173985.fb2 La huella del hereje - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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XII

El aula era amplia, con un ventanal corrido en la pared de atrás y cubierto por una cortinilla gris metalizada para tamizar la luz. De pie en la tarima delante de la pizarra digital, el profesor encendió su ordenador portátil. A pesar de que se hallaba sentada en la última fila de pupitres, Laura Márquez lo reconoció al momento. Un tipo sexy no se le despintaba así como así. Las gafas de montura dorada, la chaqueta de ante, barba de perilla y un tono de piel curtido, inusual en quien se supone que pasa las horas de estudio en archivos y bibliotecas. También su complexión atlética parecía más propia de un aventurero a lo Indiana Jones que de un teórico en filosofía pura.

«Vaya -pensó para sí-, el mundo es realmente un pañuelo.»

– Para enlazar con nuestro último tema sobre la teoría de los mitos y los símbolos -dijo el profesor abarcando con la mirada a toda la clase-, hoy les presentaré a la serpiente «de jardín», llamada así porque su primera aparición en este mundo tuvo lugar en un jardín del Éufrates. -Mientras hacía su introducción, la pantalla se iluminó con un grabado antiguo en el que aparecía una culebra común, identificada en letras cursivas con un nombre en latín: Tentator hortensis-. No es mi intención en una simple clase confundirlos a ustedes con oscuros tecnicismos propios de esta ciencia que sólo entienden aquellos que la han estudiado largos años. Tan sólo pretendo mostrarles, empleando un lenguaje lo más sencillo posible, las diferentes especies de demonio con las que es más probable que se encuentren. Especialmente -añadió con una sonrisita irónica- aquellas de ustedes que acostumbran a frecuentar las discotecas.

La clase le agradeció la broma con una sonora carcajada. Daba la impresión de que el tipo conocía a la perfección las claves de su auditorio, sobre todo del femenino. A juzgar por las miraditas que le lanzaban, debía de tener a todas las alumnas rendidas a sus pies.

– No se rían -replicó sin abandonar el registro irónico-. El conocimiento de los ofidios es de la máxima utilidad. Hay gente que va por ahí confundiendo a verdaderos cocodrilos de tomo y lomo con cándidos lagartos y después pasa lo que pasa. Cuando uno es joven e inocente, todas las escamas parecen iguales.

Tuvo que cortar la segunda oleada de risas con un ligero carraspeo para continuar con la clase.

A Laura le pareció demasiado seguro de sí mismo. Una actitud un tanto engreída, nada extraño tratándose de un profesor universitario.

– El siguiente espécimen en importancia de esta interesante rama de la ciencia que sedujo a grandes poetas es el demonio medieval. -Ahora la ilustración de la pantalla había sido sustituida por el Diabolus Faunalius, un animal de aspecto grotesco, armado con un tridente. El grabado procedía de un códice del siglo XI-. Como ven, su aspecto, con cuernos, cola y garras, contrasta notablemente con la forma serpentina del primer tipo. Tanto es así que muchas autoridades en la materia la consideran una categoría completamente diferente de la especie común o de jardín, y la conectan con un animal de forma similar ya extinto, conocido como Fauno o Pan, natural de muchas zonas de la Arcadia. -El profesor se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus alumnos-. Los prejuicios que los clérigos y otros hombres de Dios sienten contra este notable ejemplar son desproporcionados y en exceso crueles -añadió con una media sonrisa-, ya que, si no fuera por ese ser al que pretenden destruir, se quedarían sin trabajo… Y, sin embargo, hacen lo imposible por aniquilar a esta simpática criaturita y aplastarla dondequiera que asome la pezuña. Hay gente que no tiene corazón.

Los alumnos volvieron a reírle la gracia. Durante los siguientes minutos el profesor se dedicó a analizar unos versos del famoso poema épico El paraíso perdido, en el que John Milton habla de la caída de Lucifer, la desobediencia del hombre y su consiguiente exilio del Edén.

Toc, toc, toc… Unos discretos golpecitos en la puerta del aula interrumpieron su disertación. Toda la clase volvió la cabeza hacia allí. El profesor bajó de su tarima para abrir y permaneció unos segundos bajo el umbral de la puerta intercambiando unas palabras en voz baja con el tipo que había llamado, un hombre bastante grueso, calvo y con una mancha roja en la frente como la de Gorbachov. Era otro de los profesores del departamento, según pudo enterarse Laura por el murmullo de los estudiantes. Después los dos subieron juntos a la tarima y el recién llegado se dirigió al aula con un tono más bien solemne.

– Bueno, supongo que ya se habrán enterado todos de la triste noticia. Una alumna de esta facultad, Patricia Pálmer, ha muerto en circunstancias que todavía están por esclarecer. Ni que decir tiene que todos lamentamos profundamente esa muerte, que ha venido a alterar la tranquila existencia de nuestra Universidad. -El hombre bajó la cabeza y su voz adquirió un tono más afectado e íntimo-: Mis más sinceras condolencias a aquellos de ustedes que la conocieron personalmente. Sólo quería anunciarles que en señal de duelo mañana quedarán suspendidas las clases en todo el distrito universitario y se celebrará una misa funeral en la capilla del campus a las 19.30. Nos gustaría contar con su asistencia. Nada más. -A continuación le hizo un gesto con la mano a su colega en señal de que podía continuar con la clase.

Esta vez al profesor le costó unos cuantos carraspeos volver a recuperar la atención de los alumnos, que comentaban entre sí la noticia en medio de un murmullo creciente que amenazaba con convertirse en un auténtico alboroto. Quizá algunos de ellos no se habían enterado todavía, a juzgar por las caras de afectación o sorpresa, aunque a Laura le pareció raro, después del despliegue mediático que se había montado. O tal vez lo que comentaban eran los nuevos detalles del caso, que se iban filtrando por aquí y por allá, entre los pasillos y el bar de la facultad. Eso precisamente era lo que Márquez había ido a averiguar.

Después de la entrevista al cura de Caldas, Villamil y ella habían acordado una estrategia en dos frentes. Mientras el veterano periodista de El Heraldo se centraba en el ámbito policial, donde tenía sus contactos, ella debía camuflarse en el entorno estudiantil de Patricia Pálmer, entre sus profesores y sus compañeros de clase. Ambos estaban convencidos de que ahí podrían encontrar alguna información sustancial.

Laura miró a su alrededor con todos los sentidos alerta. Se preguntaba cuántos de aquellos estudiantes que abarrotaban el aula sabían algo. Había un temblor en el aire, como un millar de alas. Tenía la impresión de hallarse dentro de un avispero.

Finalmente el profesor consiguió que las aguas volvieran a su cauce y continuó la clase con su peculiar tratado de demonología. La pantalla mostraba ahora a un apuesto diablo rojo con una pluma de pavo real en el sombrero. Parecía una xilografía renacentista y, al igual que las anteriores, incluía una nomenclatura en latín.

– Diabolus Mephistopheles -puntualizó el profesor-. Este singular espécimen mide casi dos metros de alto y fue descubierto por un culto y emprendedor naturalista alemán llamado Wolfgang von Goethe, del que ustedes sin duda habrán oído hablar. Goethe publicó una interesante historia sobre este personaje, tan entretenido como impredecible. El ejemplar fue criado en casa de su compatriota, el doctor Fausto, que, como saben, llegó a hacer un interesante pacto con el diablo.

Esta vez el comentario no suscitó ninguna sonrisa de complicidad entre los alumnos. El ambiente no parecía muy propicio para las bromas y el profesor continuó la explicación con un tono neutro, algo contrariado, como el niño al que le han estropeado su juguete.

Antes de que sonara el timbre, Laura Márquez ya sabía que se llamaba Fidel Dalmau, aunque todos sus alumnos le llamaban Fidelius, y que su despacho estaba en el tercer piso, junto al Departamento de Psicología Aplicada. Dudó si abordarlo al final de la clase o hacerlo en el piso de arriba, pero finalmente se inclinó por la segunda opción. No quería suscitar comentarios entre los estudiantes, que ya empezaban a lanzarle miradas de curiosidad.

Antes de salir del ascensor, se miró de refilón en el espejo: vaqueros negros, sudadera gris, una bolsa de lona al hombro y una carpeta llena de pegatinas. Parecía una estudiante más de los cientos que deambulaban por las aulas aquella mañana. Se arregló un poco el flequillo con los dedos e hizo un gesto de aprobación, como si considerase su indumentaria un camuflaje suficientemente convincente para su incursión al otro lado de las líneas enemigas.

El pasillo era largo, con los tubos de la calefacción a la vista en el techo, pintados de un color amarillo chillón. Las ventanas estaban a la derecha y daban a las pistas del polideportivo; las puertas de los distintos departamentos se hallaban al lado izquierdo y estaban pintadas del mismo color amarillo. Laura tomó aire antes de llamar.

– ¿Sí? -preguntó una voz desde dentro.

– Hola… -dijo ella tímidamente-. ¿Podría hablar con usted un momento?

– Lo siento, no tengo horario de consulta… -se disculpó el profesor señalando el cartel con sus horas de atención a los alumnos.

– Sólo serán dos minutos.

El profesor Dalmau accedió sin mucho convencimiento. No dijo nada, pero la invitó a sentarse con un gesto de la mano.

– Verá, soy estudiante de historia antigua -mintió ella-. Estoy preparando un trabajo y…, bueno, me gustaría que me orientara un poco con la bibliografía.

– ¿Qué pasa? ¿Que en la Facultad de Historia no tienen ustedes profesores?

– Claro que sí, lo que ocurre es que… -Laura dudó un momento-. Bueno…, no son tan competentes.

El profesor Dalmau sonrió de medio lado. Debía de estar muy acostumbrado a que las alumnas se inventaran las excusas más peregrinas para acercarse a él. La de Márquez lo era por partida doble. Se quedó mirándola, intrigado.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– No lo he dicho. Me llamo Laura Márquez.

– Bien, señorita Márquez -se había quitado las gafas y las miraba al trasluz para comprobar la limpieza de los cristales-, y ¿sobre qué asunto trata su trabajo?

– Estoy haciendo una tesis sobre la influencia del priscilianismo en las comunidades campesinas.

El profesor se ajustó las gafas y la observó con renovada atención, aunque Laura no pudo discernir si el interés era consecuencia del tema de su trabajo o de secretas reflexiones personales.

– Interesante… -dijo sin abandonar la concentración del gesto-. Pero me temo que no voy a poder ayudarla. No sería muy correcto por mi parte dejar a mis colegas de historia sin trabajo, ¿no le parece?

– Comprendo -se excusó Laura encajando la negativa con aparente resignación, como si ya contara con ella de antemano-. Lamento haberlo molestado -dijo mientras le echaba un último vistazo a la mesa: algunos libros, una pila de trabajos amontonados, una fotografía enmarcada en la que el profesor aparecía fumando en pipa con una gorra de doble visera y capelina de tweed a lo Sherlock Holmes al lado de un perro labrador negro al que sujetaba del collar. La foto estaba tomada junto a un típico hórreo gallego, no parecía el lugar más indicado para una fiesta de disfraces.

A Márquez le habría gustado quedarse husmeando por allí un rato más, pero era el momento de decir adiós, muy buenas. Así que recogió su carpeta y salió del despacho cerrando la puerta muy despacio, igual que cuando uno abandona el lugar donde olvida algo sin saber muy bien de qué se trata.

No había dado ni cinco pasos cuando el profesor Dalmau asomó otra vez la cabeza al pasillo y la llamó. Laura no tenía la menor idea de la razón por la que había cambiado de opinión, pero alguna era sin duda.

– Entonces dice usted que está interesada en el priscilianismo… -le preguntó el profesor mientras con un gesto de la mano le indicaba que tomara asiento.

– Sí, me interesa la influencia de la religión en el mundo, las herejías y todo eso.

– ¿Es usted creyente?

– No.

– No es creyente pero le interesa la religión…

– Eso es.

– Y ¿por qué le interesa precisamente el priscilianismo? Hay otras muchas corrientes de pensamiento heréticas dentro de la Iglesia.

– Lo sé, pero me gusta su manera de relacionar la divinidad con la naturaleza. Me parece una tendencia de pensamiento muy moderna que conecta con el ecologismo. Hoy en día muchos de nosotros defendemos la naturaleza como lo hacían los paganos, y ni siquiera sabemos por qué.

– Ya… ¿Y es ésa la única razón?

– No -respondió Laura. Su pulso latía ahora con la misma aceleración que la del jugador que acaba de tirar un dado y espera ver salir su número-. También lo hago por… -hizo una pausa para medir muy bien el efecto de sus palabras-. También lo hago por amistad.

– ¿Por amistad? -se extrañó el profesor.

– Bueno, no sé muy bien cómo explicarlo, pero debo terminar el trabajo empezado por otra persona, que no pudo acabarlo.

Era un globo sonda demasiado obvio, pero no disponía de otro mejor. Además, de algún modo, no dejaba de ser verdad. Desde el principio no lograba quitarse de encima la incómoda sensación de afinidad con la víctima. Como si en cierta medida todo aquello le atañese a ella personalmente de un modo incuestionable y secreto. Demasiados paralelismos, líneas sesgadas y escurridizas que convergían con aprensión en un punto oscuro de su memoria. Al fin y al cabo no era la primera vez que se hallaba inmersa en un caso de homicidio.

– Entiendo… -respondió el profesor, meditando unos segundos con las dos manos enlazadas sobre la mesa, envolviendo los pulgares en un movimiento circular. Tenía un modo propio de mirar a través de las gafas y asentir despacio, con cierta duda razonable-. Está bien -concedió al final-. ¿Tiene con qué apuntar?

A continuación Fidel Dalmau se dedicó a citar la bibliografía básica sobre Prisciliano y su obra, haciendo especial hincapié en el Liber apologeticus, sobre el que mencionó un estudio muy exhaustivo realizado por George Schepps, que fue quien descubrió casualmente el manuscrito en un rincón olvidado de la Universidad de Wurzburgo. El problema era que el texto estaba descatalogado y resultaba prácticamente imposible de conseguir. Eso limitaba bastante las posibilidades de Márquez. Pero finalmente el profesor encontró unos cuantos títulos con los que estaba seguro de que la chica podría suplir esa carencia, al menos de momento. El primero era un texto clásico del historiador francés Jacques Chocheiras; le seguía una biografía del teólogo gallego José Chao Rego titulada Prisciliano: profeta contra o poder, a continuación, la tesis The making of a heretic, de la americana Virginia Burrus, y por último un interesante ensayo sobre ocultismo y poderes carismáticos en la Iglesia primitiva del famoso teólogo anglicano y profesor de Oxford Henry Chadwick.

– Cuando los haya leído, puede volver aquí -dijo derrochando una amabilidad que nada tenía que ver con su distante actitud inicial-, pero es preferible que lo haga en mi horario de atención a los alumnos: martes y jueves, de 19 a 20 horas -dijo, sonriente, señalando el cartel que había pegado con celo en la puerta.

Laura asintió agradecida.

– Lo prometo.

Lloviznaba cuando salió al exterior. Una lluvia fina, apenas molesta. Todo el campus universitario estaba cubierto de nubes entre las que a veces, momentáneamente, se colaba un rayo de sol que iluminaba parte del césped. A Laura aquel juego de luces y sombras le produjo una sensación antigua, repleta de suspense. Se subió la capucha y dobló por las canchas vacías del polideportivo con la cabeza baja, pensativa. Había una idea que le rondaba la cabeza. En los últimos meses su capacidad de comunicarse verbalmente con sus semejantes se había reducido de forma considerable, sin embargo, era capaz de percibir como nadie el lenguaje corporal. Su instinto había desarrollado al máximo el sentido de la percepción, como los ciegos aguzan el oído o el tacto hasta extremos inalcanzables para los videntes. Podía detectar cualquier señal de tensión. Tics, balbuceos en el habla, sudores… Eran cosas normales. La gente se pone nerviosa en distintas situaciones, le pasa a todo el mundo. No tenía nada de extraño. El problema empezaba cuando la persona intentaba ocultar esa reacción. Era entonces cuando su instinto le decía que debían encenderse todas las alarmas.

Y había un síntoma de tensión que Laura sólo había visto una vez. Una única vez. Y le había costado demasiado caro como para olvidarlo. Fue en Lisboa. Por un momento, el fantasma de Wilberth Santos cobró vida.

Habían bajado de noche hasta el barrio de Alcántara y caminaban por una zona de bares y discotecas en medio de una muchedumbre como de puerto asiático, rostros iluminados por ráfagas de luz azules y rosas, jóvenes que se movían como obedeciendo a los distintos ritmos que fluían a la puerta de cada local, cuyo nombre resplandecía sobre el asfalto en forma de letrero luminoso: Freetown, Yakarta, Bora-Bora, Tongoy…, como si los hubiera llevado hasta allí una turbia nostalgia de sus lugares de origen.

– Espérame aquí -le había dicho Wilberth, dejándola sentada en una esquina de la barra en el Tongoy, música latina, camareros chilenos-. No tardo ni cinco minutos.

Sólo habían pasado tres cuando Laura se volvió en medio de un estruendo de cristales, botellas rotas y sillas que volaban por los aires. Y allí estaba Wilberth, sostenido en vilo por dos guardias de seguridad de cien kilos cada uno, sangrando por la nariz con las gafas rotas y los botones de la camisa arrancados de cuajo. Cuando ella salió en su defensa, la levantaron por el aire sin el menor esfuerzo como quien levanta una pluma.

– Muy brava, tu mina, chileno -dijeron los dos matones mientras los conducían a un despacho en la parte trasera del local.

Y allí fue donde apareció el tipo. Laura le echó unos sesenta y algo, cuerpo atlético, por lo menos dos horas semanales jugando al tenis o al golf, piel bronceada y algo grasa, traje oscuro de Armani, camisa con dos iniciales bordadas y ostentosos gemelos de oro macizo en los puños. También era de oro el anillo que lucía en el dedo meñique. Estaba sentado a una mesa de nogal, con los codos apoyados en el tablero y las manos entrelazadas, jugando a envolver los pulgares con una expresión de infinita paciencia.

– Otra vez tú… -le dijo a Wilberth mirándolo de arriba abajo.

– Hijo de puta -le espetó él por todo saludo. Un pronto que, dada la situación en la que se encontraban, a Laura le pareció del todo inconveniente.

– Eh, eh -protestó el del anillo-. ¿Son ésos los modales que te han enseñado en casa? -Parecía divertido con la situación, y su actitud podría decirse que era casi cordial, de no haber sido por un ligero temblor de las aletas de la nariz que lo delataba.

Laura sintió el frío del recuerdo horadándole los huesos. El mismo gesto acababa de notarlo hacía apenas unos minutos en el rostro del profesor. No cuando mencionó el tema de su tesis, sino unos segundos después, exactamente cuando le explicó que debía acabar el trabajo empezado por alguien que no había podido terminarlo.

En ese momento Fidel Dalmau había tomado aire y las aletas de su nariz se habían dilatado, como si el aire no le llegara al fondo de los pulmones, un movimiento reflejo. Mientras la observaba con las manos cruzadas sobre la mesa y los pulgares girando, había respirado de ese modo. Una sola vez. Una inspiración. Luego dejó que el aire saliera lentamente entre los labios, controlándolo, sin hacer ruido.

«Bueno, joder. Puede que no signifique nada -pensó Márquez-. La gente respira, toma aire por la nariz y lo expulsa por la boca. Eso no convierte a nadie en un asesino», se dijo mientras dejaba a un lado el edificio de Económicas con las aulas iluminadas. El césped relucía brillante bajo el cielo encapotado, en completo silencio. Hacía frío y no tenía la menor idea de por dónde empezar su reportaje de investigación. De pronto la invadió una profunda sensación de desánimo. Sin darse cuenta, acababa de meter el pie en un charco.