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– Joder! -exclamó Márquez dando un respingo. Casi se cae de bruces al oír el chirrido de la puerta y encontrarse con aquel esqueleto articulado y fosforescente colgando del techo.
– Un regalo de cumpleaños -se excusó el chico-. Tengo amigos muy bromistas.
Después de su peculiar recorrido de motocross, aquello no era precisamente lo más gratificante. Habían atravesado kilómetros bajo la lluvia para llegar al punto exacto donde Robin guardaba los secretos informáticos de su princesa, pero el lugar distaba mucho de ser un castillo de hadas.
La casa estaba en un solar de tres plantas de la rúa do Home Santo, cerca del parque de San Domingos de Bonaval. El portón de entrada tenía un llamador de bronce con una mano bastante tétrica que sostenía una bola. En el interior la decoración estaba acorde con el motivo gótico de la entrada. En las paredes del pasillo, tapando los desconchones, había varias fotos de contenido naturalista muy ilustrativas sobre la reproducción del murciélago, la costumbre de algunos plantígrados de devorar a sus propias crías, la dieta alimenticia del buitre africano y cosas por el estilo. También había un póster de una actuación de Marilyn Manson en Cincinnati. El piso estaba prácticamente a oscuras. La única iluminación procedía de una bombilla desnuda que colgaba del vestíbulo. Robin hizo un gesto con la mano para que ella lo siguiera hasta el dormitorio. Márquez todavía no había visto lo mejor, una estantería metálica repleta de botes de cristal con distintos ejemplares de reptiles en su interior: salamandras, lagartijas, sapos, culebras, cada una con su nombre científico: Elaphe guttata, Coronella girondica, y cosas peores. Olía a cerrado, como la tumba de un faraón.
– ¿Cómo puedes vivir aquí? -dijo Márquez arrugando la nariz.
– No vivo aquí. Sólo guardo mis cosas. La casa era de mi abuela. Está abandonada y hace tiempo que no vive ningún vecino en el edificio, así que pensé que sería un lugar seguro. Nunca he traído a nadie, ni siquiera a Patri. Eres la primera persona que entra en mi guarida.
– Ya… ¿Ya qué debo el honor, si puede saberse?
– A qué estás muy buena, no te jode.
Márquez observó al chico con renovada desconfianza. Se movía por el cuarto con una cautela de animal acosado que le daba un aura interesante. Sus ojos amarillos brillaban en la penumbra con un matiz vagamente luciferino. Lo siguió con paso firme tratando de aparentar un aplomo que estaba muy lejos de tener. Pensó que hacía más de veinticuatro horas que no aparecía por el periódico, y supuso que Villamil estaría hecho una furia, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Lo cierto era que el muchacho, con su aire de arcángel caído, tenía la extraña virtud de hacerle olvidar todo lo demás.
Robin volvió a sonreír un poco otra vez con gesto cómplice.
– Me gustan los bichos -dijo señalando los botes de cristal-. ¿A que no sabías que los indios akikujas tienen la costumbre de casar a las jovencitas con grandes serpientes? Y las mujeres huicholes, cuando bordan sus tejidos, lo hacen con una serpiente bien grande enroscada a la frente para que les inspiren bellos dibujos. Son modos de vida.
– Tú estás loco, chaval.
Márquez dejó la mochila en el suelo y dio una vuelta sobre sí misma intentando orientarse en aquella semipenumbra de techos altos.
– Como una cabra -añadió.
Todo el mobiliario parecía sacado de un anticuario cutre, una cama de matrimonio desvencijada, un secreter con tres cajones y un espejo de estilo Luis XVI, cuatro sillas con las patas acabadas en garras de león cuyo tapizado de terciopelo verde estaba completamente raído, un par de cuadros con escenas bucólicas, una porcelana de Lladró que mostraba a una niña dando de comer a un cisne y una mesa de comedor cuadrada que sostenía un ordenador portátil, modelo Acer TravelMate 5720 de color negro. Márquez lo observó con admiración: pantalla de 15,4 pulgadas y 5 GB de memoria RAM, lector de tarjetas, cámara web incorporada, micrófono, altavoces y tres puertos USB.
– El ordenador de Patricia, supongo…
El chico asintió con la cabeza. Conectó un módem ADSL a uno de los puertos y al instante una luz verde empezó a parpadear.
– Adelante -dijo-, empecemos.
– No me digas que no has entrado en sus archivos desde lo que pasó.
– ¿Y cuándo querías que lo hiciese? Te recuerdo que he estado bastante ocupado últimamente tratando de que no me echaran el guante -dijo con actitud condescendiente-. Pero, tranquila, creo que podré orientarme sin problemas -añadió, y acto seguido hizo doble clic en el icono «Mi maletín».
Márquez arrimó una silla a la mesa. No sabía qué demonios se iba a encontrar allí, pero cuando la pantalla se iluminó sintió que también su memoria se activaba con un chispazo y recordó una de las típicas frases raras de Villamil: «Cuando uno no sabe adónde va, hay que ir con mucho cuidado, porque podría llegar.» El periodista a veces tenía un ingenio digno de los hermanos Marx en versión gallega.
El chico manipulaba el teclado en silencio, con el ceño fruncido y una seguridad sorprendente para un estudiante en busca y captura que figuraba en todos los informes policiales como el principal sospechoso del asesinato de su novia. Definitivamente Robin Hood funcionaba con sus propios códigos.
– Aquí está -dijo al cabo de unos segundos señalando un archivo zip de 250 Kb.
En el interior de la carpeta había dos documentos de Word y algunas fotos jpg de baja resolución que mostraban determinados tramos del río Umia a su paso por Caldas en las que se veían claramente las estratificaciones blancuzcas de sedimentos formadas en los embalsamientos de la orilla.
El primer documento era un informe demoledor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas contrario a la utilización de fosfoyesos para uso agrícola. Incluía una tabla de equivalencias de radiactividad, publicada en la página web de El Arca de Noé, con un estudio de la organización ecologista sobre la incidencia de esos vertidos en el organismo y su relación con distintos tipos de cáncer. El texto incluía además una resolución de la Comisión Europea abogando porque los citados fosfoyesos fueran declarados residuos y tratados como tales, en lugar de subproductos, como pretendía la Consellería de Medio Ambiente.
– Lo hemos cotejado -dijo el chico-, y los cabrones superan con creces los límites permitidos. Están tirando entre treinta y cuarenta toneladas al día.
Márquez arrugó la nariz. Aquello no era lo que andaba buscando. Estaba segura de que tenía que haber algo más y necesitaba encontrarlo. A través de la ventana ascendía la claridad anaranjada de las farolas de la calle, y su luz mortecina hizo que le invadiera un profundo desánimo. Iba a cerrar la sesión cuando de pronto se fijó en una carpeta que llevaba por título «L. A. Confidential». No fue el título de la película lo que llamó su atención, aunque le había gustado mucho, sino las iniciales L. A., las mismas del Liber apologeticus.
– Pincha aquí -dijo señalando el archivo con el índice.
La ilustración que apareció en la pantalla mostraba una xilografía antigua con forma de óvalo que representaba un animal con cabeza de gallo y un látigo enroscado con forma de serpiente en la mano. Márquez sintió que una corriente de aire gélido le recorría la columna vertebral. La imagen era muy parecida a la que ella había encontrado en la página web del archivo diocesano, pero no exactamente igual. No habría sabido decir dónde estaba la diferencia. Quizá en la colocación de los signos del zodíaco, pensó, esforzándose como cuando de cría jugaba a descubrir los siete errores en la colección de los juegos de lógica que le compraba su abuelo. Con ocho años era muy buena con los acertijos, los laberintos y las sopas de letras, pero aquello no era precisamente un pasatiempo para niños, sino un libro por el que en pleno siglo XXI todavía había gente dispuesta a matar y a morir. Chasqueó la lengua con un ademán de fastidio sin lograr detectar la diferencia. El documento estaba escaneado de un libro con registro de la biblioteca de la universidad y constaba de cincuenta y dos páginas. Márquez fue pasándolas una a una deteniéndose en cada detalle y, al hacerlo, sonreía para sus adentros, como si fuese reconociendo cosas que esperaba encontrar.
– Es el libro que decías, ¿no? -había cierto orgullo triunfal en la voz del chico.
Márquez no le contestó. Toda su atención estaba concentrada en la pantalla.
– Sí -asintió al cabo de interminables segundos-. Es el Liber apologeticus -su voz había sonado distinta, como si surgiera del interior de una cripta oscura y peligrosa.
– Ni que fuera el Santo Grial -resopló el chico con desdén; sin duda el hallazgo lo había irritado, lo que le hacía parecer mucho más joven-. Sólo se trata de un puñetero libro…
– Es un texto religioso muy antiguo. Te sorprendería lo que alguna gente es capaz de hacer por sus creencias. La fe lleva a estados inexplicables. La gente se obsesiona… Tal vez tu chica fuera una iluminada.
– ¿Qué dices? -salió él en su defensa como un lince salvaje-. Patricia podía ser más terca que una mula, pero no era una fanática ni nada por el estilo.
– Tal vez no -concedió ella-. Puede que sólo fuera una cristiana un poco peculiar. Pero no hay que olvidar que el Liber apologeticus fue en su momento el símbolo de una herejía que llegó a socavar profundamente el poder de la curia. -La conversación con el párroco de Caldas volvió a su memoria con absoluta nitidez-. Para muchos todavía continúa representando una seria amenaza. -De repente frunció el entrecejo y de forma casi imperceptible la expresión de su rostro cambió, como si en su interior estuviera ocurriendo alguna clase de revelación-. También cabe la posibilidad -apuntó- de que alguien se aprovechara de ella.
– ¿Qué quieres decir?
Márquez levantó las cejas con un gesto de incertidumbre.
– No sé… Alguien con ascendiente sobre ella. Tu chica no tenía un pelo de tonta, pero me extraña que llegara ella sola a todo esto. Lo más probable es que alguien la ayudara. Un experto en códices antiguos, el párroco de Caldas, un profesor, tal vez tú mismo…
– Y una mierda… -soltó él con un bufido.
– Escucha -dijo ella mirándolo fijamente-, por alguna razón que se me escapa ese libro significaba mucho para demasiada gente. Es probable que Patricia hubiese contactado con ellos en otras ocasiones. Puede que esos contactos hubieran tenido lugar en la catedral, o puede que no. Pero de lo que no cabe ninguna duda es que ese manuscrito se había convertido en una amenaza para alguien. Y me da igual que te guste o no, pero voy a averiguar por qué, ¿entendido?
El chico se quedó observándola sin pestañear. Su argumentación parecía haberle afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Márquez copió el archivo en un pendrive y lo envió al correo de Villamil. Con aquello tenían asegurado un reportaje a doble página en el suplemento dominical. Desde algún lugar, Bernstein y Woodward le guiñaban un ojo.
– ¿Puedes entrar en el correo de Patricia? -preguntó de pronto con gesto impaciente. La adrenalina estaba haciendo que su mente funcionase a toda velocidad, se sentía en lo alto de la pendiente, como una montaña rusa. Y le gustaba.
– No sé… Solía cambiar su contraseña con frecuencia. Déjame ver… -El chico tecleó una palabra, pero el resultado fue erróneo-. ¡Mierda! -exclamó.
Volvió a intentarlo un par de veces más sin conseguirlo.
– Piensa un poco -dijo Márquez-. ¿Qué era lo que más le importaba a Patricia?…, algo que ella quisiera mucho…
– Oye, no soy adivino, ¿vale?
Márquez se quedó pensativa, como si estuviese considerando distintas posibilidades. «Prisciliano» era una opción, pero le pareció poco inteligente impedir el acceso a su correspondencia privada con el nombre del profeta como contraseña. Pensó en «arcadenoe», «7coros» e incluso en el nombre del chico, «robin», pero ninguna le convenció como clave. Demasiado obvio -opinó-. No creo que ella cometiera esa clase de torpezas. De pronto, por una extraña asociación de ideas, recordó que la contraseña que Villamil tenía en el periódico era «scooby-doo», el perro detective de los dibujos animados. Todo el mundo tiene sus manías y, si se conoce a la persona, cualquiera puede acabar descubriendo sus claves sin necesidad de ser un experto en psicología ni nada parecido, pero aquella chica parecía toda una incógnita. Como había dicho el cura de Caldas, era demasiado joven, demasiado entusiasta, se lo tomaba todo demasiado en serio. Márquez se vio a sí misma saliendo de la casa rectoral con la capucha puesta al lado de Villamil mientras el perro corría de un lado a otro como loco, moviendo el rabo y lamiéndole las manos. Tenía la vista fija en la pantalla del ordenador y su expresión era como una pequeña fisura en aquella superficie luminosa. Si ella fuese Patricia, tal vez elegiría esa contraseña.
– Prueba con «nelson» -dijo por si sonaba la flauta.
El chico tecleó los seis caracteres. En la pantalla aparecieron los consiguientes asteriscos y al momento se produjo el «ábrete sésamo».
– ¡Lo conseguimos! -Robin levantó los dos brazos a la vez, como impulsado por un resorte automático-. ¡Somos la hostia!
En la bandeja de entrada había más de treinta mensajes sin abrir, fechados en la última semana. La mayoría eran correos basura, pero Márquez seleccionó uno del viernes 25 de febrero que correspondía a una dirección de la Facultad de Filosofía: f-campus.online@usc.es. Se trataba de un extraño acuse de recibo, el texto decía:
Mensaje recibido. Has hecho muy bien en encriptar el PDF. Chica lista. El L. A. es perfecto. No vuelvas a cuestionar mi extremada inteligencia, soy infalible. Ya sabes el dicho: sabe más el diablo por viejo que por diablo. Por cierto, el demonio azul es uno de los más interesantes: Caeruleus Lugubrius. Como sabes, se cría muy bien entre empresarios y exitosos hombres de negocios, aunque por su cautela y su silencio es también una mascota idónea para clérigos y demás personas respetables. Te recojo a las cinco donde siempre. Esta vez no podemos permitirnos ningún error. No olvides que se trata de un libro al que la propia Iglesia le ha atribuido poderes sobrenaturales y que ha sido perseguido, robado y guardado en secreto per saecula seculorum hasta que una princesa lo rescató de las tinieblas. Bravo.
Firmaba un tal «F.» que Márquez no tuvo la menor duda en identificar. Así que Indiana Jones estaba en el ajo. El mensaje, sin embargo, contenía una posdata bastante más explícita.
P. D. Ten cuidado. Te quiero entera, pelirroja, desde el escote hasta la cintura, para lo que tú ya sabes. Y no puedo esperar.
– ¡Así que era eso! -La expresión del chico había cambiado de un tajo, como si de pronto tomara conciencia de lo absurdo y estúpido que había sido. Su rostro tenía el color de una pared a punto de venirse abajo-. Lo sabía… -murmuró entre dientes.
– ¿Qué es lo que sabías? -preguntó Márquez-. ¿Que tu chica tenía un romance con su profesor?
Las dudas volvieron de nuevo a enturbiar su confianza. Como móvil del crimen, los celos no eran un asunto muy original, pero había que reconocer que estadísticamente era tan antiguo como la avaricia o la traición. El chico no parecía nervioso ni asustado. Al parecer, la irritación era su sentimiento general frente al mundo. Básicamente no actuaba como un culpable, aunque cualquiera sabía… A Márquez unas le iban y otras le venían.
– Patri se creía muy lista, pero era igual que todas -dijo él-. Nunca jugo limpió y, al final, tuvo lo que andaba buscando. -Sus ojos estaban cargados de pólvora, como si asomaran tras un rifle en medio del monte.
Se levantó y se acercó a la ventana. Estuvo así un rato, de espaldas, sin decir nada, sólo mirando hacia afuera mientras la cólera le avivaba los recuerdos: el tiempo transcurrido desde la primera vez que se habían visto en un concierto de Violadores del Verso, la noche de septiembre en que se atrevió a declararse en la escalera de la Quintana, su sonrisa renacentista, las primeras reuniones en casa de Antón, la forma que tenían los demás de asentir cuando ella exponía las cosas, también él la habría seguido hasta el mismo infierno si lo hubiese dejado, pero ella tenía sus propios planes. Le gustaba volar sola. Había algo en su forma de actuar que debería haberle puesto en guardia, sus conversaciones secretas con el cura, las llamadas al móvil en mitad de la noche, aquella forma suya de estar con un pie aquí y otro a miles de kilómetros, incluso cuando se despertaba a su lado en la cama tibia y somnolienta con el pelo revuelto. Puede que fuera su naturaleza o que no tuviera otra elección, pero lo cierto era que Patricia Pálmer jamás le había revelado más que una pequeña parte del juego. Se sentía dolido.
– ¿Qué quieres decir con que no jugó limpio? -preguntó Márquez.
– Nunca me contó nada. No tenía ni la más remota idea de la existencia de ese puto manuscrito -dijo con un rastro de odio, e hizo una pausa en la que pareció ensimismarse en sus propias reflexiones.
– Quizá lo hizo para protegerte -intercedió Laura-. A veces, cuanto menos sepa uno, mejor.
Márquez había aprendido por experiencia que algunos secretos acaban convirtiéndose en trampas mortales contra uno mismo, pero ya no se sentía con derecho a juzgar a nadie. Pensaba en Wilberth Santos, claro, en su cuerpo sin vida en una camilla del instituto anatómico forense de Lisboa. Otro que jugaba a dos bandas. Otro que tejía sus propias telas de araña en solitario. Otro que tal.
Robin se había acuclillado en un rincón; su gesto no era de decepción o ira, sino de cansancio, como cuando uno confirma sus sospechas y alcanza una certeza muchas veces intuida. Ya no sentía rencor, ni siquiera curiosidad. De pronto comprendió que todo había estado delante de sus ojos desde el principio, en forma de silencios y señales que no quiso o no supo ver. Afuera anochecía y nadie podía remediar ya nada.
Al cabo de un rato se incorporó.
– ¿Sabes qué te digo? -se había vuelto hacia Márquez, con una nueva determinación en la voz-. Que me importa un carajo lo que ese tipo le metiera a Patricia en la cabeza. La religión sólo existe para obligar a la gente a hacer cosas que no haría de otro modo. Yo no creo en la Iglesia, en ninguna. Tampoco creo en ningún gobierno, son todos iguales. Lo único que sé es que ella y yo estábamos juntos en esto antes de que apareciera ese profesor dándoselas de detective. Fueron muchos días de bajar hasta la Fuensanta para inspeccionar los vertidos, de espiar a los camiones, de entrar de noche en las oficinas para rastrear sus informes esquivando las pedradas del hijo del guarda forestal; el cabrón tenía una puntería de francotirador, en una ocasión casi me parte el cráneo con un pedrusco de tres kilos -dijo señalándose una brecha en la frente-. Pero teníamos una causa, algo concreto por lo que pelear, no una historia de santos ni de profetas, algo real que está jodiendo a la gente de verdad. Cadmio, arsénico, uranio… ¿Tienes idea del tipo de lesiones que su acumulación puede provocar en el organismo humano? Eso era importante para ella. Me pidió que le echara una mano, y lo hice. Y no pienso volverme atrás ahora. Se lo prometí. Voy a conseguir cerrar esa puta fábrica aunque sea lo último que haga. Si quieres ayudarme, vale. Si no, puedes largarte -dijo dando un portazo.
– Espera… -le grito Márquez desde el rellano, y cogió su mochila al vuelo.