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La casa rectoral era un antiguo pazo de granito con un palomar y un enorme portón de madera. Una motocicleta vieja estaba arrumbada encima de los escalones de la entrada. A un lado del edificio había un poste con una canasta de baloncesto pintada de rojo. Al otro, un huerto con árboles frutales y un gallinero. El camino de acceso era muy estrecho, lo justo para que cupiera el coche. Aparcaron al lado de una especie de leñera. Un tipo alto les salió al encuentro con uno de esos paraguas negros que pueden albergar debajo a una parroquia entera. Le acompañaba un perro labrador que ladraba empapado bajo la lluvia.
– Menudo día habéis escogido.
Cincuenta y pocos años le calculó Laura al verlo inclinarse sobre la ventanilla. Debía de medir más de un metro ochenta. Llevaba un suéter grueso de color crudo, unos vaqueros viejos manchados con pequeñas gotas de pintura y botas de agua. Villamil y él se saludaron con una palmada campechana en la espalda. Parecía cualquier cosa menos un cura. Llevaba el pelo canoso demasiado largo y rizado, un poco a lo afro, y tenía una sonrisa jovial que mantuvo mientras observaba a Laura de arriba abajo con curiosidad.
– Te presento a Laura Márquez, el nuevo fichaje de El Heraldo -dijo Villamil una vez que estuvieron a resguardo de la lluvia en la entrada de la casa-. Es la chica de la que te hablé.
– No me esperaba que fuese tan joven -dijo con amabilidad pero sin dejar de observarla.
Márquez le tendió la mano sin mucha convicción, no le había hecho gracia el comentario sobre su edad, pero él se la estrechó con firmeza. No era la mano blanda de un seminarista, sino una mano curtida de dedos ásperos y grandes en los que se podía percibir la fuerza del trabajo físico. Desde que se apearon del coche hasta que llegaron al porche, el perro los siguió sin dejar de ladrar.
– Calla, Nelson -le ordenó el cura. Y el animal obedeció.
– Lo tienes bien adiestrado -dijo Villamil mientras intentaba ganarse su confianza con unas carantoñas.
Pero el animal retrocedió precavido. Sin embargo, cuando Laura le tomó la cabeza entre las manos, el perro se dejó acariciar moviendo el rabo y lamiéndole las manos.
– Veo que te llevas bien con los animales -le dijo el cura, sorprendido-. Éste no hace migas con cualquiera.
– Me gustan los perros -respondió ella.
– Pues como lo dejes, te va a poner perdida.
Laura subió la escalera, sacudiéndose los vaqueros que las patas del animal habían llenado de barro. Tampoco la casa parecía por dentro una residencia rectoral, sino más bien una antigua comuna hippy, techos altos con bonitas molduras de escayola en las puertas y un balcón que daba a una galería modernista con cristales emplomados haciendo dibujos geométricos. Un círculo rojo en el centro, de un tono rubí muy fuerte con rombos verdes y amarillo limón formando un aspa o una cruz. La composición remataba con pequeños triángulos de color añil en las esquinas. A Laura le recordó los rosetones de las iglesias góticas, que creaban una atmósfera sobrenatural en el interior. Cuando diera el sol seguramente los listones de madera del suelo se iluminarían como un caleidoscopio. Uno de los cristales de la galería estaba roto y pegado con esparadrapo. En la salita a la que los había dirigido a través de una escalera de piedra había varios carteles de Greenpeace clavados con chinchetas en las paredes, un póster de Manu Chao firmado por el cantante, estanterías llenas de libros y una gran estufa ferroviaria en el centro alrededor de la cual se disponían varias colchonetas a modo de asientos cubiertos con mantas portuguesas y cojines de distintos colores. El ambiente estaba caldeado allí dentro y olía al café que empezaba a borbotear encima de la plancha de hierro de la estufa. Laura pidió permiso para colocar la grabadora encima de la mesita moruna. Una concha de vieira hacía las veces de cenicero. Tenía los bordes amarilleados de nicotina. Había varias distribuidas por todo el cuarto. Márquez la cogió con curiosidad.
– El símbolo del peregrinaje jacobeo -dijo sopesándola en la mano-. Según tengo entendido, también fue el emblema de los seguidores de Prisciliano.
– Veo que estás bien informada -sonrió el párroco-. Puestos a señalar coincidencias, sabrás también que el camino de vuelta a Galicia emprendido por los discípulos de Prisciliano con el cuerpo del mártir sigue el mismo itinerario que con el paso de los siglos se convertiría en la ruta jacobea.
– No, no lo sabía…
– Aunque también hay quien piensa que el camino reproduce una ruta druida anterior -añadió el cura como quien no quiere la cosa-. Como ves, hay teorías para todos los gustos. Respecto a lo que dices de la concha de vieira -continuó-, fue su discípula, Prócula, quien adoptó ese símbolo cuando los priscilianistas tuvieron que refugiarse en Galicia después de ser expulsados de Aquitania.
– De poco debió de servirles el refugio. También aquí fueron perseguidos.
– Desde luego -convino el párroco, moviendo la cabeza un par de veces arriba y abajo-, pero nunca consiguieron acabar con ellos. Todo el noroeste era suyo, y la Iglesia lo sabía. La hermandad se transformó en una sociedad secreta con un enorme poder. Tanto que el papa Inocencio I, en el año 404, tuvo que pedir ayuda al emperador Honorio para evitar su expansión.
El cura se concedió una pausa para mirar a la chica con atención, intentando catalogarla en alguna de las especies de periodistas conocidas por él: la detective aficionada, la aprendiz de historiadora, la cazadora de primicias… Cogió el paquete de Winston de encima de la mesa. Villamil vio cómo deshacía minuciosamente el envoltorio de plástico y se llevaba un cigarrillo a la boca. El cura se tomó su tiempo para saborear la primera calada y, antes de continuar, expulsó todo el humo de golpe. Se le veía a sus anchas; parecía estar disfrutando con la conversación.
– El priscilianismo era la bestia negra de la Iglesia -afirmó con el rostro iluminado-. No se contentaron con perseguir a sus seguidores; querían borrar su rastro de la historia, como si nunca hubieran existido. Intentaron destruir todos sus escritos, empezando por el Liber apologeticus. Precisamente aquí, en Caldas de Reis, Aquis Caelenis, tuvo lugar un sínodo donde a los heterodoxos no les quedó más remedio que aparentar admitir la doctrina oficial para salvar el pellejo, pero en privado continuaron con sus creencias. Fue un grave error de cálculo por parte de la Iglesia.
– ¿Por qué lo dice?
– Lo único que consiguieron así fue que la herejía se hiciera fuerte en Galicia y fuera cerrándose en su concha como una sociedad secreta que acabó atrapando dentro a la propia curia. Desde mi punto de vista, habría sido mejor para ellos dejar a los priscilianistas fuera que tenerlos camuflados dentro de los seminarios. La prueba es que ya nunca volvieron a estar tranquilos. Tenían el enemigo en casa.
– Antón es de los que creen que quien está enterrado en la catedral es Prisciliano, y no Santiago -dijo Villamil mirando a Laura con connivencia.
El cura inclinó los hombros hacia adelante, esbozando una sonrisa maliciosa de complicidad.
– Todo el mundo sabe que el apóstol Santiago fue decapitado por Herodes en Jerusalén en el año 42 y enterrado en Palestina -afirmó el párroco-. Con la prueba del carbono 14 sería muy fácil probar que los restos de la catedral no pertenecen a un hombre del siglo I, pero nunca se ha hecho. Nos cargaríamos el negocio. Santiago es un santo turístico. ¿Cuántos peregrinos pueden llegar a Santiago en un año normal? ¿Un millón? ¿Dos millones? Si es año santo, la cifra se dispara hasta cinco millones. ¿A ver quién es el valiente que se atreve a mover los cimientos que sostienen todo ese tinglado económico, espiritual o como queráis llamarlo?
– La historia del hereje y la del apóstol se solaparon -intervino Villamil mirando a Laura como si quisiera refrendar las palabras del párroco.
– De hecho al principio fue la propia Iglesia quien negó que Santiago pisara jamás tierras españolas -continuó el cura-, pero poco a poco el mito compostelano fue ganando adeptos entre los obispos, supongo que por el beneficio que generaba una multitud de peregrinos que debían comer, beber, dormir, comerciar, etc. Hasta que, por fin, en el siglo XIX, el papa León XIII decidió respaldar oficialmente la leyenda del apóstol. Así se consuma la estafa. Los huesos del líder espiritual de la heterodoxia se santifican y el hereje se convierte en santo.
– Una jugada maestra -comentó Villamil.
– Sí, pero de doble filo -le rebatió el cura-. Probablemente a la Iglesia siempre le quedó la duda de si no estaría contribuyendo con todo aquello a ensalzar de algún modo a un hereje ajusticiado. En el fondo temían que algún día todo el asunto se les pudiera volver en su contra.
A Laura le vinieron a la cabeza unos misteriosos versos atribuidos al hereje: «Soy lámpara para ti, que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.» No le extrañaba que el episcopado no las tuviera todas consigo.
– Imaginaos cómo sería la cosa -continuó el párroco con sorna-, que hasta hace nada la Iglesia condenaba como lacra priscilianista el pecado muy extendido entre la clerecía gallega de no cortarse el pelo.
Efectivamente, Antón Fraguas, con su melena leonada, era un buen ejemplo de ello. Villamil se rió bajito y aprovechó el comentario para darle un giro a la conversación y llevarla a su terreno.
– Entonces, ¿crees que la desaparición del Liber apologeticus puede tener que ver con la antigua pretensión episcopal de enterrar en el olvido los escritos priscilianistas? -El periodista pensaba en el comunicado de monseñor Souto Gadea reclamando que el incunable volviera a los fondos del archivo diocesano.
– A estas alturas, no creo, pero siempre puede haber algún venado que emprenda una cruzada por su cuenta…
– Quizá tenga más sentido que el robo haya sido obra de algún priscilianista -apuntó Márquez, pensativa, mientras se acercaba a los labios la taza de café-. Al fin y al cabo, para ellos es una especie de libro sagrado.
Villamil la miró de reojo. Aquello se salía de lo pactado. Se suponía que era él quien debía llevar las riendas. Últimamente Márquez no dejaba de sorprenderlo. Hacía las cosas a su manera, era orgullosa e indisciplinada, y no se parecía en nada a las mujeres que a lo largo de la vida le habían hecho perder el sueño; sin embargo, le gustaba su manera de improvisar. Jovencita y todo, demostraba tener el instinto bien adiestrado, con su trenca y su aire de escolar indefensa. La jodida niñata.
El cura también la observó unos instantes, silencioso, reflexivo, con las manos apoyadas en la pernera del pantalón.
– Podría ser -concedió-, pero no me parece lo más probable.
– ¿Qué es entonces, según usted, lo más probable? -quiso saber ella.
– Pues, teniendo en cuenta los tiempos que corren, yo pensaría en el mercado de incunables, un coleccionista de códices o algo así… Y no me trates de usted, que no soy tan mayor. -Los ojos del párroco brillaron con un reflejo extraño, y Márquez tuvo la impresión de que no estaba diciendo ni mucho menos todo lo que sabía.
– Tal vez tenga razón… -admitió ella antes de cambiar de tercio-. Pero, en cualquier caso, lo que nos preocupa no es quién pudo hacer desaparecer el manuscrito, sino por qué estaba interesada en él Patricia Pálmer.
Tocado y hundido. El nombre de la chica muerta actuó como un cortocircuito. Fue como si el sol se hubiera escondido detrás de una nube. El semblante del párroco se transformó por completo. Se incorporó en el asiento, y Villamil advirtió que por primera vez desde que habían iniciado la conversación mostraba síntomas de cierto nerviosismo, tamborileando en el brazo de la silla.
– A Patricia siempre le interesaron los temas bíblicos, desde niña -dijo. El tono irrisorio y la impostura habían desaparecido de su voz. Sus palabras sonaban vacilantes, como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo. Hablaba con tiento-. Le llamaban la atención las sectas raras y esas cosas. Supongo que es normal a una edad. Aunque a ella el interés le duró más. Quería estudiar la especialidad de teología en Roma cuando acabara sus estudios en Santiago.
– ¿La conocías bien, entonces? -quiso saber Villamil.
Una ráfaga de viento hizo tintinear los cristales de la galería. Sonó como un dientecito de leche dentro de una caja de lata. Márquez se levantó y miró hacia afuera. El cielo tenía el color de un calcetín desteñido por muchos lavados. Le pareció ver una sombra moviéndose entre los árboles, pero no estaba segura.
– Supongo que sí -continuó el cura mirando de refilón hacia la ventana como si al otro lado se difuminara un horizonte muy lejano-. Todo lo bien que se puede conocer a una chica de veinte años. Antes de irse a Santiago, venía por aquí con mucha frecuencia. Me ayudaba con las actividades de la parroquia, organizábamos excursiones con los chavales del pueblo, partidos de futbito… Una vez trajimos a los Violadores del Verso. Le encantaba ese grupo. -Al decir eso cayó durante unos minutos en el mutismo, como si se hubiera abismado en el pozo de los recuerdos, pero se recobró enseguida-. Le gustaba participar en todo -continuó-. Era muy entusiasta. Y valiente.
– ¿Valiente?
– Sí. No se arredraba ante nada ni ante nadie. No tenía noción del peligro.
A Márquez se le encendió el piloto automático.
– ¿Insinúa que debería haber tenido miedo de algo?
– Bueno, hubo una época en que sufrimos algunas amenazas en la parroquia. Siempre hay alguien a quien no le gusta lo que haces: te pinchan las ruedas del coche, pintadas en las paredes y esa clase de cosas… En una ocasión casi queman la iglesia, tiraron un trapo envuelto en gasolina por la ventana… Pero afortunadamente la cosa no pasó de ahí.
– ¿Y no lo denunciaron?
– Hace mucho tiempo que dejé de ir a la policía a poner denuncias. No sirve de gran cosa. Nunca se puede demostrar nada por mucho que sepas quién ha sido. Pero tendríais que haber visto a Patricia entonces, parecía Agustina de Aragón, yo creo que, si los coge por banda, los hace picadillo. -El párroco hizo un gesto con la mano ahuyentando el recuerdo, como quien tira una piedra a un pozo y después se aleja-. La mayoría de los cristianos buscamos desligarnos de nuestras responsabilidades concretas, pero ella no. Creía que todas las iglesias debían encargarse de lo más urgente.
– Tengo entendido que militaba en una organización ecologista -terció Villamil.
– Sí, El Arca de Noé -confirmó el cura-, bueno, más que una organización era un club de amigos. A veces celebraban aquí sus reuniones o en algún cobertizo que les dejaban. Muchos jóvenes consideran que el ahorro energético debería ser doctrina de fe. Quizá tengan razón. Es una generación que se educó en el respeto al medio ambiente. Ya en la guardería les enseñaban a plantar pinos y a ahorrar agua. Patricia era toda una activista del reciclaje. Hace mucho tiempo que ya no organizamos nada de eso -se lamentó-. Todos los de su quinta se han ido. Me he quedado sólo con los viejos.
El cura se interrumpió, posiblemente para tomar aliento o para medir lo que había contado hasta entonces. Tal vez le pareció que había hablado más de la cuenta.
– ¿Y no has vuelto a verla desde entonces? -La conversación había entrado en terreno sensible, y ahora Villamil no estaba dispuesto a soltar las riendas.
– Sí, claro que sí. Siempre que volvía al pueblo venía a verme. -El tono del párroco se había vuelto ahora marcadamente melancólico, como si hablara para sus adentros. Márquez advirtió que podía pasar de un estado de ánimo a otro con suma rapidez sin parecer fingido, aunque tampoco totalmente franco-. A veces venía también su novio -dijo-, un chaval flaco e introvertido, se quedaba siempre jugando en la canasta mientras nosotros hablábamos de lo divino y lo humano; Robin, creo que se llama el chico. Algún fin de semana los invité a quedarse en la rectoral, pero les daba reparo dormir aquí por los vecinos, supongo, preferían irse al galpón que tiene la familia de Patricia en Sietecoros. Desde luego, es un lugar más preservado. La última vez que Patricia vino a verme fue esta Navidad. Ya se lo dije a la policía. Se disfrazó de rey Melchor en la cabalgata que organizamos para los críos, pero estaba con la cabeza en otra cosa. Yo se lo notaba. Había algo que le preocupaba. Era muy impaciente, como cualquiera a los veinte años. Le faltaba esa templanza de saber esperar. «No se hizo el mundo en un día», le decía yo para meterme con ella cuando la veía así. Pero cada edad tiene su punto, y ella estaba en la edad de no hacer concesiones.
– ¿Crees que podía estar metida en algún lío?
El cura volvió a mirar hacia la ventana y, mientras lo hacía, sus ojos volvieron a ausentarse. Cuando se quedaba así callado, a Laura le recordaba un poco al actor negro Morgan Freeman. Tenía el mismo pelo encrespado y también algo en los ojos, una mirada de negro o de perro apaleado. Tal vez era de esa clase de personas que sólo comprenden el significado real de las cosas cuando las recuerdan.
– No lo sé -dijo el párroco encogiéndose de hombros, pero en realidad fue como si dijera «¿qué más da ya todo?»-. Todavía no puedo hacerme a la idea de que esté muerta -concluyó.
Hubo un súbito silencio, una especie de hueco de silencio que no procedía de la conversación, sino que parecía haber entrado allí desde fuera. Laura pulsó una tecla de la grabadora y la luz roja se apagó.
– Cada vez se hace tarde más temprano -sentenció Villamil poniéndose de pie. Una de sus típicas frases que lo mismo podían servir como fórmula de despedida o simple expresión de lo que le ardía dentro de la cabeza. Los periodistas veteranos suelen tener un sexto sentido para saber el momento en el que deben marcharse.
Cuando salieron al recibidor, la lluvia había amainado. Bajo el hueco de la escalera había un arcón de herramientas abierto: destornilladores, serruchos, una llave inglesa, un mazo de carpintero, una pala, una Black & Decker… Había también una caña arrumbada de mala manera con un impermeable verde y un cesto de truchas.
– ¿Te gusta pescar? -preguntó Laura tuteando al párroco con familiaridad por primera vez. Se sentía un poco obligada a compensarlo, aunque no sabía muy bien por qué.
– Antes sí -respondió-, pero desde el vertido todo el río está envenenado. Ya no hay peces.
Márquez caminaba tan ensimismada que Villamil intentó bromear, bajándole la capucha de la trenca por delante de la cara, pero ella se la sacudió de nuevo hacia atrás con cara de malas pulgas. Había dejado de llover.
Desde que salieron de la casa hasta que llegaron al coche, el perro los acompañó brincando alrededor. Ladraba, saltaba y salía disparado en cualquier dirección para girar en redondo a los pocos metros y regresar al galope. Parecía loco de contento moviendo el rabo hacia los lados, tratando de lamerle las manos a Laura y de subirle al regazo.
– Sólo lo he visto comportarse así con otra persona -dijo el párroco.
No añadió nada más, pero Márquez y Villamil entendieron que se estaba refiriendo a la chica muerta.