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LOCAL EL HERALDO GALLEGO
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¿Quién mató a Patricia Pálmer?
(R. Villamil y L. Márquez)
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El misterio y las incógnitas siguen rodeando la muerte de la joven estudiante de Filosofía Patricia Pálmer, cuyo cuerpo fue hallado sin vida el sábado pasado en la catedral de Santiago de Compostela. Según fuentes policiales, todavía no ha sido localizada el arma homicida, y tampoco se ha detenido a nadie como sospechoso hasta el momento, aunque las indagaciones parecen aproximarse cada vez más al círculo de jóvenes estudiantes que frecuentaba la víctima. La ciudad sigue conmocionada por el suceso y las conjeturas sobre las posibles razones del lugar del asesinato están dando pie a numerosos rumores. Desde la Edad Media los crímenes en sagrado han sido vinculados en la imaginación popular con sectas diabólicas, alimentando así todo tipo de leyendas. El interés que está generando el caso, unido a la juventud de la víctima, ha llevado a que desde diversas instituciones se pida prudencia en el tratamiento informativo de estos hechos. El conselleiro de Cultura se sumó ayer a esta…
El coche de línea avanzaba con su habitual traqueteo entre los bosques de eucaliptos. Márquez ojeaba en El Heraldo la crónica a tres columnas que Villamil y ella firmaban al alimón en las páginas de local. Una simple recapitulación de los hechos sin grandes novedades pero redactado de forma amena, de modo que el lector apenas lo notaba. También había un par de globos sonda, como la referencia a los círculos universitarios y la alusión a los crímenes rituales, que habían sido colocados subliminalmente con toda la intención. La conversación de Villamil con el comisario de policía le había dado al periodista unas cuantas ideas de por dónde podían ir los tiros. De hecho empezaba a considerar que la aparición del cadáver de Patricia en el altar de la catedral podría ser sólo una forma de desviar la atención sobre la verdadera trama. Pero Márquez también tenía su propia opinión sobre lo que había que hacer, sobre todo después de la entrevista que ambos habían mantenido con el cura de Caldas en la rectoral. Si Villamil esperaba que se quedara cruzada de brazos, iba listo.
La imagen del novio de la chica le venía constantemente a la cabeza tal como el párroco lo había descrito: un chico callado que prefería jugar a la canasta mientras ellos arreglaban el mundo. Tampoco se le había olvidado la referencia al galpón donde, según él, la pareja se quedaba a veces a dormir. Por eso se dirigía a Caldas de Reis, adonde el autobús llegaría en menos de veinte minutos después de realizar una parada en el apeadero de Sietecoros.
El temblor de los cristales de la ventanilla contra la tiniebla rayada y oblicua de la lluvia le producía una relativa sensación de suspense, como en la película Recuerda, la favorita de Wilberth Santos. «Lo que más me gusta de Hitchcock es que siempre sitúa un misterio dentro de otro misterio», le había dicho en una ocasión.
Laura se encasquetó los auriculares, cerró los ojos, pulsó la tecla play en el mp3 que llevaba en el bolsillo del chubasquero y se hundió en el asiento mientras su mente viajaba al ritmo de la música hacia una ciudad con tranvías y garitos nocturnos en antiguos almacenes abandonados. Sangue de Beirona.
La única vez que Laura vio llorar al chileno fue en aquel local de mala muerte, el Tongoy. Llorar, lo que se dice llorar, con fuerza y con torpeza. Wilberth no era aficionado a la bronca, pero cuando las cosas venían mal dadas tampoco era de los que salían corriendo. Aguantaba el tipo. A ella le agradaba ese orgullo masculino, aunque llevara todas las de perder, o quizá precisamente por eso. No le gustaban los poetas de lágrima fácil. Wilberth ni siquiera había sido capaz de llorar cuando murió su madre, y eso que entonces apenas era un crío. A lo mejor fue en ese momento cuando se le averió el mecanismo de las lágrimas.
Lo recordaba exactamente así, sangrando por la nariz, el cuello de la chaqueta levantado, caminando a trompicones junto a los tinglados y las grúas del puerto mientras iba dando patadas a las piedras. Ella había salido mejor parada de la pelea pero todavía notaba el brazo agarrotado. Aquel portero de discoteca o lo que fuera la había tenido sujeta por los codos, apretando los dedos como unos alicates de tornero hasta que apareció el individuo del traje de Armani con sus gemelos de oro y le ordenó soltarla. Tenía la desagradable sensación de haber sido empujada a un escenario sin que nadie le explicara antes el papel que debía representar. Y eso francamente no le había hecho ninguna gracia. Por eso seguía a su chico dos pasos por detrás, cabizbaja, en silencio, con el flequillo delante de los ojos, manteniendo la distancia reglamentaria, con un vacío espantoso en el estómago como cuando alguien en quien confías te cuenta sólo de la misa la media.
– ¿Quién coño era ese hombre? -le preguntó al fin a bocajarro.
– Mi padre -respondió él.
Fue entonces cuando Márquez se dio cuenta de que estaba llorando. Y por la forma en que lo hacía, sin poder parar, pensó que lo mejor sería no decir nada. Ni intentar siquiera consolarlo. Se limitó a adelantar un poco el paso y caminar a su lado, rozando apenas su hombro. En silencio.
El autobús realizó su parada en el apeadero con algunos minutos de retraso. Había un cartel publicitario de Telepizza de color rojo que se bamboleaba de un lado a otro con el viento. Márquez se subió la capucha y se dirigió a la rampa que separaba la carretera del camino que llevaba al pueblo. Siempre le había parecido curiosa la dispersión de población que había en el norte, una casa aquí, otra allá, como si la gente no quisiera incordiarse. Cada cual a sus asuntos. Era una de las cosas que le gustaban de los gallegos. No eran gregarios.
Durante el rato que estuvo deambulando por la aldea no se cruzó con un alma, como si recorriera un pueblo fantasma. Sin embargo, salía humo de todas las chimeneas y olía a brasa de leña mojada. Podía sentir las miradas de los ojos que la observaban desde el interior de las casas. Una sensación incómoda. Había un tractor de color rojo junto a un pajar. Al pasar por allí, espantó a unas gallinas que campaban a sus anchas fuera de sus corrales. Los animales batieron las alas y salieron cacareando por detrás de una esquina. No le costó mucho identificar el galpón de la familia Pálmer junto a un hórreo. Estaba bastante apartado, como había dicho el cura, y además era el único que no permanecía unido al cielo por una humareda gris. Se trataba de una construcción reciente, una especie de granero de unos cuarenta metros cuadrados, techado con teja del país, una puerta central pintada de verde y dos ventanas del mismo color a cada lado. Laura acercó la nariz al cristal pero no consiguió distinguir nada en el interior. Era evidente que nadie se había ocupado de la limpieza de la cabaña en bastante tiempo. Intentó abrir la puerta forzando la cerradura con una pequeña navaja, pero desistió con los nudillos destrozados. También probó a levantar la puerta por las bisagras sin ningún éxito. Finalmente se enrolló la bufanda alrededor del puño como un boxeador y le metió un derechazo al cristal con todas sus fuerzas. Funcionó. Después levantó la presilla a través del boquete y abrió la ventana sin dificultad. El interior estaba revestido con tablones de madera. Se trataba de un espacio único ocupado por una mesa de caballete, una cama estrecha y dos estanterías con baldas desmontables, pero estaba demasiado oscuro allí dentro para distinguir nada más. Márquez encontró el interruptor de la luz a un lado de la puerta. A la derecha había una puerta corredera que daba a un baño minúsculo sin ducha, y a la izquierda estaba la cocina con un pequeño fregadero, una despensa y un hornillo de camping gas.
Aparte de un bote grande de Cola Cao, algunas latas de conserva y un paquete de pan Bimbo caducado con manchas de moho no encontró nada especial en la despensa. En el armario situado bajo el fregadero había unas cuantas tazas, cubiertos y vasos de plástico. También encontró una linterna roja. Laura pulsó un botón para encenderla pero las pilas estaban gastadas.
Más interesante le pareció el contenido de las estanterías. En la balda inferior había varios periódicos atrasados que hacían referencia al vertido de Ferticeltia, entre ellos un número de El Heraldo con un artículo a cuatro columnas firmado por Villamil y una foto de varios chavales encadenados a una verja con una pancarta pintada con una calavera. Laura lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo. También había una caja de zapatos que contenía un surtido de pequeños objetos que probablemente habían pertenecido a un niño: un trompo con su cordel de cáñamo, un anzuelo, una navaja pequeña, varios corchos de botella, un muelle, algunos billetes del Monopoly, lápices de cera, un hueso de melocotón, varias canicas de cristal… Márquez creyó que quizá podían pertenecer al hermano de Patricia, aunque luego lo pensó mejor y se acordó de que ella había tenido una buena colección de canicas. ¿Por qué no podía ser aquél el tesoro de una chica? No veía a Patricia Pálmer jugando con Barbies. Y otra vez volvió a sentir una incómoda sensación de empatía con la víctima, como si la conociera de algo.
Continuó el rastreo subida a una silla para llegar a los estantes más altos. Allí estaba casi completa la colección de cómics de Astérix, algunos ejemplares sueltos de la serie «Los Cinco» y «Los siete secretos» de Enid Blyton, Aventura en la isla; Shadow, el perro pastor… Márquez sonrió recordando el nombre de los protagonistas de la serie: Anne, Dick, Julian, su prima Georgina y el perro Tim. También ella había pasado por esas lecturas con aroma a meriendas campestres en bicicleta, a plum-cake y a pastel de jengibre aderezado siempre con algún misterio por descubrir. Los gustos de Patricia Pálmer en cuestiones literarias parecían bastante eclécticos. En sus estanterías convivían sin mayor problema Las mellizas O'Sullivan en Santa Clara con obras clásicas como Memorias de África o Guerra y paz; Agatha Christie con libros de expediciones como Los viajes del capitán Cook. Una colección de novela negra con las cubiertas desvencijadas en las que aparecían chinos, revólveres y rubias asesinas compartía espacio con textos de filosofía, teología y publicaciones científicas. Márquez fue repasando los títulos con el índice: Los siameses escurridizos, Al morir quedamos solos… En el estante del medio había un libro sobre los ofidios con ilustraciones en color, otro sobre astrología, un informe de la OMS sobre fertilizantes químicos, un tocho titulado Los dominios del mal que trataba de los efectos nocivos de la contaminación sobre el medio ambiente, de un tal Jacob Torbeer, y un Antiguo Testamento forrado en piel con letras doradas en el que se podía leer unos versos a modo de dedicatoria que a Márquez no le resultaron en absoluto desconocidos: «… Soy lámpara para ti que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.»
La fecha era de abril de 2005, o sea, hacía casi dos años, calculó Laura, y la firmaba Antón. Algo desconcertada dejó el volumen en su sitio mientras volvían a su mente retazos sueltos de la conversación con el cura: «Patricia sentía fascinación por los temas bíblicos, las sectas raras y cosas así…», recordaba que había dicho él. A juzgar por sus lecturas, también le interesaban bastante los asuntos relacionados con el medio ambiente. Por más vueltas que le daba, Márquez no acababa de ver más relación entre el Liber apologeticus y la muerte de la chica que su militancia ecologista. «Dios asienta su trono sobre los bosques…» Mientras la Iglesia proclamaba la salvación por la fe, el priscilianismo defendía los evangelios apócrifos, lo que evidentemente sacaba de sus casillas a los exégetas dogmáticos de las Sagradas Escrituras. ¿Compartían el párroco y ella una especie de cruzada particular contra la Iglesia o, por el contrario, su lucha iba dirigida contra las empresas químicas? ¿Había encontrado Patricia Pálmer algún tipo de información que la convirtiese en una amenaza para unos u otros? ¿Dónde demonios estaba la piedra de toque en aquel asunto? Por un instante temió verse obligada a profundizar hasta el más mínimo detalle en cuestiones teológicas, ella precisamente, que había recibido una educación laica por expreso deseo de su abuelo. ¿Qué pensaría el viejo anarquista Isaac Montaner si la viese ahora lidiando con apóstoles y evangelistas?
«El cosmos y la naturaleza tienen sus propias leyes inmutables y necesarias dentro de un orden de Dios. Si el hombre quiere actuar en contra de ese orden, no es un Dios ofendido y furioso quien le castigará, sino el mismo orden de la naturaleza.» A Márquez empezaba a caerle bien el tal Prisciliano. Un profeta como la copa de un pino. Que un tipo del siglo IV avanzara en sus previsiones los titulares de un telediario del segundo milenio no estaba nada mal. Hacía menos de un mes que Laura había visto con sus propios ojos en los informativos de la televisión los estragos que cuatrocientos litros de agua por metro cuadrado pueden causar en la estupidez humana. Se socavaban montañas, se alteraban los cauces de los ríos, se construían urbanizaciones a pie de playa, hasta que un buen día la naturaleza se levantaba cabreada y pegaba un zarpazo al azar, llevándose por delante chalets, turistas, jubilados, invernaderos de tomates o lo que se terciara. Causa y consecuencia.
Dio media vuelta y se dirigió a la cocina. No sabía muy bien por qué, pero un presentimiento fugaz le vino de pronto a la cabeza, como si su mente hubiera reaccionado con unos segundos de retardo ante algo que había visto antes sin reparar en ello. Un detalle sin importancia. Sobre el hornillo del camping gas había un cacito de aluminio con un fondo de leche. Tocó el borde y notó que estaba tibio. Sintió el latido de su corazón rápido y a flor de piel en la base de la garganta. Se quedó quieta como un radar en estado de máxima alerta. Oyó un crujido de madera detrás de la puerta del baño. Pero antes de que le diera tiempo a volverse sintió un brazo que le aprisionaba el cuello hasta dejarla sin respiración.
Intentó defenderse con los pies, lanzándole un talonazo directo a la entrepierna. Falló por centímetros. El tipo se movía de prisa como un reptil.
– ¡Mierda!
Notó que se le nublaba la vista cuando el individuo le tiró del pelo hacia atrás y la obligó a doblar las rodillas con una llave clásica de judo que la estampó de bruces contra el suelo. No sintió mucho dolor, pero tras el golpe se hizo un ovillo y sus sentidos quedaron amortiguados. Una especie de neblina turbia le impedía enfocar racionalmente la situación justo en el momento en que más lo necesitaba.
Cuando volvió en sí tenía la boca taponada con un trapo de cocina sujeto con cinta aislante y las manos atadas a la espalda con unas bridas de las que se utilizan para atar las vides a los postes. Intentó revolverse obstinada apoyándose en la cadera, furiosa consigo misma. Con las manos esposadas se sentía torpe y sin equilibrio, pero no iba a tirar la toalla así como así.
– Quieta -oyó decir a su agresor-, no me obligues a hacerte daño.
El timbre de voz era nítido, de alguien indudablemente joven. Ni siquiera había conseguido verle la cara. Quiso girarse pero, con la mejilla contra el suelo, su campo de visión quedaba bastante limitado. Todo estaba en plano torcido y con el desenfoque natural que provoca tener las costillas mal encajadas. Apenas pudo distinguir unos tejanos muy sucios y unas botas de montaña de doble suela de color calabaza con corchetes metálicos y cordones grises.