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El Susanne Hanke era un pesquero Krabbenkutter de veintidós metros y, tras más de treinta horas en el mar, Faraj Mansoor detestaba todos y cada uno de sus oxidados centímetros. Era un hombre orgulloso, pero no lo parecía allí, en cuclillas sobre la cubierta resbaladiza a causa de los vómitos, junto a sus veinte compañeros de viaje. La mayoría eran afganos como Faraj, pero también había paquistaníes, iraníes, un par de kurdos iraquíes y un mudo y sufriente somalí.

Todos iban vestidos de forma idéntica, con gastados monos de trabajo azules. En un almacén, cerca de los muelles de Bremerhaven, fueron despojados de las raídas prendas con que habían viajado desde sus diferentes países de origen, se les permitió ducharse y afeitarse, y les dieron vaqueros de segunda mano, jerseys y cazadoras procedentes de las donaciones de caridad de la ciudad. También les habían dado los monos, y cuando los veintiuno se reunieron en torno a la pequeña hoguera donde se estaban quemando sus ropas originales, habrían parecido un grupo de simples trabajadores. Antes de embarcar les habían ofrecido una barra de pan, café y raciones individuales de un estofado caliente de carne en envases de cartón, una comida que en el transcurso de los dieciocho meses transcurridos desde que la Caravana se pusiera en marcha, había demostrado ser aceptable para todos sus clientes.

La Caravana se había preparado con lo que los organizadores llamaban «cobertura grado 1 de trasbordo» para emigrantes económicos de Asia hacia el norte de Europa y el Reino Unido. El pasaje no era de lujo, pero sí intentaba ofrecer un servicio humano y funcional. Por veinte mil dólares, los clientes obtenían un viaje seguro, documentación apropiada para la Unión Europea -pasaporte incluido- y, a la llegada, veinticuatro horas de alojamiento en un hotel.

Así pues, era muy distinto de anteriores intentos de tráfico humano. En el pasado, a cambio de considerables sumas de dinero en efectivo pagadas en el país de origen, los emigrantes eran llevados -sucios, traumatizados y casi desfallecidos- hasta un área de descanso de cualquier autopista de la costa sur inglesa, y abandonados allí para que se las arreglasen por sí solos sin documentos ni moneda británica. Muchos morían en el camino, normalmente ahogados, en receptáculos sellados en el interior de contenedores o camiones.

No obstante, los organizadores de la Caravana sabían que en una época donde la velocidad de las comunicaciones se medía en fracciones de segundo, sus intereses a largo plazo se consolidarían ganándose una reputación de eficacia. De ahí los monos de trabajo, cuya intención quedó clara desde el momento en que el Susanne Hanke zarpó del puerto de Bremerhaven. El calado del barco era escaso, apenas metro y medio, y aunque podía presumir de que su estabilidad no era peor que la de cualquier otro navío que surcase el mar del Norte, se inclinaba y cabeceaba como un cerdo en una pocilga. Y el tiempo atmosférico, desde que el Suzanne Hanke había alcanzado mar abierto, había sido muy malo y ventoso. Una tormenta típicamente invernal. Además, el motor Caterpillar, funcionando a unos constantes 375 caballos, rápidamente llenó la reconvertida bodega de pescado con el mareante hedor del diesel.

Ninguno de esos factores preocupaba al barbudo capitán alemán del Susanne Hanke ni a sus dos tripulantes mientras mantenían el rumbo en la cálida cabina del timón, pero tenía un efecto desastroso en los pasajeros. El animado intercambio de cigarrillos y los optimistas estallidos de alegría cantando al unísono la banda sonora de alguna película hindú, no tardaron en dar paso a las arcadas y los lamentos. Los hombres intentaban permanecer sentados en sus banquetas, pero los vaivenes del barco los lanzaban alternativamente atrás o adelante, cuando no contra los costados o contra la bomba de achique. Los monos pronto se cubrieron de bilis y vómitos, y en un par de casos de sangre de narices rotas. Por encima de los hombres, las maletas y mochilas oscilaban enloquecidas dentro de sus redes de sujeción.

Y el clima, a medida que pasaban las horas, empeoraba todavía más. Las olas, aunque invisibles para los hombres que viajaban bajo cubierta, eran del tamaño de montañas. Los pasajeros se apretaban unos contra otros cada vez que el casco se alzaba o caía, pero también se veían lanzados, hora tras hora, contra las planchas de acero que daban forma a la bodega. Con los cuerpos golpeados y amoratados, los pies congelados y las gargantas en carne viva de tanto vomitar, habían renunciado a cualquier pretensión de dignidad.

Faraj Mansoor se concentraba en la mera supervivencia. Podía soportar el frío, era un hombre de montaña. En realidad, todos estaban acostumbrados a enfrentarse al frío con excepción del somalí, que sollozaba junto a él. Pero la náusea era otra cosa, y se preocupó de que pudiera debilitarlo más allá de lo soportable.

Los emigrantes no estaban preparados para los rigores de aquel viaje de cuatrocientas millas náuticas. Cruzar todo Irán, soportando el sofocante calor del contenedor, resultó incómodo; pero a partir de Turquía -Macedonia, Bosnia, Serbia y Hungría- el trayecto había sido relativamente cómodo. Hubo momentos temibles, pero los conductores de la Caravana sabían cuáles eran las fronteras más porosas y quiénes los guardias fronterizos más fácilmente sobornables.

La mayoría de los cruces fronterizos, si no todos, se realizaron de noche. En Esztergom, paso situado en el noroeste húngaro, incluso llegaron a encontrar un campo de fútbol desierto y disfrutaron de un pequeño partido y unos cigarrillos, antes de volver al camión para cruzar el río Morava y adentrarse en Eslovaquia. La última frontera antes de entrar en Alemania fue la de Liberec, a unos ochenta kilómetros al norte de Praga, y un día después ya podían estirar las piernas en Bremerhaven. Allí durmieron entre los tornos y los bancos de trabajo de un almacén. Después llegó el fotógrafo, y doce horas más tarde ya tenían los pasaportes; y, en el caso de Faraj, su carnet de conducir británico. Ahora lo llevaba, junto con los demás documentos, en una bolsita estanca guardada en el bolsillo interior de su cazadora, bajo el sucio mono de trabajo.

Abrazado a sí mismo en su asiento, Faraj intentó sobrevivir a los vaivenes y bandazos del Susanne Hanke. ¿Era su imaginación o esos infernales picos y simas por fin empezaban a amainar? Presionó el botón índigo de su reloj. Pasaba un poco de las dos de la madrugada, horario británico. Bajo el leve fulgor de la esfera pudo ver los pálidos y temerosos rostros de sus compañeros de viaje, agrupados como fantasmas. Para animarlos, sugirió que rezasen juntos.

A las 2.30, Ray Gunter divisó por fin el barco. La luz del Susanne Hanke era demasiado débil para distinguirla a simple vista, pero gracias al intensificador de imágenes aparecía como una clara flor verde cerca del horizonte.

– Ya te tengo -susurró, lanzando la colilla del cigarrillo contra los guijarros de la playa. Tenía las manos congeladas, pero la tensión, como siempre, mantenía el frío a raya.

– ¿Vamos? -preguntó Kieran Mitchell.

– Sí. Adelante.

Empujaron juntos los botes hasta el agua, sintiendo la espuma en sus rostros y el agua helada en sus pantorrillas. Al ser el marinero más experimentado de los dos, Gunter subió a la embarcación-guía. Encendió una barra luminosa que brilló con un azul fosforescente, y la colocó en un agujero de popa. Era esencial que ambos botes no se distanciaran demasiado.

Separados por pocos metros, los dos hombres enfilaron la mar picada, corrigiendo constantemente el rumbo a causa del fuerte viento del este. Ambos llevaban gruesas chaquetas impermeables y salvavidas. Cuando se acercaron hasta unos cien metros, guardaron los remos y pusieron en marcha los fueraborda Evinrude. Ambos motores cobraron vida y su sonido fue arrastrado por el viento. Situándose tras la estela de Gunter, con los ojos fijos en su fuente de luz, Mitchell lo siguió hasta mar abierto.

Diez minutos después, llegaban junto al Susanne Hanke. Los pasajeros reunieron su escaso equipaje y, ya sin los estropeados monos de trabajo -que más tarde se lavarían y prepararían para el siguiente contingente de ilegales-, fueron saliendo uno a uno de la bodega, y ayudados a transbordar a los botes mediante una escala de cuerda. Era un proceso lento y peligroso para llevarlo a cabo en una oscuridad casi absoluta y en alta mar, pero, media hora después, los veintiuno estaban sentados en los botes con los equipajes a sus pies. Todos excepto uno. Uno de ellos, de forma educada pero enérgica, insistió en llevar personalmente su pesada mochila. «Si te caes por la borda y te arrastra al fondo, amigo -pensó Mitchell-, será por tu maldita culpa.»

Rieran Mitchell sólo sabía una palabra en urdu, khamosh, que significa «silencio», pero en aquel momento no necesitó utilizarla. El cargamento, como era normal, parecía intimidado, temeroso y adecuadamente respetuoso. Como supuesto patriota, a Mitchell no le gustaban los moros ilegales y sería mucho más feliz enviando a todo el lote de vuelta a sus casas. No obstante, como hombre de negocios -y un hombre de negocios que trabajaba a tiempo completo para Melvin Eastman- tenía las manos atadas.

El viaje de vuelta a la orilla era la parte que más temía Mitchell. Los botes pesqueros, cuyo maderamen ya era viejo, podían soportar como máximo doce pasajeros y su borda quedaba terriblemente cerca del agua. La gran habilidad de Gunter como marino mantenía a la gente más o menos seca, pero los que viajaban con Mitchell no tenían tanta suerte y las olas rompían contra ellos casi continuamente. Por fin, fue un grupo desaliñado el que ayudó a arrastrar el bote hasta la playa y el que -como solían hacer todas las remesas- cayó de rodillas sobre los húmedos guijarros para dar las gracias por su llegada sano y salvo. Todos excepto uno, por supuesto, todos excepto el hombre de la mochila negra, que permaneció de pie mirando alrededor.

Una vez amarraron los botes, Gunter y Mitchell se quitaron los salvavidas e impermeables. Mientras el primero abría un pequeño cobertizo de madera levantado en el mismo límite de la playa y guardaba todo el equipo, el segundo alineó a los hombres y se los llevó de la playa en fila india.

Los guijarros dieron paso a un sendero rodeado de césped, que los condujo hasta una reja de hierro abierta y que Mitchell cerró tras ellos. Siguieron caminando mientras las sombras de los árboles se recortaban contra la suave luz del falso amanecer. Frente a ellos apareció un muro alto con una puerta. Gunter la abrió con una llave y Mitchell la cerró tras el paso del último hombre. Se encontraron en un camino estrecho, con el muro a un lado y árboles al otro. A unos cincuenta metros del camino destacaba el oscuro contorno de un camión articulado.

Mitchell abrió el candado que cerraba la caja del camión y dio instrucciones a los inmigrantes para que subieran. Cuando todos estuvieron en posición contra el panel frontal del contenedor, Mitchell colocó ante ellos una reja metálica que iba de lado a lado y que cubrió con cuerdas y sacos, formando un falso tabique. Los emigrantes quedaron prácticamente emparedados en un hueco de un metro de anchura con un ventilador en el techo. El montaje no resistiría un registro a fondo, pero para un observador casual -por ejemplo, un policía con una linterna que mirase desde fuera- el camión parecería vacío.

Mitchell se situó al volante, y Gunter se dejó caer en el asiento del pasajero. Durante unos cinco minutos avanzaron por un camino de tierra sin encender las luces; una vez el camino desembocó en una carretera, el conductor encendió los faros y aceleró.

– El viento era por lo menos de fuerza nueve -comentó-. Seguro que se han pasado todo el viaje vomitando.

– Sí, parecían un poco jodidos -admitió Gunter, buscando un paquete de tabaco y un mechero en su bolsillo.

Normalmente, a esas alturas del viaje solía irse a dormir, pero esa mañana pensaba acompañar a Mitchell hasta King's Lynn, donde su hermana Kayleigh tenía un piso de protección oficial. Había llegado a la playa en su propio coche, pero esa tocapelotas de Diane Munday había chocado su vehículo contra la trasera de su coche, y el Toyota estaba ahora en Brancaster para que le cambiasen el parachoques posterior, las luces de posición y el tubo de escape. El tubo ya estaba hecho polvo antes del accidente, pero el garaje se había mostrado encantado de cambiárselo y cargarle la factura al seguro. Cuantas menos explicaciones se den, antes se repara.

Veinte minutos después, el camión articulado entró en el aparcamiento de un área de servicio de la A-148, cerca de Fakenham. Según las instrucciones, allí tenían que dejar al «especial».

Mientras los frenos hidráulicos del camión resoplaban, Gunter tomó una pesada linterna Maglite de treinta centímetros de la guantera y bajó de la cabina. Abrió las puertas traseras de la caja, subió al interior y apartó un poco el falso tabique.

El hombre de la mochila salió el primero. Era de estatura media y complexión ligera, con un rebelde pelo negro y una cauta media sonrisa. La mochila parecía cara pero sin marca visible, y colgaba pesadamente de sus estrechos hombros. Gunter pensó que aquel tipo llevaba escrita la palabra «víctima». No se extrañaba de que a los paquis les tomaran el pelo en todas partes. Aun así, seguían buscando y encontrando en alguna parte el dinero que costaba el viaje, los ahorros de toda una vida del padre y, probablemente, también los de media docena de tías. Y todo eso para que el pobre diablo pudiera pasarse la vida en una fábrica de curry o vendiendo periódicos en alguna lúgubre ciudad como Bradford. Increíble. Mientras recolocaba el falso tabique, Gunter estudió la figura del joven asiático, sus gastados vaqueros, su cazadora barata y sus finos y cansados rasgos. No era la primera vez que daba las más sinceras gracias por haber nacido blanco y bajo la bandera de San Jorge.

Contempló cómo el «especial» bajaba a tierra, estudiaba el poco atractivo paisaje nocturno y se recolocaba la pesada mochila a la espalda. ¿Qué llevaría allí para querer protegerla con tanto celo?, se preguntó Gunter. Algo valioso, seguro. Quizás oro. No sería el primer ilegal en transportar un lingote cuya venta le permitiera establecerse en el país.

Siguiendo a Mansoor hasta tierra, Gunter cerró las puertas traseras del camión. Desde la parte delantera le llegó el olor del cigarrillo que estaba fumando Mitchell.

Mansoor extendió la mano.

– Gracias.

– Un placer -respondió Gunter con brusquedad. Su enorme y callosa mano empequeñecía la del árabe.

El afgano asintió con la cabeza manteniendo su media sonrisa. Con la mochila a la espalda, empezó a recorrer los cincuenta metros que lo separaban del edificio de los lavabos.

Gunter tomó rápidamente una decisión, y cuando la puerta del lavabo de caballeros se cerró tras Mansoor, siguió los pasos del inmigrante. Apagó la Maglite y le dio la vuelta para sostenerla por el revestimiento lleno de protuberancias para impedir que resbalara de las manos. Entró en el lavabo y vio que una de las cabinas con retrete estaba ocupada, pero que no había nadie más. Se agachó y, a través del hueco entre la puerta y el suelo, vio la mochila de Mansoor apoyada en el suelo. Se agitaba ligeramente, como si alguien estuviera recolocando su contenido. Gunter creyó haber acertado, que su pasajero ocultaba algo valioso. Moviendo la cabeza ante la perfidia de los asiáticos en general, decidió esperar.

Cuando Mansoor salió de la cabina un par de minutos después, con la mochila colgando únicamente de un hombro, Gunter se abalanzó sobre él, empuñando la enorme Maglite a la manera de una porra de policía. El arma improvisada golpeó a Mansoor entre el hombro y la nuca, haciéndole trastabillar. La mochila escapó de su hombro y cayó al suelo.

Gimiendo de dolor y furioso consigo mismo por permitir que el cansancio venciera a la precaución, Mansoor hizo un desesperado intento de alcanzar la mochila con su brazo ileso, pero el pescador llegó primero hasta ella e intentó golpear la cabeza de Mansoor con la linterna, obligando al afgano a retroceder.

Empujando la mochila con el pie hasta dejarla fuera del alcance de su dueño, Gunter lanzó una patada a la entrepierna de Mansoor. Mientras su víctima se retorcía de dolor y buscaba aire, se concentró en la mochila. Su peso lo sorprendió, y el par de segundos de duda, antes de colocársela al hombro, bastaron para que Mansoor buscara en medio de su agonía algo en el interior de su chaqueta. De haber podido lanzar un grito de advertencia, lo habría hecho -atrayendo la atención de Gunter hacia su arma y obligando a aquel estúpido inglés a que soltase la mochila antes de que fuera demasiado tarde-, pero apenas le quedaba aire en los pulmones. Y no podía perder de vista la mochila, eso habría significado el fin de todo.

Las opciones de Faraj Mansoor se desvanecían rápidamente.

La detonación no provocó más ruido que el chasquido de una rama al romperse. Fue el impacto de la bala de gran calibre contra el cráneo de Gunter lo que causó el sonido más fuerte.