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Había una gran tumba, más señorial que las demás.
Era enorme, y de nobles proporciones.
En ella había grabada una sola palabra:
DRÁCULA
Bram Stoker, Drácula, 1897
Hace unos años encontré entre los papeles de mi padre una nota que no habría aparecido en esta historia de no ser porque es el único documento de su amor por Helen que ha llegado a mis manos, aparte de las cartas que me escribió. No llevaba diarios, y las ocasionales notas que escribía para sí estaban casi siempre relacionadas con su trabajo: reflexiones sobre problemas diplomáticos, o sobre historia, sobre todo si se referían a algún conflicto internacional. Estas reflexiones, y las conferencias y artículos que nacieron de ellas, residen ahora en la biblioteca de su fundación, y yo me he quedado con un solo escrito que redactó en exclusiva para él, es decir, para Helen. Sabía que mi padre era un hombre dedicado a la verdad y a un ideal, pero no a la poesía, lo cual logra que este documento sea todavía más importante para mí. Como éste no es un libro infantil, y como me gustaría que estuviera lo más documentado posible, lo he incluido pese a mis escrúpulos iniciales. Es muy posible que escribiera otras cartas semejantes, pero habría sido muy típico de él destruirlas, tal vez incluso quemarlas en el diminuto jardín posterior de nuestra casa de Amsterdam, donde yo, cuando era pequeña, encontraba fragmentos de papel carbonizados e ilegibles en la pequeña parrilla de piedra. Puede que este documento haya sobrevivido por pura casualidad. La carta no lleva fecha, de modo que yo también he vacilado sobre dónde situarla en esta cronología. La introduzco en este momento porque se refiere a los primeros días de su amor, aunque la angustia que refleja me conduce a creer que escribió esta carta cuando ya ella no podía recibirla.
Oh, amor mío, quería decirte cuántas veces he pensado en ti. Mis recuerdos te pertenecen por completo, porque vuelven sin cesar a nuestros primeros momentos de intimidad. Me he preguntado muchas veces por qué otros afectos no pueden sustituir a tu presencia, y siempre me refugio en la fantasía de que todavía estamos juntos, y después, sin querer, en la certeza de que has hecho de mi memoria un rehén. Cuando menos lo espero, recuerdo tus palabras. Siento el peso de tu mano sobre la mía, nuestras manos escondidas bajo el borde de mi chaqueta, mi chaqueta doblada en el asiento entre nosotros, la ligereza exquisita de tus dedos, tu perfil vuelto hacia el otro lado, tu exclamación cuando entramos juntos en Bulgaria, cuando volamos por primera vez sobre las montañas búlgaras.
Desde que éramos jóvenes, amor mío, se ha producido una revolución sexual, una bacanal de proporciones míticas que tú no has vivido para ver. Ahora, al menos en el mundo occidental, da la impresión de que los jóvenes se acuestan sin más preliminares. Pero recuerdo nuestras restricciones con casi tanto anhelo como recuerdo nuestra consumación legal, mucho más tarde. Es un tipo de recuerdos que no puedo compartir con nadie: la familiaridad que teníamos con la ropa de cada uno, en una situación en que debíamos aplazar la satisfacción del deseo, la manera en que desprenderse de una prenda suscitaba una candente pregunta entre nosotros, de modo que recuerdo con dolorosa claridad (y cuando menos lo deseo) la delicada base de tu cuello y el delicado color de tu blusa, esa blusa cuya silueta conocía de memoria, antes incluso de que mis dedos rozaran su textura o tocaran sus botones de nácar. Recuerdo el olor del viaje en tren y el del jabón basto en el hombro de tu chaqueta negra, la leve aspereza de tu sombrero de paja negro, tanto como la suavidad de tu pelo, que era casi exactamente del mismo tono. Cuando osábamos pasar media hora juntos en la habitación de mi hotel de Sofía, antes de aparecer en otra comida sombría, pensaba que mi deseo iba a destruirme. Cuando colgabas tu chaqueta en una silla y dejabas la blusa encima, lenta y deliberadamente, cuando volvías la cara hacia mí con ojos que nunca se apartaban de los míos, el fuego me paralizaba. Cuando colocabas mis manos en tu cintura y tenían que elegir entre el lustre denso de tu falda y el lustre más leve de tu piel, podría haberme puesto a llorar.
Tal vez fue entonces cuando descubrí tu única mácula, tal vez el único lugar que no había besado, el diminuto dragón ensortijado en tu omóplato. Mis manos debieron acariciarlo antes de verlo. Recuerdo que respiré hondo, al igual que tú, cuando lo descubrí y acaricié con un dedo curiosamente reacio. Con el tiempo se convirtió en parte de la geografía de tu suave espalda, pero en aquel primer momento insufló un temor reverente en mi deseo. Si esto sucedió o no en nuestro hotel de Sofía, debí descubrirlo más o menos cuando estaba memorizando el borde de tus dientes inferiores y la hermosa hilera que formaban, así como la piel que cercaba tus ojos, con sus primeras señales de envejecimiento, como telarañas…
Aquí se interrumpe la nota de mi padre, y sólo puedo volver a las cartas que me dirigió, más mesuradas.
Turgut Bora y Selim Aksoy nos estaban esperando en el aeropuerto de Estambul.
– ¡Paul! -Turgut me abrazó y besó, y me dio palmadas en los hombros-. ¡Madame profesora! -Estrechó la mano de Helen entre las suyas-. Gracias a Dios que habéis vuelto sanos y salvos. ¡Bienvenidos en vuestro triunfal regreso!
– Bien, yo no lo llamaría triunfal -dije, y reí a pesar de todo.
– ¡Conversaremos, conversaremos! -gritó Turgut al tiempo que me daba sonoras
palmadas en la espalda. Selim Aksoy seguía el reencuentro con más calma. Al cabo de una hora estábamos a la puerta del apartamento de Turgut, donde la señora Bora se mostró muy contenta por nuestra reaparición. Helen y yo lanzamos una exclamación al verla: ese día iba vestida de azul muy claro, como una florecilla de primavera. Nos miró con aire inquisitivo.
– Nos gusta su vestido -dijo Helen, al tiempo que estrechaba la menuda mano de la señora Bora.
Ella rió.
– Gracias -dijo-. Me hago todos los vestidos.
Después Selim Aksoy y ella nos sirvieron café y algo a lo que ella llamó biirek, un rollo de hojaldre relleno de queso salado, así como un banquete compuesto por cinco o seis platos más.
– Ahora, amigos míos, contadnos lo que habéis averiguado.
Era una orden perentoria, pero entre los dos le explicamos nuestras experiencias en el congreso de Budapest, mi encuentro con Hugh James, la historia de la madre de Helen.
Turgut nos miró con ojos desorbitados cuando dijimos que Hugh James también tenía un libro con el dragón. Mientras contaba todo esto, me di cuenta de que habíamos averiguado muchas cosas. Por desgracia, ninguna indicaba el paradero de Rossi.
Turgut nos dijo a su vez que habían padecido graves problemas durante nuestra ausencia de Estambul. Dos noches antes, su buen amigo el archivista había sido atacado por segunda vez en el apartamento donde ahora descansaba. El primer hombre que le había vigilado se había quedado dormido estando de guardia y no había visto nada. Ahora habían apostado un guardia nuevo y confiaban en que sería más puntilloso. Estaban tomando todas las precauciones posibles, pero el pobre señor Erozan no se encontraba nada bien.
También tenían otro tipo de noticias. Turgut vació su segunda taza de café y fue a recuperar algo de su macabro estudio (me sentí aliviado cuando no me pidió que le acompañara).
Salió con una libreta y se sentó al lado de Selim Aksoy. Los dos nos miraron muy serios.
– Te dije por teléfono que habíamos descubierto una carta en tu ausencia -empezó Turgut-. La carta original está en eslavo, el antiguo idioma de las iglesias cristianas.
Como ya te dije, la escribió un monje de los Cárpatos, y se refiere a sus viajes a Estambul.
A mi amigo Selim le sorprende que no esté en latín, pero quizás ese monje era eslavo. ¿La leo?
– Por supuesto -dije, pero Helen levantó la mano.
– Un momento, por favor. ¿Cómo y dónde la encontraron?
Turgut asintió con aire de aprobación.
– El señor Aksoy la descubrió en el archivo que ustedes visitaron con nosotros. Se ha pasado tres días mirando todos los manuscritos del siglo quince que hay en el archivo. Allí encontró una pequeña colección de documentos de las iglesias infieles, o sea, de las iglesias cristianas que recibieron permiso para seguir abiertas en Estambul durante el reinado del conquistador y sus sucesores. No hay muchos en el archivo, porque solían guardarlos en los monasterios, sobre todo en el patriarcado de Constantinopla. No obstante, algunos documentos eclesiásticos llegaban a manos del sultán, sobre todo si estaban relacionados con nuevos acuerdos establecidos con las iglesias bajo el imperio. Esos acuerdos se llamaban firman. A veces el sultán recibía cartas de… ¿Cómo se dice? Peticiones relacionadas con algunos asuntos eclesiásticos, y ésas también están en el archivo.
Tradujo a toda prisa para Aksoy, quien quería que Turgut explicara algo más.
– Sí, mi amigo nos proporciona buena información sobre esto. Me recuerda que en cuanto el conquistador se apoderó de la ciudad nombró a un nuevo patriarca para los cristianos, el patriarca Gennadius. -Aksoy, que estaba escuchando, asintió enérgicamente-. El sultán y Gennadius mantenían una amistad muy civilizada. Ya te dije que el sultán fue tolerante con los cristianos de su imperio una vez que los conquistó. El sultán Mehmet pidió a Gennadius que le escribiera una explicación de la fe ortodoxa, y después mandó traducirla para su biblioteca particular. Hay una copia de esta traducción en el archivo. Además, hay copias de algunos estatutos de las iglesias, los cuales debían ser aprobados por el conquistador, y también están. El señor Aksoy estaba estudiando uno de esos estatutos, el de una iglesia de Anatolia, y encontró esta carta entre dos de las hojas.
– Gracias.
Helen se reclinó en los almohadones.
– La pena es que no puedo enseñaros el original, porque no pudimos sacarlo del archivo.
Podéis ir a verlo mientras estéis aquí si queréis. Está escrito con una hermosa caligrafía, en una pequeña hoja de pergamino, con un borde roto. Ahora os leeré la traducción, que hemos hecho. Recordad que es la traducción de una traducción, y puede que se hayan perdido algunos detalles en el camino.
Y nos leyó lo siguiente:
Su Excelencia, señor abad Maxim Eupraxius:
Un humilde pecador suplica vuestra atención. Como ya he descrito, se produjo una gran controversia en esta congregación desde que nuestra misión fracasó ayer. La ciudad no es un lugar seguro para nosotros, y no obstante pensamos que no podíamos abandonarla sin saber qué ha sido del tesoro que buscamos. Esta mañana, por la gracia del Todopoderoso, se ha abierto una nueva vía, que debo explicaros. El abad de Panachantros, al saber por el abad nuestro anfitrión, su buen amigo, de nuestras penalidades, vino a vernos en persona a Santa Irene. Es un hombre santo y gentil de unos cincuenta años, que ha vivido su larga vida primero en el Gran Lavra de Azos y ahora, desde muchos años, es monje y abad de
Panachantros. Nada más llegar se reunión a solas con nuestro anfitrión y después hablaron con nosotros en los aposentos de nuestro anfitrión, en completo secreto, tras ordenar que se fueran todos los novicios y criados. Nos dijo que no se había enterado de nuestra presencia hasta aquella mañana, y tras saberlo había ido a ver a su amigo para darle noticias que no había querido compartir antes, pues no deseaba poner en peligro ni a él ni a sus monjes. En suma, nos reveló que lo que buscamos ya había sido transportado desde la ciudad hasta un refugio de las tierras ocupadas de los búlgaros. Nos ha dado las instrucciones más secretas para que viajemos con seguridad y nos ha dicho el nombre del refugio que hemos de buscar. Nos íbamos a esperar un poco más aquí, para informaros y recibir vuestras órdenes en este asunto, pero estos abades también nos dijeron que algunos jenízaros de la corte del sultán ya han ido a ver al Patriarca para interrogarle sobre la desaparición de lo que buscamos. Es muy peligroso para nosotros demorarnos incluso un día, y estaremos más seguros atravesando las tierras de los infieles que aquí. Excelencia, perdonad nuestra obstinación en partir sin haber podido solicitaron instrucciones, y que Dios y vos bendigáis nuestra decisión. En caso necesario, destruiré incluso este documento antes de que llegue a vuestras manos e iré a informaros de nuestra búsqueda con mi lengua, si antes no me la han
cortado.
El humilde pecador hermano Kiril
Abril, el Año de Nuestro Señor 6985
Se hizo un profundo silencio cuando Turgut terminó. Se pasó una mano inquieta por la melena plateada. Helen y yo nos miramos.
– ¿El año 6985? -dije por fin-. ¿Qué significa eso?
– Los documentos medievales se fechaban calculando la fecha de la creación según el Génesis -explicó Helen.
– Sí -asintió Turgut-. El año 6985, según los cálculos modernos, corresponde a 1477.
No pude reprimir un suspiro.
– Es una carta muy gráfica, y expresa una gran preocupación por algo. Pero ésa no es mi especialidad -dije con pesar-. La fecha me lleva a sospechar alguna relación con el pasaje que el señor Aksoy descubrió previamente. Pero ¿qué pruebas tenemos de que el monje que escribió esta carta venía de los Cárpatos? ¿Por qué crees que está relacionada con Vlad Drácula?
Turgut sonrió.
– Excelentes preguntas, como de costumbre, mi joven dubitativo. Deja que intente
contestarlas. Como ya te he dicho, Selim conoce la ciudad muy bien, y cuando descubrió esta carta y se dio cuenta de que nos podía ser útil, se la enseñó a un amigo que es el conservador de la antigua biblioteca del monasterio de Santa Irene, que todavía existe. Este amigo se la tradujo al turco, y se interesó mucho por la carta porque hablaba de su monasterio. Sin embargo, no encontró en su biblioteca ninguna documentación relativa a tal visita en 1477. O no se guardó constancia, o los documentos desaparecieron hace mucho tiempo.
– Si la misión que describe era secreta y peligrosa -indicó Helen-, no creo que dejaran pruebas escritas de la misma.
– Muy cierto, querida madame -Turgut asintió con su cabeza mirándola-. En cualquier caso, el amigo de Selim nos ayudó en un asunto importante: investigó las crónicas más antiguas de la iglesia y descubrió que el abad a quien iba dirigida esta carta, Maxim Eupraxius, fue un gran abad del monte Azos en los últimos años de su vida. Pero en 1477, cuando le escribieron esta carta, era abad del monasterio del lago de Snagov.
Turgut pronunció estas últimas palabras con énfasis triunfal. Guardamos silencio unos momentos, muy emocionados. Por fin, Helen lo rompió.
– «Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos» -murmuró.
– ¿Perdón?
Turgut la miró con renovado interés.
– ¡Sí! -Repetí la última parte-: «Hombres de los Cárpatos». Es de una canción, una canción popular rumana que Helen descubrió en Budapest.
Les describí la hora que habíamos pasado examinando cancioneros antiguos en la biblioteca de la universidad de Budapest, la hermosa xilografía de la parte superior de la página, que reproducía un dragón y una iglesia escondida en una arboleda. Las cejas de Turgut se enarcaron casi hasta el nacimiento del pelo cuando expliqué esto, y busqué a toda prisa entre mis papeles.
– ¿Dónde la habré metido?
Un momento después, había encontrado mi traducción escrita entre las carpetas de mi maletín (¡Dios, si algún día perdía este maletín!, pensé) y se la leí en voz alta, callando de vez en cuando para que Turgut la tradujera a Selim y la señora Bora.
Llegaron a las puertas, llegaron a la gran ciudad.
Llegaron a la gran ciudad desde el país de la muerte.
«Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos.
Somos monjes y hombres santos, pero sólo traemos malas noticias.
Traemos noticias de una epidemia en la gran ciudad.
Servíamos a nuestro amo, y venimos a llorar por su muerte.»
Llegaron a las puertas y la ciudad lloró con ellos
cuando entraron.
– Dioses, qué peculiar y aterrador -dijo Turgut-. ¿Todas las canciones de su patria son así, madame?
– Sí, casi todas -rió Helen. Me di cuenta de que, debido a la emoción, había olvidado durante dos minutos que estaba sentada a mi lado. Me obligué con grandes dificultades a no apoderarme de su mano, a no mirar su sonrisa o el mechón de pelo oscuro que caía sobre su mejilla.
– Y nuestro dragón, escondido entre los árboles… Tiene que existir una relación.
– Ojalá la hubiera encontrado -suspiró Turgut. Después dio una palmada sobre la mesa de latón, tan fuerte que nuestras tazas vibraron. Su esposa apoyó una mano cariñosa sobre su brazo, y él la palmeó para tranquilizarla-. No, mira: ¡la epidemia!
Se volvió hacia Selim e intercambiaron una andanada de frases en turco.
– ¿Qué? -Helen tenía los ojos entornados a causa de la concentración-. ¿La epidemia de la canción?
– Sí, querida mía. -Turgut se alisó el pelo con la mano-. Además de la carta,
descubrimos otro dato sobre Estambul en este período exacto, algo que mi amigo Aksoy ya sabía. A finales del verano de 1477, en la época más calurosa, se produjo lo que nuestros historiadores llaman la Pequeña Epidemia. Se cobró muchas vidas en el barrio de Pera, que ahora se llama Galata. Antes de quemar los cadáveres se les atravesó el corazón con una estaca. Se trata de algo poco común, dice, porque por lo general los cadáveres de los menos afortunados se quemaban fuera de la ciudad para impedir posteriores infecciones. Pero fue una epidemia breve y no mató a mucha gente.
– ¿Crees que estos monjes, en el caso de que fueran los mismos, trajeron la epidemia a esta ciudad?
– No lo sabemos, por supuesto -admitió Turgut-, pero si tu canción describe al mismo grupo de monjes…
– He estado pensando en algo. -Helen bajó su taza-. No recuerdo, Paul, si te he hablado de esto, pero Vlad Drácula fue uno de los primeros estrategas militares de la historia en utilizar… ¿Cómo se dice? ¿Enfermedades en la guerra?
– Armas bacteriológicas -aclaré-. Me lo dijo Hugh James.
– Sí. -Dobló las piernas bajo el cuerpo-. Durante las invasiones de Valaquia llevadas a cabo por el sultán, a Drácula le gustaba enviar enfermos de peste o viruela disfrazados de turcos a los campamentos otomanos. Contagiaban a la mayor cantidad de gente posible antes de morir allí.
De no haber sido tan macabro, habría sonreído. El príncipe de Valaquia era tan creativo como destructivo, un enemigo inteligente en grado sumo. Un segundo después me di cuenta de que había pensado en él en tiempo presente.
– Entiendo. -Turgut asintió-. Quiere decir que este grupo de monjes, si eran los mismos, trajeron la peste desde Valaquia.
– De todos modos, eso no explica una cosa. -Helen frunció el ceño-. Si algunos estaban enfermos de peste, ¿por qué les permitió quedarse el abad de Santa Irene?
– Eso es cierto, madame -admitió Turgut-. Aunque puede que no se tratara de la peste, sino de otra especie de epidemia… Pero no hay forma de saberlo.
Todos nos quedamos frustrados, mientras reflexionábamos sobre esto.
– Muchos monjes ortodoxos cruzaron Constantinopla en peregrinaje incluso después de la conquista -dijo por fin Helen-. Tal vez era un simple grupo de peregrinos.
– Pero estaban buscando algo que, por lo visto, no habían encontrado en su peregrinaje, al menos en Constantinopla -indiqué-. El hermano Kiril dice que van a ir a Bulgaria disfrazados de peregrinos, como si en realidad no lo fueran. Al menos eso es lo que parece insinuar.
Turgut se rascó la cabeza.
– El señor Aksoy ha pensado sobre esto -dijo-. Me explica que la gran mayoría de reliquias cristianas guardadas en las iglesias de Constantinopla fueron destruidas o robadas durante la invasión: iconos, cruces, huesos de santos. Ciertamente que no había tantos tesoros en 1453 como en la época en que Bizancio era un gran poder, porque los objetos antiguos más bellos fueron robados durante la cruzada latina de 1204, no les quepa duda, y trasladados a Roma, Venecia y otras ciudades de Occidente. -Turgut extendió las manos en un gesto de desaprobación-. Mi padre me habló de los maravillosos caballos de la basílica de San Marcos de Venecia, que habían sido robados de Bizancio por los cruzados.
Los invasores cristianos eran tan malvados como los otomanos. En cualquier caso, amigos míos, durante la invasión de 1453, algunos tesoros de la catedral se ocultaron y algunos fueron sacados de la ciudad antes del asedio del sultán Mehmet, escondidos en monasterios o transportados en secreto a otros países. Si nuestros monjes eran peregrinos, tal vez llegaron a la ciudad con la esperanza de ver un objeto sagrado, pero descubrieron que había desaparecido. Tal vez lo que les contó el abad del segundo monasterio fue la historia de un gran icono que habían trasladado a Bulgaria. Pero no hay forma de saberlo a partir de esta carta.
– Ahora entiendo por qué quieres que vayamos a Bulgaria. -dije. Reprimí de nuevo la urgencia de estrechar la mano de Helen-. Si bien no se me ocurre cómo podremos averiguar más datos de esta historia cuando lleguemos allí, ni cómo entraremos. ¿Estás seguro de que no hay otro lugar de Estambul que deberíamos investigar?
Turgut meneó la cabeza con aire sombrío y levantó su taza de café olvidada.
– He utilizado todos los canales que se me han ocurrido, incluidos algunos, lamento decirlo, de los que no puedo hablar. El señor Aksoy ha investigado en todas partes, en los libros de su propiedad, en las bibliotecas de sus amigos, en los archivos universitarios. He hablado con todos los historiadores que he podido localizar, incluyendo uno que estudia los cementerios de Estambul. Ya has visto nuestros hermosos cementerios. No hemos encontrado ninguna mención al entierro de un extranjero fuera de lo corriente en ese período. Tal vez hemos pasado por alto algo, pero no sé dónde más buscar en poco tiempo.
– Nos miró muy serio-. Sé que sería muy difícil para vosotros ir a Bulgaria. Lo haría yo, pero todavía sería más difícil para mí, amigos míos. Como turco, ni siquiera podría asistir a un congreso académico. Nadie odia más a los descendientes del imperio otomano que los búlgaros.
– Oh, los rumanos hacen lo que pueden -le tranquilizó Helen, pero suavizó sus palabras con una sonrisa que arrancó una carcajada a Turgut.
– Pero… Dios mío. -Me recliné contra los almohadones del diván, porque me sentía invadido por una de esas oleadas de irrealidad que cada vez me asaltaban con más frecuencia-. No veo cómo podemos hacerlo.
Turgut se inclinó hacia delante y dejó frente a mí la traducción de la carta del monje.
– Él tampoco lo supo.
– ¿Quién? -gruñí.
– El hermano Kiril. Escucha, amigo mío, ¿cuándo desapareció Rossi?
– Hace más de dos semanas -admití.
– No hay tiempo que perder. Sabemos que Drácula no está en su tumba de Snagov.
Creemos que no fue enterrado en Estambul. Pero… -dio unos golpecitos sobre el papel- aquí tenemos una prueba. De qué, no lo sabemos, pero en 1477 alguien del monasterio de Snagov fue a Bulgaria… o lo intentó. Vale la pena averiguar por qué. Si no encuentras nada, al menos lo habrás intentado. Después podrás volver a casa y llorar a tu mentor con el corazón limpio, y nosotros, tus amigos, honraremos eternamente tu valor. Pero si no lo intentas, siempre te harás preguntas y sufrirás sin encontrar alivio.
Levantó la traducción otra vez y pasó un dedo por encima, y después leyó en voz alta.
– «Es muy peligroso para nosotros demorarnos incluso un día, y estaremos más seguros atravesando las tierras de los infieles que aquí.» Guarda esto en tu maletín, amigo mío. Esta copia es para ti. También está la copia en eslavo, que el religioso amigo del señor Aksoy ha escrito.
Turgut se inclinó hacia delante.
– Además, he averiguado que hay un estudioso en Bulgaria al que puedes pedir ayuda. Se llama Anton Stoichev. Mi amigo Aksoy admira mucho su trabajo, que se ha publicado en muchos idiomas. -Selim Aksoy asintió cuando oyó el nombre-. Stoichev sabe más sobre los Balcanes en la Edad Media que cualquier otro ser vivo, en especial sobre Bulgaria. Vive cerca de Sofía. Has de preguntar por él.
De pronto, Helen se apoderó de mi mano delante de todos, lo cual me sorprendió. Había pensado que guardaríamos nuestra relación en secreto, incluso estando, entre amigos. Vi que la mirada de Turgut siguió aquel breve movimiento. Las arrugas que rodeaban sus ojos y boca se hicieron más profundas, y la señora Bora nos sonrió sin ambages, al tiempo que enlazaba sus manos juveniles alrededor de las rodillas. Estaba claro que aprobaba nuestra unión, y de repente me sentí bendecido por esta gente de corazón bondadoso.
– En ese caso, llamaré a mi tía -dijo Helen con firmeza, y apretó mis dedos.
– ¿A Eva? ¿Qué puede hacer?
– Como ya sabes, puede hacer cualquier cosa. -Helen me sonrió-. No, no sé muy bien qué podrá o querrá hacer, pero ella tiene amigos, al igual que enemigos, en la policía secreta de nuestro país. -Bajó la voz, como a pesar suyo-. Y ellos tienen amigos en todas partes de la Europa del Este. Y enemigos, por supuesto. Todos se espían mutuamente.
Puede que corra algún peligro. Es lo único que lamento. También necesitaremos un gran soborno.
– Bakshish -asintió Turgut-. Por supuesto. Selim Aksoy y yo ya hemos pensado en eso.
Hemos encontrado veinte mil liras que podéis utilizar. Y aunque no puedo acompañaros, amigos míos, os prestaré toda la ayuda posible, al igual que el señor Aksoy.
Yo le estaba mirando fijamente, y también a Aksoy, sentados muy tiesos delante de
nosotros, olvidados sus cafés, muy serios y erguidos. Algo en sus caras (la de Turgut grande y rubicunda, la de Aksoy delicada, ambos de ojos penetrantes, los dos tranquilos pero muy despiertos) me resultó de repente familiar. Me invadió una sensación indescriptible. Por un segundo, la pregunta aleteó en mi boca. Después agarré la mano de Helen con más fuerza (aquella mano fuerte, dura, ya amada) y escudriñé los ojos oscuros de Turgut.
– ¿Quiénes sois? -pregunté.
Turgut y Selím intercambiaron una mirada, y dio la impresión de que se comunicaban algo en silencio. Después Turgut habló en voz baja y clara.
– Trabajamos para el sultán.
Helen y yo nos quedamos de piedra. Por un segundo, pensé que Turgut y Selim debían estar confabulados con algún poder oscuro, y resistí la tentación de agarrar mi maletín y el brazo de Helen y huir del apartamento. ¿Cómo, salvo mediante el ocultismo, podían estos dos hombres, a quienes había considerado mis amigos, trabajar para un sultán muerto hacía mucho tiempo? De hecho, hacía mucho tiempo que todos los sultanes estaban muertos, de manera que aquel al que se refería Turgut ya no podía ser de este mundo. ¿Nos habrían mentido en otros asuntos?
La voz de Helen interrumpió mi confusión. Se inclinó hacia delante, pálida, con los ojos muy abiertos, pero su pregunta fue serena, y eminentemente práctica, teniendo en cuenta la situación. Tan práctica que, al principio, tardé un momento en comprenderla.
– Profesor Bora -dijo lentamente-, ¿cuántos años tiene?
El hombre sonrió.
– Ay, querida madame, en el caso de que me esté preguntando si tengo quinientos años, la respuesta es, por suerte, no. Trabajo para la Majestad y Refugio Espléndido del Mundo, el sultán Mehmet II, pero nunca tuve el incomparable honor de conocerle.
– Entonces, ¿qué demonios estás intentando decirnos? -estallé. Turgut sonrió de nuevo y Selim cabeceó con semblante bondadoso.
– No tenía la intención de revelaros esto -dijo Turgut-. No obstante, nos habéis
otorgado vuestra confianza en muchas cosas, y como habéis hecho una pregunta tan perspicaz, nos explicaremos. Nací de la manera más normal en 1911, y espero morir de la manera más normal, en mi cama, en…, bien, digamos en 1985. -Lanzó una risita-. Sin embargo, mi familia siempre vive mucho, mucho tiempo, de modo que padeceré la maldición de estar sentado en este diván cuando sea demasiado viejo para ser respetable. -
Pasó un brazo alrededor de la señora Bora-. El señor Aksoy también tiene la edad que representa. No tenemos nada de raro. Lo que os contaremos, el secreto más profundo que podemos confiar a alguien, y que debéis conservar en secreto pase lo que pase, es que pertenecemos a la Guardia de la Media Luna del sultán.
– Creo que no he oído hablar de ella -dijo Helen, con el ceño fruncido.
– No, madame profesora, es imposible. -Turgut miró a Selim, quien escuchaba con paciencia, intentando seguir nuestra conversación, sus verdes ojos serenos como un estanque-. Creemos que nadie ha oído hablar de nosotros, excepto nuestros propios miembros. Se trata de una guardia secreta que fue formada con hombres del cuerpo de élite de los jenízaros.
De repente, me acordé de aquellos rostros juveniles, pétreos y de ojos brillantes, que había visto en los cuadros del palacio de Topkapi, con sus apretadas filas agrupadas cerca del trono del sultán, lo bastante cerca para saltar sobre cualquier asesino en potencia, o sobre cualquiera que hubiera perdido el favor del sultán.
Dio la impresión de que Turgut había leído mis pensamientos, porque asintió.
– Ya veo que has oído hablar de los jenízaros. Bien, amigos míos, en 1477, Mehmet el Magnífico y Glorioso llamó a veinte oficiales de la máxima confianza, los más cultos del cuerpo, y les habló en secreto del nuevo símbolo de la Guardia de la Media Luna. Se les confió una misión que debían cumplir, aun a riesgo de sus vidas, si fuera necesario. Esa misión era impedir que la Orden del Dragón infligiera más tormentos a nuestro gran imperio, y perseguir y matar a sus miembros donde los encontraran.
Helen y yo respiramos hondo, pero por una vez caí en la cuenta antes que ella. La Guardia de la Media Luna se formó en 1477: ¡el año en que los monjes llegaron a Estambul! Intenté descifrar el rompecabezas mientras preguntaba:
– Pero la Orden del Dragón fue fundada mucho antes, en 1400, por el emperador
Segismundo, ¿no es cierto?
Helen asintió.
– En 1408, para ser exactos, amigo mío. Por supuesto. Hacia 1477, los sultanes tenían un gran problema con la Orden del Dragón y sus guerras contra el imperio. Pero en 1477, su Gloria el Refugio del Mundo decidió que tal vez se producirían incursiones peores todavía de la Orden del Dragón en el futuro.
– ¿Qué quiere decir?
La mano de Helen estaba inmóvil en la mía, y fría.
– Ni siquiera nuestros estatutos lo aclaran bien -admitió Turgut-, pero estoy seguro de que no es ninguna casualidad que el sultán formara la Guardia pocos meses después de la muerte de Vlad Tepes. -Juntó las manos como si fuera a rezar, aunque recordé que sus antepasados habrían rezado postrados con la cara pegada al suelo-. La carta fundacional dice que Su Magnificencia fundó la Guardia de la Media Luna para perseguir a la Orden del Dragón, el enemigo más despreciado de su majestuoso imperio, a través del tiempo y el espacio, más allá de mares y tierras, incluso más allá de la muerte.
Turgut se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes y la melena plateada alborotada.
– Sostengo la teoría de que Su Gloria presentía, o incluso conocía, el peligro que Vlad Drácula podía representar para el imperio después de su muerte, de la muerte de Drácula.
– Se echó el pelo hacia atrás-. Como hemos visto, el sultán también fundó en esa época su colección de documentos sobre la Orden del Dragón. El archivo no era secreto, pero lo utilizaban en secreto nuestros miembros, y aún lo hacemos. Y ahora, esta maravillosa carta que Selim ha encontrado, y su canción tradicional, madame… Más pruebas de que Su Gloria tenía buenos motivos para preocuparse.
Mi cerebro bullía de preguntas.
– Pero ¿cómo llegasteis, tú y el señor Aksoy, a ingresar en esta Guardia?
– La condición de miembro pasa de padres a primogénitos. Cada hijo recibe su… ¿Cómo se dice en inglés…? Su iniciación a la edad de diecinueve años. Si un padre tiene hijos indignos, o carece de ellos, deja que el secreto muera con él. -Turgut recuperó por fin su taza de café abandonada, y la señora Bora se apresuró a llenarla-. La Guardia de la Media Luna era un secreto tan bien guardado que hasta los demás jenízaros ignoraban que algunos de sus miembros pertenecían a dicho grupo. Nuestro amado fatih murió en 1481, pero su Guardia continuó. Los jenízaros detentaron a veces un gran poder, bajo sultanes más débiles, pero guardamos el secreto. Cuando el imperio desapareció por fin, incluso de Estambul, nadie sabía de su existencia, y continuamos. El padre de Selim Aksoy guardó a buen recaudo nuestra carta fundacional durante la primera Gran Guerra, y Selim se encargó de ello durante la última. Ahora se halla en su poder, en un lugar secreto, como manda nuestra tradición.
Turgut tomó aliento y dio un sorbo a su café.
– ¿No nos dijo que su padre era italiano? -preguntó Helen con tono suspicaz-. ¿Cómo ingresó en la Guardia de la Media Luna?
– Sí, madame. -Turgut asintió sobre su taza-. Mi abuelo materno era un miembro muy activo de la Guardia, y no podía permitir que la estirpe muriera con él, porque sólo tenía una hija. Cuando vio que el imperio moriría para siempre en el curso de su vida…
– ¡Su madre! -exclamó Helen.
– Sí, querida mía. -La sonrisa de Turgut era nostálgica-. No es usted la única que puede presumir de una madre notable. Como ya creo que le dije, era una de las mujeres más cultas de nuestro país en su época, una de las más espléndidamente cultas, en realidad, y mi abuelo no escatimó en gastos para insuflarle todos sus conocimientos y ambición, y para prepararla al servicio de la Guardia. Se interesó en ingeniería cuando todavía era una ciencia nueva en nuestro país, y después de su iniciación en la Guardia la dejó ir a Roma a estudiar. Mi abuelo tenía amigos allí. Mí madre era muy competente en matemáticas muy
avanzadas y podía leer en cuatro idiomas, incluidos el griego y el árabe. -Comentó algo en turco a su mujer y a Selim, y ambos sonrieron en señal de aprobación-. Sabía montar tan bien como cualquier oficial de caballería del sultán y, aunque muy poca gente lo sabía, también podía disparar como un hombre. -Estuvo a punto de guiñar un ojo a Helen, y yo me acordé de su pistolita. ¿Dónde la guardaría?-. Mi abuelo le enseñó muchas cosas sobre la leyenda de los vampiros y cómo proteger a los vivos de sus malvadas estrategias. Su foto está allí, si quieren verla.
Se levantó y nos la trajo de una mesa tallada del rincón, para luego depositarla con afecto en las manos de Helen. Era una imagen extraordinaria, con aquella maravillosa y delicada claridad de los retratos fotográficos de principios de siglo. La mujer sentada en un estudio de Estambul parecía paciente y serena, pero el fotógrafo, bajo su gran tela negra, había captado algo similar a un brillo risueño en sus ojos. El sepia de su piel era inmaculado sobre el vestido oscuro. Su cara era la de Turgut, pero con la nariz y la barbilla finas en lugar de rotundas, y se abría como una flor sobre el tallo de su esbelta garganta: el rostro de una princesa otomana. Su pelo, bajo un barroco sombrero de plumas, formaba nubes oscuras apiladas. Sus ojos se encontraron con los míos con un destello de humor, y lamenté
los años que nos separaban.
Turgut recuperó el pequeño marco con ternura.
– Mi abuelo tomó una decisión sabia cuando rompió la tradición y la convirtió en miembro de la Guardia. Fue ella quien encontró fragmentos dispersos de nuestro archivo en otras bibliotecas y los trajo a la colección. Cuando yo tenía cinco años, mató un lobo en nuestra casa de verano, y cuando tenía once, me enseñó a montar y disparar. Mi padre la adoraba, aunque le asustaba debido a su osadía. Siempre dijo que la había seguido de Roma a Turquía para convencerla de que fuera más prudente. Al igual que las esposas más dignas de confianza de miembros de la Guardia, mi padre sabía que ella también lo era, y siempre estaba preocupado por su seguridad. Está allí.
Señaló un retrato al óleo en el que yo había reparado antes, colgado junto a las ventanas. El hombre que nos miraba era una persona corpulenta, serena y peculiar, vestida de oscuro, de ojos y cabello negros y expresión plácida. Turgut nos había dicho que su padre era historiador especializado en el Renacimiento italiano, pero no me costaba imaginar al hombre del retrato jugando a las canicas con su hijo pequeño, mientras su mujer se encargaba de la educación más seria del niño.
Helen se removió a mi lado y estiró las piernas con discreción.
– Ha dicho que su abuelo era un miembro activo de la Guardia de la Media Luna. ¿Qué significa eso? ¿Cuáles son sus actividades? Turgut meneó la cabeza con aire pesaroso.
– Eso, querida madame, no se lo puedo explicar con detalle. Algunas cosas han de permanecer secretas. Les hemos contado todo esto porque lo preguntó, casi adivinó, y porque queremos que tengan fe en que les prestaremos toda nuestra ayuda. Es por el bien de la Guardia que deberían ir a Bulgaria, y lo antes posible. Hoy, la Guardia es pequeña, sólo quedamos unos pocos. -Suspiró-. Yo, ay, no tengo hijos a los que transmitir mi herencia, aunque el señor Aksoy está educando a su sobrino en nuestras tradiciones. No duden de que todo el poder de la determinación otomana les acompañará de una forma u otra.
Resistí a la tentación de gruñir de manera audible otra vez. Quizá podría haber discutido con Helen, pero discutir con el poder secreto del imperio otomano estaba más allá de mis posibilidades. Turgut alzó un dedo.
– He de haceros una advertencia, y muy seria, amigos míos. Hemos depositado en vuestras manos un secreto que ha sido guardado con cuidado, creernos que con éxito, durante quinientos años. Carecemos de motivos para pensar que nuestro viejo enemigo lo sabe, aunque seguro que odia y teme a nuestra ciudad, tal como hizo en vida. En la carta fundacional de la Guardia, nuestro Conquistador plasmó sus reglas. Cualquiera que traicione los secretos de la Guardia a nuestros enemigos será ejecutado al punto. Eso no ha pasado nunca, que yo sepa, pero os pido que seáis cautelosos, tanto por vuestro bien como por el nuestro.
No había la menor insinuación de malicia o amenaza en su voz, sólo una solemne
profundidad, y percibí en ella la implacable lealtad que había convertido a su sultán en conquistador de la Gran Ciudad, la antes inexpugnable, arrogante ciudad de los bizantinos.
Cuando había dicho «trabajamos para el sultán», había querido decir exactamente eso, aunque hubiera nacido medio milenio después de la muerte de Mehmet. El sol estaba descendiendo al otro lado de las ventanas, y una luz rosada bañó el rostro enorme de Turgut, al cual ennobleció de repente. Pensé por un momento en que Rossi se habría sentido fascinado por él, en que le habría considerado la personificación viva de la historia,
y me pregunté qué interrogantes (interrogantes que yo ni siquiera había empezado a barruntar) le habría planteado.
Fue Helen, no obstante, quien dijo lo correcto. Se puso en pie, imitada al mismo tiempo por todos, y extendió la mano a Turgut.
– Es un honor que nos haya contado esto -dijo con una expresión de orgullo en la cara-. Protegeremos su secreto y los deseos del sultán con nuestras vidas.
Turgut besó su mano, claramente conmovido, y Selim Aksoy le hizo una reverencia. Me pareció inútil añadir algo más. Helen, que había dejado de lado por un momento el odio tradicional de su pueblo a los opresores otomanos, había hablado por los dos.
Podríamos habernos quedado así todo el día, mirándonos sin decir palabra mientras caía el crepúsculo, si el teléfono de Turgut no hubiera sonado de repente. Se excusó y cruzó la sala para contestar, mientras la señora Bora colocaba los restos de nuestra cena en una bandeja de latón. Turgut escuchó unos minutos, habló con cierto nerviosismo, y después colgó con brusquedad. Se volvió hacia Selim y le habló muy deprisa en turco. Selim se puso al instante su raída chaqueta.
– ¿Ha pasado algo? -pregunté.
– Sí. -Se dio un golpe en el pecho-. Es el bibliotecario, el señor Erozan. El hombre que dejé vigilándole se ausentó un momento, y ha llamado ahora para decir que mi amigo ha sido atacado de nuevo. Está inconsciente, y el hombre ha ido en busca de un médico. Esto es muy grave. Es el tercer ataque, justo al anochecer.
Yo también cogí la chaqueta, estremecido, y Helen se calzó, aunque la señora Bora apoyó una mano suplicante en su brazo. Turgut besó a su esposa, y mientras salíamos a toda prisa, me volví y la vi pálida y aterrada en la puerta de su apartamento.
– ¿Dónde dormiremos? -preguntó Barley vacilante.
Estábamos en la habitación de nuestro hotel de Perpiñán, una habitación doble que
habíamos obtenido diciendo al anciano recepcionista que éramos hermanos. Nos la había dado sin rechistar, si bien nos había mirado con expresión dudosa. No podíamos permitirnos habitaciones individuales, y ambos lo sabíamos.
– ¿Y bien? -dijo Barley, un poco impaciente. Miramos la cama. No había otro sitio, ni siquiera una alfombra en el pulido suelo desnudo. Por fin, Barley tomó una decisión, al menos en lo tocante a él. Mientras yo seguía petrificada, entró en el cuarto de baño con algunas ropas y un cepillo de dientes, y salió unos minutos después con un pijama de algodón tan claro como su pelo.
Algo de esta imagen, y su fracaso a la hora de fingir indiferencia, me hizo reír a mandíbula batiente, aunque me ardían las mejillas, y después él también se puso a reír. Ambos reímos hasta que las lágrimas resbalaron por nuestros rostros. Barley se dobló por su esquelética mitad y yo me aferré al deprimente armario. Con nuestra risa histérica aliviamos la tensión de todo el viaje, mis temores, la desaprobación de Barley, las cartas angustiadas de mi padre, nuestras discusiones. Años después, aprendí la expresión fou rire (un enloquecido estallido de carcajadas), y ése fue el primero, en aquel hotel de Francia. A mi primer fou rire siguieron otros, mientras nos lanzábamos el uno hacia el otro dando tumbos. Barley agarró mis hombros con tan poca elegancia como yo asía el armario un momento antes, pero su beso fue de una dulzura angelical, su experiencia juvenil haciendo mella en mi completa falta de ella. Como nuestras risas, me dejó sin aliento.
Todo lo que sabía sobre la práctica amatoria lo había aprendido de educadas películas y libros confusos, y casi fui incapaz de poner manos a la obra. No obstante, Barley lo hizo por mí, y yo le seguí agradecida, aunque con torpeza. Cuando nos encontramos tendidos en la pulcra cama, yo ya sabía algo sobre los tejemanejes entre los amantes y sus ropas. Cada prenda se me antojó una decisión trascendental, empezando por la chaqueta del pijama de Barley. Cuando se la quitó, apareció un torso de alabastro, de hombros sorprendentemente musculosos. Despojarme de mi blusa y el feo sujetador blanco fue tanto decisión mía como de él. Me dijo que le encantaba el color de mi piel, porque era tan diferente del suyo, y era verdad que mi brazo nunca había parecido tan oliváceo en comparación con la nieve de Barley. Pasó la mano sobre mí, y sobre mis ropas restantes, y por primera vez yo le hice lo mismo, y así descubrí los contornos extraños del cuerpo masculino. Tuve la impresión de estar caminando con timidez sobre los cráteres de la luna. Mi corazón martilleaba con tal violencia que por un momento temí que fuera a golpearle en el pecho.
De hecho, había tanto por hacer, tanto de qué ocuparse, que no nos quitamos más ropas, y dio la impresión de que pasaba mucho rato hasta que Barley se aovilló a mi alrededor con un suspiro estrangulado, murmuró «Eres apenas una niña», y apoyó un brazo posesivo sobre mis hombros y cuello.
Cuando dijo esto, supe de repente que él también era un niño, un niño honorable. Creo que le amé más en aquel momento que en ningún otro.
El apartamento prestado donde Turgut había dejado al señor Erozan se encontraba quizás a unos diez minutos del suyo caminando, o a cinco minutos corriendo, porque eso fue lo que todos hicimos, incluso Helen con sus zapatos de tacón. Turgut mascullaba (y yo diría que blasfemaba) por lo bajo. Se había traído un pequeño estuche negro, y yo pensé que se trataba de un botiquín, por si el médico no iba o no llegaba a tiempo. Por fin subimos una escalera de madera de una casa vieja. Turgut abrió la puerta de arriba del todo.
La casa había sido dividida en pequeños apartamentos miserables. En éste, los muebles de la habitación principal consistían en una cama, sillas y una mesa, y estaba iluminada por una sola lámpara. El amigo de Turgut yacía en el suelo cubierto por una manta, y un hombre tartamudeante de unos treinta años se levantó para recibirnos. El hombre estaba casi histérico de miedo y arrepentimiento. No paraba de retorcerse las manos y repetir algo a Turgut una y otra vez. Éste le apartó a un lado, y Selim y él se arrodillaron junto al señor Erozan. El rostro de la pobre víctima estaba ceniciento, tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Había un feo costurón en su cuello, más grande que la última vez que lo había visto, pero lo más horrible era que estaba muy limpio, aunque de dibujo irregular, con una cenefa de sangre en los bordes. Pensé que una herida tan profunda tendría que haber sangrado copiosamente, y esta certeza me provocó unas náuseas espantosas. Rodeé con el brazo a Helen y ambos contemplamos la escena, incapaces de desviar la vista.
Turgut estaba examinando la herida sin tocarla, y luego levantó la vista.
– Hace unos minutos, este hombre detestable fue a buscar a un médico desconocido sin consultarme, pero el médico había salido. En eso, al menos, hemos sido afortunados, porque ahora no queremos médicos aquí. Pero dejó solo a Erozan precisamente al anochecer.
Hablaba con Aksoy, quien se puso en pie de repente y abofeteó al hombre con una fuerza que yo no hubiera sido capaz de imaginar, y luego le expulsó de la habitación. El hombre retrocedió, y después le oímos bajar aterrorizado la escalera. Selim cerró la puerta con llave y miró la calle por la ventana, como para asegurarse de que el pobre sujeto no iba a volver.
Después se arrodilló al lado de Turgut y conferenciaron en voz baja.
Al cabo de un momento, Turgut introdujo la mano en el estuche que había traído. Le vi extraer un objeto que yo ya conocía. Era un equipo de cazar vampiros como el que me había regalado en su estudio más de una semana antes, sólo que ese estuche era más elegante, adornado con caligrafía árabe e incrustaciones de nácar. Lo abrió y examinó los instrumentos que contenía. Después volvió a mirarnos.
– Profesores -dijo en voz baja-, el vampiro ha mordido a mi amigo al menos tres veces y se está muriendo. Si muere en este estado, pronto se convertirá en un No Muerto. -Se secó la frente con su manaza-. Este momento es terrible, y debo pediros que abandonéis la habitación. Madame, usted no debe ver esto.
– Permítenos ayudarte en lo que podamos -empecé vacilante, pero Helen avanzó un paso.
– Deje que me quede -dijo a Turgut sin levantar la voz-. Quiero ver cómo se hace.
Por un momento, me pregunté por qué ansiaba obtener tal conocimiento, y recordé (un pensamiento surrealista) que al fin y al cabo era antropóloga. El hombre la fulminó con la mirada, pero luego pareció aceptar su petición sin palabras, y se inclinó de nuevo sobre su amigo. Yo aún confiaba en que lo que me parecía adivinar no fuese así, pero Turgut estaba murmurando algo en el oído de su amigo. Cogió la mano del señor Erozan y la acarició.
Después, y tal vez fue esto la peor de todas las cosas espantosas que siguieron, Turgut apretó la mano de su amigo contra el corazón y prorrumpió en un lamento estremecedor, palabras que parecían surgir de las profundidades de una historia, no sólo demasiado antigua, sino demasiada ajena a mí para distinguir sus sílabas, un aullido de dolor similar a la llamada del muecín, que habíamos oído desde los minaretes de la ciudad… Sólo que el lamento de Turgut sonaba más como una llamada al infierno, una ristra de notas estremecidas de horror que parecían brotar de la memoria de miles de campamentos otomanos, de millones de soldados turcos. Vi las banderas al viento, las salpicaduras de sangre en las patas de los caballos, la lanza y la media luna, el brillo del sol sobre las cimitarras y las cotas de malla, las hermosas y mutiladas cabezas, caras y cuerpos de los jóvenes. Oí los chillidos de los hombres que se entregaban a las manos de Alá y los gritos de madres y padres en la lejanía. Percibí el hedor de las casas incendiadas y la sangre
fresca, el sulfuro de los cañonazos, la pestilencia de tiendas de campaña, puentes y caballos quemados.
Lo más extraño fue que, en mitad de estos aullidos, distinguí un grito que reconocí: Kaziklu Bey! ¡El Empalador! En el corazón del caos, me pareció ver una figura diferente de las demás, un hombre vestido de oscuro con capa montado a caballo, que daba vueltas entre brillantes colores, el rostro paralizado en un gruñido de concentración, mientras su espada cosechaba cabezas otomanas, que rodaban con sus cascos puntiagudos.
La voz de Turgut subía y bajaba, y me planté junto a él sin darme cuenta, contemplando al moribundo. Helen, por fortuna, era muy real a mi lado. Abrí la boca para hacerle una pregunta, y vi que había captado el mismo horror en el cántico de Turgut. Recordé sin querer que la sangre del Empalador corría por sus venas. Se volvió hacia mí un segundo, con expresión conmovida pero firme. Recordé también en ese momento que la herencia de Rossi (bondadoso, refinado, toscano y anglosajón) le pertenecía, y vi la incomparable bondad de mi mentor en sus ojos. Fue en aquel instante, creo (no fue después, ni en la sosa iglesia gris de mis padres, ni delante del ministro), cuando me casé con ella, en mi corazón, para toda la vida.
Turgut, silencioso ahora, colocó la ristra de cuentas de oración sobre la garganta de su amigo, lo cual provocó que su cuerpo se estremeciera un poco, y seleccionó una herramienta más grande que mi mano, hecha de plata reluciente.
– Nunca me he visto obligado a hacer esto antes, que Dios me perdone, en toda mi vida – dijo en voz baja.
Abrió la camisa del señor Erozan y vi la piel envejecida, el vello grisáceo y ensortijado del pecho, que subía y bajaba de manera irregular. Selim examinó la habitación con silenciosa eficacia y entregó a Turgut un ladrillo que, al parecer, habían utilizado para atrancar la puerta, y Turgut tomó este objeto sencillo en su mano y lo sopesó. Apoyó el extremo afilado de la estaca en el lado izquierdo del pecho del hombre y empezó a canturrear en voz baja, y yo capté palabras que recordaba de algo (¿un libro, una película, una conversación?): «Allahu akbar, Allahu akbar». Alá es grande. Sabía que no podía obligar a Helen a abandonar la habitación, porque yo también me sentía incapaz, pero la obligué a retroceder un paso cuando el ladrillo descendió. La mano de Turgut era grande y firme.
Selim le sostenía la estaca en vertical, que se clavó en el cuerpo con un ruido sordo y contundente. La sangre empezó a manar lentamente alrededor de la herida, manchando la piel blancuzca. El rostro del señor Erozan padeció convulsiones horripilantes durante un segundo, y sus labios se retiraron hacia atrás como los de un perro, exhibiendo sus dientes amarillentos. Helen miraba fijamente, sin atreverse a desviar la vista. Yo no quería que viera algo que yo no pudiera compartir con ella. El cuerpo del bibliotecario tembló, la estaca se hundió de repente hasta la empuñadura y Turgut se inclinó hacia atrás, como esperando algo. Sus labios temblaron y su rostro se cubrió de sudor.
Al cabo de un momento, el cuerpo se relajó, y después la cara. Los labios del señor Erozan se serenaron y un suspiro escapó de su pecho. Sus pies, enfundados en los patéticos calcetines gastados, se agitaron, y luego quedaron inmóviles. Yo no soltaba a Helen, y noté que se estremecía a mi lado, pero no dijo nada. Turgut levantó la mano flácida de su amigo y la besó. Ví que resbalaban lágrimas sobre su cara rubicunda y caían sobre su bigote, y se cubrió los ojos con una mano. Selim tocó la frente del bibliotecario fallecido, después se levantó y apretó el hombro de Turgut.
Al cabo de un momento, Turgut se recuperó lo suficiente para levantarse y sonarse con un pañuelo.
– Era un hombre muy bueno -nos dijo con voz insegura-. Un hombre bueno y generoso.
Ahora descansa en la paz de Mahoma, en lugar de haberse unido a las legiones del infierno.
– Se volvió para secarse los ojos-. Compañeros, hemos de sacar este cuerpo de aquí. Hay un médico en uno de los hospitales que… nos ayudará. Selim se quedará aquí con la puerta cerrada con llave mientras llamo, y el médico vendrá con la ambulancia y firmará los papeles necesarios.
Turgut sacó del bolsillo varios dientes de ajo y los introdujo en la boca del muerto. Selim sacó la estaca y la limpió en el lavabo del rincón, y después la guardó con sumo cuidado en el bonito estuche. Turgut limpió todo rastro de sangre, vendó el pecho del muerto con un paño y volvió a abrocharle la camisa. Después cogió una sábana de la cama, que extendió sobre el cadáver, hasta cubrir el rostro ahora tranquilo.
– Ahora, queridos amigos, os pido este favor. Ya habéis visto lo que los No Muertos son capaces de hacer, y sabemos que están aquí. Tendréis que protegeros en todo momento.
Debéis ir a Bulgaria lo antes posible, si podéis arreglarlo. Llamadme a mi apartamento cuando hayáis hecho vuestros planes. -Me miró fijamente-. Si no nos vemos en persona antes de vuestra partida, os deseo la mejor suerte. Pensaré en vosotros en cada momento.
Haced el favor de llamarme en cuanto volváis a Estambul, si es que regresáis.
Confié en que quisiera decir «si os va de camino» y no «si sobrevivís a Bulgaria». Nos estrechó la mano con afecto, al igual que Selim, quien besó la mano a Helen con mucha timidez.
– Nos vamos -dijo Helen. Me tomó del brazo, salimos de aquella triste habitación y bajamos a la calle.
Mi primera impresión de Bulgaria (y mi recuerdo posterior de ella) fue de montañas vistas desde el aire, montañas altas y profundas, de un verdor oscuro y casi vírgenes de carreteras, aunque de vez en cuando una cinta marrón corría entre pueblos o a lo largo de precipicios.
Helen iba sentada en silencio a mi lado, los ojos clavados en la pequeña ventanilla del avión, con su mano apoyada sobre la mía bajo la protección de mí chaqueta doblada. Sentía la calidez de su palma, los delgados dedos algo fríos, la ausencia de anillos. De vez en cuando distinguíamos venas centelleantes en las gargantas de las montañas, que debían ser ríos, pensé, y me esforcé en ver, sin la menor esperanza, la configuración de una cola ensortijada de dragón que pudiera solucionar nuestro rompecabezas. Nada, por supuesto, coincidía con los contornos que ya me conocía con los ojos cerrados.
Ni nada lo iba a hacer, me recordé, aunque sólo fuera para calmar la esperanza que se despertaba en mí de manera incontrolada al ver aquellas antiguas montañas. Su oscuridad; su aspecto de no haber sido tocadas por la historia moderna; su misteriosa falta de ciudades, pueblos o zonas industrializadas. Todo ello me daba esperanzas. Pensé que, cuanto más escondido estuviera el pasado de este país, mejor se conservaría. Los monjes cuya senda perdida buscábamos habían atravesado montañas como éstas, tal vez estos mismos picos, aunque desconocíamos su ruta. Se lo dije a Helen, pues quería oír verbalizadas mis esperanzas. Ella negó con la cabeza.
– No sabemos con seguridad que llegaran a Bulgaria, ni siquiera si partieron en esta dirección -me recordó, pero suavizó el tono académico de su voz acariciando mi mano bajo la chaqueta.
– No sé nada de la historia de Bulgaria -dije-. Voy a ir muy perdido.
Helen sonrió.
– Yo tampoco soy una experta, pero puedo decirte que los eslavos emigraron a esta zona desde el norte durante los siglos seis y siete, y una tribu turca llamada los búlgaros vino aquí en el siglo siete. Se unieron contra el imperio bizantino, sabiamente, y su primer gobernante fue un búlgaro llamado Asparuh. El zar Boris I convirtió el cristianismo en religión oficial en el siglo nueve. Al parecer, es un gran héroe del país, pese a eso. Los bizantinos gobernaron desde el siglo once hasta principios del trece, y después Bulgaria se hizo muy poderosa hasta que los otomanos la aplastaron en 1393.
– ¿Cuándo fueron expulsados los otomanos? -pregunté interesado. Daba la impresión de que nos los encontrábamos por todas partes.
– No fue hasta 1878 -admitió Helen-. Rusia ayudó a Bulgaria a expulsarlos.
– Y después Bulgaria se alineó con el Eje en ambas guerras.
– Sí, y el ejército soviético desencadenó una gloriosa revolución justo después de la guerra.
¿Qué haríamos sin el ejército soviético?
Helen me dedicó su sonrisa más amarga y radiante, pero yo le apreté la mano.
– Baja la voz -dije-. Si no tienes cuidado, tendré que ser cauteloso por los dos.
El aeropuerto de Sofía era diminuto. Había esperado un lugar digno del comunismo moderno, pero bajamos a una pista modesta y la atravesamos con los demás pasajeros. Casi todos eran búlgaros, me pareció, y traté de entender algo de sus conversaciones. Eran gentes bien parecidas, algunas sorprendentemente guapas, y sus rostros variaban desde los eslavos pálidos de ojos oscuros hasta el bronce de Oriente Próximo, un caleidoscopio de tonos intensos y cejas negras hirsutas, narices largas y anchas, aguileñas o ganchudas, jovencitas de pelo negro rizado y frente noble, y ancianos enérgicos desdentados. Sonreían o reían y hablaban animadamente entre sí. Un hombre alto gesticulaba a su acompañante con un periódico doblado. Sus ropas no eran occidentales, aunque hubiera sido difícil describir el corte de los trajes y faldas, los pesados zapatos y los sombreros oscuros, todos desconocidos para mí.
También me pareció percibir una felicidad apenas disimulada entre esta gente cuando sus pies tocaron suelo (o asfalto) búlgaro, y esto alteró la imagen que me había forjado de una nación aliada de los soviéticos al cien por cien, mano derecha de Stalin incluso ahora, un año después de su muerte, un país triste, atrapado en fantasías que tal vez nunca superaría.
Las dificultades de obtener un visado búlgaro en Estambul (un paso facilitado en gran parte por los fondos del sultán que manejaba Turgut, y en parte por las llamadas de tía Eva a su equivalente búlgaro) sólo habían servido para aumentar el nerviosismo que me causaba este país, y los burócratas adustos que al final, a regañadientes, habían sellado nuestros pasaportes en Budapest ya se me habían antojado embalsamados en la opresión. Helen me había confesado que el mismo hecho de que la embajada búlgara nos hubiera concedido visados la ponía nerviosa.
Los búlgaros auténticos, sin embargo, parecían constituir una raza diferente por completo.
Al entrar en el edificio del aeropuerto, nos encontramos con las colas de la aduana, y aquí aún era mayor el estruendo de carcajadas y conversaciones, y vimos que los parientes saludaban con las manos desde detrás de las barreras y llamaban a gritos. La gente que nos rodeaba estaba declarando pequeñas cantidades de dinero y recuerdos de Estambul y de destinos anteriores, y cuando nos llegó el turno hicimos lo propio.
Las cejas del joven oficial de aduanas desaparecieron bajo su gorra al ver nuestros
pasaportes, y los dejó a un lado para consultar unos minutos con otro oficial.
– Maldita sea -masculló Helen.
Varios oficiales uniformados se congregaron alrededor de nosotros y el de más edad y aspecto más pomposo empezó a interrogarnos en alemán, francés y, por fin, en un inglés deficiente. Tal como nos había aconsejado tía Eva, saqué con calma nuestra carta improvisada de la Universidad de Budapest, la cual imploraba al Gobierno búlgaro que nos dejara entrar por motivos académicos importantes, así como la carta que tía Eva había obtenido para nosotros de un amigo que tenía en la embajada búlgara.
No sé qué dedujo el oficial de la carta académica y su extravagante mezcla de inglés, húngaro y francés, pero la carta de la embajada estaba en búlgaro y llevaba el sello de la embajada. El oficial la leyó en silencio, con el ceño fruncido, y después su rostro adoptó una expresión sorprendida, incluso estupefacta, y nos miró con algo parecido al asombro.
Eso me puso todavía más nervioso que su anterior hostilidad, y pensé que Eva había sido un poco vaga acerca del contenido de la carta de la embajada. No podía preguntar qué ponía, por supuesto, y me sentí muy desconcertado cuando el oficial sonrió y me dio una palmada en el hombro. Se dirigió a una cabina telefónica, y tras considerables esfuerzos dio la impresión de que había logrado ponerse en contacto con alguien. No me gustó su forma de sonreír ni su manera de mirarnos al cabo de unos segundos. Helen se removió inquieta a mi lado, y caí en la cuenta de que debía estar entendiendo más cosas que yo. El oficial colgó por fin con un gesto elegante, nos prestó ayuda para reunirnos con nuestras maletas polvorientas y nos condujo a un bar del aeropuerto, donde nos invitó a un vasito de un brandy fortísimo llamado rakiya, que se tomó de un trago. Nos preguntó en varios idiomas mal hablados cuánto tiempo llevábamos comprometidos con la revolución, cuándo
nos habíamos afiliado al Partido, y así sucesivamente, nada de lo cual contribuyó a
tranquilizarme, sino a atormentarme todavía más por las posibles incorrecciones de nuestra carta de presentación. No obstante, imité a Helen y me limité a sonreír, o a soltar comentarios neutrales. El oficial brindó por la amistad entre los trabajadores de todas las naciones y volvió a llenar nuestros vasos, así como el de él. Si alguno de nosotros hacía algún comentario (alguna perogrullada sobre la visita a su hermoso país, por ejemplo), meneaba la cabeza con una amplia sonrisa, como si contradijera nuestras afirmaciones. Yo me puse nervioso, hasta que Helen me susurró lo que había leído sobre la idiosincrasia de esta cultura: los búlgaros negaban con la cabeza para expresar su acuerdo y asentían en señal de desacuerdo.
Cuando habíamos bebido exactamente tanta rakiya cuanto yo podía tolerar con impunidad, nos salvó la aparición de un hombre de expresión avinagrada con traje oscuro y sombrero.
Parecía sólo un poco mayor que yo, y habría sido guapo de no ser porque ninguna expresión de placer cruzaba su rostro en momento alguno. Su bigote oscuro apenas cubría los labios desaprobadores y el flequillo de pelo negro que caía sobre su frente no ocultaba su ceño fruncido. El oficial le saludó con deferencia y le presentó como el guía que nos habían asignado en Bulgaria, y explicó que se trataba de un privilegio, porque Krassimir Ranov era una persona muy respetada en el Gobierno búlgaro, relacionada con la Universidad de Sofía, y conocía mejor que nadie los lugares interesantes de su antiguo y glorioso país.
Estreché la mano fría como un pescado del hombre entre una neblina de brandy y lamenté mucho no poder visitar Bulgaria sin guía. Helen parecía menos sorprendida por todo esto, y le saludó, en mi opinión, con la mezcla correcta de aburrimiento y desdén. El señor Ranov aún no había pronunciado palabra, pero dio la impresión de albergar una gran antipatía por Helen, incluso antes de que el oficial informara en voz demasiado alta de que era húngara y estaba estudiando en Estados Unidos. Esta explicación provocó que su bigote se agitara sobre una sombría sonrisa.
– Profesor, madame -dijo (sus primeras palabras), y nos dio la espalda. El oficial de aduanas sonrió, nos estrechó la mano, me palmeó los hombros como si ya fuéramos viejos amigos y después indicó con un gesto que debíamos seguir a Ranov.
Al salir del aeropuerto, Ranov detuvo un taxi, cuyo interior era el más anticuado que yo había visto jamás en un vehículo, con asientos de tela negra rellena de algo que habría podido ser pelo de caballo, y nos dijo desde el asiento delantero que nos habían reservado habitaciones en un hotel de excelente reputación.
– Creo que lo encontrarán cómodo, y tiene un excelente restaurante. Mañana desayunaremos juntos allí y me explicarán la naturaleza de su investigación y en qué puedo ayudarles para terminarla. Sin duda desearán conocer a sus colegas de la Universidad de Sofía y de los ministerios pertinentes. Después les organizaremos un breve viaje por algunos lugares históricos de Bulgaria.
Sonrió con amargura y yo le miré con creciente horror. Su inglés era demasiado bueno. Pese a su marcado acento, poseía el sonido correcto pero monótono de uno de esos discos con los que puedes aprender un idioma en treinta días.
Su rostro también tenía algo familiar. Nunca le había visto, por supuesto, pero me hizo pensar en alguien a quien conocía, con la frustración adicional de no ser capaz de recordar quién demonios era. Esta sensación me persiguió durante aquel primer día en Sofía, me atormentó durante la visita guiada a la ciudad. Sofía era de una belleza extraña, una mezcla de elegancia decimonónica, esplendor medieval y relucientes monumentos nuevos de estilo socialista. En el centro de la ciudad vimos el sombrío mausoleo que alberga el cadáver embalsamado del dictador estalinista Georgi Dimitrov, fallecido cinco años antes. Ranov se quitó el sombrero antes de entrar en el edificio y nos dejó pasar. Nos sumamos a una cola de búlgaros silenciosos que desfilaban ante el ataúd abierto de Dimitrov. La cara del dictador estaba cerúlea, con un frondoso bigote oscuro como el de Ranov. Pensé en Stalin, cuyo cadáver se había reunido con el de Lenin el año anterior en un altar similar de la plaza Roja. Estas culturas ateas se mostraban muy diligentes a la hora de conservar las reliquias de sus santos.
Mi mal presentimiento con respecto a nuestro guía se intensificó cuando le pregunté si podía ponernos en contacto con Anton Stoichev. Le vi encogerse.
– El señor Stoichev es un enemigo del pueblo -nos aseguró con su voz irritable-. ¿Por qué quieren verle? -Y después añadió algo extraño-: Por supuesto, si así lo desean, me encargaré de solucionarlo. Ya no da clases en la universidad. Debido a sus opiniones religiosas, no podíamos confiarle a nuestra juventud. Pero es famoso. ¿Tal vez desean verle por este motivo?
– Han ordenado a Krassimir Ranov que nos conceda todo cuanto pidamos -me dijo Helen en voz baja cuando estuvimos un momento solos, delante del hotel-. ¿Por qué? ¿Por qué cree alguien que es una buena idea?
Nos miramos atemorizados.
– Ojalá lo supiera -dije.
– Hemos de tener mucho cuidado. -La expresión de Helen era seria, lo dijo en voz baja, y no me atreví a besarla en público-. Si te parece, a partir de este momento, no revelaremos otra cosa que nuestros intereses académicos, y lo menos posible, si hemos de hablar de nuestro trabajo delante de él.
– De acuerdo.
En estos últimos años me he descubierto recordando una y otra vez la primera vez que vi la casa de Anton Stoichev. Tal vez me produjo una impresión tan profunda debido al contraste entre la Sofía urbana y este refugio que se hallaba en las afueras, o quizá lo recuerdo tan a menudo debido al propio Stoichev, la naturaleza particular y sutil de su presencia. Sin embargo, creo que experimento un definido hálito de esperanza cuando recuerdo la puerta de Stoichev, porque nuestro encuentro con él supuso un paso decisivo en la búsqueda de Rossi.
Mucho después, cuando leía en voz alta información acerca de los monasterios que había extramuros de la Constantinopla bizantina, santuarios adonde sus habitantes escapaban a veces de edictos sobre algún aspecto de los rituales eclesiásticos, donde no estaban protegidos por las grandes murallas de la ciudad, sino un poco a salvo de la tiranía del Estado, pensaba en Stoichev. Su jardín, sus manzanos y cerezos inclinados moteados de blanco, la casa asentada en un patio profundo, sus hojas nuevas y colmenas azules, la doble puerta de madera antigua, la tranquilidad que reinaba en el lugar, el aire de devoción, de retiro deliberado.
Nos quedamos ante la cancela mientras el polvo se posaba alrededor del coche de Ranov.
Helen fue la primera en levantar el tirador de uno de los viejos pestillos. Ranov se demoró con aire hosco, como si detestara que alguien le viera allí, incluso nosotros, y yo me sentía extrañamente clavado al suelo. Por un momento, me sentí hipnotizado por la vibración matutina de hojas y abejas, y por una sensación de miedo inesperada y enfermiza. Quizá Stoichev no nos sería de ayuda, pensé, un callejón sin salida definitivo, en cuyo caso regresaríamos a casa después de haber recorrido un largo camino hacia ninguna parte. Ya lo había imaginado un centenar de veces: el vuelo en silencio a Nueva York desde Sofía o Estambul (me gustaría ver a Turgut una vez más, pensé) y la reorganización de mi vida sin Rossi, las preguntas sobre dónde había estado, los problemas con el departamento derivados de mi larga ausencia, la reanudación de mi tesis sobre los comerciantes holandeses (gente plácida, prosaica) bajo la batuta de un nuevo director infinitamente inferior, y la puerta cerrada del despacho de Rossi. Por encima de todo, temía aquella puerta cerrada, y la consiguiente investigación, el interrogatorio inadecuado de la policía («Bien, señor… Paul, ¿no es cierto? ¿Inició un viaje dos días después de la desaparición del director de su tesis?»), el pequeño y confuso grupo de personas congregado en alguna
especie de funeral, incluso la cuestión de los trabajos de Rossi, sus derechos de autor, sus propiedades.
Regresar con la mano de Helen enlazada en la mía sería un gran consuelo, por supuesto.
Tenía la intención de pedirle que se casara conmigo en cuanto este horror terminara. Antes debía ahorrar un poco de dinero, si podía, y llevarla a Boston para que conociera a mis padres. Sí, regresaría con su mano enlazada en la mía, pero no habría padre a quien pedirla en matrimonio. Vi entre una neblina de pesar que Helen abría la puerta.
La casa de Stoichev se estaba hundiendo en un terreno desigual, en parte patio y en parte huerto. Los cimientos estaban construidos con una piedra de un marrón grisáceo sujeta con estuco blanco. Averigüé más tarde que esta piedra era una especie de granito, con el que se habían construido la mayoría de edificios búlgaros. Sobre los cimientos, las paredes eran de ladrillo, pero ladrillo del más suave dorado rojizo, como si se hubieran empapado de la luz del sol durante generaciones. El tejado era de tejas rojas acanaladas. Tanto el tejado como las paredes se veían algo deteriorados. Daba la impresión de que toda la casa hubiera crecido poco a poco de la tierra, y de que ahora estaba regresando a ella con la misma lentitud, y de que los árboles se habían alzado sobre el edificio para disimular este proceso.
La primera planta había desarrollado una laberíntica ala a un lado, y por la otra se extendía un emparrado, cubierto con los zarcillos de las parras por arriba y cercado por rosas pálidas en la parte inferior. Bajo el emparrado había una mesa de madera y cuatro sillas toscas, y pensé que la sombra de las hojas de parra se harían más profundas aquí cuando el verano avanzara. Al otro lado, y bajo el más venerable de los manzanos, colgaban dos colmenas fantasmales, y cerca de ellas, a pleno sol, había un pequeño jardín donde alguien había dispuesto ya verduras translúcidas en pulcras hileras. Capté el olor a hierbas y tal vez a lavanda, a césped recién cortado y cebollas especiales para freír. Alguien cuidaba de este viejo lugar con cariño, y casi esperaba ver a Stoichev con hábito de monje, arrodillado con su desplantador en el jardín.
Entonces, una voz empezó a cantar en el interior, tal vez cerca de la chimenea desmoronada y las ventanas del primer piso. No era el canto de barítono del ermitaño, sino una voz femenina fuerte y potente, una melodía enérgica que consiguió interesar incluso al hosco Ranov, que estaba a mi lado con el cigarrillo.
– ¿Izvinete! -gritó-. ¿Dobar den!
El canto se interrumpió de repente, seguido de un ruido metálico y un golpe sordo. Se abrió la puerta de la casa y la joven que apareció nos miró fijamente, como si le resultara inexplicable ver gente en el patio.
Yo iba a salir a su encuentro, pero Ranov se me adelantó. Se quitó el sombrero, hizo un gesto con la cabeza y una reverencia y saludó a la joven con un torrente de búlgaro. La muchacha había apoyado la mano en la mejilla y contemplaba a Ranov con una curiosidad que me pareció mezclada con cautela. Cuando la miré con más detenimiento, vi que no era tan joven como había imaginado, pero su energía y vigor me llevaron a pensar que bien podía ser la autora del resplandeciente jardín y los buenos olores de la cocina. Llevaba el pelo retirado de su cara redonda. Tenía un lunar oscuro en la frente. Sus ojos, boca y barbilla parecían los de una niña pequeña y bonita. Un delantal protegía su blusa blanca y la falda azul. Nos inspeccionó con una mirada penetrante que no tenía nada que ver con la inocencia de sus ojos y observé que, tras su veloz interrogatorio, Ranov abría la cartera y le enseñaba una tarjeta. Fuera la hija o el ama de llaves de Stoichev (¿los profesores jubilados tenían amas de casa en los países comunistas?), no era idiota. Tuve la impresión de que Ranov hacía un esfuerzo inusual por mostrarse encantador. Se volvió, sonriente, y nos presentó.
– Esta es Irina Hristova -explicó mientras estrechábamos su mano-. Es la zorrina del profesor Stoichev.
– ¿La zorrina? -pregunté, y por un segundo pensé que se trataba de una metáfora complicada.
– La hija de su hermana -aclaró Ranov.
Encendió otro cigarrillo y ofreció la cajetilla a Irina Hristova, quien la rechazó con un enérgico movimiento de cabeza. Cuando el hombre explicó que veníamos de Estados Unidos, la sorpresa se vio reflejada en los ojos de la joven y nos miró con suma cautela.
Después se puso a reír, aunque no supe por qué. Ranov volvió a fruncir el ceño (creo que no era capaz de aparentar felicidad más de unos pocos minutos seguidos), y ella se volvió y nos dejó entrar.
Una vez más, la casa me pilló por sorpresa. Por fuera podía parecer una bonita granja antigua, pero por dentro, debido a una oscuridad que contrastaba con la luminosidad del exterior, era un museo. La puerta se abría a una amplia sala con chimenea, donde la luz del sol caía sobre las piedras donde se encendía el fuego. Los muebles (cómodas de madera oscura muy trabajadas, provistas de espejos, butacas y bancos suntuosos) ya eran fascinantes de por sí, pero lo que atrajo mi atención y provocó que Helen lanzara una exclamación de admiración fue la rara mezcla de tejidos tradicionales y cuadros primitivos, sobre todo iconos, de una calidad que en muchos casos me parecieron superiores a los que habíamos visto en las iglesias de Sofía. Había Madonas de ojos luminosos y santos tristes de labios delgados, grandes y pequeños, realzados con pintura dorada o recubiertos de plata
batida, apóstoles erguidos en barcas y mártires que padecían con paciencia su martirio.
Estos colores antiguos, intensos y teñidos de humo, se repetían por todas partes en
alfombras y mandiles tejidos con dibujos geométricos, e incluso en un chaleco bordado y un par de pañuelos ribeteados de monedas diminutas. Helen señaló el chaleco, que tenía ristras de bolsillos horizontales cosidos a cada lado.
– Para balas -se limitó a decir.
Al lado del chaleco colgaban un par de cuchillos. Yo tenía ganas de preguntar quién los había llevado, quién había recibido aquellas balas, quién había portado aquellas dagas.
Alguien había llenado un jarrón de cerámica con rosas y hojas verdes, que parecían henchidas de una vida sobrenatural entre aquellos tesoros marchitos. El suelo estaba muy pulido. Vi otra sala similar al otro lado.
Ranov también estaba mirando a su alrededor, y resopló.
– En mi opinión, al profesor Stoichev no se le debería permitir que guardara tantas posesiones nacionales. Deberían venderse en beneficio del pueblo.
O bien Irina no entendía el inglés, o no se dignó contestar a esto. Salió de la sala seguida por nosotros y subió un estrecho tramo de escaleras. No sé qué esperaba ver al final. Tal vez encontraríamos una guarida sembrada de desperdicios, o tal vez una cueva en la que el viejo profesor invernaba, o quizá, pensé, con aquella ya familiar punzada de desdicha, descubriríamos un pulcro y ordenado despacho como el que había dado cobijo a la mente tumultuosa y espléndida del profesor Rossi. Casi había dejado atrás esta visión, cuando se abrió la puerta al final de la escalera, y un hombre de pelo blanco, menudo pero erguido, salió al rellano. Irina corrió hacia él, agarró su brazo con ambas manos y le habló en un veloz búlgaro mezclado con alguna carcajada.
El anciano se volvió hacia nosotros, sereno, silencioso, con expresión reservada, y por un momento tuve la sensación de que estaba mirando al suelo, aunque nos miraba a nosotros.
Avancé y le ofrecí mi mano. La estrechó con seriedad, se volvió hacia Helen y estrechó la de ella. Era educado, formal, con esa clase de deferencia que no es en realidad deferencia, sino dignidad, y sus grandes ojos oscuros se pasearon entre nosotros, y después se fijó en Ranov, que se había rezagado y contemplaba la escena. En ese momento, nuestro guía subió y también le estrechó la mano, con aire condescendiente, pensé. Era un hombre que me desagradaba más a cada momento que pasaba. Deseaba con todo mi corazón que se marchara para poder hablar a solas con el profesor Stoichev. Me pregunté cómo demonios íbamos a entablar una conversación sincera, averiguar algo gracias a Stoichev, con Ranov acechando como una mosca.
El profesor Stoichev se volvió poco a poco y nos invitó a entrar en la habitación. Era una de las varias que había en el último piso de la casa. Nunca me quedó claro, en el curso de mis dos visitas, dónde dormían sus habitantes. Por lo que yo vi, el último piso de la casa contenía tan sólo la larga y estrecha sala de estar en la que entramos y varias habitaciones más pequeñas a las que se accedía desde ella. Las puertas de estas habitaciones estaban entreabiertas, y la luz del sol penetraba en ellas a través de los árboles verdes que se alzaban ante las ventanas opuestas, y acariciaba los lomos de innumerables libros, libros que tapizaban las paredes y rebosaban de cajas de madera que había en el suelo o formaban pilas sobre las mesas. Entre ellos había documentos sueltos de todas formas y tamaños, muchos de ellos de una gran antigüedad. No, esto no era el pulcro estudio de Rossi, sino una especie de laboratorio atestado, el último piso de una mente de coleccionista. Vi que el sol acariciaba por todas partes pergamino viejo, piel vieja, cubiertas labradas, restos de pan de oro, esquinas de páginas desmenuzadas, encuadernaciones abultadas (maravillosos libros rojos, marrones, de color hueso), libros y rollos de pergamino y manuscritos desordenados. No había nada polvoriento, nada pesado estaba apoyado sobre algo frágil, pero estos libros, estos manuscritos, ocupaban todos los rincones de la casa de Stoichev, y tuve la sensación de estar rodeado por ellos de una forma que ni siquiera había experimentado en los museos, donde objetos tan preciosos habrían estado dispuestos de una manera más metódica y espaciada.
Un mapa primitivo colgaba de una pared, pintado sobre piel, observé con sorpresa. No pude evitar la tentación de acercarme, y Stoichev sonrió.
– ¿Le gusta? -preguntó-. Es el imperio bizantino hacia 1150. Era la primera vez que hablaba, y lo hizo en un inglés sosegado y correcto.
– Cuando Bulgaria todavía se contaba entre sus territorios -musitó Helen.
Stoichev la miró muy complacido.
– Sí, exacto. Creo que este mapa fue hecho en Venecia o Génova y traído a
Constantinopla, tal vez como un regalo para el emperador o alguien de su corte. Éste es una copia que me hizo un amigo.
Helen sonrió y se acarició la barbilla con aire pensativo. Después estuvo a punto de
guiñarle un ojo.
– ¿El emperador Manuel I Comneno tal vez?
Yo me quedé estupefacto, al igual que Stoichev. Helen rió.
– Bizancio era una especie de afición para mí.
El viejo historiador sonrió y le hizo una reverencia, cortés de repente. Indicó las sillas que rodeaban una mesa en el centro de la sala de estar, y todos nos sentamos. Desde donde yo estaba sentado veía el patio de detrás de la casa, que descendía con suavidad hasta la linde de un bosque, y los árboles frutales, algunos ya con pequeños frutos verdes. Las ventanas estaban abiertas y oíamos el zumbido de abejas y el susurro de las hojas. Pensé en lo agradable que debía ser para Stoichev, incluso en el exilio, sentarse allí entre sus manuscritos y leer o escribir y escuchar aquel sonido, que ningún Estado opresor podía apagar, o del que ningún burócrata había optado aún por alejarle. Tal como estaban las cosas, aquel encarcelamiento era una suerte, y tal vez más voluntario de lo que nosotros pensábamos.
Stoichev no dijo nada durante un rato, aunque nos miraba fijamente, y me pregunté qué estaría pensando de nuestra aparición y sí se había planteado descubrir quiénes éramos. Al cabo de unos minutos, pensando que tal vez no nos dirigiría la palabra, le hablé.
– Profesor Stoichev -dije-, le ruego que perdone esta invasión de su soledad. Le
estamos muy agradecidos a usted y a su sobrina por recibirnos.
Miró sus manos sobre la mesa. Eran delicadas y sembradas de las manchas propias de la edad. Después me miró. Sus ojos, como ya he dicho, eran enormes y oscuros, los ojos de un hombre joven, aunque su rostro oliváceo recién afeitado era viejo. Tenía unas orejas enormes, y se proyectaban desde los lados de su cabeza en mitad del pelo corto. De hecho, captaban algo de luz de las ventanas, de modo que parecían transparentes, rosadas alrededor de los bordes como las de un conejo. Aquellos ojos, con su mezcla de dulzura y cautela, poseían una cualidad animal. Tenía los dientes amarillos y torcidos, y uno de delante llevaba una funda de oro. Pero los conservaba todos, y su rostro era sorprendente cuando sonreía, como si un animal salvaje hubiera formado una expresión humana. Era una cara maravillosa, una cara que en su juventud debía de haber poseído un brillo inusual, un gran entusiasmo visible. Tenía que haber sido una cara irresistible.
Stoichev sonrió con tal intensidad que Helen y yo también sonreímos. Irina nos imitó. Se había acomodado en una silla debajo del icono de alguien (supuse que era san Jorge) que estaba atravesando con su espada a un dragón desnutrido.
– Me alegro mucho de que hayan venido a verme -dijo Stoichev-. No recibimos muchos visitantes, y aún menos visitantes que hablen inglés. Estoy muy contento de poder practicar mi inglés con ustedes, aunque no es tan bueno como antes, me temo.
– Su inglés es excelente -dije-. ¿Dónde lo aprendió, si no le importa que se lo pregunte?
– Oh, no me importa -contestó el profesor Stoichev-. Tuve la buena suerte de estudiar en el extranjero cuando era joven, y realicé algunos de mis estudios en Londres. ¿Puedo ayudarles en algo, o sólo deseaban ver mi biblioteca?
Lo dijo con tal sencillez que me pilló por sorpresa.
– Ambas cosas -dije-. Nos gustaría ver su biblioteca y también hacerle algunas preguntas para nuestra investigación. -Hice una pausa para encontrar las palabras adecuadas-. La señorita Rossí y yo estamos muy interesados en la historia de su país en la Edad Media, aunque sé mucho menos al respecto de lo que debería, y hemos estado escribiendo algo… algogo…
Empecé a tartamudear, porque recordé que, pese a la breve introducción de Helen en el avión, yo no sabía nada de la historia de Bulgaria, o tan poco que sólo podía parecerle absurdo a este erudito que era el guardián del pasado de su país, y también porque lo que teníamos que hablar era muy personal, terriblemente improbable, y no quería hacerlo con Ranov sentado a la mesa.
– ¿Así que está interesado en la Bulgaria medieval? -dijo Stoichev, y me pareció que él también miraba en dirección a Ranov.
– Sí -dijo Helen acudiendo con celeridad en mi rescate-. Estamos interesados en la vida monástica de la Bulgaria medieval, y la hemos estado investigando, en la medida de lo posible, con el fin de escribir algunos artículos. En concreto, nos gustaría obtener información sobre la vida en los monasterios de Bulgaria a finales del medievo y sobre algunas de las rutas que seguían los peregrinos para llegar a Bulgaria y también para viajar desde Bulgaria a otros países.
Stoichev sonrió y meneó la cabeza, complacido, de modo que sus grandes y delicadas orejas captaron la luz.
– Un tema excelente -dijo. Clavó la vista en la lejanía, y pensé que debía estar contemplando un pasado tan profundo que debía ser el pozo del tiempo, y que veía con más claridad que nadie en el mundo el período aludido-. ¿Van a escribir sobre algo en particular? Tengo muchos manuscritos que tal vez puedan serles útiles, y será un placer dejárselos examinar, si quieren.
Ranov se removió en su silla, y pensé una vez más en cuánto me disgustaba su vigilancia.
Por suerte, casi toda su atención parecía concentrada en el perfil de Irina, sentada frente a él.
– Bien -dije-, nos gustaría saber más cosas sobre el siglo quince, sobre finales del siglo quince, y la señorita Rossi ha trabajado bastante sobre ese período en su país natal…
– Rumania -intervino Helen-. Pero me crié y estudié en Hungría.
– Ah, sí. Son nuestros vecinos. -El profesor Stoichev se volvió hacia Helen y le dedicó la más cariñosa de las sonrisas-. ¿Y es usted de la Universidad de Budapest?
– Sí -contestó Helen.
– Tal vez conozca a un amigo mío que da clases allí, el profesor Sándor.
– Oh, sí. Es el jefe del Departamento de Historia. Es muy amigo mío.
– Estupendo, estupendo -dijo el profesor Stoichev-. Haga el favor de darle recuerdos de mi parte si tiene la oportunidad.
– Lo haré -sonrió Helen.
– ¿Y quién más? Creo que no conozco a nadie más en su universidad, pero su apellido, profesora, es muy interesante. Lo conozco. Hay en Estados Unidos… -se volvió hacia mí de nuevo, y luego hacia Helen. Vi inquieto que Ranov nos miraba con los ojos entornados- un famoso historiador apellidado Rossi. ¿Son parientes?
Helen, ante mi sorpresa, se ruborizó. Pensé que aún no le gustaba admitirlo en público o que sentía alguna duda acerca de si debía hacerlo. Aunque quizás había observado la repentina atención que prestaba Ranov a la conversación.
– Sí -dijo-. Es mi padre, Bartholomew Rossi.
Pensé que lo más natural sería que Stoichev se preguntara por qué la hija de un historiador inglés afirmaba que era rumana y que se había criado en Hungría, pero si deseaba hacer alguna pregunta en ese sentido, se abstuvo de ello.
– Sí, ése es. Ha escrito libros muy buenos, ¡y sobre un amplio abanico de temas! -Se dio una palmada en la frente-. Cuando leí algunos de sus primeros artículos, pensé que sería un estupendo historiador de los Balcanes, pero veo que ha abandonado ese tema para adentrarse en otros.
Me alivió saber que Stoichev conocía la obra de Rossi y la tenía en buena opinión. Eso podía proporcionarnos buenas credenciales y ganarnos su simpatía.
– Sí, ya lo creo -dije-. De hecho, el profesor Rossi no sólo es el padre de Helen, sino también el director de mi tesis.
– Qué suerte. -Stoichev enlazó sus manos surcadas por venas-. ¿Sobre qué versa su tesis?
– Bien -empecé, y esta vez fui yo quien se sonrojó. Confié en que Ranov no advirtiera estos cambios de color-. Sobre los comerciantes holandeses en el siglo diecisiete.
– Extraordinario -dijo Stoichev-. Un tema muy interesante. Entonces, ¿qué le trae a Bulgaria?
– Es una larga historia -dije-. La señorita Rossi y yo estamos interesados en investigar las relaciones entre Bulgaria y la comunidad ortodoxa en Estambul después de la conquista otomana de la ciudad. Si bien se aleja del tema de mi tesis, hemos estado escribiendo algunos artículos sobre dicho tema. De hecho, incluso he dado una conferencia en la Universidad de Budapest sobre la historia de… algunas regiones de Rumanía bajo el poder de los turcos. -Comprendí de inmediato que había cometido un error. Tal vez Ranov ignoraba que habíamos estado en Budapest y en Estambul. No obstante, Helen estaba serena-. Nos gustaría mucho terminar la investigación en Bulgaria y pensamos que usted podría ayudarnos.
– Por supuesto -dijo Stoichev con paciencia-. Tal vez podrían decirme qué es lo que les interesa exactamente sobre la historia de nuestros monasterios medievales y las rutas de los peregrinos, y sobre el siglo quince en particular. Es un siglo fascinante de la historia búlgara. Ya saben que después de 1393 casi todo nuestro país cayó bajo el yugo otomano, aunque algunas zonas de Bulgaria no fueron conquistadas hasta bien entrado el siglo quince. Nuestra cultura intelectual patria se conservó desde esa época en muchos de los monasterios. Me alegro de que estén interesados en los monasterios, porque son una de las fuentes más ricas de nuestra herencia.
Hizo una pausa y volvió a enlazar las manos, como esperando a ver si conocíamos esta información.
– Sí -dije. No había remedio. Tendríamos que hablar de algunos aspectos de nuestra investigación con Ranov delante. Al fin y al cabo, si le pedía que se marchara, sus sospechas acerca de nuestros propósitos se despertarían de inmediato. Nuestra única posibilidad era formular las preguntas de la manera más académica e impersonal posible-. Creemos que existen interesantes relaciones entre la comunidad ortodoxa en el Estambul del siglo quince y los monasterios de Bulgaria.
– Sí, eso es cierto, por supuesto -dijo Stoichev-, sobre todo porque Mehmet el Conquistador colocó a la Iglesia búlgara bajo la jurisdicción del Patriarca de Constantinopla. Antes, nuestra Iglesia era independiente, con su propio patriarca en Veliko Tmovo.
Experimenté una oleada de gratitud hacia este hombre, con su erudición y maravillosas orejas. Mis comentarios habían sido de lo más insípido, pero él estaba contestando con cortesía circunspecta, además de instructiva.
– Exacto -dije-. Y nos interesa en especial… Encontramos una carta… Es decir,
estuvimos hace poco en Estambul -Yo procuraba no mirar a Ranov- y descubrimos una carta que está relacionada con Bulgaria, con un grupo de monjes que viajaron desde Constantinopla a un monasterio de Bulgaria. Estamos interesados, en vistas a un artículo, en seguir su ruta a través de este país. Tal vez iban de peregrinaje, pero no estamos seguros.
– Entiendo -dijo Stoichev. Sus ojos eran más luminosos y cautelosos que nunca-. ¿Está fechada la carta? ¿Puede hablarme un poco de su contenido, o decirme quién la escribió, si
lo sabe, dónde la encontró, a quién iba dirigida…? En fin, ese tipo de cosas.
– Desde luego -dije-. De hecho, hemos traído una copia. La carta original está en eslavo, y un monje de Estambul la tradujo para nosotros. El original se halla en el archivo estatal de Mehmet II. Quizá le gustaría leer la carta.
Abrí el maletín y saqué la copia, que le ofrecí, con la esperanza de que Ranov no pidiera examinarla después.
Stoichev tomó la carta y vi que sus ojos destellaban al ver las primeras líneas.
– Interesante -dijo, y ante mi decepción la dejó sobre la mesa. Tal vez, al final, no iba a ayudarnos, ni siquiera a interpretar la carta-. Querida -dijo a su sobrina-, creo que no podemos examinar cartas antiguas sin ofrecer a estos invitados algo de comer y beber.
¿Quieres traernos rakiya y alguna cosa para picar?
Señaló con la cabeza en dirección a Ranov.
Irina se levantó enseguida, sonriente.
– Desde luego, tío -dijo en un inglés precioso. Esta casa no paraba de darme sorpresas, pensé-. Pero alguien tendría que ayudarme a subirlo.
Miró apenas a Ranov, y el hombre se levantó al tiempo que se alisaba el pelo.
– Será un placer para mí ayudar a la joven -dijo, y bajaron juntos. Ranov ruidosamente, mientras Irina le hablaba en búlgaro.
En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Stoichev se inclinó hacia delante y leyó la carta con voraz concentración. Cuando terminó, nos miró. Su rostro había perdido diez años, pero también estaba tenso.
– Esto es extraordinario -dijo en voz baja. Nos levantamos, guiados por el mismo
instinto, para sentarnos cerca de él, al extremo de la mesa-. Me asombra ver esta carta.
– ¿Sí…? -pregunté ansioso-. ¿Tiene idea de qué puede significar?
– Un poco. -Los enormes ojos de Stoichev me miraron con intensidad-. Verán -
añadió-, yo también tengo una carta del hermano Kiril.
Recordaba muy bien la estación de autobuses de Perpiñán, donde había estado con mi padre el año anterior, esperando que un polvoriento autobús nos condujera al pueblo. El vehículo frenó y Barley y yo subimos. Nuestro viaje hasta Les Bains, por anchas carreteras rurales, también me era familiar. Los pueblos que atravesamos estaban bordeados de árboles bajos y cuadrados. Árboles, casas, campos, coches antiguos, todo parecía hecho del mismo polvo, una nube de caféaulait que lo cubría todo.
El hotel de Les Bains seguía tal como lo recordaba, con sus cuatro plantas de albañilería, sus rejas de hierro y jardineras con flores en las ventanas. Me descubrí añorando a mi padre, falta de respiración al pensar que pronto le veríamos, tal vez dentro de breves minutos. Por una vez fui yo quien guió a Barley, empujé la pesada puerta y dejé la bolsa delante del mostrador de recepción con sobre de mármol. Claro que aquel mostrador se me antojó alto y digno en extremo, y me sentí tímida de nuevo, por lo que tuve que hacer un esfuerzo para decir al anciano enjuto sentado detrás que tal vez mi padre estaba alojado en el hotel. No recordaba al hombre de nuestra anterior visita, pero tenía paciencia, y al cabo de un momento dijo que, en efecto, había un monsieur extranjero de ese nombre alojado, pero la cié, la llave, no estaba, de modo que debía de haber salido. Nos enseñó el gancho vacío. Mi corazón dio un vuelco, y otro al cabo de un momento, cuando un hombre del que me acordaba abrió la puerta que había detrás del mostrador. Era el jefe de comedor del pequeño restaurante, ágil, elegante y con prisas. El anciano le detuvo con una pregunta, y el hombre se volvió hacia mí étonné, tal como dijo enseguida, asombrado de ver a la joven aquí, y de lo mucho que había crecido, tan adulta y tan adorable. ¿Y su… amigo?
– Cousin -dijo Barley.
Pero monsieur no había dicho que su hija y su sobrino se reunirían con él, qué agradable sorpresa. Todos debíamos cenar en el restaurante aquella noche. Pregunté dónde estaba mi padre, si alguien lo sabía, pero no hubo suerte. Se había marchado temprano, aclaró el anciano, tal vez para dar un paseo matutino. El jefe de comedor dijo que el hotel estaba lleno, pero si necesitábamos habitaciones él se encargaría de ello. ¿Por qué no subíamos a la habitación de mi padre y dejábamos nuestras bolsas allí? Mi padre había tornado una suite con una bonita vista y un pequeño salón. Él, el jefe de comedor, nos daría l'autre clé y nos prepararía café. Mi padre volvería pronto. Aceptamos de buena gana sus sugerencias.
El ascensor chirriante nos subió con tal lentitud que me pregunté si era el propio jefe de comedor el que estaría tirando de la cadena en el sótano.
La suite de mi padre era espaciosa y agradable, y me habría gustado hasta el último detalle de no haber experimentado la incómoda sensación de que estaba invadiendo su refugio sagrado por tercera vez en una semana. Peor fue la repentina visión de la maleta de mi padre, sus ropas tiradas por la habitación, su estuche de piel gastada con los útiles de afeitar, sus zapatos buenos. Había visto estos objetos tan sólo unos días antes, en su habitación de la casa de Master James en Oxford, y su familiaridad me afectó.
Pero otra sorpresa eclipsó a ésta. Mi padre era un hombre ordenado por naturaleza.
Cualquier habitación o despacho que habitara, por poco tiempo que fuera, era un modelo de pulcritud y discreción. Al contrario que muchos solteros, viudos o divorciados a los que conocí más tarde, mí padre jamás se hundía en aquel estado que impulsa a los hombres solitarios a dejar caer el contenido de sus bolsillos sobre las mesas y cómodas, o a almacenar su ropa en pilas sobre el respaldo de las butacas. Nunca había visto las posesiones de mí padre en aquel desorden absoluto. La maleta estaba a medio deshacer al lado de la cama. Al parecer, había buscado algo en ella y sacado una o dos prendas, dejando un reguero de calcetines y camisetas en el suelo. Su chaqueta de lona estaba tirada sobre la cama. De hecho, se había cambiado de ropa con muchas prisas y había depositado su traje,hecho un guiñapo, junto a la maleta. Se me ocurrió que tal vez el culpable no era mi padre, que habían registrado la habitación durante su ausencia. Pero el guiñapo de su traje, arrojado como una piel de serpiente al suelo, me hizo pensar lo contrario. Sus zapatos de excursión no estaban en el lugar acostumbrado de la maleta y las hormas de cedro que guardaba dentro de ellos estaban tiradas a un lado. No cabía duda de que se había marchado con la mayor prisa del mundo.
Cuando Stoichev nos dijo que tenía una carta del hermano Kiril, Helen y yo nos mirarnos asombrados.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella por fin.
Stoichev dio unos golpecitos sobre la copia de Turgut con dedos nerviosos.
– Tengo un manuscrito que me regaló en 1924 mi amigo Atanas Angelov. Describe una parte diferente del mismo viaje, estoy seguro. No sabía que existía más documentación de esos viajes. De hecho, mi amigo murió de repente al poco de dármelo, pobre hombre.
Esperen…
Se levantó y perdió el equilibrio con las prisas, de manera que Helen y yo saltarnos para sujetarle si se caía. No obstante, se enderezó sin ayuda y entró en una de las habitaciones más pequeñas, y nos indicó con gestos que le siguiéramos y esquiváramos las montañas de libros que la invadían. Examinó los estantes, y luego sacó una caja, que le ayudé a bajar. De ella extrajo una carpeta de cartón atada con un cordel deshilachado. La miró durante un largo minuto, como paralizado, y luego suspiró.
– Es el original, como pueden ver. La firma…
Nos inclinamos sobre la carpeta y vi, con el vello de los brazos y la nuca erizado, un
nombre en cirílico que hasta yo supe descifrar, Kiril, y el año: 6985. Miré a Helen, y ella se mordió el labio. El nombre borroso del monje era terriblemente real, como el hecho de que en un tiempo había estado tan vivo como nosotros y había acercado la pluma al pergamino con una mano tibia y viva.
Stoichev parecía casi tan reverente como yo, aunque debía ver cada día manuscritos similares.
– Lo he traducido al búlgaro -dijo al cabo de un momento, y sacó una hoja de papel cebolla mecanografiada. Nos sentamos-. Se la intentaré leer.
Carraspeó y nos leyó una tosca pero competente versión de una carta que, desde entonces, ha sido traducida muchas veces.
Su Excelencia, monseñor abad Eupraxius:
Tomo la pluma para cumplir la tarea que, en vuestra sabiduría, me habéis encomendado y para referiros los pormenores de nuestra misión. Ojalá pueda hacerles justicia, así como a vuestros deseos, con la ayuda de Dios. Esta noche dormiremos cerca de Virbius, a dos jornadas de viaje de vos, en el monasterio de San Vladimir, donde los hermanos nos han dado la bienvenida en vuestro nombre. Tal como ordenasteis, fui solo a ver al señor abad y le hablé de nuestra misión en el mayor secreto, sin que hubieran novicios o criados presentes. Ha ordenado que nuestra carreta permanezca cerrada a cal y canto en los establos, dentro del patio, con dos guardias elegidos entre los monjes y otros dos de nuestro grupo. Confío en que encontremos a menudo tanta comprensión y diligencia, al menos hasta que entremos en territorio de los infieles. Tal como ordenasteis, deposité un libro en manos del abad, acompañado de vuestras instrucciones, y vi que lo guardaba al punto, sin abrirlo delante de mí.
Los caballos están cansados después de la ascensión a través de las montañas, y dormiremos aquí otra noche después de ésta. Los oficios celebrados en la iglesia nos han reconfortado, y en ella se conservan dos iconos de la Virgen purísima, los cuales han obrado milagros no hace ni ochenta años. Uno de ellos todavía conserva las lágrimas milagrosas que lloró por un pecador, y ahora se han convertido en perlas de una rara belleza. Hemos ofrecido ardientes plegarias para que nos proteja en nuestra misión, arribar sanos y salvos a la gran ciudad, e incluso en la capital del enemigo encontrar un refugio desde el cual intentar cumplir nuestra misión.
Humildemente vuestro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Hermano Kiril
Abril, año de Nuestro Señor de 6985
Creo que Helen y yo apenas respiramos mientras Stoichev leía en voz alta. Traducía lenta y metódicamente, y con no poca destreza. Estaba a punto de lanzar una exclamación, convencido de la indudable relación entre las dos cartas, cuando un ruido de pies en la escalera de madera nos hizo alzar la vista.
– Ya vuelven -dijo Stoichev en voz baja. Guardó la carta y las nuestras en su escondite-. ¿Les han asignado como guía al señor Ranov?
– Sí -me apresuré a decir-. Parece demasiado interesado en nuestro trabajo. Hemos de contarle muchas más cosas sobre nuestra investigación, pero son de carácter privado y además…
Hice una pausa.
– ¿Peligroso? -preguntó Stoichev, y volvió su maravilloso rostro envejecido hacia
nosotros.
– ¿Cómo lo ha adivinado?
No pude ocultar mi estupor. Hasta el momento, no habíamos hablado de nada que implicara peligro.
– Ah. -Meneó la cabeza, y capté en su suspiro unos abismos de experiencia y pesar impenetrables-. Yo también debería contarles algunas cosas. No esperaba ver otra de esas cartas. Hablen con el señor Ranov lo menos posible.
– No se preocupe. -Helen sacudió la cabeza y se miraron un segundo con una sonrisa.
– Silencio -dijo Stoichev en voz baja-. Ya me encargaré yo de que podamos volver a hablar.
Irina y Ranov entraron en la sala de estar con ruido de platos. Ella empezó a disponer nuestros vasos y una botella de líquido ambarino. Ranov la siguió a continuación con una hogaza de pan y un plato de judías blancas. Sonreía, y parecía casi domesticado. Ojalá hubiera podido dar las gracias a la sobrina de Stoichev. Acomodó a su tío en su silla y nos obligó a tomar asiento, y me di cuenta de que la excursión de la mañana me había despertado un hambre terrible.
– Por favor, honorables invitados, considérense bienvenidos.
Stoichev abarcó la mesa con un ademán, como si perteneciera al emperador de Constantinopla. Irina sirvió brandy (sólo el olor habría podido matar a un animal pequeño) y él brindó por nosotros, con su sonrisa de dientes amarillos amplia y sincera.
– Brindo por la amistad entre los estudiosos de todo el mundo. Todos devolvimos el brindis con entusiasmo, salvo Ranov, quien alzó su vaso con ironía y paseó su mirada entre nosotros.
– Que su erudición sirva para aumentar los conocimientos del Partido y del pueblo -dijo, y me dedicó una breve reverencia. Esto estuvo a punto de acabar con mi apetito. ¿Estaba hablando en general o quería mejorar los conocimientos del Partido por mediación de algo en particular que nosotros sabíamos? De todos modos, le devolví la inclinación y bebí mi rakiya. Decidí que la única manera de beberlo era de golpe, y un agradable calor sustituyó enseguida a la quemadura de tercer grado que recibí en la garganta. Basta de este brebaje, pensé, no fuera que Ranov acabara cayéndome bien.
– Me alegra tener la oportunidad de hablar con alguien interesado en nuestra historia medieval -me dijo Stoichev-. Tal vez a usted y a la señorita Rossi les gustaría asistir a una fiesta en conmemoración de dos de nuestras grandes figuras medievales. Mañana es el día de Kiril y Methodii, creadores del gran alfabeto eslavo. El hermano Cirilo y el hermano Metodio. Ustedes lo llaman alfabeto cirílico, ¿verdad? Nosotros decimos kirilitsa, por Kiril, el monje que lo inventó.
Me quedé confuso un momento, pensando en nuestro hermano Kiril, pero cuando Stoichev volvió a hablar, comprendí su intención y lo sobrado de recursos que andaba.
– Esta tarde voy a estar ocupado escribiendo -dijo-, pero si quieren volver mañana, algunos de mis antiguos estudiantes vendrán a la fiesta, y entonces podré hablarles más de Kiril.
– Es usted muy amable -dijo Helen-. No queremos abusar demasiado de su tiempo, pero será un honor reunirnos con usted. ¿Es eso posible, camarada Ranov?
Ranov no pasó por alto el «camarada» y la miró ceñudo por encima de su segundo vaso de licor.
– Por supuesto -dijo-. Si es así como desean llevar a cabo la investigación, será un placer ayudarles.
– Muy bien -dijo Stoichev-. Nos reuniremos aquí a eso de la una y media. Irina
preparará una buena comida. Siempre se forma un grupo muy agradable. Conocerán a algunos estudiosos cuyo trabajo les interesará.
Le dimos las gracias y obedecimos la invitación de Irina a comer, aunque observé que Helen también se abstenía de seguir bebiendo rakiya. Cuando terminamos de comer, se levantó al instante y todos la imitamos.
– No le cansaremos más, profesor -dijo, y tomó su mano.
– En absoluto, querida mía. -Stoichev le estrechó la mano, pero me pareció que estaba cansado-. Ardo en deseos de volver a verlos mañana.
Irina nos acompañó a la puerta una vez más, atravesando el jardín y el huerto.
– Hasta mañana -dijo sonriente, y añadió algo en búlgaro, tras lo cual Ranov se alisó el pelo antes de ponerse el sombrero.
– Es una chica muy guapa -comentó complacido mientras caminábamos hacia su coche.
Helen puso los ojos en blanco.
Hasta la noche no pudimos disponer de unos minutos a solas. Ranov se había despedido después de una interminable cena en el deprimente comedor del hotel. Helen y yo subimos a pie juntos (el ascensor volvía a estar averiado) y después nos demoramos en el pasillo, cerca de mi habitación, momentos de dulzura robados a nuestra peculiar situación. En cuanto calculamos que Ranov ya se había marchado, bajamos, paseamos hasta un café cercano y nos sentamos bajo los árboles.
– Alguien nos está vigilando aquí también -dijo Helen en voz baja cuando nos sentamos junto a una mesa metálica. Dejé el maletín sobre mi regazo. Ya no quería dejarlo debajo de una mesa. Helen sonrió-. Pero al menos aquí no hay micrófonos como en mi habitación.
O la tuya. -Alzó la vista hacia las verdes ramas-. Tilos -dijo-. Dentro de un par de meses estarán cubiertos de flores. La gente preparará infusiones con las hojas en casa, y también aquí, probablemente. Cuando te sientas a una mesa al aíre libre, has de limpiarla antes, porque las flores y el polen caen por todas partes. Huelen a miel, muy dulces y frescas.
Hizo un rápido movimiento, como si apartara a un lado miles de flores de color verde claro.
Tomé su mano y le di la vuelta para ver su palma, surcada por gráciles líneas. Confié en que le auguraran larga vida y buena suerte, ambas compartidas conmigo.
– ¿Qué deduces de que esa carta se halle en poder de Stoichev?
– Podría significar un golpe de suerte para nosotros -musitó-. Al principio pensé que era una pieza más de un rompecabezas histórico, una pieza maravillosa, pero ¿cómo iba a ayudarnos? No obstante, cuando Stoichev adivinó que nuestra carta era peligrosa, abrigué la esperanza de que supiera algo importante.
– Yo también -admití-, pero pensé que sólo consideraba dicha información sensible desde un punto de vista político, como gran parte de su obra, porque está relacionada con la historia de la Iglesia.
– Lo sé -suspiró Helen-. Podría significar tan sólo eso.
– Lo cual bastaría para que no quisiera hablar de ello en presencia de Ranov.
– Sí. Tendremos que esperar a mañana para saber lo que significa. -Enlazó sus dedos con los míos-. La espera de cada día significa una agonía para ti, ¿verdad?
Asentí poco a poco.
– Si conocieras a Rossi… -dije, y me callé.
Tenía los ojos clavados en los míos, y echó hacia atrás un mechón que se había liberado de las horquillas. El gesto fue tan triste que confirió mayor fuerza a sus siguientes palabras.
– Empiezo a conocerle gracias a ti.
En aquel momento una camarera con blusa blanca se acercó y preguntó algo. Helen se volvió hacia mí.
– ¿Qué podemos beber?
La camarera nos miró con curiosidad, seres que hablábamos un idioma extranjero.
– ¿Qué sabes pedir? -pregunté a Helen.
– Chai -dijo, y nos señaló a los dos con el dedo-. Té, por favor. Molya.
– Aprendes deprisa -dije mientras la camarera desaparecía en la trascocina.
Helen se encogió de hombros.
– He estudiado un poco de ruso. El búlgaro se parece mucho. Cuando la camarera regresó con nuestro té, Helen lo removió con semblante sombrío.
– Me tranquiliza tanto alejarme de Ranov que casi no puedo soportar la idea de volver a verle mañana. No sé cómo vamos a llevar a cabo una investigación seria si nos pisa los talones.
– Ojalá supiera si sospecha algo de nuestra investigación. Me sentiría mejor -confesé-. Lo más raro es que me recuerda a alguien conocido, pero debo de sufrir amnesia.
Miré el rostro grave y adorable de Helen, y en aquel instante sentí que mi cerebro buscaba algo, que aleteaba en el borde de un acertijo, y no era la cuestión del posible gemelo de Ranov. Estaba relacionado con el rostro de Helen en el crepúsculo, con el acto de levantar mi té para beber y la extraña palabra que yo había elegido. Mi mente ya había revoloteado antes sobre ese punto, pero esta vez la idea se abrió paso a raudales.
– Amnesia -dije-. Helen… Amnesia, Helen.
– ¿Qué?
Frunció el ceño, perpleja.
– ¡Las cartas de Rossi! -casi grité. Abrí mi maletín tan deprisa que nuestro té se derramó sobre la mesa-. ¡Su carta, el viaje a Grecia!
Me tomó varios minutos localizar el maldito documento, y luego el párrafo, y después leerlo en voz alta a Helen, cuyo rostro se fue ensombreciendo poco a poco.
– ¿Te acuerdas de la carta en que contaba que había ido a Grecia, a Creta, después de que le robaran el mapa en Estambul, y que su suerte había cambiado para mal? -Agité la página ante sus narices-. Escucha esto: «Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente».
– Oh, Dios mío -dijo Helen en voz baja.
– «Dejé que un desconocido me invitara a un trago de algo llamado amnesia» -repetí, procurando no alzar la voz-. ¿Quién demonios crees que era el desconocido? Por eso Rossi olvidó…
– Olvidó… -Helen parecía hipnotizada por la palabra-. Olvidó Rumanía…
– Sí, olvidó que había estado allí. En sus cartas a Hedges decía que volvía a Grecia desde Rumanía, para pedir prestado un poco de dinero y participar en una excavación arqueológica…
– Y se olvidó de mi madre -terminó Helen, con voz casi inaudible.
– Tu madre -coreé, con la repentina imagen de la mujer en la puerta de su casa, mientras nos veía marchar-. No era que no quisiera volver. Se olvidó de todo. Y por eso me dijo que no siempre podía acordarse con claridad de sus investigaciones.
Helen estaba pálida, con la mandíbula tensa, los ojos llenos de lágrimas.
– Le odio -dijo en voz baja, y supe que no se refería a su padre.
A la mañana siguiente, nos presentamos en casa de Stoichev a la una y media en punto.
Helen apretó mi mano, indiferente a la presencia de Ranov, que hasta parecía de buen humor. Fruncía el ceño menos que de costumbre, y se había puesto un grueso traje marrón que aún no habíamos visto. Desde el otro lado de la cancela oímos el sonido de conversaciones y carcajadas, y nos llegó el olor a humo de leña y deliciosa carne a la brasa.
En el caso de que pudiera apartar de mi mente todo pensamiento relacionado con Rossi, yo también podría sentirme de buen humor. Me había asaltado la intuición de que, precisamente ese día, sucedería algo que me ayudaría a encontrarle, y decidí celebrar la festividad de Kiril y Metodio con el mayor entusiasmo posible.
Vimos en el patio grupos de hombres y algunas mujeres congregados bajo el emparrado.
Irina se afanaba detrás de la mesa, llenaba platos y servía vasos de aquel potente líquido ambarino. Cuando nos vio, avanzó hacia nosotros con los brazos extendidos, como si ya fuéramos viejos amigos. Nos estrechó la mano a Ranov y a mí y besó a Helen en las mejillas.
– Me alegro mucho de que hayan venido. Gracias -dijo-. Mi tío no ha podido dormir ni comer desde que estuvieron ayer aquí. Díganle que ha de comer, por favor.
Su bello rostro mostraba preocupación.
– No se preocupe -dijo Helen-. Haremos lo posible por convencerle.
Encontramos a Stoichev concediendo audiencia bajo los manzanos. Alguien había
dispuesto un círculo de sillas, y él estaba sentado en la más ancha con varios hombres más jóvenes a su alrededor.
– Ah, hola -exclamó, y se puso en pie con cierta dificultad. Los demás se levantaron al instante para ayudarle, y esperaron para saludarnos-. Bienvenidos, amigos míos. Voy a presentarles a mis otros amigos. -Indicó con un gesto débil las caras que le rodeaban-. Algunos estudiaban conmigo antes de la guerra, y han tenido la gentileza de venir a verme.
Muchos de esos hombres, con sus camisas blancas y trajes oscuros gastados, sólo eran jóvenes si se los comparaba con Ranov. La mayoría eran cincuentones, como mínimo.
Sonrieron y nos estrecharon la mano con cordialidad, y uno se inclinó para besar la mano de Helen con cortesía formal. Me gustaron sus ojos oscuros y vivos, sus serenas sonrisas con destellos de dientes de oro.
Irina se acercó por detrás. Dio la impresión de que animaba a todo el mundo a sentarse una vez más, pues al cabo de un momento nos descubrirnos transportados hasta las mesas preparadas bajo el emparrado entre una oleada de invitados. Allí descubrimos un aparador que crujía bajo el peso de los platos acumulados, y también el origen del maravilloso olor,
un cordero entero que se estaba asando sobre un pozo abierto en el patio, cerca de la casa.
La mesa estaba cubierta de platos de barro cocido con ensalada de patatas, tomates y pepinos, queso blanco desmenuzado, hogazas de pan dorado, bandejas de los mismos pasteles rellenos de queso que habíamos tomado en Estambul. Había guisos de carne, cuencos de yogur fresco, berenjenas y cebollas a la brasa. Irina no dejó de animarnos para que nos sirviéramos hasta que nuestros platos pesaron tanto que casi no los pudimos cargar, y nos siguió hasta el pequeño huerto con vasos de rakiya.
Entretanto, los estudiantes de Stoichev estaban compitiendo entre si para ver quién le llevaba más comida, y llenaron su vaso hasta el borde. El hombre se puso en pie poco a poco. Los asistentes pidieron silencio a gritos, y después el erudito pronunció un breve discurso, en el que capté los nombres de Kiril y Metodio, así como el mío y el de Helen.
Cuando terminó, los congregados prorrumpieron en vítores: «¡Stoichev! ¡Za zdraveto na profesor Stoichev! ¡Nazdrave!» Los aplausos se sucedieron. Todo el mundo estaba contento por Stoichev. Todo el mundo se volvió hacia él con una sonrisa y un vaso alzado, y algunos con lágrimas en los ojos. Recordé a Rossi, cuando había escuchado con modestia los vítores y discursos que celebraban su vigésimo aniversario en la universidad. Desvié la vista con un nudo en la garganta. Observé que Ranov deambulaba bajo el emparrado con un vaso en la mano.
Cuando los congregados se acomodaron de nuevo para comer y charlar, Helen y yo nos encontramos sentados en lugares de honor al lado de Stoichev. Sonrió y nos señaló con la cabeza.
– Me complace sobremanera que hayan podido reunirse con nosotros. Ésta es mi festividad favorita. Tenemos muchos santos en el calendario eclesiástico, pero éste es el más querido por profesores y alumnos, porque en este día honramos la herencia eslava del alfabeto y la literatura, y a los profesores y alumnos que durante muchos siglos han aprovechado el legado de Kiril y Metodio, y de su gran invención. Además, en este día todos mis alumnos y colegas favoritos vuelven para interrumpir el trabajo de su viejo profesor. Y yo les agradezco de todo corazón esta interrupción.
Paseó su mirada a su alrededor con una sonrisa afectuosa y dio una palmada en el hombro a su colega más cercano. Vi con una punzada de pesar lo frágil que era su mano, delgada y casi transparente.
Al cabo de un rato, los estudiantes de Stoichev empezaron a dispersarse, o bien en
dirección a la mesa, donde acababan de cortar el cordero, o a pasear por el jardín en grupos de dos y tres. En cuanto se marcharon, Stoichev se volvió hacia nosotros con expresión perentoria.
– Vengan -dijo-. Vamos a hablar mientras podamos. Mi sobrina ha prometido mantener ocupado al señor Ranov lo máximo posible. He de decirles algunas cosas, y tengo entendido que ustedes tienen mucho que contarme.
– Desde luego.
Acerqué mi silla a la de él y Helen hizo lo mismo.
– Antes que nada, amigos míos -dijo Stoichev-, he leído con la máxima atención la carta que me dejaron ayer. Aquí tienen su copia. -La sacó del bolsillo del pecho-. Se la doy para que la guarden a buen recaudo. La he leído muchas veces, y creo que fue escrita por la misma mano que redactó la carta que obra en mi poder. El hermano Kiril, fuera quien fuera, escribió ambas. No puedo examinar el original, por supuesto, pero si esta copia es fidedigna, el estilo de escritura es el mismo, y los nombres y las fechas coinciden. Creo que existen pocas dudas de que estas cartas formaban parte de la misma correspondencia, y de que o bien fueron enviadas por separado, o fueron separadas en circunstancias que nunca sabremos. Debo comunicarles otras reflexiones, pero primero han de contarme algo más acerca de su investigación. Tengo la impresión de que no han venido a Bulgaria para estudiar la historia de nuestros monasterios. ¿Cómo encontraron esta carta?
Le dije que habíamos iniciado la investigación por motivos que me costaba explicar, porque no parecían muy racionales.
– Usted dijo que había leído obras del profesor Bartholomew Rossi, el padre de Helen.
Desapareció hace poco en extrañas circunstancias.
Resumí con la mayor rapidez y claridad posibles mi descubrimiento del libro del dragón, la desaparición de Rossi, el contenido de las cartas y las copias de los extraños mapas que habíamos traído, así como nuestras indagaciones en Estambul y Budapest, incluyendo la canción tradicional y la xilografía con la palabra Ivireanu que habíamos visto en la biblioteca universitaria de Budapest. Sólo callé el secreto de la Guardia de la Media Luna.
No me atreví a sacar ningún documento de mi maletín con tanta gente a mi alrededor, pero le describí los tres mapas y el parecido del tercero con el dragón de los libros. Escuchó con suma paciencia e interés, con el ceño fruncido bajo su fino cabello blanco y los ojos muy abiertos. Sólo me interrumpió una vez, para pedirme con urgencia una descripción más exacta de los libros del dragón, el mío, el de Rossi, el de Hugh James, el de Turgut.
Comprendí que, debido a sus conocimientos sobre manuscritos y publicaciones antiguas, los libros debían poseer un interés muy peculiar para él.
– Tengo el mío aquí -añadí, y toqué el maletín posado sobre mi regazo.
Se sobresaltó y me miró fijamente.
– Me gustaría ver ese libro lo antes posible -dijo.
Pero lo que parecía interesarle más era el descubrimiento de Turgut y Selim: las cartas del hermano Kiril iban dirigidas al abad del monasterio de Snagov, en Valaquia.
– Snagov -susurró. Su cara anciana se había teñido de púrpura, y me pregunté por un momento si iba a perder el conocimiento-. Tendría que haberlo adivinado. ¡Pensar que he guardado esa carta en mi biblioteca durante treinta años!
Yo también aguardaba la oportunidad de preguntarle dónde había encontrado su carta.
– Existen bastantes pruebas de que los monjes que integraban el grupo del hermano Kiril viajaron desde Valaquia hasta Constantinopla antes de venir a Bulgaria -dije.
– Sí. -Meneó la cabeza-. Siempre pensé que describía el viaje de un grupo de monjes que peregrinaban desde Constantinopla a Bulgaria. Nunca caí en la cuenta… Maxim Eupraxius, el abad de Snagov… -Casi parecía absorto en sus cavilaciones, que desfilaban por su rostro expresivo como vendavales y le hacían parpadear sin cesar-. Y esta palabra que encontró, Ivireanu, y también el señor Hugh James, en Budapest…
– ¿Sabe lo que significa? -pregunté ansioso.
– Sí, sí, hijo mío. -Daba la impresión de que Stoichev estaba mirando a través de mí sin verme-. Es el nombre de Antim Ivireanu, un erudito e impresor de Snagov, de finales del siglo diecisiete, muy posterior a Vlad Tepes. He leído cosas sobre la obra de Ivireanu. Se hizo muy famoso entre los eruditos de su tiempo, y atrajo a muchos visitantes ilustres a Snagov. Imprimió los Evangelios en rumano y árabe, y su imprenta fue, muy probablemente, la primera de Rumanía. Pero, Dios mío, tal vez no fue la primera, si los libros del dragón son mucho más antiguos. ¡Debo enseñarles muchas cosas! -Sacudió la cabeza con ojos desorbitados-. Vamos a mis aposentos. Deprisa.
Helen y yo miramos a nuestro alrededor.
– Ranov está ocupado con Irina -dije en voz baja.
– Sí. -Stoichev se puso en pie-. Entraremos en la casa por esta puerta lateral. Dense prisa, por favor.
No hacía falta animarnos. La expresión de su cara habría bastado para acompañarle a escalar un pico. Subió la escalera con gran esfuerzo y le seguimos poco a poco. Se sentó a descansar frente a la gran mesa. Observé que estaba sembrada de libros y manuscritos que no había visto el día anterior.
– Nunca he poseído excesiva información sobre esa carta, ni las demás -dijo Stoichev cuando recuperó el aliento.
– ¿Las demás? -preguntó Helen, sentada a su lado.
– Sí. Hay dos cartas más del hermano Kiril. Con la mía y la de Estambul, en total son cuatro. Hemos de ir al monasterio de Rila cuanto antes para ver las demás. Reunirlas constituirá un descubrimiento increíble. Pero no es eso lo que quiero enseñarles. Nunca establecí ninguna relación…
Una vez más, dio la impresión de que estaba demasiado estupefacto para seguir hablando.
Al cabo de un momento, entró en una habitación y volvió con un volumen forrado con papel, que resultó ser una antigua revista cultural impresa en Alemania.
– Yo tenía un amigo… -Enmudeció-. ¡Ojalá hubiera vivido para ver este día! Ya les hablé de él. Se llamaba Atanas Angelov. Sí, era historiador, especializado en la historia de Bulgaria, y uno de mis primeros profesores. En 1923 estaba efectuando algunas investigaciones en la biblioteca de Rila, uno de nuestros mayores depósitos de documentos medievales. Descubrió un manuscrito del siglo quince. Estaba escondido dentro de la cubierta de madera de un infolio del siglo dieciocho. Quería publicar ese manuscrito. Es la crónica de un viaje desde Valaquia a Bulgaria. Murió mientras estaba tomando notas, y yo terminé la obra y la publiqué. El manuscrito continúa en Rila… Pero yo nunca supe… -Se mesó la cabeza con una mano frágil-. Vengan, deprisa. Está publicado en búlgaro, pero yo les traduciré los fragmentos más importantes.
Abrió la descolorida revista con una mano temblorosa, y su voz también tembló mientras nos resumía el descubrimiento de Angelov. El artículo había sido escrito a partir de las notas de Angelov, y desde entonces el documento había sido publicado en inglés, con muchas actualizaciones e interminables notas a pie de página. Pero ni siquiera ahora puedo mirar la versión publicada sin ver el rostro envejecido de Stoichev, los mechones de pelo cayendo sobre las orejas protuberantes, los grandes ojos clavados en la página con ardiente concentración y, por encima de todo, su voz vacilante.
LA «CRÓNICA» DE ZACARÍAS DE ZOGRAPHOU
Por Atanas Angelov y Anton Stoichev
INTRODUCCIÓN
La «Crónica» de Zacarías como documento histórico Pese a tratarse de una obra inacabada, la «Crónica» de Zacarías, en la que está intercalado el «Relato de Stefan el Errabundo», es una fuente documental importante que confirma las rutas que utilizaban los peregrinos cristianos en los Balcanes durante el siglo XV, y aporta información sobre el destino del cadáver de Vlad III Tepes de Valaquia, a quien durante mucho tiempo se creyó enterrado en el monasterio del lago Snagov (en la Rumania actual).
También nos proporciona información excepcional sobre los neomártires valacos (si bien no conocemos con seguridad la nacionalidad de los monjes de Snagov, a excepción de
Stefan, el protagonista de la «Crónica»). Sólo existe constancia documental de siete
neomártires de origen valaco, y no se sabe de ninguno que fuera martirizado en Bulgaria.
La obra carece de título, y se la conoce con el nombre de «Crónica»; fue escrita en eslavo en 1479 o 1480 por un monje llamado Zacarías, en el monasterio búlgaro del monte Azos, Zographou. Zographou, «el monasterio del pintor», fue fundado en el siglo X y adquirido por la Iglesia búlgara en la década de 1220. Se halla emplazado cerca del centro de la península de Azonite. Al igual que el monasterio serbio de Hilandar y el Panteleimon ruso, la población de Zographou no se limitaba a la nacionalidad que lo respaldaba. Esto, y la falta de información acerca de Zacarías, imposibilita determinar los orígenes de este monje.
Podría haber sido búlgaro, serbio, ruso o tal vez griego, aunque el hecho de que escribiera en eslavo aboga por un origen eslavo. La «Crónica» sólo nos dice que nació en el siglo XV y que el abad de Zographou tenía en gran estima su talento, puesto que le eligió para escuchar la confesión de Stefan el Errabundo en persona y para dejar constancia de ella en vistas a un importante propósito burocrático y tal vez teológico.
Las rutas de viaje mencionadas por Stefan en su relato corresponden a varias rutas de peregrinación bien conocidas. Constantinopla era el destino final de los peregrinos valacos, así como de todo el mundo cristiano oriental. Valaquia, y en particular el monasterio de Snagov, constituía también un centro de peregrinación, y no era raro que un peregrino eligiera una ruta que discurriera entre Snagov y Azos. El hecho de que los monjes atravesaran Haskovo camino de la región de Bachkovo indica que debieron de tomar una ruta terrestre desde Constantinopla, viajando a través de Edirne (en la Turquía actual) hasta penetrar en el sureste de Bulgaria. Los puertos habituales de la costa del mar Negro les habrían dejado demasiado al norte para hacer escala en Haskovo.
La aparición de los destinos tradicionales de peregrinación en la «Crónica» de Zacarías suscita la pregunta de si el relato de Stefan documenta una peregrinación. Sin embargo, los dos presuntos motivos de las andanzas de Stefan (el exilio de la ciudad conquistada de Constantinopla después de 1453 y el transporte de reliquias y la búsqueda de un «tesoro» en Bulgaria después de 1476) convierten su relato en una variación de la clásica crónica de un peregrino. Además, únicamente el hecho de que Stefan haya marchado de Constantinopla siendo un monje recién ordenado parece motivado por el deseo de visitar lugares santos en países extranjeros.
Un segundo tema sobre el que la «Crónica» arroja luz son los últimos días de Vlad III de Valaquía (1428?-1476), conocido popularmente como Vlad Tepes el Empalador o Drácula. Si bien varios autores contemporáneos del personaje refieren sus campañas contra los otomanos, así como sus esfuerzos por reconquistar y retener el trono de Valaquia, ninguno explica con detalle el asunto de su muerte y entierro. Vlad III hizo generosas contribuciones al monasterio de Snagov, tal como testimonia el relato de Stefan, y reconstruyó su iglesia. Es muy probable que también solicitara ser enterrado allí, de acuerdo con la tradición de los fundadores y principales donantes de todo el mundo ortodoxo.
En la «Crónica», Stefan afirma que Vlad visitó el monasterio en 1476, el último año de su vida, tal vez unos meses antes de morir. Ese año, el trono de Vlad III se hallaba sometido a una tremenda presión por parte del sultán otomano Mehmet II, con quien Vlad había guerreado de manera intermitente desde 1460. Al mismo tiempo, su permanencia en el trono de Valaquia estaba amenazada por un contingente de sus boyardos, dispuestos a apoyar a Mehmet si planeaba una nueva invasión de Valaquia.
Si la «Crónica» de Zacarías es fiel a lo ocurrido, Vlad III hizo una visita a Snagov, de la que no queda constancia, la cual debió representar un enorme peligro para su vida. La «Crónica» informa de que Vlad llevó un tesoro al monasterio. El que lo hiciera con grave riesgo para su persona indica la importancia que para él tenía Snagov. Debía ser muy consciente de las constantes amenazas a su vida, tanto por parte de los otomanos como de su principal rival valaco durante ese período, Basarab Laiota, quien se apoderó del trono de Valaquia por poco tiempo tras la muerte de Vlad. Como no iba a obtener ningun rédito político de su visita a Snagov, parece razonable pensar que Snagov era importante para Vlad III por motivos personales o espirituales, tal vez porque pensaba convertirlo en su lugar de descanso eterno. En cualquier caso, la «Crónica» de Zacarías confirma que prestó una especial atención a Snagov en las postrimerías de su vida.
Las circunstancias de la muerte de Vlad III son muy confusas, y se han visto ensombrecidas aún más por leyendas populares contradictorias y ensayos baratos. A finales de diciembre de 1476 o principios de enero de 1477, le tendieron una emboscada, probablemente obra de una parte del ejército turco destacado en Valaquia, y murió en la escaramuza posterior.
Algunas tradiciones sostienen que le mataron sus propios hombres, que le confundieron con un oficial turco cuando trepó a una colina para gozar de una panorámica mejor de la batalla.
Una variante de esta leyenda asegura que algunos de sus hombres estaban buscando la oportunidad de asesinarle, en castigo por su desmedida crueldad. La mayoría de fuentes que atestiguan su muerte coinciden en que el cadáver de Vlad fue decapitado y su cabeza enviada al sultán Mehmet en Constantinopla como prueba de que su gran enemigo había caído.
En cualquier caso, según el relato de Stefan, algunos hombres de Vlad III continuaron siéndole fieles, pues se arriesgaron a transportar el cadáver a Snagov. Durante mucho tiempo se creyó que el cadáver decapitado había sido enterrado en la iglesia de Snagov, delante del altar.
Si hay que conceder crédito al relato de Stefan el Errabundo, el cuerpo de Vlad III fue transportado en secreto desde Snagov hasta Constantinopla, y de allí a un monasterio llamado Sveti Georgi, en Bulgaria. El propósito de esta deportación, y la naturaleza del «tesoro» que los monjes estaban buscando, primero en Constantinopla y después en Bulgaria, no está claro. El relato de Stefan afirma que el tesoro habría «acelerado la salvación del alma de este príncipe», lo cual indica que el abad debía considerarlo necesario desde un punto de vista teológico. Es posible que buscaran alguna reliquia en Constantinopla que hubiera sobrevivido a las conquistas latina y otomana. Cabe la posibilidad de que no hubiera querido aceptar la responsabilidad de destruir el cadáver en Snagov, o de mutilarlo de acuerdo con las creencias sobre la protección contra los vampiros, o de correr el riesgo de que esto fuera llevado a cabo por los aldeanos. Esta renuencia debe considerarse normal, teniendo en cuenta la posición social de Vlad y el hecho de que a los miembros del clero ortodoxo se los disuadía de participar en mutilaciones corporales.
Por desgracia, no se ha encontrado ningún lugar en Bulgaria donde se hallen enterrados los restos de Vlad III, y hasta el emplazamiento de la institución denominada Sveti Georgi, al igual que la del monasterio búlgaro de Paroria, se desconocen. Debió de ser abandonado o destruido durante la era otomana, y la «Crónica» es el único documento que arroja luz sobre su emplazamiento general. La «Crónica» afirma que recorrieron una breve distancia («no mucho más lejos») desde el monasterio de Bachkovo, situado a unos cincuenta y seis kilómetros al sur de Asenovgrad, a orillas del río Chepelarska. Es evidente que Sveti Giorgi se hallaba en la zona sur del centro de Bulgaria. Esta zona, que incluye gran parte de los montes de Ródope, se contó entre las últimas regiones búlgaras conquistadas por los otomanos. Algún territorio muy escabroso de esta parte jamás cayó por completo en manos de los invasores. El hecho de que Sveti Georgi se encontrara en estas montañas explicaría parcialmente por qué fue elegido como lugar de descanso, relativamente seguro, de los restos de Vlad III.
Pese a que la «Crónica» afirma que se convirtió en centro de peregrinación después de que los monjes de Snagov se instalaran, Sveti Georgi no aparece en otras fuentes documentales importantes del período, ni en posteriores, lo cual podría indicar que desapareció o fue abandonado poco después de la partida de Stefan. No obstante, sabemos algo de la fundación de Sveti Georgi gracias a una única copia de un typikon conservado en la biblioteca del monasterio de Bachkovo. Según este documento, Sveti Georgi fue fundado por Georgios Comneno, primo lejano del emperador bizantino Alexis I Comneno, en 1101.
La «Crónica» de Zacarías afirma que había «pocos y viejos» monjes cuando llegó el grupo de Snagov. Cabe suponer que esos escasos monjes habían respetado el régimen esbozado en el typikon, al que se sumaron los monjes valacos.
Vale la pena resaltar que la «Crónica» subraya el viaje de los valacos a través de Bulgaria de dos formas diferentes: describiendo con cierto detalle el martirio de dos de ellos a manos de oficiales otomanos y tomando nota de la atención dispensada por la población búlgara a su recorrido a través del país. No hay forma de saber el motivo de que los otomanos, en general tolerantes con las actividades religiosas cristianas en Bulgaria, consideraran a los monjes valacos una amenaza. Stefan informa por mediación de Zacarías que sus amigos fueron «interrogados» en la ciudad de Haskovo antes de ser torturados y asesinados, lo que sugiere que las autoridades otomanas creían que se hallaban en posesión de información políticamente sensible de algún tipo. Haskovo se encuentra en el sudeste de Bulgaria, una región bajo férreo dominio otomano desde el siglo XV. Lo más extraño es que a los monjes mártires se les aplicaran los castigos tradicionales otomanos por robo (amputación de manos) y por fuga (amputación de pies). La mayoría de los mártires que murieron a manos de los otomanos fueron torturados y asesinados con otros métodos. Estas formas de castigo, así como el registro de la carreta de los monjes, descrito por Stefan en su relato, dan a entender que las autoridades de Haskovo los acusaron de robo, aunque al parecer fueron incapaces de demostrar su acusación.
Stefan informa de la amplísima atención dispensada por el pueblo búlgaro a lo largo de la ruta, lo cual habría podido despertar la curiosidad de los otomanos. Sín embargo, tan sólo ocho años antes, en 1469, las reliquias de Sveti Ivan Rilski, el ermitaño fundador del monasterio de Rila, habían sido trasladadas desde Veliko Trnovo hasta una capilla de Rila, una procesión presenciada y descrita por Vladislav Gramatik en su «Narración del transporte de los restos de Sveti Ivan». Durante el traslado, oficiales turcos toleraron la atención dispensada por los aldeanos búlgaros a las reliquias, y el viaje se convirtió en un importante elemento unificador y simbólico para los cristianos búlgaros. Es probable que Zacarías y Stefan conocieran el famoso viaje de los huesos de Ivan Rilski, y es posible que Zacarías hubiera visto en Zougraphou alguna documentación escrita hacia 1479.
Esta temprana (y muy reciente) tolerancia de una procesión religiosa similar a través de Bulgaria es lo que convierte en muy significativa la preocupación por el viaje de los monjes valacos. El registro de su carreta (tal vez efectuado por oficiales de la guardia de algún bajá local) indica que cierta información sobre el propósito de su viaje había llegado a oídos de las autoridades otomanas de Bulgaria. No cabe duda de que dichas autoridades no habrían estado nada ansiosas por albergar en Bulgaria los restos de uno de sus enemigos políticos más encarnizados, ni por tolerar la veneración de dichos restos. Lo más desconcertante, no obstante, es el hecho de que al registrar la carreta no se encontrara nada, pues el relato de Stefan menciona más adelante el entierro del cadáver en Sveti Georgi. Sólo podemos especular acerca de cómo habría podido esconderse todo un cadáver (aunque decapitado), si en verdad transportaban uno.
Por fin, un punto interesante tanto para historiadores como para antropólogos es la referencia de la «Crónica» a las opiniones de los monjes de Snagov relativas a las visiones que tuvieron en la iglesia. No se pusieron de acuerdo sobre lo que había sucedido con el cadáver de Vlad III mientras lo velaban, y mencionaron diversos métodos tradicionales citados como base para la transformación de un cadáver en un muerto viviente (un vampiro), lo cual indica que creían en la posibilidad de que eso sucediera. Algunos creían haber visto un animal saltando sobre el cadáver, y otros que una fuerza sobrenatural en forma de niebla o viento había penetrado en la iglesia y provocado que el cadáver se incorporara. El caso del animal está ampliamente documentado en las leyendas populares de los Balcanes sobre la génesis de los vampiros, al igual que la creencia de que los vampiros pueden convertirse en niebla o bruma. Los monjes debían conocer la notoria sed de sangre de Vlad III, así como su posterior conversión al catolicismo en la corte del rey húngaro Matías Corvino, la primera porque era famosa en toda Valaquia y la segunda porque debía preocupar a la comunidad ortodoxa de allí (sobre todo en el monasterio favorito de V1ad, cuyo abad debía ser su confesor).
Los manuscritos La «Crónica» de Zacarías se conoce a través de dos manuscritos, Azos 1480 y R.VII.132. A este último se lo conoce también con el nombre de la «Versión Patriarcal». Azos 1480, un manuscrito incuarto redactado en escritura semiuncial, se conserva en la biblioteca del monasterio de Rila, en Bulgaria, donde fue descubierto en 1923. Primera de las dos versiones de la «Crónica», fue escrita casi con toda seguridad por el propio Zacarías en Zographou, probablemente a partir de notas tomadas junto al lecho de muerte de Stefan.
Pese a la afirmación de que «tomó nota de cada palabra», Zacarías debió escribir su copia después de trabajar mucho en la redacción. Refleja un refinamiento de estilo que no pudo ser producto del momento, y sólo contiene una corrección. Este manuscrito original debió conservarse en la biblioteca de Zographou al menos hasta 1814, puesto que el título se menciona en una bibliografía de manuscritos de los siglos XV y XVI guardados en Zographou con fecha de aquel año. Reapareció en Bulgaria en 1923, cuando el historiador búlgaro Atanas Angelov lo descubrió oculto en la cubierta de un tratado del siglo XV sobre la vida de san Jorge (Georgi 1364.21) en la biblioteca del monasterio de Rila. Angelov comprobó en 1924 que no existía ninguna copia en Zographou. No se sabe muy bien cuándo o cómo viajó este original desde Azos a Rila, si bien la amenaza de incursiones de piratas contra Azos durante los siglos XVIII y XIX tal vez haya influido en su traslado (y en el de numerosos documentos y objetos de incalculable valor) desde la Montaña Sagrada.
La segunda y única copia más conocida de la versión de la «Crónica» de Zacarías
(R.VII.132, o la «Versión Patriarcal») se guarda en la biblioteca del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, y los métodos paleográficos fijan su antigüedad a mediados o finales del siglo VVI. Es probable que se trate de una versión posterior de una copia enviada al Patriarca por el abad de Zographou, en tiempos de Zacarías. Se supone que el original de esta versión acompañaba a una carta del abad dirigida al Patriarca, en la que alertaba a éste de la posibilidad de una herejía en el monasterio búlgaro de Sveti Georgi. La carta ya no existe, pero es probable que por razones de eficacia y discreción el abad de Zographou pidiera a Zacarías que volviera a copiar su crónica para entregarla a Constantinopla, mientras el original permanecería en la biblioteca de Zographou. Entre cincuenta y cien años después de acogerla, la biblioteca del Patriarca todavía consideraba lo bastante importante la «Crónica» para conservarla mediante el expediente de volver a copiarla.
La «Versión Patriarcal», además de ser una probable copia posterior de una misiva enviada desde Zographou, difiere de Azos 1480 en otro aspecto importante: elimina parte del fragmento que reproduce lo que los monjes que velaban en la iglesia de Snagov afirmaron haber presenciado, en especial desde la frase «Un monje vio un animal» hasta la frase «el cadáver decapitado del príncipe se removió e intentó incorporarse». Es posible que este párrafo haya sido eliminado en la copia posterior con la intención de ocultar a los usuarios de la biblioteca patriarcal información innecesaria sobre la herejía descrita por Stefan, o tal vez para minimizar el contacto con supersticiones sobre el origen de los muertos vivientes, un conjunto de creencias a las que la administración eclesiástica se oponía. Es difícil fechar la «Versión Patriarcal», aunque casi con toda seguridad se trata de la copia que consta en el catálogo de la biblioteca patriarcal desde 1605.
Una última similitud, sorprendente y desconcertante, existe entre los dos manuscritos conservados de la «Crónica». Ambos fueron arrancados por una mano anónima más o menos en el mismo momento de la historia. Azos 1480 termina con «descubrí», mientras la «Versión Patriarcal» continúa con «que no era una epidemia normal, sino», y ambas han sido mutiladas pulcramente después de una línea completa. Se supone que lo eliminado es la parte del relato de Stefan que documenta una posible herejía, o alguna otra desgracia, aparecida en el monasterio de Sveti Georgi.
Si mi primer vislumbre de la casa de Stoichev me había invadido de desesperación, mi primer vislumbre del monasterio de Rila me invadió de admiración. El monasterio se asentaba en un profundo valle (casi lo ocupaba por completo en aquel punto) y sobre sus muros y cúpulas se alzaban las montañas de Rila, muy escarpadas y cubiertas de altos abetos. Ranov había aparcado su coche a la sombra, ante la puerta principal, y nosotros entramos con un grupo de turistas. Era un día caluroso y seco. Daba la impresión de que el verano de los Balcanes estaba en su apogeo, y el polvo que se elevaba del suelo remolineaba alrededor de nuestros tobillos. Las grandes puertas de madera de la cancela estaban abiertas y al entrar vimos un panorama que nunca podré olvidar. A nuestro alrededor se cernían los muros de la fortaleza-monasterio, con sus franjas negras y rojas sobre el estuco blanco y sus largas galerías de madera. Una iglesia de exquisitas proporciones ocupaba un tercio del enorme patio, con un porche repleto de frescos, y el sol de mediodía bañaba las cúpulas de color verde claro. Al lado se alzaba una torre cuadrada de piedra gris, mucho más antigua que todas las demás construcciones. Stoichev nos dijo que era la torre de Hrelyo, construida por un noble medieval para refugiarse de sus enemigos políticos. Era la única parte que quedaba del monasterio primitivo, incendiado por los turcos y reconstruido siglos después en todo su esplendor. En aquel momento las campanas de la iglesia empezaron a tañer y asustaron a una bandada de palomas, que alzaron el vuelo. Cuando las seguí con la mirada, vi los picos inimaginables que se alzaban sobre nosotros. Un día de ascensión, como mínimo. Contuve el aliento. ¿Se hallaba Rossi
cerca de aquí, en este lugar antiguo?
Helen, a mi lado con un delgado pañuelo atado alrededor del pelo, enlazó mi brazo, y recordé aquel momento en Santa Sofía, aquella noche en Estambul que ya parecía historia, pero que había sucedido tan sólo unos días antes, cuando aferró mi mano con tanta fuerza. Los otomanos habían conquistado este lugar mucho antes de apoderarse de Constantinopla.
Tendríamos que haber iniciado nuestro viaje aquí, no en Santa Sofía. Por otra parte, incluso antes de eso, las doctrinas de los bizantinos, su arte y arquitectura elegantes, habían influido desde Constantinopla a la cultura búlgara. Ahora Santa Sofía era un museo entre mezquitas, mientras este valle aislado rebosaba de cultura bizantina.
Stoichev, a nuestro lado, estaba disfrutando de nuestro asombro. Irina, con un sombrero de ala ancha, le sujetaba el brazo con firmeza. Sólo Ranov se mantenía apartado, contemplando el hermoso panorama con el ceño fruncido, y volvió la cabeza con suspicacia cuando un grupo de monjes con hábito negro pasó ante nosotros camino de la iglesia. Nos había costado mucho convencerle de que recogiera a Irina y Stoichev en su coche y los llevara. Quería que Stoichev tuviera el honor de enseñarnos Rila, dijo, pero no entendía por qué no podía tomar el autobús como el resto de los búlgaros. Reprimí el comentario de que no parecía que él, Ranov, tomara mucho el autobús. Nos impusimos por fin, si bien esto no impidió que Ranov se quejara del viejo profesor durante casi todo el trayecto desde Sofía hasta casa de Stoichev. Éste había utilizado su fama para fomentar supersticiones e ideas antipatrióticas. Todo el mundo sabía que se había negado a renunciar a su anticientífica lealtad a la Iglesia ortodoxa. Tenía un hijo que estudiaba en Alemania del Este, casi tan malo como él. Pero habíamos ganado la batalla, Stoichev podía venir con nosotros, y cuando paramos a comer en una taberna de las montañas, Irina nos susurró agradecida que habría intentado disuadir a su tío de ir si hubiesen tenido que tomar el autobús. No habría podido soportar un viaje tan duro con aquel calor.
– Esta es el ala donde los monjes todavía viven -dijo Stoichev-, y allí, en aquel lado, está la hostería donde dormiremos. Ya verán lo apacible que se está de noche, pese a todos los visitantes que recibe cada día. Este es uno de nuestros mayores tesoros nacionales, y mucha gente viene a verlo, sobre todo en verano, pero de noche vuelve a ser muy tranquilo.
Vengan -añadió-, iremos a ver al abad. Le llamé ayer y nos está esperando.
Nos guió con sorprendente vigor y miró entusiasmado a su alrededor, como si el lugar le hubiera insuflado nueva vida.
Los aposentos para audiencias del abad se hallaban en el primer piso del ala monástica. Un monje con hábito negro, de larga barba castaña, nos abrió la puerta; Stoichev se quitó el sombrero y entró primero. El abad se levantó de un banco cercano a la pared y avanzó para recibirnos. El profesor y él se saludaron con mucha cordialidad, Stoichev le besó la mano y el abad le bendijo. Era un hombre delgado y de espalda erguida, de unos sesenta años, con la barba veteada de gris y serenos ojos azules (me había sorprendido bastante comprobar que había búlgaros de ojos azules). Nos estrechó la mano a la madera moderna, y también a
Ranov, quien lo saludó con evidente desdén. Después nos indicó con un gesto que tomáramos asiento y apareció un monje con una bandeja sobre la que descansaban varios vasos, pero no llenos de rakiya en esta ocasión, sino de agua fría, acompañada por platitos de aquellas pastas con sabor a rosas que habíamos probado en Estambul. Observé que Ranov no bebía, como si temiera ser envenenado.
El abad estaba muy contento de ver a Stoichev, y pensé que la visita debía significar un placer particular para ambos. Nos preguntó por mediación de Stoichev de qué parte de Estados Unidos veníamos, si habíamos visitado otros monasterios de Bulgaria, qué podía hacer para ayudarnos, cuánto tiempo podríamos quedarnos. Stoichev habló con él un buen rato, y tradujo amablemente para que pudiéramos responder a las preguntas del abad.
Podíamos utilizar la biblioteca tanto como quisiéramos, dijo el abad, y dormir en la hostería, tendríamos que asistir a los servicios en la iglesia, podíamos ir adonde
quisiéramos, salvo a los aposentos de los monjes (esto con una leve indicación de cabeza en dirección a Helen e Irina) y no querían que los amigos del profesor pagaran por su alojamiento. Le dimos las gracias y Stoichev se puso en pie.
Una pista de la fecha de este atentado tal vez se encuentre en el catálogo de la biblioteca antes mencionado, que califica la «Versión Patriarcal» de «incompleta». Por consiguiente, podemos suponer que el final de esta versión fue arrancado antes de 1605. Sin embargo, es imposible saber si los dos actos de vandalismo tuvieron lugar en el mismo período, si uno inspiró el otro a un lector mucho más tardío, o hasta qué punto eran similares los finales de ambos documentos. La fidelidad de la «Versión Patriarcal» al manuscrito de Zographou, con la excepción del párrafo del velatorio mencionado antes, indica que la historia debía terminar igual, o al menos de una forma muy parecida, en las dos versiones. Además, el hecho de que la «Versión Patriarcal» fuera mutilada, pese a la eliminación del párrafo que habla de los acontecimientos sobrenaturales acaecidos en la iglesia de Snagov, apoya la idea de que terminaba con una descripción de la herejía o brote maligno de Sveti Georgi.
Hasta la fecha no se ha encontrado otro ejemplo, entre los manuscritos medievales de los Balcanes, de mutilación sistemática de dos copias del mismo documento separadas por cientos de kilómetros de distancia.
Ediciones y traducciones La «Crónica» de Zacarías de Zographou ha sido publicada dos veces con anterioridad. La primera edición fue una traducción griega, con un breve comentario, incluida en la Historia de las iglesias bizantinas, de Xanthos Constantinos, de 1849. En 1931 el Patriarcado Ecuménico imprimió un folleto del original eslavo. Atanas Angelov, quien descubrió la versión de Zographou en 1923, pensaba publicarlo con abundantes comentarios, pero su muerte en 1924 truncó el proyecto. Algunas de sus notas fueron publicadas a título póstumo en Balkanski istoricheski pregled, en 1927.
LA «CRÓNICA» DE ZACARÍAS DE ZOGRAPHOU
Esta historia me la contó a mí, Zacarías el Penitente, mi hermano en Cristo Stefan el Errabundo de Tsarigrad. Llegó a nuestro monasterio de Zographou en el año 6987 [1479].
Nos relató los extraños y maravillosos acontecimientos de su vida. Stefan el Errabundo tenía cincuenta y tres años de edad cuando llegó a nosotros, un hombre sabio y piadoso que había visto muchos países. Demos gracias a la Santa Madre por haberle guiado hasta nosotros desde Bulgaria, adonde había ido con un grupo de monjes desde Valaquia y padecido muchos sufrimientos a manos del turco infiel, además de haber presenciado el martirio de dos de sus amigos en la ciudad de Haskovo.
Sus hermanos y él transportaron unas reliquias de maravilloso poder a través de los países infieles. Con estas reliquias se internaron en las tierras de los búlgaros y se hicieron famosos en todo el país, de modo que los hombres y mujeres cristianos salían a los caminos cuando pasaban para hacerles reverencias o besar los costados de la carreta. Y estas reliquias fueron transportadas al monasterio llamado de Sveti Georgi y expuestas a la adoración. Aunque el monasterio era pequeño y retirado, acudieron muchos peregrinos que venían de los monasterios de Rila y Bachkovo, o del sagrado Azos. Pero Stefan el Errabundo era el primero que había estado en Sveti Georgi, según supimos después.
Cuando llevaba viviendo con nosotros algunos meses, se comentó que no hablaba de este monasterio de Sveti Georgi, aunque contaba muchas historias de otros lugares santos que había visitado, para que así nosotros, que siempre habíamos vivido en un mismo país, pudiéramos conocer algunos prodigios de la Iglesia de Cristo en diferentes países. Así, nos habló en una ocasión de la maravillosa capilla construida en una isla de la bahía de Maria, en el mar de los venecianos, una isla tan pequeña que las olas lamen sus cuatro muros, y del monasterio de Sveti Stefan, también sito en una isla, a dos días de distancia hacia el sur, donde él adoptó el nombre de su patrón y renunció al suyo. Nos contó esto y muchas cosas más, incluyendo que había visto monstruos horribles en el mar de Mármol.
Y nos hablaba muy a menudo de las iglesias y monasterios de la ciudad de Constantinopla antes de que las tropas infieles del sultán las profanaran. Nos describió con reverencia sus milagrosos iconos, de incalculable valor, como la imagen de la Virgen en la gran iglesia de Santa Sofía y su icono velado en el santuario de Blachernae. Había visto la tumba de san Juan Crisóstomo y de los emperadores y la cabeza del bendito san Basilio en la iglesia del Panachrantos, así como numerosas reliquias santas más. Qué suerte para él y para nosotros,
destinatarios de sus relatos, que cuando todavía era joven hubiera abandonado la ciudad para errar de nuevo, de manera que estaba muy lejos de ella cuando el demonio Mahoma erigió en las cercanías una fortaleza inexpugnable con el propósito de atacar la ciudad, y poco después derribó las grandes murallas de Constantinopla y mató o esclavizó a sus habitantes. Después, cuando Stefan se encontraba muy lejos y se enteró de la noticia, lloró con el resto de la cristiandad por la ciudad mártir.
Y trajo consigo a nuestro monasterio libros raros y maravillosos a lomos de su caballo, los cuales coleccionaba y de los que extraía inspiración divina, pues dominaba el griego, el latín, el eslavo y tal vez algunas lenguas más. Nos contó todas estas cosas y depositó sus libros en nuestra biblioteca para darle gloria eterna, como así fue, aunque la mayoría sólo supiéramos leer en un único idioma, y algunos ni siquiera eso. Hizo estos regalos diciendo que él también había terminado sus viajes y se quedaría para siempre, al igual que sus libros, en Zographou.
Sólo yo y otro hermano comentamos que Stefan no hablaba de su estancia en Valaquia, excepto para decir que había sido novicio allí, y tampoco habló mucho del monasterio búlgaro llamado Sveti Georgi hasta el fin de sus días. Porque cuando llegó a nosotros ya fiebres en sus miembros, y al cabo de menos de un año nos dijo que esperaba inclinarse muy pronto ante el trono del Salvador si aquel que perdona a todos los verdaderos penitentes podía olvidar sus pecados. Cuando yacía en su última enfermedad, pidió confesión a nuestro abad, porque había presenciado horrores en cuya posesión no podía morir, y su confesión impresionó muchísimo al abad, que me pidió que tomara nota de ella después de rogar a Stefan que la repitiera, porque él, el abad, deseaba enviar una carta al respecto a Constantinopla. A ello procedí con diligencia y sin error,
sentado junto al lecho de Stefan y escuchando con el corazón henchido de terror la historia que el enfermo me narró, tras lo cual recibió la sagrada comunión y murió mientras dormía.
Fue enterrado en nuestro monasterio.
El relato de Stefan de Snagov, transcrito fielmente por Zacarías el Penitente Yo, Stefan, tras años de errar y después de la pérdida de la amada y santa ciudad donde nací, Constantinopla, fui en busca de reposo al norte del gran río que separa Bulgaria de Dacia. Recorrí la llanura y después las montañas, y encontré al fin el camino que conduce al monasterio que se halla en la isla del lago Snagov, un hermosísimo lugar apartado y defendible. El buen abad me dio la bienvenida y me senté a la mesa con monjes tan humildes y dedicados a la oración como todos los que había encontrado en mis viajes. Me llamaron hermano y compartieron conmigo su comida y su bebida, y me sentí más en paz en el seno de su devoto silencio de lo que había estado en muchos meses. Como trabajaba con ahínco y obedecía humildemente todas las instrucciones del abad, pronto me concedió permiso para quedarme con ellos. Su iglesia no era grande, pero sí de una belleza sin parangón, y sus famosas campanas resonaban sobre el agua.
Esta iglesia y su monasterio habían recibido la máxima ayuda y protección del príncipe de aquella región, Vlad hijo de Vlad Dracul, quien por dos veces fue expulsado de su trono por el sultán y otros enemigos. También estuvo mucho tiempo encarcelado por Matías Corvino, rey de los magiares. Este príncipe Drácula era muy valiente, y en el curso de sus incesantes combates saqueó o recuperó muchas de las tierras que los infieles habían robado, y donó al monasterio parte del botín, y siempre deseaba que rezáramos por él y su familia y su seguridad personal, cosa que hacíamos. Algunos monjes susurraban que había pecado por exceso de crueldad, y que también se había permitido convertirse al cristianismo mientras era prisionero del rey magiar. Pero el abad no quería oír ní una palabra mala sobre él, y más de una vez le había ocultado con sus hombres en el refugio de la iglesia cuando otros nobles deseaban encontrarle y darle muerte.
En el último año de su vida, Drácula vino al monasterio, tal como había hecho con
frecuencia en tiempos anteriores. Yo no le vi, porque el abad me había enviado a mí y a otro monje a otra iglesia para hacer un recado. Cuando regresé, me enteré de que el príncipe Drácula había estado allí y dejado nuevos tesoros. Un hermano, quien comerciaba con los campesinos de la región para procurarnos vituallas, y que había oído muchas historias en la campiña, susurró que Drácula tanto podía obsequiar un saco de orejas y narices como uno lleno de tesoros. pero cuando el abad se enteró de este comentario, le castigó severamente.
Así, nunca ví a Drácula en vida, pero sí lo vi muerto, tal como informaré al punto.
Unos cuatro meses más tarde nos enteramos de que había sido rodeado en una batalla y asesinado por soldados infieles, no sin antes matar a más de cuarenta de ellos con su gran espada. Tras su muerte, los soldados del sultán le cortaron la cabeza y se la llevaron para enseñarla a su amo.
Los hombres del campamento del príncipe Drácula sabían todo esto, y aunque muchos se escondieron después de su muerte, algunos trajeron la noticia y su cadáver al monasterio de Snagov, tras lo cual huyeron. El abad lloró cuando vio que izaban el cuerpo de la barca y rezó en voz alta por el alma del príncipe Drácula y para que Dios nos protegiera, porque la Media Luna del enemigo se estaba acercando en demasía. Ordenó que el cadáver fuera expuesto en la iglesia.
Fue una de las cosas más espantosas que he visto en mi vida, aquel cadáver sin cabeza con manto púrpura y rodeado de muchas velas parpadeantes. Le velamos por turnos durante tres días y tres noches. Yo participé en el primer velatorio, y la paz reinaba en la iglesia, salvo por el espectáculo del cuerpo mutilado. Todo fue bien en el segundo velatorio, al menos eso dijeron los monjes que velaron aquella noche. Pero la tercera noche algunos de los hermanos, agotados, se durmieron, y algo ocurrió que hinchió de terror el corazón de los demás. Más tarde no se pusieron de acuerdo en qué sucedió, pues cada uno había visto algo
diferente. Un monje vio que un animal saltaba desde las sombras de los bancos sobre el ataúd, pero no supo describir la forma del animal. Otros sintieron una ráfaga de viento o vieron una espesa niebla penetrar en la iglesia, que apagó muchas velas, y juraron por santos y ángeles, y en especial por los arcángeles Mijail [Miguel] y Gabriel que, en la oscuridad, el cadáver decapitado del príncipe se removió y trató de incorporarse. Los hermanos profirieron grandes gritos de terror en la iglesia y toda la comunidad se despertó.
Los monjes, cuando salieron corriendo, relataron lo que habían visto con grandes
disensiones entre ellos.
Entonces apareció el abad, y vi a la luz de la antorcha que estaba muy pálido y aterrado por las historias que contaban, y se persignó muchas veces. Recordó a todos los presentes que el alma de este noble estaba en nuestras manos y que debíamos actuar en consecuencia. Nos guió hasta el interior de la iglesia, volvió a encender las velas y vimos que el cadáver estaba tan inmóvil como antes en su ataúd. El abad ordenó que registráramos la iglesia, pero no encontramos ningún animal o demonio en sus rincones. Después pidió que nos calmáramos y fuéramos a nuestras celdas, y cuando llegó la hora del primer servicio, se celebró como de costumbre y reinó la serenidad.
Pero a la noche siguiente reunió a ocho monjes y me concedió el honor de incluirme entre ellos. Dijo que sólo íbamos a fingir enterrar el cadáver del príncipe en la iglesia, pero en realidad debíamos alejarlo de inmediato de este lugar. Dijo que sólo revelaría a uno de nosotros, en secreto, dónde deberíamos transportarlo y por qué, de modo que la ignorancia protegería a los demás, y así lo hizo. Seleccionó a un monje que había estado con él muchos años, y dijo a los demás [de nosotros] que le siguiéramos con obediencia y no hiciéramos preguntas.
De esta manera yo, que no había pensado volver a viajar nunca más, me convertí en viajero de nuevo y recorrí una larga distancia, pues entré con mis compañeros en mi ciudad natal, que se había convertido en la sede del reino de los infieles, y vi que muchas cosas habían cambiado. La gran iglesia de Santa Sofía se había transformado en mezquita y no pudimos entrar. Muchas iglesias habían sido destruidas, o habían permitido que se desmoronaran, y otras se habían convertido en casas de adoración para los turcos, incluso el Panachrantos.
Allí descubrí que estábamos buscando un tesoro capaz de acelerar la salvación del alma de este príncipe, y que dicho tesoro ya había sido puesto a buen recaudo, arrostrando grandes peligros, por dos monjes santos y valientes del monasterio de San Salvador, y sacado en secreto de la ciudad. Pero algunos jenízaros del sultán sospechaban, y por ello corríamos peligro y tuvimos que marcharnos en su busca, esta vez en dirección al antiguo reino de los búlgaros.
Mientras atravesábamos el país, tuve la impresión de que algunos búlgaros ya conocían nuestra misión, pues cada vez salían más y más de ellos a los caminos, se inclinaban en silencio ante nuestra procesión, y algunos nos seguían durante muchas leguas, tocaban nuestra carreta con las manos o la besaban. Durante este viaje ocurrió algo terrible. Cuando atravesábamos la ciudad de Haskovo, algunos guardias de la ciudad nos detuvieron por la fuerza y con ásperas palabras. Registraron nuestra carreta, afirmando que descubrirían lo que llevábamos, y encontraron dos bultos que abrieron. Cuando vieron que era comida, los infieles la tiraron a la carretera encolerizados y detuvieron a dos de los nuestros. Los buenos monjes clamaron su inocencia, pero sólo consiguieron enfurecer a los malvados, así que les cortaron las manos y los pies y pusieron sal en sus heridas antes de morir. Nos perdonaron la vida a los demás, pero nos expulsaron con maldiciones y latigazos. Después pudimos recuperar los miembros y cuerpos de nuestros queridos amigos y reunirlos para darles cristiana sepultura en el monasterio de Bachkovo, cuyos monjes rezaron durante muchos días por sus almas devotas.
Después de este incidente, nos sentimos muy entristecidos y aterrorizados, pero continuamos viaje, no mucho más lejos y sin incidentes, hasta el monasterio de Sveti Georgi. Los monjes, aunque eran pocos y viejos, nos dieron la bienvenida y dijeron que el tesoro que buscábamos había sido depositado allí por dos peregrinos unos meses antes, y que todo iba bien. No deseábamos volver a Dacia pronto después de tantos peligros, de manera que nos instalamos en el monasterio. Las reliquias que habíamos transportado fueron conservadas en secreto, y su fama se extendió entre los cristianos, que peregrinaron a Sveti Georgi, y también guardaron silencio. Durante mucho tiempo vivimos en paz en este lugar, y el monasterio creció gracias a nuestro trabajo. Pronto, no obstante, una epidemia se desencadenó en los pueblos cercanos, aunque al principio no afectó al monasterio. Después descubrí [que no se trataba de una plaga normal, sino de]
[En este punto el manuscrito está cortado o desgarrado.]
Cuando Stoichev terminó, Helen y yo guardamos silencio durante un par de minutos. Él sacudió la cabeza, y después se pasó una mano por la cara como si se estuviera despertando de un sueño. Por fin, Helen habló.
– Es el mismo viaje… Ha de ser el mismo viaje.
Stoichev se volvió hacia ella.
– Yo también lo creo. Fueron los monjes del hermano Kiril quienes transportaron los restos de Vlad Tepes.
– Y esto significa que, a excepción de los dos que fueron asesinados por los otomanos, llegaron al monasterio de Bulgaria sanos y salvos. Sveti Georgi… ¿Dónde está?
Era la pregunta que yo más deseaba formular, de entre todos los enigmas que me
acuciaban. Stoichev se llevó la mano a la frente.
– Ojalá lo supiera -murmuró-. Nadie lo sabe. No hay ningún monasterio llamado Sveti Georgi en la región de Bachkovo, y no hay pruebas de que existiera. Sveti Georgi es uno de los diversos monasterios medievales de Bulgaria de los que conocemos su existencia, pero que desaparecieron durante los primeros siglos del yugo otomano. Lo más probable es que fuera quemado, y las piedras esparcidas o utilizadas para construir otros edificios. -Nos miró con tristeza-. Si los otomanos tenían algún motivo para odiar o temer a ese monasterio, lo más probable es que fuera destruido por completo. Sin duda, no permitieron que fuera reconstruido, como el monasterio de Rila. En un tiempo estuve muy interesado en descubrir el emplazamiento de Sveti Georgi. -Guardó silencio un momento-. Después de que mi amigo Angelov muriera, durante un tiempo intenté continuar su investigación. Fui al Bachkovski manastir, hablé con los monjes y pregunté a mucha gente de la región, pero nadie sabía nada de un monasterio llamado Sveti Georgi. Nunca lo encontré en ninguno de los mapas antiguos que examiné. Me he preguntado a veces si Stefan dio a Zacarías un nombre falso. Pensé que, al menos, correría una leyenda entre los habitantes de la región, si las reliquias de alguien tan importante como Vlad Drácula hubieran sido enterradas allí.
Quería ir a Snagov, antes de la guerra, para ver qué podía averiguar en ese lugar…
– De haberlo hecho, habría conocido a Rossi, o al menos a aquel arqueólogo… Georgescu -dije.
– Tal vez. -Me dirigió una sonrisa extraña-. Si Rossi y yo nos hubiéramos encontrado, quizás habríamos podido sumar nuestros conocimientos antes de que fuera demasiado tarde.
Me pregunté si se refería a antes de la revolución búlgara, antes de que se exiliara aquí, pero no quise preguntar. No obstante, un segundo después explicó sus palabras.
– Interrumpí mi investigación con bastante brusquedad. El día en que regresé de la región de Bachkovo, con un viaje a Rumanía ya maduro en mi mente, entré en mi apartamento de Sofía y vi una escena pavorosa.
Hizo otra pausa y cerró los ojos.
– Intento no pensar en ese día. Antes debo decirles que tenía un pequeño apartamento cerca de Rimskaya stena, la muralla romana de Sofía, un lugar muy antiguo, y que me gustaba por la historia de la ciudad que lo rodeaba. Había salido a comprar comestibles y había dejado mis papeles y libros sobre Bachkovo y otros monasterios abiertos sobre la mesa. Cuando volví, vi que alguien había removido todas mis cosas, sacado libros de los estantes y registrado mi gabinete. En el escritorio, encima de mis papeles, había un pequeño reguero de sangre. Ya saben, como una página manchada de tinta… -Se interrumpió y nos miró fijamente-. En mitad del escritorio había un libro que nunca había visto.
De pronto, se levantó, entró en la otra habitación y le oímos ir de un lado a otro, moviendo libros de sitio. Tendría que haberme levantado para ayudarle, pero me quedé petrificado y miré a Helen, que también parecía paralizada.
Al cabo de un momento, Stoichev volvió con un grueso infolio en los brazos. Estaba
encuadernado en piel desgastada. Lo dejó delante de nosotros y vimos que lo abría con manos vacilantes y nos enseñaba, sin palabras, las numerosas páginas en blanco y la gran imagen del centro. El dragón parecía más pequeño, porque las páginas del infolio, más grandes, dejaban considerable espacio alrededor, pero era sin lugar a dudas la misma xilografía, incluido el borrón que había observado en el de Hugh James. Había otro borrón en el borde amarillento, cerca de las garras del dragón. Stoichev lo indicó, pero parecía tan sobrecogido por alguna emoción (desagrado, miedo) que por un momento pareció olvidarse de hablarnos en inglés.
– Kr’v -dijo-. Sangre.
Me acerqué. No cabía duda de que la mancha color pardo era una huella digital.
– Dios mío. -Me estaba acordando de mi pobre gato, y de Hedges, el amigo de Rossi-.
¿Había algo o alguien más en la habitación? ¿Qué hizo cuando vio la escena?
– No había nadie en la habitación -dijo en voz baja-. Había cerrado la puerta con llave, y todavía lo estaba cuando volví, entré y vi la terrible escena. Llamé a la policía, miraron por todas partes y al final…, ¿Cómo se dice…? Ellos analizaron una muestra de la sangre y llevaron a cabo comparaciones. Descubrieron con facilidad de quién era.
– ¿De quién?
Helen se inclinó hacia delante.
Stoichev bajó todavía más la voz, de modo que yo también tuve que inclinarme para oírle.
El sudor perlaba su cara arrugada.
– Era mía -dijo.
– Pero…
– No, claro que no. Yo no había estado allí, pero la policía pensó que todo había sido un montaje mío. Lo único que no coincidía era la huella dactilar. Dijeron que nunca habían visto una huella humana parecida. Tenía muy pocas líneas. Me devolvieron el libro y los papeles y me ordenaron que pagara cierta cantidad por intentar tomarle el pelo a la ley. Casi perdí mi empleo de profesor.
– ¿Abandonó su investigación? -pregunté.
Stoichev alzó sus delgados hombros en un gesto de impotencia.
– Es el único proyecto que no he continuado. Habría seguido adelante, incluso entonces, de no ser por esto. -Volvió poco a poco hasta la segunda hoja del volumen-. Por esto – repitió, y en la página vi una sola palabra escrita, con letra hermosa y arcaica, en tinta antigua y desvaída.
Ya conocía lo bastante el famoso alfabeto cirílico para descifrarla, aunque la primera letra se me resistió un segundo. Helen la leyó en voz alta.
– STOICHEV -susurró-. Encontró su propio nombre en el libro. Debió ser horrible.
– Sí, mi propio nombre, y con una letra y una tinta que eran claramente medievales.
Siempre he lamentado abandonar el proyecto, pero tenía miedo. Pensé que podría ocurrirme algo… como lo que le pasó a su padre, madame.
– Tenía buenos motivos para tener miedo -dije al viejo estudioso-. Pero esperemos que no sea demasiado tarde para el profesor Rossi.
El hombre se enderezó en su silla.
– Sí, siempre que podamos localizar Sveti Georgi. Primero, hemos de ir a Rila y examinar las demás cartas del hermano Kiril. Como ya he dicho, nunca las había relacionado con la «Crónica» de Zacarías. No guardo copias aquí, y las autoridades de Rila no han permitido su publicación, aunque varios historiadores, incluido yo, han solicitado permiso. Además, hay alguien en Rila con quien me gustaría que hablaran. Aunque tal vez no les sirva de ayuda.
Dio la impresión de que Stoichev iba a añadir algo más, pero en aquel momento oímos pasos vigorosos en la escalera. Intentó levantarse, y después me dirigió una mirada suplicante. Me apoderé del libro del dragón y me fui a la habitación de al lado, donde lo escondí como pude detrás de una caja. Me reuní con Stoichev y Helen a tiempo de ver que Ranov abría la puerta de la biblioteca.
– Ah -dijo-. Un congreso de historiadores. Se está perdiendo su propia fiesta, profesor.
– Examinó con descaro los libros y papeles diseminados sobre la mesa, y por fin levantó la antigua revista de la que Stoichev nos había leído fragmentos de la «Crónica» de Zacarías-. ¿Es éste el objeto de su atención? -Casi sonrió-. Tal vez debería leerlo yo también para cultivarme. Hay muchas cosas que no sé de la Bulgaria medieval. Y su muy atractiva sobrina no está tan interesada en mí como yo pensaba. Le he hecho una proposición muy seria en el extremo más bonito de su jardín y se ha resistido bastante.
Stoichev enrojeció, enfurecido, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero ante mi sorpresa fue Helen quien le salvó.
– Mantenga alejadas sus sucias manos burocráticas de esa chica -dijo mirando a Ranov a los ojos-. Ha venido para molestarnos a nosotros, no a ella.
Le toqué el brazo para advertirle de que no encolerizara al hombre. Lo último que
necesitábamos era un desastre político, pero Ranov y ella se limitaron a cruzar una mirada larga y contenida y después los dos desviaron la vista.
Entretanto Stoichev se había recuperado.
– Sería muy útil para la investigación de estos visitantes que les facilitara viajar a Rila – dijo a Ranov con calma-. A mí también me gustaría viajar con ellos. Será un honor para mí enseñarles la biblioteca.
– ¿Rila? -Ranov sopesó la revista-. Muy bien. Ésa será nuestra siguiente excursión. Tal vez sea posible pasado mañana. Le enviaré un mensaje, profesor, para informarle de cuándo podría reunirse con nosotros allí.
– ¿No podríamos ir mañana? -pregunté intentando aparentar la mayor indiferencia.
– Así que tenemos prisa, ¿eh? -Ranov enarcó las cejas-. Hace falta tiempo para arreglar todo eso.
Stoichev asintió.
– Esperaremos con paciencia, y los profesores podrán disfrutar de las bellezas de Sofía hasta entonces. Ahora, amigos míos, hemos gozado de un agradable intercambio de ideas,
pero a Kiril y Metodio no les importará que también comamos, bebamos y seamos felices, como se dice. Venga, señorita Rossi -extendió su frágil mano hacia Helen, quien le ayudó a levantarse-. Déme su brazo para ir a celebrar el día de los profesores y alumnos.
Los demás invitados habían empezado a congregarse bajo el emparrado, y pronto vimos por qué: tres jóvenes estaban sacando instrumentos musicales de sus estuches y acomodándose cerca de las mesas. Un tipo larguirucho con una mata de pelo oscuro estaba probando las teclas de un acordeón blanco y plateado. Otro hombre sostenía un clarinete. Tocó algunas notas, mientras el tercer músico sacaba un tambor grande de piel y una baqueta larga con el extremo cubierto de fieltro. Se sentaron en tres sillas muy juntos e intercambiaron sonrisas,
tocaron unas notas, movieron un poco los asientos. El clarinetista se quitó la chaqueta.
Después se miraron y empezaron a tocar la música más alegre que había oído en mi vida.
Stoichev sonrió desde su trono, detrás del cordero asado, y Helen, sentada a mi lado, me apretó el brazo. Era una melodía que remolineó en el aire como un ciclón y después se adaptó a un ritmo desconocido para mí aunque irresistible en cuanto mis pies le obedecieron. Las notas brotaban de los dedos del acordeonista. Me asombró la velocidad y energía con que tocaban los tres. El sonido arrancó vítores y gritos de aliento de la multitud.
Al cabo de unos pocos minutos, algunos hombres se levantaron, se agarraron mutuamente de los cinturones por debajo de la cintura y empezaron a bailar con la misma alegría de la canción. Sus zapatos lustrosos se levantaron y patearon la hierba. Pronto se les unieron varias mujeres vestidas con recato, que bailaban con el torso inmóvil y tieso, aunque sus pies se movían con celeridad. Los rostros de los bailarines eran radiantes. Todos sonreían como si no pudieran evitarlo y los dientes del acordeonista centelleaban en respuesta. El hombre que se hallaba al frente de la hilera había sacado un pañuelo blanco y lo sostenía en alto para guiarlos, dándole vueltas sin cesar. Los ojos de Helen brillaban mucho, y daba
palmadas sobre la mesa como si no pudiera estarse quieta. Los músicos seguían tocando, mientras los demás les jaleábamos, brindábamos por ellos y bebíamos, y los bailarines no daban señales de rendirse. Por fin, la canción terminó y la fila se dispersó, mientras todos los participantes se secaban el sudor y reían a carcajadas. Los hombres fueron a llenar sus vasos y las mujeres sacaron pañuelos y se retocaron el pelo entre risas.
Entonces el acordeonista volvió a tocar, pero esta vez emitió una serie de notas vibrantes y lentas como un sollozo. Echó hacia atrás su hirsuta cabeza y exhibió los dientes al cantar.
De hecho, era una mezcla de canción y aullido, una melodía de barítono tan desgarradora que mi corazón se encogió al pensar en todas las personas que había perdido en mi vida.
– ¿Qué está cantando? -pregunté a Stoichev para disimular mi emoción.
– Es una canción muy, muy antigua. Creo que debe tener unos cuatrocientos años de antigüedad. Cuenta la historia de una hermosa doncella búlgara que es perseguida por los invasores turcos. La quieren llevar al harén del bajá local, pero ella se niega. Sube a lo alto de una montaña cercana al pueblo y galopan tras ella a lomos de sus caballos. En la cumbre hay un precipicio. Ella grita que prefiere morir antes que convertirse en amante de un infiel y se arroja al abismo. Más tarde aparece un arroyo al pie de la montaña, el agua más pura y deliciosa de aquel valle.
Helen asintió.
– En Rumanía hay canciones de tema parecido.
– Existen en todas partes donde el yugo otomano sojuzgó a los pueblos de los Balcanes – dijo Stoichev muy serio-. En la tradición popular búlgara existen miles de canciones parecidas con diversos temas. Todas son un grito de protesta contra la esclavitud de nuestro pueblo.
El acordeonista debió de pensar que ya había torturado lo bastante nuestros corazones, porque al final de la canción exhibió una sonrisa maliciosa y volvió a tocar música de baile.
Esta vez casi todos los invitados se sumaron a la hilera, que desfiló alrededor de la terraza.
Un hombre nos animó a participar, y Helen le siguió al cabo de un segundo, aunque yo seguí sentado al lado de Stoichev. Disfrutaba mirándola. Captó los pasos del baile al cabo de una breve demostración. Debía llevar en la sangre el don de la danza. Su porte poseía una dignidad innata y sus pies se movían con seguridad. Mientras observaba su forma ágil, con la blusa clara y la falda negra, su rostro radiante rodeado de rizos oscuros, estuve a punto de rezar para que ningún mal se abatiera sobre ella, con la duda de si me permitiría protegerla.
– Bien -dijo-, puesto que contamos con este amable permiso, iremos a la biblioteca.
Besó la mano del abad, inclinó la cabeza y se encaminó hacia la puerta.
– Mi tío está muy entusiasmado -nos susurró Irina-. Me ha dicho que la carta de ustedes es un gran descubrimiento para la historia de Bulgaria.
Me pregunté si la joven conocía las implicaciones de la investigación, las sombras que cubrían nuestro camino, pero me resultó imposible leer algo en su expresión. Ayudó a su tío a salir y le seguimos por las impresionantes galerías de madera que flanqueaban el patio.
Ranov nos pisaba los talones con un cigarrillo en la mano.
La biblioteca era una larga galería del primer piso, que corría casi enfrente de los aposentos del abad. En la entrada nos recibió un monje de barba negra. Era un hombre alto y enjuto, y tuve la impresión de que miraba fijamente a Stoichev antes de saludarnos con un movimiento de cabeza.
– Es el hermano Rumen -explicó el profesor-. Es el bibliotecario actual. Nos enseñará todo lo que necesitemos examinar.
Algunos libros y manuscritos se exhibían en vitrinas con etiquetas explicativas para los turistas. Me hubiera gustado echarles un vistazo, pero nos dirigimos hacia una galería más profunda, que se abría al fondo de la sala. Hacía un fresco milagroso en las profundidades del monasterio, donde ni siquiera las escasas bombillas podían expulsar la profunda oscuridad de los rincones. En este sanctasanctórum, armarios y estantes de madera estaban abarrotados de cajas y bandejas con libros. En una esquina, un pequeño templete albergaba un icono de la Virgen y el Niño, flanqueados por dos ángeles de alas rojas, con una lámpara de oro incrustada de joyas colgando ante ellos. Las antiquísimas paredes eran de estuco enlucido y el olor que nos rodeaba era el perfume familiar de pergaminos, vitela y terciopelo en estado de lenta putrefacción. Me alegró ver que Ranov tenía, al menos, la gentileza de apagar el cigarrillo antes de seguirnos al interior de esta cueva del tesoro.
Stoichev dio una patada en el suelo de piedra como si convocara espíritus.
– Aquí -dijo- están viendo el corazón del pueblo búlgaro. Aquí es donde durante cuatrocientos años los monjes conservaron nuestra herencia, con frecuencia en secreto.
Generaciones de fieles monjes copiaron estos manuscritos o los escondieron cuando los infieles atacaban el monasterio. Esto es un pequeño porcentaje del legado de nuestro pueblo. Gran parte fue destruida, por supuesto, pero estamos agradecidos por la preservación de estos restos.
Habló con el bibliotecario, quien empezó a examinar con detenimiento cajas etiquetadas de los estantes. Al cabo de unos minutos, bajó una caja de madera y sacó de ella varios volúmenes. El de encima estaba adornado con una sorprendente pintura de Cristo (al menos yo pensé que era Cristo), con una esfera en una mano y un cetro en la otra, el rostro nublado de melancolía bizantina. Ante mi decepción, las cartas del hermano Kiril no se hallaban alojadas bajo aquella gloriosa encuadernación, sino en una más sencilla que había debajo, que tenía el aspecto de hueso viejo. El bibliotecario la llevó a la mesa, Stoichev se sentó impaciente y la abrió con deleite. Helen y yo sacamos las libretas y Ranov paseó por la biblioteca como si estuviera demasiado aburrido para estar quieto.
– Recuerdo que aquí hay dos cartas -dijo Stoichev-, y no está claro si existían más o si el hermano Kiril escribió otras que no han sobrevivido. -Indicó la primera página. Estaba cubierta de una apretada caligrafía redondeada, y el pergamino era muy viejo, de un amarillo muy oscuro. Se volvió hacia el bibliotecario para preguntarle algo-. Sí -nos dijo complacido-. Los han mecanografiado en búlgaro, al igual que otros documentos raros de ese período. -El bibliotecario dejó una carpeta delante de él, y Stoichev estuvo callado un rato, mientras examinaba las páginas mecanografiadas y volvía a revisar la antigua caligrafía-. Han hecho un trabajo excelente -dijo por fin-. Se lo traduciré como mejor pueda para que tomen notas.
Y nos leyó una versión vacilante de estas dos cartas.
Vuestra excelencia, monseñor abad Eupraxius:
Estamos en el tercer día de viaje desde Laota en dirección a Vin. Una noche dormimos en el establo de un buen labriego y una noche en la ermita de San Mijail [Miguel], donde no vive ningún monje, pero que al menos nos proporcionó el refugio seco de una cueva. La última noche nos vimos obligados por primera vez a acampar en el bosque. Extendimos esteras sobre el suelo y colocamos nuestros cuerpos dentro de un círculo formado por los caballos y una carreta. Los lobos se acercaron a la noche lo suficiente para que oyéramos sus aullidos, a consecuencia de lo cual los caballos, aterrorizados, intentaron huir. Los dominamos con grandes dificultades. Ahora me siento muy reconfortado por la presencia de los hermanos Ivan y Theodosius, con su estatura y fortaleza, y bendigo vuestra sabiduría al pedirles que nos acompañaran.
Esta noche vamos a hospedarnos en casa de un pastor de cierta riqueza y también de cierta piedad. Tiene tres mil ovejas en esta región, nos dice, y vamos a dormir en sus mullidas pieles de oveja y colchones, aunque yo he elegido el suelo por ser más adecuado a nuestra devoción. Hemos salido del bosque, entre colinas que ondulan por todos lados, por las que podemos caminar sin dificultad llueva o haga sol. El buen hombre de la casa nos dice que han padecido dos veces los ataques de los infieles desde el otro lado del río, que se encuentra a tan sólo unos días a pie, si el hermano Angelus puede curarse y seguir nuestro paso. Creo que le dejaré montar en uno de los caballos, aunque el sagrado peso del que tiran ya es lo bastante grande. Por suerte, no hemos visto señales de soldados infieles en la carretera.
Vuestro humildísimo servidor en Cristo,
Hermano Kiril
Abril, año de Nuestro Señor de 6985
Vuestra Excelencia, monseñor abad Eupraxius:
Hace semanas que abandonamos la ciudad y ya estamos atravesando abiertamente territorio de los infieles. No me atrevo a poner por escrito dónde nos encontramos, por si fuéramos capturados. Tal vez tendríamos que haber elegido desplazarnos por mar, pero Dios será nuestro protector a lo largo del camino que hemos elegido. Hemos visto los restos quemados de dos monasterios y una iglesia. De la iglesia aún salía humo. Cinco monjes fueron allí ahorcados por conspirar para la rebelión y sus hermanos supervivientes se han desperdigado por otros monasterios. Ésta es la única noticia que he averiguado, pues no podemos hablar mucho rato con la gente que se acerca a nuestra carreta. Sin embargo, no existen motivos para pensar que uno de estos monasterios es el que buscamos. Veremos la señal al llegar, el monstruo igual al santo. Si os podemos enviar esta misiva, mi señor, lo haré lo antes posible.
Vuestro humilde servidor en Cristo,
Hermano Kiril
Junio, año de Nuestro Señor de 6985
Cuando Stoichev hubo terminado, guardamos silencio. Helen aún seguía tomando notas, concentrada en su trabajo, Irina estaba sentada con las manos enlazadas, Ranov se hallaba apoyado con negligencia contra una vitrina y se rascaba por debajo del cuello de la camisa.
En cuanto a mí, había desistido de apuntar los acontecimientos descritos en la carta. Helen no se dejaría ni una coma. No existían pruebas claras de un destino concreto, ni mención de tumba, ni escena de entierro… La decepción que experimentaba era casi asfixiante.
Pero Stoichev no parecía nada desanimado.
– Interesante -dijo al cabo de unos largos minutos-. Interesante. La carta enviada desde Estambul que obra en su poder debe situarse cronológicamente entre estas dos cartas. En la primera y segunda, están atravesando Valaquia en dirección al Danubio. Eso se deduce de los nombres de los lugares. Después viene su carta, que el hermano Kiril escribió en Constantinopla, tal vez con la esperanza de enviar ésa y las dos anteriores desde allí. Pero no pudo o tuvo miedo de hacerlo, a menos que éstas sean unas simples copias, cosa que no hay forma de saber. Y la última carta lleva fecha de junio. Tomaron una ruta terrestre como la que describe la «Crónica» de Zacarías. De hecho, debió de ser la misma ruta, desde Constantopla atravesando Edirne y Haskovo, porque era el camino principal entre Tsarigrad y Bulgaria.
Helen alzó la vista.
– ¿Podemos estar seguros de que esta carta describe Bulgaria?
– No podemos estar seguros por completo -admitió Stoichev-. No obstante, creo que es muy probable. Si viajaron desde Tsarigrad (Constantinopla), hasta un país en que estaban quemando iglesias y monasterios a finales del siglo quince, es muy probable que se trate de Bulgaria. Además, su carta de Estambul afirma que tenían la intención de ir a Bulgaria.
No pude reprimir mi frustración.
– Pero no hay más información sobre el emplazamiento del monasterio que estaban buscando. Incluso suponiendo que fuera Sveti Georgi.
Ranov se había sentado a la mesa con nosotros y se estaba contemplando los pulgares. Me pregunté si debería ocultarle mi interés por Sveti Georgi, pero ¿de qué otra forma íbamos a interrogar a Stoichev al respecto?
– No -asintió Stoichev-. El hermano Kiril no habría escrito el nombre de su destino en las cartas, al igual que no escribió el nombre de Snagov junto con el tratamiento de Eupraxius. Si los hubieran capturado, estos monasterios habrían sufrido más persecuciones a la larga, o al menos habrían sido registrados.
– Aquí hay una línea interesante. -Helen había terminado sus notas-. ¿Podría volver a leer eso de que la señal en el monasterio que buscaban era un monstruo igual a un santo?
¿Qué cree que significa?
Miré al instante a Stoichev. Esa línea también me había sorprendido a mí. Suspiró.
– Podría referirse a un fresco o un icono que hubiera en el monasterio, en Sveti Georgi, si ése era su destino. Es difícil imaginar qué imagen podía ser. Y aunque pudiéramos localizar Sveti Georgi, existen pocas esperanzas de que un icono del siglo XV continuara todavía intacto, sobre todo porque es muy probable que el monasterio fuera incendiado al menos una vez. No sé qué significa esa frase. Tal vez sea una referencia teológica que el abad si podía comprender, pero nosotros no, o quizá se refiere a un acuerdo secreto entre ellos. Sin embargo, no hemos de olvidarla, puesto que el hermano Kiril la nombra como la señal que les confirmará su llegada al lugar exacto.
Yo aún estaba intentando superar mi decepción. Comprendí que había abrigado la
esperanza de que las cartas contuvieran la clave definitiva de nuestra búsqueda, o al menos arrojaran algo de luz sobre los mapas que aún esperaba utilizar.
– Hay una cuestión todavía mas extraña -comenté. Stoichev se acarició la barbilla-. La carta de Estambul dice que el tesoro que buscan, tal vez una reliquia sagrada de Tsarigrad, se halla en un monasterio concreto de Bulgaria, y por eso han de ir allí. Hágame el favor de leer ese párrafo otra vez, profesor, si es tan amable.
Yo tenía frente a mí el texto de la carta de Estambul para tenerla al lado mientras
estudiábamos las demás misivas del hermano Kiril.
– Dice: «lo que buscamos ya ha sido trasladado fuera de la ciudad, a un refugio en las tierras ocupadas de los búlgaros». Éste es el párrafo -apuntó Stoichev-. La cuestión es -dio unos golpecitos con un largo índice sobre la mesa-, ¿por qué una reliquia sagrada, por ejemplo, fue sacada a escondidas de Constantinopla en 1477? La ciudad era otomana desde 1453 y la mayor parte de sus reliquias fueron destruidas durante la invasión. ¿Por qué el monasterio de Panachrantos envió una reliquia restante a Bulgaria veinticuatro años después y por qué esos monjes fueron a Constantinopla a buscar esa reliquia en particular?
– Bien, sabemos por la carta que los jenízaros estaban buscando la misma reliquia -le recordé-, de modo que también debía tener algún valor para el sultán.
Stoichev reflexionó.
– Es cierto, pero los jenízaros la buscaron después de que la sacaran del monasterio.
– Debía de ser un objeto sagrado que significaba poder político para los otomanos, así como un tesoro espiritual para los monjes de Snagov. -Helen tenía el ceño fruncido y se daba golpecitos en la mejilla con su pluma-. ¿Un libro tal vez?
– Sí -dije más animado-. Tal vez era un libro que contenía información que los
otomanos deseaban y los monjes necesitaban.
De pronto Ranov me miró fijamente desde el otro lado de la mesa.
Stoichev asintió poco a poco, pero al cabo de un segundo recordé que esto significaba desacuerdo.
– Los libros de ese período no solían contener información política. Eran textos religiosos, copiados muchas veces para su uso en los monasterios o para las escuelas islámicas o las mezquitas si eran otomanos. No es probable que los monjes hicieran un viaje tan peligroso por una copia de los Evangelios. Ya guardarían libros similares en Snagov.
– Un momento. -Helen nos miró con los ojos muy abiertos-. Esperad. Tiene que existir alguna relación con las necesidades de Snagov, con la Orden del Dragón o tal vez con el velatorio de Drácula. ¿Os acordáis de la «Crónica»? El abad quería que enterraran a Drácula en otro lugar.
– Es cierto -musitó Stoichev-. Quería que enviaran su cadáver a Tsarigrad, incluso a riesgo de que sus monjes perdieran la vida.
– Sí -dije.
Creo que estaba a punto de añadir algo más, pero Helen se volvió de repente hacía mí y sacudió mi brazo.
– ¿Qué? -pregunté, pero para entonces ella ya había recuperado por completo la calma.
– Nada -dijo en voz baja, sin mirarme a mí ni a Ranov.
Deseaba con todas mis fuerzas que nuestro guía saliera a fumar o se cansara de la
conversación para que Helen pudiera hablar con toda libertad. Stoichev le dirigió una mirada penetrante y al cabo de un momento empezó a explicar con voz monótona cómo estaban hechos los manuscritos medievales, cómo se copiaban (a veces por monjes analfabetos, con pequeños errores que se transmitían por generaciones) y cómo los eruditos modernos catalogaban las diferentes caligrafías. Me desconcertó el hecho de que se explayara hasta tal punto, aunque lo que decía me interesaba mucho. Por suerte, me quedé callado durante su disquisición, porque al fin Ranov se puso a bostezar. Se levantó y salió de la biblioteca, al tiempo que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo. En cuanto desapareció, Helen se apoderó de mi brazo de nuevo. Stoichev la miró fijamente.
– Paul -dijo con una expresión tan extraña que le rodeé los hombros con el brazo, convencido de que se iba a desmayar-. ¡Su cabeza! ¿No lo entiendes? ¡Drácula volvió a Estambul para recuperar su cabeza!
Stoichev emitió un sonido estrangulado, pero ya era demasiado tarde. Vi que el rostro anguloso del hermano Rumen se asomaba por el borde de una estantería. Había regresado en silencio a la sala, y aunque nos daba la espalda mientras guardaba algo, estaba escuchando. Al cabo de un momento, salió con sigilo otra vez, y todos guardamos silencio.
Helen y yo nos miramos, y yo me levanté para explorar las profundidades de la sala. El hombre se había ido, pero sería cuestión de tiempo que alguien (Ranov, por ejemplo) se enterara de lo que Helen acababa de decir. ¿Qué uso haría Ranov de una información como ésa?
Pocos momentos de mis años de investigación, redacción y reflexión me han producido tal acceso de clarividencia como aquel en que Helen expresó en voz alta su teoría en la biblioteca de Rila. Vlad Drácula había vuelto a Constantinopla en busca de su cabeza o, mejor dicho, el abad de Snagov había enviado su cuerpo a la capital para que se reuniera con su cabeza. ¿Lo habría solicitado Drácula por anticipado, a sabiendas de la recompensa ofrecida por su cabeza y conocedor de la propensión del sultán a exhibir las cabezas de sus enemigos al populacho? ¿O acaso el abad se había responsabilizado de la misión, al no querer que el cadáver decapitado de su protector, tal vez hereje, o peligroso, permaneciera en Snagov? Bien, un vampiro sin cabeza no podía suponer una gran amenaza (la imagen casi era cómica), pero el revuelo que había ocasionado entre sus monjes había sido suficiente para convencer al abad de que debía dar cristiana sepultura a Drácula en otro lugar. Era probable que el abad no se hubiera decidido a destruir el cuerpo de su príncipe.
¿Quién sabía qué había prometido el abad a Drácula?
Una imagen singular apareció en mi mente: el palacio de Topkapi en Estambul, por donde había paseado aquella reciente mañana de verano, y las puertas ante las que los verdugos otomanos habían exhibido las cabezas de los enemigos del sultán. La cabeza de Drácula habría merecido una de las estacas más altas, pensé: el Empalador, empalado por fin.
¿Cuánta gente habría ido a verla, la prueba del triunfo del sultán? Helen me había dicho en una ocasión que hasta los habitantes de Estambul habían temido a Drácula y les preocupaba que asolara su ciudad. Ningún campamento turco volvería a temblar ante la amenaza de su ataque. Al final, el sultán se había hecho con el control de aquella turbulenta región y podía colocar a un vasallo otomano en el trono de Valaquia, tal como deseaba desde hacía años.
Todo cuanto quedaba del Empalador era un horripilante trofeo, con los ojos arrugados, el pelo y el bigote enmarañados y aglutinados por la sangre.
Dio la impresión de que nuestro compañero estaba pensando en una imagen similar. En cuanto nos aseguramos de que el hermano Rumen había salido, Stoichev habló en voz baja.
– Sí, es muy posible, pero ¿cómo pudieron los monjes de Panachrantos sacar la cabeza de Drácula del palacio del sultán? Era un verdadero tesoro, como decía Stefan en su narración.
– ¿Cómo conseguimos los visados para entrar en Bulgaria? -preguntó Helen al tiempo que enarcaba las cejas-. Bakshish. Los monasterios eran muy pobres después de la conquista, pero algunos tal vez tenían riquezas escondidas, monedas de oro, joyas, algo capaz de tentar a los guardias del sultán.
Me pareció interesante esta observación.
– Nuestro guía de Estambul dijo que las cabezas de los enemigos del sultán eran arrojadas al Bósforo después de haber sido exhibidas durante un tiempo. Tal vez alguien de Panachrantos intervino en algún momento. Eso debió ser menos peligroso que intentar sacar la cabeza por las puertas del palacio.
– No podemos saber la verdad -dijo Stoichev-, pero creo que la teoría de la señorita Rossi es muy buena. Su cabeza es el objeto más plausible que esos monjes pudieron ir a buscar a Tsarigrad. También existe una buena razón teológica. Nuestra fe ortodoxa afirma que, en lo posible, el cuerpo ha de estar entero al morir (nosotros no practicamos la incineración, por ejemplo) porque el Día del Juicio resucitaremos en nuestros cuerpos.
– ¿Qué me dice de los santos y todas sus reliquias, diseminadas por todas partes?
pregunté vacilante-. ¿Cómo van a resucitar en su totalidad? Dejando aparte que, hace algunos años, vi cinco manos de san Francisco en Italia.
Stoichev rió.
– Los santos gozan de privilegios especiales -dijo-, pero Vlad Drácula, pese a ser un excelente exterminador de turcos, no era un santo. De hecho, Eupraxius estaba muy preocupado por su alma inmortal, al menos según el relato de Stefan.
– O por su cuerpo inmortal -subrayó Helen.
– Bien -dije-, tal vez los monjes de Panachrantos se llevaron su cabeza para enterrarla
como es debido, arriesgando sus vidas, y los jenízaros se dieron cuenta del robo y empezaron a buscarla, de manera que el abad prefirió sacarla de Estambul antes que enterrarla allí. Tal vez había peregrinos que iban a Bulgaria de vez en cuando -miré a Stoichev en busca de confirmación- y pidieron que la llevaran a enterrar a… Sveti Georgi o a algún otro monasterio búlgaro donde tuvieran contactos. Y entonces llegaron los monjes de Snagov, pero demasiado tarde para reunir el cuerpo con la cabeza. El abad de Panachrantos se enteró y habló con ellos, y los monjes de Snagov decidieron terminar su misión y continuaron camino con el cuerpo. Además, tenían que salir de la ciudad antes de que los jenízaros se interesaran por ellos.
– Una teoría estupenda. -Stoichev me sonrió-. Como ya he dicho, no lo sabemos con seguridad, porque se trata de acontecimientos que nuestros documentos sólo insinúan, pero usted ha plasmado una imagen convincente. A la larga, le alejaremos de los comerciantes holandeses.
Me ruboricé, en parte de placer y en parte de pesar, pero la sonrisa de Stoichev era cordial.
– Y después la presencia y partida de los monjes de Snagov puso en guardia a la red otomana -Helen prosiguió la posible historia y tal vez registraron los monasterios y descubrieron que los monjes se habían alojado en Santa Irene. Entonces informaron a las autoridades sobre el viaje de los monjes y la ruta que iban a seguir, quizás hacia Edirne y después hacia Haskovo. Haskovo era la primera ciudad búlgara de importancia en la que entraron los monjes, y fue allí donde fueron…, ¿cómo se dice…?, detenidos.
– Sí -concluyó Stoichev-. Las autoridades otomanas torturaron a dos de ellos para obtener información, pero aquellos dos valientes monjes no dijeron nada. Las autoridades registraron la carreta y sólo encontraron comida. Pero esto nos conduce a una pregunta: ¿por qué los soldados otomanos no encontraron el cadáver?
Vacilé.
– Quizá no estaban buscando un cadáver. Tal vez seguían buscando la cabeza. Si los jenízaros no habían averiguado gran cosa sobre el asunto en Estambul, quizá pensaron que los monjes de Snagov se habían encargado de transportar la cabeza. La «Crónica» de Zacarías dice que los otomanos se enfurecieron cuando abrieron algunos fardos y sólo encontraron comida. Puede que los monjes escondieran el cadáver en los bosques cercanos si alguien les había advertido del registro.
– O tal vez construyeron la carreta con un espacio secreto donde ocultarlo -sugirió Helen.
– Pero un cadáver huele -le recordé con brusquedad.
– Eso depende de tus creencias.
Me dirigió una mirada inquisitiva, pero encantadora.
– ¿De mis creencias?
– Sí. Un cadáver que corre el peligro de transformarse en No Muerto, o ya es un No Muerto, con lo cual no se corrompe, o se descompone con más lentitud. Cuando los aldeanos de la Europa del Este sospechaban que podía haber casos de vampirismo, exhumaban los cuerpos para verificar su estado y destruían siguiendo un ritual aquellos que no estaban tan descompuestos como cabía esperar. Es una costumbre que todavía impera.
Stoichev se estremeció.
– Una actividad peculiar. He oído hablar de ella incluso en Bulgaria, aunque ahora es ilegal, por supuesto. La Iglesia siempre ha desaprobado la profanación de tumbas y ahora nuestro Gobierno desaprueba todas las supersticiones… como puede.
Helen casi se estremeció.
– ¿Hay algo más extraño que esperar la resurrección de la carne? -preguntó, pero sonrió a Stoichev, quien también se sintió fascinado.
– Madame -dijo él-, tenemos interpretaciones muy diferentes de nuestra herencia, pero saludo su rapidez mental. Y ahora, amigos míos, me gustaría dedicar un poco de tiempo a estudiar sus mapas. Se me ha ocurrido que hay materiales en esta biblioteca que pueden sernos útiles si los leemos. Concédanme una hora. Lo que voy a hacer será pesado para ustedes, y lento de explicar para mí.
Ranov acababa de entrar en aquel momento, inquieto, y paseó la vista a su alrededor.
Confié en que no hubiera escuchado la mención a los mapas. Stoichev carraspeó.
– Tal vez quieran ir a la iglesia y admirar su belleza.
Stoichev miró de reojo un momento a Ranov. Helen comprendió al instante y se acercó a nuestro guía para embrollarle en una ligera complicación, mientras yo buscaba en el maletín y sacaba mi carpeta con copias de los mapas. Cuando vi la ansiedad con que Stoichev los cogía, mi corazón saltó de esperanza.
Por desgracia, Ranov parecía más interesado en acechar el trabajo de Stoichev y
conferenciar con el bibliotecario que en seguirnos, aunque yo deseaba con todas mis fuerzas sacárnoslo de encima.
Ranov sonrió.
– ¿Tienen hambre? Aún no es la hora de la cena. Aquí se sirve a las seis. Habrá que esperar. Tendremos que compartirla con los monjes, por desgracia.
Nos dio la espalda y empezó a estudiar un estante con volúmenes encuadernados en piel.
Helen me siguió hasta la puerta y apretó mi mano.
– ¿Vamos a dar un paseo? -dijo en cuanto estuvimos fuera.
– En este momento ya no sé qué hacer sin Ranov -dije malhumorado-. ¿De qué vamos a hablar sin él?
Ella rió, pero me di cuenta de que también estaba preocupada.
– ¿Volvemos dentro e intentamos distraerle?
– No -dije-, mejor que no. Cuanto más nos esforcemos, más se preguntará qué está mirando Stoichev. No podemos deshacernos de él como no podemos deshacernos de una mosca.
– Sería una mosca estupenda.
Helen me tomó del brazo. El sol todavía brillaba en el patio, y hacía calor cuando salimos de la sombra de los muros y galerías del inmenso monasterio. Cuando alcé la vista, vi las pendientes boscosas que rodeaban el monasterio y los picos rocosos verticales sobre ellas.
Muy en lo alto, un águila volaba en círculos. Monjes con su pesado hábito negro, gorro alto y larga barba negra iban y venían entre la iglesia y la primera planta del monasterio, barrían los suelos de las galerías de madera o estaban sentados en un triángulo de sombra cercano al porche de la iglesia. Me pregunté cómo aguantaban el calor del verano con aquellas prendas. El interior de la maravillosa iglesia me dio cierta pista. Estaba tan fresca como una casa en primavera, iluminada tan sólo por velas parpadeantes y el brillo del oro, el latón y las joyas. Las paredes interiores estaban adornadas con espléndidos frescos («Hechos en el siglo XIX», me confió Helen), y yo me detuve ante una imagen especialmente solemne, un santo de larga barba blanca y pelo blanco peinado con raya que nos miraba.
– Ivan Rilski.
Helen leyó las letras que había cerca de la aureola.
– Es el santo cuyos huesos fueron traídos aquí ocho años antes de que nuestro amigo valaco entrara en Bulgaria, ¿verdad? La «Crónica» hablaba de él.
– Sí.
Helen se plantó ante la imagen, como si pensara que iba a hablarnos si nos quedábamos allí el tiempo suficiente.
La interminable espera me estaba crispando los nervios.
– Helen -dije-, vamos a dar un paseo. Podemos subir a la montaña y disfrutar de la vista.
Si no hacía un poco de ejercicio, pensar en Rossi iba a volverme loco.
– De acuerdo -accedió ella, y me miró fijamente, como si leyera mi impaciencia-. Si no está demasiado lejos. Ranov no permitirá que nos alejemos mucho.
El camino que ascendía serpenteaba a través del espeso bosque que nos protegía del calor de la tarde casi tanto como había hecho la iglesia. Era tan estupendo librarse de Ranov siquiera por unos minutos que me limité a mecer la mano de Helen adelante y atrás mientras paseábamos.
– ¿Crees que le cuesta decidir entre nosotros y Stoichev?
– Oh, no -repuso Helen sin vacilar-. Ha encargado a otra persona que nos siga. Nos la encontraremos dentro de un rato, sobre todo si desaparecernos más de media hora. No puede con nosotros solo y ha de pegarse a Stoichev para averiguar el objetivo de nuestra investigación.
– Pareces muy segura -le dije examinando su perfil mientras andábamos por la pista de tierra. Se había echado el sombrero hacia atrás y tenía la cara un poco colorada-. No puedo imaginarme crecer en medio de tanto cinismo y bajo vigilancia constante del Estado.
Helen se encogió de hombros.
– Antes a mí no me parecía tan terrible porque no conocía nada diferente.
– Pero querías abandonar tu país y pasar a Occidente.
– Sí -dijo al tiempo que me miraba de soslayo-. Quería abandonar mi país.
Nos paramos a descansar unos minutos sobre un árbol caído cerca de la carretera.
– He estado pensando en por qué nos dejaron pasar a Bulgaria -dije. Incluso aquí, en el bosque, hablaba en voz baja.
– Y en por qué nos dejan pasear a nuestro aire. -Asintió-. ¿Te has parado a pensarlo?
– Me parece -dije poco a poco- que si no nos impiden encontrar lo que estamos
buscando, cosa que podrían hacer con toda facilidad, es porque quieren que lo encontremos.
– Bien, Sherlock. -Helen abanicó mi cara con la mano-. Estás aprendiendo mucho.
– Digamos que saben o sospechan qué estamos buscando. ¿Por qué pueden considerar valioso, incluso posible, que Vlad Drácula sea un No Muerto? -Me costó un esfuerzo decir esto en voz alta, aunque mi voz se convirtió casi en un susurro-. Me has dicho muchas veces que los gobiernos comunistas desprecian las supersticiones campesinas. ¿Por qué nos alientan así al no impedir que sigamos investigando? ¿Creen que van a obtener alguna especie de poder sobrenatural sobre el pueblo búlgaro si encontramos la tumba de Drácula aquí?
Helen meneó la cabeza.
– No. Su interés se basa en el poder, desde luego, pero siempre desde un punto de vista científico. Además, se trata del descubrimiento de algo interesante y no deben querer que un norteamericano se lleve el mérito. Piensa: ¿qué sería más poderoso para la ciencia que el descubrimiento de que los muertos pueden resucitar o pueden transformarse en No Muertos? Sobre todo para el bloque del Este, con sus grandes líderes embalsamados en sus tumbas.
La visión del rostro amarillento de Georgi Dimitrov, en el mausoleo de Sofía, destelló en mi mente.
– Entonces, aún tenemos más motivos para destruir a Drácula -dije, pero sentí que la frente se me cubría de sudor.
– Y yo me pregunto -añadió Helen en tono sombrío- si destruirle serviría de mucho en el futuro. Piensa en lo que Stalin hizo a su pueblo, en Hitler. No necesitaron vivir quinientos años para perpetrar tantos horrores.
– Lo sé -dije-. También lo he pensado.
Helen asintió.
– Lo más extraño es que Stalin admiraba sin ambages a Iván el Terrible. Dos líderes que no dudaron a la hora de aplastar y masacrar a su propio pueblo, de hacer lo que fuera necesario con el fin de consolidar su poder. ¿Y a quién crees que admiraba Iván el Terrible?
Sentí que la sangre se retiraba de mi corazón.
– Dijiste que corrían muchas historias rusas sobre Drácula.
– Sí. Exacto.
La miré fijamente.
– ¿Te imaginas un mundo en el que Stalin pudiera vivir quinientos años? -Estaba rascando una parte blanda del tronco con la uña-. ¿O tal vez eternamente?
Apreté los puños.
– ¿Crees que podemos localizar una tumba medieval sin conducir a nadie más hasta ella?
– Será muy difícil, quizás imposible. Estoy segura de que hay gente vigilándonos por todas partes.
En aquel momento, un hombre dobló un recodo del sendero. Me sobresaltó tanto su aparición que estuve a punto de blasfemar en voz alta, pero era una persona de aspecto sencillo, vestida con ropa gruesa y cargada con un puñado de ramas. Nos saludó con la mano y continuó su camino. Miré a Helen.
– ¿Lo ves? -dijo ella en voz baja.
A mitad de la subida encontrarnos un empinado saliente rocoso.
– Mira -dijo Helen-. Sentémonos aquí unos minutos.
El valle, empinado y boscoso, se hallaba directamente bajo nuestros pies, casi ocupado por los muros y tejados rojos del monasterio. Ahora vi con claridad el tamaño enorme del complejo. Formaba una estructura angular alrededor de la iglesia, cuyas cúpulas brillaban a la luz del atardecer, y la torre de Hrelyo se alzaba en su centro.
– Desde aquí se comprueba que el lugar estaba muy bien fortificado. Imagina cuántas veces lo habrán observado sus enemigos así.
– O los peregrinos -me recordó Helen-. Para ellos no sería un desafío militar, sino un destino espiritual.
Se recostó contra el tronco de un árbol y se alisó la falda. Había dejado caer el bolso, se había quitado el sombrero y subido las mangas de su blusa clara para defenderse del calor.
Un fino sudor perlaba su frente y mejillas. Su rostro albergaba la expresión que más me gustaba: estaba perdida en sus pensamientos, mirando hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, con los ojos bien abiertos y concentrados, la mandíbula firme. Por algún motivo, yo valoraba más esa mirada que las que me dirigía. Llevaba el pañuelo alrededor del cuello, aunque la marca del bibliotecario ya no era más que un hematoma, y el pequeño crucifijo destellaba debajo. Su áspera belleza me produjo una punzada, no sólo de deseo físico sino de algo muy cercano a admiración por su entereza. Era intocable, mía, pero lejana.
– Helen -dije sin coger su mano. No había tenido la intención de hablar, pero no pude contenerme-. Me gustaría preguntarte una cosa.
Ella asintió, con los ojos y los pensamientos clavados en el enorme monasterio.
– ¿Quieres casarte conmigo?
Se volvió poco a poco hacia mí, y me pregunté si estaba viendo estupor, diversión o placer en su rostro.
– Paul -dijo muy seria-, ¿cuánto hace que nos conocemos?
– Veintitrés días -admití. Comprendí entonces que no había reflexionado con
detenimiento en lo que haría si se negaba, pero era demasiado tarde para retirar la pregunta o reservarla para otro momento. Y si se negaba, no podía lanzarme al precipicio en mitad de mi búsqueda de Rossi, aunque sintiera la tentación.
– ¿Crees que me conoces?
– En absoluto -repliqué sin vacilar.
– ¿Crees que te conozco?
– No estoy seguro.
– Nos hemos tratado muy poco. Venimos de mundos diferentes por completo. -Esta vez sonrió, como para dulcificar sus palabras-. Además, siempre he pensado que no me casaría. No soy del tipo de mujer que se casa. ¿Y qué me dices de esto? -Se tocó la cicatriz del cuello-. ¿Te casarías con una mujer que lleva la marca del infierno?
– Te protegería de cualquier infierno que intentara acercarse a ti.
– ¿No sería una carga? ¿Cómo podríamos tener hijos -su mirada era dura y directa- sabiendo que esta contaminación podría llegar a afectarles?
Me costó hablar debido al nudo que sentía en la garganta.
– Entonces, ¿contestas que no, o puedo pedírtelo en otro momento?
Su mano (no podía imaginar vivir sin esa mano, con sus uñas cuadradas, la piel suave sobre el hueso duro) se cerró sobre la mía y pensé por un momento que no tenía un anillo que ofrecerle.
Helen me miró muy seria.
– La respuesta es que me casaré contigo, por supuesto.
Después de semanas de búsqueda inútil de la otra persona a la que más quería, me quedé demasiado estupefacto por la facilidad de este descubrimiento para hablar o para besarla.
Seguimos sentados en silencio, contemplando los rojos, dorados y grises del inmenso monasterio.
Barley estaba a mi lado, en la habitación de mi padre, contemplando el desastre, pero fue más rápido en ver lo que yo había pasado por alto: los papeles y libros diseminados encima de la cama. Encontramos un ejemplar manoseado del Drácula de Bram Stoker, una nueva historia de herejías medievales en el sur de Francia, y un volumen de aspecto muy antiguo sobre el mito de los vampiros en Europa.
Entre los libros había papeles, incluyendo notas de su puño y letra, y entre éstas diversas postales con una letra desconocida para mí, pulcra y diminuta, en tinta oscura. Barley y yo nos pusimos al unísono (me alegré una vez más de no estar sola) a examinar los papeles, y mi primer instinto fue recoger las postales. Los sellos eran de un amplio abanico de países: Portugal, Francia, Italia, Mónaco, Finlandia, Austria, pero no llevaban matasellos. A veces, el mensaje de una postal se continuaba en cuatro o cinco más, todas numeradas. Lo más asombroso era que todas estaban firmadas por Helen Rossi e iban dirigidas a mí.
Barley, que miraba por encima de mi hombro, advirtió mi estupor, y ambos nos sentamos en el borde de la cama. La primera era de Roma, una fotografía en blanco y negro de los restos esqueléticos del foro.
Mayo de 1962
Querida hija:
¿En qué idioma debería escribirte, hija de mi corazón y de mi cuerpo, a la que no veo desde hace más de cinco años? Tendríamos que haber estado hablando durante todo este tiempo, un no idioma de sonidos suaves y besos, miradas, murmullos. Es tan difícil para mí pensar en eso, recordar lo que me he perdido, que hoy debo dejar de escribir, cuando sólo he empezado a intentarlo.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
La segunda postal era en color, ya desteñido, de flores y urnas. Los Jardines de Boboli, Boboli.
Mayo de 1962
Querida hija:
Te contaré un secreto: odio este inglés. El inglés es un ejercicio de gramática o una clase de literatura. En el fondo de mi corazón, creo que hablaría mejor contigo en mi propio idioma, el húngaro, o incluso en ese idioma que fluye en el interior de mi húngaro, el rumano. El rumano es el idioma del monstruo que estoy buscando, pero ni siquiera eso me lo ha hecho odioso. Si estuvieras sentada en mi regazo esta mañana, mirando estos jardines, te enseñaría la primera lección: «Ma numesc…». Y después susurraríamos tu nombre una y otra vez, en la lengua dulce que también es tu lengua materna. Te explicaría que el rumano es el idioma de un pueblo valiente, bondadoso, triste, de pastores y agricultores, y de tu abuela, cuya vida arruinó él desde lejos. Te hablaría de las cosas hermosas que ella me contó, de las estrellas que brillan por la noche sobre su pueblo, de los faroles en el río. «Ma numesc…»
Contarte eso significaría una felicidad insoportable para un solo día.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Barley y yo nos miramos, y él rodeó mi cuello con el brazo.
Encontramos a Stoichev muy animado frente a la mesa de la biblioteca. Ranov estaba sentado ante él, tamborileando con los dedos, y de vez en cuando echaba un vistazo a un documento que el viejo estudioso había dejado a un lado. Parecía más irritado que nunca, lo cual sugería que Stoichev no había contestado a sus preguntas. Cuando entramos, profesor alzó la mirada con impaciencia.
– Creo que lo tengo -dijo en un susurro.
Helen se sentó a su lado y yo me incliné sobre los manuscritos que estaba examinando.
Eran parecidos a las cartas del hermano Kiril en diseño y ejecución, escritos con letra muy apretada y clara en hojas descoloridas y desmenuzadas en los bordes. Reconocí las letras eslavas de las cartas. Al lado había dejado nuestros mapas. Descubrí que apenas podía respirar, confiando pese a todo en que nos diría algo de verdadera importancia. Tal vez la tumba estaba aquí, en Rila, pensé de repente. Tal vez por eso Stoichev había insistido en venir, porque lo sospechaba. Me dejó sorprendido e intranquilo que quisiera anunciar algo delante de Ranov.
Stoichev paseó la mirada a su alrededor, miró a Ranov, se masajeó su frente arrugada y dijo en voz baja:
– Creo que la tumba no está en Bulgaria.
Sentí que la sangre se retiraba de mi cabeza.
– ¿Qué?
Helen estaba mirando fijamente a Stoichev, y Ranov apartó la vista y siguió tamborileando con los dedos, como si sólo escuchara a medias.
– Lamento decepcionarles, amigos míos, pero tengo claro, después de leer este manuscrito, el cual hacía años que no examinaba, que un grupo de peregrinos volvió a Valaquia desde Sveti Georgi hacia 1478. Este manuscrito es un documento aduanero. Concedía permiso para transportar unas reliquias de origen valaco a Valaquia. Lo siento. Tal vez podrán ir allí algún día para ahondar en el asunto. Si desean continuar su investigación sobre las rutas búlgaras de los peregrinos, les ayudaré encantado.
Le miré sin poder hablar. No podíamos ir a Rumania después de esto, pensé. Era un milagro que hubiéramos llegado tan lejos.
– Recomiendo que consigan permiso para ver otros monasterios y las rutas en las que se encuentran, en particular el monasterio de Bachkovo. Es un bello ejemplo de nuestro bizantino búlgaro, y los edificios son mucho más antiguos que los de Rila. Además, guardan manuscritos muy raros que los monjes peregrinos regalaron al monasterio. Será interesante para ustedes, y así recogerán material para sus artículos.
Ante mi asombro, Helen pareció aceptar de buen grado el plan.
– ¿Podría arreglarse, señor Ranov? -preguntó-. Tal vez al profesor Stoichev le gustaría acompañarnos también.
– Oh, temo que he de regresar a casa -dijo con pesar Stoichev-. Tengo mucho trabajo que hacer. Ojalá pudiera ayudarles en Bachkovo, pero puedo enviar una carta de presentación al abad. El señor Ranov podrá servirles de intérprete, y el abad les ayudará a traducir los documentos que deseen. Es un gran especialista en la historia del monasterio.
– Muy bien.
Ranov pareció complacido al saber que Stoichev iba a dejarnos. No podíamos comentar nada acerca de esta terrible situación, pensé. Debíamos seguir fingiendo que íbamos a investigar a otro monasterio, y decidir qué haríamos a continuación. ¿Rumania? La imagen de la puerta del despacho de Rossi apareció de nuevo en mi mente. Estaba cerrada, cerrada con llave. Rossi nunca la volvería a abrir. Miré como atontado a Stoichev cuando devolvió los manuscritos a su caja y cerró la tapa. Helen la subió al estante y le ayudó a salir. Ranov nos siguió en silencio, un silencio en el que, pensé, se regodeaba. Ignorábamos qué había conseguido averiguar, y nos quedaríamos solos otra vez con nuestro guía. Después podríamos acabar nuestra investigación y abandonar Bulgaria lo antes posible.
Al parecer, Irina había estado en la iglesia. Cruzó el patio bañado por el sol en nuestra dirección cuando salimos, y al verla, Ranov se volvió para fumar en una de las galerías, para luego encaminarse a la puerta principal y salir por ella. Pensé que caminaba un poco más deprisa cuando llegó a la puerta. Tal vez él también necesitaba descansar de nosotros.
Stoichev se dejó caer en un banco de madera cercano a la puerta, con la mano protectora de Irina sobre su hombro.
– Vengan aquí -dijo en voz muy baja, y sonrió como si sólo estuviéramos charlando-. Hemos de hablar deprisa, ahora que nuestro amigo no puede oírnos. No era mi intención asustarles. No existe ningún documento acerca de un peregrinaje a Valaquia que transportara reliquias. Lamento decir que estaba mintiendo. Vlad Drácula está enterrado sin duda en Sveti Georgi, esté donde esté, y he descubierto algo muy importante. Stefan decía en la «Crónica» que Sveti Georgi estaba cerca de Bachkovo. Yo no establecía ninguna relación entre esa zona y los mapas de ustedes, pero existe una carta del abad de Bachkovo dirigida al abad de Rila, de principios del siglo dieciséis. No me atreví a enseñársela delante de nuestro acompañante. Esta carta afirma que el abad de Bachkovo ya no necesita la ayuda del de Rila, ni de ningún otro sacerdote, para eliminar la herejía surgida en Sveti Georgi porque el monasterio ha sido incendiado y los monjes se han dispersado. Advierte al abad de Rila de que vigile la aparición de monjes venidos de allí o de cualquier monje empeñado en propagar la idea de que el dragón ha matado a Sveti Georgi, san Jorge, porque es la señal de su herejía.
– El dragón ha matado… Espere -dije-. ¿Se refiere a la frase del monstruo y el santo?
Kiril dijo que estaban buscando un monasterio con una señal en la que el santo y el
monstruo eran iguales.
– San Jorge es una de las figuras más importantes de la iconografía búlgara -dijo
Stoichev en voz baja-. Sería una extraña inversión que el dragón venciera a san Jorge.
Pero recuerde que los monjes valacos estaban buscando un monasterio que ya tenía esa señal, porque sería el lugar correcto donde reunir el cuerpo de Drácula con su cabeza.
Ahora empiezo a preguntarme si existía una herejía más importante de la que no tenemos noticia, conocida en Constantinopla o en Valaquia, o que hubiera llegado a oídos del propio Drácula. ¿Poseía la Orden del Dragón sus propias creencias religiosas, al margen de la disciplina de la Iglesia? ¿Cabe la posibilidad de que creara una herejía? Nunca me lo había planteado hasta hoy. -Meneó la cabeza-. Han de ir a Bachkovo y preguntar a su abad si sabe algo de esta equivalencia o inversión de monstruo y santo. Han de preguntárselo en secreto. La carta que le he dirigido, que su guía le leerá, sólo implicará que desean llevar a cabo una investigación sobre las rutas de los peregrinos, pero han de encontrar una manera
de hablar con él en secreto. Además, hay un monje que había sido un erudito, un notable investigador de la historia de Sveti Georgi. Trabajó con Atanas Angelov y fue la segunda persona que vio la «Crónica» de Zacarías. Se llamaba Pondev cuando le conocí, pero no sé qué nombre llevará ahora que es monje. El abad les ayudará a identificarle. Hay algo más.
No tengo un mapa de la zona cercana a Bachkovo, pero creo que al noreste del monasterio existe un valle largo y tortuoso que en tiempos remotos debió atravesar un río. Recuerdo haberlo visto una vez, y hablado de él con los monjes cuando visité la región, aunque no me acuerdo de cómo lo llamaban. ¿Podría ser la cola de nuestro dragón? Pero en ese caso, ¿qué zona correspondería al ala del dragón? También tendrán que descubrir esto.
Tuve ganas de arrodillarme ante Stoichev y besar su pie.
– ¿No vendrá con nosotros?
– Plantaría cara incluso a mi sobrina por hacerlo -replicó el hombre, y sonrió a Irina-, pero temo que sólo despertaría más sospechas. Si su guía cree que aún sigo interesado en esta investigación, todavía prestará más atención. Vengan a verme en cuanto regresen a Sofía, si pueden. Pensaré en ustedes en todo momento, deseándoles un buen viaje y que encuentren lo que buscan. Han de llevarse esto.
Puso en las manos de Helen un pequeño objeto, pero ella cerró los dedos en torno a él con tal celeridad que no pude ver lo que era o dónde lo había guardado.
– El señor Ranov se ha ausentado mucho rato, demasiado para él -observó en voz baja.
La miré de inmediato.
– ¿Voy a ver qué hace?
Había aprendido a confiar en los instintos de Helen, y me encaminé hacia la puerta
principal sin esperar la respuesta.
Vi a Ranov en el exterior del gran complejo con otro hombre cerca de un coche azul largo.
Su acompañante era alto y elegante, con su traje de verano y el sombrero, y algo me impulsó a detenerme a la sombra de la puerta. Se hallaban enfrascados en una vehemente conversación, que se interrumpió con brusquedad. El hombre apuesto dio a Ranov una palmada en la espalda y subió al vehículo. Yo también sentí el leve impacto de la cordial palmada, porque conocía el gesto y lo había experimentado. Por increíble que pareciera, el hombre que salía ahora poco a poco del polvoriento aparcamiento era Géza József.
Retrocedí hacia el interior del patio y volví al lado de Stoichev y Helen con la mayor rapidez posible. Helen me dirigió una mirada penetrante. Tal vez también ella estaba empezando a confiar en mis intuiciones. La llevé a un lado un momento, y Stoichev, aunque parecía perplejo, era demasiado educado para hacerme preguntas.
– Creo que József está aquí -susurré a toda prisa-. No le vi la cara, pero alguien muy parecido a él estaba hablando con Ranov hace un momento.
– Mierda -dijo Helen en voz baja. Creo que fue la primera y última vez que le oí decir una palabrota.
Un momento después Ranov se acercó corriendo.
– Es hora de cenar -dijo sin más, y yo me pregunté si se habría arrepentido de dejarnos a solas con Stoichev, aunque fuera unos pocos minutos. Su tono me convenció de que no me había visto fuera-. Vengan conmigo. Vamos a cenar.
La cena del silencioso monasterio era deliciosa, platos caseros servidos por dos monjes. Un puñado de turistas se alojaba en la hostería con nosotros, y observé que algunos hablaban otros idiomas, además del búlgaro. Los de habla alemana debían proceder de Alemania del Este, pensé, y tal vez el otro sonido era checo. Comimos con avidez, sentados a la larga mesa de madera, con los monjes alineados en otra mesa cercana, y pensé con placer en los catres estrechos que nos aguardaban. Helen y yo no gozábamos de un momento a solas, pero sé que ella debía estar pensando en la presencia de József. ¿Qué estaría tramando con Ranov? Mejor dicho, ¿qué quería de nosotros? Recordé que Helen me había advertido de que nos seguían. ¿Quién le había dicho dónde estábamos?
Había sido un día agotador, pero yo estaba tan ansioso por ir a Bachkovo que me habría ido de buena gana a pie si así hubiera podido llegar antes. En cambio, nos fuimos a dormir para el viaje del día siguiente. Mezclada con los ronquidos de Berlín Este y Praga escuché la voz de Rossi reflexionar sobre algún punto controvertido de nuestro trabajo, y a Helen diciendo, divertida por mi falta de perspicacia: «Me casaré contigo, por supuesto».
Junio de 1962
Querida hija:
Como sabes, somos ricos debido a ciertas cosas terribles que nos ocurrieron a tu padre y a mí. Dejé casi todo ese dinero a tu padre, para que te cuidara, pero tengo suficiente para poder llevar a cabo una larga búsqueda, un asedio. Cambié un poco en Zürich hace dos años, y abrí una cuenta corriente a un nombre que no diré a nadie. Mi cuenta bancaria es abundante. Saco de ella dinero una vez al mes para pagar las habitaciones de alquiler, las cuotas de los archivos, las comidas en restaurantes. Gasto lo menos posible, para poder entregarte un día todo lo que quede, pequeña, cuando seas una mujer.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Junio de 1962
Querida hija:
Hoy ha sido uno de esos días malos (no enviaré esta postal. Si algún día envío alguna de ellas, no será ésta). Hoy ha sido uno de esos días en que no puedo recordar si estoy buscando a ese demonio o sólo huyendo de él. Me paro ante el espejo, un viejo espejo de mi habitación del Hotel d'Este. El cristal tiene manchas como de moho, que trepan por su superficie curva. Me quito el pañuelo y toco la cicatriz de mi cuello, una mancha roja que nunca acaba de curarse. Me pregunto si tú me encontrarás antes de que yo pueda encontrarle. Me pregunto si él me encontrará antes de que yo le encuentre a él. Me pregunto si no me habrá encontrado ya. Me pregunto si algún día volveré a verte.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Agosto de 1962
Querida hija:
Cuando naciste, tu pelo era negro y estaba pegado a tu cabeza viscosa formando rizos.
Después de que te lavaran y secaran, se convirtió en un suave vello alrededor de tu cara, pelo oscuro como el mío, pero también cobrizo como el de tu padre. Estaba tendida en un charco de morfina, te sostenía y veía cambiar los reflejos de tu pelo, de un oscuro zíngaro a brillante, y otra vez oscuro. Todo en ti era pulido y brillante. Te había formado y pulido en mi interior sin saber lo que hacía. Tus dedos eran dorados, tus mejillas rosas, tus pestañas y cejas las plumas de una cría de cuervo. Mi felicidad se imponía incluso a la morfina.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Desperté temprano en mi catre del dormitorio masculino de Rila. El sol empezaba a filtrarse por las pequeñas ventanas, que daban al patio, y algunos turistas seguían dormidos como troncos en otros catres. Cuando aún no había amanecido, escuché el primer tañido de la campana, que ahora volvía a tocar. Mi primer pensamiento fue que Helen había dicho que se casaría conmigo. Quería verla otra vez, quería verla lo antes posible, encontrar un momento para preguntarle si lo de ayer sólo había sido un sueño. El sol que bañaba el patio era un eco de mi felicidad, y el aire de la mañana se me antojó increíblemente fresco, henchido de siglos de frescor.
Pero Helen no estaba desayunando. En cambio, sí vi a Ranov, hosco como siempre,
fumando, hasta que un monje le pidió con gentileza que saliera fuera a fumar. En cuanto terminé de desayunar, seguí el corredor hasta el dormitorio de las mujeres, donde Helen y yo nos habíamos despedido la noche anterior, y encontré la puerta entreabierta. Las demás mujeres, alemanas y checas, se habían ido y habían dejado sus camas hechas. Al parecer, Helen seguía dormida. Vi su forma en el catre más cercano a la ventana. Estaba vuelta hacia la pared, y yo entré con sigilo, razonando que, puesto que ahora era mi prometida, tenía derecho a darle un beso de buenos días, incluso en un monasterio. Cerré la puerta a mi espalda, con la esperanza de que no entrara ningún monje.
Helen daba la espalda a la habitación. Cuando me acerqué, se giró apenas en mi dirección, como si intuyera mi presencia. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, los rizos oscuros desplegados sobre la almohada. Estaba profundamente dormida y una respiración similar a un estertor surgía de sus labios. Pensé que debía estar cansada de nuestros viajes y paseos del día anterior, pero el abandono de su postura me impelió a acercarme más, inquieto. Me incliné sobre ella, con la idea de besarla incluso antes de que se despertara, y en un único y terrible momento vi la palidez verduzca de su cara y la sangre fresca en su garganta. En el lugar de la herida casi cicatrizada, en la parte más profunda de su cuello, sangraban dos pequeños cortes, rojos y abiertos. También había un poco de sangre en el borde de la sábana blanca, y en la manga de su camisón blanco de aspecto barato, a consecuencia de haber echado el brazo hacia atrás mientras dormía. La parte delantera de su camisón estaba abierta y algo desgarrada, y uno de sus pechos estaba visible casi hasta el pezón oscuro. Asimilé todo esto en un instante, petrificado, y tuve la impresión de que mi corazón dejaba de latir. Después extendí la sábana sobre su desnudez, como si tapara a un niño para que durmiera. En aquel momento no se me ocurrió otro movimiento. Un espeso sollozo inundó mi garganta, una rabia que jamás había experimentado.
– ¡Helen!
Sacudí su hombro con delicadeza, pero su expresión no cambió. Reparé ahora en su cara demacrada, como si padeciera dolor incluso en el sueño. ¿Dónde estaba el crucifijo? Me acordé de él de repente y miré a mí alrededor. Lo encontré al lado de mi pie. La fina cadena estaba rota. ¿Lo habría arrancado alguien, o lo habría roto ella mientras dormía? La sacudí de nuevo.
– ¡Despierta, Helen!
Esta vez se removió, pero como inquieta, y me pregunté si sería perjudicial obligarla a recobrar la conciencia con excesiva rapidez. No obstante, al cabo de un segundo abrió los ojos y frunció el ceño, muy débil. ¿Cuánta sangre había perdido durante la noche, esa misma noche en que yo había dormido como un tronco en el corredor vecino? ¿Por qué la había dejado sola, aquélla o cualquier noche?
– Paul -dijo perpleja-. ¿Qué haces aquí? -Entonces se incorporó con un esfuerzo y reparó en el camisón desarreglado. Se llevó la mano a la garganta, mientras yo la miraba angustiado y en silencio, y la retiró poco a poco. Había sangre seca y pegajosa en sus dedos. Los miró fijamente y luego me miró a mí- Oh, Dios -dijo. Se incorporó del todo y sentí algo de alivio, pese al horror que reflejaba su cara. Si hubiera perdido toda la sangre,
o casi toda, habría estado demasiado débil incluso para ese movimiento-. Oh, Paul – susurró. Me senté en el borde de la cama, tomé su otra mano y la apreté con fuerza.
– ¿Estás despierta del todo? -pregunté.
Ella asintió.
– ¿Sabes dónde estás?
– Sí -dijo, pero después inclinó la cabeza sobre la mano ensangrentada y estalló en sollozos, un sonido horripilante. Nunca la había oído llorar así. El sonido recorrió mi cuerpo como una oleada de frío glacial.
Besé su mano limpia.
– Estoy aquí.
Ella apretó mis dedos, sin dejar de llorar, y luego intentó serenarse.
– Hemos de pensar en qué… ¿Ése es mi crucifijo?
– Sí. -Lo alcé y la examiné con atención, pero para mi alivio infinito no retrocedió ni se encogió-. ¿Te lo quitaste?
– No, claro que no. -Meneó la cabeza y una última lágrima resbaló sobre su mejilla-. Tampoco recuerdo haberlo roto. No creo que ellos, él, se atrevieran, sí la leyenda es cierta.
– Se secó la cara, con la mano lejos de la herida de la garganta-. Debí romperlo mientras dormía.
– Eso creo, a juzgar por dónde lo encontré. -Le indiqué el punto del suelo-. ¿Te
incomoda… tenerlo cerca de tí?
– No -dijo-. Todavía no.
Las palabras me robaron el aliento.
Helen tocó el crucifijo, vacilante al principio, y después lo tomó en su mano. Expulsé el
aliento. Helen también suspiró.
– Me dormí pensando en mi madre, y en un artículo que me gustaría escribir sobre las figuras de los bordados transilvanos (son muy famosas), y no me he despertado hasta ahora.
– Frunció el ceño-. Tuve una pesadilla, pero mi madre salía todo el rato. Estaba…
ahuyentando a un gran pájaro negro. Cuando lo consiguió, se inclinó y besó mi frente, como cuando me ponía a dormir de pequeña, y vi la marca… -Hizo una pausa, como si pensar le doliera un poco- Vi la marca del dragón en su hombro desnudo, pero me pareció que era parte de ella, no algo terrible. Cuando recibí su beso en la frente, no tuve miedo.
Sentí la punzada de un extraño temor, y recordé aquella noche en mi apartamento, cuando había creído mantener alejado al asesino de mi gato a base de leer hasta pasada la medianoche un libro sobre la vida de los comerciantes holandeses, a los que había llegado a querer. Algo había protegido a Helen también, al menos hasta cierto punto. La habían herido cruelmente, pero no había perdido toda su sangre. Nos miramos en silencio.
– Habría podido ser mucho peor -dijo.
La rodeé en mis brazos y sentí el temblor de sus hombros, por lo general firmes. Yo
también estaba temblando.
– Sí -susurré-, pero hemos de protegerte.
Helen meneó la cabeza de repente, asombrada.
– ¡Y estamos en un monasterio! No lo entiendo. Los No Muertos detestan estos lugares. – Señaló la cruz sobre la puerta, el icono y la sagrada lámpara que colgaba en una esquina-.
¿Delante de la Virgen?
– Yo tampoco lo entiendo -dije poco a poco, y di vuelta a su mano en la mía-. Pero sabemos que los monjes viajaron con los restos de Drácula y que debieron enterrarle en un monasterio. Eso en sí ya es extraño. Helen -apreté su mano-, he estado pensando en otra cosa. El bibliotecario de nuestra universidad… Nos localizó en Estambul y después en Budapest. ¿Es posible que nos haya seguido hasta aquí? ¿Es posible que haya sido él tu atacante de esta noche?
Ella se encogió.
– Lo sé. Me mordió una vez en la biblioteca, de modo que tal vez quiera repetir la jugada, ¿verdad? Pero sentí en mi sueño la potente impresión de que era otra persona, alguien mucho más poderoso. La cuestión es cómo ha podido entrar, aunque no tuviera miedo del monasterio.
– Eso es sencillo. -Indiqué la ventana más cercana, que estaba entreabierta a unos dos metros del catre de Helen-. Oh, Dios, ¿por qué te dejé estar sola aquí?
– No estaba sola -me recordó-. Había diez personas más durmiendo en la sala conmigo.
Pero tienes razón… Puede cambiar de forma, como dijo mi madre… Un murciélago, niebla…
– O un gran pájaro negro.
Su sueño había aparecido en mi mente de nuevo.
– Ahora me han mordido dos veces -dijo, casi medio dormida.
– ¡Helen! -La sacudí de nuevo-. Nunca más te dejaré sola, ni siquiera una hora.
– ¿Ni siquiera una hora?
Su antigua sonrisa, sarcástica y adorable, regresó un momento.
– Quiero que me prometas algo. Si sientes algo que yo no sienta, si sientes que algo te acecha…
– Te lo diré, Paul, si siento algo por el estilo. -Ahora hablaba con energía, y su promesa pareció espolearla-. Vamos, por favor. Necesito comer, y necesito un poco de vino tinto o brandy, si encontramos. Tráeme una toalla y la jofaina. Me lavaré el cuello y lo vendaré. – Su dinámico sentido práctico era contagioso, y la obedecí al instante-. Luego iremos a la iglesia y lavaré la herida con agua bendita, cuando nadie mire. Si puedo soportarlo, podremos mantener la esperanza. Qué raro… -Me alegré de volver a ver su sonrisa escéptica-. Siempre he considerado una tontería todos estos rituales religiosos, y aún opino lo mismo.
– Pero por lo visto él no opina lo mismo que tú -dije.
La ayudé a limpiarse el cuello con una esponja, con cuidado de no tocar las heridas
abiertas, y vigilé la puerta mientras se vestía. Ver de cerca los pinchazos me resultó tan terrible que, por un momento, pensé que debía salir de la habitación y dar rienda suelta a mis lágrimas en el pasillo. Pero aunque los movimientos de Helen eran débiles, vi determinación en su cara. Se ató el pañuelo habitual, y encontró en su equipaje un trozo de cuerda para colgarse de nuevo el crucifijo, con la esperanza de que fuera más fuerte que la cadena. Sus sábanas estaban manchadas, pero sólo se veían gotas pequeñas.
– Dejaremos que los monjes piensen que… Bueno, alojan mujeres en su hostería -dijo Helen con su estilo directo acostumbrado-, no será la primera vez que tengan que lavar sangre.
Cuando salimos de la iglesia, Ranov estaba paseando en el patio. Miró a Helen con los ojos entornados.
– Ha dormido hasta muy tarde -dijo en tono acusador. Yo examiné con detenimiento sus caninos cuando habló, pero no estaban más afilados de lo normal. De hecho, se veían mellados y grises en su desagradable sonrisa.
Me había exasperado el hecho de que Ranov se resistiera tanto a guiarnos hasta Rila, pero fue mucho más inquietante presenciar su entusiasmo cuando le pedimos que nos llevara a Bachkovo. Durante el viaje en coche, fue señalando toda clase de paisajes, muchos de los cuales eran interesantes pese a sus comentarios incesantes. Helen y yo procuramos no mirarnos, pero yo estaba seguro de que sentía la misma aprensión. Ahora teníamos que preocuparnos también por József. La carretera de Plovdiv era estrecha y serpenteaba paralela a un arroyo rocoso a un lado y empinados riscos al otro. Una vez más, nos estábamos internando en las montañas. En Bulgaria nunca estás lejos de las montañas. Se lo comenté a Helen, que estaba mirando por la ventanilla opuesta, en el asiento posterior del coche de Ranov, y asintió.
– En turco, balkan significa «montaña».
El monasterio carecía de una entrada espectacular. Nos desviamos de la carretera y paramos en un pedazo de tierra polvoriento, y desde allí fuimos a pie hasta la puerta del monasterio.
Bachkovski manastir se hallaba asentado entre altas colinas yermas, en parte boscosas y en parte roca desnuda, cerca del estrecho río. Incluso a principios de verano, el paisaje ya estaba seco, y no me costó mucho imaginar hasta qué punto debían valorar los monjes aquella fuente de agua cercana. Las paredes exteriores eran de la misma piedra color pardo grisáceo que las montañas circundantes. Los tejados del monasterio eran de tejas rojas acanaladas como las que había visto en casa de Stoichev, así como en cientos de casas e iglesias al borde de las carreteras. La entrada al monasterio era una arcada, tan oscura como un agujero en el suelo.
– ¿Se puede entrar así por las buenas? -pregunté a Ranov. Negó con la cabeza, lo cual quería decir que sí, y entramos en la fresca oscuridad de la arcada. Tardamos unos segundos en acceder al soleado patio, y durante esos momentos, dentro de las profundas murallas del monasterio, sólo pude oír nuestros pasos.
Tal vez había esperado otro gran espacio público como el de Rila. La intimidad y belleza del patio principal de Bachkovo llevó un suspiro a mis labios, y Helen también murmuró algo en voz alta. La iglesia del monasterio ocupaba casi todo el patio, y sus torres eran rojas, angulares, bizantinas. Aquí no había cúpulas doradas, sólo una elegancia clásica: los materiales más sencillos dispuestos en formas armoniosas. Crecían enredaderas en las torres de la iglesia, contra las cuales se acurrucaban árboles. Un magnífico ciprés se alzaba como una aguja a su lado. Tres monjes con hábito y gorro negros hablaban delante de la iglesia. Los tres arrojaban sombras sobre el brillante sol del patio, y se había levantado una suave brisa que movía las hojas. Ante mi sorpresa, correteaban gallinas de un lado a otro, picoteando en las antiguas piedras, y un gato atigrado acosaba a algo en una grieta del muro.
Al igual que en Rila, las paredes interiores del monasterio eran largas galerías de piedra y madera. La parte inferior de piedra de algunas galerías, así como el pórtico de la iglesia, estaba cubierta de frescos casi borrados. Aparte de los tres monjes, las gallinas y el gato, no se veía a nadie. Estábamos solos, solos en Bizancio.
Ranov se acercó a los monjes y entabló conversación con ellos mientras Helen y yo nos rezagábamos un poco. Regresó al cabo de un momento.
– El abad no está, pero el bibliotecario sí, y podrá ayudarnos. -No me gustó que se incluyera en el grupo, pero no dije nada-. Pueden ir a visitar la iglesia mientras yo voy a localizarle.
– Le acompañaremos -dijo con firmeza Helen, y todos seguimos a uno de los monjes por las galerías. El bibliotecario estaba trabajando en una habitación del primer piso. Se levantó del escritorio para recibirnos cuando entramos. Era un espacio desnudo, salvo por una estufa de hierro y una alfombra de colores brillantes en el suelo. Me pregunté dónde estarían los libros, los manuscritos. Aparte de un par de volúmenes sobre el escritorio de madera, no vi ni rastro de una biblioteca.
– Éste es el hermano Ivan -explicó Ranov. El monje hizo una reverencia sin ofrecer la mano. De hecho, tenía las manos embutidas en las largas mangas, cruzadas sobre el cuerpo.
Se me ocurrió que no quería tocar a Helen. Ella debió pensar lo mismo, porque retrocedió y se colocó casi detrás de mí. Ranov intercambió unas cuantas palabras con él-. El hermano Ivan les ruega que se sienten. -Obedecimos. El hermano Ivan tenía una cara larga y seria y lucía barba. Nos estudió unos minutos-. Pueden hacerle algunas preguntas -nos animó Ranov.
Carraspeé. No había remedio. Tendríamos que interrogarle delante de Ranov. Debía procurar que mis preguntas parecieran propias de un estudioso.
– ¿Quiere hacer el favor de preguntar al hermano Ivan si sabe algo sobre peregrinos procedentes de Valaquia?
Ranov formuló esta pregunta al monje, y al oír la palabra «Valaquia», el rostro del hermano Ivan se iluminó.
– Dice que el monasterio sostuvo una importante relación con Valaquia desde finales del siglo quince.
Mi corazón se aceleró, aunque procuré aparentar tranquilidad.
– ¿Sí? ¿Cuál era?
Conversaron un poco más, y el hermano Ivan movió su larga mano en dirección a la puerta. Ranov asintió.
– Dice que, alrededor de esa época, los príncipes de Valaquia y Moldavia empezaron a conceder mucho apoyo a este monasterio. Hay manuscritos en esta biblioteca que describen ese apoyo.
– ¿Sabe cuál fue el motivo? -preguntó Helen en voz baja. Ranov interrogó al monje.
– No -dijo-. Sólo sabe que estos manuscritos demuestran su apoyo.
– Pregúntele si sabe algo acerca de algún grupo de peregrinos que llegaron aquí desde Valaquia alrededor de esa época -dije. El hermano Ivan sonrió.
– Sí -informó Ranov-. Hubo muchos. Esto era una parada importante en las rutas de los peregrinos procedentes de Valaquia. Muchos iban a Azos o Constantinopla desde aquí.
Mis dientes estuvieron a punto de rechinar.
– Pero ¿sabe algo acerca de un grupo de peregrinos valacos que transportaban una especie de reliquia o buscaban una?
Dio la impresión de que Ranov reprimía una sonrisa de triunfo.
– No -dijo-. No ha visto ningún documento acerca de un grupo semejante. Hubo muchos peregrinos durante aquel siglo. Bachkovski manastir era muy importante para ellos.
El patriarca de Bulgaria se exilió aquí desde su sede en Veliko Trnovo, la antigua capital, cuando los otomanos se apoderaron del país. Murió y fue enterrado aquí en 1404. La parte más antigua del monasterio, y la única que queda del primero, es el osario.
Helen habló por primera vez.
– ¿Podría hacer el favor de preguntarle si alguno de los hermanos se apellida Pondev?
Ranov tradujo la pregunta, y el hermano Ivan pareció perplejo, y luego cauteloso.
– Dice que debe de ser el hermano Ángel. Se llamaba Vasil Pondev, y era historiador. Pero ya no está bien de la cabeza. No averiguarán nada si hablan con él. El abad es un gran estudioso, y es una pena que se haya ausentado.
– De todos modos, nos gustaría hablar con el hermano Ángel.
Llegamos a un acuerdo, si bien con patente disgusto por parte del bibliotecario, quien nos condujo hacia el sol cegador del patio, tras lo cual atravesamos una segunda arcada que permitía el acceso a otro patio, en cuyo centro se alzaba un edificio muy antiguo. Este segundo patio no estaba tan bien cuidado como el primero, y tanto los edificios como las piedras del pavimento tenían un aspecto descuidado. Brotaban malas hierbas entre las piedras y observé que crecía un árbol en la esquina de un tejado. Si lo dejaban ahí, con el tiempo se haría lo bastante grande como para destruir ese extremo de la edificación.
Imaginé que reparar esa casa de Dios no era una de las prioridades del Gobierno búlgaro.
Su principal atracción era Rila, con su historia búlgara «pura» y sus relaciones con la rebelión contra los otomanos. Este antiguo lugar, por hermoso que fuera, hundía sus raíces en los bizantinos, invasores y ocupantes como los otomanos posteriores, y había sido armenio, georgiano y griego. ¿No nos acabábamos de enterar de que también había sido independiente bajo los otomanos, al contrario que otros monasterios búlgaros? No era de extrañar que el Gobierno dejara crecer árboles en los tejados.
El bibliotecario nos condujo hasta una habitación esquinada.
– La enfermería -explicó Ranov.
La cooperación de Ranov me ponía más nervioso a medida que pasaban los minutos. A la enfermería se accedía por una desvencijada puerta de madera, y dentro vimos una escena tan patética que no me gusta recordarla. Había dos monjes alojados. La habitación estaba amueblada tan sólo con sus catres, una única silla de madera y una estufa de hierro. Incluso con esa estufa, en invierno debía hacer un frío espantoso. El suelo era de piedra, las paredes encaladas, salvo por una hornacina en una esquina: lámpara colgante, concha muy trabajada, icono deslustrado de la Virgen.
Uno de los ancianos estaba tendido en su jergón y no nos miró cuando entramos. Vi al cabo de un momento que sus ojos estaban permanentemente cerrados, hinchados y rojos, y de que volvía la barbilla de vez en cuando como si intentara ver con ella. Estiba cubierto casi por completo con una sábana blanca, y una de sus manos tanteaba el borde del catre, como para encontrar el límite del espacio, el punto donde podía caer al suelo si no iba con cuidado, mientras la otra mano tironeaba de la piel rota de su cuello.
El residente en mejor estado de la habitación estaba sentado muy tieso en la única silla, con un bastón apoyado en la pared cerca de él, como si el desplazamiento desde el jergón hasta la silla hubiera sido muy largo. Iba vestido con un hábito negro, que colgaba sin cinturón sobre su vientre protuberante. 'Tenía los ojos abiertos, enormes y azules, y se volvieron hacia nosotros de manera extraña cuando entramos. Las patillas y el pelo se proyectaban como malas hierbas a su alrededor y llevaba la cabeza al descubierto. Esta circunstancia le dotaba de un aspecto más enfermizo y anómalo, aquella cabeza desnuda en un mundo en que todos los monjes llevaban siempre aquellos gorros altos. Este monje habría podido servir de modelo para la ilustración de un profeta en una Biblia impresa en el siglo XIX, de no ser porque su expresión no tenia nada de visionaria. Arrugó su gran nariz hacia arriba, como si oliera mal, y mordisqueó las comisuras de su boca. Cada tanto, entornaba y abría los ojos. No habría sabido decir sí su expresión era temerosa, burlona o diabólicamente divertida, porque no paraba de cambiar. Su cuerpo y manos reposaban sobre la destartalada silla, como si todos los movimientos de que eran capaces hubieran sido absorbidos por su cara cambiante. Aparté la vista.
Ranov estaba hablando con el bibliotecario, quien hizo un ademán que abarcó la habitación.
– El hombre de la silla es Pondev -anunció Ranov-. El bibliotecario nos advierte que se expresa de forma muy extraña.
Ranov se acercó al hombre con cautela, como si pensara que el hermano Angel fuera a morderle, y escudriñó su rostro. El hermano Angel, Pondev, giró la cabeza para mirarle, el gesto mimético de un animal en una jaula del zoológico. Dio la impresión de que Ranov intentaba presentarnos, y al cabo de un segundo los ojos de un azul surrealista del hermano Angel vagaron hasta nuestras caras. Su rostro se arrugó y retorció. Después habló, y las palabras surgieron como un torrente, seguidas por un gruñido. Una de sus manos se alzó en el aire e hizo una señal que habría podido ser la mitad de una cruz o un intento de ahuyentarnos.
– ¿Qué está diciendo? -pregunté a Ranov en voz baja.
– Cosas sin sentido -contestó Ranov interesado-. Nunca había oído nada semejante.
Parecen en parte oraciones, alguna superstición de su liturgia, y en parte comentarios sobre el sistema de tranvías de Sofía.
– ¿Puede intentar hacerle una pregunta? Dígale que somos historiadores como él y que queremos saber si un grupo de peregrinos valacos vino aquí desde Constantinopla a finales del siglo quince, transportando una reliquia santa.
Ranov se encogió de hombros, pero lo intentó, y el hermano Ángel contestó con un encadenado de gruñidos a modo de sílabas, y meneó la cabeza. ¿Significaba sí o no?, me pregunté.
– Más incoherencias -comentó Ranov-. Esta vez ha dicho algo acerca de la invasión de Constantinopla por los turcos. De manera que eso, al menos, lo ha entendido.
De pronto los ojos del hombre parecieron aclararse, como si el cristalino se hubiera concentrado en nosotros por primera vez. En mitad de su extraño torrente de sonidos (¿era un lenguaje?), percibí con claridad el nombre Atanas Angelov.
– ¡Angelov! -grité, y hablé directamente al anciano monje-. ¿Conoció a Atanas
Angelov? ¿Recuerda haber trabajado con él? Ranov escuchaba con atención.
– Siguen siendo insensateces en su mayor parte, pero intentaré explicarles lo que está diciendo. Escuchen con atención. -Empezó a traducir, de manera rápida y desapasionada.
Por mal que me cayera, tuve que admirar su destreza-. Trabajé con Atanas Angelov. Hace años, tal vez siglos. Estaba loco. Apaguen la luz de ahí, me hace daño en las piernas. Quería saber todo acerca del pasado, pero el pasado no quiere que lo conozcas. Dice no, no, no.
Salta sobre ti y te hace daño. Yo quise coger el número once, pero ya no va a nuestro barrio. En cualquier caso, el camarada Dimitrov anuló la paga que íbamos a recibir, por el bien del pueblo. Buen pueblo.
Ranov tomó aliento, y durante ese breve interludio debió perderse algo, pues el torrente de palabras del hermano Angel continuó. El anciano monje seguía inmóvil en su silla, pero meneaba la cabeza y su rostro se contrajo.
– Angelov descubrió un lugar peligroso, descubrió un lugar llamado Sveti Georgi, oyó los cánticos. Fue donde enterraron a un santo y bailaron sobre su tumba. Puedo ofrecerles un poco de café, pero no es más que trigo molido, trigo y tierra. No tenemos pan.
Me arrodillé delante del monje y tomé su mano, aunque tuve la impresión de que Helen quería contenerme. Tenía la mano flácida como un pescado muerto, blanca e hinchada, las uñas amarillentas y anormalmente largas.
– ¿Dónde está Sveti Georgi? -supliqué. Experimenté la sensación de que me iba a poner a llorar de un momento a otro, delante de Ranov y Helen, y de esos dos seres disecados en su prisión.
Ranov se acuclilló a mi lado, y trató de capturar los ojos errabundos del monje.
– K'de e Sveti Georgi?
Pero el hermano Ángel había clavado su mirada en un mundo muy lejano.
– Angelov fue a Azos y vio el typikon, se internó en las montañas y descubrió el lugar terrible. Tomé el número once hasta su apartamento. Dijo, entra rápido he descubierto algo.
Voy a volver allí para escarbar en el pasado. Oh, oh, estaba muerto en su habitación, y después su cuerpo no estaba en el depósito de cadáveres.
El hermano Angel sonrió de una forma que me hizo retroceder. Tenía dos dientes, y las encías estaban carcomidas. El aliento que brotó de su boca hubiera matado al mismísimo diablo. Empezó a cantar en voz alta y temblorosa.
El dragón bajó a nuestro valle.
Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.
Asustó al turco infiel y protegió a nuestros pueblos.
Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.
Cuando Ranov terminó de traducir, el hermano Ivan, el bibliotecario, habló con cierta agitación. Aún tenía las manos embutidas en las mangas, pero su rostro se veía animado e interesado.
– ¿Qué está diciendo? -supliqué.
Ranov meneó la cabeza.
– Dice que había oído anteriormente esta canción. Se la enseñó una anciana en el pueblo de Dimovo, Baba Yanka, que es una gran cantante, cuando el río se secó hace mucho tiempo.
Allí se celebran diversas festividades y cantan estas viejas canciones, y ella es la líder de los cantantes. Una de estas festividades se celebrará dentro de dos días, la fiesta de San Petko. Tal vez quieran ir a escucharla. Les gustará.
– Más canciones tradicionales -gruñí-. Haga el favor de preguntar al señor Pondev, el hermano Angel, si conoce el significado de esa canción.
Ranov formuló la pregunta con paciencia considerable, pero el hermano Angel siguió haciendo muecas, sin decir nada. Al cabo de un momento, el silencio me llevó al borde del ataque de nervios.
– ¡Pregúntele si sabe algo sobre Vlad Drácula! -grité-. ¡Vlad Tepes! ¿Está enterrado en esta región? ¿Ha oído alguna vez su nombre, el nombre de Drácula?
Helen me había agarrado del brazo, pero yo estaba fuera de mí. El bibliotecario me miraba fijamente, aunque no parecía alarmado, y Ranov me dirigió lo que yo habría calificado de mirada compasiva si hubiera querido prestar más atención.
Pero el efecto que obraron mis palabras en Pondev fue horripilante. Empalideció, y puso los ojos en blanco como grandes canicas. El hermano Ivan saltó hacia delante y le agarró cuando se desplomó de la silla. Luego Ranov y él consiguieron tumbarle sobre el jergón.
Era una masa confusa, pies blancos e hinchados que sobresalían de las sábanas, brazos colgando alrededor del cuello de ambos hombres. Cuando acabaron de depositarle en la cama, el bibliotecario fue a buscar agua de un jarro y vertió un poco sobre la cara del pobre hombre. Yo estaba estupefacto. No había sido mi intención causar tal angustia, y tal vez había matado una de las fuentes de información que quedaban. Al cabo de un momento interminable, el hermano Angel se removió y abrió los ojos, pero eran unos ojos enloquecidos, cautelosos como los de una bestia acosada, que pasearon aterrorizados por la habitación como si no pudiera vernos. El bibliotecario le palmeó el pecho y procuró acomodarlo mejor en el catre, pero el anciano monje le apartó las manos, tembloroso.
– Dejémosle -dijo Ranov en tono sombrío-. No se va a morir, de ésta…, al menos de momento.
Seguimos al bibliotecario al pasillo, todos en silencio y escarmentados.
– Lo siento -dije, cuando llegamos a la luz tranquilizadora del patio.
Helen se volvió hacia Ranov.
– ¿Podría preguntar al bibliotecario si sabe algo más sobre esa canción, si sabe de qué valle procede?
Ranov y el bibliotecario conferenciaron, y éste finalmente nos miró.
– Dice que proviene de Krasna Polyana, el valle que está al otro lado de aquellas
montañas, al noreste. Si se quedan aquí, podrán acompañarle a las festividades del santo que se celebran dentro de dos días. Puede que la vieja cantante Baba Yanka sepa algo al respecto. Al menos podrá decirles dónde la aprendió.
– ¿Crees que eso nos servirá de ayuda? -murmuré a Helen. Ella me miró muy seria. -No lo sé, pero es lo único que tenemos. Ya que menciona a un dragón, seguiremos la pista. Entretanto, exploraremos a fondo Bachkovo. Quizá podamos utilizar la biblioteca si el hermano Ivan nos echa una mano.
Me senté cansado en un banco de piedra situado al borde de las galerías.
– De acuerdo -dije.
Septiembre de 1962
Querida hija:
¡Maldito sea este inglés! Pero cuando intento escribirte en húngaro unas pocas líneas, sé al instante que no estás escuchando. Estás creciendo en inglés. Tía padre, convencido de que estoy muerta, te habla en inglés cuando te sube a su hombro. Te habla en inglés mientras te pone los zapatos (hace años que llevas zapatos de verdad), y en inglés cuando te toma de la mano en un parque. Pero si te hablo en inglés, tengo la sensación de que no puedes oírme.
No te escribí durante mucho tiempo porque no sentía que estuvieras escuchando en ningún idioma. Sé que tu padre cree que estoy muerta, porque nunca ha intentado buscarme. De haberlo hecho, me habría encontrado. Pero no puede oírme en ningún idioma.
Tu madre que te quiere,
Helen
Mayo de 1963
Querida hija:
No sé cuántas veces he intentado explicarte en silencio que durante los primeros meses tú y yo fuimos muy felices juntas. Verte despertar de la siesta, tus manos que se movían antes que cualquier otra parte de tu cuerpo, tus párpados que se abrían a continuación, y luego te estirabas, sonreías, me llenabas por completo. Después ocurrió algo. No fue algo externo a mí, ni una amenaza externa contra ti. Empecé a examinar tu cuerpo perfecto una y otra vez, en busca de alguna herida. Pero la herida la recibí yo, incluso antes de esta incisión en el cuello, y no acababa de curarse. Me entró miedo de tocarte, mi ángel perfecto.
Tu madre que te quiere,
Helen
Julio de 1963
Querida hija:
Tengo la impresión de que hoy te echo de menos más que nunca. Estoy en los archivos universitarios de Roma. He estado aquí seis veces durante los últimos dos años. Los guardias me conocen, los archivistas me conocen, el camarero del café de enfrente me conoce, y le gustaría conocerme mejor, si yo no le rechazara con frialdad, fingiendo que no reparo en su interés. El archivo contiene documentación sobre una epidemia desatada en 1517, cuyas víctimas sólo desarrollaban una marca, una herida roja en el cuello. El Papa ordenó que les clavaran una estaca en el corazón antes de ser enterradas y les pusieran ajo en la boca. En 1517. Intento hacer un mapa a través del tiempo de sus movimientos, o de los movimientos de sus sirvientes, puesto que es imposible saber la diferencia. El mapa, en realidad una lista en mi libreta, ya ocupa muchas páginas. Aunque aún no sé de qué me va a servir. Mientras trabajo, espero descubrirlo.
Tu madre que te quiere,
Helen
Septiembre de 1963
Querida hija:
Casi estoy preparada para tirar la toalla y volver contigo. Tu cumpleaños es este mes.
¿Cómo puedo perderme otro cumpleaños? Volvería contigo ahora mismo, pero sé que si lo hago volverá a suceder lo mismo. Sentiré mi suciedad, como hace seis años. Sentiré su horror, veré tu perfección. ¿Cómo puedo estar cerca de ti sabiendo que estoy contaminada?
¿Qué derecho tengo a tocar tu suave mejilla?
Tu madre que te quiere,
Helen
Octubre de 1963
Querida hija:
Estoy en Asís. Estas asombrosas iglesias y capillas que trepan a su colina me colman de desesperación. Podríamos haber venido aquí, tú con tu vestidito y el sombrero, y yo, y tu padre, todos cogidos de las manos, como turistas. En cambio estoy trabajando entre el polvo de una biblioteca monacal, leyendo un documento de 1603. Dos monjes murieron aquí en diciembre de aquel año. Los encontraron en la nieve, con sus gargantas levemente mutiladas. Mi latín se ha conservado bastante bien, y mi dinero compra toda la ayuda que necesito en materia de intérpretes, traductores y tintorerías. Al igual que visados, pasaportes, billetes de tren, un falso documento de identidad. Nunca tuve dinero cuando era pequeña. Mi madre, en el pueblo, apenas sabía qué aspecto tenía. Ahora estoy aprendiendo que lo compra todo. No, todo no. No todo lo que quiero.
Tu madre que te quiere,
Helen
Aquellos dos días en Bachkovo fueron los más largos de mi vida. Quería ir de inmediato a la fiesta prometida. Quería que empezara cuanto antes, con el fin de seguir la pista de aquella palabra de la canción, dragón, hasta su lugar de origen. No obstante, también temía el momento que seguiría de manera inevitable, cuando esa posible pista también se desvaneciera como humo, o descubriera que no estaba relacionada con nada. Helen ya me había advertido de que las canciones tradicionales eran muy escurridizas. Sus orígenes tendían a perderse con el paso de los siglos, sus textos cambiaban y evolucionaban, sus intérpretes muy pocas veces sabían de dónde procedían y qué antigüedad tenían.
– Eso es lo que las convierte en canciones tradicionales -dijo Helen con aire melancólico, al tiempo que alisaba el cuello de mi camisa, sentados en el patio, el segundo día de nuestra estancia en el monasterio. No era propensa a las caricias de ese estilo, por lo cual supe que estaba preocupada. Yo tenía los ojos irritados y me dolía la cabeza, mientras contemplaba los adoquines bañados por el sol que las gallinas picoteaban. Era un lugar hermoso, extraño y exótico para mí, y veíamos la vida discurrir tal como lo había hecho desde el siglo VI: las gallinas buscaban gusanos, el gato jugaba cerca de nuestros pies, la luz brillante latía en la hermosa mampostería roja y blanca que nos rodeaba. Ya casi no podía experimentar su belleza.
La segunda mañana desperté muy temprano. Pensé que tal vez había oído sonar las campanas, pero no pude decidir si eso había sido en sueños. Desde la ventana de mi celda, con su tosca cortina, creí ver a cuatro o cinco monjes entrar en la iglesia. Me vestí (Dios, qué sucia estaba mi ropa ya, pero no podía perder el tiempo lavándola) y bajé en silencio la escalera que descendía desde la galería al patio. Era muy temprano, aún estaba oscuro, y la luna se estaba poniendo sobre las montañas. Pensé por un momento en entrar en la iglesia y quedarme cerca de la puerta, que habían dejado abierta. De dentro salía la luz de las velas y un olor a cera quemada e incienso, y el interior, que a mediodía estaba muy oscuro, a esta hora era cálido e invitador. Oí cantar a los monjes. La melancolía del sonido se clavó en mi corazón como una daga. Era probable que estuvieran haciendo esto una sombría mañana de 1477, cuando los hermanos Kiril y Stefan y los demás monjes habían abandonado las tumbas de sus hermanos martirizados (¿en el osario?) y emprendido viaje a través de las montañas, con el tesoro en su carreta. Pero ¿qué dirección habían tomado? Me volví hacia el este, después hacia el oeste, por donde la luna estaba desapareciendo a marchas forzadas, y después hacia el sur.
Una brisa había empezado a agitar las hojas de los tilos, y al cabo de pocos minutos vi la primera luz del sol que llegaba desde el otro lado de las laderas y sobre los muros del monasterio. Después, con cierto retraso, un gallo cantó en algún lugar del monasterio.
Habría sido un momento de placer exquisito, el tipo de inmersión en la historia con el que siempre había soñado, si hubiera estado de humor. Descubrí que estaba dando la vuelta poco a poco, como si quisiera intuir la dirección que había seguido el hermano Kiril. En algún lugar había una tumba cuyo emplazamiento se había perdido tanto tiempo atrás que hasta el conocimiento de su ubicación se había desvanecido. Podía estar a un día a pie, a tres horas, a una semana. «No mucho más lejos y sin incidentes», había dicho Zacarías.
¿Qué distancia era «no mucho más lejos»? ¿Adónde habían ido? La tierra se estaba despertando (aquellas montañas boscosas con sus afloramientos rocosos polvorientos, el patio adoquinado que pisaba y la granja y prados del monasterio), pero guardaba su secreto.
A eso de las nueve de la mañana nos fuimos en el coche de Ranov, con el hermano Ivan en el asiento de delante. Tomamos la carretera que seguía el río durante unos diez kilómetros, y después el río dio la impresión de desaparecer. La carretera siguió un valle largo y seco, con curvas y más curvas entre las colinas. Ver este paisaje despertó algo en mi memoria. Di un codazo a Helen y ella me miró con el ceño fruncido.
– Helen, el valle del río.
Entonces su rostro se iluminó y dio unos golpecitos con los dedos en el hombro de Ranov.
– Pregunte al hermano Ivan por el río de este valle. ¿Lo hemos cruzado en algún
momento?
Ranov habló al hermano Ivan sin volverse y nos informó.
– Dice que el río se secó. Ahora lo hemos dejado atrás, donde cruzamos el último puente.
Ya no hay agua en el valle.
Helen y yo nos miramos en silencio. Delante, hacia el final del valle, vi dos picos abruptos que se alzaban sobre las colinas, dos montañas solitarias como alas angulares. Y entre ellas, todavía muy lejos, vimos las torres de una pequeña iglesia. De pronto Helen buscó mi mano.
Unos minutos después nos internamos por una pista de tierra, obedeciendo el letrero de un pueblo al que llamaré Dimovo. Después la pista se estrechó y Ranov frenó delante de la iglesia, aunque Dimovo no se veía.
La iglesia de Sveti Petko el Mártir era muy pequeña (una capilla de albañilería maltratada por los elementos), aposentada en un prado que tal vez se había utilizado para acumular heno durante la estación. Dos robles retorcidos formaban un refugio sobre ella, y a su lado se acurrucaba un cementerio como nunca había visto, tumbas de campesinos, algunas de las cuales se remontaban al siglo XVIII, explicó Ranov con orgullo.
– Es una tradición. Hay muchos sitios como éste en los que, todavía ahora, se entierran a los trabajadores agrícolas. -Las lápidas eran de madera o piedra, con un remate triangular encima, y muchas tenían lamparitas en su base-. El hermano Ivan dice que la ceremonia no empezará hasta las once y media -nos informó Ranov-. Ahora están preparando la iglesia. Primero nos acompañará a casa de Baba Yanka y después volveremos para presenciar el espectáculo.
Nos miró fijamente, como para averiguar qué nos interesaba más.
– ¿Qué están haciendo allí?
Señalé a un grupo de hombres que trabajaban en el campo contiguo a la iglesia. Algunos estaban apilando troncos y ramas grandes, mientras otros disponían ladrillos y piedras a su alrededor. Ya habían recogido un inmenso arsenal del bosque.
– El hermano Ivan dice que es para la hoguera. No lo sabía, pero van a caminar sobre el fuego.
– ¡Caminar sobre el fuego! -exclamó Helen.
– Sí -contestó Ranov-. ¿Conocen esta costumbre? No es muy habitual en nuestros días, sobre todo en esta parte del país. Sólo sé que se conserva en la región del mar Negro, pero esta zona es pobre y supersticiosa. El Partido está trabajando por mejorar la situación. No me cabe duda de que, al final, estas cosas serán eliminadas.
– Yo también he oído hablar de esto. -Helen se volvió hacia mí-. Era una costumbre pagana, y pasó a ser cristiana cuando los pueblos de los Balcanes se convirtieron. Por lo general, se baila más que se camina. Me alegro mucho de poder presenciar algo semejante.
Ranov se encogió de hombros y nos guió hacia la iglesia, pero no antes de ver que uno de los hombres que reunían leña se inclinaba y prendía fuego a la pira, que ardió al instante.
La madera estaba seca, y las llamas no tardaron en alcanzar la parte superior de la pila, de modo que todas las ramas se abrasaron. Hasta Ranov permaneció inmóvil. Los hombres que habían encendido el fuego retrocedieron unos pasos, y luego unos cuantos más, y se limpiaron las manos en los pantalones. El fuego cobró vida plena de repente. Las llamas casi llegaron a la altura del tejado de la iglesia, pero estaban lo bastante lejos para no amenazarla. Vimos al fuego devorar su enorme manjar, hasta que Ranov se volvió de nuevo.
– Dejarán que se vaya quemando durante las siguientes horas -dijo-. Ni los más
supersticiosos se pondrían a bailar ahora.
Cuando entramos en la iglesia, un joven, al parecer el sacerdote, salió a recibirnos. Nos estrechó la mano con una agradable sonrisa, y el hermano Ivan y él se hicieron sendas reverencias.
– Dice que es un honor recibirles en este día -informó Ranov con cierta sequedad.
– Dígale que es un honor para nosotros poder asistir a la fiesta. ¿Podría preguntarle quién fue Sveti Petko?
El sacerdote explicó que era un mártir local, asesinado por los turcos durante la ocupación por negarse a abjurar de su fe. Sveti Petko había sido el párroco de la primera iglesia erigida en este lugar, que los turcos habían incendiado, e incluso después de que quemaran su iglesia se negó a aceptar la fe musulmana. Habían erigido la iglesia más tarde, y enterraron sus reliquias en la antigua cripta. Hoy, mucha gente iba para postrarse allí. Su icono especial, y otros dos de gran poder, serían transportados en procesión alrededor de la iglesia y a través del fuego. Allí estaba Sveti Petko, pintado en la pared delantera de la iglesia. Señaló un fresco semiborrado que tenía detrás, el cual plasmaba un rostro barbudo no muy diferente del suyo. Debíamos volver a visitar la iglesia cuando estuviera todo preparado. Estábamos invitados a presenciar la ceremonia y a recibir la bendición de Sveti Petko. No seríamos los primeros peregrinos de otros países que habían acudido al santuario para aliviar enfermedades o dolores. El sacerdote nos sonrió con dulzura.
Le pregunté por mediación de Ranov si había oído hablar de un monasterio llamado Sveti Georgi. Negó con la cabeza.
– El monasterio más cercano es Bachovski -dijo-. A veces, monjes de otros monasterios han venido aquí en peregrinación, pero hace mucho tiempo.
Supuse que se refería a que las peregrinaciones habían cesado desde la conquista del poder por parte de los comunistas, y tomé nota mental de preguntar a Stoichev acerca de esto cuando volviéramos a Sofía.
– Le preguntaré la dirección de Baba Yanka -dijo Ranov al cabo de un momento.
El sacerdote sabía muy bien dónde vivía. Lamentó no poder acompañarnos, pero la iglesia había estado cerrada meses (sólo acudía aquí los días festivos), de modo que su ayudante y él tenían mucho trabajo que hacer.
La aldea se aposentaba en una hondonada, justo debajo del prado donde se erguía la iglesia.
Era la comunidad más pequeña que había visto desde mi llegada al bloque oriental, no más de quince casas acurrucadas casi con temor, con manzanos y huertos en sus alrededores, pistas de tierra lo bastante anchas para dejar paso a una carreta, un antiguo pozo con un travesaño de madera y un cubo que colgaba de él. Me quedé sorprendido por la absoluta ausencia de elementos modernos, y me descubrí buscando señales del siglo XX. Por lo visto, ese siglo no había pasado por allí, y casi me sentí traicionado cuando vi un cubo de plástico en el patio lateral de una casa de piedra. Daba la impresión de que las casas habían crecido a partir de pilas de roca gris, con los pisos superiores construidos en albañilería como una idea de última hora, con los tejados de pizarra. Algunas exhibían hermosos adornos antiguos de madera que no habrían quedado fuera de lugar en un pueblo de estilo tudor.
Cuando entramos en la única calle de Dimovo, la gente empezó a salir de las casas y establos para darnos la bienvenida, sobre todo gente mayor, muchos deformados hasta extremos increíbles por años de rudo trabajo, las mujeres con las piernas arqueadas de manera grotesca, los hombres inclinados hacia delante como si fueran cargados siempre con un saco invisible de algo pesado. La piel de su cara era de color tostado, con las mejillas encarnadas. Sonreían y saludaban, y vi destellos de encías desdentadas o materiales brillantes en sus bocas. Al menos habían recibido los cuidados de un dentista, pensé, aunque costaba imaginar dónde o cómo. Algunos se adelantaron para inclinarse ante el hermano Ivan, y él los bendijo y dio la impresión de que interrogaba a algunos. Caminamos hasta la casa de Baba Yanka en el centro de una pequeña multitud, cuyos miembros más jóvenes podrían haber cumplido los setenta, aunque Helen me dijo después que estos campesinos debían tener veinte años menos de lo que yo pensaba.
La casa de Baba Yanka era muy pequeña, apenas una cabaña, y se apoyaba contra un pequeño establo. La mujer se acercó a la puerta para ver qué estaba pasando. Lo primero que vi de ella fue un destello de su pañuelo de flores rojas para la cabeza y después su corpiño a rayas y el delantal. Se asomó, nos miró, y algunos aldeanos gritaron su nombre, lo cual provocó que saludara con la cabeza rápidamente. La piel de su cara era de color caoba, la nariz y la barbilla afiladas, y los ojos, cuando nos acercamos más, al parecer castaños, pero perdidos entre pliegues de arrugas.
Ranov le dijo algo (confié en que no fuera nada arrogante o impertinente), y después de mirarnos unos minutos, la mujer cerró la puerta de madera. Esperamos en silencio fuera, y cuando volvió a abrirla, vi que no era tan diminuta como había imaginado. Le llegaba a Helen al hombro, y sus ojos eran risueños en una cara cautelosa. Besó la mano del hermano Ivan y nosotros le estrechamos la mano, cosa que pareció dejarla perpleja. Después nos guió hasta el interior de la casa como si fuéramos un grupo de gallinas fugitivas.
Su casa era muy pobre por dentro, pero limpia, y observé con una punzada de compasión que la había adornado con un jarrón de}flores silvestres, que descansaba sobre una mesa arañada y restregada. La casa de la madre de Helen era una mansión comparada con esta pulcra y destartalada habitación, con la escalerilla que subía al primer piso clavada a una pared. Me pregunté durante cuánto tiempo podría subir la escalera Baba Yanka, pero se movía por la habitación con tal energía que comprendí al cabo de un momento que no era una anciana. Se lo dije en un susurro a Helen y ella asintió.
– Unos cincuenta -dijo en voz baja.
Esto todavía me impresionó más. Mi madre, en Boston, tenía cincuenta y dos años, y habría podido ser la nieta de esta mujer. Las manos de Baba Yanka eran tan deformes como ligeros sus pies. Vi que sacaba platos cubiertos con tela y disponía vasos ante nosotros, y me pregunté qué habría hecho con aquellas manos durante su vida para que tuvieran ese aspecto. Talar árboles, tal vez, cortar leña, recoger cosechas, trabajar con frío y calor. Nos dirigió una o dos miradas subrepticias mientras se afanaba, cada una acompañada de una veloz sonrisa, y al final nos sirvió un brebaje, algo blanco y espeso, que Ranov engulló al instante. Señaló con la cabeza en dirección a la mujer y se secó la boca con un pañuelo. Yo le imité a continuación, pero estuve a punto de morir. El líquido estaba tibio y sabía a suelo de establo. Intenté reprimir las arcadas, mientras Baba Yanka me sonreía. Helen bebió el suyo con dignidad, y Baba Yanka le palmeó la mano.
– Leche de oveja mezclada con agua -explicó Helen-. Imagina que es un batido de leche.
– Ahora le preguntaré si va a cantar -dijo Ranov-. Eso es lo que quieren, ano?
Conversó un momento con el hermano Ivan, quien se volvió hacia Baba Yanka. La mujer se encogió y cabeceó con vehemencia. No, no iba a cantar. Estaba claro que no quería. Nos señaló y escondió las manos bajo el delantal. Pero el hermano Ivan asintió.
– Primero le pediremos que cante lo que le dé la gana -explicó Ranov-. Después podrán interrogarla sobre la canción que les interesa.
Dio la impresión de que Baba Yanka se había resignado, y me pregunté si toda la protesta había sido una exhibición ritual de modestia, porque ya estaba sonriendo de nuevo. Suspiró y enderezó los hombros bajo su gastada blusa floreada. Nos miró sin astucia y abrió la boca. El sonido que surgió se me antojó asombroso, primero porque fue asombrosamente fuerte, de modo que los vasos estuvieron a punto de vibrar sobre la mesa, y la gente que estaba delante de la puerta abierta (me dio la impresión de que se había congregado la mitad del pueblo) asomó la cabeza. Las paredes y el suelo retemblaron, y las ristras de cebollas y pimientos que colgaban sobre la cocina oscilaron. Tomé la mano de Helen a escondidas. Primero nos estremeció una nota, después otra, cada una larga y lenta, cada una un aullido de sufrimiento y desesperación. Recordé a la doncella que había saltado al precipicio antes que ir a parar al harén del bajá, y me pregunté si se trataría de un texto similar. Por extraño que pareciera, Baba Yanka sonreía en cada nota, respiraba hondo y nos sonreía. Escuchamos en estupefacto silencio hasta que enmudeció de repente. La última nota pareció prolongarse indefinidamente en la diminuta casa.
– Queremos saber el significado de la letra, por favor -dijo Helen.
Con aparente dificultad, que no borró su sonrisa, Baba Yanka recitó la letra de la canción, y Ranov tradujo.
El héroe yace en lo alto de la verde montaña.
El héroe agoniza con nueve heridas en el costado.
Oh, tú, halcón, vuela hacia él y dile que sus hombres están a salvo,
a salvo en las montañas, todos sus hombres.
El héroe tenía nueve heridas en el costado,
pero fue la décima la que le mató.
Cuando terminó, Baba Yanka aclaró algún punto a Ranov, sin dejar de sonreír y agitando un dedo hacia él. Tuve la sensación de que le daría unos azotes y le enviaría a la cama sin cenar si se portaba mal en su casa.
– Pregúntele la antigüedad de la canción y dónde la aprendió -dijo Helen.
Ranov formuló la pregunta y Baba Yanka estalló en carcajadas, señaló hacia atrás y agitó las manos, Hasta Ranov sonrió.
– Dice que es antigua como las montañas y ni siquiera su bisabuela sabía su antigüedad. La aprendió de su bisabuela, que vivió hasta los noventa y tres años.
A continuación, Baba Yanka nos hizo preguntas. Cuando clavó los ojos en nosotros, vi que eran unos ojos maravillosos, casi como si el sol y el viento les hubieran dado forma, de un color castaño dorado, casi ámbar, con el brillo realzado por el rojo de su pañuelo. Asintió, como incrédula, cuando le dijimos que éramos de Norteamérica.
– ¿Amerika?-. Dio la impresión de que meditaba-. Eso debe estar más allá de las montañas.
– Es una mujer muy ignorante -comentó Ranov-. El Gobierno se está esforzando al máximo por aumentar el nivel de educación en estos parajes. Es una prioridad importante.
Helen había sacado una hoja de papel y tomó la mano de la mujer.
– Pregúntele si conoce una canción como ésta. Se la tendrá que traducir. «El dragón bajó a nuestro valle. Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.»
Ranov tradujo esto a Baba Yanka. Ella escuchó con atención un momento, y de repente su rostro se contrajo de miedo y desagrado. Retrocedió en su silla de madera y se persignó a toda prisa.
– ¡Ne! -dijo con vehemencia, y liberó su mano de la de Helen-. Ne, ne.
Ranov se encogió de hombros.
– Ya lo entienden. No la sabe.
– Pues claro que sí -dije en voz baja-. Pregúntele por qué tiene miedo de hablarnos de ella.
Esta vez la mujer se puso seria.
– No quiere hablar de la canción -dijo Ranov.
– Dígale que la recompensaremos.
Ranov enarcó las cejas, pero comunicó la oferta a Baba Yanka.
– Dice que hemos de cerrar la puerta. -Se levantó y cerró puertas y postigos,
ocultándonos a los espectadores de la calle-. Ahora cantará.
No habría podido existir mayor contraste entre la interpretación de la primera canción y la de ésta. Dio la impresión de que la mujer se encogía en su silla, acurrucada en el asiento con la vista clavada en el suelo. Su alegre sonrisa había desaparecido, y tenía los ojos de color ámbar clavados en los pies. La melodía era ciertamente melancólica, aunque el último verso se me antojó que finalizaba con una nota desafiante. Ranov tradujo con meticulosidad. ¿Por qué se mostraba tan colaborador?, volví a preguntarme.
El dragón bajó a nuestro valle.
Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.
Asustó al turco infiel y protegió nuestros pueblos.
Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.
Ahora hemos de defendernos solos.
El dragón era nuestro protector,
pero ahora hemos de defendernos de él.
– Bien -dijo Ranov-, ¿era eso lo que querían oír?
– Sí. -Helen palmeó la mano de Baba Yanka y la mujer se puso a farfullar en tono admonitorio.
– Pregúntele de dónde es la canción y por qué le tiene miedo – pidió Helen.
Ranov necesitó unos minutos para abrirse paso entre los reproches de Baba Yanka.
– Aprendió esta canción en secreto de su bisabuela, quien le dijo que nunca la cantara después de oscurecer. La canción trae mala suerte. Parece lo contrario, pero no. Aquí no la cantan, salvo el día de San Jorge. Es el único día que se puede cantar sin peligro, sin traer mala suerte. Confía en que ustedes no hayan provocado la muerte de su vaca o algo peor.
Helen sonrió.
– Dígale que tengo una recompensa para ella, un regalo que ahuyenta la mala suerte y la sustituye por buena. -Abrió la mano de Baba Yanka y depositó un medallón de plata en ella-. Esto pertenece a un hombre muy devoto y sabio, que se lo envía para protegerla. Es la efigie de Sveti Ivan Rilski, un gran santo búlgaro.
Deduje que éste debía ser el pequeño objeto que Stoichev había puesto en la mano de Helen. Baba Yanka lo miró un momento, le dio vueltas en su áspera palma y luego se lo llevó a los labios para besarlo. Lo guardó en algún compartimiento secreto de su delantal.
– Blagodarya -dijo. Besó la mano de Helen y la acarició como si hubiera encontrado a una hija perdida mucho tiempo atrás. Helen se volvió hacia Ranov.
– Haga el favor de preguntarle si sabe lo que significa la canción y de dónde procede. ¿Por qué la cantan el día de San Jorge?
Baba Yanka se encogió de hombros.
– Esta canción no significa nada. Sólo es una antigua canción que trae mala suerte. Mi bisabuela dijo que alguna gente creía que procedía de un monasterio, pero eso no es posible, porque los monjes no cantan canciones así. Cantan alabanzas a Dios. La cantan el día de San Jorge porque invita a Sveti Georgi a matar al dragón y acabar con los tormentos de su pueblo.
– ¿Qué monasterio? -interrogué-. Pregúntele si conoce un monasterio llamado Sveti Georgi, que desapareció hace mucho tiempo.
Pero Baba Yanka se limitó a asentir y chasquear la lengua.
– Aquí no hay ningún monasterio. El monasterio está en Bachkovo. Sólo tenemos la iglesia, donde yo cantaré con mi hermana esta tarde.
Rezongué y pedí a Ranov que probara de nuevo, Esta vez él también chasqueó la lengua.
– Dice que no sabe nada de ningún monasterio. Aquí nunca ha habido un monasterio.
– ¿Cuándo es el día de San Jorge? -pregunté.
– El seis de mayo. -Ranov me miró de arriba abajo-. Se les ha escapado por unas pocas semanas.
Me quedé en silencio, pero entretanto Baba Yanka había vuelto a animarse. Estrechó nuestras manos, besó a Helen y nos hizo prometer que iríamos a escucharla por la tarde.
– Es mucho mejor con mi hermana. Hace la segunda voz.
Le aseguramos que no faltaríamos. Insistió en obsequiarnos con algo de comer, que estaba preparando cuando entramos. Consistía en patatas y una especie de engrudo, y más leche de oveja. Supuse que me acostumbraría si me quedaba unos meses. Comimos y alabamos sus artes culinarias, hasta que Ranov nos dijo que debíamos volver a la iglesia si queríamos ver el inicio del oficio religioso. Baba Yanka se separó de nosotros de mala gana, apretó nuestros brazos y manos y palmeó las mejillas de Helen.
La hoguera que habían encendido junto a la iglesia casi se había apagado, aunque algunos troncos todavía ardían sobre las brasas, pálidas a la brillante luz de la tarde. Los aldeanos estaban empezando a congregarse cerca de la iglesia, incluso antes de que las campanas empezaran a tañer. Las campañas tañeron en la pequeña torre de piedra, y después, un joven sacerdote apareció en la puerta. Ahora iba vestido de rojo y dorado, con una larga capa bordada sobre su hábito y un chal negro encima del gorro. Llevaba un incensario con cadena de oro, que hizo oscilar en tres direcciones ante la puerta de la iglesia.
La gente congregada (mujeres vestidas como Baba Yanka con rayas y flores, o de negro de pies a cabeza, y hombres con toscos chalecos y pantalones de lana color castaño, camisas blancas atadas o abotonadas en el cuello) retrocedió cuando el sacerdote salió. Se mezcló con ellos, les bendijo con la señal de la cruz, y algunos inclinaron la cabeza o se arrodillaron delante de él. Detrás venía un hombre de mayor edad, vestido como un monje con un sencillo hábito negro. Supuse que debía ser su ayudante. Este hombre sostenía un icono en los brazos, cubierto con seda púrpura. Lo vi apenas un momento, un rostro rígido, pálido, de ojos oscuros. Debía ser Sveti Petko, pensé. Los aldeanos siguieron al icono en silencio alrededor del perímetro de la iglesia. Muchos se apoyaban en bastones o en los brazos de los más jóvenes. Baba Yanka nos localizó y tomó mi brazo con orgullo, como para demostrar a sus vecinos los buenos contactos que tenía. Todo el mundo nos miró. Se me ocurrió que estábamos recibiendo al menos tanta atención como el icono.
Los dos sacerdotes nos guiaron en silencio por la parte posterior de la iglesia y el otro lado, donde vimos el anillo de fuego a corta distancia y percibimos el olor del humo que se alzaba de él. Las llamas estaban languideciendo, sin que nadie se ocupara de ellas, los últimos troncos y ramas tenían un color naranja intenso, y el conjunto se iba convirtiendo poco a poco en una masa de brasas. Repetimos tres veces esta procesión alrededor de la iglesia, y después el sacerdote se detuvo de nuevo en el porche y empezó a cantar. A veces su ayudante le contestaba y a veces los feligreses murmuraban una respuesta, se persignaban o inclinaban la cabeza. Baba Yanka había soltado mi brazo, pero no se había alejado de nosotros. Helen lo observaba todo con mucho interés, y también Ranov.
Al final de esta ceremonia al aire libre, seguimos a la congregación al interior de la iglesia, oscura como una tumba después del resplandor de los campos y las arboledas. Era una iglesia pequeña, pero el interior poseía una especie de exquisitez, de la que iglesias más grandes que habíamos visto no podían presumir. El sacerdote joven había colocado el icono de Sveti Petko en un lugar de honor cerca de la parte delantera, apoyado en un podio tallado. Observé que el hermano Ivan se inclinaba ante el altar.
Como de costumbre, no había bancos. La gente estaba de pie o arrodillada sobre el frío suelo de piedra, y algunas mujeres se habían postrado en el centro de la iglesia. Las paredes laterales albergaban nichos con frescos o iconos, y en una de ellas destaca una abertura oscura que, pensé, debía descender a la cripta. Era fácil imaginar los siglos de campesinos que habían rezado allí, y en la iglesia anterior que se había alzado en este mismo lugar.
Después de lo que se me antojó una eternidad, los cánticos cesaron. La gente se inclinó de nuevo y empezamos a salir de la iglesia. Algunas personas se detuvieron a besar iconos o a encender velas, que colocaban en los candelabros de hierro cercanos a la entrada. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar, y seguimos a los feligreses al exterior, donde el sol, la brisa y los campos rutilantes nos asaltaron sin previo aviso. Habían dispuesto una mesa larga bajo los árboles, y las mujeres ya estaban sacando platos y sirviendo algo contenido en jarras de cerámica. Entonces vi que había una segunda hoguera encendida a este lado de la iglesia, más pequeña, sobre la que colgaba un cordero ensartado. Dos hombres le estaban dando vueltas sobre las brasas, y se me hizo la boca agua al percibir aquel aroma primitivo. Baba Yanka llenó nuestros platos y nos condujo hasta una manta alejada de la muchedumbre. Allí conocimos a su hermana, que era igual que ella, aunque un poco más alta y delgada, y todos disfrutamos de la excelente comida. Hasta Ranov, sentado con su traje de ciudad sobre la manta, parecía casi contento. Otros aldeanos se detuvieron a saludarnos y a preguntar a Baba Yanka y su hermana cuándo cantarían, atención que ellas desecharon con un ademán digno de estrellas de la ópera.
Cuando no quedó nada del cordero y las mujeres se pusieron a lavar platos sobre un cubo de madera, reparé en que tres hombres habían sacado instrumentos musicales y se estaban preparando para tocar. Uno de ellos sostenía el instrumento más raro que había visto de cerca en mi vida, una bolsa hecha de piel blanca de animal muy limpia, con tubos de madera que sobresalían de ella. Era una especie de gaita, y Ranov nos dijo que era un instrumento antiguo de Bulgaria, la gaida, hecha de piel de cabra. El anciano que la acunaba en sus brazos fue soplando poco a poco hasta transformarla en un gran globo; este proceso duró sus buenos diez minutos, y el hombre estaba rojo como un tomate antes de terminar. La colocó bajo el brazo y sopló por un tubo, y todo el mundo aplaudió y le animó.
Emitió un sonido animal, un balido intenso, un chillido o un graznido. Helen rió.
– Hay gaitas en todas las culturas ganaderas del mundo -me informó.
Entonces el viejo se puso a tocar, y al cabo de un momento sus amigos se le unieron, uno provisto de una larga flauta de madera cuya voz remolineó a nuestro alrededor como una cinta móvil, mientras el segundo golpeaba un tambor de piel suave con una baqueta forrada de fieltro. Algunas mujeres se levantaron de un brinco y formaron una hilera, y un hombre con un pañuelo blanco, tal como habíamos visto con Stoichev, las guió alrededor del prado.
La gente demasiado vieja o enferma para bailar sonreía con sus terribles dientes y encías vacías, pateaban el suelo o seguían el ritmo con sus bastones.
Baba Yanka y su hermana estaban calladas, como si su momento aún no hubiera llegado.
Esperaron a que el flautista las llamara con gestos y sonrisas, y luego a que el público se sumara a la llamada, fingieron cierta vacilación, y al final se levantaron y caminaron cogidas de la mano hacia los músicos, a cuyo lado se colocaron. Todo el mundo enmudeció, y la gaida tocó una pequeña introducción. Las dos mujeres empezaron a cantar, con los brazos enlazados mutuamente alrededor de la cintura, y el sonido que produjeron (una armonía que me llegaba a las entrañas, áspera y bella) dio la impresión de emanar de un solo cuerpo. El sonido de la gaida se intensificó a su alrededor, y después las tres voces, las voces de las dos mujeres y la cabra, se elevaron juntas y se dispersaron sobre nosotros como el gemido de la propia tierra. De pronto, los ojos de Helen se inundaron de lágrimas, algo tan inusual que la rodeé con mi brazo delante de todo el mundo.
Después de que las mujeres interpretaran cinco o seis canciones, con vítores procedentes de la multitud, todo el mundo se levantó, aunque no supe a qué señal se debía hasta que el sacerdote se acercó. Portaba un icono de Sveti Petko, envuelto en terciopelo rojo, y detrás venían dos muchachos, cada uno vestido con un hábito oscuro y cargados con un icono cubierto por completo de seda blanca. Esta procesión se dirigió al otro lado de la iglesia,
seguida de los músicos, que interpretaban una triste melodía, hasta detenerse entre la iglesia y la hoguera grande. El fuego se había apagado por completo. Sólo quedaba un círculo de brasas consumidas, de un rojo infernal. Hilillos de humo se elevaban de ellas, como si debajo hubiera algo vivo que aún respirara. El sacerdote y sus ayudantes se pararon junto a la pared de la iglesia, sosteniendo sus tesoros delante de ellos.
Por fin, los músicos atacaron una nueva canción, alegre pero triste al mismo tiempo, pensé, y uno a uno, los aldeanos que podían bailar, o al menos caminar, formaron una larga línea serpenteante que se puso a dar vueltas poco a poco alrededor del fuego. Cuando la hilera pasó delante de la iglesia, Baba Yanka y otra mujer (esta vez no era su hermana, sino una mujer todavía más curtida por la intemperie, cuyos ojos nublados parecían casi ciegos) se adelantaron e inclinaron la cabeza ante el sacerdote y los iconos. Se quitaron los zapatos y calcetines y los dejaron con cuidado junto a la escalera de la iglesia. Besaron el rostro adusto de Sveti Petko y recibieron la bendición del sacerdote. Los jóvenes ayudantes de éste entregaron un icono a cada mujer, al tiempo que retiraban las fundas de seda. La música alcanzó una nueva intensidad. El hombre que tocaba la gaida sudaba profusamente, con el rostro amoratado y las mejillas infladas.
A continuación, Baba Yanka y la mujer de los ojos nublados se pusieron a bailar, sin perder el paso en ningún momento, y después, mientras yo presenciaba la escena inmóvil, bailaron descalzas sobre las brasas. Cada mujer sostenía el icono delante de ella cuando entró en el círculo. Cada una lo sostenía en alto, con la vista clavada con dignidad en otro mundo. La mano de Helen estrujó la mía hasta que me dolieron los dedos. Los pies de las mujeres se alzaban y caían sobre las brasas, levantaban chispas. En un momento dado vi que del dobladillo de la falda a rayas de Baba Yanka salía humo. Bailaron entre las brasas al misterioso ritmo del tambor y la gaita, y cada una tomó una dirección diferente dentro del círculo de fuego.
Yo no había visto los iconos cuando entraron en el círculo, pero ahora observé que uno, en manos de la mujer ciega, plasmaba a la Virgen María, con el Niño sobre la rodilla, la cabeza inclinada bajo una pesada corona. No pude ver el icono de Baba Yanka hasta que dio la vuelta al círculo. El rostro de Baba Yanka era asombroso, los ojos enormes y fijos, los labios relajados, la piel marchita brillante a causa del terrible calor. El icono que portaba en brazos debía ser muy antiguo, como el de la Virgen, pero a través de las manchas de humo y el calor, distinguí muy bien una imagen. Mostraba a dos figuras enfrentadas en una especie de baile, dos seres terribles y amenazadores por igual. Uno era un caballero con armadura y capa roja, el otro un dragón de cola larga y ensortijada.
Diciembre de 1963
Querida hija:
Ahora estoy en Nápoles. Este año voy a intentar ser más sistemática en mi investigación.
Hace calor en Nápoles, pese a ser diciembre, cosa que agradezco porque estoy muy
resfriada. Nunca supe lo que significaba sentirse sola antes de dejarte, porque nunca nadie me había amado como tu padre, y como tú, creo. Ahora soy una mujer solitaria en una biblioteca, que se suena la nariz y toma notas. Me pregunto si alguien se ha sentido tan solo como yo me siento aquí en la habitación de mi hotel. En público, llevo el pañuelo sobre la blusa de cuello alto. Mientras desayuno sola, alguien me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.
Después aparto la vista. Tú no eres la única persona con la que no me merezco
relacionarme.
Tu madre que te quiere,
Helen
Febrero de 1964
Querida hija:
Atenas es sucia y ruidosa, y me resulta difícil acceder a los documentos que necesito del Instituto de Grecia Medieval, que parece ser tan medieval como su contenido. Pero esta mañana, sentada en la Acrópolis, casi puedo imaginar que esta separación terminará algun día, y nos sentaremos, cuando ya seas una mujer, tal vez, sobre estas piedras derrumbadas miraremos la ciudad. Yamos a ver: serás alta como tu padre, como yo, de pelo oscuro revuelto (¿muy corto o recogido en una trenza gruesa?), llevarás gafas de sol y zapatillas de deporte, tal vez un pañuelo en la cabeza si el viento es tan fuerte como hoy. Y yo estaré vieja, arrugada, sólo orgullosa de ti. Los camareros de los cafés te mirarán a ti, no a mí, y
yo reiré feliz, mientras tu padre les lanza una mirada fulminante por encima del periódico.
Tu madre que te quiere,
Helen
Marzo de 1964
Querida hija:
Ayer, mis fantasías acerca de la Acrópolis eran tan intensas que he vuelto esta mañana sólo para escribirte. Sin embargo, en cuanto me senté a contemplar la ciudad, me empezó a doler la herida del cuello, y pensé que una presencia me estaba acechando en las cercanías, de modo que sólo pude mirar a mi alrededor una y otra vez, con la intención de ver a alguien sospechoso entre las multitudes de turistas. No puedo entender por qué este monstruo no ha venido todavía desde el abismo de los siglos para encontrarme. Ya estoy a su alcance, contaminada, casi deseosa de él. ¿Por qué no toma la iniciativa y me alivia de esta desdicha? Pero en cuanto pienso esto, me doy cuenta de que debo seguir oponiéndole resistencia, rodeándome y protegiéndome con todo tipo de amuletos, hasta descubrir sus añagazas con la esperanza de sorprenderle en una de ellas, tan desprevenido que yo sea capaz de pasar a la historia por haberlo destruido. Tú, mi ángel perdido, eres el fuego que alimenta esta ambición desesperada.
Tu madre que te quiere,
Helen
Cuando vimos el icono con el que cargaba Baba Yanka, no sé quién fue el primero que lanzó una exclamación, Helen o yo, pero los dos disimulamos la reacción al instante. Ranov estaba apoyado en un árbol a menos de tres metros de distancia, y observé aliviado que estaba contemplando el valle, aburrido y desdeñoso, ocupado con su cigarrillo, y al parecer no había reparado en el icono. Pocos segundos después, Baba Yanka se había dado la vuelta para salir del fuego en compañía de la otra mujer, y ambas se acercaron al sacerdote.
Devolvieron los iconos a los dos muchachos, que los cubrieron al instante. Yo no dejaba de vigilar a Ranov. El sacerdote estaba bendiciendo a las dos mujeres, y se alejaron con el hermano Ivan, que les dio a beber agua. Baba Yanka nos dirigió una mirada de orgullo cuando pasó, ruborizada, sonriente, y nos guiñó el ojo. Helen y yo le dedicamos una inclinación, admirados. Examiné sus pies. No parecían haber sufrido el menor daño, igual que los de la otra mujer. Sólo en sus caras se notaba el calor del fuego, como una quemadura solar.
– El dragón -murmuró Helen mientras las mirábamos.
– Sí -dije-. Hemos de averiguar dónde guardan ese icono y qué antigüedad tiene.
Vamos. El cura nos prometió una visita a la iglesia.
– ¿Y Ranov?
Helen no miró a su alrededor.
– Tendremos que rezar para que decida abstenerse de seguirnos -dije-. Creo que no vio el icono.
El sacerdote estaba volviendo a la iglesia, y la gente había empezado a dispersarse. Le seguimos con parsimonia, y le encontramos colocando el icono de Sveti Petko en su podio.
No vimos los otros dos iconos. Le di las gracias y alabé en inglés la belleza de la ceremonia. Agité las manos y señalé al exterior. Pareció complacido. Después hice un ademán que abarcó la iglesia y enarqué las cejas.
– ¿Podemos dar una vuelta?
– ¿Una vuelta?
Frunció el ceño un segundo, y volvió a sonreír. Esperen. Sólo necesitaba cambiarse.
Cuando volvió con su atuendo negro habitual, nos enseñó todos los nichos, señalando ikoni y Hristos, y otras cosas que comprendimos más o menos. Por lo visto, sabía mucho de aquel lugar y de su historia, pero desgraciadamente no pudimos entenderle. Por fin, le pregunté dónde estaban los demás iconos, y señaló la cavidad que yo había advertido antes en una capilla lateral. Al parecer, los habían devuelto a la cripta, donde los guardaban.
Buscó su linterna y nos guió hacia abajo.
Los peldaños de piedra eran empinados, y la corriente fría que nos llegó desde abajo consiguió que la iglesia pareciera provista de calefacción. Agarré la mano de Helen mientras seguíamos la linterna del sacerdote, la cual iluminaba las piedras antiguas que nos rodeaban. La pequeña cámara no estaba del todo a oscuras. Las velas de dos lampadarios ardían junto al altar, y al cabo de un momento vimos que no se trataba de un altar, sino de un trabajado relicario de latón, cubierto en parte por damasco rojo bordado. Sobre él descansaban los dos iconos en sus marcos plateados, la Virgen y (avancé un paso) el dragón y el caballero.
– Sveti Petko -dijo el cura risueño, y tocó el cofre.
Señalé la Virgen, y nos dijo algo relacionado con el Bachkovski manastir, aunque no entendimos nada más. Después señalé el otro icono, y el sacerdote sonrió.
– Sveti Georgi -dijo, e indicó el caballero. Señaló el dragón-. Drakula.
– Debe de significar dragón -me advirtió Helen.
Asentí.
– ¿Cómo podemos preguntarle de qué siglo cree que son?
– ¿Star? ¿Staro? -probó Helen.
El sacerdote negó con la cabeza para mostrar su acuerdo.
– Mnogo star -dijo con solemnidad. Le miramos. Alcé la mano y conté dedos. ¿Tres?
¿Cuatro? ¿Cinco? El hombre sonrió. Cinco. Cinco dedos: unos quinientos años.
– Cree que es del siglo quince -dijo Helen-. Dios, ¿cómo vamos a preguntarle de dónde son?
Señalé el icono, abarqué la cripta con un ademán, indiqué la iglesia de encima. Cuando me entendió, hizo el gesto universal de ignorancia: se encogió de hombros y enarcó las cejas.
No lo sabía. Al parecer, intentaba decirnos que el icono llevaba en Sveti Petko cientos de años. No sabía nada más.
Se volvió por fin, sonriente, y nos preparamos para seguirle a él y a su linterna escaleras arriba. Habríamos dejado el lugar definitivamente, sin la menor esperanza, sí el estrecho tacón del zapato de Helen no se hubiera trabado entre dos piedras. Lanzó una exclamación de irritación (yo sabía que no tenía otro par de zapatos) y me agaché al instante para ayudarla. Casi habíamos perdido de vista al sacerdote, pero las velas que ardían junto al relicario me proporcionaron luz suficiente para ver lo que estaba grabado en la vertical del último escalón, al lado del pie de Helen. Era un pequeño dragón, tosco pero inconfundible, tan inconfundible como el dibujo de mi libro. Me puse de rodillas sobre las piedras y lo
seguí con una mano. Lo conocía tan bien como si lo hubiera grabado yo mismo. Helen se acuclilló a mi lado, olvidando el zapato.
– Dios mío -dijo-. ¿Qué es este lugar?
– Sveti Georgi -dije poco a poco-. Ha de ser Sveti Georgi.
Me miró a la tenue luz, y el pelo le cayó sobre los ojos.
– Pero la iglesia es del siglo dieciocho -protestó. Entonces su rostro se iluminó-. ¿Crees que…?
– Montones de iglesia tienen cimientos mucho más antiguos, ¿verdad? Sabemos que ésta fue reconstruida después de que los turcos quemaran la primera. Tal vez era la iglesia de un monasterio, un monasterio olvidado hace mucho tiempo -susurré agitado-. Pudo ser reconstruida décadas o siglos más tarde, y rebautizada con el nombre del mártir que recordaban.
Helen se volvió horrorizada y miró el relicario de latón detrás de nosotros.
– ¿Crees también…?
– No lo sé -dije poco a poco-. Me parece improbable que hayan confundido unas reliquias con otras, pero ¿cuándo crees que abrieron por última vez esa caja?
– No parece lo bastante grande -dijo, pero pareció incapaz de seguir hablando.
– No lo es -admití-, pero hemos de intentarlo. Al menos yo. Quiero que te mantengas al margen de esto, Helen.
Me dirigió una mirada inquisitiva, perpleja por la idea de que se me hubiera pasado por la cabeza prescindir de su ayuda.
– Es muy grave forzar la puerta de una iglesia y profanar la tumba de un santo.
– Lo sé -dije-, pero ¿y si no es la tumba de un santo?
Había dos nombres que ninguno de los dos habríamos podido pronunciar en aquel lugar frío y oscuro, con sus luces parpadeantes, el olor a cera y tierra. Uno de esos nombres era Rossi.
– ¿Ahora mismo? Ranov debe de estar buscándonos -dijo Helen.
Cuando salimos de la iglesia, las sombras de los árboles se estaban alargando y nuestro guía nos estaba buscando con expresión impaciente. El hermano Ivan estaba a su lado, pero reparé en que casi no se hablaban.
– ¿Ha hecho una buena siesta? -preguntó Helen cortésmente.
– Ya es hora de volver a Bachkovo. -La voz de Ranov era brusca de nuevo. Me pregunté si se sentía decepcionado por el hecho de que, en apariencia, no habíamos encontrado nada en aquel lugar-. Nos iremos a Sofía por la mañana. Me aguardan algunos asuntos. Confío en que estén satisfechos de su investigación.
– Casi -dije-. Me gustaría ver a Baba Yanka por última vez para agradecerle su ayuda.
– Muy bien.
Ranov parecía irritado, pero nos guió de vuelta al pueblo. El hermano Ivan caminaba en silencio detrás de nosotros. La calle estaba tranquila bajo la luz dorada del anochecer, por todas partes se olía a guisos. Vi a un anciano que iba a la bomba de agua principal y llenaba un cubo. Al final de la callejuela de Baba Yanka vimos un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Oímos sus voces plañideras y vimos que se apelotonaban entre las casas, hasta que un muchacho las obligó a doblar una esquina.
Baba Yanka se alegró mucho de vernos. La felicitamos por su maravillosa interpretación y por el baile. El hermano Ivan la bendijo con un gesto silencioso.
– ¿Cómo es que no se quema? -preguntó Helen.
– Ah, es gracias al poder de Dios -contestó la mujer-. Más tarde no me acuerdo de cómo pasó. A veces siento los pies calientes después, pero nunca me quemo. Es el día más hermoso del año para mí, aunque no me acuerdo mucho de él. Durante meses estoy tan serena como un lago.
Sacó una botella sin etiquetar de la alacena y nos sirvió vasos de un líquido marrón claro.
Dentro de la botella flotaban largas hierbas. Ranov explicó que eran para darle sabor. El hermano Ivan declinó la invitación, pero Ranov aceptó un vaso. Al cabo de unos cuantos sorbos, empezó a interrogar al hermano Ivan con una voz tan cordial como las ortigas. No tardaron en enzarzarse en una discusión que no entendí, aunque capté con frecuencia la palabra politicheski.
Después de estar sentados un rato, interrumpí la conversación un momento para pedir a Ranov que preguntara a Baba Yanka si podía utilizar su cuarto de baño. El hombre emitió una risita desagradable. Había recuperado su antiguo humor, pensé.
– Temo que no es muy cómodo -dijo.
Baba Yanka también rió, y señaló la puerta de atrás. Helen dijo que me acompañaría y esperaría su turno. El retrete del patio posterior de Baba Yanka estaba aún más destartalado que la casa, pero era lo bastante ancho para ocultar nuestra huida entre los árboles y colmenas, hasta salir por la cancela posterior. No se veía a nadie, pero al llegar a la carretera nos internamos entre los arbustos y ascendimos por la colina. Por suerte, no había nadie en los alrededores de la iglesia, envuelta ya en profundas sombras. El anillo de fuego refulgía bajo los árboles.
No nos molestamos en probar la puerta de delante, porque podían vernos desde la carretera.
Nos encaminamos a toda prisa hacia la parte de atrás. Había una ventana baja, cubierta en el interior por cortinas púrpura.
– Por aquí entraremos en el santuario -dijo Helen. El armazón de madera sólo estaba cerrado con pestillo, pero no con llave, de modo que lo abrirnos astillando un poco el marco y nos colamos entre las cortinas. Después lo cerramos todo a nuestras espaldas. Dentro, vi que Helen tenía razón. Estábamos detrás del iconostasio-. Aquí no se permite la entrada a las mujeres -dijo en voz baja, pero estaba mirando a su alrededor con la curiosidad de una colegiala mientras hablaba.
La estancia que había detrás del iconostasio albergaba un alto altar cubierto de telas y velas.
Dos libros antiguos descansaban sobre un aparador de latón cercano, y de unos ganchos clavados en la pared colgaban las hermosas vestimentas que el sacerdote había utilizado antes. Reinaban un silencio y una tranquilidad terribles. Localicé la puerta santa, a través de la cual el sacerdote había salido, y nos adentramos con sentimiento de culpa en la oscura iglesia. Las estrechas ventanas proporcionaban escasa iluminación, pero todas las velas estaban apagadas, tal vez por temor a un incendio, y tardé un poco en encontrar la caja de cerillas en una estantería. Saqué una vela para cada uno de un candelabro y las encendí.
Después bajamos la escalera con suma cautela.
– Odio esto -oí murmurar a Helen detrás de mí, pero sabía que no quería echarse atrás bajo ninguna circunstancia-. ¿Cuándo crees que Ranov empezará a echarnos de menos?
La cripta era el lugar más oscuro que había visto en mi vida, con todas las velas apagadas, de modo que agradecí los dos puntos de luz que llevábamos. Encendí las velas apagadas con la mía. Arrancaron reflejos de latón y bordados en oro del relicario. Mis manos se habían puesto a temblar de una forma desaforada, pero conseguí desenfundar el pequeño cuchillo de Turgut que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, donde había estado desde que salimos de Sofía. Lo dejé en el suelo cerca del relicario, y Helen y yo levantamos con delicadeza los dos iconos de su sitio (aparté la vista del dragón y san Jorge) y los apoyamos contra una pared. Quitamos la pesada tela y Helen la dobló. Durante todo el rato estuve bien alerta por si se producía algún sonido, aquí o en la iglesia, de manera que hasta el silencio empezó a repiquetear y gemir en mis oídos. En un momento dado, Helen me tiró de la manga y ambos escuchamos, pero no oímos nada.
Cuando el relicario estuvo descubierto, lo miramos temblorosos. La parte superior estaba moldeada con hermosos bajorrelieves. Un santo de pelo largo con una mano alzada para bendecirnos, probablemente el retrato del mártir cuyos huesos estaban dentro. Me descubrí deseando que sólo encontráramos unos cuantos fragmentos de huesos, para poder cerrar a continuación el relicario, pero luego pensé en la ausencia que seguiría a continuación: la ausencia de Rossi, la ausencia de venganza, la pérdida. Daba la impresión de que el relicario estaba clavado o atornillado y de que me iba a ser imposible abrirlo, por mucho que me fuera la vida en ello. Lo inclinamos un poco, y algo se movió en el interior, un sonido siniestro. Era demasiado pequeño para contener algo que no fuera el cuerpo de un niño, o partes diversas, pero era muy pesado. Se me ocurrió por un horrible momento que tal vez sólo la cabeza de Vlad había terminado allí; aunque eso dejaría otros puntos sin explicar. Empecé a sudar y a preguntarme si debíamos volver arriba y buscar alguna herramienta en la iglesia, aunque no confiaba en encontrar nada.
– Intentemos dejarlo en el suelo -dije con los dientes apretados, y entre los dos bajarnos la caja. Así quizá conseguiría ver mejor los cierres y goznes de la parte superior, pensé, o incluso buscar apoyo para abrirla.
Estaba a punto de intentarlo cuando Helen lanzó un grito.
– ¡Mira, Paul!
Me volví al instante y vi que el mármol polvoriento sobre el que había descansado el relicario no era un bloque sólido. La parte superior se había movido un poco en nuestro esfuerzo por levantar el relicario. Creo que me había quedado sin respiración, pero juntos, sin cruzar ni una palabra, conseguimos apartar la losa de mármol. No era gruesa, pero pesaba una tonelada, y los dos jadeábamos cuando la dejamos apoyada contra la pared.
Debajo había una losa larga de roca, la misma roca de las paredes y el suelo, una piedra del tamaño de un hombre. El retrato, tallado en la dura superficie, era de lo más tosco. No era el retrato de un santo, sino de un hombre de verdad, un rostro de facciones rudas, ojos almendrados, nariz larga, bigote largo, un rostro cruel coronado por un gorro triangular que conseguía parecer gallardo incluso en ese tosco perfil.
Helen retrocedió, con los labios exangües a la luz de las velas, y yo reprimí el impulso de tomarla del brazo y subir corriendo la escalera.
– Helen -dije en voz baja, pero no había nada más que decir. Recogí el cuchillo y ella rebuscó dentro de sus ropas (no logré ver dónde) y extrajo la diminuta pistola. Extendió el brazo al máximo, cerca de la pared. Después deslizamos la mano por debajo de la lápida y tiramos hacia arriba. La piedra se deslizó a medias, una construcción maravillosa. Los dos temblábamos visiblemente, de modo que la piedra estuvo a punto de resbalarnos de las manos. Cuando la apartamos del todo, miramos el cuerpo que había dentro, los ojos cerrados, la piel cetrina, los labios de un rojo anormal, la respiración imperceptible. Era el profesor Rossi.
Ojala pudiera decir que hice algo valiente y útil, o que tomé a Helen en mis brazos por si se desmayaba, pero no fue así. No existe casi nada peor que un rostro amado transformado por la muerte, la decadencia física o una enfermedad horripilante. Esos rostros son monstruos de la peor especie: los seres queridos insufribles.
– Oh, Rossi -dije, y las lágrimas resbalaron sobre mis mejillas sin que pudiera evitarlo.
Helen se acercó un paso y le miró. Me di cuenta de que llevaba la misma ropa de la última noche que había hablado con él, casi un mes antes. Estaba rota y sucia, como si hubiera sufrido un accidente. La corbata había desaparecido. Un reguero de sangre llenaba las arrugas de un lado de su cuello y formaba un estuario escarlata sobre el cuello sucio de su camisa. Su boca estaba fofa e hinchada, y aparte de que su pecho subía y bajaba, estaba inmóvil. Helen extendió la mano.
– No le toques -le advertí en tono perentorio, lo cual sólo consiguió aumentar mi horror.
Pero Helen parecía tan en trance como él, y al cabo de un segundo, con los labios temblorosos, acarició su mejilla con los dedos. No sé si fue peor que Rossi abriera los ojos, pero lo hizo. Todavía eran muy azules, incluso bajo aquella luz lóbrega, pero las escleróticas estaban inyectadas en sangre y tenía los párpados hinchados. Aquellos ojos estaban terriblemente vivos, y perplejos, y se movían de un lado a otro como si intentaran asimilar nuestros rostros, mientras su cuerpo continuaba inmóvil como el de un muerto.
Entonces dio la impresión de que su mirada se posaba en Helen, inclinada sobre él, y sus ojos azules se iluminaron con una intensidad tremenda y se abrieron como para abarcarla por completo.
– Oh, amor mío -dijo en voz muy baja. Tenía los labios agrietados e hinchados, pero su voz era la voz que yo amaba, el límpido acento.
– No… Mi madre -dijo Helen, como si le costara hablar. Apoyó la mano sobre la mejilla del hombre-. Soy Helen, padre… Elena. Soy tu hija.
Rossi levantó una mano débil, como si apenas la controlara, y tomó la de ella. Tenía la mano amoratada, con las uñas muy largas y amarillentas. Quise decirle que le sacaríamos enseguida de allí, que volveríamos a casa, pero también sabía la gravedad de su enfermedad.
– Ross -dije, y me incliné sobre él-. Soy Paul. Estoy aquí.
Sus ojos pasearon perplejos entre Helen y yo, y después los cerró con un susurro que estremeció su cuerpo hinchado.
– Oh, Paul -dijo-. Has venido a buscarme. No tendrías que haberlo hecho.
Miró de nuevo a Helen, con los ojos nublados, como si quisiera decir algo más.
– Me acuerdo de ti -murmuró al cabo de un momento.
Busqué en el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué el anillo que me había dado la madre de Helen. Lo acerqué a sus ojos, aunque no demasiado, y entonces soltó la mano de Helen y tocó el anillo con torpeza.
– Para ti -le dijo, y ella lo aceptó y lo colocó en su dedo.
– Mi madre -dijo Helen, con la boca temblorosa-. ¿Te acuerdas de ella? La conociste en Rumanía.
Rossi la miró con algo de su antigua agudeza y sonrió. Su rostro se contorsionó.
– Sí -susurró por fin-. Yo la amaba. ¿Adónde fue?
– Está sana y salva en Hungría -dijo Helen.
– ¿Eres tú su hija?
Parecía estupefacto.
– Soy tu hija.
Las lágrimas afluyeron poco a poco a los ojos de Rossi, como si ya no le resultara fácil, y resbalaron por las arrugas de las comisuras. Los arroyuelos brillaron a la luz de las velas.
– Paul, cuida de ella, te lo ruego -dijo con voz débil.
– Voy a casarme con ella -contesté. Apoyé la mano sobre su pecho. Una especie de resuello inhumano resonaba en su interior, pero me obligué a no apartarla.
– Eso es… estupendo -dijo por fin-. ¿Su madre está viva y sana?
– Sí, padre. -El rostro de Helen tembló-. Está bien. Está en Hungría.
– Sí, ya lo habías dicho.
Volvió a cerrar los ojos.
– Ella aún te quiere, Rossi. -Acaricié la pechera de su camisa con una mano insegura-. Te envía este anillo y… un beso.
– Intenté recordar muchas veces dónde estaba, pero algo…
– Ella sabe que lo intentaste. Descansa un momento.
Su respiración era cada vez más ronca.
De repente, sus ojos se abrieron y luchó por levantarse. Fue espantoso presenciar sus esfuerzos, sobre todo porque no produjeron casi ningún resultado.
– Hijos, tenéis que iros cuanto antes -jadeó-. Es muy peligroso que estéis aquí. Volverá y os matará.
Sus ojos volaron de un lado a otro.
– ¿Drácula? -pregunté en voz baja.
Hizo una mueca horrible al oír el nombre.
– Sí. Está en la biblioteca.
– ¿En la biblioteca? -Miré a mi alrededor sorprendido pese al horror que transparentaba la cara de Rossi-. ¿Qué biblioteca?
– Su biblioteca está allí…
Intentó señalar una pared.
– Ross -le apremié-, dinos que ocurrió y qué tenemos que hacer.
Dio la impresión de que intentaba enfocar su vista un momento. Me miró y parpadeó varias veces. La sangre seca de su cuello se movió cuando luchó por respirar.
– Se abalanzó sobre mí de repente, en mi despacho, y me llevó consigo a un largo viaje.
No estuve… consciente durante una gran parte del tiempo, de modo que no sé dónde estoy.
– En Bulgaria -dijo Helen sin soltar su mano hinchada.
Los ojos de Rossi destellaron de nuevo con un antiguo interés, una chispa de curiosidad.
– ¿Bulgaria? Por eso…
Intentó humedecerse los labios.
– ¿Qué te hizo?
– Me trajo aquí después de cuidar de su… diabólica biblioteca. He intentado resistir de todas las formas imaginables. Fue culpa mía, Paul. Había vuelto a investigar de nuevo para un artículo… -Le costaba respirar-. Quería mostrarlo como parte de una… tradición más grande. Empezando por los griegos. Me enteré de que había un nuevo erudito en la universidad que escribía sobre él, aunque no pude averiguar su nombre.
Al oír esto, Helen respiró hondo. Los ojos de Rossi destellaron en su dirección.
– Pensé que debía publicar por fin…
Resollaba, y cerró los ojos un momento. Helen se puso a temblar contra mí. Yo la sujeté con fuerza por la cintura.
– No pasa nada -dije-. Está descansando.
Pero Rossi parecía decidido a terminar.
– Sí que pasa -dijo con voz estrangulada, los ojos cerrados todavía-. Él te dio el libro.
Supe entonces que vendría a por mí, y lo hizo. Me resistí, pero casi me ha convertido… en otro como él. -Pareció incapaz de levantar la otra mano, y volvió la cabeza y el cuello con torpeza, de modo que de repente pudimos ver un profundo pinchazo en el lado de la garganta. Aún estaba abierto, y cuando la movió, se dilató y sangró. La mirada que dirigimos a aquel punto pareció trastornarle de nuevo, y me miró implorante-. Paul, ¿está oscureciendo afuera?
Una oleada de horror y desesperación me embargó.
– ¿Percibes el cambio, Rossi?
– Sí, sé cuando viene la oscuridad, y me entra… hambre. Por favor. Os oirá. Iros, deprisa.
– Dinos cómo encontrarle -dije desesperado-. Le mataremos.
– Sí, matadle, si podéis hacerlo sin poneros en peligro. Matadle por mí -susurró, y por primera vez vi que aún podía sentir rabia-. Escucha, Paul. Allí hay un libro. La vida de san Jorge. -Le costaba respirar de nuevo-. Muy antiguo, con una portada bizantina.
Nadie ha visto jamás un libro semejante. Tiene muchos libros, pero éste es… -Por un momento dio la impresión de que iba a desmayarse. Helen apretó su mano entre las de ella y se echó a llorar sin poder contenerse-. Lo escondí debajo del primer armario de la izquierda. Lleváoslo si podéis. He escrito algo… He guardado algo dentro. Date prisa, Paul.
Se va a despertar. Yo me despierto con él.
– Oh, Jesús. -Busqué a mi alrededor algo que pudiera ayudarnos, pero no sabía qué-. Ross, por favor. No puedo permitir que te posea. Le mataremos y te pondrás bien. ¿Dónde está?
Helen, más calmada, levantó el cuchillo y se lo enseñó.
Dio la impresión de que exhalaba un largo suspiro, mezclado con una sonrisa. Vi entonces hasta qué punto se habían alargado sus dientes, como los de un perro, y que la comisura de su labio estaba en carne viva. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas amoratadas.
– Paul, amigo mío…
– ¿Dónde está? ¿Dónde está la biblioteca?
Mi tono era perentorio, pero Rossi no podía hablar.
Helen hizo un veloz ademán, y yo comprendí, y agarré una piedra del borde del suelo. Me costó un largo momento aflojarla, y en aquel instante temí haber oído un movimiento arriba, en la iglesia. Helen desabotonó la camisa de Rossi y la abrió con delicadeza. Luego apoyó la punta del cuchillo de Turgut sobre su corazón.
Rossi clavó una mirada confiada en nosotros, con ojos como los de un niño, y después los cerró. Al instante, hice acopio de fuerzas y golpeé el pomo del cuchillo con aquella piedra antigua, una piedra colocada en ese lugar por algún monje anónimo, un campesino contratado o algún ciudadano desaparecido del siglo XII o XIII.
Era probable que aquella piedra hubiera permanecido inmóvil durante siglos, pisada por los monjes que llevaban huesos al osario o transportaban vino al sótano. Aquella piedra no se había movido cuando el cadáver de un matador de turcos extranjero fue transportado en secreto allí y fue escondido en una tumba recién excavada en el suelo, ni cuando los monjes valacos celebraban una misa hereje sobre ella, ni cuando la policía otomana fue allí a buscar en vano su cuerpo, ni cuando los jinetes otomanos entraron en la iglesia con sus antorchas, ni cuando una nueva iglesia se alzó encima, ni cuando los huesos de Sveti Petko fueron conducidos al relicario para descansar cerca de ella, ni cuando los peregrinos se arrodillaban para recibir la bendición del mártir. Había descansado allí durante todos aquellos siglos hasta que yo la extraje bruscamente y le di un nuevo uso, y eso es todo cuanto puedo escribir al respecto.
Mayo de 1954
No tengo a nadie a quien poder escribir esto, y no albergo esperanzas de que sea encontrado alguna vez, pero me parecería un crimen no intentar documentar mis vivencias mientras pueda hacerlo, y sólo Dios sabe durante cuánto tiempo podré.
Fui secuestrado del despacho de mi universidad hace unos días. No estoy seguro de
cuántos, pero supongo que aún estamos en mayo. Aquella noche me despedí de mi querido estudiante y amigo, el cual me había enseñado su ejemplar del libro diabólico que durante años había intentado olvidar. Le vi alejarse, provisto de toda la ayuda que podía ofrecerle.
Después cerré la puerta de mi despacho y me quedé sentado unos momentos, arrepentido y temeroso. Sabía que era culpable. Había reiniciado en secreto la investigación sobre la historia de los vampiros, y tenía toda la intención de aumentar mis conocimientos acerca de la leyenda de Drácula, y tal vez incluso de resolver al fin el misterio del paradero de su tumba. Había permitido que el tiempo, la racionalidad y el orgullo me convencieran de que reanudar mi investigación no acarrearía consecuencias. Admití mi culpa en mi interior incluso en aquel primer momento de soledad.
Me había acarreado terribles remordimientos entregar a Paul las notas de mi investigación y las cartas que había escrito acerca de mis experiencias, no porque deseara guardarlas, ya que todo mi deseo de reanudar la investigación se esfumó en cuanto él me enseñó su libro.
Sólo lamentaba profundamente poner a su alcance aquellos horribles conocimientos, si bien estaba seguro de que, cuanto más supiera, mejor podría defenderse. Sólo podía esperar que, si se producía algún castigo, sería yo la víctima y no Paul, con su optimismo juvenil, su zancada ligera, su brillantez no puesta a prueba. Él no puede tener más de veintisiete años.
Yo he vivido varios decenios y gozado de mucha felicidad inmerecida. Fue mi primer pensamiento. Los siguientes fueron de tipo más práctico. Aunque deseara protegerme, no contaba con nada para hacerlo, salvo mi fe en la racionalidad. Había guardado mis notas, pero no tenía ningún método tradicional de ahuyentar el mal: ni crucifijos, ni balas de plata, ni ristras de ajos. Nunca había recurrido a esos elementos, ni siquiera en el momento álgido de mi investigación, pero ahora empiezo a arrepentirme de haber aconsejado a Paul que empleara tan sólo las armas de su mente.
Estos pensamientos requirieron el intervalo de uno o dos minutos, que eran en realidad los únicos que tenía a mi disposición. Entonces, acompañada de una súbita ráfaga de aire frío y maloliente, una inmensa presencia descendió sobre mí, de modo que mi visión quedó reducida al mínimo y mi cuerpo dio la impresión de levantarse de la silla aterrorizado. Me rodeaba por todas partes, perdí la vista al punto y pensé que debía estar muriendo, aunque ignoraba la causa. Me asaltó la visión más extraña de juventud y amor; una sensación más que una visión, la sensación de un Rossi mucho más joven y embriagado de amor por algo o alguien. Tal vez sea eso lo que sucede al morir. En ese caso, cuando llegue mi momento, y llegará pronto, con independencia de la forma terrible que adopte, espero que esa visión vuelva a acompañarme en el último momento.
Después de esto no recuerdo nada, y esa «nada» se prolongó durante un período de tiempo incalculable, ni entonces ni ahora. Cuando volví poco a poco en mí, me asombró descubrir que estaba vivo. Durante aquellos primeros segundos no pude ver ni oír. Era como despertar después de una intervención quirúrgica brutal, y a continuación tomé conciencia de que me sentía fatal, de que todo mi cuerpo padecía una debilidad extrema y tremendos dolores, de que notaba una quemazón en la pierna derecha, en la garganta y en la cabeza.
La atmósfera era fría y húmeda, y me hallaba tendido sobre algo frío, de modo que me sentía helado de píes a cabeza. Después percibí algo de luz, una luz tenue, pero lo bastante viva para convencerme de que no estaba ciego y de que tenía los ojos abiertos. Esa luz, y el dolor, más que cualquier otra cosa, me confirmaron que estaba vivo. Empecé a recordar lo que al principio pensé que debía haber ocurrido la noche anterior: la llegada de Paul a mi despacho con su asombroso descubrimiento. Después comprenda, con un repentino vuelco del corazón, que debía ser cautivo del mal. Por eso habían maltratado mi cuerpo, y por eso me parecía estar rodeado por el mismísimo olor del mal.
Moví las extremidades con la mayor cautela posible y logré, pese a mi extrema debilidad, mover la cabeza y después levantarla. Un muro opaco no me dejaba ver a más de unos diez centímetros de distancia, pero la débil luz que percibía procedía de arriba. Suspiré y oí mi suspiro, lo cual me llevó a creer que aún conservaba el sentido del oído y que el lugar era tan silencioso que me había inducido la fantasía de estar sordo. Al rato de no oír nada, me levanté con suma cautela y me senté. El movimiento envió oleadas de dolor y debilidad a todas mis extremidades, y pensé que me iba a estallar la cabeza. Debido a estar sentado recuperé parte del tacto y descubrí que estaba tendido sobre piedra. Me serví del muro bajo de cada lado para incorporarme. Un terrible zumbido resonaba en mi cabeza y parecía invadir el espacio que me rodeaba. Se trataba de un espacio en penumbra, como ya he dicho, silencioso, con una oscuridad más densa en los rincones. Tanteé a mi alrededor.
Estaba sentado en un sarcófago abierto.
Este descubrimiento me causó una oleada de náuseas, pero al mismo tiempo reparé en que aún iba vestido con las ropas que llevaba en el despacho, aunque una manga de la camisa y de la chaqueta estaban rotas y la corbata había desaparecido. Sin embargo, el hecho de ir vestido con mis ropas me dio cierta confianza. No estaba muerto, no me había vuelto loco y no había despertado en otra era, a menos que me hubieran transportado a ella con mi ropa.
Registré las prendas y encontré mi cartera en el bolsillo delantero de los pantalones. Fue estremecedor sentir este objeto familiar en mis manos. Descubrí con pesar que el reloj había desaparecido de mi muñeca, y mi pluma del interior del bolsillo interior de la chaqueta.
Después me llevé la mano a la garganta y la cara. Mi cara no parecía haber cambiado, salvo por una contusión muy reciente en la frente, pero en el músculo de mi garganta descubrí una perforación inicua y pegajosa bajo mis dedos. Cuando movía en exceso la cabeza o tragaba saliva emitía un sonido de succión, lo cual me aterrorizó sobremanera. La zona de la perforación también estaba hinchada, y me dolió al tocarla. Pensé que iba a desmayarme otra vez a causa del horror y la desesperación, y entonces recordé que había tenido energías para incorporarme. Quizá no había perdido tanta sangre como había temido al principio, y tal vez eso significaba que sólo me habían mordido una vez. No me sentía como un demonio, sino como era yo en la vida cotidiana. No deseaba sangre, ni percibía maldad en mi corazón. Después se apoderó de mí una gran desdicha. ¿Qué más daba que no sintiera todavía sed de sangre? Estuviera donde estuviera, debía ser cuestión de tiempo que acabara corrompido por completo. A menos que pudiera escapar, por supuesto.
Moví mi mano poco a poco, mientras miraba alrededor de mí y trataba de enfocar mi vista.
Al final fui capaz de discernir el origen de la luz. Era un resplandor rojizo lejano, aunque ignoraba qué distancia me separaba de él, y entre yo y el resplandor se interponían formas oscuras y pesadas. Recorrí con las manos el exterior de mi casa de piedra. Tuve la impresión de que el sarcófago estaba cerca del suelo, que tal vez fuera de tierra o de piedra, y tanteé hasta decidir que podía bajar en la penumbra sin precipitarme a un abismo. De todos modos, la distancia hasta el suelo era considerable, y las piernas me temblaban mucho, de manera que caí de rodillas en cuanto salí del sarcófago. Ahora podía ver un poco mejor. Me dirigí hacia el origen de la luz rojiza con las manos por delante y tropecé con lo que me pareció otro sarcófago, vacío, y con un mueble de madera. Cuando tropecé con la madera, oí que algo blando caía, pero no pude ver qué era.
Andar a tientas en la oscuridad era aterrador. Temía toparme de un momento a otro con la Cosa que me había traído hasta aquí. Me pregunté de nuevo si no estaría muerto, si esto era alguna horrible versión de la muerte, que por un momento había confundido con una prolongación de la vida. Pero no tropecé con nada, el dolor de mis piernas era bastante convincente y me estaba acercando más a la luz, que bailaba y parpadeaba en un extremo de la larga cámara. Ahora vi que delante del resplandor se cernía un bulto oscuro inmóvil.
Cuando me encontré a pocos pasos de distancia, vi fuego en un hogar, enmarcado por una chimenea de piedra arqueada, que arrojaba suficiente luz para iluminar varios muebles antiguos de gran tamaño: un enorme escritorio sembrado de papeles, un arcón tallado y una o dos butacas altas y angulosas. En una de las butacas, encarada hacia el fuego, había alguien sentado muy inmóvil. Vi una forma oscura que sobresalía por encima del respaldo de la butaca. Me arrepentí de no haber ido en dirección contraria, lejos de la luz y hacia alguna posible huida, pero la visión de aquella forma oscura, la majestuosa butaca y el rojo suave del fuego me atraían irremisiblemente. Por una parte, fue necesaria toda mi fuerza de voluntad para caminar hacia allí, y por otra, no habría podido dar media vuelta aunque hubiera querido.
Entré con parsimonia en el círculo de luz con mis piernas doloridas, y cuando di la vuelta a la butaca, una figura se levantó poco a poco y se volvió hacia mí. Debido a que daba la espalda al fuego, y a que había muy poca luz alrededor de nosotros, no pude ver su cara, si bien creí distinguir en el primer momento un pómulo blanco como el hueso y un ojo centelleante. Tenía el pelo largo y rizado, que caía sobre sus hombros. Su movimiento fue indescriptiblemente diferente del que hubiera hecho un hombre vivo, pero ignoro si fue más veloz o más lento. Era sólo un poco más alto que yo, pero proyectaba una sensación de estatura y tamaño descomunales, y vi su ancha espalda recortada contra el fuego. Entonces se inclinó hacia la chimenea. Me pregunté si se disponía a matarme y me quedé muy quieto, con la esperanza de morir con un poco de dignidad, fuera cual fuera el método elegido. Sin embargo, se limitó a acercar una vela larga al fuego, y cuando prendió, encendió otras velas de un candelabro cercano a su butaca y se volvió otra vez hacia mí.
Ahora podía verle mejor, aunque su rostro seguía oculto en la penumbra. Llevaba un gorro picudo dorado y verde con un pesado broche incrustado de joyas sujeto sobre la frente, y una túnica de terciopelo dorado y cuello verde atada bajo su ancha mandíbula. La joya de su frente y los hilos de oro del cuello brillaban a la luz del fuego. Sobre sus hombros llevaba una capa de piel blanca, sujeta con el símbolo plateado de un dragón. Las ropas eran extraordinarias. Me aterraron casi tanto como la presencia de este extraño No Muerto.
Eran ropas de verdad, vi vas, nuevas, no piezas descoloridas expuestas en un museo. Las portaba con elegancia y suntuosidad extraordinarias, erguido en silencio ante mí, y la capa caía a su alrededor como un remolino de nieve. La luz de las velas reveló una mano surcada de cicatrices, de dedos romos, apoyada sobre el pomo de un cuchillo, y más abajo una pierna poderosa envuelta en un calzón verde y un pie calzado con una bota. Se volvió un poco en dirección a la luz, pero siempre en silencio. Ahora vi mejor su cara, y me encogí al advertir la crueldad de su fuerza, los grandes ojos oscuros bajo el ceño fruncido, la nariz larga y recta, los pómulos anchos. Su boca estaba cerrada en una sonrisa implacable, una curva de color rubí bajo su poblado bigote oscuro. Vi en una comisura de su boca una mancha de sangre seca. Oh, Dios, eso sí que me hizo retroceder espantado. La visión ya era bastante horrible de por sí, pero comprendí de inmediato que debía ser mi propia sangre, y la cabeza me dio vueltas.
Se irguió en toda su estatura con orgullo y me miró fijamente.
– Soy Drácula -dijo. Las palabras surgieron claras y frías. Tuve la impresión de que habían sido pronunciadas en un idioma que yo desconocía, aunque las entendí a la perfección. Fui incapaz de hablar y le seguí mirando, presa de una parálisis de horror. Su cuerpo se hallaba a tan sólo tres metros de mí, y no cabía duda de que era real y poderoso, tanto si estaba muerto como vivo-. Acérquese -dijo con aquel mismo tono puro y frío-. Está cansado y hambriento después de nuestro viaje. Le he preparado la cena.
Su gesto fue elegante, casi obsequioso, con un destello de joyas en sus grandes dedos blancos.
Vi una mesa cerca del fuego, llena de platos tapados. Percibí el olor de la comida (comida buena, auténtica, humana) y los aromas estuvieron a punto de conseguir que me desmayara.
Drácula se acercó en silencio a la mesa y sirvió un líquido rojo en una copa. Pensé por un momento que debía ser sangre.
– Acérquese -repitió en un tono más suave.
Fue a sentarse de nuevo en su butaca, como si pensara que sería más fácil para mí
aproximarme a la mesa si él se alejaba. Avancé con paso vacilante hasta la silla vacía, con las piernas temblorosas de miedo y debilidad. Me derrumbé en la silla y contemplé las fuentes. ¿Por qué tenía ganas de comer si podía morir de un momento a otro?, me pregunté.
Era un misterio que sólo mi cuerpo comprendía. Drácula estaba sentado en su butaca mirando el fuego. Vi su feroz perfil, la nariz larga y la fuerte mandíbula, los rizos de pelo oscuro sobre su hombro. Había juntado las manos con aire pensativo, de modo que su manto y las mangas bordadas habían resbalado hacia abajo, dejando al descubierto muñecas de terciopelo verde y una gran cicatriz en el dorso de su mano. Su actitud era tranquila y pensativa. Empecé a pensar que estaba soñando antes que estar amenazado, y me atreví a levantar las tapas de algunas fuentes.
De pronto sentí tanta hambre que apenas pude contener la tentación de comer con ambas manos, pero al final logré levantar el cuchillo y el tenedor y cortar un trozo de pollo asado y después una porción de una carne oscura, como de caza. Había cuencos de cerámica con patatas y gachas, un pan duro, una sopa de hortalizas caliente. Comí con voracidad, y tuve que hacer un esfuerzo para ir despacio y ahorrarme retortijones. La copa de plata estaba llena de vino tinto, no de sangre, y la bebí entera. Drácula no se movió mientras yo comía, pero no podía evitar mirarle cada pocos segundos. Cuando terminé, me sentía casi preparado para morir, satisfecho durante un largo minuto. De modo que éste era el motivo de que a un condenado a muerte le concedieran una última comida, pensé. Fue mi primer
pensamiento lúcido desde que había despertado en el sarcófago. Tapé con lentitud las fuentes vacías, procurando hacer el menor ruido posible, y me recliné en la silla, a la espera.
Al cabo de un largo rato, mi acompañante se volvió en su butaca.
– Ha terminado de comer -dijo en voz baja-. Tal vez podamos conversar un poco. Le explicaré por qué le he traído aquí. -Su voz era clara y fría, una vez más, pero en esa ocasión percibí una tenue vibración en sus profundidades, como si el mecanismo que la producía estuviera infinitamente viejo y gastado. Me miró con aire pensativo y me encogí bajo su mirada-. ¿Tiene alguna idea de dónde está?
Había alimentado la esperanza de no tener que hablar con él, pero pensé que era absurdo persistir en mi silencio, cosa que podía enfurecerle, aunque parecía muy calmado en aquel momento. También se me había ocurrido de repente que si contestaba, si entablábamos conversación, podría ganar un poco de tiempo, que aprovecharía para examinar mi entorno y buscar una posible vía de escape, algún medio de destruirle, si reunía fuerzas para ello, o ambas cosas. Debía ser de noche, de lo contrario no estaría despierto, si la leyenda era cierta. El amanecer llegaría tarde o temprano, y si yo estaba vivo para verlo, él tendría que dormir mientras yo permanecía despierto.
– ¿Tiene alguna idea de dónde está? -repitió haciendo gala de su paciencia.
– Sí -dije. No me decidí a utilizar ningún tratamiento-. Creo que sí. Ésta es su tumba.
– Una de ellas -sonrió-. Pero ésta es mi favorita.
– ¿Estamos en Valaquia?
No pude evitar la pregunta.
Meneó la cabeza, de manera que la luz del fuego se movió en su pelo oscuro y sobre sus ojos brillantes. Ese gesto tuvo algo de Inhumano, y el estómago se me revolvió. No se movía como una persona, pero tampoco habría podido explicar la diferencia.
– Valaquia se hizo demasiado peligrosa. Tendrían que haberme dejado descansar allí para siempre, pero no fue posible. Imagínese, después de luchar tanto por mi trono, por nuestra libertad, ni siquiera pude depositar mis huesos allí.
– Entonces, ¿dónde estamos? -pregunté de nuevo, en vano, para creer que se trataba de una conversación normal. Después comprendí que no sólo deseaba lograr que la noche pasara rauda y sin peligro, si existía alguna posibilidad de eso. También deseaba averiguar algo sobre Drácula. Fuera lo que fuera ese ser, había vivido quinientos años. Sus respuestas morirían conmigo, por supuesto, pero ello no me impedía sentir una punzada de curiosidad.
– Ah, ¿dónde estamos? -repitió Drácula-. Creo que da igual. No estamos en Valaquia, que todavía sigue gobernada por idiotas.
Le miré fijamente.
– ¿Sabe algo… del mundo moderno?
Me miró como divertido y sorprendido al mismo tiempo. Por primera vez vi sus dientes largos, las encías hundidas, que le daban el aspecto de un perro viejo cuando sonreía. Esa visión se desvaneció al instante (no, su boca era normal, aparte de aquella pequeña mancha de mi sangre o de quien fuera) bajo el oscuro bigote.
– Sí -dijo, y tuve miedo por un momento de oírle reír-. Conozco el mundo moderno. Es mi presa, mi obra favorita.
Pensé que afrontar la situación de cara podría favorecerme siempre que a él le pareciera bien.
– Entonces, ¿qué quiere de mí? He evitado el mundo moderno durante muchos años…, al contrario que usted. Vivo en el pasado.
– Ah, el pasado. -Juntó las yemas de los dedos a la luz del fuego-. El pasado es muy útil, pero sólo cuando puede enseñarnos algo acerca del presente. El presente es lo que cuenta. Pero me gusta mucho el pasado. Venga. ¿Por qué no enseñárselo ahora, puesto que ha comido y descansado?
Se levantó, una vez más con aquel movimiento que parecía determinado por una fuerza que no procedía de las extremidades de su cuerpo, y yo me levanté a toda prisa, temeroso de que fuera un truco, de que ahora se abalanzaría sobre mí. Pero se volvió poco a poco y levantó una enorme vela del lampadario cercano a su silla.
– Coja una luz -dijo al tiempo que se alejaba del fuego y se internaba en la oscuridad de la gran cámara. Tomé una vela y le seguía cierta distancia de sus extrañas ropas y movimientos escalofriantes. Confié en que no me condujera de vuelta a mi sarcófago.
A la escasa luz de nuestras velas empecé a ver cosas que antes no había visto, cosas
maravillosas. Ahora distinguía mesas largas ante mí, mesas de una solidez antiquísima. Y sobre ellas descansaban montañas y montañas de libros (volúmenes desmenuzados encuadernados en piel, con cubiertas doradas que captaban el brillo de mi vela). También había otros objetos. Nunca había visto aquel tintero, ni plumas de ave y estilográficas tan raras. Había un estante lleno de pergaminos que brillaban a la luz de las velas, y una vieja máquina de escribir provista de papel delgado. Vi el centelleo de encuadernaciones y cajas incrustadas de joyas, manuscritos ensortijados en bandejas de latón, libros en folio y en cuarto encuadernados en piel suave, así como filas de volúmenes más modernos en largas estanterías. De hecho, estábamos rodeados. Cada pared parecía tapizada de libros. Alcé mi vela y empecé a distinguir títulos, a veces una elegante florescencia en árabe en el centro de una cubierta encuadernada en piel roja, a veces un idioma occidental que sabía leer. Sin embargo, la mayor parte de los volúmenes eran demasiado antiguos para tener título. Era un depósito sin parangón, y empecé a desear con todas mis fuerzas abrir algunos de estos libros, pese a mi situación, tocar los manuscritos en sus bandejas de madera.
Drácula se volvió, con la vela en alto, y la luz captó el brillo de las joyas del gorro,
topacios, esmeraldas, perlas. Sus ojos eran muy brillantes.
– ¿Qué opina de mi biblioteca?
– Parece una… colección notable. La cueva del tesoro -dije. Algo similar al placer se transparentó en su terrible cara.
– Está en lo cierto -dijo en voz baja-. La biblioteca es la mejor de su clase en el mundo.
Es el resultado de siglos de cuidadosa selección. Tendrá mucho tiempo para explorar las maravillas que guardo aquí. Permítame que le enseñe algo.
Me guió hasta una pared a la que aún no nos habíamos acercado, y vi una imprenta muy antigua, como las que se ven en las ilustraciones de finales de la Edad Media: un pesado artilugio de metal negro y madera oscura con un gran tornillo encima. La plancha redonda era de obsidiana, con el brillo de la tinta. Reflejaba nuestra luz como un espejo demoníaco.
Había una hoja de papel grueso sobre la bandeja de la prensa. Cuando me acerqué, vi que estaba impresa en parte, una prueba desechada, y que estaba en inglés. «El fantasma en el ánfora -rezaba el título-. Los vampiros desde la tragedia griega hasta la tragedia moderna.»
Y el autor: «Bartholomew Rossi».
Drácula debía estar esperando mi exclamación de asombro.
– Como ve, conozco las mejores obras de investigación modernas. Estoy a la última, como quien dice. Cuando no puedo conseguir una obra publicada, o la quiero enseguida, a veces la imprimo yo mismo. Pero aquí hay algo que le interesará mucho. -Señaló una mesa que había detrás de la imprenta, sobre la que descansaban una serie de xilografías. La más grande, apoyada de pie para que se viera, era el dragón de nuestros libros (el mío y el de Paul), invertido, por supuesto. Reprimí con dificultad una exclamación estentórea-. Está sorprendido -dijo Drácula, acercando su luz al dragón. Sus líneas me resultaban tan familiares que habría podido tallarlas con mi propia mano-. Creo que conoce muy bien esta imagen.
– Sí -Apreté con fuerza mi vela-. ¿Imprimió usted el libro? ¿Cuántos existen?
– Mis monjes imprimieron algunos, y yo he continuado su obra -me dijo en voz baja, mientras contemplaba la xilografía-. Casi he cumplido mi ambición de imprimir mil cuatrocientos cincuenta y tres ejemplares, pero poco a poco, para tener tiempo de distribuirlos en el curso de mis desplazamientos ¿Le dice algo ese número?
– Sí -contesté al cabo de un momento-. Es el año de la caída de Constantinopla.
– Imaginaba que se daría cuenta -me dijo con una amarga sonrisa-. Es la peor fecha de la historia.
– A mí me parece que hay muchas más que se disputan ese honor -dije, pero él estaba negando con la gran cabeza que se alzaba sobre sus grandes hombros.
– No -dijo.
Levantó la vela y a su luz vi que sus ojos brillaban, rojos en las profundidades de sus cuencas como los de un lobo, llenos de odio. Era como ver una mirada muerta cobrar vida de repente. Había pensado que sus ojos eran brillantes, pero ahora estaban repletos de luz.
Yo no podía hablar. No podía apartar la vista de él. Al cabo de un segundo, se volvió y contempló el dragón.
– Ha sido un buen mensajero -dijo en tono pensativo.
– ¿Fue usted quien dejó mi libro?
– Digamos que yo lo arreglé. -Extendió los dedos para tocar el bloque tallado-. Soy muy cuidadoso en lo tocante a su distribución. Sólo van dirigidos a los estudiosos más importantes, y a quienes considero lo bastante obstinados para seguir al dragón hasta su guarida. Y usted es el primero que lo ha conseguido. Le felicito. Desperdigo a mis demás ayudantes por el mundo, con el fin de que continúen mi investigación.
– Yo no le seguí -me atreví a decir-. Usted me trajo aquí.
– Ah… -De nuevo la curvatura de aquellos labios rubí, el temblor del largo bigote-. No estaría aquí si no hubiera querido venir. Nadie más ha hecho caso omiso de mi advertencia dos veces en su vida. Usted se ha traído a sí mismo.
Miré la antigua imprenta y la xilografía del dragón.
– ¿Qué quiere que haga?
No deseaba despertar su ira con preguntas. La noche siguiente podría matarme, si así lo quería, en el caso de que yo no encontrara una escapatoria durante las horas de luz diurna, pero no pude evitar la pregunta.
– Espero desde hace mucho tiempo que alguien catalogue mi biblioteca -dijo-. Mañana podrá examinarla con entera libertad. Esta noche hablaremos.
Volvió hacia nuestras butacas con su paso lento y enérgico. Sus palabras me infundieron grandes esperanzas. Al parecer, no se proponía matarme esa noche, y además yo sentía una gran curiosidad. No estaba soñando. Estaba hablando con alguien que había vivido más historia de la que ningún historiador podía esperar estudiar, siquiera de manera rudimentaria durante su carrera. Le seguía una prudente distancia, y volvimos a sentarnos ante el fuego. Cuando me acomodé, observé que la mesa en la que había dejado mis fuentes vacías de la cena había desaparecido, y en su lugar había una confortable otomana, sobre la cual apoyé mis pies con cautela. Drácula estaba sentado muy tieso en su gran butaca.
Aunque era alta, de madera, medieval, la mía estaba tapizada para acentuar la comodidad, al igual que mi otomana, como si hubiera pensando en agasajar a su invitado con algo adecuado a las debilidades modernas.
Estuvimos sentados en silencio durante largos minutos, y ya empezaba a preguntarme si seguiríamos así toda la noche cuando volvió a hablar.
– En vida, amaba los libros -dijo. Se volvió hacia mí un poco, de modo que pude ver el destello de sus ojos y el brillo de su pelo desgreñado-. Tal vez no sepa usted que yo era una especie de erudito. No parece que lo sepa mucha gente. -Hablaba en tono desapasionado-. Sabrá que los libros de mis tiempos eran de temática limitada. En mi vida mortal, vi sobre todo los textos que la Iglesia sancionaba, los Evangelios y los comentarios ortodoxos sobre ellos, por ejemplo. Al final, estas obras no me sirvieron de nada. Y cuando me senté por primera vez en el trono que me pertenecía por derecho, las grandes bibliotecas de Constantinopla habían sido destruidas. Lo que quedaba de ellas, en los monasterios, no pude verlo con mis propios ojos. -Tenía la mirada clavada en el fuego-. Pero contaba con otros recursos. Los mercaderes me traían libros extraños y maravillosos de muchos lugares. De Egipto, de Tierra Santa, de las grandes ciudades de Occidente. Gracias a ellos me familiaricé con las ciencias ocultas de la antigüedad. Como sabía que no podía aspirar a un paraíso celestial -de nuevo el tono desapasionado-, me convertí en historiador con el fin de conservar mi propia historia eternamente.
Guardó silencio un rato, pero yo tenía miedo de hacer más preguntas. Por fin pareció animarse, y dio unos golpecitos en el brazo de su butaca.
– Ése fue el principio de mi biblioteca.
Ahora, al fin, la curiosidad se impuso, aunque me costó articular la pregunta.
– Pero ¿continuó coleccionando libros después de su… muerte?
– Oh, sí. -Se volvió para mirarme, tal vez porque había hecho la pregunta por voluntad propia, y me dedicó una sonrisa sombría. Sus ojos, hundidos a la luz del fuego, eran terribles-. Ya le he dicho que, en el fondo, era un erudito, además de un guerrero, y estos libros me han hecho compañía durante mis largos años. De los libros se pueden aprender muchas cosas de naturaleza práctica, el arte de gobernar, las tácticas guerreras de los grandes generales. Pero tengo muchos tipos de libros. Ya lo verá mañana.
– ¿Qué quiere que haga en su biblioteca?
– Como ya he dicho, catalogarla. Nunca he hecho un inventario completo de mis
posesiones, de su origen y estado. Ésa será su primera tarea, y la llevará a cabo con más celeridad y brillantez que cualquier otra persona, gracias a su dominio de los idiomas y la amplitud de sus investigaciones. En el curso de dicha tarea, manejará algunos de los libros más hermosos, y más poderosos, jamás escritos. Muchos ya no existen. Tal vez sepa, profesor, que sólo existe un uno por ciento de la literatura producida en el mundo. Me he impuesto la misión de elevar ese porcentaje a lo largo de los siglos.
Mientras hablaba, reparé otra vez en la peculiar claridad y frialdad de su voz, y en aquella vibración que aleteaba en sus profundidades, como el cascabeleo de una serpiente o el sonido del agua fría corriendo sobre las piedras.
– Su segunda tarea será mucho más amplia. De hecho, durará para siempre. Cuando conozca mi biblioteca y sus propósitos con la misma intimidad que yo, saldrá al mundo bajo mis órdenes y buscará nuevas adquisiciones, y también antiguas, porque nunca dejaré de coleccionar obras del pasado. Pondré muchos archivistas a su disposición, los mejores, y usted aportará más para que trabajen a nuestras órdenes.
Las dimensiones de esta visión, y su completo significado, si no había entendido mal, se derramaron sobre mí como un sudor frío. Encontré la voz, pero vacilante.
– ¿Por qué no continúa haciéndolo solo?
Sonrió en dirección al fuego, y de nuevo vi el destello de una cara diferente: el perro, el lobo.
– Ahora he de ocuparme de otras cosas. El mundo está cambiando, y yo tengo la intención de cambiar con él. Puede que pronto deje de necesitar esta forma -indicó con una mano lenta los ropajes medievales, el gran poder muerto de sus extremidades- para conseguir mis ambiciones. Pero la biblioteca es preciosa para mí, y me gustaría verla crecer. Además, desde hace tiempo pienso que cada vez hay menos seguridad aquí. Varios historiadores han estado a plinto de descubrirla, y usted lo habría hecho si le hubiera dejado en paz el tiempo suficiente. Pero yo le necesitaba aquí, ahora. Intuyo un peligro que se acerca, y hay que catalogar la biblioteca antes de trasladarla.
Por un momento, fingir otra vez que estaba soñando me resultó de ayuda.
– ¿Adónde la trasladará?
¿Y me iré yo con ella?, tendría que haber añadido.
– A un lugar antiguo, mucho más antiguo que éste, que conserva muchos recuerdos hermosos para mí. Un lugar remoto, pero más próximo a las grandes ciudades modernas, al que pueda ir y venir con facilidad. Instalaremos la biblioteca allí y usted aumentará su volumen notablemente. -Me miró con una especie de confianza que habría podido pasar por afecto en un rostro humano. Después se levantó con un movimiento extraño y vigoroso-. Ya hemos conversado bastante por esta noche. Usted está cansado.
Utilizaremos estas horas para leer un poco, como es mi costumbre, y después saldremos.
Cuando llegue la mañana, ha de tomar papel y plumas, que encontrará cerca de la imprenta, y empezará a catalogar. Mis libros ya están agrupados por categorías, antes que por siglos o décadas. Ya lo verá. También hay una máquina de escribir, que me he encargado de facilitarle. Tal vez desee compilar el catálogo en latín, pero eso lo dejo a su discreción. Por supuesto, goza de absoluta libertad, ahora y en cualquier momento, para leer lo que le plazca.
Con esto se levantó de la butaca y eligió un libro de la mesa, y luego volvió a sentarse con él. Tuve miedo de no imitarle con diligencia, de modo que cogí el primer volumen que cayó en mis manos. Era una de las primeras ediciones de El príncipe de Maquiavelo, acompañado de una serie de discursos sobre moralidad que yo nunca había visto ni de los que había oído hablar. En el estado de ánimo en que me hallaba no pude ni empezar a descifrarlo, pero contemplé el tipo de imprenta y pasé una o dos páginas al azar. Drácula parecía absorto en su libro. Le miré de reojo, y me pregunté cómo se había acostumbrado a esa existencia subterránea y nocturna, la vida de un erudito, después de una vida de guerra y acción.
Por fin se levantó y dejó su libro a un lado. Se internó en las tinieblas de la gran sala sin decir palabra, de manera que ya no pude distinguir su forma. Después oí una especie de ruido seco, como el de un animal arrastrándose sobre tierra desmenuzada o como el chasquido de una cerilla, aunque no apareció ninguna luz, y me sentí muy solo. Agucé el oído, pero no supe en qué dirección se había ido. Esta noche, al menos, no se iba a ensañar conmigo. Me pregunté temeroso qué me estaba reservando, cuando habría podido convertirme en su sicario en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que saciaba su sed. Estuve sentado unas horas, levantándome de vez en cuando para estirar mi cuerpo dolorido. No me atreví a dormir durante el transcurso de la noche, pero debí adormecerme un poco pese a mi resistencia justo antes del amanecer, porque desperté de repente y sentí un cambio en el aire, aunque no entraba ninguna luz en la cámara sumida en las tinieblas. Vi la forma de Drácula, cubierta con su capa, acercarse al fuego.
– Buenos días -dijo sin alzar la voz, y se encaminó hacia la pared oscura donde estaba mi sarcófago. Yo me había puesto en pie, espoleado por su presencia. Una vez más, no pude verle, y un profundo silencio envolvió mis oídos.
Al cabo de un largo rato levanté mi vela y volvía encender el candelabro, así como otros que estaban fijados a las paredes. Descubrí en muchas de las mesas lámparas de cerámica o pequeños faroles de hierro, y encendí unos cuantos. La iluminación significó un alivio para mí, pero me pregunté si alguna vez volvería a ver la luz del día, o si va había empezado una eternidad de oscuridad y llamas de vela oscilantes. Esta perspectiva se extendía ante mí como una variación del infierno. Al menos ahora podía ver algo más de la cámara. Era muy profunda en todas direcciones, y las paredes estaban tapizadas de grandes armarios y estanterías. Vi por todas partes libros, cajas, rollos de pergamino, manuscritos, montañas e hileras de la inmensa colección de Drácula. Junto a una pared se alzaban las formas oscuras de tres sarcófagos. Me acerqué con mi luz. Los dos más pequeños estaban vacíos. En uno de ellos debía haberme despertado yo.
Entonces vi el mayor sarcófago de todos, una gran tumba más señorial que las demás, enorme a la luz de las velas, de nobles proporciones. En un lado había una palabra, tallada en letras latinas: DRÁCULA. Levanté mi vela y miré el interior, contra mi voluntad. El gran cuerpo yacía inerte. Por primera vez pude ver su rostro cruel y hermético con toda claridad, y seguí contemplándolo pese a mi repugnancia. Tenía el ceño muy fruncido, como a causa de un sueño perturbador, los ojos abiertos y fijos, de modo que parecía más muerto que dormido, la piel de un amarillo cerúleo, las largas pestañas inmóviles, sus facciones, fuertes y casi hermosas, translúcidas. Una cascada de largo pelo negro caía alrededor de sus hombros y llenaba los costados del sarcófago. Lo más horrible era el intenso color de sus mejillas y labios, y el aspecto pletórico de su rostro y su forma, que no poseía a la luz del fuego. Me había perdonado la vida por un tiempo, cierto, pero por la noche, en algún lugar, se había saciado. El pequeño punto de mi sangre había desaparecido de sus labios. Habían adquirido un tono rubí bajo el bigote oscuro. Parecía tan lleno de vida y salud artificiales que se me heló la sangre en las venas al ver que no respiraba. Su pecho no subía ni bajaba.
También era extraño verle vestido de manera diferente, con prendas de tan excelente calidad como las que había visto antes, túnica y botas de un rojo profundo, capa y gorro de terciopelo púrpura. El manto se veía un poco raído sobre los hombros, y el gorro iba provisto de una pluma marrón. Brillaban joyas en el cuello de la túnica.
Me quedé mirando hasta que tan extraña visión estuvo a punto de provocarme un desmayo, y después retrocedí un paso para intentar serenarme. Aún era temprano. Me quedaban algunas horas hasta la puesta de sol. Primero buscaría una forma de escapar y después un medio de destruir al ser mientras dormía, de forma que, triunfara o no en mi intentona, pudiera huir de inmediato. Así la luz con firmeza. Baste decir que busqué durante más de dos horas en la gran cámara de piedra, y no descubrí ninguna ruta de escape. En un extremo, enfrente del hogar, había una gran puerta de madera con candado de hierro, con el cual forcejeé hasta terminar cansado y dolorido. No se movió un ápice. De hecho, creo que llevaba muchos años sin abrirse. No había otros medios de salir, ni otra puerta, ni túnel, ni piedra suelta, ni abertura de ningún tipo. No había ventanas, por supuesto, y me convencí
de que nos hallábamos a una gran profundidad. El único hueco de las paredes era el que albergaba los tres sarcófagos, y sus piedras también eran inamovibles. Fue un tormento para mí palpar aquella pared delante de la cara inmóvil de Drácula, con sus enormes ojos abiertos. Aunque no se movieron en ningún momento, intuí que debían poseer algún poder secreto de ver y maldecir.
Me senté de nuevo junto al fuego para recuperar mis fuerzas desfallecientes. Mientras me calentaba las manos observé que el fuego nunca perdía fuerza, si bien consumía ramas y troncos reales, y proyectaba un calor palpable y reconfortante. También me di cuenta por primera vez de que no echaba humo. ¿Había estado ardiendo toda la noche? Pasé una mano sobre mi cara a modo de advertencia. Necesitaba hasta el último átomo de cordura. De hecho (en ese momento tomé la decisión), convertiría en un deber mantener intacta mi fibra mental y moral hasta el último momento. Eso sería mi sostén, mi último recurso.
Una vez serenado, reanudé mi investigación de manera sistemática, en busca de cualquier manera de destruir a mi monstruoso anfitrión. Si lo lograba, de todos modos moriría aquí solo, sin escapatoria, pero él nunca más abandonaría esta cámara para sembrar el terror en el mundo exterior. Pensé fugazmente, y no por primera vez, en el consuelo del suicidio, pero no me lo podía permitir. Ya estaba corriendo el peligro de convertirme en algo similar a Drácula, y la leyenda afirmaba que cualquier suicida podía transformarse en No Muerto sin la contaminación añadida que yo había recibido, una leyenda cruel, pero debía hacerle caso. Esa vía me estaba prohibida. Registré hasta el último rincón de la sala, abrí cajones y cajas, investigué en estantes, con mi vela en alto. Era improbable que el inteligente príncipe me hubiera dejado algún arma susceptible de ser utilizada contra él, pero tenía que buscar.
No encontré nada, ni siquiera un trozo de madera que pudiera utilizar a modo de estaca.
Por fin, volví hacia el gran sarcófago central, temeroso del último recurso que contenía: el cuchillo que el propio Drácula portaba al cinto. Su mano surcada de cicatrices se cerraba sobre el pomo. Era posible que el cuchillo fuera de plata, en cuyo caso podría hundirlo en su corazón si me sentía con fuerzas. Me senté un momento para hacer acopio de valentía y para vencer mi repulsión. Después me levanté y acerqué con cautela mi mano al cuchillo, mientras sostenía en alto la vela. Mi roce no produjo ninguna reacción en el rostro rígido, si bien dio la impresión de que su cruel expresión se acentuaba. Pero descubrí aterrorizado que la gran mano estaba cerrada sobre el pomo por un motivo. Tendría que abrirla para liberar el arma. Apoyé mi mano sobre la de Drácula, y sentir su tacto significó un horror indescriptible que no deseo a nadie más. Su mano estaba cerrada como una piedra sobre el pomo del cuchillo. No podía abrirla, ni siquiera moverla. Habría sido como intentar arrancar un cuchillo de mármol de la mano de una estatua. Daba la impresión de que los ojos destilaban odio. ¿Se acordaría de esto más tarde, cuando se despertara? Me rendí, agotado y asqueado hasta extremos inconcebibles, y me senté otra vez en el suelo con mi vela.
Por fin, al ver que mis planes no podían alcanzar el éxito, elegí una nueva estrategia.
Primero me obligaría a dormir un corto rato, a eso del mediodía, para despertar mucho antes que Drácula. Lo conseguí durante una o dos horas, creo (he de encontrar una forma mejor de calcular o medir el tiempo en este vacío), tendiéndome ante el hogar con la chaqueta doblada bajo la cabeza. Nada habría podido convencerme de volver al sarcófago, pero el calor de las piedras proporcionó cierto consuelo a mis extremidades doloridas.
Cuando desperté, me esforcé por captar algún sonido, pero un silencio de muerte reinaba en la cámara. Encontré un suculento banquete sobre la mesa cercana a mi silla, aunque Drácula seguía en el mismo estado catatónico en su tumba. Después fui en busca de la máquina de escribir que había visto antes. Con ella he estado escribiendo desde entonces, con la mayor rapidez posible, para dar cuenta de todo lo que he observado. De esta manera he conseguido recuperar cierto sentido del tiempo, puesto que conozco la velocidad con que escribo a máquina y el número de páginas que puedo hacer en una hora. Estoy escribiendo estas últimas líneas a la luz de una vela. He apagado las otras para ahorrarlas. Estoy famélico, y tengo un frío horroroso debido a la humedad y a estar lejos del fuego.
Esconderé estas páginas y me entregaré al trabajo que Drácula me ha encomendado, para que vea que he seguido sus instrucciones cuando despierte. Mañana intentaré escribir más, si todavía estoy vivo y lo bastante entero para hacerlo.
Segundo día
Después de escribir mi primer informe, doblé las páginas escritas y las guardé en un armario cercano, donde pudiera recuperarlas luego, pero donde fueran invisibles desde cualquier ángulo. A continuación cogí una vela nueva y deambulé poco a poco entre las mesas. Había decenas de miles de libros en la gran sala, calculé, tal vez cientos de miles, contando los rollos de pergamino y los manuscritos. No sólo había libros sobre las mesas, sino que estaban apilados en los armarios y en las estanterías de las paredes. Daba la impresión de que los libros medievales estaban mezclados con libros en folio del Renacimiento e impresiones modernas. Descubrí un primitivo libro en cuarto de Shakespeare (relatos), al lado de un volumen de santo Tomás de Aquino. Había voluminosas obras de alquimia del siglo XVI junto a un armario completo de rollos de pergamino árabes muy esclarecedores. Otomanos, supuse. Había sermones puritanos sobre brujería, pequeños volúmenes de poesía del siglo XIX y largos trabajos de filosofía y criminología de nuestro siglo. No, no existía una pauta temporal, pero sí que distinguí una que emergía con bastante claridad.
Ordenar los libros tal como estarían colocados en la colección de historia de una biblioteca normal exigiría semanas o meses, pero como Drácula consideraba que estaban clasificados según sus propios intereses, los dejaría tal como estaban e intentaría diferenciar un tipo de colección de otra. Pensé que la primera colección empezaba en la pared de la cámara cercana a la puerta inamovible, distribuida en tres armarios y dos grandes mesas: obras sobre el arte de gobernar y de estrategia militar, podría llamarse.
Aquí encontré más obras de Maquiavelo, en exquisitos libros en folio de Padua y Florencia. Descubrí una biografía de Aníbal escrita por un inglés del siglo XVIII y un manuscrito griego que acaso procedía de la biblioteca de Alejandría: Heródoto, anales de las guerras atenienses. Empecé a experimentar un nuevo escalofrío a medida que pasaba de libro a manuscrito, y cada uno era más asombroso que el anterior. Había una primera edición manoseada del Mein Kampf, y un diario en francés (escrito a mano, manchado en algunos puntos de moho marrón) que parecía, por sus primeras fechas y descripciones, documentar el Reinado del Terror desde el punto de vista de un funcionario del Gobierno. Me gustaría examinarlo con más detenimiento en fechas posteriores. Por lo visto, el autor no se había querido identificar. Encontré un grueso volumen sobre las tácticas empleadas por Napoleón en sus primeras campañas militares, impreso mientras se hallaba en Elba, calculé. Sobre una de las mesas, descubrí en una caja un texto mecanografiado en alfabeto cirílico. Mi ruso es rudimentario, pero los encabezamientos me convencieron de que era un informe interno de Stalin dirigido a un mando del Ejército. No conseguí entender gran cosa, pero contenía una larga lista de nombres rusos y polacos.
Ésas fueron algunas de las obras que logré identificar. También había muchos libros y manuscritos cuyos autores o temas eran nuevos por completo para mí. Acababa de empezar una lista de todo lo que había podido identificar, agrupándolo aproximadamente por siglos, cuando sentí un profundo frío, como una brisa donde no había brisa, y vi aquella extraña figura de pie a unos tres metros de distancia, al otro lado de una mesa.
Iba vestido con los ropajes rojos y violetas que había visto en el sarcófago, y era más voluminoso y sólido de lo que me parecía recordar de la noche anterior. Esperé, mudo, a ver si me atacaba al instante. ¿Recordaría mi intento de apoderarme de su cuchillo? Pero inclinó un poco la cabeza, como a modo de saludo.
– Veo que ha empezado a trabajar. No me cabe duda de que querrá hacerme preguntas.
Primero, vamos a desayunar, y después hablaremos de mi colección.
Vi un destello en su cara, pese a la oscuridad de la sala, tal vez el destello de un ojo
brillante. Me precedió con aquella zancada inhumana pero imperiosa hasta la chimenea, y allí encontré nuevamente comida caliente y bebida, incluyendo un té humeante que alivió mis extremidades heladas. Drácula se sentó y contempló el fuego carente de humo, con la cabeza erguida sobre los grandes hombros. Sin el menor deseo, pensé en la decapitación de su cadáver. En ese punto, todas las crónicas coincidían. ¿Cómo conservaba la cabeza, o es que se trataba sólo de una ilusión? El cuello de la túnica se alzaba bajo su barbilla, y los rizos oscuros caían a su alrededor hasta posarse sobre los hombros.
– Bien -dijo-, vamos a dar un breve paseo. -Encendió todas las velas de nuevo, y le seguí de mesa en mesa, mientras encendía los faroles-. Tendremos algo que leer -No me gustó el efecto que causaba la luz sobre su cara cuando se inclinaba sobre cada llama nueva, y traté de mirar sólo los títulos de los libros. Se acercó a mí cuando me paré ante unas filas de rollos de pergamino y libros en árabe en los que había reparado antes. Para mi alivio, aún se encontraba a unos dos metros de distancia, pero un olor acre surgía de su presencia, y estuve a punto de desmayarme. Debo conservar la serenidad, pensé. Es imposible saber qué pasará esta noche-. Veo que ha descubierto uno de mis trofeos – estaba diciendo. Percibí un retumbar de satisfacción en su fría voz-. Son mis pertenencias otomanas. Algunas son muy antiguas, de los primeros días de su diabólico imperio, y este estante contiene volúmenes de sus últimos años. -Sonrió a la luz mortecina-. No puede imaginarse qué satisfacción me dio ver morir su civilización. Su fe no está muerta, por supuesto, pero sus sultanes han desaparecido para siempre, y yo les he sobrevivido. – Pensé por un momento que iba a reír, pero siguió hablando en tono serio-. Aquí hay grandes libros, confeccionados para el sultán, acerca de sus numerosas tierras. Esto es – tocó el borde de un rollo- la historia de Mehmet, ojalá se pudra en el infierno, escrita por un historiador cristiano convertido en adulador. Que también se pudra en el infierno. Yo mismo intenté encontrarle, me refiero al historiador, pero murió antes de que pudiera atraparle. Aquí están los informes sobre las campañas de Mehmet, escritas por sus propios aduladores, y sobre la caída de la Gran Ciudad. ¿Sabe leer árabe?
– Muy poco -confesé.
– Ah. -Parecía divertido-. Tuve la oportunidad de aprender su idioma y escritura mientras era su prisionero. ¿Sabe que fui esclavo de ellos?
Asentí, pero procuré no mirarle.
– Sí, mi propio padre me entregó al padre de Mehmet como garantía de que no
declararíamos la guerra al imperio. Imagínese, Drácula un peón en manos de los infieles.
No perdí el tiempo. Aprendí todo lo que pude sobre ellos con el fin de superarlos en todo. Fue entonces cuando juré hacer historia, no ser su víctima. -Su voz era tan feroz que le miré a mi pesar, y distinguí aquel terrible fuego en su cara, el odio, la mueca de su boca bajo el largo bigote. Entonces rió, y el sonido fue igualmente aterrador-. Yo he triunfado, y ellos han desaparecido. -Apoyó la mano sobre un espléndido volumen encuadernado en tela-. El sultán me tenía tanto miedo que fundó una orden de caballeros encargada de perseguirme. Aún quedan algunos dispersos en Tsarigrad. Un engorro. Pero cada vez son menos, su número está disminuyendo a marchas forzadas, mientras mis sirvientes se multiplican a lo largo y ancho del globo. -Enderezó su cuerpo poderoso-. Venga. Le enseñaré mis otros tesoros, y usted me dirá cómo se propone catalogarlos.
Me guió de una sección a otra, indicando rarezas, y me di cuenta de que mis suposiciones acerca de las pautas de su colección eran correctas. Vi un armario de buen tamaño lleno de manuales de tortura, algunos de los cuales se remontaban a la antigüedad. Abarcaban las prisiones de la Inglaterra medieval, las cámaras de tortura de la Inquisición, los experimentos del Tercer Reich. Algunos volúmenes renacentistas incluían xilografías de instrumentos de tortura, y otros, diagramas del cuerpo humano. Otra sección de la sala documentaba las herejías religiosas para las que se habían empleado muchos de aquellos manuales de tortura. Otro rincón estaba dedicado a la alquimia, otro a la brujería, otro a la filosofía del tipo más inquietante.
Drácula se detuvo ante una gran estantería y apoyó la mano sobre ella con afecto.
– Ésta es de especial interés para mí, y lo será para usted, creo. Estas obras son mis biografías.
Cada volumen estaba relacionado de alguna manera con su vida. Había obras de
historiadores bizantinos y otomanos (algunos eran originales muy raros), y sus numerosas reimpresiones a través de los siglos. Había folletos medievales rusos, alemanes, húngaros y de Constantinopla, todos los cuales documentaban sus crímenes. No había oído hablar de muchos de ellos en el curso de mi investigación, y experimenté una oleada irracional de curiosidad, antes de caer en la cuenta de que ya no tenía motivos para terminar la investigación. También había numerosos volúmenes de tradiciones populares, desde el siglo XVIl en adelante, que versaban sobre la leyenda de los vampiros. Se me antojó extraño y terrible que los incluyera entre sus biografías. Posó su enorme mano sobre una de las primeras ediciones de la novela de Bram Stoker y sonrió, pero no dijo nada. Después se trasladó en silencio hacia otra sección.
– Ésta también le interesará de manera especial -dijo-. Son obras de historiadores de su siglo, el veinte. Un siglo estupendo. Ardo en deseos de presenciar el resto. En mis tiempos, un príncipe sólo podía eliminar a los elementos subversivos de uno en uno. Ustedes lo hacen a lo grande. Piense, por ejemplo, en las mejoras alcanzadas desde el maldito cañón que derribó las murallas de Constantinopla hasta el fuego divino que su país de adopción arrojó sobre las ciudades japonesas hace unos años. -Me dedicó un amago de reverencia, a modo de felicitación-. Ya habrá leído muchas de estas obras, profesor, pero tal vez las
revisará desde una nueva perspectiva.
Por fin me condujo al lado del fuego una vez más, y encontré otro té humeante al lado de mi butaca. Cuando los dos estuvimos acomodados, se volvió hacia mí.
– No tardaré en ir a tomar mi colación -dijo en voz baja-, pero antes le haré una pregunta. -Mis manos se pusieron a temblar sin que pudiera evitarlo. Hasta el momento había intentado hablar con él lo menos posible, sin incurrir en su ira-. Ha disfrutado de mi hospitalidad, la máxima que puedo ofrecer aquí, y de mi fe ilimitada en sus dones. Gozará de la vida eterna a la que sólo unos pocos seres pueden aspirar. Puede acceder con entera libertad al mejor archivo de su clase que existe sobre la faz de la Tierra. Están a su disposición obras muy raras, que no se pueden ver en ningún otro sitio. Todo esto es suyo.
– Se removió en su butaca, como si le costara mantener inmóvil durante demasiado tiempo su gran cuerpo de No Muerto-. Además, es usted un hombre de raciocinio e imaginación sin parangón, de afinada precisión y profundo discernimiento. Mucho he de aprender de sus métodos de investigación, de la síntesis de sus fuentes, de su imaginación. Por todas estas cualidades, así como por la gran erudición que alimentan, le he traído aquí, a mi gruta del tesoro.
Hizo una pausa. Miré su cara, incapaz de apartar la vasta. Contempló el juego.
– Gracias a su inflexible honestidad, es capaz de ver la lección de la historia -dijo-. La historia nos ha enseñado que la naturaleza del hombre es malvada basta extremos sublimes.
El bien no se puede perfeccionar, pero la maldad sí. ¿Por qué no utiliza su gran mente al servicio de lo que se puede perfeccionar? Le pido, amigo mío, que se sume de buen grado a mi investigación. Si lo hace, se ahorrará grandes angustias, y me ahorrará a mí considerables problemas. Juntos haremos avanzar el trabajo del historiador hasta extremos inconcebibles. No existe pureza como la pureza de los sufrimientos del historiador. Usted poseerá lo que desea todo historiador: la historia será realidad para usted. Nos lavaremos la mente con sangre.
Entonces me miró fijamente, y sus ojos, con su antiguo conocimiento, centellearon, y sus labios rojos se entreabrieron. Habría sido un rostro de la inteligencia más exquisita, pensé de repente, de no haber sido moldeado por tanto odio. Me esforcé por no desfallecer, por no entregarme a él en aquel mismo instante y postrarme de hinojos ante su voluntad. Era un líder, un príncipe. No toleraba limitaciones. Convoqué el amor que había sentido por todo cuanto había poseído durante mi vida y formé la palabra con la mayor firmeza posible.
– Nunca.
Su rostro se inflamó, pálido, las fosas nasales y los labios se agitaron.
– Morirá aquí, sin la menor duda, profesor Rossi -dijo tratando de controlar su ira-. Jamás abandonará estos aposentos vivo, aunque salga de ellos con una nueva vida. ¿Por qué no poder elegir un poco?
– No -dije sin alzar la voz.
Se levantó, amenazador, y sonrió.
– Entonces trabajará para mí en contra de su voluntad -dijo.
Una oscuridad empezó a formarse ante mis ojos, y me aferré por dentro a mi pequeña reserva de… ¿qué? Sentí un hormigueo en la piel y aparecieron estrellas ante mí que brillaban en la oscuridad de la cámara. Cuando se acercó más, vi su rostro sin máscara, una visión tan horrible que no puedo recordarla. Lo he intentado. Después, no me enteré de nada más durante mucho tiempo.
Desperté en mi sarcófago, a oscuras de nuevo, y pensé que era otra vez mi primer día, mi primer despertar en ese lugar, hasta que me di cuenta de que había sabido al instante dónde me hallaba. Estaba muy débil, mucho más débil esta vez, y la herida del cuello sangraba y dolía. Había perdido sangre, pero no tanta como para incapacitarme por completo. Al cabo de un rato conseguí moverme, bajar de mi prisión. Recordé el momento en que había perdido la conciencia. Vi, gracias al resplandor de las velas restantes, que Drácula dormía de nuevo en su gran tumba. Tenía los ojos abiertos, vidriosos, los labios rojos, la mano cerrada sobre el cuchillo. Di media vuelta, sumido en el más profundo horror del cuerpo y el alma, y fui a acuclillarme junto al fuego y a intentar comer los alimentos que me habían
dejado.
Al parecer, su propósito es destruirme de manera gradual, tal vez dejarme abierta hasta el último momento la posibilidad que me ofreció anoche, con el fin de proporcionarle todo el poder de una mente entregada. Ahora sólo tengo un propósito; no, dos: morir con mi personalidad tan intacta como pueda, con la esperanza de que más tarde pueda contenerme un poco, cuando lleve a cabo las acciones terribles de un No Muerto, y seguir vivo el tiempo suficiente para escribir todo cuanto pueda en este informe, aunque lo más probable es que se convierta en polvo antes de ser leído. Estas ambiciones son mi único sostén en este momento. Es el destino más triste que me podía imaginar.
Tercer día
Ya no estoy seguro de qué día es. Empiezo a creer que han transcurrido más días, o que he estado soñando varias semanas, o que mi secuestro tuvo lugar hace un mes. En cualquier caso, éste es mi tercer escrito. Pasé la noche examinando la biblioteca, no para satisfacer los deseos de Drácula concernientes a su catalogación, sino para averiguar algo que pudiera beneficiar a alguien…, pero las esperanzas se agotan. Sólo consignaré que hoy he descubierto que Napoleón mandó asesinar a dos de sus generales durante su primer año de emperador, muertes que nunca he visto documentadas en ningún sitio. También examiné una breve obra de Anna Comnena, la historiadora bizantina, titulada La tortura ordenada por el emperador por el bien del pueblo, si no he olvidado mi griego. Encontré un libro fabulosamente ilustrado sobre la cábala, tal vez de procedencia persa, en la sección de alquimia. Entre los estantes de la colección sobre herejías me topé con un evangelio bizantino de san Juan, pero el principio del texto no coincide. Habla de la oscuridad, no de la luz. Tendré que examinarlo con detenimiento. También encontré un volumen inglés de 1521 (está fechado) llamado Filosofía del horror, un trabajo sobre los Cárpatos acerca del cual había leído algo, pero no creía que existiera.
Estoy demasiado cansado para estudiar estos textos tal como podría (tal como debería), pero siempre que veo algo nuevo y extraño lo examino, con una urgencia
desproporcionada, teniendo en cuenta mi absoluta indefensión. Ahora he de dormir otra vez, al menos un poco, mientras Drácula lo hace, con el fin de poder afrontar la siguiente prueba, sea cual sea, algo descansado.
¿Cuarto día?
Siento que mi mente empieza a desmoronarse. Por más que me esfuerzo, me resulta imposible seguir el hilo del paso del tiempo o de mis esfuerzos por examinar la biblioteca.
No sólo me siento débil, sino enfermo, y hoy experimenté una sensación que llenó de desdicha los restos de mi corazón. Estaba mirando una obra del incomparable archivo de Drácula sobre torturas, y vi en un hermoso libro en cuarto francés el dibujo de una nueva máquina capaz de separar las cabezas de los cuerpos en un instante. Había un grabado ilustrativo: las partes de la máquina, el hombre vestido con elegancia cuya teórica cabeza acababan de separar de su teórico cuerpo. Mientras examinaba este dibujo, no sólo sentí asco por su propósito, no sólo asombro por el maravilloso estado del libro, sino también un repentino anhelo de contemplar la escena real, de oír los gritos de la multitud y ver el chorro de sangre manar sobre el cuello de encaje y la chaqueta de terciopelo. Todo historiador conoce el ansia de ver la realidad del pasado, pero esto era algo nuevo, un tipo de ansia diferente. Dejé el libro a un lado, apoyé mi cabeza dolorida sobre la mesa y lloré por primera vez desde que empezó mi cautiverio. No había llorado desde hacía años, de hecho, desde el funeral de mi madre. La sal de mis lágrimas me consoló un poco… Era tan corriente…
Día
El monstruo duerme, pero ayer no me habló en todo el día, excepto para preguntarme cómo iba el catálogo, y para examinar mi trabajo durante unos minutos. Estoy demasiado cansado para continuar la tarea en este momento, o incluso para mecanografiar algo. Me sentaré delante del fuego y trataré de volver a ser como antes unos momentos.
Día
Anoche me invitó a tomar asiento ante el fuego otra vez, como si aún estuviéramos
manteniendo una conversación civilizada, y me dijo que trasladará la biblioteca pronto, antes de lo que pensaba, porque se acerca alguna amenaza.
– Ésta será su última noche. Después le dejaré aquí un tiempo -me dijo- pero acudirá a mí cuando yo le llame. Entonces reanudará su trabajo en un lugar nuevo y más seguro. Más adelante nos ocuparemos de enviarle al mundo exterior. Procure pensar en quién me enviará para ayudarnos en nuestra tarea. De momento, le dejaré donde nadie pueda encontrarle, por si acaso. -Sonrió, lo cual provocó que mi visión se nublara, y me esforcé en mirar el fuego-. Ha sido muy obstinado. Tal vez le disfrazaremos de reliquia sagrada.
No quise preguntarle qué quería decir.
Por lo tanto, no pasará mucho tiempo antes de que acabe con mi vida mortal. Ahora reservo todas mis energías para ser fuerte en los últimos momentos. Procuro no pensar en la gente a la que he querido, con la esperanza de que existan menos posibilidades de que piense en ellos en mi siguiente e impío estado. Esconderé este informe en el libro más hermoso que he encontrado aquí (una de las pocas obras de historia que no me ha proporcionado un placer horrorizado), y después ocultaré el libro, para que deje de pertenecer a este archivo.
Ojalá pudiera entregarme al polvo con él. Siento que se acerca el ocaso, en el mundo en que la luz y la oscuridad todavía existen, y utilizaré todas mis escasas fuerzas para seguir siendo yo hasta el último momento. Si existe alguna bondad en la vida, en la historia, en mi pasado, la invoco ahora. La invoco con toda la pasión con la que he vivido.
Helen tocó la frente de su padre con dos dedos, como si le bendijera. Estaba reprimiendo los sollozos.
– ¿Cómo podremos sacarle de aquí? Quiero enterrarle.
– No hay tiempo -dije con amargura-. Estoy seguro de que él preferiría que saliéramos con vida.
Me quité la chaqueta y la extendí sobre él para cubrirle la cara. La losa de piedra pesaba demasiado para volver a ponerla en su sitio. Helen recogió la pistola y comprobó su estado, pese al torbellino de emociones.
– La biblioteca -susurró-. Hemos de encontrarla cuanto antes. ¿Oíste algo hace un momento?
Asentí.
– Creo que sí, pero no sabría decir de dónde procedía el ruido.
Aguzamos el oído un momento. El silencio no se rompió. Helen estaba tanteando las paredes, con la pistola en una mano. La luz de las velas era muy insuficiente. Fuimos de un lado a otro, ejerciendo presión y dando golpecitos. No había huecos, ni piedras que sobresalieran, ni posibles aberturas; nada que pareciera sospechoso.
– Casi habrá oscurecido ya -murmuró Helen.
– Lo sé -contesté-. Nos deben quedar diez minutos, y deberíamos marcharnos
enseguida.
Volvimos a examinar hasta el último centímetro de la habitación. El aire era frío, sobre todo ahora que no llevaba puesta la chaqueta, pero el sudor empezó a resbalar por mi espalda.
– Tal vez la biblioteca esté en otra parte de la iglesia, o en los cimientos.
– Ha de estar escondida por completo, quizá bajo tierra -susurró Helen- De lo contrario, alguien habría dado con ella hace mucho tiempo. Además, si mi padre se encuentra en esta tumba…
No terminó, pero era la pregunta que me había atormentado desde el primer momento, cuando vi a Rossi: ¿dónde estaba Drácula?
– ¿Ves algo anormal ahí?
Helen estaba mirando el techo bajo abovedado, y trataba de tocarlo con las yemas de los dedos.
– No veo nada.
Entonces un repentino pensamiento me impulsó a coger una vela del lampadario y
acuclillarme. Helen me imitó al instante.
– Sí -susurró.
Yo estaba tocando el dragón tallado en la vertical del escalón de abajo. Lo había acariciado con el dedo durante nuestra primera visita a la cripta. Apliqué todo mi peso sobre él. No cedió, pero las manos sensibles de Helen ya estaban palpando las piedras que lo rodeaban, y de repente encontró una suelta. La sostuvo en la mano, como un diente. En el hueco apareció un pequeño agujero oscuro. Introduje la mano y la moví por dentro, pero no encontré nada. Helen deslizó la de ella y buscó detrás de la talla.
– ¡Paul! -exclamó en voz baja.
Yo tanteé en la oscuridad. Había un tirador, un tirador grande de hierro frío, y cuando lo empujé, el dragón se elevó con facilidad de su espacio bajo el peldaño, sin afectar a las demás piedras que lo rodeaban ni al peldaño de arriba. Entonces vimos que se trataba de una hermosa obra de arte, con un tirador de hierro en forma de bestia con cuernos hincado en ella, con la probable intención de poder cerrarla cuando se bajaban los estrechos escalones de piedra que se abrían ante nosotros. Helen tomó una segunda vela y yo me apoderé de las cerillas. Entramos a gatas (recordé de repente la apariencia magullada y arañada de Rossi, su ropa rota, y me pregunté si le habrían arrastrado más de una vez a través de esta abertura), pero pronto pudimos bajar erguidos los peldaños.
Ahora el aire era frío y húmedo en extremo, y yo me esforcé por controlar mis temblores y sujetar con fuerza a Helen, quien también temblaba, durante el empinado descenso. Al pie de los quince escalones había un pasadizo, infernalmente oscuro, si bien nuestras velas revelaron candelabros de hierro fijos a las paredes, como si en otro tiempo hubiera estado iluminado. Al final del pasadizo (una vez más, calculé que lo habíamos recorrido en quince pasos, pues tuve buen cuidado de contarlos) había una puerta de pesada madera muy vieja, astillada en la parte inferior, con un siniestro pomo, un ser con cuernos largos de hierro forjado. Intuí sin verlo que Helen alzaba su pistola. La puerta estaba encajada con firmeza en el marco, pero al examinarla con más detenimiento descubrí que tenía echado el cerrojo por el lado donde estábamos. Forcejeé con el pesado picaporte, y después abrí la puerta con un lento miedo que casi derritió mis huesos.
Al entrar, la luz de nuestras velas, aunque débil, iluminó una cámara inmensa. Había mesas cerca de la puerta, mesas largas de antiquísima solidez, y estanterías vacías. El aire de la estancia era sorprendentemente seco después del frío del pasadizo, como si contara con un sistema de ventilación secreto o estuviera excavada en un hueco de tierra protegido. Nos paramos, sin soltarnos, y aguzamos el oído, pero no se oía nada en la sala. Deseé con todas mis fuerzas ver lo que había al otro lado de la oscuridad. Lo siguiente que captó nuestra luz fue un candelabro de brazos lleno de velas medio quemadas. A continuación vimos altos
armarios, y examiné uno con cautela. Estaba vacío.
– ¿Esto es la biblioteca? -pregunté-. Aquí no hay nada.
Nos paramos de nuevo para intentar captar algún sonido, y la pistola de Helen brilló a la luz. Pensé que tendría que haberme ofrecido a empuñarla, a utilizarla en caso necesario, pero nunca había manejado un arma, y ella era una excelente tiradora, tal como yo sabía muy bien.
– Mira, Paul.
Señaló con la mano libre, y vi lo que había llamado su atención.
– Helen -dije, pero ya se me había adelantado. Al cabo de un segundo, mi luz se posó sobre una mesa que no había iluminado antes, una gran mesa de piedra. Un instante después descubrí que no era una mesa, sino un altar… No, no era un altar; era un sarcófago.
Había otro cerca. ¿Habría sido esto la prolongación de la cripta del monasterio, un lugar donde los abades podían descansar en paz, lejos de las antorchas bizantinas y las catapultas otomanas? Entonces vimos al otro lado el sarcófago más grande de todos. En un costado había grabada una palabra: DRÁCULA. Helen levantó la pistola y yo aferré mi estaca. Ella avanzó un paso y yo la seguí.
En aquel momento oímos un estruendo detrás de nosotros, a lo lejos, y ruido de pasos y cuerpos arremolinados, que casi ahogó el tenue sonido que surgía de las tinieblas, al otro lado de la tumba, como de tierra seca que se desmoronara. Saltamos hacia delante al unísono y miramos. El sarcófago más grande no tenía tapa y estaba vacío, al igual que los otros dos. Y aquel sonido: en la oscuridad, un pequeño animal avanzaba a través de las raíces del árbol.
Helen disparó hacia la oscuridad y se oyó un estallido de tierra y guijarros. Corrí hacia delante con mi luz. El final de la biblioteca era un callejón sin salida, con algunas raíces que colgaban del techo abovedado. En el hueco de la pared posterior, que tal vez había alojado un icono en otro tiempo, vi un reguero de lodo negro sobre las piedras desnudas.
¿Sangre? ¿Humedad que rezumaba de la tierra?
La puerta de la sala se abrió con estrépito y giramos en redondo, con mi mano sobre el brazo libre de Helen. A la luz de nuestras velas aparecieron un farol, linternas, formas que corrían, un grito. Era Ranov, y con él una figura alta cuya sombra saltó hacia delante para envolvernos: Géza József, y un aterrorizado hermano Ivan pisándole los talones. Le seguía un nervudo y menudo burócrata con traje y sombrero oscuros, adornado con un poblado bigote oscuro. También había otra figura, que se movía vacilante, y cuyo lento avance debía haberles retrasado: Stoichev. Su cara era una extraña mezcla de miedo, arrepentimiento y curiosidad, y tenía un morado en la mejilla. Sus viejos ojos se encontraron con los nuestros durante un largo y pesaroso momento, y después movió los labios, como si diera gracias a Dios por vernos vivos.
Géza y Ranov se plantaron ante nosotros en una fracción de segundo. Ranov me apuntó con una pistola, y Géza hizo lo propio con Helen, mientras el monje contemplaba la escena boquiabierto y Stoichev esperaba, silencioso y precavido, detrás de ellos. El burócrata del traje oscuro se mantuvo fuera del círculo de luz.
– Suelte la pistola -dijo Ranov a Helen, y ella obedeció. La rodeé con mi brazo, pero poco a poco. A la luz tenebrosa de las velas, sus rostros parecían más que siniestros, excepto el de Stoichev. Comprendí que se habría atrevido a sonreírnos de no haber estado tan asustado.
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó Helen a Géza antes de que yo pudiera impedírselo.
– ¿Qué demonios haces tú aquí, querida? -fue su única respuesta. Parecía más alto que nunca, vestido con camisa y pantalones claros, y pesadas botas de montaña. No me había dado cuenta en el congreso de que me caía fatal.
– ¿Dónde está él? -gruñó Ranov, mirándonos fijamente a Helen y a mí.
– Está muerto -dije-. Ustedes han venido a través de la cripta. Tienen que haberle visto.
Ranov frunció el ceño.
– ¿De qué está hablando?
Algo, una intuición que debía a Helen, me aconsejó no continuar hablando.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Helen con frialdad. Géza la apuntó con un poco más de precisión.
– Ya sabes lo que queremos decir, Elena Rossi. ¿Dónde está Drácula?
Esto era más fácil de contestar, y dejé que Helen se adelantara.
– No está aquí, eso es evidente -dijo con su voz más desagradable-. Puedes examinar su tumba.
En este momento, el pequeño burócrata avanzó un paso, como si fuera a hablar.
– Quédese con ellos -dijo Ranov a Géza. Se movió con cautela entre las mesas, paseando la vista a su alrededor. Comprendí que nunca había estado aquí. El burócrata del traje oscuro le siguió sin decir palabra. Cuando llegaron al sarcófago, Ranov alzó su farol y la pistola, y miró con cautela el interior-. Está vacío -dijo a Géza. Se volvió hacia los otros dos sarcófagos-. ¿Qué es esto? Vengan a ayudarme.
El burócrata y el monje obedecieron. Stoichev les siguió más despacio, y pensé ver cierto brillo en su rostro mientras contemplaba las mesas y armarios vacíos. Sólo pude hacer conjeturas acerca de sus deducciones.
Ranov ya estaba escudriñando los sarcófagos.
– Vacíos -dijo jadeante-. No está aquí. Registren la sala. -Géza József ya estaba avanzando entre las mesas, proyectando la luz hacia todas las paredes y abriendo armarios-. ¿Le han oído o visto?
– No -contesté, sin mentir demasiado. Me dije que, con tal de que no hicieran daño a Helen, con tal de que la dejaran marchar, consideraría un éxito esta expedición. Era la única vida por la que suplicaría. También pensé, con fugaz gratitud, en lo que se había ahorrado Rossi.
Géza profirió algo que debía ser una maldición en húngaro, porque Helen pareció a punto de sonreír pese al arma que apuntaba a su corazón.
– Es inútil -dijo al cabo de un momento-. La tumba de la cripta está vacía, y ésta también. Él nunca volverá a este lugar, puesto que lo hemos descubierto.
Tardé un momento en asimilar esto. ¿La tumba de la cripta estaba vacía? Entonces, ¿dónde se hallaba el cuerpo de Rossi que acabábamos de abandonar allí?
Ranov se volvió hacia Stoichev.
– Díganos qué hay aquí.
Habían bajado sus armas por fin, y yo apreté a Helen contra mí, lo cual provocó que Géza me dirigiera una mirada avinagrada, aunque no dijo nada.
Stoichev alzó su farol como si hubiera estado esperando este momento. Fue a la mesa más cercana y dio unos golpecitos sobre la madera.
– Me parece que son de roble -dijo poco a poco-, y podrían ser de diseño medieval. – Examinó debajo de la mesa la ensambladura de una pata. Dio unos golpecitos en un armario-. Pero no sé gran cosa sobre muebles.
Esperamos en silencio.
Géza propinó una patada a la pata de una mesa.
– ¿Qué voy a decir al ministro de Cultura? Que Valaquia nos perteneció. Era un prisionero húngaro y su país era territorio nuestro.
– ¿Por qué no discutimos sobre eso cuando le encontremos? -gruñó Ranov.
Caí en la cuenta de repente de que el único idioma común entre ellos era el inglés, y de que se detestaban. En aquel momento supe a quién me recordaba Ranov. Con su cara robusta y espeso bigote oscuro se parecía a las fotografías que había visto del joven Stalin. Gente como Ranov y Géza ocasionaban daños mínimos sólo porque su poder era mínimo.
– Dile a tu tía que sea más cuidadosa con sus llamadas telefónicas. -Géza dirigió una mirada torva a Helen, y sentí que ella se ponía rígida contra mí-. Deje a este maldito monje vigilando el lugar -indicó a Ranov, y éste dio una orden que provocó temblores en el pobre Ivan. En aquel momento la luz del farol de Ranov se desvió en otra dirección.
Había estado examinando las mesas subiendo y bajando el farol. Ahora su luz cayó de soslayo sobre el pequeño burócrata del traje oscuro, quien aguardaba en silencio junto al sarcófago de Drácula. Tal vez no me habría fijado en su cara de no haber sido por su extraña expresión, una expresión de dolor íntimo, iluminado de repente por el farol. Vi el rostro demacrado bajo el desaliñado bigote y el brillo familiar de los ojos.
– ¡Helen! -grité-. ¡Mira!
Ella le examinó con detenimiento.
– ¿Qué?
Géza se volvió hacia ella al momento.
– Este hombre… -Helen estaba horrorizada-. Ese hombre… es…
– Un vampiro -terminé-. Nos ha seguido desde nuestra universidad de Estados Unidos.
Apenas había empezado a hablar, cuando el ser emprendió la huida. Se había precipitado en nuestra dirección para escapar, pero tropezó con Géza, quien intentó sujetarle, aunque Ranov fue más rápido. Agarró al bibliotecario, cayeron al suelo, y después nuestro guía dio un salto hacia atrás al tiempo que lanzaba un grito, y el bibliotecario continuó su huida.
Ranov se volvió y disparó contra la figura antes de que se alejara demasiado. Durante un segundo permaneció inmóvil. Fue como si hubiera disparado al aire. Después el bibliotecario se esfumó con tal celeridad que no supe si había llegado al pasadizo o se había esfumado ante nuestros ojos. Ranov corrió tras él y atravesó la puerta, pero regresó casi enseguida. Todos le miramos. Tenía el rostro blanco, se aferraba la tela desgarrada de su chaqueta y un hilillo de sangre manaba entre sus dedos. Al cabo de un largo momento habló.
– ¿Qué está pasando aquí?
Su voz temblaba.
Géza meneó la cabeza.
– Dios mío -dijo-. Le ha mordido. -Retrocedió un paso-. Y yo he estado solo con ese hombre varias veces. Dijo que nos diría dónde podíamos encontrar a los norteamericanos, pero nunca me dijo que fuera…
– Pues claro que no -dijo Helen con desdén, aunque yo intenté acallarla-. Quería encontrar a su amo, seguirnos para llegar hasta él, no matarte. Vivo le eras más útil. ¿Te entregó nuestras notas?
– Cierra el pico.
Géza pareció a punto de abofetearla, pero percibí el miedo y el asombro en su voz, y yo la alejé con delicadeza.
– Vengan. -Ranov nos estaba haciendo señas con su pistola, mientras se apretaba el hombro herido con la otra mano-. Me han sido muy poco útiles. Quiero que vuelvan a Sofía y suban a un avión lo antes posible. Tienen suerte de que no me hayan dado permiso para hacerlos desaparecer. Sería demasiado incómodo.
Pensé que iba a darnos una patada, como Géza había hecho con la pata de la silla, pero se volvió y nos condujo fuera de la biblioteca. Obligó a Stoichev a pasar delante. Supuse, con una punzada de pesar, lo que el pobre hombre habría sufrido en el curso de aquella persecución. No había sido intención de Stoichev que nos siguieran. Lo sabía por la expresión pesarosa que había visto en su cara al entrar en la cámara. ¿Habría conseguido regresar a Sofía antes de que le obligaran a dar media vuelta para seguirnos? Confié en que la reputación internacional de Stoichev le protegería de posteriores maltratos, tal como había ocurrido en el pasado. Pero Ranov… Eso era lo peor. Ranov volvería, contaminado, a sus responsabilidades con la policía secreta. Me pregunté si Géza intentaría hacer algo al respecto, pero el rostro del húngaro estaba tan sombrío que no me atreví a dirigirle la palabra.
Miré por última vez desde la puerta el majestuoso sarcófago, que había descansado allí durante casi quinientos años. Su ocupante podía estar ahora en cualquier lugar, o camino de cualquier lugar. Al final de la escalera, pasamos a gatas uno tras otro por la abertura (recé para que ninguna de las pistolas se disparara), y entonces vi algo muy extraño. El relicario de san Petko estaba abierto sobre su pedestal. Debían de haber utilizado algunas herramientas para abrirlo, puesto que nosotros no habíamos podido hacerlo antes. La losa de mármol que había debajo estaba en su sitio y cubierta con la tela bordada. Helen me dirigió una mirada inexpresiva. Miramos el relicario al pasar y vimos en el interior algunos fragmentos de hueso, un cráneo pulido, todo lo que quedaba del mártir.
Al salir a la noche, vimos una confusión de coches y gente. Por lo visto, Géza había llegado con un séquito, dos de cuyos miembros vigilaban las puertas de la iglesia. Drácula no había escapado por aquí, pensé. Las montañas se cernían sobre nosotros, más oscuras que el cielo oscuro. Algunos aldeanos se habían enterado de la llegada y habían acudido con antorchas encendidas. Retrocedieron cuando Ranov avanzó, miraron su chaqueta rota y ensangrentada, con el rostro tenso a la luz fluctuante. Stoichev tomó mi brazo. Su cabeza osciló cerca de mi oído.
– La cerramos -susurró.
– ¿Qué?
Me incliné para escucharle.
– El monje y yo fuimos los primeros en bajar a la cripta, mientras esos… esos matones registraban la iglesia y el bosque en busca de ustedes. Vimos al hombre de la tumba, no era Drácula, y comprendí que ustedes habían estado allí. Así que la cerramos, y cuando bajaron, sólo abrieron el relicario. Estaban tan furiosos, que pensé que iban a tirar los huesos del pobre santo. -El hermano Ivan parecía bastante corpulento, pero la fragilidad del profesor Stoichev debía ocultar una peculiar fuerza. Stoichev me miró fijamente-. Pero ¿quién estaba en esa tumba si no era…?
– El profesor Rossi -susurré. Ranov estaba abriendo las puertas del coche y nos ordenó subir.
Stoichev me dirigió una mirada rápida y elocuente.
– Lo siento muchísimo.
Así fue como dejé que mi más querido amigo descansara en Bulgaria. Que duerma en paz hasta el fin de los tiempos.
Después de nuestra aventura en la cripta, el salón de los Bora se nos antojó un paraíso en la tierra. Significó un exquisito alivio estar en aquella casa, con tazas de té caliente en la mano (hacía un frío poco usual para un mes de junio), y Turgut nos sonreía desde los cojines del diván. Helen se había quitado los zapatos en la puerta del apartamento y los había sustituido por unas zapatillas rojas con borlas que le prestó la señora Bora. Selim Aksoy también estaba presente, sentado en silencio en un rincón, y Turgut se encargaba de traducir todo a la señora Bora.
– ¿Estáis seguros de que la tumba estaba vacía? -preguntó por segunda vez Turgut, como si quisiera asegurarse de la respuesta.
– Muy seguros. -Miré a Helen-. Lo que no sabemos es si el ruido que oímos cuando entramos era el de Drácula al escapar. Ya debía ser de noche, y no debió costarle mucho huir.
– Y podría haber cambiado de forma, si la leyenda es cierta -suspiró Turgut-. ¡Malditos sean sus ojos! Estuvieron a punto de atraparle, amigos míos, más que la Guardia de la Media Luna en cinco siglos. Estoy muy contento de que no acabarais muertos, pero muy triste porque no pudisteis destruirle.
– ¿Adónde cree que fue?
Helen se inclinó hacia delante. Sus ojos se veían de un color oscuro intenso.
Turgut se acarició su gran barbilla.
– Bien, querida, eso no lo sé. Puede viajar deprisa y lejos, pero no sé hasta dónde. A otro lugar antiguo, seguro, algún escondite inviolado durante siglos. Ha debido disgustarle tener que abandonar Sveti Georgi, pero sabe que ese lugar ahora estará vigilado durante mucho tiempo. Daría mi mano derecha por saber si se ha quedado en Bulgaria o ha abandonado el país. Fronteras y políticas no significan gran cosa para él, estoy seguro.
Turgut frunció el ceño.
– ¿Cree que nos habrá seguido? -preguntó Helen, pero el ángulo de sus hombros me llevó a pensar que la indiferencia con que formulaba la pregunta le costaba cierto esfuerzo.
Turgut meneó la cabeza.
– Espero que no, madame profesora. Yo creo que ahora estará un poco asustado de ustedes, puesto que le han encontrado cuando nadie más lo había hecho.
Helen guardó silencio, y no me gustó la duda que vi en su cara. Selim Aksoy y la señora Bora la miraron con particular ternura, pensé. Tal vez se estaban preguntando cómo había permitido yo que se metiera en una situación tan peligrosa, aunque hubiera conseguido regresar íntegra.
Turgut se volvió hacia mí.
– Y lamento muchísimo lo de tu amigo Rossi. Me habría gustado conocerle.
– Sé que habríais disfrutado de vuestra mutua compañía -dije con sinceridad, y tomé la mano de Helen. Sus ojos se nublaban cada vez que hablábamos de Rossi, y apartó la mirada tratando de buscar privacidad.
– También me habría gustado conocer al profesor Stoichev.
Turgut volvió a suspirar y dejó la taza sobre la mesa de latón.
– Eso habría sido magnífico -dije, y sonreí al imaginar a los dos eruditos contrastando opiniones-. Tú y Stoichev habríais podido explicaros mutuamente el imperio otomano y los Balcanes medievales. Tal vez llegarás a conocerle algún día.
El meneó la cabeza.
– No lo creo -dijo-. Las barreras que nos separan son altas y espinosas, como lo eran entre tsar y un bajá, pero si vuelves a hablar con él, o le escribes, salúdale de mi parte.
Era una promesa fácil de hacer.
Selim Aksoy quiso hacernos una pregunta a través de Turgut, y éste le escuchó con
semblante serio.
– Nos estamos preguntando -dijo -si entre tanto caos y peligro viste el libro que
describió el profesor Rossi. Era la vida de san Jorge, ¿no? ¿Lo llevaron los búlgaros a la Universidad de Sofía?
La risa de Helen podía ser sorprendentemente infantil cuando estaba muy alegre, y me reprimí de darle un sonoro beso delante de todos. Apenas había sonreído desde que abandonamos la tumba de Rossi.
– Está en mi maletín -dije-. De momento.
Turgut nos miró fijamente, atónito, y tardó un largo minuto en reanudar su labor de intérprete.
– ¿Y cómo llegó a alojarse en él?
Helen estaba muda, sonriente, así que fui yo quien dio las explicaciones.
– No volví a pensar en ello hasta que estuvimos de vuelta en Sofía, en el hotel.
No, no podía contarles toda la verdad, de modo que me decanté por una versión educada.
La verdad era que, cuando por fin habíamos podido estar solos diez minutos en la
habitación de Helen, la tomé en mis brazos y besé su cabello oscuro, la apreté contra mi hombro, la amoldé a mi cuerpo a través de nuestras ropas de viaje sucias, como si fuera la otra parte de mí (la parte ausente de Platón, supongo), y entonces noté no sólo alivio por haber sobrevivido y poder abrazarnos, así como la belleza de sus largos huesos y su aliento en mi cuello, sino algo muy peculiar en su cuerpo, algo abultado y duro. Retrocedí y la miré aterrado, y vi su sonrisa irónica. Se llevó un dedo a los labios. Era un simple recordatorio.
Ambos sabíamos que debía haber micrófonos ocultos en la habitación.
Al cabo de un segundo, apoyó mis manos sobre los botones de su blusa, que estaba
desaliñada y sucia a causa de nuestras aventuras. La desabotoné sin atreverme a pensar, y se la quité. Ya he dicho que la ropa interior de las mujeres era más complicada en aquella época, con alambres y ganchos secretos, y compartimientos extraños. Una armadura interior. Envuelto en un pañuelo y tibio contra la piel de Helen había un libro, no el gran volumen en folio que había imaginado cuando Rossi nos habló de su existencia, sino uno pequeño que cabía en la palma de la mano. Su cubierta era de oro sobre madera y piel pintados. El oro estaba incrustado de esmeraldas, rubíes, zafiros, lapislázuli y perlas, un pequeño firmamento de joyas, todo en honor de la cara del santo reproducido en el centro.
Sus delicadas facciones bizantinas parecían pintadas unos días antes, en lugar de siglos, y sus grandes ojos tristes daban la impresión de seguir a los míos. Sus cejas se alzaban como finas arcadas sobre ellos, la nariz era larga y recta, la boca triste y severa. El retrato poseía una rotundidad, una perfección, un realismo que yo nunca había visto en el arte bizantino, un aspecto de linaje romano. De no haber estado enamorado ya, habría afirmado que aquél era el rostro más hermoso que había visto en mi vida, pero también celestial, o celestial pero también humano. Sobre el cuello de su túnica vi unas palabras.
– Es griego -dijo Helen. Su voz era menos que un suspiro cerca de mi oído-. San Jorge.
Dentro había pequeñas hojas de pergamino en un estado de conservación increíble, todas cubiertas de una bonita letra medieval, también en griego. Descubrí exquisitas páginas ilustradas: san Jorge clavando su lanza en las fauces de un dragón mientras un grupo de nobles miraban; san Jorge recibiendo una diminuta corona dorada de manos de Cristo, quien se la daba sentado en su trono celestial; san Jorge en su lecho de muerte, llorado por ángeles de alas rojas. Cada una estaba provista de asombrosos detalles en miniatura. Helen asintió y acercó la boca a mi oído de nuevo, sin apenas respirar.
– No soy experta en estas cosas -susurró-, pero creo que podría haber sido hecho para el emperador de Constantinopla, aunque aún no sabemos cuál. Éste es el sello de los emperadores posteriores.
En la parte interior de la portada había pintada un águila bicéfala, el ave que miraba al mismo tiempo hacia el augusto pasado de Bizancio y hacia su futuro ilimitado. No tuvo la suficiente agudeza de vista para contemplar en el futuro la caída del imperio a manos del infiel.
– Eso significa que data al menos de la primera mitad del siglo quince -susurré-. Antes de la conquista.
– Oh, yo creo que es mucho más antiguo -susurró Helen al tiempo que tocaba el sello con delicadeza-. Mi padre…, mi padre decía que era muy antiguo. Este emblema indica Constantine Porphyrogenitus. Reinó en… -consultó un archivo mental- la primera mitad del siglo diez. Detentaba el poder antes de la fundación del Bachkovski manastir. Debieron añadir el águila con posterioridad.
Apenas musité las palabras.
– ¿Quieres decir entonces que tiene más de mil años de antigüedad? -Sujeté el libro con ambas manos y me senté en el borde de la cama de Helen. Ninguno de los dos emitió el menor sonido. Estábamos hablando más o menos con los ojos-. Se halla en perfectas condiciones. ¿Y tú pretendes sacar de contrabando de Bulgaria un tesoro semejante? Estás loca, Helen -le dije con una mirada-. Por no hablar de que pertenece al pueblo búlgaro.
Ella me besó, tomó el libro de mis manos y lo abrió.
– Era un regalo para mi padre -susurró. La parte interior de la portada tenía un profundo bolsillo de piel añadido, y Helen introdujo los dedos con cuidado-. He esperado a mirar esto hasta que pudiéramos hacerlo juntos.
Extrajo un paquete de papel delgado cubierto de una apretada mecanografía. Entonces leímos juntos, en silencio, el doloroso diario de Rossi. Cuando terminamos, ninguno de los dos habló, aunque los dos llorábamos. Por fin, Helen envolvió el libro con el pañuelo y lo devolvió a su escondite, contra su piel.
Turgut sonrió cuando terminé mi versión resumida de la historia.
– Pero debo contarte algo más, y es muy importante -dije. Describí el terrible
encarcelamiento de Rossi en la biblioteca. Escucharon con semblante serio, y cuando llegué al hecho de que Drácula conocía la existencia de una guardia formada por el sultán para perseguirle, Turgut dio un respingo.
– Lo siento -se disculpó.
Se apresuró a traducir a Selim, quien inclinó la cabeza y dijo algo en voz baja. Turgut asintió.
– Dice lo que yo pienso. Esta terrible noticia sólo significa que hemos de ser más diligentes a la hora de perseguir al Empalador y mantener alejada su influencia de nuestra ciudad. Su Gloria el Refugio del Mundo nos lo ordenaría si estuviera vivo. Esto es cierto. ¿Qué haréis con este libro cuando volváis a casa?
– Conozco a alguien que tiene un contacto en una casa de subastas -dije-. Seremos muy cuidadosos, por supuesto, y esperaremos un tiempo sin hacer nada. Supongo que algún museo lo comprará tarde o temprano.
– ¿Y el dinero? -Turgut sacudió la cabeza-. ¿Qué haréis con tanto dinero?
– Lo estamos pensando -dije-. Algo al servicio del bien. Aún no lo sabemos.
Nuestro avión a Nueva York despegaba a las cinco, y Turgut empezó a consultar su reloj en cuanto terminamos nuestro copioso banquete. Tenía que dar una clase nocturna, ay, pero el señor Aksoy nos acompañaría en taxi al aeropuerto. Cuando nos levantamos para marchar, la señora Bora sacó un pañuelo de la más bella seda color crema, bordado en plata, y lo colocó alrededor del cuello de Helen. Ocultaba el estado lamentable de su chaqueta negra y el cuello sucio, y todos lanzamos una exclamación, al menos yo, y no pude haber sido el único. Su cara, sobre el pañuelo, poseía la majestuosidad de una emperatriz.
– Para el día de su boda -dijo la señora Bora, y se puso de puntillas para besarla.
Turgut besó la mano de Helen.
– Pertenecía a mi madre -dijo con sencillez, y Helen se quedó sin habla. Yo hablé por los dos y les estreché la mano. Escribiríamos, pensaríamos en ellos. Como la vida era larga, volveríamos a vernos.
Tal vez sea la parte final de mi historia la que me cueste más contar, pues empieza con mucha felicidad, pese a todo. Regresamos con discreción a la universidad y reanudamos nuestro trabajo. La policía me interrogó una vez más, pero dio la impresión de que se conformaban con saber que mi viaje al extranjero había estado relacionado con mi investigación, y no con la desaparición de Rossi. Los periódicos ya se habían hecho eco de su desaparición, que habían transformado en un misterio local al que la universidad procuraba no hacer el menor caso. El jefe de mi departamento también me interrogó, por supuesto, y por supuesto yo no le dije nada, excepto que lamentaba como el que más lo sucedido a Rossi. Helen y yo nos casamos en Boston aquel otoño, en la iglesia que frecuentaban mis padres. Incluso en plena ceremonia no pude evitar fijarme en lo sencilla que era. Echaba de menos el olor a incienso.
Mis padres se quedaron un poco estupefactos por todo esto, claro está, pero se rindieron al encanto de Helen. No hicieron gala de su aspereza proverbial, y cuando íbamos a verlos a Boston, solía descubrir a Helen en la cocina riendo con mi madre, enseñándole a cocinar especialidades húngaras, o hablando de antropología con mi padre en su estrecho estudio.
En cuanto a mí, si bien sentía el dolor de la muerte de Rossi y la frecuente melancolía que parecía provocar en Helen, viví aquel año rebosante de dicha. Terminé mi tesis con un segundo director, cuyo rostro se me antojó borroso durante todo ese tiempo. No era que hubieran dejado de interesarme los comerciantes holandeses. Sólo quería finalizar mis estudios para instalarnos confortablemente en algún sitio. Helen publicó un largo artículo sobre las supersticiones de la Valaquia rural, que fue bien recibido, y empezó una tesis sobre las costumbres transilvanas que todavía perduraban en Hungría.
También escribimos algo más en cuanto regresamos a Estados Unidos: una nota para la madre de Helen, por mediación de tía Eva.
Helen no se atrevió a incluir excesiva información, pero contó a su madre en breves líneas que Rossi había muerto recordándola y amándola. Cerró la carta con una mirada de desesperación.
– Se lo contaré todo algún día -dijo-, cuando se lo pueda susurrar en el oído.
Nunca supimos con certeza si la carta llegó a su destino, porque ni tía Eva ni la madre de Helen contestaron, y al cabo de un año las tropas soviéticas invadieron Hungría.
Albergaba la intención de vivir feliz para siempre, y comenté con Helen poco después de casarnos que esperaba tener hijos. Al principio, meneó la cabeza y acarició la cicatriz de su cuello. Sabía a qué se refería, pero la contaminación había sido mínima, señalé. Se encontraba bien, gozaba de una salud excelente. A medida que transcurría el tiempo, pareció sosegarse gracias a su total recuperación, y la vi mirar con ojos anhelantes los cochecitos de niño que pasaban por la calle.
Helen obtuvo su doctorado en antropología la primavera después de casarnos. La velocidad con que escribió su tesis me avergonzó. Con frecuencia, me despertaba a las cinco de la mañana y descubría que ya estaba sentada a su escritorio. Estaba pálida y cansada, y el día después de defender su tesis desperté y vi sangre en las sábanas, y a Helen tendida a mi lado, débil y transida de dolor: un aborto espontáneo. Había esperado a darme la sorpresa.
Se encontró mal durante varias semanas, y estuvo muy callada. Su tesis recibió los
máximos honores, pero nunca habló de eso.
Cuando conseguí mi primer puesto de profesor en Nueva York, ella me animó a aceptarlo, y nos mudamos. Nos instalamos en Brooklyn Heights, en una agradable casa de tres pisos bastante antigua. Paseábamos por la alameda para ver los remolcadores y los grandes transatlánticos (los últimos de su raza) zarpar con destino a Europa. Helen daba clases en una universidad tan buena como la mía, y sus estudiantes la adoraban. Nuestra existencia gozaba de un magnífico equilibrio, y nos ganábamos la vida haciendo lo que más nos gustaba.
De vez en cuando sacábamos la Vida de san Jorge y la examinábamos con parsimonia, y llegó el día en que fuimos a una discreta casa de subastas con el libro, y el inglés que lo abrió estuvo a punto de desmayarse. Se vendió de forma privada, y al final llegó a los claustros, en la parte alta de Manhattan, y una respetable cantidad de dinero ingresó en una cuenta bancaria que habíamos abierto a tal efecto. A Helen le disgustaba tanto como a mí la vida sofisticada, y aparte del intento de enviar pequeñas cantidades a sus parientes de Hungría, no tocamos el dinero.
El segundo aborto de Helen fue aún más dramático que el primero, y más peligroso. Llegué a casa un día y vi un rastro de pisadas ensangrentadas en el vestíbulo. Había conseguido llamar por teléfono a una ambulancia, y ya estaba casi fuera de peligro cuando llegué al hospital. Después el recuerdo de aquellas huellas me despertó noche tras noche. Empecé a temer que nunca tendríamos un hijo sano y a preguntarme cómo afectaría esto a Helen.
Después volvió a quedar embarazada, y transcurrió un mes tras otro sin incidentes.
Adquirió aspecto de madonna, su forma se redondeó bajo el vestido de lana azul, caminaba con cierta inseguridad. Siempre sonreía. Esta vez todo saldría bien, dijo.
Naciste en un hospital que daba al Hudson. Cuando vi que eras morena y de cejas finas como tu madre, tan perfecta como una moneda nueva, y que los ojos de Helen rebosaban de lágrimas de placer y dolor, te alcé en tu prieto capullo para que vieras los barcos. Lo hice en parte para ocultar mis lágrimas. Te pusimos el nombre de la madre de Helen.
Helen estaba loca por ti. Quiero que conozcas ese dato más que cualquier otro aspecto de nuestras vidas. Había dejado de dar clases durante el embarazo y parecía contentarse con pasar las horas en casa, jugando con los dedos de tus manos y tus pies, que eran completamente transilvanos, decía con una sonrisa traviesa, o meciéndote en la butaca que le compré. Empezaste a sonreír pronto, y tus ojos nos seguían a todas partes. A veces abandonaba mi despacho, volvía a casa y comprobaba que las dos, mis mujeres de pelo oscuro, aún estabais adormecidas en el sofá.
Un día llegué a casa temprano, a las cuatro de la tarde, con algunos envases de comida china y unas flores para que las miraras. No había nadie en la sala de estar, y encontré a Helen inclinada sobre tu cuna mientras dormías la siesta. Tu rostro se veía sereno, pero el de Helen estaba cubierto de lágrimas, y por un segundo no fue consciente de mi presencia.
La tomé en mis brazos y sentí, con un escalofrío, que sólo me lo devolvía en parte. No me reveló cuál era el motivo de su preocupación, y después de insistir algunas veces, ya no me atreví a hacerle más preguntas. Por la noche hizo bromas acerca de la comida y los claveles que había traído, pero a la semana siguiente volví a encontrarla llorando, silenciosa de nuevo, examinando un libro de Rossi, que me había dedicado cuando empezamos a trabajar juntos. Era su colosal volumen sobre la civilización minoica, y estaba abierto sobre su regazo por la fotografía de un altar sacrificial de Creta, tomada por el propio Rossi.
– ¿Dónde está la niña? -pregunté.
Helen levantó la cabeza poco a poco y me miró fijamente, como si intentara recordar qué año era.
– Está dormida.
Me descubrí resistiendo el impulso de ir a la habitación para comprobarlo.
– ¿Qué pasa, cariño?
Aparté el libro y la abracé, pero ella meneó la cabeza sin decir nada. Cuando por fin entré a verte, te acababas de despertar en la cuna, con tu sonrisa adorable, y estabas intentando incorporarte sobre el estómago para verme.
Al cabo de poco tiempo Helen se mantenía silenciosa casi cada mañana y lloraba por ningún motivo aparente cada noche. Como no quería hablar conmigo, insistí en que viera a un médico, y después a un psicoanalista. El médico dijo que no había detectado nada anormal, que las mujeres se ponían tristes a veces durante los primeros meses posteriores al parto, y que se recobraría en cuanto se acostumbrara a su nueva situación. Descubrí demasiado tarde, cuando un amigo nuestro se topó con ella en la Biblioteca Pública de Nueva York, que no había ido al analista. Cuando se lo eché en cara, dijo que había decidido que un poco de investigación la animaría más, y estaba aprovechando el tiempo en que estaba la niñera para eso. Pero algunas noches estaba tan deprimida que llegué a la conclusión de que necesitaba un cambio de aires. Saqué un poco de dinero de nuestro botín y compré billetes de avión para Francia a principios de la primavera.
Helen nunca había estado en Francia, aunque había leído montones de libros sobre el país durante toda su vida y hablaba un excelente francés de colegiala. En Montmartre se mostró de lo más risueña, y comentó con algo de su antigua ironía que le Sacré Coeur le había parecido aún más monumentalmente feo de lo que nunca había soñado. Le gustaba empujar tu cochecito entre los mercados de flores, y por la orilla del Sena, donde nos demorábamos, investigando el material de los vendedores de libros, mientras tú mirabas el agua con tu capucha roja. A los nueve meses ya eras una excelente viajera, y Helen te dijo que aquello sólo era el principio.
La portera de nuestra pensión resultó ser abuela de muchos niños, y te dejamos durmiendo a su cargo mientras brindábamos en un bar con barra de latón o tomábamos café en una terraza con los guantes puestos. Lo que más le gustó a Helen (y a ti, con tus ojos brillantes) fue la bóveda resonante de Notre Dame, y por fin derivamos más hacia el sur para ver otras refulgentes; Albi, con su peculiar iglesia fortaleza roja, hogar de herejías; las murallas de Carcassonne.
Helen quería visitar el antiguo monasterio de Saint Matthieu des Pyrénées Orientales, y decidimos ir a pasar uno o dos días antes de regresar a París y tomar el vuelo de vuelta a casa. Pensé que su cara se había alegrado mucho durante el viaje, y me gustó la forma en que se tumbó sobre la cama de nuestro hotel de Perpiñán, mientras miraba una historia de la arquitectura francesa que le había comprado en París. El monasterio había sido construido en el año 1000, me dijo, aunque sabía que yo ya había leído toda aquella parte. Era la más antigua muestra de la arquitectura románica en Francia.
– Casi tan antiguo como la Vida de san Jorge -musité, pero entonces cerró el libro y borró toda expresión de su cara, y te miró codiciosa mientras jugabas en la cama a su lado.
Helen insistió en que fuéramos a pie hasta el monasterio, como peregrinos. Subimos desde Les Bains en una fría mañana de primavera, con los jerseys anudados alrededor de la cintura cuando aumentó la temperatura. Helen te cargaba en una mochila de pana sobre su pecho, y cuando se cansó yo te llevé en brazos. La carretera estaba desierta en aquella época del año, a excepción de un silencioso campesino moreno que nos adelantó a caballo.
Le dije a Helen que tendríamos que haberle pedido que nos echara una mano, pero no contestó. Su mal humor había vuelto aquella mañana, y noté con angustia y frustración que sus ojos se llenaban de lágrimas de vez en cuando. Ya sabía que si le preguntaba qué pasaba negaría con la cabeza para que la dejara en paz, de modo que intenté contentarme con abrazarte mientras ascendíamos, señalando el paisaje cada vez que doblábamos un recodo de la carretera, largas panorámicas de campos y pueblos polvorientos. En la cima de la montaña, la carretera se transformaba en un amplio estuario de polvo, con uno o dos coches antiguos aparcados y el caballo del campesino atado a un árbol, aunque no se veía al hombre por ninguna parte. El monasterio se alzaba por encima de esa zona, con las murallas de piedra compacta que trepaban hasta la cumbre. Atravesamos la entrada y nos entregamos al cuidado de los monjes.
En aquellos tiempos, Saint Matthieu era, mucho más que ahora, un monasterio dedicado al trabajo y debía contar con una comunidad de doce o trece monjes, que vivían igual que lo habían hecho sus predecesores durante mil años, con la excepción de que de vez en cuando programaban la visita guiada del monasterio para los turistas y tenían un automóvil aparcado extramuros para su uso particular. Dos monjes nos enseñaron los exquisitos claustros. Recuerdo mi sorpresa cuando me acerqué al extremo del patio y vi el precipicio sobre los salientes rocosos, la pared vertical, las llanuras del valle. Las montañas que
rodean el monasterio son incluso más altas que la cumbre sobre la que se aposenta, y en sus flancos lejanos vimos velos blancos que, al cabo de un momento, reconocí como cascadas.
Estuvimos sentados un rato en un banco cercano al precipicio, mientras tú jugabas entre ambos, contemplando el enorme cielo de mediodía y escuchando el agua que burbujeaba en la cisterna del monasterio, situada en el centro y tallada en mármol rojo. Sólo Dios sabía cómo la habían subido hasta allí siglos antes. Helen parecía más alegre otra vez, y observé complacido la placidez de su rostro. Aunque a veces estuviera triste, el viaje estaba valiendo la pena.
Por fin, Helen dijo que quería seguir visitando el lugar. Te devolvimos a tu mochila y fuimos a ver las cocinas y el largo refectorio en que los monjes todavía comían, y el hostal donde los peregrinos podían dormir en catres, y el scriptorium, una de las partes más antiguas del complejo, donde tantos manuscritos importantes habían sido copiados e ilustrados. Había un ejemplar bajo un cristal, un Evangelio de san Mateo abierto por una página bordeada de pequeños demonios empujándose mutuamente hacia abajo. Helen sonrió al verlos. La capilla estaba al lado. Era pequeña, como todas las demás estancias del monasterio, pero sus proporciones eran melodía en piedra. Nunca había visto un románico semejante, tan íntimo y encantador. Nuestro guía afirmó que el abombamiento exterior del ábside era el primer momento del románico, un gesto súbito que arrojó luz sobre el altar.
También quedaban vidrieras del siglo XIV en las ventanas estrechas y el altar estaba preparado para celebrar la misa en colores rojo y blanco, con candeleros dorados. Salimos en silencio.
Al fin, el joven monje que nos guiaba dijo que habíamos visto todo excepto la cripta, y le seguimos hacia allí. Era una pequeña cavidad húmeda al lado de los claustros, de arquitectura interesante debido a una bóveda de principios del románico sostenida por unas cuantas columnas rechonchas y a un sarcófago de piedra provisto de tétricos adornos que databa del primer siglo de existencia del monasterio: el lugar de descanso de su primer abad, dijo nuestro guía. Al lado del sarcófago estaba sentado un monje anciano, absorto en sus meditaciones. Alzó la vista, amable y confuso, cuando entramos y nos saludó con una inclinación de cabeza sin levantarse de la silla.
– Desde hace siglos existe la tradición de que uno de nosotros se sienta con el abad
explicó nuestro guía-. Por lo general, el monje que recibe este honor de por vida es de edad avanzada.
– Qué raro -dije, pero algo, tal vez el frío del lugar, provocó que lloraras y te removieras sobre el pecho de Helen, y al ver que estaba cansada me ofrecí a sacarte para que respiraras aire puro. Salí de aquel agujero húmedo con una sensación de alivio, y fui a enseñarte la fuente de los claustros.
Esperaba que Helen me seguiría al instante, pero se demoró abajo, y cuando volvió a salir tenía la cara tan cambiada que experimenté una oleada de alarma. Parecía animada (sí, más viva de lo que la había visto en meses), pero también pálida y con los ojos desorbitados, concentrada en algo que yo no podía ver. Avancé hacia ella con la mayor naturalidad posible. Le pregunté si había visto algo interesante abajo.
– Tal vez -dijo, pero como si no pudiera oírme debido al ruido de sus pensamientos.
Después se volvió hacia ti de repente, te tomó en sus manos, te abrazó y besó tus mejillas y cabeza-. ¿Se encuentra bien? ¿Se ha asustado?
– Está bien -dije-. Puede que tenga hambre.
Helen se sentó en un banco, sacó un frasco de comida para bebés y empezó a darte de comer mientras entonaba una de aquellas cancioncillas que yo no entendía (húngaras o rumanas).
– Este lugar es muy bonito -dijo al cabo de un momento-. Quedémonos un par de días.
– Hemos de volver a París el jueves por la noche -protesté.
– Bien, no hay tanta diferencia entre quedarse aquí una noche y quedarnos en Les Bains – contestó con calma-. Mañana bajaremos a pie y tomaremos el autobús, si crees que hemos de irnos tan pronto.
Accedí porque estaba muy rara, pero sentía cierta reticencia, incluso cuando fui a plantear la petición a nuestro guía. Este la transmitió a su superior, quien dijo que el hostal estaba vacío y podíamos quedarnos. Entre el sencillo almuerzo y la todavía más sencilla cena, nos dieron una habitación junto a la cocina, paseamos por las rosaledas, visitamos el huerto extramuros y nos sentamos en la parte posterior de la capilla para escuchar la misa cantada de los monjes, mientras tú dormías en el regazo de Helen. Un monje nos hizo los catres con sábanas limpias de tela basta. Después de que te durmieras en uno de esos catres, con los nuestros colocados uno a cada lado para que no te cayeras, me puse a leer y fingí no vigilar a Helen. Estaba sentada en el borde de su catre con el vestido de algodón negro, contemplando la noche. Agradecí mentalmente que las cortinas estuvieran corridas, pero al final se levantó, las descorrió y miró afuera.
– Debe de estar oscuro, sin ninguna ciudad cerca -dije.
Ella asintió.
– Está muy oscuro, pero aquí siempre ha sido igual, ¿no crees? -¿Por qué no vienes a la cama?
Pasé la mano por encima de ti y palmeé su catre.
– De acuerdo -dijo sin protestar. De hecho, sonrió cuando se inclinó para besarme antes de acostarse. La retuve en mis brazos un momento y sentí la fuerza de sus hombros, la piel suave de su cuello. Después se estiró y cubrió, y dio la impresión de dormirse mucho antes de que yo hubiera terminado el capítulo de mi libro y apagado el farol.
Desperté al amanecer, y noté una especie de brisa en la habitación. Reinaba un profundo silencio. Tú respirabas a mi lado bajo tu manta de lana, pero el catre de Helen estaba vacío.
Me levanté sin hacer ruido y me puse los zapatos y la chaqueta. Los claustros estaban oscuros, el patio gris, la fuente era una masa de sombras. Pensé que el sol tardaría bastante en iluminar ese lugar, puesto que antes debía alzarse sobre aquellos enormes picos del este.
Busqué a Helen sin llamarla, porque sabía que le gustaba despertarse temprano, y debía estar absorta en sus pensamientos sentada en un banco, a la espera de la aurora. Sin embargo, no vi ni rastro de ella, y cuando el cielo se aclaró un poco empecé a buscarla con más rapidez, fui una vez al banco en que nos habíamos sentado el día anterior y entré en la capilla, con su olor fantasmal a humo.
Por fin empecé a llamarla por el nombre, primero en voz baja, después a gritos y luego alarmado. Al cabo de unos minutos, un monje salió del refectorio, donde debían estar tomando la primera comida del día y preguntó si podía ayudarme, si necesitaba algo. Le expliqué que mi mujer había desaparecido y empezó a buscar conmigo.
– Puede que madame saliera a pasear.
Pero no descubrimos ni rastro de ella ni en el huerto, ni en el aparcamiento, ni en la cripta.
Buscamos por todas partes mientras el sol se encaramaba a los picos, y después mi
acompañante fue a buscar más monjes, y uno dijo que tomaría el coche para bajar a Les Bains y hacer indagaciones. Guiado por un impulso, le pedí que volviera con la policía.
Después te oí llorar en el hostal. Corrí hacia ti, temeroso de que te cayeras al suelo, pero sólo acababas de despertarte. Te di de comer a toda prisa y te acuné en mis brazos, y luego volví a buscar en los mismos lugares.
Por fin, pedí que todos los monjes se reunieran para interrogarlos. El abad dio su
consentimiento y los condujo hasta los claustros. Nadie había visto a Helen después de que fuéramos al hostal una vez terminada la cena. Todo el mundo estaba preocupado. La pauvre, dijo un monje anciano, lo cual me irritó. Pregunté si alguien había hablado con ella el día anterior o si habían observado algo raro.
– Por regla general, no hablamos con mujeres -me dijo el abad con mansedumbre.
Pero un monje se adelantó, y reconocí al instante al anciano cuya tarea consistía en estar sentado en la cripta. Su rostro se veía tan sereno y bondadoso como había aparecido a la luz del farol en la cripta el día anterior, con aquella leve confusión que yo ya había observado.
– Madame se paró a hablar conmigo -dijo-. No me gustó quebrantar nuestra norma, pero era una dama tan educada y amable que contesté a sus preguntas.
– ¿Qué le preguntó?
Mi corazón ya se había acelerado, pero ahora se desbocó.
– Me preguntó quién estaba enterrado allí, y yo expliqué que era uno de nuestros primeros abades, y que reverenciamos su memoria. Después preguntó qué grandes cosas había hecho, y yo le expliqué que tenemos una leyenda -miró al abad, el cual asintió para animarle a continuar-, la leyenda de que vivió una vida de santidad, pero en la muerte tuvo la desgracia de recibir una maldición, de manera que se alzó de su tumba para atacar a los monjes, y su cuerpo tuvo que ser purificado. Después una rosa blanca creció en su corazón como muestra de que la Virgen le había perdonado.
– ¿Por eso alguien se sienta siempre a su lado, para vigilarle? -pregunté enfurecido.
El abad se encogió de hombros.
– Honrar su recuerdo es una de nuestras tradiciones.
Me volví hacia el monje anciano, pero tuve que reprimir el deseo de retorcerle el pescuezo y ver teñirse de azul su cara.
– ¿Le contó esto a mi esposa?
– Me interrogó acerca de nuestra historia, monsieur. No me pareció mal contestar a sus preguntas.
– ¿Y qué le dijo ella?
El hombre sonrió.
– Me dio las gracias con su dulce voz y me preguntó mi nombre, y yo le dije que era frère Kiril.
Enlazó las manos sobre la cintura.
Tardé un momento en asimilar aquellos sonidos, pues el nombre me resultaba desconocido por el acento francés en la segunda sílaba, por aquel inocente frère. Después te estreché entre mis brazos para no dejarte caer.
– ¿Ha dicho que se llama Kiril? ¿Me puede deletrear el nombre?
El atónito monje obedeció.
– ¿De dónde sacó ese nombre? -pregunté. No podía evitar que mi voz temblara-. ¿Es su nombre verdadero? ¿Quién es usted?
El abad intervino, tal vez porque el anciano parecía muy perplejo.
– No es su nombre de pila -explicó-. Todos adoptamos un nombre cuando hacemos los votos. Siempre ha habido un Kiril, alguien siempre lleva este nombre, y un frère Michel, ése de ahí…
– ¿Me está diciendo que hubo un hermano Kiril antes que él, y también otro antes? – pregunté al tiempo que te sujetaba con fuerza.
– Oh, sí -dijo el abad, claramente perplejo por mi feroz interrogatorio-. A lo largo de toda nuestra historia, por lo que nosotros sabemos. Estamos orgullosos de nuestras tradiciones. No nos gustan las costumbres nuevas.
– ¿Cuál es el origen de esta tradición?
A estas alturas, casi me había puesto a gritar.
– No lo sabemos, monsieur -dijo el abad en tono paciente-. Siempre ha existido.
Me acerqué a él y nuestras narices casi se tocaron.
– Quiero que abra el sarcófago de la cripta -dije.
El hombre retrocedió, estupefacto.
– ¿Qué está diciendo? No podemos hacer eso.
– Acompáñeme. Tenga -Te deposité en los brazos del joven monje que nos había
enseñado el monasterio el día anterior-. Haga el favor de sostener a mi hija. -Te cogió, sin tanta torpeza como yo esperaba, y te sostuvo en brazos. Tú te pusiste a llorar-. Venga -dije al abad. Le arrastré hacia la cripta e indicó a los monjes con un gesto que no nos siguieran. Bajamos los peldaños a toda prisa. En el gélido agujero, donde el hermano Kiril había dejado dos velas ardiendo, me volví hacia el abad-. No es necesario que cuente a nadie esto, pero debo ver el interior del sarcófago. -Hice una pausa para dotar de mayor énfasis a mis palabras-. Si no me ayuda, descargaré todo el peso de la ley sobre su monasterio.
Me lanzó una mirada (¿de miedo?, ¿de resentimiento?, ¿de compasión?) y se encaminó a un extremo del sarcófago. Juntos deslizamos a un lado la pesada losa, lo suficiente para atisbar en el interior. Alcé una vela. El sarcófago estaba vacío. El abad abrió los ojos sorprendido y volvió a colocar la losa en su sitio con un enérgico empujón. Nos miramos. Tenía un hermoso y astuto rostro galo, que en otras circunstancias me habría gustado muchísimo.
– Le ruego que no diga nada de esto a los hermanos -susurró, y luego se volvió y subió la escalera.
Le seguí, mientras me esforzaba por decidir qué debía hacer a continuación. Volveríamos de inmediato a Les Bains, concluí, y avisaríamos a la policía. Tal vez Helen había decidido volver a París antes que nosotros (aunque no podía imaginar por qué), o incluso a casa.
Notaba un terrible martilleo en los oídos, el corazón en la garganta, el sabor de la sangre en la boca.
Cuando volví a entrar en los claustros, donde el sol estaba bañando la fuente y los pájaros cantaban sobre el antiguo pavimento, supe lo que había ocurrido. Había intentado durante una hora no pensar en ello, pero ahora casi no necesitaba ya la noticia, la escena de los dos monjes que corrían hacia el abad dando voces. Recordé que los había enviado a buscar extramuros, en los huertos, en los bosquecillos de árboles secos, en los afloramientos rocosos. Acababan de emerger de la ladera empinada, y uno de ellos señalaba hacia el borde del claustro donde Helen y yo nos habíamos sentado el día anterior, contigo en medio, y contemplado el abismo insondable.
– ¡Señor abad! -gritó uno, como si no se atreviera a hablarme-. ¡Señor abad, hay sangre en las rocas! ¡Allí abajo!
No existen palabras para momentos como ése. Corrí hacia el borde de los claustros,
aferrado a ti, sintiendo tu mejilla suave como un pétalo contra mi cuello. Mis primeras lágrimas se estaban agolpando en los ojos, ardientes y amargas como nunca. Miré por encima del muro bajo. En un afloramiento rocoso que había a unos cinco metros más abajo, distinguí una mancha escarlata, no muy grande pero inconfundible bajo el sol de la mañana.
Más allá bostezaba el abismo, se elevaba la niebla, las águilas cazaban, las montañas caían hacia sus raíces. Corrí en dirección a la puerta principal y salí. El precipicio era tan empinado que, aunque no te hubiera sujetado, jamás habría podido bajar hasta el primer afloramiento. Me quedé mirando, invadido por una sensación de pérdida, en aquella hermosa mañana. Entonces me alcanzó el dolor, un fuego indecible.
Me quedé tres semanas en Le Bains y en el monasterio, registrando despeñaderos y bosques con la policía local y un equipo llegado desde París. Mis padres volaron a Francia y dedicaron horas a jugar contigo, a darte de comer, a empujar tu cochecito por la ciudad.
Creo que era eso lo que hacían. Llené formularios en oficinas lentas y pequeñas. Hice llamadas telefónicas inútiles, buscando palabras francesas que expresaran la urgencia de mi pérdida. Día tras día recorrí los bosques que se extendían al pie del precipicio, a veces en compañía de un detective de expresión fría y su equipo, a veces solo con mis lágrimas.
Al principio sólo deseaba ver a Helen viva, caminando hacia mí con su habitual sonrisa severa, pero al final me contenté con el amargo anhelo de recobrar su forma rota, con la esperanza de toparme con ella entre las rocas y los arbustos. Si podía llevarme su cuerpo a casa (o a Hungría, pensaba a veces, aunque cómo lograría entrar en la Hungría controlada por los soviéticos era un enigma), me quedaría algo de ella que honrar, que enterrar, alguna manera de terminar con esto y estar a solas con mi dolor. Casi no quería admitir que quería recuperar su cuerpo por otro motivo, para asegurarme de que su muerte había sido completamente natural, o por si era preciso que le prestara el mismo servicio que a Rossi.
¿Por qué no podía encontrar su cuerpo? A veces, sobre todo por las mañanas, pensaba que sólo se había caído, que nunca nos habría dejado a propósito. Entonces podía creer que tenía una especie de tumba inocente y elemental en el bosque, aunque jamás pudiera encontrarla. Pero por la tarde sólo recordaba sus depresiones, sus extraños estados de ánimo.
Sabía que la lloraría el resto de mi vida, pero la ausencia de su cuerpo me atormentaba. El médico de la localidad me dio tranquilizantes, que tomaba de noche para poder dormir y hacer acopio de fuerzas para volver a registrar los bosques al día siguiente. Cuando la policía se dedicaba a otros asuntos, buscaba solo. A veces descubría objetos diversos en la maleza: piedras, chimeneas derrumbadas, y en una ocasión parte de una gárgola rota.
¿Habría caído hasta el mismo lugar que Helen? Quedaban pocas gárgolas en las murallas del monasterio.
Por fin, mis padres me convencieron de que no podía continuar así indefinidamente, de que debía llevarte a Nueva York una temporada, de que siempre podía regresar y volver a investigar. Se había dado la alerta a todas las policías de Europa, por mediación de la francesa. Si Helen estaba viva (decían en tono tranquilizador), alguien la encontraría. Al final, me rendí no debido a esos consuelos, sino a causa del bosque en sí mismo, de la meteórica profundidad de los riscos, de la densidad de la maleza, que desgarraba mi chaqueta y pantalones cuando me abría paso entre ella, del terrible tamaño y altura de los árboles, del silencio que me rodeaba siempre que paraba de moverme y buscar y me quedaba quieto unos minutos.
Antes de irnos, le pedí al abad que rezara una oración por Helen en el sitio desde donde había saltado. Llevó a cabo una ceremonia, con todos los monjes congregados a su alrededor, alzando al aíre un objeto ritual tras otro (me daba igual lo que fueran en realidad) y cantando a una inmensidad que se tragó su voz al instante. Mis padres estaban a mi lado, mi madre se enjugaba las lágrimas, y tú te removías en mis brazos. Yo te sujetaba con fuerza. Durante aquellas semanas casi había olvidado la suavidad de tu pelo oscuro, la fuerza de tus piernas rebeldes. Por encima de todo, estabas viva. Respirabas contra mi barbilla y tu bracito rodeaba mi cuello, como en señal de camaradería. Cuando un sollozo me estremecía, me agarrabas del pelo, tirabas de mi oreja. Contigo en brazos, juré que
intentaría recobrar algo de vida, una especie de vida.
Barley y yo nos miramos. Al igual que las cartas de mi padre, las postales de mi madre se interrumpían sin proporcionarme demasiada información sobre el presente. Lo principal, lo que se había grabado a fuego en mi cerebro, eran las fechas. Mi madre las había escrito después de su muerte.
– Mi padre ha ido al monasterio -dije.
– Sí -contestó Barley. Recogí las postales y las dejé sobre el sobre de mármol de la cómoda.
– Vámonos -dije. Busqué en mi bolso, saqué el pequeño cuchillo de plata de su funda y lo guardé con sumo cuidado en el bolsillo. Barley se inclinó y me besó en la mejilla.
– Vámonos -dijo.
La ruta hasta Saint Matthieu era más larga de lo que yo recordaba, polvorienta y calurosa incluso al atardecer. No había taxis en Les Bains (al menos ninguno a la vista), de modo que nos fuimos a pie, caminando a buen paso a través de tierras de labranza onduladas hasta llegar a la linde del bosque. Desde allí la carretera empezaba a ascender. Internarse en el bosque, con su mezcla de olivos y pinos, sus altísimos robles, era como entrar en una catedral. El ambiente era oscuro y fresco, y bajamos la voz, aunque no habíamos hablado mucho. Yo tenía hambre, pese a mi angustia. No habíamos esperado al café del jefe de comedor. Barley se quitó la gorra de algodón que llevaba y se secó la frente.
– No habría sobrevivido a una caída -dije una vez, pese al nudo que sentía en la garganta.
– No.
– Mi padre nunca se preguntó, al menos en sus cartas, si alguien la empujó.
– Eso es cierto -reconoció Barley, y se volvió a encasquetar la gorra.
Yo guardé silencio un rato. El único sonido que se oía era el de nuestros pies sobre el pavimento irregular (en este punto, la carretera aún estaba pavimentada). Yo no quería decir estas cosas, pero se iban acumulando en mi interior.
– El profesor Rossi escribió que el suicidio pone a la persona en peligro de convertirse en un…, de convertirse…
– Me acuerdo -se limitó a decir Barley. Ojalá no hubiera hablado. La carretera
serpenteaba hacia arriba-. Tal vez pasará alguien en coche -añadió.
Pero no apareció ningún coche y nosotros aceleramos el paso, de modo que al cabo de un rato jadeábamos en lugar de hablar. Los muros del monasterio me pillaron por sorpresa cuando salimos del bosque y doblamos el último recodo. Yo no me acordaba del recodo, ni del súbito claro en el pico de la montaña, rodeados por la enorme noche. Apenas recordaba la zona llana y polvorienta situada bajo la puerta principal, donde hoy no había coches aparcados. ¿Dónde estaban los turistas?, me pregunté. Un momento después nos acercamos lo bastante para leer el letrero: estaban en obras, ese mes estaba cerrado al público. No fue suficiente para que aminoráramos el paso.
– Vamos -dijo Barley. Tomó mi mano, y yo me alegré muchísimo. La mía había
empezado a temblar.
Los muros que rodeaban la puerta estaban adornados ahora con andamios. Una mezcladora de cemento portátil (¿cemento aquí?) se interponía en nuestro camino. Las puertas de madera estaban cerradas, pero no con llave, tal como descubrimos cuando tanteamos la anilla de hierro con manos cautelosas. No me gustaba entrar sin permiso. No me gustaba el hecho de que no viéramos ni rastro de mi padre. Tal vez estaba todavía en Les Bains, o en otro sitio. ¿Estaría explorando el pie del precipicio como años antes, cientos de metros más abajo, fuera de nuestro ángulo de visión? Empecé a arrepentirme de nuestro impulso de ir directamente al monasterio. Para colmo, aunque debía faltar una hora para el verdadero ocaso, el sol se estaba ocultando tras los Pirineos a marchas forzadas, por detrás de los picos más altos. El bosque del que acabábamos de salir estaba ya envuelto en sombras espesas, y el último color del día no tardaría en abandonar los muros del monasterio.
Entramos con sigilo, en dirección al patio y los claustros. La fuente de mármol rojo
burbujeaba de manera audible en el centro. Descubrí las delicadas columnas en forma de sacacorchos que recordaba, los largos claustros, la rosaleda al final. La luz dorada había desaparecido, sustituida por sombras de un umbrío profundo. No se veía a nadie.
– ¿Crees que deberíamos volver a Les Bains? -susurré a Barley.
Estaba a punto de contestar cuando captamos un sonido, unos cánticos, procedente de la iglesia, al otro lado del claustro. Sus puertas estaban cerradas, pero oímos que se estaba celebrando un servicio religioso, con intervalos de silencio.
– Todos están ahí dentro -dijo Barley-. Tal vez tu padre también.
Pero yo abrigaba mis dudas.
– Si está aquí, lo más probable es que haya bajado…
Callé y paseé la mirada alrededor del patio. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que había estado allí con mi padre (mi segunda visita, como sabía ahora), y por un momento no logré acordarme de dónde estaba la entrada de la cripta. De pronto, vi el umbral, como si se hubiera abierto en el cercano muro de los claustros sin que yo me diera cuenta. Recordé entonces los peculiares animales tallados en piedra: grifos y leones, dragones y aves, animales extraños que era incapaz de identificar, híbridos del bien y el mal.
Barley y yo miramos hacia la iglesia, pero las puertas estaban bien cerradas, y nos
encaminamos con sigilo hacia la puerta de la cripta. Cuando paramos un momento bajo la mirada de aquellas bestias petrificadas, sólo pude ver las sombras a las que íbamos a descender, y mi corazón se encogió. Después recordé que mi padre podía estar allí abajo, tal vez en una situación terrible. Además, Barley sujetaba mi mano todavía, larguirucho y desafiante a mi lado. Casi esperaba oírle mascullar algo acerca de las cosas raras en que se metía mi familia, pero estaba tenso junto a mí, dispuesto a lo que fuera.
– No tenemos luz -susurró.
– Bien, pues no podemos entrar en la iglesia para coger una vela -señalé de forma innecesaria.
– Tengo mi encendedor.
Barley lo sacó del bolsillo. No sabía que fumaba. Lo encendió un segundo, lo sostuvo sobre los escalones y descendimos juntos hacia la oscuridad.
Al principio, la penumbra era casi absoluta, y bajamos a tientas los antiguos peldaños.
Después vimos una luz que parpadeaba en las profundidades de la cripta (no se trataba del mechero de Barley, que encendía cada pocos segundos), y yo tenía un miedo tremendo. La luz espectral era aún peor que la oscuridad. Barley aferró mí mano hasta que la sentí quedarse sin vida. La escalera se curvaba al final, y cuando doblamos el último recodo, recordé que mi padre había dicho que ésa había sido la nave de la iglesia primitiva. Vimos el gran sarcófago de piedra del abad. Vimos la oscura cruz tallada en el antiguo ábside, la bóveda baja sobre nosotros, una de las primeras expresiones del románico de toda Europa.
Todo esto lo vi de refilón, porque en aquel preciso momento una sombra se desprendió de las sombras más profundas, al otro lado del sarcófago, y se incorporó: un hombre que sostenía un farol. Era mi padre. Su rostro aparecía demacrado a la luz fluctuante. Creo que nos vio en el mismo instante que nosotros le vimos a él.
– ¡Dios mío! -Nos miramos-. ¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó en voz baja mirándonos a Barley y a mí, con el farol levantado ante nuestras caras. Su tono era feroz, henchido de ira, miedo, amor. Solté la mano de Barley y corrí hacia mi padre, rodeé el sarcófago y él me abrazó-. Jesús -dijo, y acarició mi pelo un segundo-. Éste es el último lugar donde deberías estar.
– Leímos el capítulo en el archivo de Oxford -susurré-. Tenía miedo de que estuvieras…
No pude terminar. Ahora que le había encontrado, y estaba vivo, y tenía el mismo aspecto de siempre, me sentía temblar de la cabeza a los pies.
– Salid de aquí -dijo, y luego me atrajo hacia sí-. No, es demasiado tarde… No quiero que salgas sola de este lugar. Faltan pocos minutos para que se ponga el sol. Coge esto – dirigió la luz hacia mí-, y tú, ayúdame con la losa -dijo a Barley.
Le obedeció al instante, aunque vi que sus rodillas también temblaban, y le ayudó a apartar la losa del gran sarcófago. Vi entonces que mi padre había apoyado una larga estaca contra la pared. Debía estar preparado para enfrentarse a un horror largo tiempo buscado en aquel ataúd de piedra, pero no para lo que vio. Levanté el farol, atrapada entre el deseo de mirar y el de no mirar, y todos contemplamos el espacio vacío, el polvo.
– Oh, Dios -dijo. Era una nota que nunca había percibido en su voz, un sonido de
absoluta desesperación, y recordé que ya había contemplado antes ese vacío. Avanzó dando tumbos y oí que la estaca caía sobre la piedra con estruendo. Pensé que iba a llorar, o a mesarse los cabellos, inclinado sobre la tumba vacía, pero su dolor le había paralizado-.
Dios -repitió, casi en un susurro-. Pensaba que había encontrado el lugar correcto, la fecha correcta, por fin… Pensaba…
No terminó, porque de las sombras del antiguo crucero, adonde no llegaba la menor luz, surgió una figura como nunca habíamos visto. Era una presencia tan extraña que no habría podido gritar aunque mi garganta no se hubiera cerrado al instante. Mi farol iluminó sus píes y piernas, un brazo y un hombro, pero no la cara oculta en las sombras, y yo estaba demasiado aterrorizada para levantar más la luz. Me encogí contra mi padre, al igual que Barley, de manera que todos nos parapetamos más o menos tras la barrera del sarcófago vacío.
La figura se acercó un poco más y se detuvo, sin mostrar todavía la cara. Para entonces ya había visto que tenía la forma de un hombre, pero no se movía como un ser humano. Iba calzado con botas negras estrechas, diferentes de una manera indescriptible de cualquier bota que hubiera visto hasta entonces, y pisaron el suelo en silencio cuando la figura avanzó. Alrededor de ellas caía una capa, o tal vez una sombra más amplia, y sus poderosas piernas estaban envueltas en terciopelo oscuro. No era tan alto como mi padre, pero sus hombros, bajo la pesada capa, eran anchos, y su contorno borroso proyectaba la impresión de una estatura superior. La capa debía tener una capucha, porque su rostro era una sombra.
Después de aquel segundo horroroso, vi sus manos, blancas como el hueso en contraste con sus ropas oscuras, con un anillo incrustado de joyas en un dedo.
Era tan real, estaba tan cerca de nosotros, que yo no podía respirar. De hecho, empecé a pensar que, si podía obligarme a caminar hacia él, sería capaz de volver a respirar, y después empecé a desear acercarme un poco más. Palpé el cuchillo de plata en mi bolsillo, pero nada habría podido convencerme de empuñarlo. Algo brillaba donde debía estar su cara (¿ojos enrojecidos, dientes, una sonrisa?), y después habló con un borbollón de palabras. Lo llamo borbollón porque nunca había oído un sonido semejante, un caudal gutural de palabras que habrían podido ser muchos idiomas a la vez, o un idioma extraño que yo nunca había oído. Al cabo de un momento se resolvió en palabras que podía entender, y experimenté la sensación de que eran palabras que conocía con mi sangre, no con mis oídos.
– Buenas noches. Le felicito.
Al oír esto mi padre pareció volver a la vida. No sé cómo encontró fuerzas para hablar.
– ¿Dónde está ella? -gritó. Su voz tembló de miedo y furia.
– Es usted un estudioso extraordinario.
No sé por qué, pero en aquel momento dio la impresión de que mi cuerpo se movía hacia él por voluntad propia. Mi padre levantó la mano casi al mismo tiempo y me agarró con fuerza, de manera que el farol osciló y sombras y luces terribles bailaron alrededor de nosotros. En aquel segundo de luz, vi un detalle de la cara de Drácula, tan sólo una curva del caído bigote moreno, un pómulo que habría podido ser un hueso desnudo.
– Ha sido el más decidido de todos. Venga conmigo y le proporcionaré conocimientos suficientes para diez mil vidas.
Yo aún no sabía cómo podía entenderle, pero pensé que estaba interpelando a mi padre.
– ¡No! -grité.
Estaba tan aterrorizada por haber hablado a la figura que, por un momento, sentí que la conciencia oscilaba en mi interior. Intuí que la presencia nos estaba sonriendo, aunque no podía ver su cara con claridad.
– Venga conmigo, o deje que venga su hija.
– ¿Qué? -me preguntó mi padre, en voz casi inaudible. Fue entonces cuando comprendí que no entendía las palabras de Drácula, y tal vez ni siquiera podía oírle. Mi padre estaba reaccionando a mi grito.
Dio la impresión de que la figura reflexionaba un momento en silencio. Removió sus extrañas botas sobre la piedra. Algo en su forma, bajo los antiguos ropajes, no sólo era espantoso, sino elegante, una vieja costumbre del poder.
– He esperado mucho tiempo a un estudioso de su talento.
La voz era suave, infinitamente peligrosa. Parecía que la oscuridad surgiera de la oscura figura.
– Venga conmigo por voluntad propia.
Ahora tuve la impresión de que mi padre se inclinaba un poco hacia delante, sin soltar mi brazo. Por lo visto, intuía lo que no podía entender. Los hombros de Drácula se agitaron.
Desplazó su terrible peso de un pie al otro. La presencia de su cuerpo era como la presencia de la muerte, pero estaba vivo y se movía.
– No me haga esperar. Si no viene, yo iré a por usted.
En aquel momento tuve la impresión de que mi padre hacía acopio de fuerzas.
– ¿Dónde está ella? -gritó-. ¿Dónde está Helen?
La figura se irguió en toda su estatura y vi un destello colérico de dientes, hueso, ojo, la sombra de la capucha que oscilaba de nuevo sobre su rostro, su mano inhumana apretada al borde de la luz. Me llegó la terrible sensación de un animal dispuesto a saltar, a lanzarse sobre nosotros, incluso antes de que se moviera. Después oímos unas pisadas en la escalera, detrás de él, y percibimos un movimiento fugaz en el aire, porque no pudimos verlo.
Levanté el farol con un chillido que se me antojó ajeno a mí, y vi la cara de Drácula, que nunca podré olvidar. Después, ante mi estupor, vi otra figura de pie a su espalda. Esta segunda persona acababa de bajar la escalera, una forma oscura y rudimentaria como la de él, pero más voluminosa, con el perfil de un hombre vivo. El hombre se movía con rapidez y portaba algo brillante en su mano alzada, pero Drácula ya había advertido su presencia, de modo que se volvió con la mano extendida y alejó de un empellón al hombre. La fuerza de Drácula debía ser prodigiosa, porque de repente la poderosa figura humana se estrelló contra la pared de la cripta. Oímos un golpe sordo y después un gemido. Drácula se volvió hacia nosotros y después hacia el hombre que gemía.
De repente se oyeron nuevos pasos en la escalera, esta vez más ligeros, acompañados por el haz de una potente linterna. Habían sorprendido a Drácula, quien se volvió demasiado tarde, una mancha de oscuridad. Alguien inspeccionó la escena a toda prisa con la luz, levantó un brazo y efectuó un disparo.
Drácula no se movió tal como yo había esperado un momento antes, sino que en lugar de abalanzarse sobre nosotros osciló, primero hacia atrás, de modo que su rostro pálido y cincelado se reveló un momento, y después hacia adelante, hasta que se oyó un golpe sobre la piedra, un ruido como el de huesos al romperse. Fue presa de convulsiones un segundo y luego se quedó inmóvil. A continuación dio la impresión de que su cuerpo se transformaba en polvo, en nada, incluso sus ropajes se pudrían a su alrededor, marchitos a la luz desconcertante.
Mi padre bajó el brazo y corrió hacia el haz de la linterna, con cuidado de no pisar la masa que cubría el suelo.
– Helen -gritó. O tal vez lloró su nombre, o lo susurró.
Barley también echó a correr, y se apoderó del farol de mi padre. Un hombretón yacía sobre las baldosas con un cuchillo a su lado.
– Oh, Elspeth -dijo una quebrada voz inglesa. Manaba un poco de sangre oscura de su cabeza, y mientras mirábamos paralizados de horror, sus ojos se inmovilizaron.
Barley se arrojó junto a la forma destrozada. Pensé que se debatía entre la sorpresa y el dolor.
– ¿Master James?
El hotel de Les Bains contaba con un salón de techo alto provisto de chimenea, y el jefe de comedor había encendido el fuego y cerrado las puertas con testarudez a los demás huéspedes.
– Su excursión al monasterio les ha agotado -fue lo único que dijo, al tiempo que dejaba una botella de coñac y copas al lado de mi padre, cinco copas, observé, como si nuestro compañero ausente aún estuviera con nosotros, pero deduje, por la mirada que mi padre y él intercambiaron, que sabía más de lo que aparentaba.
El jefe de comedor se había pasado toda la noche colgado del teléfono y había allanado la situación con la policía, que sólo nos había interrogado en el hotel, para luego dejarnos en paz bajo su benévola vigilancia. Yo sospechaba que también se había tomado la molestia de llamar al depósito de cadáveres o a una funeraria. Ahora que todas las autoridades se habían marchado, me senté en el cómodo sofá de damasco con Helen, que me acariciaba el pelo cada pocos minutos, y procuré no imaginar el rostro bondadoso y la forma robusta de Master James bajo una sábana. Mi padre estaba sentado en una mullida butaca junto al fuego y la miraba, nos miraba. Barley había apoyado sus largas piernas sobre una otomana y se esforzaba, pensé, en no mirar el coñac, hasta que mi padre recobró la serenidad y nos sirvió una copa a cada uno. Los ojos de Barley estaban rojos a causa de llorar en silencio, pero me dio la impresión de que no deseaba que le molestaran. Cuando le miré, mis ojos se llenaron de lágrimas un momento, sin que pudiera controlarlas.
Mi padre miró a Barley y pensé por un momento que él también se iba a poner a llorar.
– Era muy valiente -dijo mi padre en voz baja-. Sabes muy bien que, al atacarle, concedió a Helen la oportunidad de dispararle. No habría podido atravesarle el corazón si el monstruo no hubiera estado distraído. Creo que James, en el último momento, supo que su intervención había sido decisiva. Y vengó a la persona que más quería… y a muchas más.
Barley asintió, todavía incapaz de hablar, y se hizo un breve silencio.
– Te prometí que te lo contaría todo cuando pudiéramos encontrar un momento de tranquilidad -dijo Helen por fin, y dejó la copa sobre la mesa.
– ¿Están seguros de que no quieren que los deje solos? -preguntó Barley a regañadientes.
Helen rió, y me sorprendió la melodía de su carcajada, tan diferente de su voz cuando hablaba. Incluso en aquella habitación llena de dolor, su risa no parecía fuera de lugar.
– No, no, querido -dijo a Barley-. Tú también tienes que conocer la historia completa.
Me encantaba su acento, el inglés áspero pero al mismo tiempo dulce que me daba la impresión de conocer desde tiempo inmemorial. Era una mujer alta y delgada vestida de negro, con un vestido algo pasado de moda, y una masa de rizos grises alrededor de la cabeza. Su rostro era sorprendente: arrugado, ajado, pero de ojos juveniles. Verla me impresionaba cada vez que volvía la cabeza, no sólo porque estaba a mi lado, real, sino porque siempre había imaginado a una Helen joven. Nunca había incluido en mi imaginación los años de separación.
– Contar toda la historia llevará mucho tiempo -dijo en voz baja-, pero al menos os adelantaré algunas cosas. En primer lugar, que lo siento. Os he causado mucho dolor, Paul, lo sé. -Miró a mi padre. Barley se removió, violento, pero ella le detuvo con un gesto firme-. Yo me causé a mí misma un dolor todavía mayor. En segundo lugar, ya tendría que habéroslo dicho, pero ahora nuestra hija -su sonrisa era dulce y brillaban lágrimas en sus ojos-, nuestra hija y nuestros amigos pueden ser mis testigos. Estoy viva, no soy una No Muerta. No me atacó por tercera vez.
Quise mirar a mi padre, pero ni siquiera me pude obligar a volver la cabeza. Era un momento que les pertenecía sólo a ellos. De todos modos, no le oí sollozar de manera audible.
Mi madre calló y tomó aliento.
– Paul, cuando fuimos a Saint Matthieu y me enteré de sus tradiciones, el abad que se había levantado de entre los muertos y el hermano Kiril que le vigilaba, estaba desesperada, y también era presa de una terrible curiosidad. Creía que no era una coincidencia que quisiera ver ese lugar, que ardiera en deseos de visitarlo. Antes de ir a Francia, había realizado algunas investigaciones en Nueva York, sin decírtelo, Paul, con la esperanza de descubrir el segundo escondite de Drácula y vengar la muerte de mi padre. Pero nunca había visto algo semejante a Saint Matthieu. Mi anhelo de ir a verlo empezó cuando leí la referencia de tu guía. Era un simple anhelo, sin la menor base académica.
Paseó la mirada por la habitación, y su hermoso perfil adoptó una postura lánguida.
– Había reanudado mi investigación en Nueva York porque pensaba que yo había sido la causante de la muerte de mi padre, debido a mi deseo de superarle, de revelar la traición cometida contra mi madre, y no podía soportar la idea. Después empecé a pensar que era mi sangre malvada, la sangre de Drácula, la culpable, y me di cuenta de que la había transmitido a mi hija, aunque parecía que yo me hubiese curado del contacto con los No Muertos.
Se detuvo para acariciar mi mejilla y tomar mi mano entre las suyas. Yo me estremecí debido a la cercanía de aquella mujer desconocida y familiar a la vez, apoyada contra mi hombro en el diván.
– Cada vez me sentía más indigna, y cuando oí la explicación que dio el hermano Kiril de la leyenda de Saint Matthieu, pensé que no hallaría descanso hasta que averiguara algo más.
Creía que si podía encontrar a Drácula y exterminarle, volvería a sentirme bien, a ser una buena madre, una persona con una nueva vida.
»Después de que te durmieras, Paul, salí a los claustros. Había pensado en volver a la cripta otra vez con mi pistola para intentar abrir el sarcófago, pero llegué a la conclusión de que no podía hacerlo sola. Mientras me debatía entre despertarte o no, suplicarte que me ayudaras, me senté en el banco del claustro y miré el precipicio. Sabía que no debía estar sola allí, pero el lugar me atraía. La luz de la luna era hermosa y la niebla trepaba por las paredes de las montañas.
Los ojos de Helen se desorbitaron de una manera extraña.
– Mientras estaba sentada allí, sentí que se me erizaba el vello de la nuca, como si algo me acechara. Me volví al instante, y al otro lado del claustro, el que no bañaba la luz de la luna,
me pareció ver una figura oscura. Su rostro estaba en sombras, pero sentí, más que vi, su mirada clavada en mí. Bastaría un segundo para que extendiera las alas y me alcanzara, y yo estaba completamente sola en el parapeto. De repente me pareció oír voces, voces agonizantes en mi cabeza que me advertían de que jamás podría vencer a Drácula, de que este mundo era de él, no mío. Me decían que saltara mientras aún era yo, y me puse en pie como una sonámbula y salté.
Se sentó muy tiesa y clavó la mirada en el fuego. Mi padre se tapó la cara con la mano. -Deseaba lanzarme en caída libre como Lucifer, como un ángel, pero no había visto aquellas rocas. Caí sobre ellas y me hice cortes en la cabeza y los brazos, pero también había un amplio colchón de hierba, así que no me maté ni me rompí ningún hueso. Al cabo de unas horas desperté en el frío de la noche, sentí sangre alrededor de mi cara y mi cuello, vi la luna que se ponía y el precipicio. Dios mío, si hubiera rodado en lugar de perder el conocimiento… -Hizo una pausa-. Sabía que no podía explicarte lo que había intentado hacer, y la vergüenza cayó sobre mí como una especie de locura. Pensé que, a partir de ese momento, ya no podría ser digna de ti y de nuestra hija. Cuando reuní fuerzas me levanté y descubrí que no había sangrado mucho. Aunque me dolía todo el cuerpo, no me había roto nada y me di cuenta de que él no se había abalanzado sobre mí. Me habría dado por perdida cuando salté. Me sentía muy débil y me costó andar, pero rodeé los muros del monasterio y bajé por la carretera en la oscuridad.
Pensé que mi padre se pondría a llorar otra vez, pero guardó silencio, sin apartar ni un momento los ojos de los de mi madre.
– Salí al mundo. No fue tan difícil. Había cogido el bolso, por pura costumbre, supongo, y porque en él guardaba la pistola y las balas de plata. Recuerdo que casi reí cuando lo descubrí todavía colgado del brazo, en el precipicio. También llevaba dinero, un montón en el forro, y lo utilicé con prudencia. Mi madre siempre llevaba encima todo su dinero.
Supongo que son costumbres aldeanas. Nunca confió en los bancos. Mucho más tarde, cuando necesité más, lo saqué de nuestra cuenta de Nueva York e ingresé una parte en un banco suizo. Después me fui de Suiza a toda prisa por si intentabas seguir mi rastro, Paul.
¡Ay, perdóname! -exclamó de repente, y apretó más mis dedos. Supe que se refería al hecho de haberse ausentado, no al de haber dispuesto de ese dinero.
Mi padre apretó sus manos.
– Ese reintegro en metálico me insufló esperanza unos meses, o al menos me dio que pensar, pero mi banco no pudo seguir tu rastro. Recuperé el dinero.
Pero a ti no, podría haber añadido, aunque no lo hizo. Su rostro brillaba, alegre y cansado.
Helen bajó la vista.
– En cualquier caso, encontré un lugar donde quedarme unos días, lejos de Les Bains, hasta que mis heridas cicatrizaron. Me escondí hasta poder salir de nuevo al mundo.
Se llevó los dedos a la garganta y vi la pequeña cicatriz blanca en la que ya había reparado tantas veces.
– En el fondo, sabía que Drácula no me había olvidado, y que volvería a buscarme. Llené mis bolsillos de ajos y mi mente de fuerza. No me separaba de mi pistola, ni de mi cuchillo, ni de mi crucifijo. En todos los pueblos donde paraba iba a la iglesia y pedía la bendición, aunque a veces, cuando entraba, me dolía la vieja herida. Siempre llevaba el cuello tapado.
Al final me corté más el pelo y me lo teñí, cambié mi forma de vestir, me puse gafas de sol.
Durante mucho tiempo me mantuve alejada de las ciudades, y después, poco a poco, empecé a frecuentar los archivos donde siempre había deseado investigar.
»Fui muy minuciosa. Le encontraba allí donde iba: Roma, en la década de 1620; Florencia, bajo los Médici; Madrid; París durante la Revolución. A veces era un informe sobre una extraña epidemia, a veces un brote de vampirismo en algún cementerio, el de Père Lachaise, por ejemplo. Daba la impresión de que siempre le gustaban los escribas, los archivistas, los bibliotecarios, los historiadores, cualquiera que rebuscara en el pasado por mediación de los libros. Intenté deducir a partir de sus movimientos dónde se hallaba su nueva tumba, dónde se había escondido después de que descubriéramos su tumba de Sveti Georgi, pero no hallé ningún dato concreto. Pensaba que una vez que le descubriera, una vez que le matara, volvería y os diría que el mundo era seguro. Os ganaría para mí. Vivía
en el terror de que me encontrara antes que yo a él. Y a todas partes adonde iba os echaba de menos… Me sentía tan sola…
Tomó mi mano de nuevo y la acarició como una adivina, y yo sentí, bien a mi pesar, una oleada de ira por todos aquellos años sin ella.
– Por fin pensé que, aunque fuera indigna de ti, quería verte. A los dos. Ya había leído sobre tu fundación en los periódicos, Paul, y sabía que estabas en Amsterdam. No fue difícil localizarte, o sentarme en un café cerca de tu despacho, o seguirte en un viaje o dos, con mucha cautela. Nunca me dejé ver, por temor a que me vieras. Iba y venía. Si mi investigación marchaba bien, me permitía una visita a Amsterdam y te seguía desde allí. Un día, en Italia, en Monteperduto, le vi en la piazza. Te estaba siguiendo, vigilando. Fue cuando comprendí que él había adquirido suficiente energía para pasear a plena luz del día.
Sabía que estabas en peligro, pero pensé que si te advertía, tal vez el peligro fuera mayor
aún. Al fin y al cabo, podía estar siguiéndome a mí, no a ti, o intentando que yo lo
condujera hasta ti. Era una agonía. Sabía que debías haber vuelto a iniciar otra
investigación, que debías estar interesado en él de nuevo, y por eso habías atraído su atención. No sabía que hacer.
– Fue… culpa mía -murmuré, al tiempo que apretaba su mano arrugada-. Yo encontré el libro.
Me miró un momento con la cabeza ladeada.
– Tú eres historiadora -dijo al cabo de un momento. No era una pregunta. Suspiró-.Durante varios años, te he estado escribiendo postales, hija mía…, sin enviarlas, por supuesto. Un día pensé que podría comunicarme con los dos desde lejos, para informaros de que estaba viva sin permitir que nadie más me viera. Las envié a Amsterdam, a tu casa, en un paquete dirigido a Paul.
Esta vez me volví hacia mi padre, asombrada y enfurecida.
– Sí -me dijo con tristeza-. Pensé que no te las podía enseñar, no podía disgustarte sin antes haber encontrado a tu madre. Ya puedes imaginar lo duro que fue ese tiempo para mí.
Lo imaginaba. Recordé de repente su terrible fatiga en Atenas, la noche que le había visto con aspecto de cadáver en el escritorio de su habitación. Pero sonrió, y comprendí que ahora sonreiría cada día.
– Ah.
Ella también sonrió. Vi profundas arrugas en las comisuras de su boca y alrededor de sus ojos.
– Y empecé a buscarte… y a él.
La sonrisa de mí padre se tornó grave.
Ella le estaba mirando.
– Y después comprendí que debía abandonar mi investigación y seguirle mientras os seguía. Te vi a veces y descubrí que estabas investigando otra vez. Te veía entrar en las bibliotecas, Paul, o salir de ellas, y deseaba comunicarte todo cuanto había averiguado.
Después fuiste a Oxford. No había viajado a Oxford en el curso de mis investigaciones,aunque había leído que habían padecido una epidemia de vampirismo a finales de la Edad Media. En Oxford dejaste un libro abierto…
– Lo cerró cuando me vio entrar -intervine.
– Y a mí -dijo Barley con su luminosa sonrisa. Era la primera vez que hablaba, y me alivió comprobar que todavía parecía risueño.
– Bien, la primera vez que lo examinó se olvidó de cerrarlo.
Helen nos guiñó el ojo.
– Tienes razón -dijo mi padre-. Ahora que lo pienso, me olvidé.
Helen se volvió hacia él con una sonrisa encantadora.
– ¿Sabes que nunca había visto ese libro, Vampires du Moyen Âge?
– Un clásico -dijo mi padre-. Pero muy raro.
– Creo que Master James debió verlo también -dijo Barley poco a poco-. Le vi allí poco después de que le sorprendiéramos en su investigación, señor. -Mi padre puso una expresión de perplejidad-. Sí -dijo Barley-, había dejado mi impermeable en la planta baja de la biblioteca, y volví a buscarlo menos de una hora después. Vi a Master James saliendo de la cripta de la galería, pero él no me vio. Me pareció muy preocupado, como contrariado y distraído. Pensé en eso cuando decidí telefonearle.
– ¿Llamaste a Master James? -Yo también estaba sorprendida, casi indignada-.
¿Cuándo? ¿Por qué?
– Le llamé desde París porque me acordé de algo -dijo Barley, y estiró las piernas. Tuve ganas de rodearle el cuello con el brazo, pero no delante de mis padres. Me miró-. En el tren te dije que estaba intentando recordar algo, algo acerca de Master James, y cuando llegamos a París me vino a la cabeza. En una ocasión había visto una carta sobre su escritorio, cuando estaba guardando unos papeles. Un sobre, de hecho, y me gustó el sello, de modo que lo examiné con más detenimiento.
»Era de Turquía, y antiguo, por eso miré el sello, y bien, llevaba un matasellos de veinte años antes; la carta era de un tal profesor Bora, y pensé que algún día me gustaría tener un gran escritorio y recibir cartas de todas partes del mundo. El apellido Bora me llamó la atención, incluso entonces. Sonaba muy exótico. No abrí el sobre ni leí la carta, por supuesto -se apresuró a añadir Barley-. Nunca lo habría hecho.
– Pues claro que no.
Mi padre resopló con suavidad, pero me pareció ver que sus ojos brillaban con afecto.
– Bien, cuando bajamos del tren en París, vi a un anciano en el andén, creo que musulmán, con un gorro rojo oscuro provisto de una enorme borla y una blusa larga, como un bajá otomano, y de repente recordé la carta. Después recordé la historia de tu padre. Ya sabes, el nombre del profesor turco -me dirigió una mirada sombría-, y fui a buscar un teléfono.
Comprendí que Master James también estaba participando en la cacería.
– ¿Dónde estaba yo? -pregunté celosa.
– En el lavabo, supongo. Las chicas siempre están en el lavabo. -Podría haberme enviado un beso, pero no estábamos solos-. Master James se enfadó mucho conmigo, pero cuando le conté lo que estaba pasando, dijo que siempre podría contar con él. -Los labios rojos de Barley temblaron un poco-. No me atreví a preguntarle qué quería decir, pero ahora lo sabemos.
– Sí -coreó mi padre con tristeza-. Debió efectuar sus cálculos a partir de ese libro antiguo, y se dio cuenta de que habían transcurrido dieciséis años menos una semana desde la última visita de Drácula a Saint Matthieu. Entonces debió comprender adónde me dirigía yo. De hecho, debía estar vigilándome cuando fue al rincón de los libros raros. En Oxford me preguntó varias veces por mi salud y mi estado de ánimo. Yo no quería arrastrarle a mi investigación, sabiendo los peligros que implicaba.
Helen asintió.
– Sí. Supongo que debí llegar antes que él. Encontré el libro abierto y efectué los cálculos, y después oí a alguien en la escalera y me escabullí en dirección contraria. Al igual que nuestro amigo, comprendí que ibas a venir a Saint Matthieu, Paul, con la intención de encontrarme y encontrar al monstruo, y viajé con la mayor rapidez posible. Pero no sabía qué tren tomarías, y tampoco sabía que nuestra hija te pisaba los talones.
– Te vi -dije asombrada.
Me miró, y aparcamos el tema de momento. Habría mucho tiempo para hablar. Vi que estaba cansada, que todos estábamos agotados, que ni siquiera podíamos empezar a expresar nuestra alegría por el triunfo logrado aquella noche. ¿Era el mundo más seguro porque estábamos todos juntos o porque él había desaparecido definitivamente de la faz de la tierra? Imaginé un futuro desconocido hasta aquel momento. Helen viviría con nosotros y apagaría las velas del comedor. Asistiría a mi graduación en el instituto y a mi primer día de universidad, y me ayudaría a vestirme el día de mi boda, si algún día me casaba. Nos leería en voz alta en el salón después de cenar, se uniría al mundo de nuevo y volvería a dar clases, me acompañaría a comprar zapatos y blusas, pasearía con su brazo alrededor de mi cintura.
No podía saber entonces que también se aislaría de nosotros en algunos momentos, que no hablaría durante horas, que se acariciaría el cuello o que una enfermedad cruel se la llevaría nueve años después, mucho antes de que nos hubiéramos acostumbrado a su regreso, aunque tal vez nunca nos habríamos acostumbrado a ello, nunca nos habríamos cansado de haber recuperado su presencia. No podía saber que nuestro último regalo sería saber que descansaba en paz, cuando habría podido ser al contrario, y que esta certeza sería desoladora y curativa para nosotros. Si hubiera sido capaz de prever todas estas cosas, habría sabido que mi padre desaparecería durante un día después del funeral, y que aquel pequeño cuchillo guardado en el armario de nuestro salón se iría con él, y que yo nunca le interrogaría al respecto.
Pero ante el hogar de Les Bains, los años que compartiríamos con ella se extendían ante nosotros como una bendición eterna. Empezaron pocos minutos después, cuando mi padre se levantó y me besó, estrechó la mano de Barley con momentáneo fervor y ayudó a Helen a levantarse del diván.
– Ven -dijo, y ella se apoyó en él, su historia terminada de momento, el rostro cansado pero dichoso. Acunó sus manos entre las de mi padre-. Vamos a la cama.
Epílogo
Hace un par de años se me presentó una extraña oportunidad, mientras me encontraba en Filadelfia para dar una conferencia, una reunión internacional de historiadores medievales.
Nunca había estado en Filadelfia, y me intrigó el contraste entre nuestras reuniones, que exploraban un pasado monástico y feudal, y la dinámica metrópolis que nos rodeaba, con su historia más reciente de revolución y republicanismo esclarecedor. La vista desde mi habitación del piso catorce desplegaba una extraña mezcla de rascacielos y manzanas de casas del siglo XVII o XVIII, que parecían miniaturas a su lado.
Durante nuestras escasas horas de ocio, me escabullía de las interminables charlas acerca de objetos bizantinos para ver los auténticos en el magnífico Museo de las Artes, en el cual encontré el folleto de un pequeño museo y biblioteca literarios del centro, cuyo nombre había oído años atrás en labios de mi padre, y cuya colección tenía motivos para conocer.
Era un lugar importante para los estudiosos de Drácula (cuyo número, por supuesto, había aumentado de manera considerable desde la primera investigación de mi padre), así como para muchos archivos de Europa. Recordé que allí era posible ver las notas de Bram Stoker para Drácula, seleccionadas de fuentes conservadas en la biblioteca del Museo Británico, y también un importante folleto medieval. La oportunidad era irresistible. Mi padre siempre había deseado ver esa colección. Me disponía a dedicarle una hora en su recuerdo. Una mina antipersonas le había matado más de diez años antes en Sarajevo, cuando se esforzaba por mediar en la peor conflagración que había conocido Europa desde hacía muchos años.
Transcurrió casi una semana antes de que me enterara. La noticia me dejó inmersa en el silencio durante un año. Todavía le echaba de menos cada día, a veces cada hora.
Fue así como me encontré en una pequeña habitación climatizada de una casa del siglo XIX, examinando documentos que no sólo hablaban de un pasado lejano, sino de la urgencia de las investigaciones de mi padre. Las ventanas daban a un par de árboles de la calle y a otros edificios de enfrente, con sus elegantes fachadas vírgenes de añadiduras modernas. Aquella mañana sólo había otra erudita en la pequeña biblioteca, una italiana que susurró en su móvil unos minutos antes de abrir los diarios manuscritos de alguien (me esforcé por no torcer el cuello para mirarlos) y empezar a leerlos. Cuando me acomodé con una libreta y un jersey ligero para defenderme del aire acondicionado, la bibliotecaria me trajo los papeles de Stoker y después una pequeña caja de cartón atada con una cinta.
Las notas de Stoker supusieron una agradable diversión, un ejemplo de cómo tomar notas de una manera caótica. Algunas estaban escritas con letra apretada, otras mecanografiadas en papel cebolla antiguo. Había intercalados recortes de periódicos sobre acontecimientos misteriosos y hojas de su calendario personal. Pensé que a mi padre le habrían gustado, que habría sonreído al ver los inocentes comentarios de Stoker sobre lo oculto. Pero al cabo de media hora las aparté a un lado y me dediqué a la otra caja. Albergaba un delgado volumen, con una pulcra cubierta probablemente del siglo XIX, cuarenta páginas impresas en un pergamino casi impoluto del siglo XV, un tesoro medieval, un grandioso exponente de la imprenta de tipos móviles. La portada era una xilografía, un rostro que yo conocía de mi larga tarea, los grandes ojos, desorbitados pero astutos al mismo tiempo, que me miraban fijamente, el espeso bigote que caía sobre la mandíbula cuadrada, la larga nariz, elegante pero amenazadora, los labios sensuales apenas visibles.
Era un folleto de Nüremberg, impreso en 1491, y hablaba de los crímenes de Dracole Waida, su crueldad, sus festines sangrientos. Conseguí entender, porque me resultaban familiares, las primeras líneas del alemán medieval: «En el año de Nuestro Señor de 1456, Drácula hizo muchas cosas terribles y curiosas». La biblioteca había adjuntado una hoja con la traducción, y en ella volví a leer con un estremecimiento algunos de los crímenes de Drácula contra la humanidad. Había asado vivas a personas, las había desollado, enterrado hasta el cuello, empalado bebés aferrados a los pechos de sus madres. Mi padre había examinado folletos semejantes, por supuesto, pero habría valorado éste por su sorprendente frescura, la solidez del pergamino, su estado casi perfecto. Después de cinco siglos, parecía recién impreso. Su pureza me desconcertaba, y al cabo de un rato me alegré de guardarlo y atar la cinta de nuevo, mientras me preguntaba por qué había querido verlo en persona.
Aquella mirada arrogante me traspasó hasta que cerré el libro.
Recogí mis pertenencias, con la sensación de haber concluido un peregrinaje, y di las gracias a la amable bibliotecaria. Parecía complacida por mi visita. El folleto era uno de sus objetos favoritos, hasta había escrito un artículo sobre él. Nos despedimos con palabras cordiales y un apretón de manos, y yo bajé a la tienda de regalos, y de allí salí a la calle calurosa, que olía a los tubos de escape de los coches y a comida que se podía conseguir por allí cerca. El contraste entre el aire purificado del museo y el fragor de la ciudad me llevó a pensar que la puerta de roble parecía cerrada de una manera ominosa, de modo que aún me sobresaltó más ver salir corriendo a la bibliotecaria.
– Creo que se ha olvidado esto -dijo-. Me alegro de haberla alcanzado.
Me dirigió la sonrisa tímida de quien te devuelve un tesoro (no le habría gustado extraviar esto), la cartera, las llaves, un brazalete de excelente calidad.
Le di las gracias y acepté el libro y la libreta que me ofrecía, sobresaltada de nuevo, al tiempo que asentía en señal de aceptación, y la mujer desapareció en el interior del edificio con la misma rapidez con que había salido. La libreta era mía, desde luego, aunque creía que la había guardado en mi maletín antes de salir. El libro era… Ahora no puedo decir qué pensé que era en aquel primer momento, sólo que la portada era de un terciopelo sobado y antiguo, muy antiguo, y que me resultó conocido y desconocido al mismo tiempo bajo la mano. El pergamino del interior no poseía la lozanía del folleto que había examinado en la biblioteca. Pese a que sus páginas estaban vacías, olía a siglos de manipulación. La feroz imagen del centro se abrió en mi mano antes de poder impedirlo, y se cerró antes de que pudiera contemplarla durante mucho rato.
Me quedé inmóvil en la calle, invadida por una sensación de irrealidad. Los coches que pasaban eran tan sólidos como antes, sonó la bocina de uno, un hombre que llevaba a un perro sujeto con una correa intentó pasar entre mí y un árbol. Alcé la vista al instante hacia las ventanas del museo, pensando en la bibliotecaria, pero los vidrios sólo reflejaban las casas de delante. No se movía ninguna cortina de encaje, y ninguna puerta se cerró al instante cuando miré alrededor de mí. No vi nada anormal en la calle.
En la habitación de mi hotel dejé mi libro sobre la mesa con cubierta de cristal y me lavé la cara y las manos. Después me acerqué a las ventanas y contemplé la vista de la ciudad. Un poco más abajo de la manzana vi la majestuosa fealdad del ayuntamiento de Filadelfia, con la estatua del pacifista William Penn en equilibrio sobre la parte superior. Desde aquel punto, los parques eran cuadrados verdes formados por copas de árboles. Las torres de los bancos reflejaban la luz. Lejos, a mi izquierda, vi el edificio federal que había sido bombardeado el mes anterior, las grúas rojas y amarillas que trabajaban en el centro, y oí el rugido de los trabajos de reconstrucción.
Pero no fue esa escena la que abarcaron mis ojos. Estaba pensando, pese a todo, en otra, que me daba la impresión de haber visto antes. Me apoyé contra la ventana, sentí el calor del verano, me sentí extrañamente segura pese a la altura que me separaba del suelo, como si la inseguridad perteneciera a un plano de la existencia completamente diferente.
Estaba imaginando una transparente mañana de otoño de 1476, una mañana lo bastante fría para que la niebla se elevara de la superficie del lago. Una barca encalla en el borde de la isla, bajo las murallas y las cúpulas, con sus cruces de hierro. Se oye el suave roce de la proa de madera contra las rocas, y dos monjes salen corriendo de entre los árboles para tirar de ella hacia la orilla. El hombre que desciende está solo y los pies que posa sobre el muelle de piedra están protegidos por unas excelentes botas de cuero rojo, cada una provista de una espuela. Es más bajo que los dos jóvenes monjes, pero da la impresión de que se alza sobre ellos. Va vestido de damasco púrpura y rojo bajo una larga capa de terciopelo negro, ceñida sobre su ancho pecho con un broche muy adornado. Se toca la cabeza con un gorro puntiagudo negro, con plumas rojas sujetas a la parte delantera. Su mano, cuyo dorso está surcado de cicatrices, juguetea con la espada corta sujeta al cinto. Sus ojos son verdes, separados y de un tamaño preternatural, la boca y la nariz crueles, el pelo y el bigote negros veteados de blanco.
Ya han avisado al abad, el cual corre a recibirle bajo los árboles.
– Nos sentimos honrados, mi señor -dice, y extiende la mano. Drácula besa su anillo y el abad hace la señal de la cruz-. Bendito seas, hijo mío -añade en señal espontánea de agradecimiento. Sabe que la aparición del príncipe es poco menos que milagrosa. Es muy probable que Drácula haya atravesado territorios conquistados por los turcos para llegar hasta allí. No es la primera vez que el amo del abad aparece como por intercesión divina. El abad se ha enterado de que los habitantes de Curtea de Arges no tardarán en nombrar de nuevo a Drácula gobernador de Valaquia, y entonces, sin duda, el Dragón expulsará por fin a los turcos de la región. Los dedos del abad tocan la amplia frente del príncipe cuando le bendice.
– Nos imaginamos lo peor cuando no vinisteis en primavera. Dios sea alabado.
Drácula sonríe pero no dice nada, y dirige al abad una larga mirada. Ya han discutido acerca de la muerte en anteriores ocasiones, recuerda el abad. Al confesarse, Drácula le ha preguntado varias veces si él, un hombre santo, cree que todos los pecadores serán admitidos en el paraíso si se arrepienten con sinceridad. Al abad le preocupa sobremanera que su amo reciba la extremaunción cuando llegue el momento, aunque tiene miedo de decírselo. No obstante, gracias a la diplomática insistencia del abad, Drácula ha vuelto a bautizarse en la verdadera fe para demostrar su arrepentimiento por haberse convertido de manera temporal a la herética Iglesia occidental. El abad se lo ha perdonado todo en privado, todo. ¿Acaso no ha dedicado Drácula toda su vida a repeler a los infieles, al monstruoso sultán que está derribando todas las murallas de la cristiandad? Pero en privado se pregunta si el Todopoderoso aceptará a ese hombre extraño. Confía en que Drácula no saque a colación el tema del paraíso, y se siente aliviado cuando el príncipe solicita ver los progresos que ha hecho en su ausencia. Pasean juntos alrededor del patio del monasterio, y las gallinas huyen despavoridas a su paso. Drácula inspecciona los edificios recién terminados y los huertos en flor con mirada de satisfacción, y el abad se apresura a enseñarle los caminos que han abierto desde su última visita.
Toman té en la cámara del abad, y después Drácula deposita una bolsa de terciopelo ante el monje.
– Abridla -dice, al tiempo que se alisa el bigote. Está sentado con las musculosas piernas abiertas. La espada omnipresente cuelga todavía a su lado. Al abad te gustaría que Drácula hiciera sus regalos con más humildad, pero abre la bolsa en silencio-. Tesoros turcos – dice Drácula con una amplia sonrisa. Se le ha caído un diente de abajo, pero los demás se ven blancos y fuertes. El abad encuentra dentro de la bolsa joyas de una belleza absoluta, grandes ramilletes de esmeraldas y rubíes, pesados anillos de oro y broches de manufactura otomana, y entre ellos otros objetos, incluida una hermosa cruz de oro engastada de zafiros oscuros. El abad no quiere saber cuál es su procedencia-. Amueblaremos la sacristía y pondremos una nueva pila bautismal -dice Drácula-. Quiero que traigáis artesanos de donde más os plazca. Esto pagará con largura sus servicios, y quedará suficiente para mi tumba.
– ¿Vuestra tumba, mi señor?
El abad clava la mirada respetuosamente en el suelo.
– Sí, eminencia. -Acerca de nuevo la mano al pomo de la espada-. He estado pensando en ello y me gustaría que me enterraran ante el altar, con una losa de mármol encima. Me dispensaréis la mejor ceremonia cantada posible, por supuesto. Mandad que venga un segundo coro a tal efecto. -El abad hace una reverencia, pero el rostro del hombre el brillo calculador en los ojos verdes le acobardan-. Además, haré otras peticiones, que recordaréis con exactitud. Quiero que pinten mi retrato en la losa, sin cruz.
El abad alza la vista sorprendido.
– ¿Sin cruz, mi señor?
– Sin cruz -afirma el príncipe. Mira fijamente al abad, y por un momento éste no se atreve a hacer más preguntas, pero es el consejero espiritual del hombre, y al cabo de otro momento habla.
– Todas las tumbas llevan la marca del sufrimiento de nuestro Salvador, y la vuestra ha de recibir el mismo honor.
El rostro de Drácula se nubla.
– No pienso plegarme durante mucho tiempo a la muerte -dice en voz baja.
– Sólo hay una forma de escapar a la muerte -contesta con valentía el abad-, y es por mediación del Redentor, si Él nos concede Su gracia.
Drácula le mira durante unos segundos, y el abad se esfuerza por no desviar la mirada.
– Tal vez -dice el príncipe por fin-. Pero hace poco conocí a un hombre, un mercader que ha viajado a un monasterio de Occidente. Dijo que existe un lugar en la Galia, la iglesia más antigua de esa parte del mundo, en que algunos monjes han vencido a la muerte mediante métodos secretos. Se ofreció a venderme esos secretos, que ha anotado en un libro.
El abad se estremece.
– Dios nos libre de tales herejías -se apresura a decir-. Estoy seguro, hijo mío, de que habéis rechazado esa tentación.
Drácula sonríe.
– Ya sabéis que soy un amante de los libros.
– Sólo hay un libro verdadero, el que debemos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma -dice el abad sin poder apartar la vista de la mano surcada de cicatrices del príncipe y del pomo incrustado con el que juega. Drácula lleva un anillo en el dedo meñique. El abad conoce bien, sin necesidad de mirarlo, el feroz símbolo grabado.
– Vamos. -Para alivio del abad, da la impresión de que Drácula se ha cansado de la discusión, y se levanta con movimientos ágiles y vigorosos-. Quiero ver a vuestros escribas. Pronto les encargaré un trabajo especial.
Entran juntos en el diminuto scriptorium, donde tres monjes están copiando manuscritos al estilo antiguo, y uno talla letras para imprimir una página sobre la vida de san Antonio. La imprenta se alza en una esquina. Es la primera imprenta de Valaquia, y Drácula posa una mano orgullosa sobre ella, una mano pesada y cuadrada. El monje de mayor edad está de pie ante una mesa cercana a la imprenta, tallando un bloque de madera. Drácula se inclina sobre él.
– ¿Qué será esto, padre?
– San Miguel matando al dragón, excelencia -murmura el monje. Los ojos que alza están nublados, casi ocultos bajo las cejas blancas.
– Sería mejor el dragón matando a los infieles -dice Drácula, y lanza una risita.
El monje asiente, pero el abad se estremece una vez más por dentro.
– Tengo un encargo especial para vos -le dice Drácula-. Dejaré un esbozo al señor abad.
Se detiene bajo la luz del sol.
– Me quedaré al servicio y tomaré la comunión. -Sonríe al abad-. ¿Tenéis una cama para mí esta noche en alguna celda?
– Como siempre, mi señor. Esta casa de Dios es vuestro hogar.
– Y ahora, subamos a mi torre.
El abad conoce bien esta costumbre de su amo. A Drácula siempre le gusta contemplar el lago y las orillas circundantes desde el punto más elevado de la iglesia, como si buscara enemigos. Tiene buenos motivos, piensa el abad. Los otomanos aspiran a su cabeza año tras año, el rey de Hungría no le tiene en buena estima, sus propios boyardos le odian y temen.
¿Hay alguien que no sea su enemigo, aparte de los residentes en esta isla? El abad le sigue poco a poco por la escalera de caracol, haciendo acopio de fuerzas para soportar el repique de las campanas, que pronto empezará, y que aquí arriba suenan muy fuerte.
La cúpula de la torre tiene largas aberturas a cada lado. Cuando el abad llega a la cima, Drácula ya está apostado en su sitio favorito, con las manos enlazadas a la espalda en un gesto característico de reflexión, de planificación. El abad le ha visto de esta guisa al frente de sus guerreros, dirigiendo la estrategia del ataque del día siguiente. No parece en absoluto un hombre que corre peligro constantemente, un líder cuya muerte puede acaecer en cualquier momento, que debería estar reflexionando en cada instante sobre la cuestión de su salvación. En cambio, opina el abad, parece como si todo el mundo se desplegara ante él.