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Castro avanzó dos pasos amortiguados sobre la alfombra apoyándose en una sola muleta. Un día demasiado largo. No había tenido tiempo de afeitarse por la mañana y la barba empezaba a oscurecerle el mentón. Además, sentía en el estómago una ligera molestia parecida a la incertidumbre. Demasiados cabos sueltos. La estancia olía a cerrado de sacristía. De la pared del fondo colgaba un cuadro de grandes dimensiones en el que se veía al apóstol Santiago a lomos de un caballo blanco encabritado, con un sombrero de cowboy. La imagen lo retrotrajo hasta su más tierna infancia. De pronto se vio ante el altar de una capilla rural con apenas seis años, de la mano de su madre, con abrigo y zapatos nuevos, preguntando en voz alta si aquel vaquero era Dios. El comisario sonrió a solas para sus adentros con una mueca torcida. No le gustaba mucho recordar viejos tiempos.
Al otro lado de la sala había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil y una mesa con cuatro sillas de cuero capitoneado. El comisario se detuvo en la pared de la izquierda ante una vitrina antigua de nogal cuyos estantes se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes. Literatura exclusivamente religiosa, comprobó. Códices, epístolas, opúsculos, actas de sínodos y una interesante recopilación de edictos papales. La colección parecía buena. Estuvo tentado de girar la llave de la cerradura para admirar los ejemplares con detenimiento, pero finalmente se limitó a contemplarlos prudentemente a través del cristal. No hacía falta ser un experto en temas evangélicos para hacerse una idea de su valor. Manuscritos, incunables y ediciones muy antiguas encuadernadas en piel con inscripciones en latín y xilografías carolingias doradas en el lomo. Sin duda, más de uno estaría dispuesto a pagar por alguno de aquellos tomos su peso en oro.
– ¿Le interesa la literatura conciliar? -oyó que decía una voz a su espalda.
Un diácono joven lo observaba con curiosidad desde la puerta, esgrimiendo una sonrisa beatífica. Castro le calculó veintipocos años cuando se acercó, treinta a lo sumo. Complexión delgada, traje oscuro de corte impecable, zapatos italianos, camisa gris con alzacuello y una cruz de Santiago bordada en rojo a la altura del pecho.
– Tengo otras lecturas de cabecera -sonrió Castro-, pero admiro la belleza de las viejas ediciones.
– Lástima que se quede sólo en la apariencia -respondió el prelado fingiendo decepción-. El verdadero valor de esos textos está en su interior. Todo el pensamiento cristiano está ahí -dijo señalando las vitrinas-, desde san Agustín hasta el Santo Padre Benedicto XVI, el corpus ideológico con el que a lo largo de los siglos la Iglesia ha combatido las herejías.
– Vaya, siempre creí que de esos menesteres se encargaba directamente la Inquisición -había una jocosa ironía en la voz de Castro.
– Leyendas… -respondió el diácono, dispuesto a seguirle el juego-. Hace muchos años que el Santo Oficio dejó de existir. Ya no quemamos a nadie.
– Lo dice como si lo lamentara.
El diácono se echó a reír, encajando la pulla con buen humor.
– Nada de eso -respondió-, pero convendrá conmigo en que sin autoridad la Iglesia no funciona. Ni yo mismo creería en los evangelios si no me moviera la autoridad de la Iglesia. Usted debería saberlo, al fin y al cabo es policía.
– Veo que no necesito tarjeta de presentación -dijo midiendo con los ojos a su interlocutor.
La luz lateral que entraba por la ventana suavizaba un poco el rostro del religioso: piel sonrosada, casi lampiña, labios demasiado finos que acentuaban su aspecto aniñado. Parecía uno de esos cachorros de buena familia, educado en la universidad pontificia. Tímido, pulcro, algo atildado, con una sonrisa bienintencionada. Un mirlo blanco. Demasiado joven para estar maleado, pero no tanto como para acabar de caerse de un guindo.
– El padre Barcia me avisó de que vendría usted sobre las ocho. Perdone, no me he presentado -se excusó el joven alargando la mano derecha-. Soy Ginés López de Santa Olalla, encantado de saludarle.
– Supongo que es usted el nuevo diácono de la catedral.
– Algo así.
– ¿Cuánto hace que trabaja aquí?
– En realidad hace apenas unos meses. Pero conozco a fondo la diócesis. Estudié en el seminario menor, mi familia es gallega.
– Nadie lo diría. No tiene rastro de acento.
El diácono se encogió de hombros.
– Es que llevo mucho tiempo fuera, pero nunca he dejado de mantener contacto con el cabildo compostelano. Esta ciudad tiene algo especial, ¿no le parece?
– Sí, supongo que sí… -concedió Castro-. Es una vieja ciudad con demasiadas historias y demasiados trapos sucios.
– Comprendo que lo diga -dijo el diácono bajando la vista-. Es horrible lo que ocurrió.
– ¿Se acuerda del día que apareció el cadáver de la chica? -comenzó el comisario en tono rutinario mientras se desabrochaba el abrigo.
– Cómo iba a olvidarlo…
– No estaría usted a cargo de los oficios ese viernes… -continuó Castro con el mismo tono afable y casual, como si se tratara de una nimiedad que acababa de ocurrírsele en ese momento.
– Me temo que no voy a servirle de gran ayuda. Estuve toda la mañana en el archivo, y por la tarde tuve una reunión del patronato. Soy especialista en paleografía y codicología -dijo el religioso con un rastro de vanidad casi infantil-. Reconstruir los textos perdidos o incompletos de los grandes Padres de la Iglesia es parte de mi cometido. Cada día llegan cajas enteras de documentos procedentes de excavaciones arqueológicas o de donaciones que esperan para ser clasificados. Una labor ingente… Compostela es una de las diócesis con mayor número de legajos por transcribir. Por eso me enviaron aquí.
– ¿Quién le envió?
– El Instituto de Derecho Pontificio cuenta con un organismo que se dedica al estudio y la conservación de las fuentes originarias del cristianismo. Se le conoce como AF, el Asertio Fidei.
– Ah, creí que había venido por asuntos pastorales.
– También, por supuesto. El AF no tiene una finalidad exclusivamente documental. Su objetivo es hacer llegar a todas partes el mensaje cristiano a través del apostolado, sobre todo a los jóvenes…
– Entiendo. Seguro que para usted es más fácil llegar a ellos que para el padre Barcia. -El tono de voz de Castro seguía sonando despreocupado, como si hablase por hablar-. ¿Sabía que Patricia Pálmer pertenecía a un grupo de jóvenes cristianos? Imagino que si la hubiera visto antes en alguna ocasión la recordaría…
– Por supuesto -asintió el diácono atentamente, pero su espalda se enderezó de forma casi imperceptible al hacerlo. Hubo un momento de silencio que el comisario encajó con creciente interés-. Le aseguro que no la había visto en mi vida -recalcó sosteniendo la mirada del policía con absoluta convicción.
– Lo suponía -zanjó Castro ligeramente contrariado. La impresión de candor que le causaba el joven diácono le hacía sentirse un poco incómodo.
– Confío en que el padre Barcia pueda serle de más ayuda. Algo atravesó la mirada del diácono, pero desapareció demasiado de prisa como para que ningún policía pudiera interpretarlo-. Siéntese, por favor, no tardará.
Candoroso o no, era evidente que estaba adiestrado para ganarse el favor de la gente. Sin embargo, había en él una nota discordante que Castro no acababa de identificar. El comisario observó la calle con aire distraído, había dejado de llover y el cielo se abría un poco hacia la fachada de Platerías, dejando entrever un claro de luna.
Iba a preguntarle algo cuando unos pasos a su espalda le hicieron volverse. La figura del padre Barcia se recortó bajo el dintel de la puerta, pequeña e inmóvil, con la sotana raída y los zapatones sin lustrar. Su indumentaria contrastaba vivamente con la del joven diácono de diseño.
– Veo que ya se conocen -dijo el anciano.
Había una serie de interrogantes relacionados con el lugar del crimen que a Castro le parecían más extraños conforme pasaban los días. Antes de dirigirse a la casa del canónigo había repasado minuciosamente todo el dossier. Los guardias de seguridad de la catedral habían sido tajantes al afirmar que no quedaba nadie en el templo cuando hicieron la ronda de control antes de cerrar las puertas. Eran profesionales con experiencia de una reputada empresa de seguridad, lo que permitía suponer que habrían desempeñado su labor a conciencia. Un error de ese calibre no parecía muy probable. Por otro lado, no había manera de acceder al recinto desde fuera más que con la llave que se hallaba en poder del deán. No quedaban más posibilidades. A no ser… Castro recordó de pronto la tienda de souvenirs que daba a la plaza de la Quintana, una especie de apéndice de una de las capillas donde se vendían postales, conchas de vieira, botafumeiros en miniatura, medallitas y cosas por el estilo. Arias y él habían salido a fumar allí un cigarrillo el día que apareció el cuerpo de la chica. La tienda tenía una pequeña puerta de servicio que la comunicaba con la girola. ¿Quién demonios se encargaba de abrir y cerrar ese quiosco? ¿Podía alguien ajeno a la catedral haber utilizado esa entrada para burlar los controles? ¿No había visto nada extraño el padre Barcia antes de darse de bruces con el cadáver de Patricia Pálmer?
Castro y el viejo cura llevaban hablando más de veinte minutos a puerta cerrada. El anciano contestaba a las preguntas del comisario con voz vacilante, perdía el hilo con frecuencia y se quedaba pensativo mirando hacia un punto indefinido del espacio con los ojos empañados. Las arrugas de su rostro tenían un aspecto casi vegetal, como grietas en la corteza de un árbol. El comisario sintió compasión por él y lamentó de veras tener que molestarlo. Un hombre de setenta y dos años con principios de párkinson, prematuramente envejecido, que en toda su vida no había hecho más que confesar a beatas y que de repente se veía inmerso en una investigación criminal. No debía de ser un trago fácil. El sacerdote le recordaba además a un antiguo profesor del colegio de los maristas, el hermano Severino, terco como una mula, con los mismos zapatones de cura de pueblo pero fiel a sus convicciones. No le había tratado mal del todo cuando a Castro le dieron la beca para estudiar en el internado, un destino reservado casi exclusivamente a los hijos de la burguesía coruñesa. El buen hombre había dedicado unas cuantas horas extras a poner al día en Latín a aquel huérfano de marinero incorporado a mitad de curso y con menos pedigrí que un conejo de monte: «Rosa, rosae, dominus, domini…» Al comisario le vino a la memoria toda aquella cantinela, mezclada con el sonido de la lluvia en los canalones del patio, el timbre que marcaba el final de cada clase, los corredores sombríos y los pasos lentos de aquel cura mayor que caminaba encorvado hacia él cuando lo encontraba en la sala de estudio de los internos con la barbilla apoyada en las manos mirando aquel mar de la Costa da Morte, que era el único Dios al que desde niño había aprendido a temer. «Vamos, vamos, Castro -solía decirle con la voz cascada-, déjese de pensar en las musarañas y venga a repasar la tercera conjugación: mitto, mittis, mittere, misi, missum.» No es que los dos sacerdotes se parecieran físicamente, pero había algo que los unía, un velo de linfa en los ojos y aquella respiración sorda de animal fatigado que a Castro le provocaba lástima y mala conciencia. Nunca había vuelto a visitar al hermano Severino. Llegó a escribirle alguna postal por Navidad al principio, cuando salió del internado, pero luego dejó de hacerlo prácticamente al mismo tiempo en que dejó de ir a misa. «Seguramente debió de pasar sus últimos años solo -pensó-, con su sotana raída, cada vez más sordo, como aquel Dios al que dedicaba todas sus plegarias. Una historia triste.» Volvió a mirar al padre Barcia y notó que al anciano se le habían aflojado los músculos de la cara. Sin duda el suceso le había afectado más de lo previsto. El rostro y la espalda tienen una manera peculiar de expresar el agotamiento, como si toda la estructura del cuerpo empezara a desmoronarse.
– Si hay algo que pueda decirnos, cualquier cosa, sobre lo ocurrido ese día, por insignificante que le parezca, créame, sería de gran ayuda.
La sala estaba en silencio. Únicamente se oía el débil crujido de la silla que hacía Castro al balancearse. Los ojos del padre Barcia se detuvieron en las cuatro fotografías del cadáver de Patricia Pálmer que el comisario había puesto encima de la mesa. No desvió la vista, aunque era evidente la fuerza de voluntad que le suponía todo aquello. Castro dejó de moverse. El padre Barcia se pasó una mano por la barbilla y miró directamente al policía.
– No recuerdo nada más que lo que le he dicho -dijo-. Lo siento.
Castro soltó todo el aire de golpe y se reclinó contra el respaldo de cuero.
– De acuerdo. Hablemos entonces del padre Santa Olalla.
– Es un joven excelente y un digno sacerdote -había un leve temblor en la barbilla del deán, hacía pausas a cada rato, pero no como si se cansara, sino más bien como si estuviese sopesando sus palabras-. No sé qué sería de mí sin su ayuda, especialmente ahora, con la muerte de esa pobre chica.
– ¿Cuáles son sus obligaciones?
– Las habituales de un diácono -contestó el párroco-: ayuda en el culto, se encarga del rosario de la tarde…, todo menos decir misa, confirmar y dar la extremaunción. El padre Barcia hablaba con conocimiento de causa, pero con cierta desgana que convertía su voz en un hilo discontinuo. Se rascó el pelo a la altura de la sien en ademán pensativo y permaneció así unos segundos. Se le veía algo distraído, pero enseguida retomó el hilo-: También hace de albañil en sus ratos libres, está reparando una grieta en el retablo de la capilla del Espíritu Santo; algunas junturas filtran el agua cuando llueve, y piezas como ésa no las restaura cualquiera -comentó-, es necesario un experto. -Castro recordaba en efecto un andamio en uno de los ábsides de la girola cuando los de la Unidad de Inspección Ocular habían revisado el templo, pero no se había encontrado en el lugar nada de relevancia-. Y todavía saca tiempo para atender la contabilidad del patronato -añadió el anciano.
– ¿La contabilidad? -se extrañó Castro.
– Sí -respondió el párroco captando perfectamente el recelo del comisario-. No todo se arregla con fe, también hacen falta cuartos -la última frase la dijo en gallego, mirando al policía con una leve reprobación-. Se necesita una persona joven para lidiar con los bancos y conseguir ayudas. A los viejos, ya sabe, se nos olvidan las cosas. Yo nací en el año treinta y seis, antes de que empezara la guerra, eche cuentas. En una vida da tiempo a tantas cosas… Bueno, da tiempo y a la vez no da tiempo a nada. He tratado de cumplir mi labor pastoral lo mejor que he podido. Son tantas las distracciones del mundo… Uno ha visto cosas que nadie creería. El diablo es hoy el príncipe de la materia -dijo suspirando con resignación. A Castro le pareció que el aire de la estancia se había vuelto frío de pronto, como si alguien hubiera abierto una ventana a su espalda-. Algunos días me parece imposible estar vivo -continuó el anciano-. Siempre hay demasiados recuerdos. A ciertas edades la memoria está tan llena que, bueno, a veces casi es mejor no recordar nada. Yo de lo de antes me acuerdo de todo, pero ahora… -Se detuvo como si se diese cuenta de que se alejaba mucho de la conversación iniciada, pero su cabeza funcionaba mejor de lo que parecía. No había perdido de vista en absoluto la pregunta del comisario, carraspeó un poco y continuó-: El padre Santa Olalla está muy bien relacionado con los círculos económicos. Se sorprendería de lo que puede hacer una buena gestión.
Castro se revolvió inquieto en el asiento. Había muchas cosas que al comisario le indisponían contra el estamento eclesiástico. Se trataba al fin y al cabo de una Iglesia que había inventado el derecho divino de los reyes, predicando la sumisión a los poderosos y la mansedumbre ante el insulto. Reglas que, desde luego, él no profesaba. Varios siglos después la misma Iglesia condenaba el uso del preservativo, demostrando con ello que el problema del sida o la pavorosa miseria de cuatro quintas partes del mundo le traían sin cuidado. De pronto el comisario se dio cuenta de que todos sus prejuicios estaban a flor de piel, con riesgo de interferir gravemente en la investigación. Los días pasaban y la necesidad de tener un sospechoso se hacía acuciante. Su malestar había ido en aumento desde el mismo instante que había entrado en la casa rectoral. Hay personas que suscitan nuestro recelo mientras que otras nos inspiran confianza con sólo mirarlas, gente amable, próxima… Pero hasta el más santo puede reaccionar de manera inesperada según lo que se halle en situación de perder. Sabemos muy poco de los cambios que pueden experimentar las personas, aunque se trate de nuestros mejores amigos. No hacía falta ser policía para saberlo, pensó Castro. La gente menos esperada comete los crímenes más insospechados. Encantadoras viejecitas envenenan a familias enteras, chicos de buena familia asaltan farmacias o intervienen en tiroteos, banqueros de trayectoria irreprochable y treinta años de servicio resultan los grandes estafadores del siglo, y abogados de renombre se emborrachan y mandan a sus esposas al hospital. Pero no hay nada más peligroso para un policía que dárselas de experto en la condición humana.
Hizo un esfuerzo por mantener a raya su aprensión.
Estaba cansado. Antes de despedirse del padre Barcia, echó una mirada de reojo a la vitrina del fondo.
– Suerte con su trabajo -le deseó el diácono, que había acudido puntual a la llamada de campanilla del párroco, con un tono educado y comedido que a Castro le puso de los nervios.
Había en él una especie de ansia o afectación que, si no hubiera sido por su juventud, podría haberse interpretado como un exceso de misticismo. Castro lo observó sin saber muy bien a qué atenerse. Esbozó una sonrisa forzada al estrecharle la mano. Una de esas sonrisas de policía que encierran una pequeña arma de efecto retardado que no debe detonarse antes de tiempo. Estaba de un humor de perros.
Después salió a la plaza de Platerías. Apenas quedaba nadie en los alrededores de la catedral. Un grupo de tunos se alejaba rasgando las mandolinas bajo los soportales.
– «¡Clavelitos…!»
– Lo que me faltaba -farfulló Castro entre dientes, y se dispuso a tomar la dirección contraria.
Mientras se dirigía al aparcamiento donde había dejado el coche, fue procesando los datos nuevos y relacionándolos con los que ya tenía, pero había algo que se interponía a sus reflexiones. Y no tenía ni idea de qué era. Al llegar al parking tardó un buen rato en encontrar las llaves del coche, lo que le hizo soltar unas cuantas blasfemias con el ánimo encabronado. Finalmente dio con ellas en un bolsillo interior de la americana. Y, casi al instante, la pieza encajó. La idea le golpeó como un puñetazo imprevisto en la boca del estómago. La llave.
Entre los objetos personales de Patricia Pálmer había dos llaves unidas por una arandela. La de mayor tamaño parecía antigua, como de un armario o una vitrina de época, de unos cuatro centímetros, con la cabeza en forma de tréboles entrelazados. Habían probado a abrir con ella todos los cajones del piso de Patricia en la calle Honduras y el galpón que tenía su familia en Sietecoros sin ningún resultado. Se sentó al volante y cogió un caramelo de menta de la guantera. Recordó el frío que hacía el día que apareció el cuerpo de la chica. Arias y él habían salido a fumar un cigarrillo al saliente de la tienda de souvenirs. La escena apareció de pronto nítida en su memoria igual que un tablero de ajedrez en el que de pronto el adversario hubiese movido ficha. Arrancó y salió del garaje conduciendo muy despacio. Oía latir su corazón de prisa y superficialmente al ritmo del limpia-parabrisas.