el país.
– ¿Una conferencia sobre qué, por favor?
– Sobre la presencia otomana en Transilvania y Valaquia, me parece. Mí tía ha tenido la amabilidad de añadirla al programa. No será una conferencia larga, porque los otomanos nunca lograron conquistar del todo Transilvania. Pensé que era un buen tema para ti porque ya sabemos muchas cosas sobre Vlad, y él fue fundamental para mantener a raya a los otomanos en su tiempo.
– Bueno para ti -resoplé-. Eres tú quien sabe mucho sobre Vlad Drácula. ¿Me estás diciendo que he de aparecer ante un encuentro internacional de estudiosos y hablar de Drácula? Haz el favor de recordar por un momento que el tema de mi tesis son los gremios mercantiles holandeses, y ni siquiera la he terminado. ¿Por qué no das tú la conferencia?
– Eso sería ridículo -dijo Helen, y enlazó las manos sobre el periódico-. Yo no valgo ni un penique. Todo el mundo me conoce ya en la universidad, y todo el mundo se ha aburrido varias veces con mi trabajo. Tener a un estadounidense añadirá un poco más de brillo a la escena, y me estarán agradecidos por llevarte, aunque haya sido en el último momento.
Tener a un estadounidense hará que se sientan menos avergonzados sobre el miserable hostal de la universidad y los guisantes enlatados que servirán a todo el mundo en la gran cena de clausura. Yo te ayudaré a escribir la conferencia, o te la escribiré, si vas a ponerte tan desagradable, y la pronunciarás el sábado. Creo que mi tía dijo que sería a eso de la una.
Rezongué. Era la persona más imposible que había conocido en mi vida. Se me ocurrió que aparecer con ella en Budapest podía significar una desventaja política más grande de lo que Helen deseaba admitir.
– Bien, ¿qué tienen que ver los otomanos en Valaquia o Transilvania con los problemas laborales europeos?
– Ah, ya encontraremos una manera de introducir algunos problemas laborales. Ésa es la belleza de la sólida educación marxista que tú no tuviste el privilegio de recibir. Créeme, puedes encontrar problemas laborales en cualquier tema si te esfuerzas en buscarlos.
Además, el imperio otomano era un gran poder económico, y Vlad entorpeció sus rutas comerciales y el acceso a los recursos naturales en la región del Danubio. No te preocupes.
Será una conferencia fascinante.
– ¡Dios mío! -dije por fin.
– No. -Helen meneó la cabeza-. Dios no, por favor. Sólo relaciones laborales.
No pude reprimir una carcajada, ni admirar en silencio el brillo de sus ojos oscuros.
– Sólo espero que nadie se entere de esto en la universidad. Ya imagino lo que diría el tribunal de mi tesis. Por otra parte, creo que a Rossi le habría gustado todo este montaje.
Me puse a reír de nuevo, al imaginar el brillo travieso en la mirada azul eléctrico de Rossi, pero paré enseguida. Pensar en él se estaba convirtiendo en algo tan doloroso que apenas podía soportarlo. Aquí estaba yo, al otro lado del mundo del despacho donde le había visto por última vez, y tenía todos los motivos para creer que nunca volvería a verle vivo y que tal vez no sabría nunca qué había sido de él. Nunca se convirtió en una extensión larga y desolada ante mí durante un segundo, y después deseché el pensamiento. Nos íbamos a Hungría para hablar con una mujer que, en teoría, le había conocido (le había conocido íntimamente) mucho antes que yo, cuando estaba a punto de iniciar su búsqueda de Drácula. Era una pista que no podíamos desperdiciar. Si tenía que dar una conferencia de charlatán para ello, lo haría.
Helen me estaba contemplando en silencio y percibí, no por primera vez, su habilidad sobrenatural para leer mis pensamientos. Lo confirmó al cabo de un momento.
– Vale la pena, ¿no?
– Sí.
Aparté la vista.
– Muy bien -dijo en voz baja-. Y me alegro de que vayas a conocer a mi tía, que es maravillosa, y a mi madre, que también es maravillosa, pero de una forma diferente, y de que ellas te conozcan.
La miré enseguida (la ternura de su voz había provocado que mi corazón se encogiera de repente), pero su rostro había recuperado la expresión habitual de ironía cautelosa.
– ¿Cuándo nos iremos? -pregunté.
– Recogeremos nuestros visados mañana por la mañana y volaremos al día siguiente, si no hay problemas con los billetes. Mi tía me ha dicho que debemos ir al consulado cae Hungría antes de que abra mañana y llamar al timbre de la puerta, a eso de las siete y media. Desde allí iremos a la agencia de viajes y reservaremos los billetes de avión. Si no hay asientos, tendremos que tomar el tren, lo cual implicaría un viaje muy largo.
Meneó la cabeza, pero mi repentina visión de un ruidoso tren de los Balcanes,
zigzagueando de una antigua capital a otra, me hizo confiar por un momento en que el avión estaría lleno por completo, pese al tiempo que perderíamos.
– ¿Estoy en lo cierto al pensar que esto lo has heredado de tu tía más que de tu madre?
Tal vez fue la aventura mental en tren lo que me impulsó a sonreír a Fleten.
Sólo vaciló un segundo.
– Correcto de nuevo, Watson. Soy muy parecida a mi tía, y gracias a Dios. Pero mi madre te gustará más. A casi todo el mundo le pasa. Y ahora, ¿puedo invitarte a cenar en nuestro local favorito para trabajar en tu conferencia mientras comemos?
– Por supuesto -acepté-, mientras no haya gitanas en las cercanías.
Le ofrecí mi brazo con cautelosa ironía y ella abandonó su periódico para tomarlo. Era extraño, reflexioné cuando salimos a la noche dorada de las calles bizantinas, que aún en las circunstancias más siniestras, en los episodios más turbadores de la vida, muy lejos del hogar y la familia, había momentos de dicha innegable. En una soleada mañana en Boulois, Barley y yo subimos al tren de Perpiñán.
El avión del viernes de Estambul a Budapest no estaba muy lleno, y cuando estuvimos acomodados entre los ejecutivos turcos vestidos de negro, los burócratas magiares de chaqueta gris que hablaban a la vez, las ancianas con chaqueta azul y pañuelo en la cabeza (¿iban a trabajar de limpiadoras a Budapest, o sus hijas se habían casado con diplomáticos húngaros?), apenas tuve tiempo de lamentar el viaje en tren que no habíamos hecho, porque el vuelo fue breve.
Ese viaje en tren, con las vías talladas a través de murallas montañosas, sus espacios con bosques y precipicios, ríos y ciudades feudales, tendría que esperar a mi carrera posterior, como ya sabes, y lo he hecho dos veces desde entonces. Hay algo muy misterioso para mí en el cambio que se percibe, a lo largo de esa ruta, del mundo islámico al cristiano, del imperio otomano al imperio austrohúngaro, de lo musulmán a lo católico y protestante. Es una gradación de ciudades, de arquitectura, de minaretes que van dejando paso a cúpulas de iglesias, del mismísimo aspecto del bosque y la orilla del río, de manera que poco a poco empiezas a creer que eres capaz de leer en la propia naturaleza la saturación de historia.
¿Tan diferente parece la ladera de una colina turca de la pendiente de un prado magiar?
Claro que no, pero la diferencia es imposible de borrar del ojo cuando la historia te informa desde la mente. Más tarde, cuando recorrí esta ruta, la vi también alternativamente apacible y bañada en sangre, otro engaño de la visión del historiador, siempre desgarrado entre el bien y el mal, la paz y la guerra. Tanto si imaginaba una incursión otomana por el Danubio como la primera invasión de los hunos desde el este, siempre me atormentaban imágenes conflictivas: una cabeza cortada que llegaba al campamento entre gritos de triunfo y odio, y luego la anciana (tal vez la abuela de todas las abuelas de cara arrugada que veía en el
avión) que vestía a su nieto con ropas de más abrigo, pellizcaba su suave cara turca y extendía su mano experta para impedir que se quemara el guiso de caza.
Estas visiones me aguardaban en el futuro, pero durante nuestro viaje en avión añoraba el panorama sin saber cuál era o qué ideas me induciría más adelante. Helen, una viajera más curtida y menos entusiasta, aprovechó la oportunidad para dormir aovillada en su asiento.
Habíamos estado hasta tarde en la mesa del restaurante de Estambul dos noches seguidas, trabajando en la conferencia que yo pronunciaría en el congreso de Budapest. Tuve que reconocerle mayores conocimientos sobre las batallas de Vlad contra los turcos de los que yo había disfrutado (o no) antes, aunque eso no era decir mucho. Confiaba en que nadie haría preguntas a continuación de mi recitado de este material sólo aprendido a medías. No obstante, era notable lo que Helen almacenaba en su cerebro, y me maravillé una vez más
de que su autoeducación sobre Drácula hubiera sido estimulada por la escurridiza esperanza de darle lecciones a un padre al que apenas podía reivindicar como suyo. Cuando su cabeza descansó sobre mi hombro, la dejé posada allí y procuré no aspirar el aroma (¿champú húngaro?) de sus rizos. Estaba cansada. Me mantuve meticulosamente inmóvil mientras dormía.
Mi primera impresión de Budapest, a través de las ventanillas del taxi que tomamos en el aeropuerto, fue de inmensa nobleza. Helen me había explicado que nos hospedaríamos en un hotel cercano a la universidad, en la orilla este del Danubio, en Pest, pero por lo visto pidió a nuestro conductor que nos llevara junto al Danubio antes de dejarnos. En un momento dado estábamos recorriendo señoriales calles de los siglos XVIII y XIX, animadas de vez en cuando por estallidos de fantasías art nouveau o un majestuoso árbol viejo, y al siguiente vimos el Danubio. Era enorme (yo no estaba preparado para su grandeza), y tres grandes puentes lo cruzaban. En nuestra orilla del río se alzaban las increíbles agujas y cúpulas neogóticas del Parlamento, y en el lado contrario se elevaban los flancos, alfombrados de árboles, del palacio real y las agujas de iglesias medievales. En mitad de todo se hallaba la extensión del río, verdegrisácea, con la superficie agitada apenas por el viento y reflejando la luz del sol. Un gigantesco cielo azul se arqueaba sobre las cúpulas, monumentos e iglesias, y pintaba el agua con colores cambiantes.
Había esperado que Budapest me intrigara y que llegara a admirarla. No esperaba que me sobrecogiera. Había asimilado innumerabies invasores y aliados, empezando con los romanos y terminando con los austriacos, o los soviéticos, pensé, al recordar los amargos comentarios de Helen, y no obstante era diferente de todos ellos. No era del todo occidental, ni oriental como Estambul, ni del norte de Europa, pese a toda su arquitectura gótica. Veía por la ventanilla del taxi un esplendor de lo más personal. Helen también estaba mirando, y al cabo de un momento se volvió hacia mí. Parte de la emoción debía
reflejarse en mi cara, porque estalló en carcajadas.
– Veo que te gusta nuestra pequeña ciudad -dijo, y percibí bajo su ironía un gran orgullo-. ¿Sabías que Drácula es uno de los nuestros aquí? En 1462 fue encarcelado por el rey Matías Corvino a unos treinta kilómetros de Buda, porque había amenazado los intereses de Hungría en Transilvania. Al parecer, Corvino le trató más como a un invitado que como a un prisionero, e incluso le dio una esposa de una familia real húngara, aunque nadie sabe con exactitud quién fue. Se convirtió en la segunda esposa de Drácula. Éste demostró su gratitud convirtiéndose al catolicismo, y se les permitió vivir en Pest una temporada. En cuanto le liberaron…
– Creo que me lo puedo imaginar -dije-. Volvió de inmediato a Valaquia, se apoderó del trono sin más tardanza y renunció a su conversión.
– Eso es básicamente correcto -admitió ella-. Empiezas a conocer bien a nuestro amigo.
Lo que más deseaba era apoderarse del trono de Valaquia.
El taxi se desvió demasiado pronto hacia el barrio antiguo de Pest, lejos del río, pero aquí me esperaban más prodigios, que devoré con la vista sin la menor vergüenza: cafeterías que imitaban las glorias de Egipto o Asiria, calles peatonales abarrotadas de enérgicos compradores y provistas de farolas de hierro, mosaicos y esculturas, ángeles y santos en mármol y bronce, reyes y emperadores, violinistas con blusas blancas que tocaban en la esquina de una calle.
– Ya hemos llegado -dijo de repente Helen-. Éste es el barrio de la universidad, y allí está la biblioteca. -Estiré el cuello para echar un vistazo a un bello edificio clásico de piedra amarilla-. Ya iremos cuando podamos. De hecho, quiero consultar algo en ella.
Aquí está nuestro hotel, al lado de la utca Magyar, para ti calle Magyar. He de conseguirte un plano para que no te pierdas.
El taxista depositó nuestras maletas delante de una fachada de piedra gris elegante y aristocrática, y yo le di la mano a Helen para ayudarla a bajar del coche.
– Me lo imaginaba -resopló-. Siempre utilizan este hotel para los congresos.
– A mí me parece bien -aventuré.
– Oh, no está mal. Te gustará en especial porque podrás elegir entre agua fría y agua fría y
también por la comida precocinada.
Helen pagó al conductor con una selección de grandes monedas de plata y cobre.
– Pensaba que la comida húngara era maravillosa -dije para consolarla- Estoy seguro de que lo he leído en algún sitio. Goulash y paprika, y todo eso.
Helen puso los ojos en blanco.
– Todo el mundo habla siempre del goulash y la paprika cuando dices Hungría, al igual que todo el mundo habla de Drácula si dices Transilvania. -Rió-. Pero no hagas caso de la comida del hotel. Ya verás cuando comamos en casa de mi tía o de mi madre. Luego hablaremos de cocina húngara.
– Pensaba que tu madre y tu tía eran rumanas -protesté, y 10 lamenté al instante. El rostro de Helen se petrificó.
– Puedes pensar lo que te dé la gana, yanqui -me dijo en tono perentorio, y levantó su maleta antes de que yo pudiera cogerla.
El vestíbulo del hotel era silencioso y fresco, revestido de mármol y pan de oro de una época más próspera. Lo encontré agradable, y no vi nada de lo que Helen debiera avergonzarse. Un momento después caí en la cuenta de que había pisado mi primer país comunista. En la pared, detrás del mostrador de recepción, había fotografías de autoridades del Gobierno, y el uniforme azul oscuro de todo el personal del hotel poseía algo tímidamente proletario. Helen nos registró y me dio la llave de mi habitación.
– Mi tía se ha encargado de todo a la perfección -dijo satisfecha-. Ha dejado un mensaje telefónico diciendo que nos encontraremos aquí con ella a las siete de la tarde para ir a cenar. Antes nos inscribiremos en el congreso y asistiremos a una recepción a las cinco.
Me decepcionó la noticia de que la tía no nos llevaría a su casa para probar la comida casera húngara, y para echar un vistazo a la vida de la élite burocrática, pero me recordé a toda prisa que, al fin y al cabo, yo era un norteamericano y no debía esperar que se me abrieran todas las puertas. Yo podía constituir un peligro, un inconveniente o, al menos, un engorro. De hecho, pensé, haría bien en intentar pasar desapercibido y causar los menos problemas posibles a mis anfitriones. Tenía suerte de estar allí, y lo último que deseaba eran problemas para Helen o su familia.
Mi habitación, en la primera planta, era sencilla y limpia, con incongruentes toques de antigua grandeza en los querubines dorados de las esquinas superiores y el lavabo de mármol en forma de gran concha marina. Mientras me lavaba las manos y me peinaba en el espejo, desvié la vista desde los sonrientes tutti hasta la estrecha cama, ya hecha, que habría podido ser un catre del ejército, y sonreí. Esta vez mi habitación estaba en un piso diferente del de Helen (¿previsión de la tía de Helen?), pero al menos tendría como compañía a aquellos querubines anticuados y sus guirnaldas austrohúngaras.
Helen me estaba esperando en el vestíbulo, y me condujo en silencio a través de las grandes puertas del hotel hasta la majestuosa calle. Llevaba de nuevo su blusa azul claro (en el curso de nuestros viajes, el aspecto de mi ropa se había deteriorado bastante, mientras que ella había conseguido que tuvieran un aspecto planchado y lavado, cosa que yo consideré un talento propio de la Europa del Este) y se había recogido el pelo en un moño ceñido en la nuca. Estaba absorta en sus pensamientos mientras nos dirigíamos a la universidad. No me atreví a preguntar en qué estaba pensando, pero al cabo de un rato me lo reveló por voluntad propia.
– Me resulta muy raro volver aquí tan de repente -dijo, y me miró.
– ¿Y con un norteamericano desconocido?
– Y con un norteamericano desconocido -murmuró, pero no sonó como un cumplido.
La universidad estaba compuesta por edificios impresionantes, algunos de ellos ecos de la hermosa biblioteca que habíamos visto antes, y empecé a sentir cierto nerviosismo cuando Helen indicó con un ademán nuestro destino, una amplia sala de estilo clásico de la segunda planta, rodeada de estatuas. Me detuve para mirarlas y leí algunos de los nombres, escritos en sus versiones magiares: Platón, Descartes, Dante, todos coronados con laureles y vestidos con togas clásicas. Conocía menos las otras figuras: Szent István, Mátyás Corvinus, János Hunyadi. Blandían cetros o se tocaban con pesadas coronas.
– ¿Quiénes son? -pregunté a Helen.
– Ya te lo diré mañana -contestó-. Vamos, ya son más de las cinco.
Entramos en la sala con varios jóvenes que parecían muy animados, a los cuales tomé por estudiantes, y nos encaminamos a una enorme estancia del segundo piso. Mi estómago se revolvió un poco. La sala estaba llena de profesores con trajes grises, negros o de tweed y corbatas torcidas (tenían que ser profesores, razoné), que comían pimientos rojos y queso blanco y bebían algo que olía a un medicamento muy potente. Todos eran historiadores, pensé acongojado, y si bien en teoría era un colega más, el corazón me dio un vuelco. Un grupo de colegas rodeó de inmediato a Helen, y la vi estrechar la mano con franca camaradería a un hombre cuyo copete me recordó una especie de perro. Casi había decidido fingir que estaba mirando por la ventana la magnífica fachada de la iglesia de enfrente, cuando Helen me agarró por el codo durante una fracción de segundo (¿era un comportamiento juicioso?) y me arrastró hacia el núcleo de la muchedumbre.
– Te presento al profesor Sándor, jefe del Departamento de Historia de la Universidad de Budapest y nuestro medievalista más importante -me dijo, al tiempo que indicaba al perro blanco, y yo me apresuré a presentarme.
Un apretón de hierro estrujó mí mano, y el profesor Sándor manifestó que se sentían muy honrados por que yo me hubiera sumado al congreso. Me pregunté por un momento sí sería el amigo de la misteriosa tía. Para mi sorpresa, habló en un inglés claro, aunque lento.
– Es todo un placer tenerle aquí -dijo cordialmente-. Estamos ansiosos por escuchar su conferencia de mañana.
Expresé a mi vez el honor que sentía por haberme permitido hablar en el congreso, y procuré no mirar a Helen mientras lo decía.
– Excelente -tronó el profesor Sándor-. Sentimos un gran respeto por las universidades de su país. Ojalá nuestras dos naciones vivan en paz y amistad por siempre. -Brindó con su vaso de producto medicinal transparente que yo había estado oliendo, y me apresuré a devolver el brindis, pues un vaso se había materializado como por arte de magia en mi mano-. Y ahora, si podemos hacer algo para que su estancia en Budapest sea más feliz, dígalo.
Sus grandes ojos oscuros, brillantes en un rostro envejecido y que contrastaban con su melena blanca, me recordaron por un momento a los de Helen, y de repente me cayó mejor.
– Gracias, profesor -le dije con sinceridad, y me dio una palmada en la espalda con su gigantesca manota.
– Por favor, vengan. Coman y beban, y luego ya hablaremos.
Enseguida desapareció para atender a sus demás responsabilidades, y yo me encontré asediado por las ansiosas preguntas de otros miembros de la facultad y estudiosos visitantes, algunos de los cuales parecían más jóvenes que yo. Se congregaron alrededor de Helen y de mí, y poco a poco distinguí entre sus voces un parloteo en francés y alemán, y algún otro idioma que tal vez era ruso. Era un grupo muy animado, un grupo encantador, y empecé a olvidar mis nervios. Helen me presentó con una gracia distante que se me antojó la nota apropiada para la ocasión, y explicó con delicadeza la naturaleza de nuestro trabajo conjunto y el artículo que publicaríamos pronto en una revista norteamericana. Las caras ansiosas se arremolinaron en torno a ella, y se ruborizó un poco cuando estrechó las manos, e incluso besó las mejillas, de algunos viejos conocidos. Estaba claro que no la habían olvidado, pero ¿cómo sería eso posible?, pensé. Reparé en que había otras mujeres en la sala, algunas mayores y otras más jóvenes, pero las eclipsaba a todas. Era más alta, más vivaracha, más desenvuelta, con sus hombros anchos, su hermosa cabeza y abundantes rizos, su expresión de ironía vivaz. Me volví hacia uno de los miembros de la facultad húngara con tal de no mirarla. La feroz bebida empezaba a correr por mis venas.
– ¿Es la típica reunión previa a un congreso aquí?
No sabía muy bien a qué me refería, pero era una excusa para apartar mis ojos de Helen.
– Sí -dijo mi interlocutor con orgullo. Era un hombre bajo, de unos sesenta años, con chaqueta gris y corbata gris-. Celebramos muchos congresos internacionales en la universidad, sobre todo ahora.
Iba a preguntar lo que significaba «sobre todo ahora», pero el profesor Sándor se había materializado a mi lado de nuevo y me estaba guiando hacia un hombre apuesto que parecía ansioso por conocerme.
– Le presento al profesor Géza József -me dijo-. Tiene muchas ganas de conocerle.
Helen se volvió al mismo tiempo, y ante mi sorpresa vi una expresión de desagrado (¿o de disgusto?) destellar en su cara. Se precipitó al instante hacia nosotros, como si quisiera intervenir.
– ¿Cómo estás, Géza?
Le estrechó las manos con formalidad y cierta frialdad, antes de que yo tuviera tiempo de saludar al hombre.
– Me alegro de verte, Helen -dijo el profesor József al tiempo que hacía una breve reverencia, y percibí algo extraño en su voz, que tanto podía ser un toque burlón como cualquier otra emoción. Me pregunté si estaban hablando inglés en deferencia hacia mí.
– Y yo a ti -replicó ella-. Permíteme presentarte a un colega con el que he estado trabajando en Estados Unidos…
– Es un placer conocerle -dijo, y me dedicó una sonrisa que iluminó sus hermosas facciones. Era más alto que yo, de espeso cabello castaño y con el porte confiado de un hombre enamorado de su virilidad. Habría estado magnífico a lomos de un caballo, cabalgando por las llanuras con rebaños de ovejas, pensé. Su apretón de manos fue cálido, y me dio una palmada de bienvenida con la otra mano en el hombro. No pude fijarme en si Helen le consideraba repulsivo, aunque no pude sacudirme de encima la impresión de que así era-. De modo que nos va a honrar mañana con una conferencia. Esto es espléndido – dijo. Hizo una breve pausa-. Pero mi inglés no es muy bueno. ¿Prefiere que hablemos en francés o alemán?
– Estoy seguro de que su inglés es mucho mejor que mi francés o mi alemán -respondí enseguida.
– Es usted muy amable. -Su sonrisa era un prado henchido de flores-. Tengo entendido que su especialidad es la dominación otomana de los Cárpatos, ¿verdad?
Aquí, las noticias viajaban con celeridad, pensé. Igual que en casa.
– Ah, sí -admití-. Aunque estoy seguro de que su facultad va a enseñarme muchas cosas sobre el tema.
– No creo -murmuró cortésmente-, pero he llevado a cabo una pequeña investigación sobre la materia, que me encantaría comentar con usted.
– Los intereses del profesor József son muy variados -intervino Helen. Su tono habría helado el agua caliente. Todo esto era muy desconcertante, pero me recordé que todo departamento académico padece disturbios civiles, cuando no una guerra declarada, y éste no debía ser la excepción. Antes de que pudiera pensar en una fórmula conciliadora, Helen se volvió hacia mí con brusquedad-. Profesor, hemos de ir a nuestra siguiente reunión.
Por un segundo, no supe a quién estaba hablando, pero apoyó la mano con firmeza debajo de mi brazo.
– Ah, ya veo que está muy ocupado. -El profesor József era todo pesar-. Tal vez podamos hablar de la cuestión otomana en otro momento. Me encantaría enseñarle algunas cosas de nuestra ciudad, profesor, o llevarle a comer…
– El profesor estará muy ocupado mientras dure el congreso -dijo Helen. Estreché la mano del hombre con toda la cordialidad que la mirada gélida de Helen me permitió, y después Géza József se apoderó de la mano libre de ella.
– Es un placer volver a verte en tu patria -le dijo, inclinó la cabeza y besó su mano. Helen la retiró al instante, pero una extraña expresión cruzó por su cara. Estaba algo conmovida por el gesto, decidí, y por primera vez me cayó mal el encantador historiador húngaro.
Helen me condujo de nuevo hacia el profesor Sándor. Nos disculpamos y expresamos nuestra impaciencia por escuchar las conferencias del día siguiente.
– Y nosotros estamos deseosos de asistir a la suya.
Apretó mi mano entre las suyas. Los húngaros eran un pueblo muy afectuoso, pensé, con una agradable sensación de bienestar que sólo era en parte el efecto de la bebida en mi organismo. Mientras aplazara cualquier pensamiento real sobre la conferencia, me sentiría ahíto de satisfacción. Helen me cogió del brazo, y creí que escudriñaba la habitación con una veloz mirada antes de salir.
– ¿Qué ha pasado? -El aire de la noche era de un frescor vivificante, pero yo me sentía mejor que nunca-. Tus compatriotas son las persona más cordiales que he conocido en mi vida, pero tuve la impresión de que estabas a punto de decapitar al profesor József.
– En efecto -replicó-. Es insufrible.
– Insufrible, diría yo -corregí-. ¿Por qué le tratas así? Te saludó como si fueras una vieja amiga.
– Oh, no tengo ningún problema con él, salvo que es un buitre. Un vampiro, en realidad.
– Calló enseguida y me miró, con ojos desorbitados-. No quería decir…
– Pues claro que no -dije-. Me fijé en sus caninos.
– Tú también eres insufrible -dijo, y se soltó de mi brazo. La miré con pesar.
– No me importa que me cojas del brazo -dije con desenvoltura-, pero ¿es una buena idea que lo hagas delante de toda tu universidad?
Me miró un momento, y fui incapaz de descifrar la oscuridad de sus ojos.
– No te preocupes. No había nadie de Antropología presente. -Pero conoces a muchos historiadores, y la gente habla -insistí. Oh, aquí no. -Lanzó una carcajada seca-. Aquí todos somos camaradas. Ni habladurías ni conflictos, sólo dialéctica entre camaradas. Ya lo verás mañana. Todo es como una pequeña utopía.
– Helen -gemí-, ¿quieres hacer el favor de hablar en serio al menos por una vez? Sólo estoy preocupado por tu reputación…, tu reputación política. Al fin y al cabo, algún día volverás aquí y te encontrarás con toda esta gente.
– ¿De veras?
Cogió mi brazo de nuevo y seguimos andando. Yo no intenté soltarme. Poco habría podido valorar más en aquel instante que el roce de su manga negra contra mi codo.
– De todos modos, valió la pena. He conseguido que los dientes de Géza rechinaran. Los colmillos, quiero decir.
– Bien, gracias -mascullé, pero no dije nada más porque había perdido la confianza en mi cordura. Si su intención había sido dar celos a alguien, conmigo le había salido bien. De pronto, la imaginé en los fuertes brazos de Géza. ¿Habían sido amantes antes de que Helen abandonara Budapest? Debieron formar una pareja impresionante, pensé: los dos eran guapos, altos y elegantes, de pelo oscuro y hombros anchos. De repente, me sentí insignificante y anglosajón, nada comparable a los jinetes de la estepa. Sin embargo, la cara de Helen prohibía más preguntas, y tuve que contentarme con el peso silencioso de su brazo.
Con excesiva prontitud atravesamos las puertas doradas del hotel y entramos en el silencioso vestíbulo. Al instante, una figura solitaria se levantó de entre las butacas tapizadas en negro y palmeras plantadas en macetas y esperó con calma a que nos acercáramos. Helen emitió un gritito y corrió hacia ella con las manos extendidas. -¡ Eva!
Desde que la conocí -sólo la vi tres veces, y la segunda y tercera fueron breves-, he pensado muchas veces en Eva, la tía de Helen. Hay personas que permanecen grabadas en la memoria con mucha más definición tras un breve encuentro que otras a las que ves cada día durante un período largo. Tía Eva era una de esas personas, y mi memoria e imaginación han conspirado para conservarla en vívidos colores durante veinte años. Con frecuencia la he utilizado para recrear a personajes de libros o de figuras históricas. Por ejemplo, se materializó de manera automática cuando me topé con madame Merle, la agradable conspiradora de Retrato de una dama, de Henry James.
De hecho, tía Eva ha personificado a tantas mujeres formidables, agradables y sutiles en mis reflexiones que es un poco difícil para mí retrotraerme a la verdadera tal como la conocí una noche de verano de 1954 en Budapest. Sí recuerdo que Helen se precipitó en sus brazos con afecto desmesurado, mientras que tía Eva permaneció inmóvil, serena y digna, y abrazó y besó sonoramente a su sobrina en cada mejilla. Cuando Helen se volvió, ruborizada, para presentarnos, vi lágrimas brillar en los ojos de ambas mujeres.
– Eva, éste es mi colega norteamericano, de quien ya te he hablado. Paul, te presento a mi tía, Eva Orbán.
Le estreché la mano y procuré no mirarla fijamente. La señora Orbán era una mujer alta y de aspecto distinguido, de unos cincuenta y cinco años. Lo que me hipnotizó de ella fue su asombroso parecido con Helen. Podrían haber sido hermanas, una mayor y otra mucho más
joven, o bien gemelas, una de las cuales había envejecido por obra de amargas
experiencias, mientras que la otra se había mantenido joven y fresca como por arte de magia. Tía Eva sólo era un ápice más baja que Helen y poseía el porte elegante y enérgico de su sobrina. Cabía la posibilidad de que su rostro hubiera sido más adorable que el de su sobrina, y todavía era muy hermosa, con la misma nariz larga y recta, los pómulos pronunciados y los melancólicos ojos oscuros. El color de su pelo me intrigó hasta que comprendí que no era el natural. Era de un peculiar rojo púrpura, con un poco de blanco en las raíces. Durante nuestra estancia en Budapest vi ese color de pelo en muchas mujeres, pero aquella primera visión me sorprendió. Llevaba pequeños pendientes de oro en las orejas y un traje negro igual al de Helen, con una blusa roja debajo.
Cuando nos estrechamos la mano, tía Eva escudriñó mi cara con mucha seriedad, casi con severidad. Tal vez estaba buscando alguna debilidad de carácter de la que debiera advertir a su sobrina, pensé, y luego me reprendí. ¿Por qué iba a considerarme un pretendiente en potencia? Vi una red de finas arrugas alrededor de sus ojos y en las comisuras de sus labios, la herencia de una sonrisa sempiterna. Aquella sonrisa emergió un momento, como si no pudiera reprimirla durante mucho tiempo. No me extrañó que aquella mujer pudiera conseguir una conferencia de más en un congreso y sellos en visados en tan poco tiempo, pensé. La inteligencia que proyectaba sólo tenía parangón con su sonrisa. Al igual que los de Helen, sus dientes eran blancos y rectos, algo que no era muy común entre los húngaros, según había observado.
– Encantado de conocerla -dije-. Gracias por concederme el honor de asistir al congreso.
Tía Eva rió y apretó mi mano. Si había pensado que era tranquila y reservada un momento antes, me había engañado. Soltó una parrafada en húngaro, y yo me pregunté si se suponía
que debía entender algo. Helen acudió en mi rescate al punto.
– Mi tía no habla inglés -explicó-, aunque lo entiende más de lo que quiere admitir. La gente mayor de aquí ha estudiado alemán y ruso, y a veces francés, pero el inglés lo estudia muy poca gente. Yo te traduciré lo que diga. Chsss. -Apoyó una mano cariñosa sobre el brazo de su tía, y añadió algo en húngaro-. Dice que te dé la bienvenida y espera que no te metas en líos, pues puso en pie de guerra a toda la Subsecretaría de Visados para conseguírtelo. Espera que la invites a tu conferencia, que no entenderá muy bien, pero es una cuestión de principios, y también has de satisfacer su curiosidad sobre tu universidad, cómo me conociste, si me porto como es debido en Estados Unidos y qué clase de platos
cocina tu madre. Te hará otras preguntas más adelante.
Las miré a las dos estupefacto. Ambas me sonrieron, aquellas dos magníficas mujeres, y vi la ironía de Helen en la cara de su tía, aunque a Helen no le habría ido mal fijarse en la frecuencia con que su tía sonreía. No era posible engañar a alguien tan inteligente como Eva Orbán. Al fin y al cabo, me recordé, había ascendido desde una aldea de Rumanía a una posición de poder en el Gobierno húngaro.
– Procuraré satisfacer la curiosidad de tu tía -dije a Helen-. Haz el favor de explicarle que las especialidades de mi madre son la carne mechada y los macarrones a la italiana.
– Ah, carne mechada -dijo Helen. La explicación que dio a su tía suscitó una sonrisa de aprobación-. Pide que transmitas sus saludos y felicitaciones a tu madre por su estupendo hijo. -Sentí que me ruborizaba, irritado, pero prometí entregar el mensaje-. Ahora quiere llevarnos a un restaurante que te gustará mucho, sabores de la antigua Budapest.
Minutos después, los tres estábamos sentados en el asiento trasero de lo que supuse era el coche particular de tía Eva (no era un vehículo muy proletario, por cierto), y Helen me iba enseñando los monumentos interesantes, inducida por su tía. Debería decir que tía Eva jamás pronunció una palabra en inglés en el curso de nuestros tres encuentros, pero tuve la impresión de que era como una cuestión de principios (¿un protocolo antioccidental quizá?). Cuando Helen y yo hablábamos, ella parecía entenderme, al menos en parte, antes de que Helen tradujera. Era como si estuviera efectuando una declaración lingüística de que las cosas occidentales debían tratarse con cierto distanciamiento, incluso con un poco de asco, pero un individuo occidental podía ser una excelente persona, a la que se debía dispensar toda la hospitalidad húngara. Al final, me acostumbré a hablar con ella por mediación de Helen, hasta el punto de que a veces tenía la impresión de estar a punto de entender aquellas oleadas de palabras esdrújulas.
En cualquier caso, algunas comunicaciones no necesitaban intérprete. Después de otro glorioso paseo por la orilla del río, cruzamos el Széchenyi Lánchid, el Puente de las Cadenas, tal como descubrí después, un milagro de la ingeniería del siglo XIX obra de uno de los grandes embellecedores de Budapest, el conde István Széchenyi. Cuando entramos en el puente, toda la luz nocturna, reflejada en el Danubio, bañó la escena, de manera que la exquisita mole del castillo y las iglesias de Buda, adonde nos dirigíamos, adquirieron relieves dorados y marrones. El Széchenyi Lánchid es un elegante puente colgante, custodiado en cada extremo por leones couchants; dos grandes arcos de triunfo sostienen los gruesos cables de los que pende el tramo central. Mi exclamación espontánea de
admiración provocó la sonrisa de tía Eva, y Helen, sentada entre nosotros, también sonrió con orgullo.
– Es una ciudad maravillosa -dije, y tía Eva me apretó el brazo como si fuera hijo suyo.
Helen me explicó que su tía quería informarme sobre la reconstrucción del puente.
– Budapest sufrió graves daños durante la guerra -dijo-. Uno de los puentes aún no ha sido reparado por completo y muchos edificios fueron destruidos. Pero este puente fue reconstruido en 1949 para celebrar ¿cómo se dice?, el centenario de su construcción, y estamos muy orgullosos de eso. Y yo en particular, porque mi tía colaboró en la organización de la reconstrucción.
Tía Eva sonrió y asintió, y después pareció recordar que no debía entender nada de lo que decíamos.
Un momento después nos internamos en un túnel que daba la impresión de correr bajo el castillo. Tía Eva nos dijo que había elegido uno de sus restaurantes favoritos, un lugar «auténticamente húngaro» en la calle József Attila. Aún me asombraban los nombres de las calles de Budapest, algunos de ellos sólo extraños o exóticos para mí, y otros, como éste, evocadores de un pasado que yo había vivido sólo en los libros. La calle József Attila era tan majestuosa como casi todo el resto de la ciudad. Ya no era el sendero embarrado
flanqueado de campamentos bárbaros, donde los guerreros hunos comían sobre sus sillas de montar. El restaurante era silencioso y elegante, y el jefe de comedor salió a recibir a tía Eva y la llamó por su nombre. Parecía acostumbrada a este tipo de atenciones. A los pocos minutos estábamos instalados en la mejor mesa de la sala, donde disfrutábamos de la vista de viejos árboles y edificios antiguos, transeúntes con atuendo veraniego y pequeños coches ruidosos que atravesaban la ciudad a toda velocidad. Me recliné en el asiento con un suspiro de placer.
Tía Eva pidió por nosotros, como si lo hubiera decidido de antemano, y cuando llegaron los primeros platos, lo hicieron acompañados de un potente licor llamado pálinka, que según Helen era un destilado de albaricoques.
– Ahora tomaremos algo muy bueno con esto -me explicó tía Eva por mediación de Helen-. Lo llamamos hortobágyi palacsinta. Son una especie de crepes rellenas de carne de ternera, un plato tradicional de los pastores de las tierras bajas de Hungría. Te gustarán.
Me gustaron, y también todos los demás platos que siguieron: el guiso de carne con verduras, el pastel de patatas, salami y huevos duros, las ensaladas, las judías verdes con cordero, el maravilloso pan de un color marrón dorado. No me había dado cuenta hasta entonces del hambre que había padecido durante nuestro largo día de viaje. También reparé en que Helen y su tía comían sin ocultar el placer que sentían, algo que ninguna mujer norteamericana habría osado hacer en público.
Sería un error dar la impresión de que sólo comimos. Mientras todos esos platos
tradicionales eran engullidos, tía Eva hablaba y Helen traducía. Yo hice alguna pregunta, pero recuerdo que me pasé casi todo el rato absorbiendo tanto la comida como la información. Daba la impresión de que tía Eva tenía grabado a fuego en su mente que yo era un historiador. Tal vez hasta sospechaba mi ignorancia sobre el tema de la historia de Hungría, y quería asegurarse de que no la avergonzaría en el congreso, o quizá se sentía impelida por el patriotismo del inmigrante bien integrado. Fueran cuales fueran sus motivos, hablaba de manera brillante, y yo casi podía leer la siguiente frase en su rostro expresivo y vivaz, antes de que Helen tradujera.
Por ejemplo, cuando terminamos de brindar por la amistad entre nuestros países con el pálinka, tía Eva sazonó nuestras crepes de pastor con la descripción de los orígenes de Budapest (había sido una guarnición romana llamada Aquincum, y aún se encontraban ruinas de la época), y pintó un animado cuadro de Atila y los hunos, cuando la arrebataron a los romanos en el siglo V. De hecho, los otomanos fueron rezagados bondadosos, pensé.
El guiso de carne y verduras (un plato al que Helen llamaba gulyás, aunque me aseguró con una severa mirada que no era goulash, al que los húngaros llamaban de otra manera) dio paso a una larga descripción de la invasión de la región por los magiares en el siglo IX.
Mientras comíamos el pastel de patatas y salami, que sin duda era mucho mejor que la carne mechada o los macarrones a la italiana, tía Eva describió la coronación del rey Esteban I (san István, para ellos) por el Papa en el año 1000.
– Era un pagano vestido con pieles de animales -tradujo Helen-, pero fue el primer rey de Hungría y convirtió a los húngaros al cristianismo. En Budapest, verás su nombre por todas partes.
Justo cuando pensaba que no podía comer ni un bocado más, aparecieron dos camareros con bandejas de pasteles y tartaletas que no habrían estado fuera de lugar en un salón del trono austrohúngaro, todo aderezado con remolinos de chocolate o nata montada, además de tazas de café.
– Eszpresszó -explicó tía Eva. No sé cómo, encontramos sitio para todo eso-. El café tiene una historia trágica en Budapest -tradujo Helen-. Hace mucho tiempo, en 1541 para ser exactos, el invasor Solimán I invitó a uno de nuestros generales, llamado Bálint Tórók, a tomar una cena deliciosa con él en su tienda, y al final del ágape, mientras bebía café (fue el primer húngaro en probar café), Solimán le informó de que las mejores tropas turcas habían tomado el castillo de Buda mientras ellos cenaban. Ya podéis imaginar qué amargo debió parecerle el café.
Esta vez su sonrisa fue más triste que luminosa. Otra vez los otomanos, pensé. Qué listos eran, y crueles, una extraña mezcla de refinamiento estético y tácticas bárbaras. En 1541 ya hacía más de un siglo que dominaban Estambul. Recordar esto me dio una idea de su formidable fuerza, el poder desde el cual habían extendido sus tentáculos por toda Europa, y sólo se detuvieron a las puertas de Viena. La resistencia que les había opuesto Vlad Drácula, como muchos de sus compatriotas cristianos, había sido la lucha de un David contra un Goliat, con mucho menos éxito que David. Por otra parte, el esfuerzo de los nobles en la Europa del Este y los Balcanes, no sólo en Valaquia sino también en Hungría, Grecia y Bulgaria, por nombrar sólo unos cuantos países, había acabado a la larga con la ocupación otomana. Helen consiguió transmitir todo esto a mi cerebro, y me dejó, cuando lo reflexioné, cierta perversa admiración por Drácula. Debía saber que su desafío a las fuerzas turcas estaba condenado al fracaso a corto plazo, pero había luchado casi toda su vida por liberar su territorio de invasores.
– Era la segunda vez que los turcos ocupaban esta región. -Helen bebió su café y lo dejó sobre la mesa con un suspiro de satisfacción, como si le supiera mejor que cualquier cosa en el mundo-. János Hunyadí los venció en Belgrado en 1456. Es uno de nuestros grandes héroes, junto con el rey István y el rey Matías Corvino, quien construyó el nuevo castillo y la biblioteca de la que te he hablado. Cuando mañana a mediodía oigas repicar todas las campanas de las iglesias, recuerda que es por la victoria de Hunyadi hace siglos. Aún doblan por él cada día.
– Hunyadi -dije en tono pensativo-. Creo que lo mencionaste la otra noche. ¿Dices que la victoria fue en 1456?
Nos miramos. Cada fecha que abarcaba la vida de Drácula se había convertido en una especie de señal para nosotros.
– Se hallaba en Valaquia en aquel tiempo -dijo Helen en voz baja. Yo sabía que no se refería a Hunyadi, porque también habíamos acordado no pronunciar el nombre de Drácula en público.
Tía Eva era demasiado lista para que nuestro silencio, o una simple barrera idiomática, la engañara.
– ¿Hunyadi? -preguntó, y añadió algo en húngaro.
– Mi tía quiere saber si te interesa en especial el período en que vivió Hunyadi -explicó Helen.
Yo no sabía muy bien qué decir, así que contesté que me interesaba todo lo concerniente a la historia de Europa. Este comentario mereció una mirada sutil, casi un fruncimiento de ceño, por parte de tía Eva, y me apresuré a distraerla.
– Haz el favor de preguntar a la señora Orbán si yo también puedo hacerle alguna pregunta.
– Por supuesto.
La sonrisa de Helen dio la impresión de tomar en consideración tanto mi petición como mi motivo. Cuando tradujo a su tía, la señora Orbán se volvió hacia mí con elegante cautela.
– Me estaba preguntando si lo que se dice en Occidente acerca de la actual corriente liberal en Hungría es cierto -dije.
Esta vez la cara de Helen también expresó cautela, y pensé que iba a recibir una de sus famosas patadas por debajo de la mesa, pero su tía ya estaba asintiendo e indicándole por gestos que tradujera. Después, se volvió hacia mí con una sonrisa indulgente, y su respuesta fue diplomática.
– Aquí en Hungría siempre hemos valorado nuestra forma de vida, nuestra independencia.
Por eso los períodos de dominación otomana y austriaca fueron tan difíciles para nosotros.
El verdadero gobierno de Hungría siempre ha servido a las necesidades de su pueblo.
Cuando nuestra revolución sacó a los trabajadores de la opresión y la pobreza, estábamos afirmando nuestro modo de hacer las cosas. -Su sonrisa se ensanchó aún más, y lamenté no saber leerla mejor-. El Partido Comunista húngaro siempre está en armonía con los tiempos.
– Por tanto, ¿cree que Hungría está floreciendo bajo el Gobierno de Imre Nagy?
Desde que había llegado a la ciudad me había preguntado qué cambios había llevado al país la administración del nuevo, y sorprendentemente liberal, primer ministro, desde que había sustituido al primer ministro Rákosi, comunista de la línea dura, el año anterior, y si
disfrutaba del apoyo popular que afirmaban los periódicos de nuestro país. Helen tradujo un poco nerviosa, me pareció, pero la sonrisa de tía Eva no se movió de su boca.
– Veo que está al corriente de los acontecimientos, joven.
– Siempre me ha interesado la política internacional. Creo que el estudio de la historia debería prepararnos para comprender el presente antes que para escapar de él.
– Muy sabio. Bien, pues, para satisfacer su curiosidad, le diré que Nagy goza de una gran popularidad entre nuestro pueblo, y está llevando a cabo reformas en la línea de nuestra gloriosa historia.
Tardé otro momento en comprender que tía Eva no estaba diciendo nada y otro en reflexionar sobre la estrategia diplomática que le había permitido mantener su cargo en el Gobierno durante el período controlado por los soviéticos y el de las reformas pro húngaras. Fuera cual fuera su opinión personal acerca de Nagy, él era ahora quien controlaba el Gobierno que le daba empleo. Tal vez gracias a la apertura del régimen había podido ella, una alta funcionaria del Gobierno, llevar a un estadounidense a cenar. El brillo de sus hermosos ojos oscuros podía ser de aprobación, aunque yo no estaba seguro, y mi suposición era correcta, tal como supe más adelante.
– Y ahora, amigo mío, hemos de permitirle que duerma un poco antes de su gran conferencia. Ardo en deseos de escucharle, y le daré después mi opinión -tradujo Helen.
Tía Eva me dedicó un ademán cariñoso y no pude reprimir una sonrisa. El camarero se materializó a su lado como si la hubiera oído. Hice un débil intento de pedir la cuenta, aunque ignoraba cuál era la etiqueta apropiada, e incluso si había cambiado moneda suficiente en el aeropuerto para pagar aquella estupenda cena. Si había cuenta, no obstante, desapareció antes de que la viera, y tampoco vi que nadie la pagara. Sostuve la chaqueta de tía Eva para que se la pusiera en el guardarropa, en dura refriega con el jefe de comedor, y volvimos al coche que nos aguardaba.
Al pie de aquel espléndido puente, Eva murmuró unas palabras y el chófer detuvo el coche.
Bajamos y contemplamos el resplandor de Pest y las aguas oscuras y onduladas. El viento era un poco más frío que antes, acuchillaba mi cara después del aire tibio de Estambul, e intuí la inmensidad de las llanuras de Europa Central al otro lado del horizonte. Era una escena que toda mi vida había deseado ver. Apenas podía creer que estuviera mirando las luces de Budapest.
Tía Eva dijo algo en voz baja y Helen tradujo.
– Nuestra ciudad siempre será grande.
Más adelante recordé muy bien aquella frase, casi dos años después, cuando descubrí hasta qué punto estaba comprometida Eva Orbán con el nuevo Gobierno reformista: tanques soviéticos mataron a sus dos hijos adultos en una plaza pública durante el levantamiento de los estudiantes húngaros en 1956, y Eva huyó al norte de Yugoslavia, donde desapareció entre las aldeas con quince mil refugiados húngaros más, huidos del Estado títere ruso.
Helen le escribió muchas veces, insistió en que nos dejara intentar traerla a Estados Unidos, pero Eva se negó incluso a solicitar la emigración. Traté otra vez, hace unos años, de encontrar su rastro, pero sin éxito. Cuando perdí a Helen, también perdí el contacto con tía Eva.
Desperté a la mañana siguiente y me descubrí mirando aquellos querubines dorados sobre mi dura cama, y por un momento fui incapaz de recordar dónde estaba. Fue una sensación desagradable. Me sentía a la deriva, más lejos de casa de lo que nunca había imaginado, incapaz de recordar si me hallaba en Nueva York, Estambul, Budapest o en alguna otra ciudad. Era como si hubiera sufrido una pesadilla justo antes de despertar. Un dolor en el corazón me recordó la ausencia de Rossi, una sensación que solía experimentar nada más despertarme, y me pregunté si el sueño me había conducido a algún sombrío lugar donde le encontraría si me quedaba el tiempo suficiente.
Descubrí a Helen desayunando en el comedor del hotel con un periódico húngaro desplegado delante de ella (ver el idioma impreso me desesperó, pues no podía comprender ni una sola palabra de los titulares), y ella me saludó con la mano, risueña. La combinación de mi sueño perdido, aquellos titulares y la conferencia cada vez más cercana debió retratarse en mi cara, porque me dirigió una mirada inquisitiva cuando me acerqué.
– Qué expresión más triste. ¿Has estado pensando de nuevo en las crueldades de los otomanos?
– No, sólo en congresos internacionales.
Me senté y me serví de su cesta de panecillos, además de procurarme una servilleta blanca.
El hotel, pese a su estado de dejadez, parecía especializado en manteles inmaculados. Los panecillos acompañados de mantequilla y mermelada de fresas eran excelentes, al igual que el café, que apareció unos minutos más tarde. Nada de amarguras en este caso.
– No te preocupes -dijo Helen en tono tranquilizador-. Vas a…
– ¿Dejarlos patidifusos? -sugerí. Ella rió.
– Estás mejorando mi inglés -dijo-. O destruyéndolo quizá.
– Tu tía me dejó impresionado.
Unté de mantequilla otro panecillo.
– Ya me di cuenta.
– Dime, Si no es una indiscreción, claro está, ¿cómo consiguió alcanzar una posición tan encumbrada habiendo llegado de Rumanía?
Helen bebió su café.
– Fue un accidente del destino, diría yo. Su familia era muy pobre. Eran transilvanos que vivían de un pequeño pedazo de tierra en un pueblo que, según me han dicho, ya no existe.
Mis abuelos tenían nueve hijos y Eva era la tercera de los hermanos. La enviaron a trabajar cuando tenía seis años, porque necesitaban dinero y no podían alimentarla. Trabajaba en la villa de unos húngaros ricos, propietarios de todas las tierras que rodeaban el pueblo. Había muchos terratenientes húngaros en aquella zona entre ambas guerras mundiales. Los sorprendió el cambio de fronteras posterior al Tratado del Trianón.
Asentí.
– ¿Fue cuando reorganizaron las fronteras después de la Primera Guerra Mundial?
– Muy bien. Eva trabajaba para esa familia desde que era muy pequeña. Me ha dicho que eran muy bondadosos con ella. Algunos domingos la dejaban ir a casa, para que no se distanciara de los suyos. Cuando tenía diecisiete años, la gente para la que trabajaba decidió regresar a Budapest y llevarla con ellos. Allí conoció a un joven, un periodista y revolucionario llamado János Orbán. Se enamoraron y se casaron, y él sobrevivió a su servicio militar durante la guerra. -Helen suspiró-. Muchos jóvenes húngaros murieron en toda Europa durante la Gran Guerra y fueron enterrados en fosas comunes de Polonia, Rusia… En cualquier caso, Orbán conquistó el poder con la coalición gubernamental después de la guerra, y nuestra gloriosa revolución le recompensó con un puesto en el gabinete. Después murió en un accidente de automóvil, y Eva crió a sus hijos y continuó su carrera política. Es una mujer asombrosa. Nunca he sabido muy bien cuáles son sus convicciones personales. A veces tengo la sensación de que guarda una distancia emocional de toda creencia política, como si sólo fuera una profesión. Creo que mi tío era un hombre apasionado, un seguidor convencido de la doctrina leninista y admirador de Stalin, antes de que se conocieran sus atrocidades. No puedo decir que mi tía sea igual, pero se ha labrado una carrera admirable. Sus hijos, como resultado, han gozado siempre de todos los privilegios posibles y ella ha utilizado su poder para ayudarme a mí también, como ya te he dicho.
Yo estaba escuchando con gran atención.
– ¿Cómo fue que tu madre y tú vinisteis aquí?
Helen volvió a suspirar.
– Mi madre es doce años menor que Eva -dijo-. Siempre fue la favorita de mi tía entre sus hermanos pequeños, y sólo tenía cinco años cuando Eva se fue a Budapest. Después, cuando mi madre tenía diecinueve y aún era soltera, se quedó embarazada. Tenía miedo de que sus padres y la gente del pueblo se enteraran. En una cultura tan tradicional, habría corrido el peligro de ser expulsada, y hasta de morir de hambre. Escribió a Eva para pedirle ayuda, y mis tíos le pagaron el viaje a Budapest. Mi tío fue a buscarla a la frontera, que estaba muy vigilada, y la llevó a la ciudad. Mi tía dijo en una ocasión que mi tío había pagado un soborno considerable a las autoridades fronterizas. Los húngaros odiaban a los transilvanos, sobre todo después del Tratado de Trianón. Mi madre me dijo que mi tío se había ganado su devoción más absoluta. No sólo la rescató de una situación terrible, sino que nunca permitió que padeciera discriminación alguna debido a su nacionalidad. Se le rompió el corazón cuando él murió. Era la persona que la había traído a Hungría, que le había dado una nueva vida.
– ¿Y después naciste tú? -pregunté en voz baja.
– Y después nací yo, en un hospital de Budapest, y mis tíos contribuyeron a mi educación.
Vivimos con ellos hasta que fui al instituto. Eva nos llevó al campo durante la guerra y encontró comida para todos, aún no sé cómo. Mi madre también se educó aquí y aprendió húngaro. Siempre se negó a enseñarme rumano, aunque a veces la he oído hablar en sueños en su idioma natal. -Me dirigió una mirada amarga-. Ya ves a qué redujo nuestras vidas tu amado Rossi -dijo, y torció la boca-. De no haber sido por mis tíos, mi madre habría muerto sola en algún bosque de la montaña y los lobos la habrían devorado. A las dos en realidad.
– Yo también estoy agradecido a tus tíos -dije, y después, temeroso de su mirada sardónica, me apresuré a servirle más café de la cafetera metálica que había a mi lado.
Helen no contestó, y al cabo de un momento sacó unos papeles de su bolso.
– ¿Repasamos la conferencia una vez más?
El sol de la mañana y el frío aire del exterior representaban una amenaza para mí. Mientras caminábamos hacia la universidad, sólo podía pensar en que se estaba acercando el momento, y a marchas forzadas, en que debía pronunciar mi conferencia. Sólo había dado una conferencia antes, una presentación conjunta con Rossi el año anterior, cuando había organizado un congreso sobre el colonialismo holandés. Cada uno había escrito la mitad de la conferencia. Mi mitad había sido un patético intento de destilar en veinte minutos lo que yo creía que iba a ser mi tesis antes de haber escrito una sola palabra de ella. La de Rossi
había sido un brillante y amplio tratado sobre la herencia cultural de los Países Bajos, el poderío estratégico de la marina holandesa y la naturaleza del colonialismo. Pese a mi sensación general de insuficiencia en lo tocante a todo el tema, me halagó que me incluyera. También me sentí apoyado durante toda la experiencia por su rotunda y segura presencia a mi lado en el estrado, su cordial palmada en el hombro cuando le pasé el testigo. Hoy estaría solo. La perspectiva era deprimente, cuando no aterradora, y sólo pensar en cómo se las habría arreglado Rossi me tranquilizaba un poco.
La elegante Pest se extendía a nuestro alrededor, y ahora, a plena luz del día, podía ver que su magnificencia estaba en construcción (reconstrucción, mejor dicho) allí donde todavía perduraban los efectos devastadores de la guerra. Muchas casas carecían de paredes o ventanas en sus pisos superiores, o de todos los pisos superiores, y si examinabas de cerca cada superficie, veías aún los agujeros de las balas. Ojalá hubiera tenido tiempo de pasear más y recorrer Pest a mis anchas, pero habíamos acordado que aquel día asistiríamos a todas las sesiones matutinas del congreso, para conferir mayor legitimidad a nuestra presencia.
– Por la tarde quiero hacer otra cosa -dijo Helen con aire pensativo-. Iremos a la biblioteca de la universidad antes de que cierre.
Cuando llegamos al gran edificio donde la noche anterior se había celebrado la recepción, se detuvo.
– Hazme un favor.
– Desde luego. ¿Cuál?
– No hables con Géza József de nuestros viajes, ni de que estamos buscando a alguien.
– No es muy probable que lo haga -repuse indignado.
– Sólo te estoy advirtiendo. Puede ser muy seductor. Levantó la mano enguantada en un gesto conciliador.
– De acuerdo. Sostuve la gran puerta barroca para que pasara y entramos. En una sala de conferencias del segundo piso, muchas de las personas a las que había visto la noche anterior ya estaban sentadas en filas de sillas y hablaban con animación o revisaban papeles.
– Dios mío -murmuró Helen-. El Departamento de Antropología también ha venido.
Un momento después se había zambullido en saludos y conversaciones. La vi sonreír, lo más probable a viejos amigos, colegas de años de trabajar en su especialidad, y una oleada de soledad me invadió. Daba la impresión de que me estaba señalando, intentaba presentarme desde lejos, pero el torrente de voces y su húngaro ininteligible erigían una barrera casi palpable entre nosotros.
Justo en aquel momento sentí que alguien me palmeaba el brazo, y el formidable Géza apareció ante mí. Su apretón de manos y su sonrisa eran cordiales.
– ¿Le ha gustado nuestra ciudad? -preguntó-. ¿Todo está a su gusto?
– Todo -contesté con idéntica cordialidad. Tenía la advertencia de Helen grabada en mi mente, pero era difícil que aquel hombre no te cayera bien.
– Ah, estoy muy contento -dijo-. ¿Va a pronunciar su conferencia esta tarde? Tosí.
– Sí -dije-. Sí, exacto. ¿Y usted? ¿Va a dar una conferencia hoy?
– Oh, no, no -dijo-. En realidad, estoy investigando un tema de gran interés para mí, pero aún no estoy preparado para disertar sobre él.
– ¿Cuál es el tema?
No pude reprimir la pregunta, pero en aquel momento, el profesor Sándor, con su imponente copete blanco, abrió la sesión desde el estrado. La multitud se acomodó en los asientos como pájaros sobre cables telefónicos y enmudeció. Yo me senté al fondo junto a Helen y consulté mi reloj. Eran sólo las nueve y media, de modo que podía relajarme un rato. Géza József se había sentado en la primera fila. Podía ver la nuca de su hermosa cabeza. Miré a mí alrededor y también vi caras conocidas de la fiesta de la noche anterior.
Era una multitud interesada, algo zarrapastrosa, y todo el mundo miraba al profesor Sándor.
– Guten Morgen -tronó, y el micrófono chirrió hasta que un estudiante vestido con camisa azul y corbata negra subió a arreglarlo-. Buenos días, honorables visitantes. Guten Morgen, bonjour, bienvenidos a la Universidad de Budapest. Estamos orgullosos de presentarles la primera convención europea de historiadores de… -El micrófono se puso a chirriar de nuevo y nos perdimos varias frases. Por lo visto, al profesor Sándor se le había agotado el inglés, al menos de momento, y continuó durante unos minutos en una mezcla de húngaro, francés y alemán. Del alemán y el francés deduje que se serviría la comida a las doce y después, ante mi horror, que yo sería el orador principal, el momento culminante del congreso, la atracción fundamental de las jornadas, que yo era un distinguido estudioso estadounidense, un especialista no sólo en la historia de los Países Bajos, sino también en la economía del imperio otomano y los movimientos obreros de Estados Unidos (¿se habría inventado eso tía Eva?), que mi libro sobre los gremios mercantiles holandeses en la era de Rembrandt aparecería al año siguiente, y que tenían la inmensa fortuna de haber podido incorporarme al programa a última hora.
Esto era peor que mis sueños más pesimistas, y juré que Helen me las pagaría si había intervenido en ello. Muchos estudiosos del público se estaban volviendo para mirarme, sonreían, cabeceaban, incluso me señalaban a otros. Helen estaba sentada seria y majestuosa a mi lado, pero algo en la curva del hombro de su chaqueta negra sugería (sólo a mí, esperé) el deseo casi perfectamente oculto de reír. Intenté componer también una actitud digna, y recordar que esto, incluso todo esto, era por Rossi.
Cuando el profesor Sándor dejó de tronar, un hombrecillo calvo pronunció una conferencia que, al parecer, versaba sobre la Liga Hanseática. Le siguió una mujer de pelo cano vestida de azul, cuyo tema concernía a la historia de Budapest, aunque no entendí ni una palabra.
El último orador antes de la comida era un joven estudioso de la Universidad de Londres (parecía de mi edad), y para mi gran alivio habló en inglés, mientras un estudiante de filología húngara leía una traducción de su conferencia al alemán. Era extraño, pensé, oír todo esto en alemán, tan sólo una década después de que los alemanes hubieran destruido casi por completo Budapest, pero me recordé que había sido la lingua franca del imperio austrohúngaro. El profesor Sándor presentó al inglés como Hugh James, profesor de historia de la Europa oriental.
El profesor James era un hombre corpulento vestido con traje de tweed marrón y corbata color aceituna. Con dicho atuendo parecía tan inenarrable, tan característicamente inglés, que tuve que reprimir una carcajada. Sus ojos centellearon y nos dedicó una agradable sonrisa.
– Nunca había esperado encontrarme en Budapest -dijo, y miró alrededor de él-, pero es muy gratificante estar aquí, en esta gran ciudad de la Europa Central, una puerta entre Oriente y Occidente. Debería pedirles unos minutos de su tiempo para reflexionar sobre la cuestión de qué herencia dejó el imperio otomano en Europa Central cuando se retiró, después de su fallido asedio a Viena, en 1685.
Hizo una pausa y sonrió al estudiante de filología, quien nos leyó la primera frase en alemán. Procedieron de esta manera, alternando idiomas, pero el profesor James debía improvisar más que otra cosa, porque mientras hablaba, el estudiante le dirigía de vez en cuando miradas de perplejidad.
– Todos hemos oído hablar, sin duda, de la historia de la invención del cruasán, el tributo de un pastelero parisino a la victoria de Viena sobre los otomanos. El cruasán representaba, por supuesto, la medía luna de las banderas otomanas, un símbolo que Occidente devora con el café hasta hoy mismo. -Miró en torno a él, radiante, y entonces pareció caer en la cuenta, al igual que yo, de que la mayoría de aquellos ansiosos estudiosos húngaros nunca habían estado en París o Viena-. Sí, bien, el legado otomano puede sintetizarse en una sola palabra, creo: estética.
Continuó describiendo la arquitectura de media docena de ciudades de la Europa Central y del Este, juegos y modas, especias y diseños de interiores. Yo escuchaba con una fascinación que sólo era en parte el alivio de poder comprender por completo sus palabras.
Muchas cosas que había visto en Estambul acudieron a mi mente cuando Hugh James habló de los baños turcos de Budapest, así como de los edificios protootomanos y austrohúngaros de Sarajevo. Cuando describió el palacio de Topkapi, me descubrí asintiendo con entusiasmo, hasta que comprendí que debía ser más discreto.
Aplausos tumultuosos siguieron a la conferencia, y después el profesor Sándor nos invitó a dirigirnos al comedor para almorzar. En la confusión que se produjo cuando los estudiosos atacaron la comida, conseguí localizar al profesor James justo cuando se sentaba a una mesa.
– ¿Puedo acompañarle?
Se puso en pie de un brinco, sonriente.
– Desde luego, desde luego. Mucho gusto. -Me presenté y nos estrechamos las manos.
Cuando me senté frente a él nos miramos con cordial curiosidad-. Así que usted es el orador estrella, ¿eh? Tengo muchas ganas de escucharle.
De cerca, parecía unos diez años mayor que yo, y tenía unos ojos extraordinarios de color castaño claro, acuosos y un poco saltones, como los de un basset. Yo ya había reconocido su acento como del norte de Inglaterra.
– Gracias -dije, mientras procuraba no encogerme de manera muy visible-. Yo he disfrutado cada minuto de su disertación. Ha cubierto un espectro muy notable. Me pregunto si conoce a mi, hum, al director de mi tesis, Bartholomew Rossi. También es inglés.
– ¡Claro que sí! -Hugh James desdobló su servilleta con entusiasmo-. El profesor Rossi es uno de mis escritores favoritos. He leído casi todos sus libros. ¿Trabaja con él? Qué suerte.
Había perdido la pista de Helen, pero en aquel momento la vi en el bufet con Géza József a su lado. El hombre le estaba hablando con vehemencia al oído, y al cabo de unos instantes ella le permitió seguirla hasta una pequeña mesa situada al otro lado del salón. La veía lo bastante bien como para distinguir la expresión avinagrada de su rostro, pero eso no me consoló. Géza estaba inclinado hacia ella, con los ojos clavados en su cara, en tanto Helen miraba la comida, y casi me sentí enloquecer por el deseo de saber qué le estaba diciendo el hombre.
– Creo -Hugh James aún seguía hablando de las obras de Rossi- que sus estudios sobre el teatro griego son maravillosos. Ese hombre puede escribir sobre cualquier cosa.
– Sí -dije con aire ausente-. Está trabajando en una obra titulada El fantasma en el ánfora, sobre la utilería usada en las tragedias griegas.
Me callé, cuando comprendí que podía estar traicionando los secretos de Rossi. Sin embargo, aunque no me hubiera callado, la expresión del profesor James me habría enmudecido.
– ¿Cómo? -dijo estupefacto. Dejó los cubiertos sobre la mesa-. ¿Ha dicho El fantasma en el ánfora?
– Sí. -Hasta me había olvidado de Helen y Géza-. ¿Por qué lo pregunta?
– ¡Pero eso es asombroso! Creo que debo escribir al profesor Rossi ahora mismo. Hace poco he estado estudiando un documento interesantísimo de la Hungría del siglo quince.
Por eso he venido a Budapest. He estado investigando ese período de la historia de Hungría, y después me sumé al congreso gracias al amable permiso del profesor Sándor. En cualquier caso, este documento fue escrito por uno de los eruditos del rey Matías Corvino, y habla del fantasma en el ánfora.
Recordé que Helen había hablado del rey Matías Corvino la noche anterior. ¿No había sido el fundador de la gran biblioteca del castillo de Buda? Tía Eva también se había referido a él.
– Explíquese, por favor -le animé.
– Bien, yo… Parece un poco tonto, pero durante varios años he estado muy interesado en las leyendas populares de la Europa Central. Empezó un poco como una broma, hace muchos años, pero estoy absolutamente fascinado por la leyenda del vampiro.
Le miré sin pestañear. Parecía tan normal como antes, con su rostro rubicundo y jovial y su chaqueta de tweed, pero yo pensé que estaba soñando.
– Sé que suena infantil, el conde Drácula y todo eso, pero se trata de un tema muy interesante cuando empiezas a indagar un poco. Drácula fue un personaje real, aunque no un vampiro, claro está, y me interesa averiguar si su historia está relacionada con las leyendas populares del vampiro. Hace algunos años empecé a buscar material escrito sobre el tema, para saber si era factible encontrar alguno, porque el vampiro existió sobre todo en la leyenda oral de los pueblos de la Europa Central y del Este.
Se reclinó en la silla y tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa.
– Bien, ocurre que, trabajando en la biblioteca universitaria de aquí, encontré este documento que, al parecer, encargó Corvino. Quería que alguien reuniera todos los conocimientos sobre vampiros de tiempos pretéritos. Fuera quien fuera el estudioso que recibió el encargo, era un erudito en lenguas clásicas, pues en lugar de patearse pueblos, como habría hecho cualquier buen antropólogo, empezó a examinar textos griegos y latinos (Corvino tenía un montón) con el fin de encontrar referencias a los vampiros, y descubrió esta idea griega, que no he visto en ningún otro sitio, al menos hasta que usted la mencionó hace un momento, del fantasma en el ánfora. En la antigua Grecia, y en las tragedias griegas, el ánfora contenía en ocasiones cenizas humanas y la gente ignorante de Grecia creía que, si el ánfora no se enterraba como era debido, podía crear un vampiro, aunque aún no estoy muy seguro de cómo. Tal vez el profesor Rossi sepa algo de esto si está escribiendo sobre el fantasma en el ánfora. Una coincidencia notable, ¿verdad? De hecho, todavía existen vampiros en la Grecia moderna, según la tradición. -Lo sé -dije-. Los vrykolakas.
Esta vez fue Hugh James quien me miró fijamente. Sus protuberantes ojos color avellana se agigantaron.
– ¿Cómo lo sabe? -susurró-. Quiero decir… Le ruego que me disculpe. Me sorprende encontrar a alguien más que…
– ¿Se interesa por los vampiros? -dije con sequedad-. Sí, eso también me sorprendía a mí, pero últimamente me estoy acostumbrando. ¿Cómo llegó a interesarse por los vampiros, profesor James?
– Hugh -dijo poco a poco-. Llámame Hugh, por favor. Yo… -Me miró fijamente un segundo, y por primera vez vi bajo su risueña fachada exterior una intensidad que brillaba como una llama-. Es muy extraño y no suelo hablar a la gente de esto, pero…
Ya no podía aguantar más demoras.
– ¿Encontraste por casualidad un libro antiguo con un dragón en el centro? -dije.
Me miró con ojos desorbitados y el color se retiró de su saludable rostro.
– Sí -contestó-. Encontré un libro. -Sus manos aferraron el borde de la mesa-. ¿Quién eres?
– Yo también encontré uno.
Nos miramos durante unos largos segundos, y tal vez habríamos seguido así más rato de no ser porque nos interrumpieron. La voz de. Géza József sonó en mi oído antes de que reparara en su presencia. Se había parado detrás de mí y estaba inclinado sobre nuestra mesa con una sonrisa afable. Helen se acercó corriendo, con expresión extraña, casi culpable, pensé.
– Buenas tardes, camaradas -dijo con cordialidad el hombre-. ¿De qué libros están hablando?
Cuando el profesor József se inclinó sobre nuestra mesa con su amigable pregunta, por un momento no supe qué decir. Tenía que hablar de nuevo con Hugh James lo antes posible, pero en privado, no entre tanta gente, y de ninguna manera con la persona de la que Helen me había precavido (¿por qué?) echándome el aliento en la nuca. Por fin, farfullé unas palabras.
– Estábamos compartiendo nuestro amor por los libros antiguos -dije-. Todos los eruditos deberían admitir eso, ¿no cree?
Helen ya había llegado a nuestra mesa y me estaba mirando con una mezcla de alarma y aprobación. Me levanté para ofrecerle una silla. Pese a mi necesidad de deshacerme de Géza József, debí comunicarle cierto entusiasmo, porque Helen nos miró con curiosidad a Hugh y a mí. Géza nos observaba con afabilidad, pero me pareció ver que entornaba ligeramente sus bellos ojos mongoles. Así debían haber mirado los hunos a través de las rendijas de sus gorros de cuero, para protegerse del sol occidental. Procuré no volver a mirarle.
Podríamos habernos pasado todo el día así, intercambiando o esquivando miradas, si el profesor Sándor no hubiera aparecido de repente.
– Muy bien -atronó-. Veo que disfrutan de nuestra comida. ¿Han terminado? Y ahora, si es tan amable de acompañarme, prepararemos todo para que pueda empezar su conferencia.
Me encogí (había olvidado durante unos minutos la tortura que me aguardaba), pero me levanté obediente. Géza se colocó respetuosamente detrás del profesor Sándor (¿quizás un poco demasiado respetuosamente?, me pregunté), y eso me concedió un momento para mirar a Helen. Abrí al máximo los ojos e hice un ademán en dirección a Hugh James, quien también se había puesto de pie como un caballero cuando Helen se acercó, y estaba esperando junto a la mesa sin decir nada. Ella frunció el ceño, confusa, y después el profesor Sándor, para mi gran alivio, dio una palmada a Géza en el hombro y se lo llevó.
Pensé leer cierta irritación en el joven húngaro, pero tal vez se me había contagiado la paranoia de Helen con respecto a él. En cualquier caso, nos brindó un instante de libertad.
– Hugh encontró un libro -susurré, y traicioné sin el menor remordimiento la confianza del inglés.
Helen me miró fijamente, sin comprender.
– ¿Hugh?
Indiqué con la cabeza en dirección a nuestro acompañante y él nos miró. Después Helen se quedó boquiabierta. Hugh la miró.
– ¿Ella también…?
– No -susurré-. Me está ayudando. Te presento a Helen Rossi, antropóloga.
Hugh le estrechó la mano con brusca cordialidad, sin dejar de mirarla, pero el profesor
Sándor había dado media vuelta y nos estaba esperando, y no podíamos hacer otra cosa que seguirle. Helen y Hugh se pusieron tan cerca de mí que parecíamos un rebaño de ovejas.
La sala de conferencias estaba empezando a llenarse y yo me senté en la primera fila, para luego sacar las notas de mi maletín con una mano que no tembló del todo. El profesor Sándor y su ayudante estaban manipulando otra vez el micrófono, y se me ocurrió que tal vez el público no podría oírme, en cuyo caso tenía poco de qué preocuparme. No obstante, el equipo estuvo arreglado enseguida, y el amable profesor empezó a presentarme, al tiempo que sacudía la cabeza con entusiasmo sobre sus notas. Resumió de nuevo mis notables credenciales, describió el prestigio de mi universidad en Estados Unidos y felicitó
al congreso por el raro privilegio de poder escucharme, todo en inglés esta vez, supongo que en mi honor. Caí en la cuenta de repente de que no tenía intérprete que tradujera al alemán mis notas improvisadas mientras yo hablaba, y esta idea me insufló una inyección de confianza cuando me enfrenté a mi prueba de fuego.
– Buenas tardes, colegas, compañeros historiadores -empecé, y después, con la sensación de que había sido algo pomposo, bajé mis notas-. Gracias por concederme el honor de dirigirles la palabra hoy. Me gustaría hablar con ustedes sobre el período de la incursión otomana en Transilvania y Valaquia, dos principados que ustedes conocen bien, pues forman parte en la actualidad de Rumanía. -El mar de caras pensativas me miró fijamente, y me pregunté si detectaba cierta tensión en la sala. Transilvania, para los historiadores húngaros, así como para muchos otros húngaros, era material sensible-. Como ya saben, el imperio otomano retuvo territorios en toda la Europa oriental durante más de quinientos años, que administraba desde una base segura después de la conquista de la antigua Constantinopla en 1453. El imperio invadió con éxito una docena de países, pero jamás logró reducir por completo algunas zonas, muchas de ellas bolsas montañosas de los bosques de Europa del Este, cuya topografía y nativos desafiaron a la conquista. Una de estas zonas fue Transilvania.
Continué así, consultando a veces mis notas, y en otras citando de memoria, y de vez en cuando experimentaba una oleada de pánico «conferencial». Aún no me sabía muy bien el material, aunque las lecciones de Helen estaban grabadas a fuego en mi mente. Después de esta introducción, ofrecí una breve panorámica de las rutas comerciales otomanas en la región y describí a los diversos príncipes y nobles que habían intentado repeler la invasión otomana. Incluí a Vlad Drácula entre ellos, con la mayor naturalidad posible, pues Helen y yo habíamos llegado a la conclusión de que dejarle fuera de la conferencia podría despertar las sospechas de cualquier historiador consciente de su importancia como destructor de ejércitos otomanos. Pronunciar su nombre delante de una multitud de desconocidos debió de costarme más de lo que yo pensaba, porque cuando empecé a explicar el empalamiento de veinte mil soldados turcos, mi mano salió despedida de pronto y derribé el vaso de agua.
– ¡Lo siento mucho! -exclamé, al tiempo que paseaba la mirada con expresión contrita por una masa de rostros compasivos, excepto dos. Helen estaba pálida y tensa y Géza József se hallaba inclinado un poco hacia delante, sin sonreír, como si estuviera de lo más interesado en mi metedura de pata. El estudiante de la camisa azul y el profesor Sándor acudieron a mi rescate con sus pañuelos, y al cabo de un segundo pude continuar, cosa que hice con la mayor dignidad que pude reunir. Señalé que, si bien los turcos habían aplastado al final a Drácula y a muchos de sus camaradas (pensaba que debía meter con calzador esta palabra en algún momento), levantamientos de este tipo habían persistido durante generaciones, hasta que una revolución local tras otra derrotó al imperio. Fue la naturaleza local de estas rebeliones, con la capacidad de difuminarse en su propio territorio después de cada ataque, lo que había minado a la larga la gran maquinaria otomana.
Mi intención había sido concluir de una manera más elocuente, pero por lo visto bastó para complacer al público, y se produjo una ovación cerrada. Ante mi sorpresa, había terminado.
No había pasado nada terrible. Helen se hundió en su asiento, visiblemente aliviada, y el profesor Sándor acudió sonriente a estrecharme la mano. Miré a mi alrededor y observé a Eva al fondo, que aplaudía con una gran sonrisa. Eché en falta algo en la sala, y al cabo de un momento me di cuenta de que la forma majestuosa de Géza se había desvanecido. No recordaba haberle visto salir, pero tal vez el final de mi conferencia había sido demasiado aburrido para él.
En cuanto terminé, todo el mundo se puso en pie y empezó a hablar en una babel de idiomas. Tres o cuatro historiadores húngaros se acercaron a estrechar mi mano y a felicitarme. El profesor Sándor estaba radiante.
– Es un gran placer para mí descubrir que en Estados Unidos se comprende tan bien nuestra historia transilvana.
Me pregunté qué habría pensado de haber sabido que todo el material de mi conferencia lo había aprendido gracias a una de sus colegas, sentado a la mesa de un restaurante de Estambul.
Eva se acercó y me dio la mano. No sabía muy bien si besarla o estrecharla, pero me decidí por lo último. Parecía aún más alta y majestuosa en mitad de esa reunión de hombres vestidos con trajes viejos y arrugados. Llevaba un vestido verde oscuro con pesados pendientes de oro, y el pelo, que se rizaba bajo un sombrerito verde, había cambiado de magenta a negro de la noche a la mañana.
Helen se acercó a hablar con ella, y observé que se comportaban con suma formalidad.
Costaba creer que la noche anterior se había lanzado a sus brazos. Helen me tradujo la felicitación de su tía.
– Muy buen trabajo, joven. A juzgar por las caras de todo el mundo, comprobé que había logrado no ofender a nadie, de modo que no debió decir gran cosa, pero usted se yergue en toda su estatura en el estrado y mira a la gente a los ojos. Eso le llevará lejos. -Tía Eva
suavizó estos comentarios con su deslumbrante sonrisa-. He de volver a casa para trabajar un poco, pero mañana por la noche cenaremos juntos. Podemos hacerlo en su hotel. -
Ignoraba que íbamos a cenar con ella otra vez, pero me alegró saberlo-. Lamento muchísimo no poder prepararle una buena cena casera, tal como me gustaría, pero si le digo que yo estoy en obras, como el resto de Budapest, sé que usted me comprenderá. No puedo permitir que un invitado vea mi comedor hecho un desastre. -Su sonrisa era fascinadora, pero conseguí extraer dos datos de este discurso: uno, que en esta ciudad de (suponía) diminutos apartamentos, ella tenía comedor; y dos, que estuviera hecho o no un desastre, era demasiado cauta para llevar a su casa a un visitante estadounidense-. He de hablar con mi sobrina. Helen podría venir a mi casa esta noche, si usted puede pasar sin ella.
Helen tradujo todo esto con culpable exactitud.
– Por supuesto -contesté, y devolví la sonrisa a tía Eva-. Estoy seguro de que tienen que hablar de muchas cosas después de una separación tan larga. Por mi parte, ya tengo planes para cenar.
Mis ojos estaban escrutando la sala en busca de la chaqueta de tweed de Hugh James.
– Muy bien.
Me ofreció de nuevo la mano, y esta vez la besé como un auténtico húngaro, la primera vez que besaba la mano de una mujer, y tía Eva se fue.
A este descanso siguió una charla en francés sobre las revueltas campesinas en Francia a principios de la era moderna, y otras conferencias en alemán y húngaro. Las escuché sentado en la parte de atrás, al lado de Helen, disfrutando de mi anonimato. Cuando el investigador ruso sobre las repúblicas bálticas abandonó el estrado, Helen me aseguró en voz baja que ya habíamos hecho suficiente acto de presencia y que podíamos irnos.
– Aún queda una hora para que cierre la biblioteca. Escapémonos ahora.
– Un momento -dije-. Quiero confirmar mi cita para cenar.
Poco me costó localizar a Hugh James. Él también me estaba buscando. Acordamos encontrarnos en el vestíbulo del hotel de la universidad. Helen iba a tomar el autobús para ir a casa de su tía, y vi en su cara que estaría todo el rato preguntándose qué tenía que decirnos Hugh James.
Cuando llegamos, las paredes de la biblioteca universitaria eran de un ocre inmaculado, y me maravillé de nuevo de la rapidez con que la nación húngara se estaba reconstruyendo después de la catástrofe de la guerra. Hasta el Gobierno más tiránico no podía ser malo del todo si era capaz de recuperar tanta belleza para los ciudadanos en un plazo tan breve de tiempo. Este esfuerzo debía haber sido espoleado tanto por el nacionalismo húngaro, especulé, al recordar los comentarios evasivos de tía Eva, como por el fervor comunista.
– ¿En qué estás pensando? -me preguntó Helen. Se había puesto los guantes y de su brazo colgaba con firmeza el bolso.
– Estoy pensando en tu tía.
– Si tanto te gusta mi tía, tal vez mi madre no sea de tu estilo -dijo con una carcajada provocadora-. Pero mañana lo sabremos. Ahora, vamos a buscar algo aquí.
– ¿El qué? Deja de ser tan misteriosa.
Helen no me hizo caso y entramos juntos en la biblioteca franqueando pesadas puertas talladas.
– ¿Renacimiento? -susurré a Helen, pero negó con la cabeza.
– Una imitación del siglo diecinueve. La colección original no vino a Pest hasta el siglo dieciocho. Estaba en Buda, como la universidad. Recuerdo que un bibliotecario me contó una vez que muchos de los libros más antiguos de esta colección fueron donados a la biblioteca por familias que huían de los invasores otomanos en el siglo dieciséis. Como ves, debemos algunas cosas a los turcos. ¿Quién sabe dónde estarían ahora todos estos libros?
Era estupendo volver a entrar en una biblioteca. El olor era como el de casa. Era un edificio neoclásico, todo en madera oscura tallada, balcones, galerías, frescos. Pero lo que atrajo mi atención fueron las hileras de libros, cientos de miles de ejemplares que tapizaban las salas del suelo al techo, sus encuadernaciones rojas, marrones y doradas formando pulcras filas, sus portadas color mármol y sus guardas suaves al tacto, las vértebras abultadas de sus lomos marrones como huesos viejos. Me pregunté dónde habrían estado escondidos durante la guerra, y cuánto habrían tardado en ordenarlos de nuevo en las estanterías reconstruidas.
Algunos estudiantes estaban todavía examinando volúmenes, sentados frente a largas mesas, y un joven estaba clasificando pilas de libros detrás de un gran escritorio. Helen se detuvo a hablar con él y el hombre asintió. Indicó con un gesto que le siguiéramos hacia una gran sala de lectura que yo había vislumbrado a través de una puerta abierta. Allí nos localizó un enorme infolio, lo dejó sobre una mesa y se fue. Helen se sentó y se quitó los guantes.
– Sí -dijo en voz baja-, creo que es esto lo que recordaba. Miré este volumen justo antes de irme de Budapest el año pasado, pero no pensé que poseyera un gran significado.
Lo abrió por la página del título y vi que estaba en un idioma desconocido para mí. Las palabras se me antojaron extrañamente familiares, pero no pude descifrar ni una.
– ¿Qué es esto?
Apoyé el dedo en lo que me pareció el título. La página era de papel grueso de buena calidad, impreso con tinta marrón.
– Es rumano -me informó Helen.
– ¿Sabes leerlo?
– Desde luego. -Apoyó la mano sobre la página, cerca de la mía. Observé que nuestras manos eran casi del mismo tamaño, aunque la de ella tenía huesos más finos y dedos estrechos y de extremos cuadrados-. Aquí -dijo-. ¿Has estudiado francés?
– Sí -admití, y empecé a descifrar el título-. Baladas de los Cárpatos, 1790.
– Bien -dijo-. Muy bien.
– Creía que no sabías rumano -dije.
– Lo hablo mal, pero más o menos puedo leerlo. Estudié latín durante diez años en el colegio, y mi tía me enseñó a leer y escribir en rumano. Contra los deseos de mi madre, por supuesto. Ella es muy tozuda. Nunca habla de Transilvania, pero en el fondo de su corazón nunca la ha abandonado.
– ¿De qué va este libro?
Pasó la primera página con delicadeza. Vi una larga columna de texto, que no pude entender a primera vista. Además del desconocimiento de las palabras, muchas de las letras latinas estaban adornadas con cruces, cedillas, acentos circunflejos y otros símbolos. Se me antojó más un texto sobre brujería que una lengua románica.
– Descubrí este libro durante mis últimas investigaciones, poco antes de partir hacia Inglaterra. No hay mucho material sobre Drácula en esta biblioteca. Encontré unos pocos documentos sobre vampiros en general, porque Matías Corvino, nuestro rey bibliófilo, sentía curiosidad por el tema.
– Hugh dijo lo mismo -murmuré.
– ¿Qué?
– Te lo explicaré después. Continúa.
– Bien, no quería dejar ninguna piedra por levantar, así que leí una enorme cantidad de material sobre la historia de Valaquia y Transilvania. Tardé varios meses. Me obligué a leer lo que había en rumano. Montones de documentos y crónicas sobre Transilvania están en húngaro, por supuesto, debido a cientos de años de dominación húngara, pero también hay documentación rumana. Esto es una colección de textos de canciones populares de Transilvania y Valaquia, publicadas por un recopilador anónimo. Algunas son mucho más que canciones populares. Son poemas épicos.
Me sentí un poco decepcionado. Esperaba alguna especie de documento histórico raro, algo acerca de Drácula.
– ¿Alguna habla de nuestro amigo?
– No, me temo que no. No obstante, una canción se me quedó grabada y pensé en ella otra vez cuando me hablaste de lo que Selim Aksoy quería que viéramos en el archivo de Estambul, ya sabes, ese pasaje sobre los monjes de los Cárpatos que entran en la ciudad de Estambul con sus carretas y mulas, ¿te acuerdas? Lamento no haberle pedido a Turgut que nos escribiera la traducción.
Empezó a pasar las páginas del volumen con mucho cuidado. Algunos de los largos textos estaban ilustrados en la parte superior con xilografías, la mayoría adornos con aspecto de bordados populares, pero también algunas toscas representaciones de árboles, casas y animales. La tipografía era muy nítida, pero el libro en sí era chapucero, como hecho en casa. Helen siguió con los dedos las primeras líneas de los poemas, mientras sus labios se movían poco a poco, y meneó la cabeza.
– Algunas de estas baladas son muy tristes -dijo-. En el fondo, los rumanos somos muy diferentes de los húngaros.
– ¿Por qué?
– Bien, existe un proverbio húngaro que dice: «El magiar vive los placeres con tristeza». Y es verdad. Hungría está plagada de canciones tristes, y en las aldeas hay violencia, alcoholismo y suicidios.
Pero los rumanos son aún más tristes. Creo que no nos hace tristes la vida, sino que somos tristes por naturaleza. -Inclinó la cabeza sobre el libro-. Escucha esto. Es típico de estas canciones.
Tradujo despacio, y el resultado fue algo parecido a esto, aunque esta canción en concreto es diferente y procede de un pequeño volumen de traducciones del siglo XIX que se encuentra ahora en mi biblioteca privada:
La niña que ha muerto fue siempre dulce y bondadosa.
Ahora la hermana menor exhibe la misma sonrisa.
Dijo a su madre: «Oh, madre querida,
mi buena hermana muerta me dijo que no temiera.
La vida que no pudo vivir me entrega,
para darte renovada felicidad».
Pero no, la madre no pudo levantar la cabeza,
y siguió llorando por la hija que estaba muerta.
– Santo Dios -dije estremecido-. No cuesta creer que una cultura capaz de crear una canción semejante creyera en vampiros e incluso los engendrara.
– Sí -dijo Helen, y meneó la cabeza, pero ya estaba pasando más páginas del volumen-.
Espera. -Hizo una repentina pausa-. Podría ser esto.
Estaba señalando un breve verso con una vistosa xilografía debajo que parecía plasmar edificios y animales enmarañados en un bosque espinoso.
Soporté la tensión durante varios minutos, mientras Helen leía en silencio, y por fin levantó la vista. Había un brillo de entusiasmo en sus ojos.
– Escucha esto. Traduciré lo mejor que pueda.
Reproduzco aquí una traducción exacta, que he guardado durante estos veinte años entre mis papeles.
Llegaron a las puertas, llegaron a la gran ciudad.
Llegaron a la gran ciudad desde el país de la muerte.
«Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos.
Somos monjes y hombres santos,
pero sólo traemos malas noticias.
Traemos noticias de una epidemia en la gran ciudad.
Servíamos a nuestro amo, y venimos a llorar por su muerte.»
Llegaron a las puertas y la ciudad lloró con ellos cuando entraron.
El siniestro verso me produjo un escalofrío, pero tuve que poner las debidas objeciones.
– Esto es muy general. Se mencionan los Cárpatos, pero deben aparecer en docenas, incluso centenares, de textos antiguos. Y la «gran ciudad» podría significar cualquier cosa.
Quizá signifique la Ciudad de Dios, el reino de los cielos.
Helen meneó la cabeza.
– No lo creo -dijo-. Para los pueblos de los Balcanes y la Europa Central, tanto cristianos como musulmanes, la gran ciudad siempre ha sido Constantinopla, a menos que cuentes a la gente que peregrinó a Jerusalén o a La Meca a lo largo de los siglos. Por otra parte, la mención de la epidemia y los monjes me parece relacionada con la historia del párrafo de Selim Aksoy. ¿El amo al que se refieren no podría ser Vlad Tepes?
– Supongo -dije dudoso-, pero ojalá tuviéramos más datos. ¿Qué antigüedad crees que tiene la canción?
– Es algo muy difícil de precisar cuando se trata de letras tradicionales. -Helen compuso una expresión pensativa-. Este volumen fue impreso en el año 1790, como puedes ver, pero no consta el nombre del editor ni el del lugar en que se imprimió. Las canciones tradicionales pueden sobrevivir doscientos, trescientos o cuatrocientos años sin problemas, de modo que ésta podría ser varios siglos más antigua que el libro. Podría datar de finales del siglo quince, o podría ser incluso más antigua, lo cual daría al traste con nuestros propósitos.
– La xilografía es curiosa -dije, y la miré con más detenimiento. -El libro está lleno de este tipo de xilografías -murmuró Helen-. Recuerdo que me sorprendió la primera vez que lo examiné.
Esta no parece relacionada con el poema. Me recuerda a un monje orando o a una ciudad de elevadas murallas.
– Sí -dije-, pero acércate más. -Nos inclinamos sobre la diminuta ilustración, y nuestras cabezas casi se tocaron-. Ojalá tuviéramos una lupa -dije-. ¿No te da la impresión de que en este bosque o arboleda hay cosas escondidas? No se ve ninguna gran ciudad, pero si te fijas bien, aquí se ve un edificio similar a una iglesia, con una cruz en la punta de la cúpula, y al lado…
– Un animal pequeño. -Helen entornó los ojos-. Dios mío -exclamó-. Es un dragón.
Asentí, y nos acercamos más, casi sin respirar. La forma tosca y diminuta era
espantosamente familiar: alas extendidas, cola ensortijada. No tuve que sacar mi libro del maletín para comparar.
– ¿Qué significa esto?
Aquella imagen, aunque fuera en miniatura, aceleró mi corazón.
– Espera. -Helen examinó la xilografía acercando su cara a dos o tres centímetros de la página-. Maldición. Apenas se ve, pero aquí hay una palabra, espaciada entre los árboles,
de letra en letra. Son muy pequeñas, pero estoy segura de que son letras.
– ¿Drakulya? -pregunté en voz muy baja.
Ella negó con la cabeza.
– No, pero podría ser un nombre. Ivi… Ivireanu. No lo conozco. Nunca lo había visto escrito, pero muchos nombres rumanos acaban en «u». ¿Qué demonios debe significar este nombre aquí?
Suspiré.
– No lo sé, pero creo que tu instinto no te engaña: esta página está relacionada con Drácula. De lo contrario, no saldría el dragón. Ese no, al menos.
Nos miramos, impotentes. La sala, tan plácida e invitadora media hora antes, se me antojaba deprimente ahora, un mausoleo de conocimientos olvidados.
– Los bibliotecarios no saben nada de este libro -dijo Helen-. Recuerdo que ya pregunté sobre él, porque es una rareza.
– Bien, esto tampoco lo podemos solucionar -dije por fin-. Llevémonos al menos una traducción, para acordarnos de lo que hemos visto.
Tomé su dictado en una hoja de cuaderno y efectué un apresurado dibujo de la xilografía.
Helen estaba consultando su reloj. -He de volver al hotel -dijo.
– Yo también, o Hugh James se me escapará.
Recogimos nuestras pertenencias y devolví el libro a su estante con todo el respeto debido a una reliquia.
Tal vez fue producto del estado agitado de mi mente, incitado por el poema y la ilustración, o quizás estaba más cansado de lo que pensaba a causa del viaje, de la prolongada velada en el restaurante con Eva y de pronunciar una conferencia ante una multitud de desconocidos.
El caso es que cuando entré en mi habitación tardé mucho rato en asimilar lo que vi y mucho más aún en llegar a la conclusión de que Helen tal vez estaba viendo lo mismo en su cuarto, dos pisos más arriba. Después temí de repente por su seguridad y subí la escalera sin detenerme a examinar nada. Habían registrado mi habitación, cajón, armario y ropa de cama, y todas mis posesiones habían sido manoseadas, tiradas de cualquier manera, incluso rotas por manos que no sólo eran apresuradas sino malintencionadas.
– ¿No puedes pedir ayuda a la policía? Me parece que esta ciudad está llena de policías. -
Hugh James partió por la mitad un panecillo y le dio un buen mordisco-. Es terrible que te pase esto en un hotel extranjero.
– Hemos llamado a la policía -le tranquilicé-. Al menos, eso creo, porque el
recepcionista del hotel lo hizo por nosotros. Dijo que no podría venir nadie hasta última hora de la noche o mañana por la mañana, y que no tocáramos nada. Nos ha dado nuevas habitaciones.
– ¿Cómo? ¿Quieres decir que la habitación de la señorita Rossi también fue registrada? – Los grandes ojos de Hugh se hicieron todavía más redondos-. ¿Le ha pasado a algún huésped más?
– Lo dudo -dije en tono sombrío.
Estábamos sentados en un restaurante al aire libre de Buda, no lejos de la colina del castillo, desde donde podíamos contemplar el Danubio y el Parlamento, en el lado de Pest. Aún había mucha luz y el cielo nocturno proyectaba un resplandor azul y rosa sobre el agua.
Hugh había elegido el sitio. Era uno de sus favoritos, dijo. Habitantes de Budapest de todas las edades paseaban por la calle delante de nosotros y muchos de ellos se detenían ante las balaustradas que daban al río para contemplar la hermosa panorámica, como si nunca tuvieran bastante. Hugh había pedido varios platos típicos para que yo los probara, y acabábamos de acomodarnos con el ubicuo pan de corteza dorada y una botella de Tokay, el famoso vino de la zona noreste de Hungría, me explicó. Ya habíamos acabado con los preliminares, es decir, nuestras universidades, mi olvidada tesis (se rió cuando le conté hasta qué punto andaba errado el profesor Sándor sobre mi obra), la investigación efectuada por Hugh sobre la historia de los Balcanes y su próximo libro sobre ciudades otomanas en Europa.
– ¿Robaron algo?
Hugh llenó mi copa.
– Nada -dije de mal humor-. No había dejado dinero en la habitación, claro está, ni ninguna de mis posesiones valiosas, y los pasaportes están en recepción, o quizás en la comisaría de policía, no hay forma de saberlo.
– Entonces, ¿qué estaban buscando?
Hugh brindó conmigo y bebió.
– Es una larga, larga historia -suspiré-. Pero encaja a la perfección con algunas cosas de las que hemos de hablar.
Asintió.
– De acuerdo. Vamos a ello.
– Si tú correspondes.
– Desde luego.
Bebí media copa para cobrar fuerzas y empecé por el principio. No necesitaba vino para apaciguar mis dudas sobre contarle a Hugh James la historia de Rossi. Si no le decía nada, no averiguaría nada de lo que él conocía. Escuchó en silencio, fascinado, excepto cuando hablé de la decisión de Rossi de llevar a cabo investigaciones en Estambul. Pegó un bote.
– Santo cielo -exclamó-. Yo también pensaba ir allí. Volver, quiero decir. He ido dos veces, pero nunca para buscar a Drácula. -Permíteme que te ahorre algunas molestias.
Esta vez fui yo quien le llenó la copa, y le hablé de las aventuras de Rossi en Estambul y de su desaparición, momento en que Hugh me miró con ojos desorbitados, aunque no dijo nada. Por fin describí mi encuentro con Helen, sin revelar su presunto parentesco con Rossi, todos nuestros viajes e investigaciones hasta la fecha, incluyendo nuestras entrevistas con Turgut.
– Como ves -concluí-, en este momento no me sorprende nada que hayan puesto patas
arriba nuestra habitación del hotel.
– Claro. -Dio la impresión de que reflexionaba unos momentos. A esas alturas nos habíamos abierto paso entre una multitud de guisos y encurtidos, y dejó el tenedor sobre la mesa con aire triste, como si lamentara que se hubieran terminado-. Conocernos así ha sido extraordinario, pero lamento mucho la desaparición del profesor Rossi, muchísimo. Es muy extraño. Nunca hubiera dicho antes de escuchar tu historia que investigar el personaje de Drácula implicara algo excepcional, aunque desde el primer momento mi libro me produjo una extraña sensación. A nadie le gusta dejarse guiar por sensaciones extrañas, pero así son las cosas.
– Bien, temía que no me creyeras.
– Ya son cuatro libros -musitó-. El mío, el tuyo, el del profesor Rossí y el que pertenece a ese profesor de Estambul. Es muy extraño que existan cuatro iguales.
– ¿Conoces a Turgut Bora? -pregunté-. Has dicho que habías estado en Estambul unas cuantas veces.
Negó con la cabeza.
– No, nunca había oído ese nombre, pero es normal que no me lo haya encontrado en el Departamento de Historia ni en ninguna conferencia si se dedica a la literatura. Te agradeceré que me ayudes a ponerme en contacto con él algún día. No he visitado el archivo que describes, pero leí acerca de él en Inglaterra y pensé en ir a verlo. No obstante, tal como has dicho, me has ahorrado molestias. Nunca se me habría ocurrido que esa cosa, el dragón del libro, podía ser un plano. Es una idea extraordinaria.
– Sí, y tal vez una cuestión de vida o muerte para Rossi -dije-, pero ahora te toca a ti. ¿Cómo encontraste tu libro?
Su rostro se puso serio.
– Tal como has explicado en tu caso, y en los otros dos, más que encontrar mi libro lo recibí, aunque ignoro desde dónde o de quién. Tal vez debería ponerte en antecedentes. – Guardó silencio un momento e intuí que le costaba abordar el tema-. Me licencié en Oxford hace nueve años y después fui a dar clases a la Universidad de Londres. Mi familia vive en Cumbria, en el Distrito de los Lagos, País de Gales, y no son ricos. Se esforzaron, y yo también, en que recibiera la mejor educación. Siempre me sentí un poco marginado, sobre todo en el colegio privado. Mi tío me ayudó a superarlo. Supongo que estudié con más ganas que la mayoría con la intención de destacar. La historia fue mi gran amor desde el principio.
Hugh se secó los labios con la servilleta y meneó la cabeza, como si rememorara locuras juveniles.
– Al final de mi segundo año en la universidad supe que me iba a ir bastante bien, y esto me animó aún más. Entonces estalló la guerra y tuve que dejarlo todo. Estaba a punto de terminar tercero en Oxford. Por cierto, allí fue donde oí hablar por primera vez de Rossi, aunque nunca llegué a conocerle. Ya debía haberse marchado a Estados Unidos cuando yo empecé la universidad.
Se acarició la barbilla con una mano grande y bastante agrietada.
– No habría podido amar más mis estudios, pero también amaba a mi país y me alisté enseguida en la Armada. Me enviaron a Italia, y un año después estaba en casa con heridas en los brazos y las piernas.
Se acarició con cautela su camisa de algodón, justo por encima del puño, como si le sorprendiera sentir la sangre en sus venas.
– Me recuperé con bastante rapidez y quise volver al frente, pero no me aceptaron. La explosión que voló el barco me había afectado un ojo. Regresé a Oxford y traté de hacer caso omiso de los cantos de sirenas, y me licencié justo después de que terminara la guerra.
Las últimas semanas fueron las más felices de mi vida pese a todas las privaciones. Aquella terrible maldición había sido erradicada del mundo, casi había terminado mis estudios postergados y la chica a la que siempre había amado había accedido por fin a casarse conmigo. No tenía dinero y no había muchos alimentos, pero comía sardinas en mi habitación y escribía cartas de amor (supongo que no te importa que te cuente esto).
Estudiaba como un poseso para aprobar los exámenes. Fui presa del más atroz agotamiento, por supuesto.
Levantó la botella de Tokay, que estaba vacía, y la volvió a dejar con un suspiro.
– Casi había terminado mi odisea, Ni fijamos la fecha de la boda para finales de junio. La noche antes de mi último examen me quedé levantado hasta la madrugada repasando mis notas. Sabía que ya había abarcado todo cuanto necesitaba, pero no podía parar. Estaba trabajando en un rincón de la biblioteca de mi colegio, agazapado detrás de algunas estanterías, para no ver a los demás chiflados que también estaban consultando sus notas.
»Hay algunos libros hermosísimos en esas pequeñas bibliotecas, y por un momento llamó mi atención un volumen de sonetos de Dryden, que estaba al alcance de mi mano. Enseguida pensé que sería mejor salir a fumar un cigarrillo y tratar de concentrarme después. Metí el libro en su estante y salí al patio. Era una espléndida noche de primavera, y me quedé pensando en Elspeth y la casa que estaba amueblando para nosotros, y en mi mejor amigo, que habría sido mi padrino de bodas y que había muerto en los yacimientos petrolíferos de Ploiesti con los norteamericanos. Después volví a entrar en la biblioteca. Ante mi sorpresa, Dryden estaba sobre mi mesa, como si nunca lo hubiera guardado, y pensé que tal vez me había despistado con tanto trabajo. Me volví para colocarlo en su estantería, y vi que no había sitio. Su lugar estaba al lado de Dante, de eso estaba seguro, pero ahora había un libro diferente, con un lomo de aspecto muy antiguo y un pequeño ser grabado en él. Lo saqué y cayó abierto en mis manos para…
Bien, ya sabes lo que sigue.
Su rostro cordial estaba pálido ahora. Buscó primero en su camisa y después en los bolsillos de los pantalones hasta que encontró un paquete de cigarrillos.
– ¿Tú no fumas? -Encendió un pitillo y dio una profunda calada-. Me sorprendió el aspecto del libro, su aparente antigüedad, el aspecto amenazador del dragón, todo lo que también te fascinó a ti del tuyo. No había bibliotecarios a las tres de la mañana, así que bajé al fichero y busqué un poco, pero sólo averigüé el nombre y el linaje de Vlad Tepes. Como no tenía sello de la biblioteca, me lo llevé a casa.
»Dormí mal y no pude concentrarme en mi examen de la mañana siguiente. Sólo podía pensar en ir a otras bibliotecas, y tal vez a Londres, para ver qué podía averiguar. Pero no tenía tiempo, y cuando me desplacé para la boda, cogí el libro y le echaba un vistazo de vez en cuando. Elspeth me sorprendió mirándolo, y cuando le expliqué lo sucedido, no le gustó, no le gustó nada. Faltaban cinco días para nuestra boda, pero no podía dejar de pensar en el libro, ni de hablar de él, hasta que Elspeth me prohibió hacerlo.
»Entonces, una mañana, faltaban dos días para la boda, tuve una repentina inspiración. Hay una mansión no lejos del pueblo de mis padres, una mole jacobina frecuentada por turistas en viajes organizados en autocar. Siempre me había parecido un aburrimiento en nuestros viajes escolares, pero recordé que el noble que la había construido había sido coleccionista de libros y tenía cosas de todo el mundo. Como no podía ir a Londres hasta después de la boda, pensé en dejarme caer por la biblioteca de esa casa, que era famosa, y husmear un poco, pues tal vez encontraría algo sobre Transilvania. Les dije a mis padres que iba a dar un paseo, y supuse que pensarían que iba a ver a Elspeth.
»Era una mañana lluviosa, neblinosa y también fría. El ama de llaves dijo que aquel día la mansión no estaba abierta a las visitas guiadas, pero me dejó echar un vistazo a la biblioteca. Había oído hablar de la boda en el pueblo, conocía a mi madre y me preparó una taza de té. Cuando me quité la gabardina y descubrí veinte estantes de libros de aquel antiguo viajero jacobino, que había llegado más al este que nadie, me olvidé de todo lo demás.
»Examiné todas aquellas maravillas, y otras que había recogido en Inglaterra, tal vez después de su viaje, hasta que me topé con una historia de Hungría y Transilvania, y en ella descubrí una mención a Vlad Tepes, y después otra, y por fin, para mi alegría y estupefacción, una descripción del entierro de Vlad en el lago Snagov, ante el altar de una iglesia que él había fundado. Esta narración era una leyenda anotada por un aventurero inglés que pasaba por la región. Se autodenominaba simplemente El Viajero en la página del título y era contemporáneo del coleccionista jacobino. Esto debió ocurrir unos ciento treinta años después de la muerte de Vlad.
»El Viajero había visitado el monasterio de Snagov en 1605. Había hablado con los monjes y le habían revelado que, según la leyenda, un gran libro, un tesoro de su monasterio, había sido colocado sobre el altar durante el funeral de Vlad y los monjes presentes en la ceremonia habían firmado en él, y los que no sabían escribir habían dibujado un dragón en honor de la Orden del Dragón. No se hablaba, por desgracia, de la suerte posterior del libro,
pero me pareció muy notable. Después, El Viajero decía que pidió ver la tumba, y los monjes le enseñaron una lápida que había en el suelo, delante del altar. Tenía pintado un retrato de Vlad Drakulya, con palabras latinas, quizá pintadas también, porque El Viajero no hablaba de grabados y le sorprendió la ausencia de la cruz acostumbrada en la lápida. El epitafio, que copié con mucho cuidado (no sé si por instinto), estaba en latín.
Hugh bajó la voz, miró hacia atrás y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa.
– Después de anotarla y corregirla un poco, leí mi traducción en voz alta: «Lector, desentiérrale con una…». Ya sabes cómo sigue. Fuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza, una ventana de la biblioteca que no estaba bien sujeta se abrió y cerró con estrépito, de modo que sentí una corriente de aire frío cerca. Debía de estar nervioso, porque derribé la taza y una gota de té cayó sobre el libro. Mientras lo secaba, torturado por mi torpeza, me fijé en la hora. Ya era la una y debía volver a casa a comer. No parecía que hubiera nada más importante en la biblioteca, de modo que guardé los libros, di las gracias al ama de llaves y regresé por los senderos, entre todas las rosas de junio.
»Cuando volví a casa de mis padres, esperando verlos a la mesa, tal vez reunidos con Elspeth, encontré la casa alborotada. Varios amigos y vecinos habían acudido y mi madre estaba llorando. Mi padre parecía muy disgustado. -Hugh encendió otro cigarrillo y la cerilla tembló en la creciente oscuridad-. Apoyó la mano sobre mi hombro y dijo que se había producido un accidente de automóvil en la carretera principal, cuando Elspeth iba conduciendo un coche prestado, regresando de comprar en una ciudad cercana. Estaba lloviendo mucho, y creían que había visto algo y dado un volantazo. No estaba muerta, gracias a Dios, pero sí herida de gravedad. Sus padres habían ido de inmediato al hospital, y los míos me estaban esperando en casa para contármelo.
»Me dejaron un coche y conduje hasta el hospital a tal velocidad que a punto estuve yo mismo de sufrir un accidente. No querrás oírlo, estoy seguro, pero… Estaba acostada con la cabeza vendada y los ojos abiertos de par en par. Ése era su aspecto. Ahora vive en una especie de residencia, donde la tratan muy bien, pero no habla ni entiende gran cosa.
Tampoco come. Lo más horrible de la historia es que… -Su voz sonó temblorosa-. Lo más horrible es que yo siempre he supuesto que fue un accidente, pero ahora que he escuchado las historias de Hedges, el amigo de Rossi, y de tu gato, ya no sé qué pensar.
Dio una profunda calada al cigarrillo.
Yo exhalé un suspiro.
– Lo siento muchísimo. Ojalá supiera qué decir. Debió de ser terrible para ti. -Gracias. -Tuve la impresión de que intentaba recuperar su talante habitual-. Ya han pasado algunos años, y el tiempo ayuda. Es sólo que…
No supe entonces, aunque ahora sí, lo que no verbalizó: las palabras inútiles, la indecible letanía de la pérdida. Mientras seguíamos sentados, con el pasado suspendido sobre nuestras cabezas, un camarero apareció con una vela dentro de un farol de latón y la dejó sobre la mesa. El café se estaba llenando de clientes y oí grandes risotadas en el interior.
– Me sorprende lo que acabas de contar sobre Snagov -dije al cabo de un rato-. Nunca había oído nada de eso acerca de la tumba… Me refiero a la inscripción, la cara pintada y la ausencia de cruz. Creo que la relación de la inscripción con las palabras que Rossi encontró en los planos del archivo de Estambul es importantísima, es la prueba de que Snagov fue el emplazamiento original de la tumba de Drácula. -Me masajeé las sienes con los dedos-.
Pero, entonces, ¿por qué el mapa del dragón de los libros y del archivo no se corresponde con la topografía de Snagov, el lago, la isla?
– Ojalá lo supiera.
– ¿Deseaste continuar tu investigación sobre Drácula después de lo que le ocurrió a Elspeth?
– Durante varios años no. -Hugh apagó el cigarrillo-. No tenía ánimos para eso. No obstante, hará unos dos años, me descubrí pensando en él de nuevo, y cuando empecé a trabajar en mi libro actual, mi libro húngaro, me interesé de nuevo en él.
Ya había oscurecido mucho, y el Danubio brillaba por obra de las luces del puente y los edificios de Pest, que se reflejaban en el agua. Un camarero vino a ofrecernos un eszpreszó, y lo aceptamos agradecidos. Hugh tomó un sorbo y bajó su taza.
– ¿Te gustaría ver el libro? -preguntó.
– ¿El libro en el que estás trabajando?
Me quedé desconcertado un momento.
– No, mi libro del dragón.
Le miré fijamente.
– ¿Lo tienes aquí?
– Siempre lo llevo encima -replicó-. Bien, casi siempre. De hecho, lo dejé en el hotel durante las conferencias de hoy, porque pensé que estaría más seguro allí. Cuando pienso que habrían podido robarlo… -Calló-. No dejaste el tuyo en la habitación, ¿verdad?
– No. -No tuve otro remedio que sonreír-. Yo también lo llevo siempre encima.
Empujó nuestras tazas a un lado con cuidado y abrió su maletín. Extrajo una caja de madera pulida, y de ella un paquete envuelto en tela, que dejó sobre la mesa. Dentro había un libro más pequeño que el mío, pero encuadernado en la misma vitela gastada. Las páginas se veían más amarillentas y frágiles que las de mi ejemplar, pero el dragón del centro era el mismo; llenaba las páginas hasta los bordes y nos miraba con ojos centelleantes. En silencio, abrí mi maletín y saqué el libro, dejando su imagen central al lado de la de Hugh.
Eran idénticas, pensé cuando me incliné sobre ellas.
– Mira esta mancha. Es igual. Fueron impresas con la misma plancha -me dijo Hugh en voz baja.
Me di cuenta de que tenía razón.
– Esto me recuerda otra cosa que había olvidado decirte. La señorita Rossi y yo fuimos a la biblioteca de la universidad esta tarde antes de volver al hotel, porque ella quería mirar algo que vio allí hace un tiempo. -Describí el volumen de canciones populares rumanas y le hablé de la siniestra balada sobre los monjes que entraban en una gran ciudad-. Ella cree que puede estar relacionada con la historia del manuscrito de Estambul del que te he hablado. La letra de la canción era muy poco precisa, pero había una xilografía interesante en lo alto de la página, una especie de bosque con una diminuta iglesia y un dragón entre los árboles, y una palabra.
– ¿Drakulya? -sugirió Hugh, como había hecho yo en la biblioteca.
– No. Ivireanu.
Consulté mis notas y le enseñé la palabra.
Abrió los ojos sorprendido.
– Eso sí que es notable -exclamó.
– ¿El qué? Dime.
– Bien, ayer vi ese mismo nombre en la biblioteca.
– ¿En la misma biblioteca? ¿Dónde? ¿En el mismo libro? Estaba demasiado impaciente para esperar con educación la respuesta.
– Sí, en la biblioteca universitaria, pero no en el mismo libro. He estado buscando material para mi proyecto durante toda la semana, y como nuestro amigo está acechando siempre en el fondo de mi mente, sigo encontrando de vez en cuando referencias sobre su mundo.
Drácula y Hunyadi eran feroces enemigos, y después lo fueron Drácula y Matías Corvino, de modo que te topas con nuestro personaje cada dos por tres. Te dije durante la comida que había encontrado un manuscrito encargado por Corvino, el documento que habla del fantasma en el ánfora.
– Oh, sí -dije con vehemencia-. ¿Fue en ese manuscrito donde viste también la palabra Ivireanu?
– Pues no. El manuscrito de Corvino es muy interesante, pero por motivos diferentes. El manuscrito dice… Bien, he copiado una parte. El original está en latín.
Sacó su libreta y me leyó unas cuantas líneas.
– «En el año de Nuestro Señor de 1463 este humilde servidor del rey le ofrece estas palabras de grandes escritos, todo para proporcionar información a Su Majestad sobre la maldición del vampiro, que en el infierno perezca. Esta información es para la colección real de Su Majestad. Ojalá le ayude a curar la maldad que asola nuestra ciudad, a terminar con la presencia de vampiros y alejar la epidemia de nuestras moradas.» Etcétera, etcétera.
Después el buen escriba, fuera quien fuera, incluye la lista de las referencias que ha encontrado en varias obras clásicas, incluyendo relatos del fantasma en el ánfora. Como ya adivinarás, la fecha del manuscrito es la del año posterior a la detención de Drácula y su primer confinamiento en Buda. Tu descripción de la misma preocupación por parte del sultán turco, que detectaste en aquellos documentos de Estambul, me inclina a pensar que Drácula causaba problemas allá adonde iba. Ambos mencionan la epidemia y ambos muestran preocupación por la presencia del vampirismo. Muy similar, ¿eh?
Hizo una pausa con aire pensativo.
– De hecho, esa relación con la epidemia no está tan traída por los pelos. Leí en un documento italiano de la Biblioteca Británica que Drácula utilizó armas biológicas contra los turcos. Debió de ser uno de los primeros europeos en hacer uso de ellas. Le gustaba enviar a súbditos que habían contraído enfermedades contagiosas a los campamentos turcos, disfrazados de otomanos.
A la luz del farol, los ojos de Hugh se entornaron, y su rostro brillaba con una intensa concentración. Se me ocurrió en aquel momento que en Hugh James había encontrado un aliado de agudísima inteligencia.
– Todo esto es fascinante -dije-, pero ¿qué me dices de la mención de la palabra Ivireanu?
– Oh, lo siento mucho -sonrió Hugh-. Me he ido un poco por las ramas. Sí, vi esa palabra en la biblioteca de aquí. Me topé con ella hace tres o cuatro días, diría yo, en un Nuevo Testamento en rumano del siglo diecisiete. Lo estaba examinando porque pensé que la portada mostraba una influencia del diseño otomano poco común. En la página del título estaba escrita la palabra Ivireanu. Estoy seguro de que era esa palabra. No le concedí ninguna importancia en aquel momento. Para ser sincero, siempre encuentro palabras rumanas que me desconciertan, porque conozco muy poco el idioma. Llamó mi atención debido al tipo de letra, que era bastante elegante. Imaginé que debía ser el nombre de algún lugar, o algo por el estilo.
– ¿Y nada más? -rezongué-. ¿No volviste a verla?
– Me temo que no. -Hugh estaba prestando atención a su taza de café vacía-. Si me vuelvo a cruzar con ella, no dudes de que te avisaré.
– Bien, tal vez no tenga nada que ver con Drácula -dije para consolarme-. Ojalá tuviera más tiempo para examinar esa biblioteca. Por desgracia, hemos de volver a Estambul el lunes. Sólo tengo permiso para quedarme hasta que termine el congreso. Si encuentras algo interesante…
– Por supuesto -dijo Hugh-. Yo me quedaré seis días más. Sí encuentro algo, ¿te escribo a tu departamento?
El corazón me dio un vuelco. Hacía días que no pensaba en mi país, y no tenía ni idea de cuándo volvería a examinar el correo del buzón de mi departamento.
– No, no -dije a toda prisa-. De momento no. Si encuentras algo que consideras que puede ayudarnos, haz el favor de llamar al profesor Bora. Explícale que hemos hablado. Si le telefoneo, le avisaré de que tal vez te pondrás en contacto con él.
Saqué la tarjeta de Turgut y apunté el número para Hugh.
– Muy bien. -La guardó en el bolsillo de la camisa-. Toma mi tarjeta. Espero volver a vernos. -Permanecimos en silencio unos segundos, él con la vista clavada en la mesa, con sus tazas vacías, los platillos y la luz parpadeante de la vela-. Mira -dijo por fin-, si es cierto todo lo que me has dicho y lo que dijo Rossi, y existe un conde Drácula o un Vlad el Empalador vivo de alguna manera horrible, me gustaría ayudarte…
– ¿A eliminarle? -terminé en voz baja-. Lo recordaré.
Dio la impresión de que ya nos lo habíamos dicho todo, aunque yo confiaba en que volveríamos a hablar algún día. Encontramos un taxi que nos condujo a Pest, y Hugh insistió en acompañarme hasta el vestíbulo del hotel. Nos estábamos despidiendo cordialmente cuando el recepcionista con el que había hablado antes salió como una exhalación de su cubículo y me agarró del brazo.
– ¡Herr Paul! -dijo en tono perentorio.
– ¿Qué ocurre?
Hugh y yo nos volvimos hacia el hombre. Era un individuo alto y encorvado, vestido con una chaqueta azul proletaria y provisto de un bigote digno de un guerrero huno. Tiró de mí para que me acercara y habló en voz baja. Conseguí indicar con un ademán a Hugh que no se marchara. No había nadie más a la vista y no quería afrontar solo una nueva crisis.
– Herr Paul, sé quién estuvo en su Zimmer esta tarde.
– ¿Qué? ¿Quién?
El recepcionista empezó a canturrear y a mirar a su alrededor y se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta de una manera que habría debido ser significativa si yo hubiera entendido el significado. Me pregunté si sería un poco retrasado.
– Quiere una propina -tradujo Hugh en voz baja.
– Oh, por el amor de Dios -dije exasperado, pero daba la impresión de que los ojos del hombre se habían vidriado, y sólo volvieron a brillar cuando saqué dos enormes billetes húngaros. Los aceptó con aire furtivo y los ocultó en el bolsillo, pero no dijo nada que reconociera mi capitulación.
– Herr norteamericano -susurró-, sé que no sólo hubo ein hombre esta tarde. Dos hombres. Uno llega primero, hombre muy importante. Después el otro. Le veo cuando subo con una maleta a otra Zimmer. Entonces los veo. Hablan. Salen juntos.
– ¿Nadie los detuvo? -repliqué irritado-. ¿Quiénes eran? ¿Eran húngaros?
El hombre no paraba de mirar alrededor de él y tuve que reprimir las ansias de
estrangularle. Esa atmósfera de censura me estaba crispando los nervios. Mi expresión debía de ser de furia, porque Hugh apoyó una mano en mi brazo para tranquilizarme.
– Importante hombre, húngaro. Otro hombre, no húngaro.
– ¿Cómo lo sabe?
Bajó la voz.
– Un hombre húngaro, pero hablar anglisch juntos.
No volvió a hablar, pese a mis preguntas cada vez más amenazadoras. Puesto que, al parecer, había decidido que ya me había facilitado suficiente información por los forints que le había dado, quizá no habría pronunciado ni una palabra más, de no ser por algo que pareció llamar su atención de súbito. Estaba mirando algo a mi espalda, y al cabo de un segundo yo también me volví y seguí su mirada a través de la gran vidriera de la puerta del hotel. Durante una fracción de segundo vi un semblante ansioso de ojos hundidos que había llegado a conocer demasiado bien, un rostro que pertenecía a una tumba, no a una calle. El recepcionista estaba farfullando, apretando mi brazo.
– Ahí está, con su cara de demonio… ¡El anglascher!
Emitiendo una especie de aullido me solté del recepcionista y corrí hacia la puerta. Hugh, con gran presencia de ánimo -me di cuenta después-, se apoderó de un paraguas del paragüero que había al lado del mostrador y salió tras de mí. Pese a mi impetuosidad, seguí aferrando con firmeza el maletín, lo cual me impidió correr más deprisa. Fuimos de un lado a otro, recorrimos la calle de arriba abajo, pero fue inútil. Ni siquiera había oído los pasos del hombre, y no sabía en qué dirección había huido.
Por fin me detuve para apoyarme contra un edificio y recuperar el aliento. Hugh también jadeaba.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó agotado.
– El bibliotecario -dije cuando logré articular algunas palabras-. El que nos siguió hasta Estambul. Estoy seguro de que era él.
– Santo Dios. -Hugh se secó la frente con la manga-. ¿Qué está haciendo aquí?
– Intentar apoderarse del resto de mis notas -gemí-. Puede que no me creas, pero es un vampiro, y ahora le hemos atraído hasta esta hermosa ciudad.
En realidad, dije más que eso, y Hugh debió reconocer en nuestro idioma común todas las variantes norteamericanas de la furia. Pensar en la maldición que estaba arrastrando tras de mí casi anegó mis ojos en lágrimas.
– Venga, venga -dijo Hugh en tono tranquilizador-. Aquí ya ha habido vampiros antes.
Pero tenía el rostro blanco y miraba a su alrededor con el paraguas bien sujeto.
– ¡Maldita sea!
Di un puñetazo al edificio.
– Has de estar alerta -dijo Hugh sin inmutarse-. ¿Ha vuelto la señorita Rossi?
– ¡Helen! -No había pensando en ella todavía, y Hugh estuvo a punto de sonreír al oír mi exclamación-. Iré a preguntar. También llamaré al profesor Bora. Escucha, Hugh, tú también has de estar alerta. Ve con cuidado, ¿de acuerdo? Te ha visto conmigo, y da la impresión de que eso no trae suerte a nadie.
– No te preocupes por mí. -Hugh estaba contemplando el paraguas con aire pensativo-. ¿Cuánto le pagaste a ese empleado?
Reí pese a mi agotamiento.
– Dos billetes grandes. ¿Te parece mucho?
– Sí, pero no se lo digas a nadie.
Nos estrechamos la mano con cordialidad y Hugh desapareció en dirección a su hotel, que no se hallaba lejos del nuestro. No me hizo gracia que se fuera solo, pero había gente en la calle que paseaba y hablaba. En cualquier caso, sabía que siempre haría las cosas a su manera. Era ese tipo de hombre.
De vuelta al vestíbulo del hotel, no vi ni rastro del aterrorizado empleado. Tal vez se debía a que su turno había terminado, pues un joven recién afeitado ocupaba su lugar detrás del
mostrador de recepción. Me mostró que la llave de la habitación de Helen colgaba todavía de su gancho, por lo que supuse que debía estar aún con su tía. El joven me dejó utilizar el teléfono tras pactar con meticulosidad el coste de la llamada. El teléfono de Turgut sonó cuando probé por segunda vez. Me molestaba llamar desde el teléfono del hotel, pues sabía que podía estar pinchado, pero era la única posibilidad a aquella hora. Debía confiar en que nuestra conversación fuera demasiado peculiar para ser comprendida. Por fin, oí un chasquido en la línea y después la voz de Turgut, lejana pero jovial, que contestaba en turco.
– ¡Profesor Bora! -grité-. Turgut, soy Paul, y llamo desde Budapest.
– ¡Paul, querido amigo! -Pensé que nunca había oído nada más dulce que aquella voz distante y estruendosa-. Hay problemas en la línea. Dame tu número, por si acaso se corta.
El recepcionista me lo dio y se lo grité a Turgut.
– ¿Cómo estás? -gritó a su vez-. ¿Le has encontrado?
– ¡No! -grité-. Estamos bien, y hemos descubierto más cosas, pero ha ocurrido algo espantoso.
– ¿A qué te refieres? -Percibí su consternación al otro lado de la línea-. ¿Alguno de vosotros ha resultado herido?
– No, estamos bien, pero el bibliotecario nos ha seguido hasta aquí. -Oí una retahíla de palabras que habrían podido significar alguna maldición shakesperiana, pero era imposible diferenciarlas debido a las interferencias-. ¿Qué crees que deberíamos hacer?
– Aún no lo sé. -La voz de Turgut se oía con algo más de claridad-. ¿Llevas encima siempre el equipo que te regalé?
– Sí, pero no puedo acercarme lo bastante a ese demonio para utilizarlo. Creo que hoy ha registrado mi habitación mientras estábamos en el congreso, y al parecer alguien le ayudó.
Quizá la policía estaba escuchando en ese momento. ¿Quién sabía las conclusiones a las que llegaría?
– Ve con mucho cuidado, profesor. -Turgut parecía preocupado-. No tengo ningún consejo prudente para ti, pero pronto tendré noticias, tal vez incluso antes de que vuelvas a Estambul. Me alegro de que hayas llamado esta noche. El señor Aksoy y yo hemos encontrado un nuevo documento, uno que ninguno de los dos había visto nunca. Lo encontró en el archivo de Mehmet. Este documento fue escrito por un monje de la iglesia ortodoxa oriental en 1477 y ha de ser traducido.
Había interferencias en la línea otra vez y tuve que gritar.
– ¿Has dicho 1477? ¿En qué idioma está?
– No te oigo, querido muchacho -vociferó Turgut muy lejos-. Ha descargado una tormenta sobre la ciudad. Te llamaré mañana por la noche.
Una babel de voces (ignoro si eran húngaras o turcas) nos interrumpió y ahogó sus siguientes palabras. Se oyeron más chasquidos y después la línea se cortó. Colgué lentamente y me pregunté si debía volver a llamar, pero el empleado ya me estaba quitando el teléfono con expresión preocupada y anotando lo que le debía en un trozo de papel.
Pagué apesadumbrado y me quedé inmóvil un momento, pues no me apetecía subir a mi nueva habitación, a la que me habían permitido llevar los útiles de afeitar y una camisa limpia. Me estaba desanimando a marchas forzadas. Había sido un día muy largo, y el reloj del vestíbulo me informó de que eran casi las once.
Todavía me habría deprimido más si un taxi no hubiera parado en aquel momento. Helen bajó y pagó al conductor, y después entró por la gran puerta. Aún no me había visto junto al mostrador, pero su expresión era seria y reservada, con una intensa melancolía que ya había observado alguna vez. Iba envuelta en un chal de lana aterciopelada negra y roja que yo nunca había visto, tal vez regalo de su tía. Suavizaba las duras líneas de su vestido y hombros y dotaba de un resplandor blanco y luminoso a su piel, incluso bajo la áspera luz del vestíbulo. Parecía una princesa, y la miré con descaro un momento antes de que ella me viera. No era tan sólo su belleza, destacada por la suave lana y el ángulo majestuoso de su barbilla, lo que me tenía encandilado. Estaba recordando una vez más, con un estremecimiento de inquietud, el retrato que Turgut guardaba en su estudio: la orgullosa cabeza, la nariz larga y recta, los grandes ojos oscuros de espesas pestañas. Quizá se debía a que estaba muy cansado, me dije, y cuando Helen me vio y sonrió, la imagen desapareció de mi mente.
Si no hubiera despertado a Barley, o si él hubiera estado solo, creo que habría cruzado dormido la frontera de España, para ser rudamente despertado por los oficiales de aduanas españoles. Pero bajó tambaleante al andén de la estación de Perpiñán medio dormido, y fui yo quien preguntó el camino a la estación de autobuses. El revisor de la chaqueta azul frunció el ceño, como si pensara que a esas horas deberíamos estar en casa, pero fue lo bastante amable para localizar nuestras bolsas huérfanas detrás del mostrador de la estación. ¿Adónde íbamos? Le dije que queríamos ir en autobús a Les Bains, y el hombre meneó la cabeza. Tendríamos que esperar hasta el día siguiente, ¿no me había dado cuenta de que era casi medianoche? Había un hotel limpio en aquella misma calle, donde yo y mi…
«hermano», me apresuré a aclarar, encontraríamos habitación. El revisor nos miró de arriba abajo, se fijó en mi tez morena y mi extrema juventud, supuse, y en el cuerpo larguirucho y rubio de Barley, pero se limitó a chasquear la lengua y siguió su camino.
El día amaneció más claro y hermoso que el anterior, y cuando me reuní con Helen en el comedor del hotel para desayunar, mis presentimientos de la noche anterior eran ya un sueño lejano. El sol entraba a través de las polvorientas ventanas y bañaba los manteles blancos y las pesadas tazas de café. Helen estaba tomando notas en una pequeña libreta.
– Buenos días -dijo con afabilidad cuando me senté y me serví café-. ¿Estás preparado para conocer a mi madre?
– No he pensado en otra cosa desde que llegamos a Budapest -confesé-. ¿Cómo vamos a ir allí?
– Su pueblo está en una ruta de autobús que hay al norte de la ciudad. Sólo hay un autobús de ida los domingos por la mañana, de modo que no debemos perderlo. El viaje dura una
hora, a través de unos suburbios muy aburridos.
Dudaba de que esa excursión pudiera aburrirme, pero no dije nada. De todos modos, algo seguía preocupándome.
– Helen, ¿estás segura de que quieres que te acompañe? Podrías hablar con ella a solas. Tal vez eso sería menos violento para ella que aparecer con un completo desconocido, un estadounidense además. ¿Y si mi presencia le molesta?
– Es justo tu presencia lo que conseguirá que hable con más espontaneidad -replicó Helen con firmeza-. Conmigo es muy reservada, ya lo sabes. La fascinarás.
– Bien, nunca me habían acusado de ser fascinante.
Me serví tres rebanadas de pan y un poco de mantequilla.
– No te preocupes. No lo eres. -Helen me dedicó su sonrisa más sardónica, pero creí captar un brillo de afecto en sus ojos-. Sé que es fácil fascinar a mi madre.
No añadió: «Si Rossi la fascinó, ¿por qué tú no?» Pensé que lo mejor era soslayar el tema.
– Supongo que le habrás avisado de que vengo.
Me pregunté, mientras la miraba, si hablaría a su madre de la agresión del bibliotecario.
Llevaba el pequeño pañuelo ceñido con firmeza alrededor del cuello y me esforcé en no mirarlo.
– Tía Eva le envió un mensaje anoche -dijo Helen con calma, y me pasó las confituras. Después de subir al autobús en el límite norte de la ciudad, el vehículo serpenteó con parsimonia entre los suburbios, tal como Helen había anunciado, primero bordeando barrios antiguos muy castigados por la guerra y luego un montón de edificios más nuevos, que se alzaban altos y blancos como lápidas de gigantes. Éste era el progreso comunista que, con frecuencia, se explicaba con hostilidad en Occidente, pensé, amontonar a millones de personas de Europa del Este en rascacielos esterilizados. El autobús paró en algunos de esos complejos, y me pregunté hasta qué punto estarían esterilizados. Alrededor de la base de cada uno se veían huertos caseros llenos de hierbas y hortalizas, flores de vivos colores y mariposas. En un banco que había delante de un edificio, cerca de la estación de autobuses, dos ancianos con camisa blanca y chaleco negro estaban jugando una partida en un tablero, pero la distancia me impidió ver a qué jugaban. Varias mujeres subieron al autobús con blusas bordadas de alegres colores (¿el atuendo dominical?), y una llevaba una jaula con una gallina viva dentro. El conductor aceptó su presencia sin más y su propietaria se acomodó en la parte posterior con una labor de punto.
Cuando dejamos atrás los suburbios, el autobús se desvió por una carretera rural, donde vi campos fértiles y amplias carreteras polvorientas. A veces adelantábamos a una carreta tirada por un caballo (la carreta era como una cesta hecha con ramas de árbol), conducida por un granjero vestido con un sombrero de fieltro y chaleco. De vez en cuando veía algún automóvil que, en Estados Unidos, habría estado en un museo. La tierra era de un verde precioso, limpia, y sauces de hojas amarillas se inclinaban sobre los arroyuelos que serpenteaban. De vez en cuando entrábamos en un pueblo. En ocasiones distinguía las cúpulas en forma de cebolla de una iglesia ortodoxa entre los demás campanarios. Helen también se agachó para mirar por delante de mí.
– Si continuáramos por esta carretera, llegaríamos a Esztergom, la primera capital de los reyes húngaros. Valdría la pena verla si tuviéramos tiempo.
– La próxima vez -mentí-. ¿Por qué eligió tu madre vivir aquí?
– Se trasladó cuando iba todavía al instituto, para estar cerca de las montañas. Yo no quise ir con ella. Me quedé en Budapest con Eva. Nunca le ha gustado la ciudad. Dijo que los montes Bórzsóny, al norte de aquí, le recordaban Transilvania. Va allí todos los domingos con un club excursionista, excepto cuando ha nevado mucho.
Esto añadía una pieza más al mosaico de la madre de Helen que yo estaba construyendo en mi mente.
– ¿Por qué no se fue a vivir a las montañas?
– Allí no hay trabajo. Casi toda la zona es parque nacional. Además, mi tía se lo habría prohibido, y puede ser muy severa. Ya cree que mi madre se ha aislado demasiado.
– ¿Dónde trabaja tu madre?
Vi una parada de autobús. La única persona que esperaba era una anciana vestida de negro de pies a cabeza, con un pañuelo negro en la cabeza y un ramo de flores rojas y rosas en una mano. No subió al autobús cuando frenó, ni saludó a ninguno de los pasajeros que bajaron. Cuando nos alejamos, la vi siguiéndonos con la mirada, sosteniendo su ramo.
– Trabaja en un centro cultural del pueblo, llena papeles, escribe a máquina y prepara café para los alcaldes de ciudades más importantes cuando van de visita. Le he dicho que es un trabajo degradante para alguien de su inteligencia, pero siempre se encoge de hombros y sigue haciéndolo. Mi madre se ha especializado en la sencillez. -Había una nota de amargura en la voz de Helen, y me pregunté si pensaba que esa sencillez no sólo había perjudicado la carrera de su madre, sino las oportunidades de su hija. Tía Eva se había encargado de eso, recordé. Helen estaba exhibiendo su sonrisa torcida, escalofriante-. Ya lo verás.
Un letrero en las afueras identificaba el pueblo de la madre de Helen, y al cabo de pocos minutos nuestro autobús paró en una plaza rodeada de sicomoros polvorientos, con una iglesia cerrada con tablas a un lado. Una anciana, gemela de la abuela vestida de negro que había visto en el último pueblo, esperaba sola bajo la marquesina de la parada. Dirigí una mirada inquisitiva a Helen, pero ella negó con la cabeza, y la anciana abrazó a un soldado que había bajado delante de nosotros.
Helen parecía saber que nadie saldría a recibirnos, y me guió a buen paso por calles laterales, entre casas silenciosas con flores en las jardineras de las ventanas, que tenían los postigos cerrados para protegerse del sol. Un hombre de edad avanzada, sentado en una silla de madera ante una casa, inclinó la cabeza y se tocó el sombrero. Cerca del final de la calle había un caballo gris atado a un poste, bebiendo agua con avidez de un cubo. Dos mujeres en bata y zapatillas hablaban en la terraza de un café, que daba la impresión de estar cerrado. Desde el otro lado de los campos se oía la campana de una iglesia, y más cerca, los trinos de los pájaros posados en los tilos. Por todas partes se escuchaba un canturreo adormecedor en el aire. La naturaleza se hallaba sólo a un paso de distancia, si sabías la dirección que debías tomar.
Después la calle terminaba bruscamente en un campo invadido por malas hierbas. Helen llamó a la puerta de la última casa. Era muy pequeña, de estuco amarillo con tejado rojo, y parecía recién pintada.
El tejado se proyectaba hacia fuera, de manera que formaba un porche natural, y la puerta principal era de madera oscura, con una gran aldaba oxidada. La casa se hallaba algo apartada de sus vecinas, sin huerto ni acera, al contrario que muchas otras casas de la calle con su acera recién puesta. Debido a la espesa sombra del alero, por un momento no pude ver la cara de la mujer que respondió a la llamada de Helen. Después la distinguí con claridad, y al cabo de un momento estaba abrazando a Helen y besando su mejilla, con calma, casi con formalidad, y se volvió para estrechar mi mano.
No sé muy bien qué era exactamente lo que yo esperaba. Tal vez la historia de la deserción de Rossi y el nacimiento de Helen me había conducido a recrear en mi mente una belleza avejentada de ojos tristes, melancólica, incluso desamparada. La mujer que tenía delante se erguía tan tiesa como Helen, aunque era algo más baja y corpulenta que su hija, y su rostro era de facciones firmes y risueñas, mejillas redondas y ojos oscuros. Llevaba el pelo oscuro ceñido en un moño. Se había puesto un vestido de algodón a rayas y un delantal floreado.
Al contrario que tía Eva, no utilizaba maquillaje ni joyas y su atuendo era similar al de las amas de casa que había visto en la calle. De hecho, debía de haber estado ocupada en tareas domésticas, porque llevaba las mangas subidas hasta los codos. Estrechó mi mano con cordialidad, sin decir nada, pero con la vista clavada en mis ojos. Después, sólo un momento, vi a la chica tímida que debía haber sido más de veinte años antes, agazapada en las profundidades de aquellos ojos oscuros rodeados de arrugas.
Nos invitó a entrar, y con un gesto indicó que nos sentáramos a la mesa, donde había dispuesto tres tazas desportilladas y una bandeja de panecillos. Percibí el aroma del café recién hecho. También había estado cortando verduras, y un penetrante aroma a cebollas y patatas crudas impregnaba la habitación.
Observé que era la única habitación, aunque procuré no mirar a mi alrededor con excesivo descaro. Hacía las veces de cocina, dormitorio y zona de descanso. Estaba inmaculadamente limpia, la estrecha cama en un rincón con un edredón blanco y adornada con varias almohadas blancas, bordadas con alegres colores. Junto a la cama había una mesa, sobre la cual descansaban un libro, una lámpara con un tubo de cristal y unas gafas, y al lado una silla pequeña. Al pie de la cama vi una cómoda de madera con flores pintadas.
La zona de la cocina, donde estábamos sentados, consistía en unos fogones, una mesa y sillas. No había electricidad, ni cuarto de baño (me enteré de la existencia del retrete del jardín posterior un poco más tarde). En una pared colgaba un calendario con una fotografía de obreros en una fábrica, y en otra pared, una labor de bordado en colores rojo y blanco.
Había flores en un jarrón y cortinas blancas en las ventanas. Una diminuta estufa de leña se alzaba cerca de la mesa de la cocina, con pilas de troncos al lado. La madre de Helen me sonrió, todavía con un poco de timidez, y entonces advertí por primera vez su parecido con tía Eva, y quizás intuí algo de lo que había atraído a Rossi. Su sonrisa transmitía una calidez excepcional, que se desplegaba poco a poco, y después bañaba su rostro de una franqueza absoluta, casi resplandeciente. Se desvaneció también poco a poco, cuando se sentó para seguir cortando verduras. Me miró de nuevo y dijo algo en húngaro a Helen.
– Quiere que te sirva yo el café.
Helen me acercó una taza, a la que añadió azúcar de una lata. La madre de Helen dejó el cuchillo para empujar la bandeja de panecillos hacia mí. Acepté uno y le di las gracias con las dos torpes palabras que sabía en húngaro. Aquella radiante y pausada sonrisa empezó a destellar otra vez, y paseó la mirada entre Helen y yo, para luego decirle algo que no
entendí. Helen enrojeció y se volvió hacia el café.
– ¿Qué ha dicho?
– Nada. Ideas pueblerinas de mi madre, eso es todo. -Vino a sentarse a la mesa, dejó el
café ante su madre y se sirvió una taza-. Bien, Paul, si nos perdonas, voy a preguntarle qué tal está y qué novedades han ocurrido en el pueblo.
Mientras hablaban, Helen con su voz de contralto y su madre entre murmullos, dejé vagar mi mirada por la habitación. Esa mujer no sólo vivía con una notable sencillez (tal vez igual que sus vecinos), sino en una gran soledad. Sólo había dos o tres libros a la vista, ningún animal, ni siquiera una maceta con una planta. Era como la celda de una monja.
Mirándola a hurtadillas, me di cuenta de lo joven que era, mucho más joven que mi madre.
Aunque se podían distinguir algunas hebras blancas en la raya del peinado, y los años habían agrietado su rostro, su aspecto general era sano y saludable, provisto de un atractivo que no tenía nada que ver con la moda o la edad. Podría haberse casado muchas veces, reflexioné, pero había elegido vivir en aquel silencio conventual. Me sonrió de nuevo y yo le correspondí. Su rostro era tan cordial que tuve que resistir el impulso de extender la mano y estrechar la suya mientras pelaba una patata.
– Mi madre quiere saber todo sobre ti -dijo Helen, y con su ayuda contesté a todas las preguntas con la mayor exactitud posible, cada una formulada en sereno húngaro, con una mirada escrutadora de la interlocutora, como si el poder de su mirada bastara para que yo la entendiera. ¿De qué parte de Estados Unidos era? ¿Por qué había ido allí? ¿Quiénes eran mis padres? ¿Les preocupaba que hubiera viajado tan lejos? ¿Cómo había conocido a Helen? En este punto introdujo varias preguntas que Helen no se molestó en traducir, una de ellas mientras acariciaba la mejilla de su hija. Helen parecía indignada, y yo no insistí en pedir explicaciones. En cambio, seguimos con mis estudios, mis planes, mis platos favoritos.
Cuando la madre de Helen se quedó satisfecha, se levantó y empezó a disponer verduras y pedazos de carne en una gran bandeja, que especió con algo rojo de un bote que había encima de la cocina y luego introdujo en el horno. Se secó las manos en el delantal y volvió a sentarse. Luego nos miró sin hablar, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Por fin, Helen se removió, y supe por su carraspeo que pretendía abordar el propósito de nuestra visita. Su madre la miró en silencio, sin cambiar de expresión, hasta que Helen me señaló al tiempo que pronunciaba la palabra «Rossi». Tuve que apelar a toda mí serenidad, sentado a una mesa de un pueblo alejado de todo cuanto me era familiar, para clavar mis ojos en el rostro calmo sin encogerme. La madre de Helen parpadeó una vez, casi como si alguien hubiera amenazado con abofetearla, y por un segundo sus ojos se desviaron hacia mi cara. Después asintió con aire pensativo y formuló una pregunta a Helen.
– Quiere saber desde cuándo conoces al profesor Rossi. -Desde hace tres años.
– Ahora le explicaré su desaparición -dijo Helen.
Con dulzura y determinación, no tanto como si estuviera hablando con una niña como si se obligara a continuar en contra de su voluntad, Helen habló a su madre. A veces me señalaba, y de vez en cuando formaba una imagen en el aire con las manos. Al fin, capté la palabra Drácula, y entonces ví que la madre de Helen palidecía y se aferraba al borde de la mesa. Los dos nos pusimos de pie de un salto, y Helen le sirvió enseguida un vaso de agua de la jarra. Su madre dijo algo con voz rápida y ronca. Helen se volvió hacia mí.
– Dice que siempre supo que esto sucedería.
Me quedé sin saber qué hacer, pero la madre de Helen tomó unos sorbos de agua y pareció recobrarse un poco. Alzó la vista y después, ante mi sorpresa, cogió mi mano como yo había querido tomar la suya unos minutos antes y me llevó de nuevo hacia la silla. Sujetó mi mano con ternura, acariciándola como si calmara a un niño. Fui incapaz de imaginar a una mujer de mi cultura haciendo algo así la primera vez que conocía a un hombre, pero nada se me antojó más natural. Comprendí lo que Helen había querido decir cuando comentó que, de las dos mujeres mayores de su familia, su madre sería la que me caería mejor.
– Mi madre quiere saber si crees de verdad que Drácula secuestró al profesor Rossi.
Respiré hondo.
– Sí.
– También desea saber si quieres al profesor Rossi.
La voz de Helen era algo desdeñosa, pero su expresión mostraba una gran seriedad. Si hubiera podido tomar su mano con la que me quedaba libre, lo habría hecho.
– Moriría por él -dije.
Repitió esto a su madre, quien de repente estrujó mi mano con una garra de hierro.
Comprendí más tarde que era una mano endurecida por el trabajo incesante. Sentí la aspereza de los dedos, los callos de las palmas, los nudillos hinchados. Contemplé aquella mano pequeña pero fuerte y vi que era muchos años más vieja que la mujer a la que pertenecía.
Al cabo de un momento, la madre de Helen soltó mi mano y se acercó a la cómoda que había al pie de la cama. La abrió poco a poco, apartó algunos objetos y sacó lo que identifiqué al instante como un paquete de cartas. Helen abrió los ojos sorprendida y formuló una pregunta en tono perentorio. Su madre no dijo nada, volvió en silencio a la mesa y depositó el paquete en mi mano.
Las cartas estaban guardadas en sobres sin sellos, amarillentas a causa de su antigüedad y atadas con un cordel rojo deshilachado. Cuando me las dio, cerró mis dedos sobre el cordel con ambas manos, como si me animara a acariciarlas. Me bastó una mirada a la letra del primer sobre para ver que era de Rossi, y para leer el nombre al que estaban dirigidas. Yo ya conocía el nombre, en los recovecos de mi memoria, e iban dirigidas al Trinity College, Universidad de Oxford, Inglaterra.
Muchas cosas extrañas más habían ocurrido, y tendría que haberme sentido cansado, pero recuerdo que tomé nota con una especie de meticulosidad eufórica.
Me emocioné mucho cuando sostuve las cartas de Rossi en las manos, pero antes de pensar en ellas tenía que cumplir con una obligación.
– Helen -dije, y me volví hacia ella-, sé que a veces has sospechado que yo no creía en la historia de tu nacimiento. La verdad es que hubo momentos en que lo dudé. Te ruego que me perdones.
– Estoy tan sorprendida como tú -contestó Helen en voz baja-. Mi madre nunca me habló de las cartas de Rossi. Pero no iban dirigidas a ella, ¿verdad? Al menos, esta primera no.
– No -dije-, pero reconozco el nombre. Fue un gran historiador de la literatura inglesa.
Escribió libros sobre el siglo dieciocho. Leí uno en la universidad. Además, Rossi le describió en las cartas que me entregó.
Helen mostró una expresión perpleja.
– ¿Qué tiene esto que ver con Rossi y mi madre?
– Todo quizá. ¿No lo entiendes? Debía ser Hedges, el amigo de Rossi. Así le llamaba él, ¿te acuerdas? Rossi debió escribirle desde Rumania, aunque eso no explica por qué las cartas se hallan en poder de tu madre.
La madre de Helen estaba sentada con las manos enlazadas y nos miraba con una expresión de infinita paciencia, pero creí detectar un rubor de nerviosismo en su cara. Después habló y Helen me tradujo.
– Dice que te contará toda la historia.
Helen habló con voz estrangulada y yo contuve la respiración.
Fue un proceso lento y dificultoso. La madre hablaba con lentitud y Helen hacía las veces de intérprete, aunque en ocasiones se interrumpía para expresarme su sorpresa. Por lo visto, Helen sólo conocía las líneas generales de esa historia y se sentía estupefacta. Cuando volví al hotel por la noche, la escribí de memoria como mejor supe. Recuerdo que me ocupó casi toda la noche. Para entonces, ya había amanecido.
– Cuando era pequeña, vivía en una diminuta aldea de P, en Transilvania, muy cerca del río Arges. Tenía muchos hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales aún viven en esa región. Mi padre siempre decía que descendíamos de familias nobles y antiguas, pero mis antepasados tuvieron una mala racha y yo crecí sin zapatos ni mantas de abrigo. Era una región pobre, y la única gente que vivía bien allí eran unas cuantas familias húngaras, en sus grandes villas erigidas río abajo. Mi padre era muy estricto y todos temíamos su látigo.
Mi madre estaba enferma con frecuencia. Yo trabajaba en un campo de las afueras del pueblo desde que era muy pequeña. A veces el cura nos traía comida u otros productos básicos, pero casi siempre nos las teníamos que arreglar sin ayuda.
»Cuando tenía dieciocho años, llegó una anciana a nuestra aldea desde un pueblo de las montañas, a la orilla del río. Era una vraca, una curandera, con poderes especiales para ver el futuro. Dijo a mi padre que tenía un regalo para él y sus hijos, que había oído hablar de nuestra familia y quería darle algo mágico que le pertenecía por derecho. Mi padre era un hombre impaciente, no tenía tiempo para viejas supersticiosas, aunque siempre había frotado todas las aberturas de nuestra casa con ajo (la chimenea y el marco de la puerta, la cerradura y las ventanas) para alejar a los vampiros. Expulsó con malos modales a la anciana, diciendo que no tenía dinero para darle a cambio de lo que ofrecía. Más tarde, cuando fui al pozo del pueblo a buscar agua, la vi al lado y le di un poco de agua y pan. Ella me bendijo y dijo que era más amable que mi padre y que recompensaría mi generosidad.
Sacó una diminuta moneda de una bolsa que llevaba al cinto y la depositó en mi mano. Me dijo que la escondiera y guardara a buen recaudo, porque pertenecía a nuestra familia.
También dijo que procedía de un castillo erigido sobre el Arges.
»Yo sabía que debía enseñar la moneda a mi padre, pero no lo hice, porque pensé que se enfadaría al saber que había hablado con la vieja bruja. La escondí debajo de una esquina de la cama que compartía con mis hermanas y no se lo dije a nadie. A veces la sacaba cuando nadie miraba, la sostenía en la mano y me preguntaba cuál había sido la intención de la mujer al dármela. En una cara de la moneda había un extraño ser de cola ensortijada y en la otra un pájaro y una cruz diminuta.
»Transcurrieron un par de años y yo continué trabajando en la tierra de mi padre y ayudando a mi madre en casa. El hecho de tener varias hijas desesperaba a mi padre. Decía que nunca nos casaríamos porque era demasiado pobre para aportar una dote, y que siempre le causaríamos problemas. Pero mi madre nos decía que todo el pueblo afirmaba que, como éramos tan guapas, alguien se casaría con nosotras a la larga. Yo procuraba mantener la ropa limpia y llevar el pelo bien peinado y las trenzas perfectas para poder elegir algún día.
No me gustaba ninguno de los jóvenes que me pedían bailar en las fiestas, pero sabía que pronto tendría que casarme con alguno para quitar un peso de encima a mis padres. Hacía mucho tiempo que mi hermana Eva se había ido a Budapest con una familia húngara para la cual trabajaba y a veces nos enviaba un poco de dinero. En una ocasión hasta llegó a mandarme un par de buenos zapatos, zapatos de piel como los que se llevaban en las ciudades, de los que estaba muy orgullosa.
»Ésta era mi situación en la vida cuando conocí al profesor Rossí. Era poco habitual que vinieran a nuestro pueblo extranjeros, sobre todo uno llegado de tan lejos, pero un día todo el mundo fue propagando la noticia de que un hombre de Bucarest había ido a la taberna acompañado de un hombre de otro país. Estaban haciendo preguntas sobre los pueblos que bordeaban el río y sobre el castillo en ruinas de las montañas, a un día de viaje a pie desde nuestro pueblo. El vecino que se dejó caer por casa para contárnoslo también susurró algo a mi padre cuando estaban sentados en el banco de fuera. Mi padre se persignó y escupió en el polvo.
»-Paparruchas y disparates -dijo-. Nadie debería ir por ahí haciendo esas preguntas. Es una invitación al demonio.
»Pero yo sentía curiosidad. Salí a buscar agua para saber más cosas, y cuando entré en la plaza del pueblo, vi a los forasteros sentados a una de las dos mesas de la terraza de la taberna, hablando con un anciano que siempre rondaba por el lugar. Uno de los forasteros era grande y moreno, como un gitano, pero con ropa de ciudad. El otro llevaba una chaqueta marrón de un estilo que yo nunca había visto, pantalones anchos embutidos en botas de montaña y un ancho sombrero marrón en la cabeza. Me quedé al otro lado de la plaza, cerca del pozo, pero desde allí no podía ver la cara del extranjero. Dos amigas mías quisieron verlo de más cerca y me susurraron que las acompañara. Lo hice de mala gana, sabiendo que mi padre no lo aprobaría.
»Cuando pasamos ante la taberna, el extranjero alzó la vista y vi sorprendida que era joven y guapo, de barba dorada y brillantes ojos azules, como la gente de los pueblos alemanes de nuestro país. Fumaba en pipa y hablaba en voz baja con su acompañante. En el suelo, a su lado, había una bolsa de lona gastada con correas para colgar del hombro, y estaba escribiendo algo en un libro con tapas de cartón. Su expresión me gustó al instante: abstraída, dulce y muy despierta, todo al mismo tiempo. Se tocó el sombrero para saludarnos y apartó la vista. El hombre feo le imitó, pero nos miró fijamente, y luego siguieron hablando con el viejo Ivan y tomando notas. Tuve la impresión de que el hombre grande hablaba con Ivan en rumano y después se volvía hacia el más joven y decía algo en un idioma que no entendí. Me alejé a toda prisa con mis amigas, pues no quería que el guapo forastero pensara que era más atrevida que ellas.
»A la mañana siguiente corrió el rumor por el pueblo de que los forasteros habían dado dinero a un joven en la taberna para que les guiara hasta el castillo en ruinas llamado Poenari, que dominaba el Arges. Se habían ido de noche. Oí a mi padre contar a uno de sus amigos que estaban buscando el castillo del príncipe Vlad. Se acordaba de cuando el idiota con cara de gitano había ido en su busca en una ocasión anterior. "Un idiota nunca aprende", había dicho mi padre furioso. Yo nunca había oído ese nombre: príncipe Vlad. La gente de nuestro pueblo llamaba al castillo Poenari o Arefu. Mi padre dijo que el hombre
que había guiado a los forasteros estaba desesperado por conseguir algo de dinero. Juró que ninguna cantidad le convencería de pasar la noche allí, porque las ruinas estaban plagadas de malos espíritus. Dijo que el extranjero debía estar buscando un tesoro, lo cual era una estupidez, porque todos los tesoros del príncipe que había habitado el castillo estaban enterrados a una gran profundidad y protegidos con un hechizo maléfico. Mi padre dijo que si alguien lo encontraba, y después de un exorcismo, él debería quedarse con una parte, porque le pertenecía por derecho. Después se dio cuenta de que mi hermana y yo estábamos escuchando y cerró la boca al instante.
»Lo que mi padre había dicho me recordó la pequeña moneda que la anciana me había dado, y pensé con sentimiento de culpa que tendría que haberla entregado a mi padre, pero me rebelé y decidí intentar regalar mi moneda al guapo extranjero, puesto que estaba buscando un tesoro en el castillo. Cuando tuve la oportunidad, saqué la moneda de su escondite y la envolví en un pañuelo, que até a mi delantal.
»El extranjero no apareció en dos días, y después le vi sentado solo a la misma mesa, con aspecto de extremo cansancio, y las ropas sucias y rotas. Mis amigas me dijeron que el gitano se había ido el día anterior y que el extranjero estaba solo. Nadie sabía por qué había querido prolongar su estancia. Se había quitado el sombrero, de modo que pude ver su cabello castaño claro desgreñado. Había otros hombres con él, y estaban bebiendo. No me atreví a acercarme más o hablar con el extranjero, debido a los hombres que le acompañaban, de manera que me paré a charlar un rato con una amiga. Mientras hablábamos, el extranjero se levantó y desapareció en el interior de la taberna.
»Me sentí muy triste y pensé que sería imposible darle la moneda, pero la suerte me acompañó aquella tarde. Justo cuando me estaba marchando del campo de mi padre, donde me había quedado trabajando mientras mis hermanos y hermanas se dedicaban a otros menesteres, vi que el extranjero caminaba solo junto a la linde del bosque. Seguía el sendero paralelo a la orilla del río, con la cabeza agachada y las manos enlazadas a la espalda. Estaba completamente solo, y ahora que tenía la oportunidad de hablar con él, me sentí aterrada. Para armarme de valor, apreté el nudo del pañuelo donde llevaba la moneda.
Caminé hacia él y me paré en mitad del sendero, a la espera de que se acercara.
»La espera se me antojó eterna. No se dio cuenta de mi presencia hasta que casi estuvimos cara a cara. Entonces levantó la vista de repente y se quedó sorprendido. Se quitó el sombrero y se apartó, como para dejarme pasar, pero yo seguí inmóvil, armándome de valor, y le dije hola. Inclinó la cabeza un poco, sonrió y nos estuvimos mirando un momento. Nada en su rostro o su comportamiento me asustaba, pero la timidez me abrumaba.
»Antes de que el valor me abandonara, desaté el pañuelo de mi cinturón y desenvolví la moneda. Se la di en silencio, la tomó de mi mano y le dio la vuelta. Luego la examinó con detenimiento. De pronto, su rostro se iluminó y me dirigió una mirada penetrante, como si pudiera leer en mi corazón. Tenía los ojos más azules y brillantes que puedas imaginar.
Sentí que un temblor recorría mi cuerpo.
»-¿De unde? ¿De dónde? -Gesticuló para aclararme su pregunta. Me sorprendió comprobar que sabía algunas palabras de mi idioma. Dio una patada en el suelo, y comprendí. ¿Había salido de la tierra? Negué con la cabeza-. ¿De unde?
»Intenté describirle a una anciana, con un pañuelo en la cabeza, encorvada sobre un bastón, y expliqué con gestos que ella me había dado la moneda. Asintió y frunció el ceño. Repitió la descripción de la anciana, y después señaló hacia nuestro pueblo.
»-¿De allí?
»-No. -Negué con la cabeza otra vez y señalé río arriba y hacia el cielo, en la dirección donde yo pensaba que estaban el castillo y el pueblo de la anciana. Señalé con el dedo en su dirección e imité unos pies andando. ¡Allí arriba! Su rostro se iluminó de nuevo y cerró la mano sobre la moneda. Después me la devolvió, pero yo la rechacé apuntando con el dedo hacía él, y sentí que me ruborizaba. Sonrió por primera vez y me hizo una reverencia. Yo experimenté la sensación de que el cielo se había abierto ante mí por un momento.
»-Multumesc -dijo-. Gracias.
»Entonces quise marcharme a toda prisa, antes de que mi padre me echara de menos en la cena, pero el extranjero me detuvo con un veloz movimiento. Se señaló con el dedo.
»-Ma numesc Bartholomeo Rossi -dijo. Lo repitió, y después lo escribió en la tierra.
Intentar pronunciarlo me hizo reír. Entonces me señaló con el dedo-. ¿Voi? ¿Cómo te llamas? -Se lo dije y lo repitió, sonriente-. ¿Familia?
»Daba la impresión de estar buscando las palabras a tientas.
»-El apellido de mi familia es Getzi -le dije.
»Dio la impresión de sorprenderse. Señaló en dirección al río, luego a mí, y repitió algo una y otra vez, seguido por la palabra Drakulya, que comprendí que significaba "del dragón"
Pero no lograba entender qué quería decir. Por fin, sacudió la cabeza y suspiró.
»-Mañana -dijo.
»Me señaló con el dedo, luego a sí mismo y después el lugar donde estábamos y el sol en el cielo. Comprendí que me estaba pidiendo que me encontrara con él la tarde siguiente a la misma hora. Sabía que mi padre se enfadaría mucho si se enteraba. Señalé el suelo que pisábamos y me llevé un dedo a los labios. No conocía otra forma de comunicarle que no hablara de esto a nadie del pueblo. Pareció sorprenderse, pero luego se llevó también el dedo a los labios y sonrió. Hasta aquel momento aún había sentido cierto miedo de él, pero su sonrisa era dulce y sus ojos azules centelleaban. Intentó una vez más devolverme la moneda, y cuando me negué a aceptarla de nuevo, inclinó la cabeza, se puso el sombrero y se internó en el bosque, volviendo sobre sus pasos. Comprendí que me estaba dejando volver sola al pueblo, y me alejé a toda prisa sin mirar atrás.
»Aquella tarde, a la mesa de mi padre, mientras lavaba y secaba los platos con mi madre, pensé en el extranjero. Pensé en sus ropas extranjeras, en sus corteses inclinaciones de cabeza, en su expresión, abstraída y despierta al mismo tiempo, en sus hermosos ojos brillantes. Pensé en él todo el día siguiente, mientras hilaba y tejía con mis hermanas, preparaba la comida, iba a buscar agua al pozo y trabajaba en los campos. Mi madre me riñó varias veces por no prestar atención a lo que estaba haciendo. Al atardecer me rezagué para terminar de escardar sola y me sentí aliviada cuando mis hermanos y mí padre desaparecieron en dirección al pueblo.
»En cuanto se fueron, corrí hacia la linde del bosque. El desconocido estaba sentado contra un árbol, y en cuanto me vio se puso en pie de un salto y me ofreció un asiento en un tronco cercano al sendero, pero yo tenía miedo de que alguien del pueblo pasara y le guié hacia el interior del bosque, con el corazón martilleando en mi pecho. Nos sentamos en sendas rocas. Los sonidos de los pájaros invadían el bosque. Era a principios de verano y todo estaba verde y tibio.
»El extranjero sacó del bolsillo la moneda que le había dado y la dejó con cuidado en el suelo. Después sacó un par de libros de la mochila y empezó a pasar las páginas.
Comprendí más tarde que eran diccionarios en rumano y otro idioma que él sabía. Con ucha parsimonia, y consultando a menudo los libros, me preguntó si había visto más monedas como la que le había regalado. Dije que no. Me explicó que el ser de la moneda era un dragón, y me preguntó si había visto ese dragón en algún otro sitio, en un edificio o en un libro. Dije que tenía uno en el hombro.
»Al principio no entendió lo que quería decirle. Yo estaba orgullosa de saber escribir nuestro alfabeto y leer un poco. Durante un tiempo hubo escuela en el pueblo, cuando era pequeña, y un cura había ido a darnos clase. El diccionario del extranjero era muy confuso para mí, pero juntos encontramos la palabra «hombro». Pareció perplejo y preguntó otra vez: «¿Drakul?» Sostuvo en alto la moneda. Yo toqué el hombro de mi blusa y asentí. Él clavó la vista en el suelo, ruborizado, y de repente pensé que yo era la valiente. Me abrí el chaleco de lana y me lo quité, y después desanudé el cuello de mi blusa. Mi corazón se había acelerado, pero algo se había apoderado de mí y no podía detenerme. El extranjero apartó la vista, pero yo desnudé mi hombro y señalé.
»No recordaba una época de mi vida en que no hubiera tenido allí un pequeño dragón verde oscuro impreso en mi piel. Mi madre decía que lo tatuaban en un niño de cada generación de la familia de mi padre, y que él me había elegido porque pensaba que de mayor sería la más fea. Contó que su abuelo le había dicho que era necesario para mantener alejados a los malos espíritus de nuestra familia. Sólo lo oí una o dos veces, porque a mi padre no le gustaba hablar de eso, y yo ni siquiera sabía qué miembro de su generación había sido el portador de la marca, si era él o alguno de sus hermanos o hermanas. Mi dragón parecía muy diferente del pequeño dragón de la moneda, de modo que hasta que el extranjero me preguntó si tenía algo más adornado con un dragón no relacioné los dos.
»El extranjero examinó con detenimiento el dragón de mi piel, sosteniendo la moneda a su lado, pero sin tocarme ni acercarse. Su cara seguía roja como un tomate, y pareció aliviado cuando me anudé la blusa de nuevo y me puse el chaleco. Cuando expliqué que lo había hecho mi padre, con la ayuda de una vieja del pueblo, una curandera, preguntó si podía hablar con mi padre al respecto. Yo sacudí la cabeza con tal violencia que volvió a ruborizarse. Después me explicó, con grandes apuros, que mi familia descendía del linaje de un príncipe malvado que había construido el castillo sobre el río. Habían llamado a este príncipe "el hijo del dragón", y había matado a mucha gente. Dijo que el príncipe se había convertido en un pricolic, un vampiro. Me persigné y pedí protección a la Virgen. Me preguntó si conocía esa historia y contesté que no. Me preguntó mi edad, y si tenía hermanos o hermanas y si vivía más gente en el pueblo que llevara nuestro apellido.
»Por fin señalé el sol, que casi se había puesto, para comunicarle que debía volver a casa, y él se levantó al instante con semblante serio. A continuación me dio la mano para ayudarme a levantarme. Cuando tomé su mano, el corazón me dio un brinco. Estaba confusa, y di medía vuelta enseguida, pero de repente pensé que estaba demasiado interesado en los malos espíritus y que podía correr peligro. Tal vez podría darle algo que le protegiera.
Señalé el suelo y el sol.
»-Ven mañana -dije.
»Vaciló un instante, y por fin sonrió. Se puso el sombrero y tocó el ala. Después
desapareció en el bosque.
»A la mañana siguiente, cuando fui al pozo, estaba sentado en la taberna con los ancianos, escribiendo algo otra vez. Sentí su mirada clavada en mí, pero no dio muestras de reconocerme. Me alegré mucho, porque comprendí que había guardado nuestro secreto. Por la tarde, cuando mis padres y hermanos estaban fuera de casa, hice algo muy malo. Abrí la cómoda de madera de mis padres y saqué de ella un pequeño cuchillo de plata que había visto dentro en ocasiones anteriores. Mi madre había dicho una vez que era para matar vampiros, si venían a molestar a la gente o los rebaños. También arranqué un puñado de cabezas de ajos del huerto de mi madre. Escondí todo esto en mi pañuelo cuando fui a los campos.
»Esta vez, mis hermanos trabajaron mucho tiempo a mi lado y no me los pude quitar de encima, pero al final dijeron que volvían al pueblo y me preguntaron si los acompañaba.
Dije que debía recoger hierbas del bosque y que me reuniría con ellos pasados unos minutos. Me sentía muy nerviosa cuando me presenté ante el extranjero, que esperaba en el sitio convenido. Estaba fumando en su pipa, pero en cuanto me acerqué a él la apagó y se puso en pie de un salto. Me senté con él y le enseñé lo que llevaba. Pareció sobresaltarse cuando vio el cuchillo y manifestó un gran interés cuando le expliqué que era para matar pricolici. Quiso rechazarlo, pero yo le supliqué con tal vehemencia que lo tomara que dejó de sonreír y lo guardó con aire pensativo en la mochila, pero antes lo envolvió en mi pañuelo. Después le di las cabezas de ajos y le indiqué que debía guardarlas en algún bolsillo de la chaqueta.
»Le pregunté cuánto tiempo se quedaría en nuestro pueblo y me enseñó cinco dedos: cinco días más. Me dio a entender que se desplazaría a pie a varios pueblos cercanos al nuestro para hablar con la gente acerca del castillo. Le pregunté adónde iría cuando abandonara nuestro pueblo al final de los cinco días. Dijo que iba a un país llamado Grecia, del que yo había oído hablar, y después volvería a su pueblo, a su país. Hizo un dibujo en el suelo del bosque y me explicó que su país, llamado Inglaterra, era una isla muy alejada de nuestro país. Me enseñó dónde estaba su universidad (no supe a qué se refería) y escribió el nombre en la tierra. Aún recuerdo aquellas letras: OXFORD. Más adelante las escribí algunas veces para volver a mirarlas. Era la palabra más extraña que había visto en mi vida.
»De pronto comprendí que se iría muy pronto y nunca le volvería a ver, ni a nadie como él, y mis ojos se llenaron de lágrimas. No había sido mi intención llorar (nunca había llorado por culpa de los irritantes jóvenes del pueblo), pero las lágrimas no me obedecieron y resbalaron sobre mis mejillas. Pareció muy apurado, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta y me lo dio. ¿Cuál era el problema? Sacudí la cabeza. Se levantó poco a poco y me dio la mano para ayudarme a levantarme, como la noche anterior. Mientras me estaba poniendo de pie, me tambaleé y caí contra él sin querer, y cuando me sujetó nos besamos.
Después di media vuelta y hui a través del bosque. Al llegar al sendero, me volví. Seguía de pie, inmóvil como un árbol, mirándome. No paré de correr hasta llegar al pueblo, y estuve despierta toda la noche, con su pañuelo escondido en mi mano.
»La noche siguiente le encontré en el mismo lugar, como si no se hubiera movido desde que le había dejado. Corrí hacia él y me recibió en sus brazos. Cuando ya no pudimos besarnos más, extendió su chaqueta sobre el suelo y yacimos juntos. En aquella hora aprendí algunas cosas sobre el amor, momento a momento. De cerca, sus ojos eran tan azules como el cielo. Puso flores en mis trenzas y besó mis dedos. Me quedé sorprendida por las numerosas cosas que me hizo, y las cosas que yo hice, y sabía que estaba mal, que era un pecado, pero sentí que la dicha del paraíso se abría a nuestro alrededor.
»Después hubo tres noches más antes de su partida. Nos citamos cada noche. Daba a mis padres la primera excusa que se me ocurría, y siempre volvía a casa cargada de hierbas del bosque, como si hubiera ido allí con el exclusivo propósito de recogerlas. Cada noche Bartholomeo decía que me amaba y me suplicaba que le acompañara cuando se marchara del pueblo. Yo lo deseaba, pero tenía miedo del enorme mundo del que venía, y no podía imaginar una forma de escapar de mi padre. Cada noche le preguntaba por qué no podía quedarse conmigo en el pueblo, y él meneaba la cabeza y decía que debía volver a su casa y a su trabajo.
»La última noche antes de su partida empecé a llorar en cuanto nos tocamos. Me abrazó y besó mi pelo. Nunca había conocido a un hombre tan tierno y gentil. Cuando dejé de llorar, sacó de su dedo un pequeño anillo con sello. No lo sé con seguridad, pero ahora creo que era el sello de su universidad. Lo llevaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Lo deslizó en mi dedo anular. Después me pidió que me casara con él. Debía de haber estado estudiando su diccionario, porque le entendí enseguida.
»Al principio me pareció una idea tan imposible que me puse a llorar otra vez (era muy joven), pero luego accedí. Me dio a entender que regresaría a buscarme pasadas cuatro semanas. Iba a Grecia a ocuparse de algo, pero no entendí de qué. Después volvería por mí y daría dinero a mi padre para contentarle. Intenté explicarle que yo no tenía dote, pero no quiso escucharme. Sonrió y me enseñó el cuchillo y la moneda que le había dado. Después trazó un círculo con sus manos alrededor de mi cara y me besó.
»Tendría que haberme sentido feliz, pero intuía que había malos espíritus presentes y temía que algo le impidiera regresar. Todos los momentos que compartimos aquel atardecer fueron muy dulces, porque pensaba que cada uno era el último. El estaba tan seguro, tan convencido de que volveríamos a vernos pronto… Fui incapaz de despedirme hasta que casi no se veía nada en el bosque, pero empecé a temer la ira de mi padre y besé a Bartholomeo una vez más, comprobé que guardaba las cabezas de ajos en el bolsillo y me fui. Me volví en repetidas ocasiones. Cada vez que miraba le veía de pie en el bosque, con el sombrero en la mano. Parecía muy solo.
»Lloré mientras caminaba, me quité el anillo del dedo, lo besé y lo guardé en mi pañuelo.
Cuando llegué a casa, mi padre estaba enfadado y quiso saber dónde había estado después de oscurecer sin permiso. Le dije que mi amiga Maria había perdido una cabra y le había ayudado a buscarla. Fui a la cama con el corazón apesadumbrado. A veces me sentía esperanzada y después triste de nuevo.
»A la mañana siguiente oí decir que Bartholomeo se había ido del pueblo en el carro de un granjero, en dirección a Târgoviste. El día fue muy largo y triste para mí, y al atardecer fui al lugar del bosque donde nos encontrábamos para estar sola. Verlo me hizo llorar de nuevo. Me senté en nuestras rocas y por fin me tendí donde nos habíamos tendido cada noche. Apoyé la cara contra la tierra y sollocé. Después sentí que mi mano rozaba algo entre los helechos, y ante mi sorpresa encontré un paquete de cartas ensobradas. No sabía leer lo que ponían, a qué dirección y a quién iban dirigidas, pero en la tapa de los sobres estaba impreso su hermoso nombre, como en un libro. Abrí algunos y besé su letra, aunque me di cuenta de que no estaban dirigidas a mí. Me pregunté por un momento si estarían escritas a otra mujer, pero aparté enseguida esta idea de mi mente. Comprendí que las cartas debían haberse caído de su mochila cuando la había abierto para enseñarme que conservaba el cuchillo y la moneda que yo le había regalado.
»Pensé en intentar enviarlas por correo a Oxford, a la isla de Inglaterra, pero no se me ocurrió una forma de hacerlo sin que nadie se enterara. Tampoco sabía cuánto había que pagar para enviar algo. Costaría dinero mandar un paquete a una isla tan lejana, y yo nunca había tenido dinero, aparte de la pequeña moneda que había regalado a Bartholomeo.
Decidí guardar las cartas para dárselas cuando volviera a buscarme.
»Transcurrieron cuatro semanas con muchísima lentitud. Hice muescas en un árbol cercano a nuestro lugar secreto, con el fin de llevar la cuenta. Trabajaba en el campo, ayudaba a mi madre, hilaba y tejía las prendas del siguiente invierno, iba a la iglesia y siempre estaba atenta a escuchar noticias de Bartholomeo. Al principio los viejos hablaban un poco de él y meneaban la cabeza cuando comentaban su interés por los vampiros. "Nada bueno puede salir de eso", dijo uno, y el resto asintió. Oírlo me produjo una terrible mezcla de felicidad y dolor. Me alegró oír a alguien hablar de él, puesto que yo no podía decir ni una palabra a nadie, pero también me estremeció pensar que podía atraer la atención de los pricolici.
»No paraba de preguntarme qué pasaría cuando volviera. ¿Se plantaría ante la puerta de mi padre, llamaría y le pediría mi mano en matrimonio? Imaginaba la sorpresa que se llevaría mi familia. Se congregarían todos en la puerta y mirarían estupefactos, mientras Bartholomeo repartía regalos y les daba un beso de despedida. Después me conduciría a una carreta que estaría esperando, tal vez incluso a un automóvil. Saldríamos del pueblo y cruzaríamos tierras que no podía ni imaginar, más allá de las montañas, más allá de la gran ciudad donde vivía mi hermana Eva. Confiaba en que nos detendríamos para visitarla, porque era la hermana a la que siempre había querido más. Bartholomeo también la querría, porque era fuerte y valiente, una viajera como él.
Pasé cuatro semanas así, y al final de la cuarta estaba cansada y era incapaz de comer o dormir mucho. Cuando casi había grabado cuatro semanas de muescas en mí árbol, empecé a espiar alguna señal de su regreso. Siempre que un carro entraba en el pueblo, el sonido de sus ruedas estremecía mi corazón. Iba a buscar agua tres veces al día, miraba y escuchaba por si había noticias. Me dije que, muy probablemente, no volvería al cabo de cuatro semanas exactas, y que debía esperar una semana más. Pasada la quinta semana, me sentí enferma, convencida de que el príncipe de los pricolici le había matado. En una ocasión,
hasta pensé que mi amado regresaría convertido en vampiro. Corrí a la iglesia en pleno día y recé delante del icono de la bendita Virgen para alejar esta horrible idea.
»Durante la sexta y séptima semanas empecé a abandonar la esperanza. En la octava supe, debido a muchas señales que había oído entre las mujeres casadas, que iba a tener un hijo.
Después lloré en silencio en la cama de mi hermana por la noche y sentí que el mundo entero, incluso Dios y la Santa Madre, se habían olvidado de mí. No sabía qué había sido de Bartholomeo, pero creía que le debía haber pasado algo terrible, porque sabía que me amaba de verdad. Recogí en secreto hierbas y raíces que, decían, impedían que un niño viniera al mundo, pero fue inútil. Mi hijo crecía con fuerza en mi vientre, más fuerte que yo, y empecé a amar esa energía a pesar de todo. Cuando apoyaba mi mano sobre el estómago sin que nadie me viera, sentía el amor de Bartholomeo y creía que no había podido olvidarme.
»Transcurridos tres meses de su partida, supe que debía abandonar el pueblo antes de que avergonzara a mi familia y desatara la ira de mi padre contra mí. Pensé en tratar de localizar a la vieja que me había dado la moneda. Tal vez me acogería y me dejaría cocinar y limpiar para ella. Había venido de uno de los pueblos que dominaban el Arges, cerca del castillo del pricolic, pero no sabía de cuál, ni si aún estaba viva. Acechaban osos y lobos en las montañas, y muchos malos espíritus, y no me atrevía a vagar por el bosque sola.
»Por fin, decidí escribir a mi hermana Eva, algo que sólo había hecho una o dos veces antes. Cogí unas hojas de papel y un sobre de la casa del cura, donde a veces trabajaba en la cocina. En la carta le contaba mi situación y rogaba que viniera a buscarme. La respuesta tardó cinco semanas en llegar. Gracias a Dios, el labriego que la trajo, junto con algunas provisiones, me la dio a mí en lugar de a mi padre, y yo la leí en secreto en el bosque. Mi cintura ya estaba adquiriendo una forma redondeada, de modo que me llamó la atención cuando me senté en un tronco, pese a que todavía podía esconderla con mi delantal.
»Con la carta venía algo de dinero, dinero rumano, más del que había visto en toda mi vida, y una nota de Eva, breve y práctica. Decía que debía irme a pie del pueblo hasta el siguiente, a unos cinco kilómetros de distancia, y después trasladarme en carreta o camión hasta Târgoviste. Desde allí debía ir a Bucarest, y desde Bucarest podía viajar en tren hasta la frontera húngara. Su marido me esperaría en la oficina fronteriza de T el 20 de septiembre. Aún recuerdo la fecha. Decía que debía planificar mi viaje para llegar ese día concreto. Junto con la carta encontré una invitación sellada del Gobierno de Hungría, la cual me ayudaría a entrar en el país. Me enviaba todo su amor, me decía que fuera cauta y me deseaba un feliz viaje. Cuando llegué al final de la carta, besé su firma y la bendije con todo mi corazón.
»Guardé mis escasas pertenencias en una bolsa, incluyendo mis zapatos buenos, que reservaba para el viaje en tren, las cartas que Bartholomew había perdido y su anillo de plata. La mañana que me fui de casa, abracé y besé a mi madre, que cada vez estaba más vieja y enferma. Quería que, más tarde, supiera que me había despedido de ella de alguna manera. Creo que se quedó sorprendida, pero no me hizo ninguna pregunta. En lugar de ir a los campos, atravesé el bosque, evitando la carretera. Me detuve a decir adiós al lugar secreto donde me había acostado con Bartholomeo. Las cuatro semanas de muescas en el árbol ya se estaban desvaneciendo. En aquel lugar puse su anillo en mi dedo y me até un pañuelo a la cabeza como una mujer casada. Noté la llegada del invierno en las hojas amarillentas y el aire frío. Me quedé unos momentos más, y después tomé el sendero que conducía al siguiente pueblo.
»No recuerdo muy bien aquel viaje, sólo que estaba muy cansada y a veces hambrienta.
Una noche dormí en la casa de una anciana, que me obsequió con una estupenda sopa y dijo que mí marido no debería dejarme viajar sola. Otra noche tuve que dormir en un establo.
Por fin, una carreta me llevó a Târgoviste, y después otra me llevó a Bucarest. Cuando podía compraba pan, pero no sabía cuánto dinero necesitaría para el tren, de modo que era muy prudente. Bucarest era muy grande y bonita, pero me dio miedo porque había mucha gente, toda bien vestida, y los hombres me miraban con descaro por la calle. El tren también era aterrador, un enorme monstruo negro. En cuanto estuve sentada dentro, al lado de la ventanilla, me sentí mejor. Dejamos atrás muchos paisajes maravillosos, montañas, ríos y campos, muy diferentes de nuestros bosques transilvanos.
»En la estación de la frontera descubrí que era 19 de septiembre y dormí en un banco hasta que uno de los guardias me dejó entrar en su caseta y me dio un poco de café caliente.
Preguntó dónde estaba mi marido, y yo dije que iba a Hungría para verle. A la mañana siguiente, un hombre vestido de negro con sombrero vino en mi busca. La expresión de su rostro era bondadosa, me besó en ambas mejillas y me llamó "hermana". Quise a mi cuñado desde aquel momento hasta el día que murió, y aún le quiero. Era más mi hermano que cualquiera de los míos. Se ocupó de todo, me invitó a una comida caliente en el tren, que tomamos sentados a una mesa con mantel. Comimos y miramos por la ventana el paisaje.
»Eva nos estaba esperando en la estación de Budapest. Vestía un traje y un bonito sombrero, y pensé que parecía una reina. Me abrazó y besó muchas veces. Mi hija nació en el mejor hospital de Budapest. Quise llamarla Eva, pero mi hermana dijo que prefería elegir el nombre ella, y la llamó Elena. Era una niña encantadora, de grandes ojos oscuros, y sonrió muy pronto, cuando sólo tenía cinco días. Todo el mundo dijo que nunca había visto a un bebé sonreír tan pronto. Había tenido la esperanza de que tuviera los ojos azules de Bartholomeo, pero había salido a mi familia.
»No quise escribirle hasta que la niña naciera, porque deseaba hablarle de un bebé real, no de mi embarazo. Cuando Elena cumplió un mes, pedí a mi cuñado que me ayudara a encontrar la dirección de la universidad de Bartholomeo, Oxford, y escribí yo misma las extrañas palabras en el sobre. Mi cuñado escribió la carta en alemán, y yo la firmé de mi puño y letra. En la carta, decía a Bartholomeo que le había esperado tres meses y que después había abandonado el pueblo porque sabía que iba a tener un hijo de él. Le conté mis viajes y le hablé de la casa de mi hermana en Budapest. Le dije lo dulce, lo feliz que era Elena. Le dije que le quería y que tenía miedo de que algo horrible hubiera impedido su regreso. Le pregunté cuándo le vería, y si iría a buscarnos a Budapest. Le dije que, con independencia de lo que hubiera sucedido, le querría hasta el fin de mis días.
»Después volví a esperar, esta vez muchísimo tiempo, y cuando Elena empezaba a caminar, llegó una carta de Bartholomeo. Venía de Estados Unidos, no de Inglaterra, y estaba escrita en alemán. Mi cuñado me la tradujo con voz afectuosa, pero comprendí que era demasiado honrado para cambiar algo de lo que decía. En su carta, Bartholomeo decía que había recibido una carta mía que había ido a parar antes a su antigua casa de Oxford. Me decía con buenas palabras que nunca había oído hablar de mí ni me había visto, y que nunca había estado en Rumania, de modo que mi hija no podía ser de él. Lamentaba mi triste historia y me deseaba lo mejor en el futuro. Era una carta breve y muy amable, pero no daba señales de reconocerme.
»Lloré durante mucho tiempo. Era joven y no entendía que la gente pudiera cambiar, que sus opiniones y sentimientos pudieran cambiar. Después de vivir unos años en Hungría, empecé a comprender que puedes ser una persona en tu país y otra muy distinta cuando te encuentras en otro. Comprendí que algo similar le había pasado a Bartholomeo. Al final, sólo lamenté que hubiera mentido, que hubiera dicho que no me conocía. Lo lamentaba porque, cuando habíamos estado juntos, había intuido que era una persona honorable, una persona sincera, y no quería pensar mal de él.
»Eduqué a Elena con la ayuda de mis parientes, y se convirtió en una chica hermosa e inteligente. Sé que la explicación reside en que lleva la sangre de Bartholomeo en sus venas. Le hablé de su padre, porque nunca le mentí. Tal vez no le conté gran cosa, pero era demasiado pequeña para comprender que el amor ciega y confunde a la gente. Fue a la universidad y yo me sentí muy orgullosa de ella. Luego me dijo que se había enterado de que su padre era un gran erudito en Estados Unidos. Yo esperaba que algún día le conocería, pero ignoraba que daba clases en la universidad a la que fuiste -añadió la madre de Helen, y se volvió hacia su hija casi como reprochándole su decisión, y de esta brusca manera terminó su historia.
Helen murmuró algo que habría podido ser una disculpa o un amago defensivo, y meneó la cabeza. Parecía tan estupefacta como yo. Había permanecido inmóvil durante toda la historia, traduciendo casi sin respirar, y sólo murmuró algo más cuando su madre describió el dragón de su hombro. Helen me dijo mucho después que su madre nunca se había desnudado delante de ella, y que nunca la había llevado a los baños públicos como hacía Eva.
Al principio nos quedamos todos callados, pero al cabo de un momento Helen se volvió hacia mí y señaló con gesto impotente el paquete de cartas que había sobre la mesa.
Comprendí. Yo había estado pensando lo mismo.
– ¿Por qué no envió tu madre algunas de estas cartas a Rossi -le pregunté- para demostrar que sí había estado en Rumania?
Helen miró a su madre (con una profunda vacilación en sus ojos, pensé) y después le hizo la pregunta. La respuesta de la mujer, cuando me la tradujo, formó un nudo en mi garganta, un dolor que era en parte por ella y en parte por mi pérfido mentor.
– Pensé en hacerlo, pero por su carta comprendí que había cambiado por completo de opinión. Decidí que daría igual enviarle alguna de estas cartas, sólo serviría para provocar más dolor, y además habría perdido recuerdos de él que deseaba conservar. -Extendió la mano como para tocar su letra y luego la retiró-. Sólo lamenté no enviarle lo que de verdad era suyo. Pero se había quedado tanto de mí… Tal vez era justo que yo me quedara con eso.
Nos miró con los ojos un poco menos tranquilos. No leí en ellos desafío, sino la llama de una devoción muy antigua. Desvié la mirada.
Helen sí que se mostró desafiante.
– Entonces, ¿por qué no me diste estas cartas hace mucho tiempo? -Formuló la pregunta en tono vehemente, y la tradujo a su madre enseguida. La mujer meneó la cabeza-. Dice que sabía que yo odiaba a mi padre -informó Helen con una dura expresión en el rostro- y estaba esperando a que alguien le quisiera.
Como ella le quiere todavía, podría haber añadido yo, pues mi corazón estaba tan conmovido que parecía proporcionarme una percepción anormal del amor sepultado durante años en aquella pequeña y desnuda casa.
No sólo se trataba de mi afecto por Rossi. Tomé la mano de Helen y la mano encallecida de su madre y las apreté. En aquel momento, el mundo en que yo había crecido, con su reserva y silencios, sus modos y maneras, el mundo en el que había estudiado, alcanzado metas y, en ocasiones, intentado amar, se me antojó tan lejano como la Vía Láctea. No habría podido hablar aunque hubiera querido, pero si el nudo de mi garganta se hubiera disuelto, quizás habría encontrado alguna forma de explicar a esas dos mujeres, relacionadas de manera tan diferente, pero igualmente intensa, con Rossi, que yo sentía su presencia entre nosotros.
Al cabo de un momento, Helen se apresuró a liberar su mano, pero su madre me la apretó como antes y preguntó algo con su voz apacible.
– Quiere saber qué puede hacer para ayudarte a encontrar a Rossi.
– Dile que ya me ha ayudado, y que leeré estas cartas en cuanto nos vayamos, por si nos sirven de guía. Dile que nos pondremos en contacto con ella cuando le encontremos.
La madre de Helen inclinó la cabeza con humildad al oír esto, y se levantó para echar un vistazo al guisado. Un maravilloso olor surgió del horno y hasta Helen sonrió, como si ese regreso a un hogar que no era el suyo tuviera sus compensaciones. La paz del momento me envalentonó.
– Hazme el favor de preguntarle si sabe algo sobre vampiros que pudiera ayudarnos en nuestra búsqueda.
Cuando Helen acabó de traducir, vi que había destruido nuestra precaria calma. Su madre apartó la vista y se persignó, pero al cabo de un momento dio la impresión de que reunía fuerzas para hablar. Helen escuchó con atención y asintió.
– Dice que has de recordar que el vampiro puede cambiar de forma. Puede atacarte adoptando muchas apariencias.
Quise saber qué significaba eso exactamente, pero la madre de Helen ya había repartido el guiso en los platos con una mano temblorosa. El calor del horno y el olor de la carne y el pan impregnaban la pequeña casa, y todos comimos con apetito, aunque en silencio. De vez en cuando la madre de Helen me daba más pan, palmeaba mi brazo o me servía té recién hecho. La comida era sencilla pero deliciosa y abundante, y el sol entraba por las ventanas delanteras para adornar nuestros platos.
Cuando terminamos, Helen salió a fumar un cigarrillo y su madre me indicó con un gesto que la siguiera fuera. En la parte posterior de la casa había un cobertizo, alrededor del cual picoteaban algunas gallinas, y una conejera con dos conejos de largas orejas. La mujer cogió uno y nos dedicamos a rascarle la cabeza un rato, mientras el animalito parpadeaba y se removía un poco. Oí por la ventana que Helen estaba lavando los platos. Sentía el sol calentar mi cabeza, y más allá de la casa los campos verdes murmuraban y oscilaban con optimismo inagotable.
Después llegó la hora de irnos, de volver al autobús, y yo guardé las cartas de Rossi en mi maletín. Cuando salimos, la madre de Helen se detuvo en la puerta. No parecía albergar la intención de acompañarnos al autobús. Cogió mis manos entre las suyas y las apretó con firmeza mientras me miraba a los ojos.
– Dice que sólo te desea felices viajes y que encuentres lo que anhelas -explicó Helen.
Escudriñé la oscuridad que albergaban los ojos de la mujer y le di las gracias de todo corazón. Abrazó a Helen, sujetó su cara entre las manos con tristeza y nos dejó marchar.
Me volví al llegar al borde de la carretera. Seguía de pie en el umbral, con una mano apoyada en el marco, como si nuestra visita la hubiera debilitado. Dejé mi maletín en el suelo y regresé hacia ella con tal rapidez que, por un momento, no me di cuenta de que me había movido. Después, al recordar a Rossi, la tomé en mis brazos y besé su mejilla suave y arrugada. La mujer se aferró a mí, una cabeza más baja que yo, y sepultó la cara en mi hombro. De pronto, se soltó y desapareció en el interior de la casa. Pensé que quería estar a solas con sus sentimientos y di media vuelta, pero regresó al cabo de un segundo. Ante mi estupefacción, aferró mí mano y la cerró sobre algo pequeño y duro.
Cuando abrí los dedos, vi un anillo de plata con un diminuto escudo de armas. Comprendí al instante que era el de Rossi, a quien se lo devolvía por mi mediación. Su rostro brillaba sobre el anillo y sus ojos oscuros se humedecieron. Me incliné para besarla otra vez, pero esta vez en la boca. Sus labios eran cálidos y dulces. Cuando la solté, para volver hacia mi maletín y Helen, vi que en el rostro de la mujer brillaba una sola lágrima. He leído que no existe la así llamada «una sola lágrima», esa vieja figura poética. Tal vez no, puesto que la de ella era una simple compañera de la mía.
En cuanto nos acomodamos en el autobús, saqué las cartas de Rossi y abrí con cuidado la primera. Al reproducirla aquí, respetaré el deseo de Rossi de proteger la intimidad de su amigo con un nomdeplume, un seudónimo literario, aunque él lo llamaría un nomdeguerre.
Me resultó muy extraño volver a ver la letra de Rossi, aquella versión más joven, menos apretada, en las páginas amarillentas.
– ¿Vas a leerlas aquí?
Helen, casi apoyada contra mi hombro, parecía sorprendida.
– ¿Tú puedes esperar? -No -dijo.
20 de junio de 1930
Querido amigo:
No tengo ni un alma en el mundo con quien hablar, y me encuentro con una pluma en la mano deseoso de tu compañía en particular. Te invadiría tu habitual asombro contenido ante el paisaje del que estoy disfrutando ahora. He vivido en un estado de incredulidad todo el día de hoy (como te habría sucedido a ti si vieras dónde estoy), en un tren, aunque eso no supone en sí una pasta. Pero el tren se dirige a Bucarest. «Santo Dios, hombre», te oigo decir sobre su silbato. Pero es cierto. No había planeado venir aquí, pero algo muy notable ha precipitado mi decisión. Estuve en Estambul hasta hace unos días, llevando a cabo una investigación de la que no he hablado a nadie, y encontré algo allí que hizo que me entraran ganas de venir aquí. En realidad, sería más preciso decir que no lo deseaba, sino que me aterrorizaba, y al mismo tiempo me sentía impulsado a ello. Tú eres un racionalista, y todo esto te va a importar un comino, pero daría cualquier cosa por contar con la ayuda de tu cerebro en este viaje. Voy a necesitar hasta el último ápice del mío, y más, para encontrar lo que ando buscando.
El tren ha disminuido la velocidad porque nos estamos acercando a una ciudad, con la posibilidad de desayunar. Desistiré de momento y volveré con esto después.
Por la tarde, Bucarest Me apetecería hacer una siesta, si mi mente no se hallara en tal estado de inquietud y nerviosismo. Aquí hace un calor sofocante. Pensaba que éste era un país de montañas heladas, pero, si las hay, aún no me he encontrado con ninguna todavía. Hotel agradable, Bucarest es una especie de París del Este diminuta, majestuosa, pequeña y un poco decadente, todo al mismo tiempo. Debió de.ser muy elegante en los ochenta y noventa del siglo pasado. Me costó Dios y ayuda encontrar un taxi, y después un hotel. Pero mi habitación es muy cómoda, y podré descansar, lavarme y pensar en lo que debo hacer. Me siento casi inclinado a no poner por escrito lo que me propongo, pero te quedarás tan perplejo por mis chifladuras si no lo hago que me creo en la obligación. Para abreviar, estoy metido en una especie de investigación, voy a la caza de Drácula como historiador, pero no del conde Drácula del teatro romántico, sino de un Drácula real, Drakulya, Vlad III, un tirano del siglo XV que vivió en Transilvania y Valaquia, y se dedicó a mantener alejado de sus tierras al Imperio otomano lo máximo posible. Estuve en Estambul casi toda una
semana para consultar un archivo que contiene algunos documentos sobre él recogidos por los turcos, y durante mi estancia descubrí una colección de mapas que considero las claves del paradero de su tumba. Cuando vuelva, te explicaré con todo lujo de detalles lo que me impulsó a emprender esta búsqueda, y sólo te suplico indulgencia en el ínterin. Esta decisión de interesarme por esta búsqueda puedes achacarla a la juventud, amigo prudente.
En cualquier caso, mi estancia en Estambul derivó al final hacia lo siniestro y me ha asustado bastante, aunque supongo que eso sonará como una chiquillada desde lejos. Pero no es fácil disuadirme de algo una vez me he metido en ello, y no pude evitar la tentación de venir aquí con las copias que hice de esos mapas, en busca de más información sobre la tumba de Drakulya. Debería explicarte, como mínimo, que se supone que fue enterrado en el monasterio erigido en la isla del lago Snagov, en la parte occidental de Rumania. La región se llama Valaquia. Los mapas que descubrí en Estambul, con la tumba muy bien señalada en ellos, no muestran ninguna isla, ningún lago, ni nada que se parezca a la parte occidental de Rumania, por lo que yo sé. Siempre me pareció una buena idea comprobar lo evidente primero, puesto que lo evidente es a veces la respuesta correcta. Por lo tanto, he resuelto (pero ahora estoy seguro de que sacudirás la cabeza por lo que calificarás de testarudez estúpida) dirigirme al lago Snagov con los mapas y comprobar por mí mismo que la tumba no está allí. Aún no sé cómo lo haré, pero no puedo empezar a buscar en otro.sitio hasta que no haya descartado esa posibilidad. Y tal vez, al fin y al cabo, mis mapas son una especie de broma pesada antigua y encontraré abundantes pruebas de que el tirano duerme allí desde que fue sepultado.
Debo estar en Grecia el 5, de modo que me queda muy poco tiempo para esta excursión.
Sólo quiero saber si los mapas coinciden con el emplazamiento de la tumba. Por qué he de saberlo, esto no te lo puedo decir ni a ti, querido amigo. Ojalá lo supiera yo. Tengo la intención de concluir mi gira rumana visitando Valaquia y Transilvania. ¿Qué acude a tu mente cuando piensas en la palabra «Transilvania», si te paras un momento a ello? Sí, lo que yo pensaba. Sabiamente, no lo haces. Pero lo que acude a mi mente son montañas de salvaje belleza, castillos antiguos, licántropos, brujas… Un país de oscuridad mágica. En
suma, ¿cómo voy a creer que aún estoy en Europa cuando entre en ese reino?
Te informaré de si es Europa o el País de las Hadas cuando llegue. Primero, Snagov. Parto mañana.
Tu devoto amigo,
Bartholomew Rossi
22 de junio
Lago Snagov
Mi querido amigo:
Aún no he visto ningún lugar desde el que enviar por correo mi primera carta, para mandarla con la confianza de que llegará a tus manos, quiero decir, pero seguiré escribiendo pese a eso, pues han sucedido muchas cosas. Ayer pasé todo el día en Bucarest intentando localizar buenos mapas (ahora ya tengo mapas de carreteras de Valaquia y Transilvania) y hablando con todo el mundo que pude encontrar en la universidad interesado en la historia de Vlad Tepes. Nadie parecía tener ganas de hablar del tema, y tengo la sensación de que por dentro, cuando no por fuera, se persignan cuando menciono el nombre de Drácula. Después de mis experiencias en Estambul, esto me pone un poco nervioso, pero continuaré adelante.
En cualquier caso, ayer conocí a un joven profesor de arqueología en la universidad, lo bastante amable para informarme de que uno de sus colegas, un tal señor Georgescu, se ha especializado en la historia de Snagov y está excavando en la isla este verano. Me entusiasmó saber esto y he decidido poner los mapas, las bolsas y a mí mismo en manos de un conductor que me llevará allí hoy. Está a unas pocas horas en coche de Bucarest, dice, y nos iremos a la una. Ahora debo ir a comer a algún sitio (los pequeños restaurantes de la ciudad son muy agradables, con destellos de lujo oriental en su cocina) antes de partir.
Por la noche Mi querido amigo: No puedo evitar continuar esta unilateral correspondencia (ojalá llegue algún día a tus manos), porque ha sido un día de lo más extraordinario y necesito hablar con alguien. Me fui de Bucarest en una especie de taxi pequeñito y pulcro, conducido por un hombrecillo igualmente pulcro con el que apenas pude intercambiar dos palabras (Snagov gire una de ellas). Tras una breve sesión con mis mapas de carreteras y muchas palmadas
tranquilizadoras en el hombro (es decir, en el mío), nos marchamos. Nos llevó toda la tarde. Recorrimos muchas carreteras, la mayoría pavimentadas pero polvorientas, atravesando un paisaje encantador, en su mayor parte agrícola, aunque en ocasiones boscoso, hasta llegar al lago Snagov.
La primera insinuación que tuve del lugar fue la mano nerviosa del chófer, que señalaba algo. Miré por la ventanilla, pero sólo vi bosque. Esto únicamente fue una introducción, sin embargo. No sé muy bien qué esperaba. Supongo que estaba tan dominado por mi curiosidad de historiador que no esperaba nada en particular. La primera visión del lago me expulsó de mi obsesión. Era un lugar de un encanto excepcional, amigo lino, bucólico y sobrenatural. Imagina, si quieres, una extensión de agua larga y centelleante, la cual vislumbras desde la carretera entre densas arboledas. Diseminadas por el bosque se ven hermosas villas (a veces sólo se vislumbra una elegante chimenea, un muro que se curva), muchas de las cuales parecen datar de principios del siglo pasado o antes.
Cuando llegas a un claro del bosque (aparcamos cerca de un pequeño restaurante, con tres barcas amarradas detrás), miras hacia la isla donde se halla el monasterio, y allí, por fin, contemplar un panorama que sin duda ha cambiado poco a lo largo de los siglos. La isla se encuentra a escasa distancia en harca de la orilla y es boscosa como las riberas del lago.
Sobre los árboles se alzan las espléndidas cúpulas bizantinas de la iglesia del monasterio, y desde donde estamos se ove el tañido de las campanas, golpeadas (como averigüé más tarde) por el mazo de madera de un monje. Me dio un vuelco el corazón al oír ese sonido de campanas que flotaba sobre el agua. Se me antojó, con toda exactitud, uno de esos mensajes del pasado que piden a gritos ser interpretados, aunque no estés seguro de qué dicen. Mi conductor y yo, de pie bajo la luz del atardecer que se reflejaba en el agua, habríamos podido ser espías del ejército turco, inspeccionando ese bastión de una fe ajena, en lugar de dos hombres modernos bastante cubiertos de polvo apoyados contra un automóvil.
Habría podido seguir mirando y escuchando mucho más tiempo sin impacientarme, pero la determinación de localizar al arqueólogo antes del anochecer me espoleó hacia el restaurante. Utilicé el lenguaje de los signos y mi mejor latín para conseguir una barca que nos llevara a la isla. Sí, sí, había un hombre de Bucarest excavando con una pala allí, consiguió comunicarme el propietario, y veinte minutos después desembarcábamos en la orilla de la isla. El monasterio era todavía más encantador de cerca, y algo inabordable, con sus muros antiguos y altas cúpulas, todas coronadas con cruces muy trabajadas de siete puntas. El barquero subió los escalones delante de nosotros, y yo ya iba a entrar por las grandes puertas de madera cuando el individuo nos indicó la parte posterior.
Mientras rodeábamos aquellos bellos muros antiguos, me di cuenta de que por primera vez estaba pisando los talones a Drácula. Hasta entonces había estado siguiendo su pista a través de un laberinto de documentos, pero ahora me hallaba en una tierra que sus pies (¿con qué irían calzados?, ¿botas de piel con una cruel espuela sujeta a ellas?) tal vez habían hollado. Si hubiera sido de los que se persignan, lo habría hecho en aquel momento.
Siendo como soy, experimenté el repentino impulso de dar una palmada en el hombro cubierto de tosca lana del barquero y pedirle que nos devolviera a tierra de nuevo. Pero no lo hice, como puedes imaginar, y espero que no me arrepentiré al final de haber contenido mi mano.
Detrás de la iglesia, en medio de unas extensas ruinas, encontramos en efecto a un hombre con una pala. Era de aspecto robusto y edad madura, con pelo negro rizado, los faldones de la camisa blanca fuera de los pantalones y las mangas subidas hasta los codos. Dos muchachos trabajaban a su lado, removían la tierra con las manos cautelosamente, y de vez en cuando el hombre dejaba la pala y hacía lo mismo. Estaban concentrados en un área muy pequeña, como si hubieran encontrado algo de interés en ella, y sólo cuando nuestro barquero les saludó a gritos levantaron la vista.
El hombre de la camisa blanca se adelantó y nos examinó de arriba abajo con sus penetrantes ojos oscuros. El barquero improvisó entonces las presentaciones con la colaboración del taxista. Extendí la mano y probé una de las pocas frases que sabía en rumano antes de volver al inglés.
– Ma numesc Bartholomew Rossi. Nu va suparati…
Había aprendido esta deliciosa frase, con la cual interrumpes a un desconocido para solicitarle información, gracias al conserje de mi hotel de Bucarest. Significa literalmente «No te enfades». ¿Te imaginas una frase cotidiana más cargada de historia? «No saques tu puñal, amigo. Sólo estoy perdido en este bosque y necesito que alguien me oriente para salir.» No sé si fue la utilización de la frase o probablemente mi acento atroz, pero el arqueólogo estalló en carcajadas mientras estrechaba mi mano.
De cerca, era un sujeto corpulento y bronceado, con una fina red de arrugas alrededor de los ojos y la boca. Su sonrisa había perdido dos dientes de arriba y la mayoría de los que aún quedaban proyectaban destellos dorados. Su mano era de una fuerza prodigiosa, seca y áspera como la de un labriego.
– Bartholomew Rossi -dijo con voz profunda, sin dejar de reír-. Ma numesc Velior Georgescu. Es un placeer conocerlee. ¿En qué puedo ayudarlee?
Por un momento, me sentí transportado a nuestra excursión a pie del año anterior. Podría haber sido uno de aquellos habitantes de las tierras altas curtidos por la intemperie a los que siempre estábamos pidiendo que nos orientaran, sólo que con pelo oscuro en lugar de claro.
– ¿Habla inglés? -pregunté como un idiota.
– Un poquiito -dijo el señor Georgescu-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve la oportunidad de practicarlo, pero ya volverá a mi lengua.
Hablaba de manera fluida y culta, arrastrando un poco la erre.
– Perdón -me apresuré a decir-. Tengo entendido que tiene un interés especial por Vlad III y me gustaría mucho hablar con usted. Soy historiador de la Universidad de Oxford.
Asintió.
– Me alegra saber de su interés. ¿Ha venido desde tan lejos sólo para ver su tumba?
– Bien, había confiado…
– Ah, confiado, confiado -dijo el señor Georgescu, y me dio una palmada en el hombro que no dejó de ser cordial-. Pues tendré que aplacar un poco sus esperanzas, muchacho.
– El corazón me dio un vuelco. ¿Era posible que también ese hombre creyera que Vlad no estaba enterrado aquí? Decidí esperar y escuchar con atención antes de hacer más preguntas. Me estaba estudiando con aire inquisitivo, y sonrió de nuevo-. Venga, vamos a dar una paseíto.
Dio a sus ayudantes rápidas instrucciones, que al parecer eran una invitación a dejar de trabajar, porque sacudieron sus manos y se dejaron caer bajo un árbol. Apoyó su pala contra un muro medio excavado y me llamó por señas. Por mi parte, informé al barquero y
al taxista de que se habían hecho cargo de mí y di unas monedas al barquero. Se tocó el sombrero y desapareció, mientras que el taxista se sentó contra las ruinas y sacó una petaca del bolsillo.
– Muy bien. Primero daremos la vuelta al exterior. -El señor Georgescu agitó una ancha mano ante él-. ¿Conoce la historia de esta isla? ¿Un poco? Aquí había una iglesia en el siglo catorce, y el monasterio fue construido un poquito después; también en ese siglo. La primera iglesia era de madera y la segunda de piedra, pero la iglesia de piedra se hundió en el lago en 1453. Notable, ¿no le parece? Drácula llegó al poder en Valaquia por segunda vez en 1456, y tenía sus propias ideas. Creo que le gustó este monasterio porque una isla es fácil de proteger. Siempre estaba buscando sitios que pudiera fortificar contra los turcos.
Éste es bueno, ¿no le parece?
Le di la razón y procuré no mirarle. Su inglés era tan fascinante que me costaba
concentrarme en lo que decía, pero su último comentario había obrado efecto. Bastaba una sola mirada alrededor para imaginar a unos pocos monjes defendiendo esa fortaleza de los invasores. Velior Georgescu también miró en torno a él con aire de aprobación.
– Por tanto, Vlad convirtió el monasterio existentee en una fortaleza. Construyó murallas fortificadas a su alrededor y una prisión y una cámara de tortuuras. También un túnel para escapar y un puente hasta la orilla. Era un chico listo, Vlad. Hace mucho tiempo que el puente no existe, por supuesto, y yo estoy excavando el resto. Donde estamos trabajando ahora estaba la prisión. Ya hemos encontrado varios esqueletos.
Me dedicó una amplia sonrisa y sus dientes centellearon al sol.
– ¿Así que ésta es la iglesia de Vlad?
Señalé el encantador edificio cercano, con sus elevadas cúpulas y los árboles oscuros que acariciaban sus muros.
– No, temo que no -dijo Georgescu-. Los turcos quemaron en parte el monasterio en 1462, cuando Radu, el hermano de Vlad, un títere otomano, ocupaba el troono de Valaquia.
Y justo después de enterrar a Vlad aquí, una terrible tormenta sepultó la iglesia en el lago.
– ¿Estaba Vlad enterrado aquí?, me moría de ganas de preguntar, pero mantuve la boca cerrada-. Los campesinos debieron de pensar que era un castigo de Dios por sus pecados.
La iglesia fue reconstruida en 1517. Tardaron tres años, y ya ve los resultados. Los muros exteriores del monasterio son una restauración de sólo treinta años de antigüedad.
Habíamos llegado al borde de la iglesia y palmeó la mampostería, como si acariciara el lomo de su caballo favorito. De pronto, un hombre apareció por la esquina de la iglesia y se dirigió hacia nosotros, un anciano encorvado de barba blanca con hábito negro y sombrero de largas alas que caían sobre sus hombros. Caminaba con la ayuda de un bastón y se ceñía el hábito con una estrecha cuerda, de la que colgaba un llavero. De una cadena que rodeaba su cuello pendía una cruz antigua muy hermosa, del tipo que había visto en las cúpulas de
las iglesias.
Me quedé tan sorprendido por su aparición que casi me caí. Soy incapaz de describir el efecto que obró en mí, sólo puedo decir que fue como si Georgescu hubiera conjurado un fantasma. No obstante, el arqueólogo avanzó sonriente hacia el monje y se inclinó sobre su mano sarmentosa, en la que brillaba un anillo de oro que Georgescu besó con respeto. Daba la impresión de que el anciano también le apreciaba, porque apoyó los dedos sobre la cabeza del hombre un momento y le dirigió una pálida sonrisa, de tan pocos dientes como la de Georgescu. Capté mi nombre en las presentaciones y me incliné hacia el monje con la mayor gracia posible, aunque no logré decidirme a besar el anillo.
– Él es el abaad -me explicó Georgescu-. Es el último de este lugar; y con él sólo viven tres monjes ahora. Ha estado aquí desde que era joven y conoce la isla mucho mejor que cualquiera. Le da la bienvenida y su bendición. Si quiere hacerle alguna pregunta, dice, intentará contestarla.
Me incliné para dar las gracias y el anciano siguió andando con parsimonia. Pocos minutos después le vi sentarse en el borde del muro derrumbado que había detrás de nosotros, como un cuervo que descansara bajo el sol del atardecer.
– ¿Viven aquí todo el año? -pregunté a Georgescu. -Oh, sí. Están aquí los inviernos más difíciles -asintió mi guía-. Les oirá cantar la misa si no se marcha demasiado proonto. -Le aseguré que no me perdería semejante experiencia-. Bien, vamos a la iglesia.
Nos encaminamos a las puertas principales de madera, grandes y talladas, y entramos en un mundo que yo desconocía, muy diferente del de nuestras capillas anglicanas.
Hacía frío dentro, y antes de que pudiera ver algo en la impenetrable oscuridad del interior, percibí el olor de una especia ahumada en el aire y sentí una corriente húmeda elevarse de las piedras, como si respiraran. Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, sólo distinguí tenues destellos de latón y llamas de velas. La luz del día apenas se filtraba por las gruesas vidrieras de colores oscuros. No había bancos ni sillas, aparte de algunos asientos altos de madera distribuidos a lo largo de una pared. Cerca de la entrada había un lampadario, cuyas velas goteaban profusamente y proyectaban un olor a cera quemada. Algunas estaban encajadas en una corona de latón situada en la parte superior y otras en un recipiente con arena que rodeaba la base.
– Los monjes las encienden cada día, y de vez en cuando también lo hacen algunos visitantes -explicó Georgescu-. Las que están alrededur de la parte de arriba son para los vivos y las que hay alrededur de la base son por las almas de los muertos. Arden hasta que se apagan soolas.
Al llegar al centro de la iglesia señaló hacia arriba y vi una cara difuminada que flotaba sobre nosotros, en el extremo de la cúpula.
– ¿Está familiarizado con nuestras iglesias bizantinas? -preguntó Georgescu-. Cristo siempre está en el centro, mirando hacia abajo. Este candelabru -una gran corona colgaba del centro del pecho de Cristo, ocupando el espacio principal de la iglesia, pero sus velas se habían quemado- también es muy típico.
Nos acercamos al altar. De pronto me sentí como un invasor, pero no había ningún monje a la vista y Georgescu avanzó con la seguridad de un propietario. En el altar colgaban telas bordadas, y delante había alfombras y esteras de lana tejidas con motivos populares, que yo habría pensado turcas de no saber la verdad. La parte superior del altar estaba decorada con varios objetos muy adornados, entre ellos un crucifijo esmaltado y un icono de la Virgen y el Niño con marco de oro. Detrás se alzaba una pared de santos de ojos tristes y ángeles
todavía más tristes, y en medio había un par de puertas de oro colado, revestidas de cortinas de terciopelo púrpura, que conducían a un lugar oculto y misterioso.
Distinguí todo esto con dificultad, debido a la penumbra, pero la belleza sombría de la escena me conmovió. Me volví hacia Georgescu.
– ¿Vlad venía a rezar aquí? Me refiero a la iglesia antigua.
– Oh, desde luegu. -El arqueólogo lanzó una risita-. Era un asesino devoto. Construyó muchas iglesias y otros monasterios, para asegurarse de que mucha gente rezaría por su salvación. Éste era uno de sus lugares favoritos, y era muy amigo de los monjes de aquí. No sé qué pensaban de sus fechorías, pero estaban muy contentos de su apoyo al monasterio.
Además, los protegía de los turcos. Pero los tesoros que ve aquí fueron traídos de otras iglesias. Los campesinos robaron todos los objetos de valor en el siglo pasado, cuando cerraron la iglesia. Mire aquí Esto es lo que quería enseñarle.
Se acuclilló y alzó las alfombras que había delante del altar. Vi una larga piedra
rectangular, lisa y sin adornos, pero no cabía duda de que indicaba la existencia de una tumba. Mi corazón empezó a martillear en el pecho.
– ¿La tumba de Vlad?
– Sí, según la leyenda. Algunos de mis colegas y yo excavamos aquí hace un par de años y encontramos un agujero vacío. Contenía sólo unos cuantos huesos de animales.
Contuve la respiración.
– ¿Él no estaba dentro?
– De ninguna manera. -Los dientes de Georgescu destellaron como el latón y el oro que nos rodeaba-. La documentación escrita dice que fue enterrado aquí, delante del altar, y que la nueva iglesia fue construida sobre los mismos cimientos de la vieja, para que no profanaran su tumba. Ya puede suponer la decepción que tuvimos cuando no le encontramos.
¿Decepción?, pensé. Yo consideraba la idea del agujero vacío más aterradora que decepcionante.
– En cualquier caso, decidimos buscar un poco más, y aquí -me guió hasta un punto cercano a la entrada y movió otra alfombra-, aquí encontramos una segunda piedra igual a la primera. -La miré. Era del mismo tamaño y forma que la otra, y tampoco tenían adornos-. De modo que también excavamos ésta -explicó Georgescu al tiempo que le daba una palmada.
– ¿Y encontraron…?
– Oh, un estupendo esqueletu -me informó con evidente satisfacción-. En un ataúd que aún conservaba parte del sudario. Algo asombrooso después de cinco siglos. El sudario era de color púrpura real con bordados en oro, y el esqueleto se hallaba en buen estado. Vestido con hermosas prendas de brocado púrpura y mangas de color rojo oscuro. Lo más maravilloso es que, cosido a una de las mangas, encontramos un pequeño anillo. El anillo es bastante sencillo, pero uno de mis colegas cree que forma parte de un adorno más extenso que representaba el símbolo de la Orden del Dragón.
Confieso que en ese momento mi corazón había desfallecido un poco.
– ¿El símbolo?
– Si; un dragón de largas garras y cola ensortijada. Los que ingresaban en la Orden llevaban esta imagen sobre su persona en todo momento, por lo general en un broche o una hebilla para la capa. No cabe duda de que nuestro amigo Vlad era miembro de la Orden, probablemente a instancias de su padre, y de que ingresó al llegar a la mayoría de edad. -
Georgescu me sonrió-. Pero tengo la sensación de que usted ya lo sabía, profesor.
Yo me debatía entre la pesadumbre y el alivio.
– Así que ésta era su tumba, y las leyendas mencionaban un lugar equivocado.
– Oh, yo no lo creo. -Volvió a colocar la alfombra sobre la piedra-. No todos mis colegas están de acuerdo conmigo, pero creo que existen claras pruebas en contra.
No pude evitar mirarle con sorpresa.
– Pero ¿qué me dice de las prendas regias y el anillo?
Georgescu meneó la cabeza.
– Ese individuo debía ser también miembro de la Orden, un noble de alta alcurnia, y tal vez iba vestido con las mejores galas de Drácula para la ocasión. Tal vez incluso le invitaron a morir para poder dejar un cadáver en la tumba… quién sabe cuándo con exactitud.
– ¿Volvieron a enterrar el esqueleto?
Tenía que preguntarlo. La piedra estaba muy cerca de nuestros pies.
– Oh, no. Lo enviamos al Museo de Historia de Bucarest, pero no podrá ir a verlo. Lo guardaron en el almacén y desapareció hace dos años, con todos sus bonitos ropajes. Fue una pena.
Georgescu no parecía muy apenado, como si el esqueleto hubiera sido apetecible pero carente de importancia, al menos comparado con la verdadera presa.
– No entiendo -dije-. Con tantas pruebas, ¿por qué cree que no era Vlad Drácula?
– Muy sencillo -replicó con jovialidad Georgescu, y dio una palmada en la alfombra-.
Este tipo conservaba la cabeza. La de Drácula fue cortada y llevada a Estambul por los turcos como un trofeo. Todas las fuentes se muestran de acuerdo en eso. Así que ahora
estoy excavando en la antigua prisión para ver si encuentro otra tumba. Creo que el cuerpo fue trasladado desde el lugar en que fue enterrado, delante del altar, para disuadir a los ladrones de tumbas, o tal vez para protegerlo de las invasiones turcas. Ese demonio tiene que estar en algún lugar de la isla.
Yo estaba paralizado por todas las preguntas que deseaba formular a Georgescu, pero él se levantó y estiró.
– ¿No le apetece ir a cenar al restaurante? Tengo tanta hambre que podría comerme una oveja entera, pero antes podemos escuchar el inicio del servicio, si quiere. ¿ Dónde se va a alojar?
Confesé que aún no tenía ni idea, y que también necesitaba proporcionar alojamiento a mi chófer -Me gustaría hablar de muchas cosas con usted -añadí.
– Y a mí con usted -concedió él-. Podemos hacerlo durante la cena.
Necesitaba hablar con mi chófer, de modo que volvimos a la prisión en ruinas. Resultó que el arqueólogo tenía amarrada una pequeña barca bajo la iglesia y podía devolvernos a la
orilla. Me dijo que hablaría con el propietario del restaurante para que nos encontrara habitaciones en la población. Georgescu guardó sus útiles y despidió a los ayudantes, y luego volvimos a la iglesia justo a tiempo de ver al abad y sus tres monjes, todos vestidos de negro, entrar en la iglesia por las puertas del santuario. Dos monjes eran ya de edad avanzada, pero uno todavía conservaba la barba castaña y caminaba muy tieso. Dieron la vuelta con lentitud hasta situarse ante el altar, precedidos por el abad, que llevaba una cruz y una esfera en las manos. Sus hombros inclinados sostenían un manto púrpura y oro en el que se reflejaban las llamas de las velas.
Se inclinaron ante el altar, y los monjes se tendieron un momento sobre el suelo de piedra, justo sobre la tumba vacía, observé. Por un instante experimenté la espantosa sensación de que no se estaban postrando ante el altar, sino ante la tumba del Empalador.
De pronto se oyó un sonido misterioso. Parecía nacer de la propia iglesia, surgir de las paredes y la cúpula como niebla. Estaban cantando. El abad atravesó las pequeñas puertas que había detrás del altar. Reprimí la tentación de estirar el cuello para ver el interior, y el hombre salió con un gran libro de tapa esmaltada, al tiempo que lo bendecía en el aire. Lo dejó sobre el altar. Uno de los monjes le entregó un incensario que colgaba de una larga cadena. Lo hizo oscilar sobre el libro y lo espolvoreó con un humo aromático. La música sacra disonante se elevaba a nuestro alrededor, con su zumbido monótono y cumbres oscilantes. Se me puso la piel de gallina, porque en aquel momento me di cuenta de que estaba más cerca del corazón de Bizancio que cuando había estado en Estambul. La antiquísima música y el rito que la acompañaba debían de haber cambiado muy poco desde que se celebraban para el emperador en Constantinopla.
– El servicio es muy laargo -me susurró Georgescu-. No les importará que nos vayamos.
Sacó una vela del bolsillo, la encendió con una mecha del lampadario cercano a la entrada y la depositó en la arena.
En el restaurante de la orilla, un lugar pequeño y sucio, comimos con voracidad guisados y ensaladas servidos por una tímida muchacha vestida de aldeana. Había un pollo entero y una botella de vino tinto potente, que Georgescu servía con generosidad. Al parecer, mi chófer había hecho amistades en la cocina, de modo que estábamos solos en la sala adornada con paneles, con sus vistas al lago y la isla.
En cuanto hubimos empezado a vencer el hambre, pregunté al arqueólogo por su maravilloso dominio del inglés. Rió con la boca llena. -Se lo debo a mi madre y mi padre, que descansen en la paz de Dios. Él era un arqueólogo escocés, medievalista, y ella una gitana escocesa. Me crié en Fort William y trabajé con mi padre hasta que murió. Entonces algunos parientes de mi madre le pidieron que viajara con ellos a Rumanía, de donde eran originarios. Ella había nacido y crecido en un pueblo del oeste de Escocia, pero cuando mi padre murió, sólo pensó en marcharse. La familia de mi padre no la había tratado bien. Me trajo aquí cuando yo tenía sólo quince años, y aquí vivo desde entonces. Adopté el apellido de su familia. Para integrarme un poco mejor La historia me dejó sin habla un momento, y sonrió.
– Sé que es una historia rara. ¿Cuál es la suya?
Le resumí mi vida y estudios, y hablé del libro misterioso que había llegado a mis manos.
Escuchó con el ceño fruncido, y cuando terminé, cabeceó lentamente.
– Una historia extraña, de eso no cabe duda.
Saqué el libro de mi bolsa y se lo di. Lo examinó con detenimiento, y se detuvo a mirar durante largos minutos la xilografía del centro.
– Sí -me dijo con aire pensativo-, se parece mucho a las imágenes relacionadas con la Orden. He visto un dragón similar en piezas de joyería; ese pequeño anillo, por ejemplo.
Pero nunca había visto un libro como éste. ¿No tiene idea de dónde salió?
– Ninguna -admití-. Espero que algún día lo examine un especialista, quizás en Londres.
– Es una obra extraordinaria. -Georgescu me lo devolvió con delicadeza-. Y ahora que ha visto Snagov, ¿adónde quiere ir? ¿Volverá a Estambul?
– No. -Me estremecí, pero no quise explicarle por qué-. He de volver a Grecia para colaborar en una excavación, dentro de dos semanas, pero me apetece ir a echar un vistazo a Târgoviste, puesto que era la principal capital de Vlad. ¿Ha estado allí?
– Ah, sí, por supuesto. -Georgescu dejó el plato limpio como una patena-. Un lugar interesante para un perseguidor de Drácula. Pero lo realmente interesante es su castillo.
– ¿Su castillo? ¿De veras hay un castillo? Quiero decir, ¿todavía existe?
– Bien, son ruinas, pero bastante bonitas. Una fortaleza en ruinas. Se halla a unos cuantos kilómetros de Târgoviste, río Arges arriba, y hay que subir a pie hasta la cumbre. Drácula escogía sitios que se pudieran defender con facilidad de los turcos, y ése es un amor de sitio. Vamos a hacer una cosa. -Estaba buscando en sus bolsillos, sacó una pequeña pipa y empezó a llenarla con tabaco aromático. Le pasé una vela-. Gracias, muchacho. Vamos a hacer una cosa: le acompañaré. Puedo quedarme sólo un par de días, pero podría ayudarle a localizar la fortaleza. Es mucho más fácil con guía. Hace mucho tiempo que estuve allí, y me gustaría volver a verla.
Le di las gracias con toda sinceridad. La idea de internarme en el corazón de Rumania sin un intérprete me ponía nervioso, lo admito. Acordamos partir por la mañana, si mi chófer accedía a llevarnos a Târgoviste. Georgescu conoce un pueblo cerca de Arges donde podremos hospedarnos por unos pocos chelines. No es el más cercano a la fortaleza, pero del que está más próximo le echaron a patadas y no tiene ganas de volver. Nos despedimos con un afectuoso buenas noches, y ahora, amigo mío, debo apagar mi luz para dormir en vista de la siguiente aventura, de la que te mantendré informado.
Tuyo afectuosamente,
Bartholomew Rossi.
Querido amigo:
Mi chófer pudo traernos a Târgoviste hoy, después de lo cual regresó a Bucarest con su familia, y vamos a pasar la noche en una vieja posada. Georgescu es un excelente compañero de viaje. Durante el trayecto me distrajo con la historia de la región que atravesábamos. Sus conocimientos son muy extensos, y sus intereses abarcan la arquitectura y la botánica locales, de modo que pude aprender un montón de cosas durante el camino.
Târgoviste es una bonita ciudad, de carácter todavía medieval, y cuenta al menos con esta buena posada, donde el viajero puede lavarse la cara con agua transparente. Nos hallamos ahora en el corazón de Valaquia, en un país escarpado entre montañas y llanuras. Vlad Drácula gobernó Valaquia varias veces durante las décadas de 1450 y 1460. Târgoviste era su capital, y esta tarde fuimos a pasear por las ruinas de su palacio. Georgescu me indicó las diferentes cámaras y describió su uso probable. Drácula no nació aquí, sino en Transilvania, en una ciudad llamada Sighisoara. No tendré tiempo de verla, pero Georgescu ha estado aquí varias veces y me dijo que la casa en la que vivió el padre de Drácula, el lugar donde nació Vlad, todavía sigue en pie.
El más notable de los muchos monumentos notables que hemos visto hoy, mientras explorábamos las viejas calles y ruinas, fue la atalaya de Drácula o, mejor dicho, una hermosa restauración llevada a cabo en el siglo XIX. Georgescu, como buen arqueólogo, arruga su nariz rumanoescocesa ante estas restauraciones y explica que en este caso las almenas que rodean la parte superior no son correctas. Pero ¿qué se puede esperar cuando los historiadores empiezan a utilizar su imaginación?, me preguntó con sarcasmo. Tanto si la restauración es fiel como si no, lo que Georgescu me contó sobre la torre me provocó escalofríos. Vlad Drácula no sólo la utilizaba como puesto de observación en aquella era de frecuentes invasiones otomanas, sino como punto privilegiado desde el que contemplar los empalamientos que se llevaban a cabo en el patio de abajo. Cenamos en una pequeña taberna cerca del centro de la ciudad. Desde allí se veían las murallas exteriores del palacio en ruinas, y mientras comíamos pan y guisado, Georgescu me dijo que Târgoviste era el lugar más indicado desde el que iniciar el viaje a la fortaleza de Drácula erigida en la montaña.
– La segunda vez que ocupó el trono de Valaquia, en 1456 -explicó-, decidió construir un castillo sobre el Arges, al que poder escapar de las invasiones de las llanuras. Las montañas situadas entre Târgoviste y Transilvania, y las zonas más agrestes de Transilvania, siempre han sido para los habitantes de Valaquia un lugar donde poder escapar.
Partió un pedazo de pan y lo mojó en el guiso sonriente.
– Drácula sabía que ya existían en aquellas alturas un par de fortalezas en ruinas, que databan como mínimu del siglo once, dominando el río. Decidió reconstruir una de ellas, el antiguo castillo de Arges. Necesitaba mano de obra barata. ¿No se reducen estas cosas a contar con una buena ayuda? En consecuencia, con su acostumbrado buen corazón, invitó a todos sus boyardos, sus terratenientes, a una pequeña celebración de Pascua. Acudieron con sus mejores atavíos al gran patio de Târgoviste y él los recibió con grandes cantidades de comida y bebida. Después mató a los que consideraba más problemáticos y trasladó al resto, así como a sus esposas e hijos, a cincuenta kilómetros de distancia, a las montañas, para que reconstruyeran el castillo de Arges.
Georgescu buscó otro pedazo de pan por la mesa.
– Bien, es más complicado que todo eso, en realidad. La historia de Rumania siempre lo es. Mircea, el hermanu mayor de Drácula, había sido asesinado años antes en Târgoviste por sus enemigos políticos. Cuando Drácula llegó al poder, ordenó exhumar el ataúd de su hermanu y descubrió que el pobre hombre había sido enterrado vivo. Fue cuando envió su invitación de Pascua, y de esta manera consiguió vengar a su hermanu, así como mano de obra barata para construir su castillo en la montaña. Tenía hornos para cocer ladrillos cerca de la fortaleza, y los que sobrevivieron al viaje fueron obligados a trabajar día y noche, cargando ladrillos y construyendo muros y torres. Las viejas canciones de esta región dicen que las hermosas prendas de los boyardos se convirtieron en harapos antes de que terminaran. -Georgescu dejó su plato limpio como una patena-. He observado que Drácula era un individuo tan práctico como desagradable.
De modo que mañana, amigo mío, seguiremos el camino de aquellos desgraciados nobles, pero en carro, mientras que ellos subieron la montaña a pie.
Es extraordinario ver a los campesinos pasear con sus trajes tradicionales entre la indumentaria más moderna de la gente de ciudad. Los hombres llevan camisas blancas con chalecos oscuros y enormes zapatillas de piel anudadas hasta la rodilla con tiras de cuero, como pastores romanos resucitados. Las mujeres, casi todas morenas como los hombres, y con frecuencia muy guapas, visten pesadas faldas y blusas, con un chaleco ceñido sobre todo lo demás, y sus ropas están bordadas con trabajados dibujos. Parece gente vital, que ríe y grita mientras regatea en el mercado, el cual visité ayer por la mañana en cuanto llegué. Imposible encontrar una forma de enviar esto, de modo que por ahora lo guardaré en mi bolsa.
Sinceramente tuyo,
Bartholomew
Querido amigo:
Con gran placer por mi parte, hemos conseguido llegar a un pueblo situado a orillas del Arges, a un día de distancia entre montañas de pendientes míticas, en el carro del agricultor al que pagué con generosidad. Como resultado, me duelen todos los huesos, pero estoy eufórico. Este lugar me parece prodigioso, como salido de un cuento de Grimm, irreal, ojalá pudieras verlo sólo una hora, para sentir la inmensa distancia que lo separa de la Europa occidental. Las casitas, algunas pobres y destartaladas, aunque la mayoría con un aire alegre, tienen aleros bajos y grandes chimeneas, rematadas con los gigantescos nidos de las
cigüeñas que veranean aquí.
Paseé con Georgescu esta tarde y descubrí que una plaza del centro del pueblo es su lugar de reunión, con un pozo para los habitantes y un gran abrevadero para el ganado, que atraviesa la población dos veces al día. Bajo un árbol maltrecho se encuentra la taberna, un lugar ruidoso donde tuve que pagar una ronda tras otra de pecaminoso aguardiente a los clientes. Piensa en esto mientras estás sentado en el Golden Wolf con tu pinta de cerveza.
Hay incluso uno o dos hombres entre ellos con los cuales me puedo comunicar un poco.
Algunos se acuerdan de Georgescu de su última vivita, hará seis años, y le han saludado con grandes palmadas en la espalda cuando entró esta tarde, aunque otros parecen evitarle.
Georgescu dice que hará falta un día para subir y bajar de la fortaleza, y nadie quiere guiarnos. Hablan de lobos, osos y, por supuesto, de vampiros. Pricolici, los llaman en su idioma. He aprendido algunas palabras en rumano, y mi francés, italiano y latín me prestan grandes servicios mientras intento hacerme entender. Esta noche, mientras interrogábamos a varios bebedores canosos, casi todo el pueblo apareció para examinarnos sin la menor discreción: amas de casa, labriegos, multitudes de niños descalzos y jovencitas, bellezas de ojos oscuros. En un momento dado, me vi rodeado de aldeanos que fingían ir a sacar agua, barrer escalones o consultar con el tabernero, de modo que me puse a reír a carcajadas y todos me miraron fijamente.
Mañana más. Me encantaría estar hablando una hora contigo, ¡y en mi propio idioma!
Tuyo con devoción,
Rossi
Querido amigo:
Hemos ido y vuelto de la fortaleza de Vlad, ante mi solemne admiración. Ahora sé por qué la quería ver. Ha convertido en realidad, en vida, al menos hasta cierto punto, la aterradora figura que busco en su muerte (o pronto empezaré a buscar, como sea, donde sea, si mis mapas me sirven de algo). Intentaré explicarte nuestra excursión, pues deseo tanto que puedas imaginarla como documentarla.
Al amanecer nos pusimos en marcha en la carreta de un joven agricultor, el cual parece ser un sujeto próspero, hijo de un cliente habitual de la taberna. Por lo visto, su padre le ha dado órdenes de ser nuestro guía, y el encargo no le ha hecho mucha gracia. Cuando subimos a la carreta, con las primeras luces del alba en la plaza, señaló las montañas varias veces, meneó la cabeza y dijo: «¿Poenari? ¿Poenari?» Por fin pareció resignarse a la tarea encomendada y azuzó a sus caballos, dos grandes máquinas de color bayo dispensadas aquel día de trabajar en los campos.
El hombre era un personaje de aspecto formidable, alto y de anchas espaldas bajo su blusa y el chaleco de lana, y con el sombrero nos pasaba sus dos buenas cabezas. Esto convertía su timidez respecto a la excursión en algo cómico para nosotros, aunque no debería reírme de los temores de estos campesinos después de lo que vi en Estambul (que te contaré en persona, como ya te he dicho). Georgescu intentó entablar conversación con él durante nuestra travesía del bosque, pero siguió al mando de la riendas en un silencio desesperado (pensé yo), como un prisionero conducido al tajo. De vez en cuando introducía la mano dentro de la camisa, como si guardara alguna especie de amuleto protector. Lo deduje de la tira de cuero que colgaba alrededor de su cuello, y tuve que resistir a la tentación de pedirle que me lo enseñara. Sentí pena por el hombre y lamenté el mal trago que estaba pasando por nuestra culpa, contrario a todos los tabúes de su cultura, por lo que decidí darle una propina al final del viaje.
Teníamos la intención de pernoctar en el castillo aquella noche, con el fin de concedernos tiempo suficiente para examinar todo y tratar de hablar con los campesinos que vivieran cerca del lugar, y con este propósito el padre de nuestro guía nos había proporcionado esteras y mantas, y su madre nos había dado una provisión de pan, queso y manzanas, liados en un aúllo en la parte posterior del carro. Cuando entramos en el bosque, sentí un escalofrío muy poco académico. Recordé al héroe de Bram Stoker cuando se interna en los bosques de Transilvania (una versión ficticia de los auténticos, en cualquier caso) en diligencia, y casi deseé haber ido de noche, para poder distinguir yo también hogueras misteriosas en los bosques y oír el aullido de los lobos. Era una pena, pensé, que Georgescu no hubiera leído nunca el libro, y decidí que le enviaría un ejemplar desde Inglaterra, si algún día regresaba a tan tedioso lugar. Después recordé mi encuentro en Estambul, y eso templó mis ánimos.
Atravesamos con parsimonia el bosque, porque la carretera estaba sembrada de surcos y baches y porque empezó a trepar a la montaña casi enseguida. Estos bosques son muy profundos, oscuros incluso en el mediodía más radiante, con el frío tétrico del interior de una iglesia. Cuando los cruzas, te ves rodeado por completo de árboles, y por un silencio palpitante. Desde el carro no se ve nada en kilómetros a la redonda, excepto troncos de árboles y maleza, una espesa mezcla de abetos y diversas especies de madera dura. La altura de muchos árboles es tremenda, y sus copas ocultan el cielo. Es como avanzar entre las columnas de una catedral inmensa, pero oscura, una catedral encantada donde esperas captar vislumbres de la Virgen Negra o santos mártires en cada nicho. Observé al menos una docena de especies arbóreas diferentes, entre ellas altísimos castaños y robles de un tipo que nunca había visto.
En un punto en que el terreno se nivelaba, nos adentramos en una nave de troncos plateados, un hayedo como los que todavía se encuentran (pero muy raramente) en los más boscosos terrenos solariegos ingleses. Los habrás visto, no me cabe duda. Éste habría podido ser el salón donde Robín Hood contrajo matrimonio, con troncos inmensos que sostenían un techo de millones de diminutas hojas verdes, mientras el follaje del año anterior formaba una alfombra color beige bajo nuestras ruedas. Daba la impresión de que nuestro conductor no admiraba esta belleza. Tal vez, cuando vives toda la vida entre tales escenarios, no quedan registrados como «belleza», sino como el mundo en sí. Seguía sumido en el mismo silencio desaprobador. Georgescu estaba ocupado con algunas notas de su trabajo en Snagov; de modo que yo no podía compartir con nadie el encanto de lo que nos rodeaba.
Después de haber viajado casi la mitad del día, salimos a campo abierto, verde y dorado bajo la luz del sol. Comprobé que habíamos subido mucho desde el pueblo, y se veía una espesa extensión arbolada, la que descendía en una pendiente tan pronunciada desde el borde del campo que desviarse hacia ella significaba precipitarse al vacío. Desde allí, el bosque se sumergía en una garganta, y vi por primera vez el río Arges, una vena plateada muy abajo. En su orilla opuesta se elevaban enormes pendientes boscosas que parecían imposibles de escalar. Era una región para águilas, no para personas, y pensé con admiración en las numerosas escaramuzas dirimidas en ese lugar entre otomanos y cristianos. Que cualquier imperio, por osado que fuera, se hubiera atrevido a penetrar en ese paisaje se me antojaba la locura máxima. Comprendí mejor por qué Vlad Drácula había elegido esa zona para su fortaleza; el propio emplazamiento la convertía en inexpugnable.
Nuestro guía saltó al suelo y desempaquetó nuestra comida, y comimos sobre la hierba bajo robles y alisos dispersos. Después se tumbó bajo un árbol y se tapó la cara con el sombrero.
Georgescu se tumbó bajo otro, como si fuera lo más normal del mundo, y durmieron durante una hora mientras yo vagaba por el prado. Reinaba un silencio sobrenatural, aparte del gemido del viento en aquellos inmensos bosques. El cielo, de un azul brillante, se extendía sobre todas las cosas. Caminé hacia el otro lado del campo y vi un claro similar bastante más abajo, presidido por un pastor vestido de blanco y tocado con un sombrero marrón. Su rebaño (de ovejas, me pareció) deambulaba a su alrededor como nubes, y pensé que bien podría haber estado allí, apoyado en su bastón, desde los tiempos de Trajano. Sentí que una gran paz me inundaba. La naturaleza macabra de nuestra misión se desvaneció de mi mente, y pensé que podría quedarme en aquel prado fragante uno o dos eones, al igual que el pastor.
Por la tarde, nuestro camino ascendió por sendas cada vez más empinadas, y por fin entramos en un pueblo que, según Georgescu, era el más cercano a la fortaleza. Nos sentamos un rato en una taberna con vasos de aquel reconfortante brandy al que llaman palinca. Nuestro conductor dejó claro que su intención era quedarse con los caballos mientras nosotros íbamos a pie a la fortaleza. Bajo ninguna circunstancia subiría allí, y mucho menos pasaría la noche con nosotros en las ruinas. Cuando le insistimos, gruñó: «Pentru nimica in lime», y apoyó la mano en la tirilla de cuero colgada de su cuello.
Georgescu me dijo que eso significaba «de ninguna manera». Tan obstinado se mostró el hombre que al final Georgescu rió y dijo que la caminata era razonable, y que de todos modos había que hacer a pie la última parte. Me pregunté por un momento por qué quería Georgescu dormir al raso, en lugar de regresar al pueblo, pues para ser sincero no me hacía mucha gracia la idea de pasar la noche en las ruinas, aunque no lo dije.
Por fin, dejamos al sujeto con su brandy y a los caballos con su agua, y emprendimos el camino con los bultos de comida y mantas a la espalda. Mientras recorríamos la calle principal, recordé de nuevo la historia de los boyardos de Târgoviste, que habían subido con grandes esfuerzos hasta la fortaleza en ruinas, y luego pensé en lo que había visto (o creído ver) en Estambul y sentí una punzada de intranquilidad.
La senda pronto se estrechó hasta convertirse en un angosto camino de carros, y después en una pista forestal que atravesaba el bosque, el cual ascendía ante nosotros. Sólo el último tramo era empinado, pero lo recorrimos sin dificultad. De pronto nos encontramos en lo alto de una cresta azotada por el viento, un espinazo de piedra que surgía del bosque. A la cumbre de dicho espinazo, en una vértebra más elevada que las demás, se aferraban dos torres en ruinas y restos de murallas, todo lo que quedaba del castillo de Drácula. La vista era impresionante, con el río Arges apenas centelleando en la garganta y pueblos diseminados a un tiro de piedra de las aguas. Hacia el sur vi colinas bajas que, según Georgescu, eran las llanuras de Valaquia, y al norte altas montañas, algunas coronadas de nieve. Habíamos alcanzado un nido de águilas.
Georgescu me precedió sobre rocas derrumbadas, y nos erguimos por fin en mitad de las ruinas. Observé al instante que la fortaleza era más bien pequeña y hacía mucho tiempo que estaba abandonada a los elementos. Flores silvestres de todo tipo, líquenes, musgo, hongos y árboles doblados por el viento habían fundado su hogar en ella. Las dos torres que aún se alzaban eran como huesos silueteados contra el cielo. Georgescu explicó que, al principio, había cinco torres, desde las cuales los servidores de Drácula podían vigilar las incursiones turcas. El patio en el que nos encontrábamos había contado en su tiempo con un pozo profundo, para defenderse de los asedios, y también, según la leyenda, con un pasadizo secreto que conducía a una cueva situada mucho más abajo, gracias a la cual Drácula había escapado de los turcos en 1462, después de utilizar la fortaleza de manera intermitente durante unos cinco años. Por lo visto, nunca había vuelto. Georgescu creía haber identificado la capilla del castillo en un extremo del patio, donde escrutamos el interior de una cripta derrumbada. Los pájaros entraban y salían de las paredes de la torre, serpientes y animales pequeños huían de nuestra presencia, y experimenté la sensación de que la naturaleza pronto se apoderaría del resto de la ciudadela.
Cuando nuestra lección de arqueología hubo terminado, el sol flotaba justo sobre las colinas del oeste y las sombras de rocas, árboles y torres se habían alargado a nuestro alrededor.
– Podríamos volver andando al último pueblo -dijo Georgescu en tono pensativo-, pero eso significaría volver a subir al castillo mañana por la mañana. Yo prefiero acampar aquí, ¿no te parece?
Para entonces yo prefería irme, pero Georgescu parecía tan práctico, tan científico, con su cuaderno de dibujo en la mano, que no quise admitirlo. Se puso a recoger leña, yo le ayudé, y pronto encendimos un fuego sobre las losas del antiguo patio, después de limpiarlo de musgo.
Georgescu parecía disfrutar muchísimo con la hoguera, silbaba, acomodaba troncos sueltos, y luego dispuso un primitivo aparejo para la olla que sacó de la mochila. No tardó en preparar un guiso y cortar pan, sonriendo a las llamas, y recordé que, al fin y al cabo, era tan escocés como gitano.
El sol se puso antes de que la cena estuviera preparada, y cuando desapareció detrás de las montañas, las ruinas se sumieron en la oscuridad, con las torres recortadas contra un crepúsculo perfecto. Algo (¿búhos?, ¿murciélagos?) entró y salió por el hueco de una ventana, desde la cual habían volado flechas contra las tropas turcas tanto tiempo atrás.
Cogí mi estera y la acerqué al fuego lo máximo posible. Georgescu había improvisado una espléndida cena, y mientras comíamos me habló de nuevo de la historia del lugar.
– Una de las historias más tristes de la leyenda de Drácula procede de este lugar. ¿Has oído hablar de su primera esposa?
Negué con la cabeza.
– Los campesinos que viven por aquí cuentan una historia acerca de ella que debe de ser cierta. Sabemos que en el otoño de 1462 Drácula fue expulsado de su fortaleza por los turcos y no regresó cuando ocupó de nuevo el trono de Valaquia en 1476, justo antes de que le mataran. Las canciones de estos pueblos cuentan que la noche en que el ejército turco llegó al risco de ahí enfrente -señaló hacia el terciopelo oscuro del bosque- acamparon ante la antigua fortaleza de Poenari, y trataron de tirar abajo el castillo de Drácula a cañonazos desde la orilla de enfrente del río. No tuvieron éxito, de modo que su comandante ordenó asaltar el castillo a la mañana siguiente.
Georgescu hizo una pausa para atizar el fuego, que ardió con más intensidad. La luz bailó en su rostro moreno y en sus dientes de oro, y sus rizos oscuros adoptaron el aspecto de cuernos.
– Durante la noche un esclavo del campamento turco, que era pariente de Drácula, lanzó en secreto una flecha hacia la abertura de la torre del castillo, pues sabía que allí se hallaban los aposentos privados de Drácula. Sujetó a la flecha la advertencia de que debía huir del castillo antes de que su familia y él fueran hechos prisioneros. El esclavo vio la figura de la esposa de Drácula leyendo el mensaje a la luz de las velas. Los campesinos refieren en sus viejas canciones que la mujer dijo a su marido que prefería ser devorada por los peces del Arges antes que ser esclava de los turcos, que, como ya sabe, no eran muy amables con sus prisioneros. -Georgescu me dedicó una sonrisa diabólica por encima del guiso-. Entonces subió corriendo las escaleras de la torre, probablemente aquélla, y se arrojó desde lo alto. Drácula, por supuesto, escapó por el pasadizo secreto. -Asintió como si tal cosa-.
Esta parte del Arges se llama todavía Riul Doamnei, que significa el Río de la Princesa.
Me estremecí, como podrás imaginar. Aquella tarde me había asomado al precipicio. La distancia hasta el río, muy abajo, es casi inimaginable.
– ¿Tuvo Drácula hijos de su esposa?
– Oh, sí. -Georgescu me sirvió un poco más de guiso-. Su hijo era Mihnea el Malo, quien gobernó Valaquia a principios del siglo dieciséis. Otro sujeto encantador. Su linaje produjo toda una serie de Mihneas y Mirceas, todos desagradables. Drácula volvió a casarse, esta segunda vez con una mujer húngara que era pariente del rey Matías Corvino.
Engendraron un montón de Dráculas. -¿Aún existen en Valaquia o Transilvania?
– No creo. Los habría localizado en tal caso. -Partió un pedazo de pan y me lo dio-. Ese segundo linaje tenía tierras en la región de Szekler y se mezcló con húngaros. El último se casó con un miembro de la nooble familia Getzi y también desapareció.
Anoté todo esto en mi libreta, entre bocado y bocado, aunque no creía que pudiera conducirme a ninguna tumba. Esto me llevó a pensar en una última pregunta, que no me hacía ninguna gracia formular en una oscuridad tan enorme y profunda.
– ¿Es posible que Drácula fuera enterrado aquí, o que su cadáver fuera trasladado hasta este castillo desde Snagov, con el fin de protegerlo de profanaciones?
Georgescu rió.
– No pierde la esperanza, ¿eh? No, nuestro amigo está en Snagov, hágame caso. Esa capilla de ahí tenía una cripta, desde luego. Hay una zona hundida, con un par de peldaños que bajan. La excavé hace años, cuando vine por primera vez. -Me dedicó una amplia sonrisa-. Los aldeanos no me dirigieron la palabra durante semanas. Pero estaba vacía. Ni siquiera había huesos.
Poco después empezó a bostezar de una manera prodigiosa. Acercamos nuestras
provisiones al fuego, nos envolvimos en nuestras mantas de viaje y guardamos silencio. La noche era helada y me alegré de haber llevado mis prendas de más abrigo. Contemplé las estrellas un rato (parecían muy cercanas al oscuro precipicio) y escuché los ronquidos de Georgescu.
Al final debí dormirme también, porque cuando desperté el fuego estaba casi apagado y jirones de nubes cubrían la cumbre de la montaña. Me estremecí, y estaba a punto de levantarme para arrojar más leña al fuego cuando un crujido próximo me heló la sangre en las venas. No estábamos solos en las ruinas, y quienquiera que compartiera el oscuro recinto con nosotros estaba muy cerca. Me puse poco a poco de pie, mientras pensaba en si debía despertar a Georgescu en caso necesario y me preguntaba si llevaría armas en su bolsa zíngara, además de las ollas. Se había hecho un silencio de muerte, pero al cabo de unos segundos la tensión fue excesiva para mí. Introduje una rama de nuestra pila en el fuego, y cuando se prendió tuve una antorcha, que alcé con cautela.
De repente, en las profundidades de la zona de la capilla invadida por la maleza, la luz de mi antorcha captó el brillo rojizo de unos ojos. Mentiría, amigo mío, si dijera que no se me pusieron los pelos de punta. Los ojos se acercaron un poco más, pero no vi si estaban muy alejados del suelo. Me miraron durante un largo momento y experimenté la sensación irracional de que poseían conciencia, de que sabían quién era yo y me estaban tomando la medida. Después, aplastando la maleza, una gran bestia apareció ante mi vista, volviendo la cabeza a un lado y a otro, y luego se alejó en la oscuridad. Era mi lobo de un tamaño asombroso. A la escasa luz vi apenas un momento su espeso pelaje y su enorme cabeza, justo antes de que saliera de las ruinas y se desvaneciera.
Me acosté de nuevo, y decidí no despertar a Georgescu ahora que el peligro parecía haber pasado, pero no pude dormir. Una y otra vez (al menos en mi mente), veía aquellos ojos inteligentes y penetrantes. Supongo que finalmente me hubiera llegado a dormir, pero mientras estaba despierto tomé conciencia de un sonido lejano que parecía ascender hacia nosotros desde la oscuridad del bosque. Al final, demasiado inquieto para seguir acostado, me levanté una vez más y atravesé de puntillas el patio para mirar por encima del muro. La pendiente más abrupta desde el borde del precipicio era la que daba al Arges, como va he dicho, pero a mi izquierda había una zona en que la ladera boscosa era más suave, y oí llegar desde allí el murmullo de muchas voces y un resplandor que bien podía ser de hogueras de campamento. Me pregunté si habría gitanos acampados en aquellos bosques.
Tendría que preguntárselo a Georgescu por la mañana. Como si ese pensamiento le hubiera conjurado, mi nuevo amigo apareció de repente a mi lado, medio dormido.
– ¿Pasa algo?
Miró por encima del muro.
Señalé.
– ¿Podría ser un campamento gitano?
El hombre rió.
– No, no tan lejos de la civilización. -Bostezó, pero sus ojos se veían brillantes y
despiertos a la luz de nuestro fuego agonizante-. De todos modos, es peculiar. Vamos a echar un vistazo.
No me gustó nada la idea, pero unos minutos después nos habíamos puesto las botas y estábamos bajando por el sendero en dirección al sonido. Fue aumentando de intensidad, subiendo y bajando, una siniestra cadencia. No eran lobos, pensé, sino voces de hombres.
Intenté no pisar ninguna rama. En un momento dado, observé que Georgescu introducía una mano en la chaqueta. Iba armado, pensé con satisfacción. Pronto vimos la luz de un fuego que parpadeaba entre los árboles, y el arqueólogo me indicó por señas que me agachara, y después se acuclilló a mi lado entre la maleza.
Habíamos llegado a un claro del bosque, y estaba lleno de hombres. Formaban dos círculos alrededor de una hoguera y cantaban. Uno, al parecer el líder, estaba de pie cerca del fuego,
y siempre que su cántico alcanzaba un crescendo, todos levantaban un brazo para saludarle y apoyaban la otra mano sobre el hombro del individuo de al lado. Sus rostros, de un naranja tétrico a la luz del fuego, estaban tirantes y serios, y sus ojos centelleaban. Llevaban una especie de uniforme, chaqueta oscura sobre camisa verde y corbata negra.
– ¿Qué es esto? -murmuré a Georgescu-. ¿Qué están diciendo?
– «¡Todo por la patria!» -siseó en mi oído-. Guarde silencio o somos hombres muertos.
Creo que es la Legión del Arcángel San Miguel.
– ¿Qué es eso?
Intenté mover los labios el mínimo posible. Habría sido difícil imaginar algo menos angelical que aquellos rostros pétreos y los rígidos brazos extendidos. Georgescu me indicó por señas que nos alejáramos, y regresamos hacia el bosque, pero antes de volvernos observa un movimiento al otro lado del claro, y ante mi creciente estupor vi a un hombre alto de hombros anchos con capa, cuyo pelo oscuro y cara enjuta iluminó un momento el resplandor del fuego. Se hallaba fuera de los círculos de hombres uniformados, con expresión risueña. De hecho, daba la impresión de que estaba riendo. Al cabo de un segundo deja de verle, y pensé que se había deslizado entre los árboles. Después Georgescu tiró de mí para que continuara subiendo el talud.
Cuando volvimos a estar a salvo en las ruinas (cosa rara, ahora me sentía a salvo allí), Georgescu se sentó al lado del fuego y encendió su pipa, como para relajarse.
– Dios santo, hombre -_susurró-. Eso podría haber sido nuestro fin.
– ¿Quiénes son?
Tiró la cerilla al fuego.
– Criminales -replicó-. También se les llama la Guardia de Hierro. Van de pueblo en pueblo por esta parte del país, reclutan jóvenes y los convierten al odio. Odian a los judíos en particular, y quieren limpiar el mundo de ellos. -Dio una feroz calada a su pina-. Los gitanos sabemos que, donde los judíos son asesinados, los gitanos también acaban siendo asesinados. Y mucha más gente, por lo general. Describí la extraña figura que había visto fuera del círculo.
– Oh, sin duda -masculló Georgescu-. Atraen a todo tipo de admiradores extraños. No pasará mucho tiempo sin que todos los pastores de las montañas se unan a ellos.
Tardamos un rato en tranquilizarnos y volver a dormir, pero Georgescu me aseguró que no era probable que la Legión escalara la montaña una vez iniciados sus rituales. Conseguí conciliar un sueño intranquilo, y me alivió ver que el alba llegaba pronto al nido de águilas.
Reinaba el silencio, la niebla era bastante espesa y no soplaba nada de viento. En cuanto hubo suficiente luz, me encaminé con cautela hacia la capilla derruida y examiné las huellas del lobo. Se veían con claridad en la tierra a un lado de la capilla, grandes y pesadas. Lo más extraño es que sólo había pisadas en una dirección, las que se alejaban de la zona de la capilla, surgiendo de las profundidades de la cripta, pero no existía el menor indicio de que el lobo hubiera entrado antes, o tal vez fui incapaz de ver sus huellas en la maleza que crecía detrás de la capilla. Reflexioné sobre esta circunstancia mucho después de haber desayunado, hice unos cuantos dibujos y nos dispusimos a bajar la montaña.
Una vez más, debo parar de momento, pero te envío fervorosos recuerdos desde una tierra muy lejana…
Rossi.
Querido amigo:
No puedo ni imaginar lo que pensarás de esta correspondencia extraña y unilateral cuando llegue por fin a tus manos, pero me siento impulsado a continuar, aunque sólo sea para tomar notas dirigidas a mí mismo. Ayer por la tarde volvimos al pueblo situado a orillas del Arges desde el que habíamos iniciado nuestro viaje a la fortaleza de Drácula, y Georgescu partió hacia Snagov, con un cordial abrazo y un apretón en mis hombros, y el deseo de que
algún día tal vez nos pondríamos en contacto de nuevo. Ha sido un guía de lo más simpático, y le echaré de menos. En el último momento sentí una punzada de culpabilidad por no haberle contado todo lo que observé en Estambul, pero no pude decidirme a romper mi silencio. De todos modos, tampoco lo habría creído, de modo que me ahorré el trabajo de intentar convencerle. Podía imaginar demasiado bien su risa estentórea, su científico meneo de cabeza, su rechazo de mi imaginación desbordada.
Me animó a acompañarle de vuelta hasta Târgoviste, pero yo ya había decidido quedarme unos días más en esta zona, con el fin de visitar algunas iglesias y monasterios cercanos, y después, quizá, parte de la región que rodeaba la fortaleza de Vlad. Ésa fue la razón que me di, y también a Georgescu, y él me recomendó varios lugares que Drácula debió visitar sin duda en vida. Creo que yo albergaba otro motivo, amigo mío, la sensación de que nunca volvería a este lugar, tan remoto, tan lejos de mis investigaciones habituales, y de una belleza tan inmensa. Una vez decidido a utilizar mis últimos días libres aquí, en lugar de
correr a Grecia antes de tiempo, he estado relajándome un rato en la taberna, con la intención de mejorar mis conocimientos de rumano y tratando con poco éxito de hablar con los ancianos sobre las leyendas de la región. Hoy he paseado por los bosques cercanos al pueblo y me he topado con un rústico santuario que se alzaba solitario bajo un árbol. Estaba construido con piedras antiguas y techo de paja, y pensé que su parte original tal vez se encontraba aquí mucho antes de que las tropas de Drácula cabalgaran por estos parajes. Las flores frescas del interior se acababan de marchitar y la cera que había caído de la vela formaba un pequeño túmulo debajo del crucifijo.
Cuando regresaba hacia el pueblo, me topé con otra visión sorprendente: una joven de la aldea se hallaba inmóvil en mitad de mi camino, vestida de campesina, como una figura histórica. Como no dio señales de moverse, me detuve a hablar con ella, y ante mi asombro me entregó una moneda. Era muy antigua (medieval) y tenía en una cara la figura de un dragón. Aunque sin pruebas, me quedé convencido de que había sido acuñada para la Orden del Dragón. La chica sólo hablaba rumano, por supuesto, pero conseguí averiguar
que la moneda se la había dado una anciana que bajó a su pueblo en algún momento desde los riscos cercanos al castillo de Vlad. La muchacha también me dijo que su apellido era Getzi, aunque parecía no tener ni idea de su significado. Ya puedes imaginar mi nerviosismo: con toda probabilidad, me encontraba cara a cara con una descendiente de Vlad Drácula. La idea era asombrosa y desconcertante al mismo tiempo (si bien la pureza del rostro y el comportamiento delicado de la joven estaban muy lejos de insinuar algo monstruoso o cruel). Cuando intenté devolverle la moneda, pareció insistir en que me la quedara, cosa que he hecho de momento, aunque intentaré que vuelva a su dueña.
Quedamos en seguir hablando mañana, y debo desistir ahora de hacer un dibujo de la moneda y de examinar mi diccionario con la esperanza de poder preguntarle acerca de su familia y sus orígenes.
Querido amigo:
Anoche conseguí hablar un poco más con la joven de la que te he hablado. Se apellida en verdad Getzi, y me lo deletreó con la misma ortografía que Georgescu me dio para mis notas. Me dejó atónito la celeridad de su comprensión cuando intentamos conversar, y descubrí que, además de sus grandes dones naturales de percepción, sabe leer y escribir, y fue capaz de ayudarme a buscar palabras en mi diccionario. Me gustaba ver su cara vivaz y
alegre, los ojos oscuros que se abrían de placer con cada nueva información. Nunca ha aprendido otro idioma, por supuesto, pero no me cabe duda de que podría hacerlo con facilidad si recibiera la instrucción adecuada.
Se me antojó un fenómeno considerable descubrir tal inteligencia en este lugar remoto y sencillo. Tal vez sea una prueba más de que desciende de gente noble, culta e inteligente.
La familia de su padre llegó a este pueblo hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda, pero algunos eran húngaros, por lo que pude deducir. Dice que su padre se cree heredero del príncipe del castillo de Arges y que hay un tesoro enterrado allí, creencia compartida por todos los demás campesinos de la zona. Creen que en determinadas onomásticas de santos, deduje no sin dificultad, una luz sobrenatural ilumina el lugar donde está enterrado el tesoro, pero nadie del pueblo se atreve a ir en su busca. Los dones de la muchacha, tan claramente superior a su entorno, me recordaron la belleza de Tess D'Urbervilles, la noble lechera creada por Hardy. Sé que no te aventuras más allá del siglo XVIII, pero volvía leer el libro el año pasado y te lo recomiendo como una distracción de tus incursiones habituales. Dudo que exista ese tesoro, por cierto, porque Georgescu ya lo habría encontrado.
También me explicó el hecho sorprendente de que se grababa un diminuto dragón en la piel de un miembro de cada generación de su familia. Esto, al igual que su apellido, y la historia que había contado su padre al respecto, me ha convencido de que la joven pertenece a una rama viviente de la Orden del Dragón. Me gustaría hablar con su padre, pero cuando se lo propuse, se puso tan nerviosa que habría sido un necio de haber insistido. Se trata de una cultura extremadamente tradicional, y debo ser cauto para no manchar su reputación. Estoy seguro de que se arriesga hasta hablando a solas conmigo, y le estoy muy agradecido por su interés y colaboración.
Ahora me voy a pasear un rato por el bosque. Tengo tantas cosas en qué pensar que antes he de aclarar mas ideas un poco.
Mi querido amigo y único confidente:
Han pasado dos días, y apenas sé cómo escribirte acerca de ellos, o si enseñaré esto a alguien en el futuro. Estos dos días han significado un cambio radical en mi vida. Me han aportado por igual temor y esperanza. Creo que he cruzado el umbral de una vida nueva.
Qué significará a la larga, lo ignoro. Soy el hombre más feliz de la creación y el más angustiado al mismo tiempo.
Hace dos noches, después de escribirte mis últimas líneas, me encontré de nuevo con la joven angelical que te he descrito y esta vez nuestra conversación condujo a un repentino cambio (un beso, de hecho), antes de que ella huyera. Estuve despierto toda la noche, y cuando llegó la mañana, salí de mi habitación y vagué hasta adentrarme en el bosque.
Después paseé un rato, de vez en cuando me sentaba en una roca o un tocón, entre la delicada y cambiante hierba verde de la mañana, y veía su cara entre los árboles o en la misma luz. Me pregunté muchas veces si debía abandonar el pueblo de inmediato, como si ya la hubiera ofendido.
Pasé todo el día así, caminando de un lado a otro, y regresé al pueblo sólo para comer; pues tenía miedo de encontrármela de un momento a otro, al mismo tiempo que lo anhelaba.
Pero no vi ni rastro de ella, y por la noche volvía nuestro lugar de cita, pensando que si aparecía le diría como bien pudiera que le debía una disculpa y que no volvería a molestarla. Cuando ya estaba perdiendo la esperanza de verla, convencido de que la había ofendido profundamente y de que debía irme del pueblo a la mañana siguiente, apareció entre los árboles. La vi un segundo con su pesada falda y el chaleco negro, la cabeza descubierta oscura como madera pulida, la trenza colgando sobre el hombro. Sus ojos también eran oscuros, y aterrorizados, pero la radiante inteligencia de su cara se abalanzó sobre mí.
Abrí la boca para hablarle, y en aquel momento salvó la distancia que nos separaba y se arrojó en mis brazos. Ante mi estupor, dio la impresión de entregarse por completo a mí, y nuestros sentimientos no tardaron en transportarnos a una intimidad plena, tan tierna y pura como espontánea. Descubrí que podíamos hablarnos con entera libertad, aunque no estoy seguro de en qué idioma, y pude leer el mundo, y tal vez todo mi futuro, en la negrura de sus ojos, con las espesas pestañas y el delicado pliegue asiático de la comisura interna.
Cuando se fue, me quedé transido de emoción, intenté reflexionar en lo que había hecho, en lo que habíamos hecho, pero mi sensación de plenitud y felicidad interfería en cada giro mental. Hoy iré a esperarla de nuevo, porque no puedo evitarlo, porque todo mi ser parece unido a otro ser tan diferente de mí, y al, mismo tiempo tan exquisitamente familiar, que apenas puedo comprender lo sucedido.
Mi querido amigo (si aún eres tú a quien escribo): He vivido cuatro días en el paraíso, y mi amor por el ángel que lo preside parece justo eso: amor Nunca había sentido por una mujer lo que siento en este momento, en este lugar extraño. Con tan sólo unos pocos días más para pensar, he estado analizando la situación desde todos los ángulos. La idea de abandonarla y no volver a verla se me antoja tan imposible como no volver a ver mi casa. Por otra parte, he estado reflexionando sobre lo que significaría llevármela conmigo: cómo, en primer lugar, podría arrancarla de su casa y su familia, y qué consecuencias se desencadenarían si la llevara conmigo a Oxford. Esta última idea es complicada era extremo, pero la crudeza de la situación está clara para mí: si me marchara sin ella, partiría el corazón de los dos, y eso sería un acto de cobardía y villanía después de lo que yo le he arrebatado.
He decidido convertirla en mi mujer lo antes posible. No cabe duda de que nuestras vidas seguirán un extraño sendero, pero estoy seguro de que su gracia natural y agudeza de mente la ayudarán a superar todas las pruebas. No puedo desaparecer y preguntarme toda la vida qué habría podido pasar, ni puedo abandonarla en tal situación. He decidido que esta noche le pediré que se case conmigo dentro de un mes. Creo que antes volveré a Grecia, donde puedo pedir prestado a mas colegas, o pedir que me envíen por cable dinero suficiente para compensar a su padre por llevármela. Me queda poco tiempo aquí, y no me atrevo a hacer las cosas de otra manera. Además, creo que debo participar en la excavación a la que me han invitado, la tumba de un noble cerca de Knossos. Mi futuro trabajo puede depender de estos colegas, pues sería el sustento de nuestra vida futura.
Después volveré a buscarla. ¡Cuán largas serán cuatro semanas de separación! Es mi deseo averiguar si los sacerdotes de Snagov podrían casarnos en el monasterio, para que Georgescu sea nuestro testigo. Si sus padres insisten en que nos casemos antes de abandonar el pueblo, lo haremos. Ella viajará conmigo como mi esposa, en cualquier caso.
Enviaré un telegrama a mis padres desde Grecia, y después iremos a alojarnos en su casa cuando volvamos a Inglaterra. Y tú, querido amigo, si ya estás leyendo esto, ¿podrías averiguar con discreción cuánto costaría alquilar habitaciones fuera de la universidad?
También me gustaría que empezara a estudiar inglés lo antes posible. Estoy seguro de que destacará entre sus compañeros. Tal vez el otoño te encontrará delante de nuestra chimenea, amigo mío, y entonces tú también verás razón en mi locura. Hasta ese momento eres el único en quien puedo confiar este asunto, en cuanto encuentre la manera de enviarte estas cartas, y rezo para que me juzgues con indulgencia, gracias a tu generoso corazón.
Tuyo en dicha y angustia, Rossi.
Ésta fue la última carta de Rossi, probablemente la última que había escrito a su amigo.
Sentado al lado de Helen en el autobús de vuelta a Budapest, doblé las páginas con cuidado y torné su mano un segundo.
– Helen -dije vacilante, porque creía que uno de los dos, al menos, debía decirlo en voz alta-. Eres descendiente de Vlad Drácula.
Me miró, y después desvió la vista hacia la ventanilla, y creí ver en su cara que ella tampoco sabía qué pensar al respecto, pero se le heló la sangre en las venas.
Cuando Helen y yo bajamos del autobús en Budapest, casi había anochecido, pero me di cuenta con sorpresa de que habíamos partido de aquella misma estación esa mañana.
Experimentaba la sensación de haber vivido un par de años desde aquel momento. Las cartas de Rossi descansaban a salvo en mi maletín, y su contenido llenaba mi cabeza de imágenes conmovedoras. También capté un reflejo de ellas en los ojos de Helen. Me rodeaba el brazo con una mano, como si las revelaciones del día hubieran debilitado su confianza en sí misma. Tenía ganas de rodearla con el brazo, abrazarla y besarla en plena calle, decirle que nunca la abandonaría y que Rossi nunca habría debido abandonar a su madre. Me contenté con apretar su mano contra mi costado, y dejé que nos guiara hasta el hotel.
En cuanto llegamos al vestíbulo, tuve de nuevo la sensación de que habíamos estado ausentes mucho tiempo. Era extraño que aquellos lugares desconocidos empezaran a resultar familiares al cabo de un par de días, pensé. Había una nota para Helen de su tía, que leyó con avidez.
– Me lo imaginaba. Quiere que cenemos con ella esta noche, aquí en el hotel. Supongo que es para despedirse de nosotros.
– ¿Se lo dirás?
– ¿Lo de las cartas? Es probable. Siempre se lo cuento todo a Eva, tarde o temprano.
Me pregunté si le habría contado algo sobre mí que yo no supiera, pero reprimí la idea.
Teníamos poco tiempo para lavarnos y vestirnos en nuestras habitaciones antes de cenar.
Me puse la más limpia de dos camisas sucias y me afeité en el lavabo, y cuando bajé, Eva ya había llegado, aunque Helen no. Eva se hallaba de pie ante la ventana del frente,dándome la espalda, con la cara vuelta hacia la calle y la luz desfalleciente del anochecer.
Vista de esta manera, no parecía tan vivaz y enérgica como de costumbre. Su espalda, cubierta por la chaqueta verde oscuro, estaba relajada, incluso un poco encorvada. Se volvió de repente, lo cual me ahorró decidir si debía llamarla o no, y vi preocupación en su cara antes de que exhibiera su maravillosa sonrisa. Corrió a estrechar mi mano, yo a besarla. No intercambiamos ni una palabra, pero habríamos podido pasar por dos amigos que se encontraban tras una separación de meses o años.
Helen apareció un momento después, para mi alivio, y nos trasladamos al comedor, con sus manteles blancos y su fea loza. Tía Eva pidió por todos, y yo me recliné en la silla, cansado, mientras ellas hablaban unos minutos. Al principio dio la impresión de que intercambiaban bromas afectuosas, pero la cara de Eva no tardó en nublarse, y vi que levantaba el tenedor y lo hacía girar con aire sombrío entre el índice y el pulgar. Después susurró algo a Helen, y ésta también frunció el ceño.
– ¿Qué pasa? -pregunté por fin inquieto. Ya tenía bastante por hoy de secretos y misterios.
– Mi tía ha hecho un descubrimiento. -Helen bajó la voz, aunque era poco probable que los clientes del comedor supieran inglés-. Algo que puede ser desagradable para nosotros.
– ¿Qué?
Eva asintió y volvió a hablar en voz muy baja. Helen frunció el ceño todavía más.
– Algo malo -dijo en un susurro-. Han interrogado a mi tía acerca de ti…, acerca de nosotros. Me ha dicho que esta tarde recibió la visita de un detective de la policía al que conoce desde hace mucho tiempo. Se disculpó y dijo que era pura rutina, pero la interrogó sobre tu presencia en Hungría, tus intereses y nuestra… nuestra relación. Mi tía es muy lista en estos asuntos, y cuando le interrogó a su vez, el hombre reveló que había sido, ¿cómo se dice?, designado para el caso por Géza József.
Su voz se convirtió en un murmullo casi inaudible.
– Géza. -La miré fijamente.
– Ya te dije que era un incordio. También intentó interrogarme en el congreso, pero no le hice caso. Al parecer, se enfadó más de lo que yo suponía. -Hizo una pausa-. Mi tía dice que es miembro de la policía secreta y puede ser muy peligroso para nosotros. A los de la policía secreta no les gustan las reformas liberales del Gobierno y quieren volver a los viejos métodos.
Algo en su tono me impulsó a hacerle una pregunta.
– ¿Tú ya sabías esto? ¿Qué cargo tiene?
Asintió con aire culpable.
– Te lo contaré más tarde.
No estaba muy seguro de querer saberlo, pero la idea de ser perseguido por el apuesto gigante me desagradaba profundamente.
– ¿Qué quiere?
– Al parecer, cree que estás metido en algo más que una investigación histórica. Cree que has venido en busca de otra cosa.
– Tiene razón -señalé en voz baja.
– Está decidido a descubrir qué es. Estoy segura de que sabe adónde hemos ido hoy. Espero que no interroguen también a mi madre. Mi tía desvió al detective de… de la pista lo mejor que pudo, pero ahora está preocupada.
– ¿Tu tía sabe qué o, mejor dicho, a quién estoy buscando? Helen guardó silencio un momento, y cuando alzó los ojos, había algo similar a un ruego en ellos.
– Sí. Pensé que podría ayudarnos de alguna manera.
– ¿Te ha dado algún consejo?
– Sólo ha dicho que lo mejor será que nos vayamos de Hungría mañana. Nos aconseja no hablar con desconocidos antes de irnos.
– Por supuesto -repliqué airado-. Puede que a Géza le apetezca estudiar la
documentación de Drácula con nosotros en el aeropuerto.
– Por favor. -Su voz era apenas un susurro-. No bromees con esto, Paul. Puede ser muy grave. Si alguna vez quiero volver…
Me sumí en un silencio avergonzado. No había querido bromear, sólo era una expresión de mi exasperación. El camarero vino a traer los postres, pastas y cafés que tía Eva nos animó a devorar con preocupación materna, como si al engordarnos un poco más pudiera protegernos de los males del mundo. Mientras comíamos, Helen habló a su tía de las cartas de Rossi, y Eva asintió poco a poco, se volvió hacia mí y Helen tradujo con la vista clavada en el suelo.
– Mi querido joven -dijo Eva, y apretó mí mano como su hermana había hecho horas antes-, no sé si volveremos a vernos, aunque yo espero que sí. Entretanto, cuide de mi querida sobrina, o al menos deje que ella cuide de usted -dirigió a Helen una mirada de astucia, que ésta fingió no ver-, y procure que los dos vuelvan sanos y salvos a sus estudios. Helen me ha hablado de su misión, y es muy loable, pero si no la cumple pronto, ha de volver a casa con el convencimiento de que hizo lo que pudo. Después continúe su vida, amigo mío, porque es joven y la tiene toda por delante.
Se secó los labios con la servilleta y se levantó. Abrazó en silencio a Helen en la puerta del hotel y se inclinó hacia delante para besarme en cada mejilla. Estaba seria, y no brillaban lágrimas en sus ojos, pero vi en su rostro un dolor profundo. El coche elegante estaba esperando. Mi último vislumbre de ella fue su sobrio saludo desde la ventanilla trasera.
Durante unos segundos Helen pareció incapaz de hablar. Se volvió hacia mí, desvió la vista. Después se recuperó y me miró con determinación.
– Vamos, Paul. Ésta es nuestra última noche libre en Budapest. Mañana tendremos que ir corriendo al aeropuerto. Quiero dar un paseo.
– ¿Un paseo? ¿Qué me dices de la policía secreta y de su interés por mí?
– Quieren saber lo que tú sabes, no apuñalarte en un callejón oscuro. Y no seas presumido -dijo sonriente-, también están interesados en mí. Nos quedaremos en lugares bien iluminados, en la calle principal, pero quiero que veas la ciudad una vez más.
Me apetecía el plan, sabiendo que tal vez era la última vez que vería Budapest, y salimos a la noche templada. Paseamos hacia el río, tomando siempre las principales arterias, tal como Helen había prometido. Nos detuvimos ante el gran puente, y después ella se internó por él y pasó la mano por la barandilla con aire pensativo. Nos paramos sobre el inmenso brazo de agua y miramos las dos partes de Budapest. De nuevo experimenté su majestuosidad y la explosión de la guerra, que casi la había destruido. Las luces de la ciudad brillaban por todas partes, temblaban en la superficie negra del agua. Helen estuvo un rato apoyada en la barandilla y después se volvió como a regañadientes para regresar hacia Pest. Se había quitado la chaqueta, y cuando se volvió vi una forma de bordes irregulares en la parte posterior de su blusa. Me acerqué y me di cuenta de que era una enorme araña. Había tejido una tela sobre su espalda. Vi con claridad los filamentos centelleantes. Recordé entonces que había visto telarañas a lo largo de la barandilla del puente, en el punto donde ella había pasado la mano.
– Helen -dije con suavidad-, no te pongas nerviosa. Tienes algo en la espalda.
– ¿Qué?
Se quedó petrificada.
– Te la voy a quitar -dije con placidez-. Sólo es una araña.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, pero permaneció inmóvil, obediente, cuando le quité el insecto. Admito que yo también me estremecí, porque era la araña más grande que había visto en mi vida, casi la mitad de mi mano. Chocó contra la barandilla con un ruido audible, y Helen chilló. Nunca la había oído expresar miedo, y ese grito me dio ganas de agarrarla y sacudirla, incluso de pegarle.
– No pasa nada -me apresuré a tranquilizarla, y la cogí del brazo. Sorprendido, vi que
emitía uno o dos sollozos antes de calmarse. Me extrañó que una mujer capaz de disparar a un vampiro se impresionara tanto por una araña, pero el día había sido largo y tenso. Ella me sorprendió de nuevo cuando se volvió hacia el río y habló en voz baja.
– Prometí que te hablaría de Géza.
– No has de decirme nada.
Confiaba en no aparentar irritación.
– No quiero mentir con el silencio. -Caminó unos pasos, como para dejar atrás la araña por completo, aunque había desaparecido, lo más probable en el Danubio-. Cuando estudiaba en la universidad estuve enamorada de él un tiempo, y a cambio ayudó a mi tía a conseguirme la beca y un pasaporte para salir de Hungría.
Me encogí y la mire fijamente.
No fue así de grosero -dijo-. No dijo: «Si te acuestas conmigo, podrás ir a Inglaterra».
De hecho, es bastante sutil. Tampoco consiguió todo lo que quería de mí, pero cuando ya se me había pasado el enamoramiento, tenía el pasaporte en la mano. Ocurrió así, y cuando me di cuenta, ya tenía el billete para la libertad, para Occidente, y no deseaba cederlo. Pensé que valía la pena con tal de localizar a mi padre. Seguí la corriente a Géza hasta que pude escapar a Londres, y después le dejé una carta en que rompía con él. Al menos, quise ser sincera en eso. Debió enfadarse mucho, pero nunca me escribió.
– ¿Cómo supiste que era de la policía secreta?
Helen rió.
– Era demasiado presumido para ocultarlo. Quería impresionarme. No le dije que me había dejado más asustada que impresionada, y más asqueada que asustada. Me habló de la gente que había enviado a la cárcel y de las torturas, e insinuó cosas peores. Es imposible no odiar a una persona semejante.
– No me gusta saber esto, puesto que Géza está interesado en mis movimientos -dije-, pero sí me alegro de saber lo que sientes por él.
– ¿Qué te pensabas? -preguntó ella-. He intentado mantenerme lo más alejada de Géza desde el momento en que llegamos.
– Pero yo intuí sentimientos contradictorios en ti cuando le viste en el congreso -admití-. No pude evitar pensar que tal vez le habías amado, o que todavía le amabas…
– No. -Meneó la cabeza y contempló la corriente oscura-. No podría querer a un interrogador, un torturador, probablemente un asesino. Y si no lo rechacé por esto, en el pasado y mucho más ahora, hay otras cosas que me impulsarían a rechazarlo. -Se volvió en mi dirección, pero sin mirarme a la cara-. Hay cosas menores, pero aun así muy importantes. No es amable. No sabe cuándo ha de decir algo que consuele y cuándo hay que callar. La historia le importa un pimiento. No tiene ojos grises dulces ni cejas pobladas, ni se sube las mangas hasta los codos. -La miré fijamente, y ahora me miró con valentía decidida-. En suma, el mayor problema de él es que no es tú.
Su mirada era casi indescifrable, pero al cabo de un momento empezó a sonreír, como de mala gana, como si tuviera que combatir consigo misma, y era la sonrisa hermosa de todas las mujeres de su familia. La miré, todavía incrédulo, y después la tomé en mis brazos y la besé con pasión.
– ¿Qué te creías? -murmuró en cuanto la solté un segundo-. ¿Qué te creías?
Nos quedamos allí largos minutos (habría podido ser una hora), y de repente retrocedió con un gemido y se llevó la mano al cuello.
– ¿Qué pasa? -pregunté enseguida.
Vaciló un momento.
– Mi herida -dijo poco a poco-. Se ha curado, pero a veces me da un pinchazo. Justo ahora estaba pensando… que tal vez no debería haberte tocado.
Intercambiamos una mirada.
– Déjame verla -dije-. Helen, déjame verla.
Se desanudó en silencio el pañuelo y alzó la barbilla a la luz de la farola. En la piel de su fuerte garganta vi dos marcas de color púrpura, casi cerradas del todo. Mis temores se aplacaron un poco. Estaba claro que no la habían vuelto a morder desde el primer ataque.
Me incliné y apoyé los labios sobre aquel punto.
– ¡No, Paul! -gritó, y retrocedió.
– Me da igual -dije-. Yo la curaré. -Escudriñé su rostro-. ¿O te he hecho daño?
– No, ha sido balsámico -admitió, pero apoyó la mano sobre las heridas, casi de manera protectora, y al cabo de un momento volvió a anudarse el pañuelo. Yo sabía que, aunque la contaminación hubiera sido leve, debía vigilar a Helen con más cautela que nunca. Busqué en mi bolsillo-. Tendríamos que haber hecho esto hace mucho tiempo. Quiero que lo lleves encima.
Era uno de los pequeños crucifijos que habíamos traído de la iglesia de Santa María. Lo ceñí alrededor de su cuello, para que colgara con discreción por debajo del pañuelo. Dio la impresión de que exhalaba un suspiro de alivio, y lo tocó con el dedo.
– No soy creyente, y no me parecía demasiado académico…
– Lo sé, pero ¿te acuerdas de aquel día en la iglesia de Santa María?
– ¿Santa María?
Frunció el ceño.
– Cerca de nuestra universidad. Cuando entraste para leer las cartas de Rossi conmigo, te mojaste la frente con agua bendita.
Pensó un momento. -Sí, lo hice, pero no por fe. Sentí añoranza de mi país. Paseamos lentamente por el puente y las calles oscuras sin tocarnos. Aún podía sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo.
– Deja que te acompañe a tu habitación -susurré cuando vimos el hotel.
– Aquí no. -Pensé que sus labios temblaban-. Nos vigilan.
No repetí mi petición, y me alegró la distracción que nos esperaba en la recepción del hotel.
Cuando pedí mi llave, el empleado me la dio con una nota escrita en alemán: Turgut había telefoneado y quería que yo le llamara. Helen esperó mientras yo repetía el ritual de pedir el teléfono y dar al recepcionista una pequeña propina para que me ayudara (me había rebajado mucho desde mi llegada), y después marqué un rato hasta que el teléfono sonó.
Turgut contestó con voz estentórea y cambió al instante al inglés.
– ¡Paul, querido! Gracias a los dioses que has llamado. Tengo noticias para ti, noticias importantes.
Sentí un nudo en la garganta.
– ¿Has encontrado un mapa? ¿La tumba? ¿A Rossi?
– No, amigo mío, nada tan milagroso, pero la carta que Selim encontró ha sido traducida, y se trata de un documento sorprendente. Fue escrita por un monje de la fe ortodoxa en 1477, en Estambul. ¿Me oyes?
– ¡Sí, sí! -grité, de modo que el recepcionista me fulminó con la mirada y Helen compuso una expresión angustiada-. Continúa.
– En 1477 acogió a algunos monjes de los Cárpatos que traían con ellos el cadáver de un asesino de turcos, un noble. Hay más. Creo que es importante que sigas la información de
esta carta. Te la enseñaré cuando vuelvas mañana. ¿Sí?
– ¡Sí! -grité-. Pero ¿lo enterraron en Estambul?
Helen estaba meneando la cabeza, y leí sus pensamientos: el teléfono podía estar pinchado.
– Por la carta, no sabría decirlo -tronó Turgut-. Aún no sé muy bien dónde está
enterrado, pero no es muy probable que la tumba se encuentre aquí. Creo que deberás prepararte para un nuevo viaje. También es probable que necesites otra vez el auxilio de la buena tía.
Pese a las interferencias, capté una nota humorística en su voz. -¿Un nuevo viaje? ¿Adónde?
– ¡A Bulgaria! -gritó Turgut desde muy lejos.
Miré a Helen mientras el auricular resbalaba de mi mano.
– ¿A Bulgaria?