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A menos de un kilómetro de la celda donde Kieran Mitchell pasaba la noche, un Vauxhall Astra negro entró en un aparcamiento de Bishopsgate, Norwich. Faraj se apeó por la puerta del pasajero y echó una mirada a las filas de coches, los tejados georgianos y el capitel de la iglesia, mientras sacaba del bolsillo de su abrigo una lista de la compra escrita a mano. La conductora del Astra aparcó, lo cerró con el mando a distancia, buscó en sus bolsillos monedas sueltas y se dirigió tranquilamente hacia el parquímetro.
Cerca de Faraj, un hombre con un pañuelo amarillo y verde del Norwich City sacó a una niña pequeña de un viejo Volvo familiar y la ató a un cochecito MacLaren para niños.
– ¿No odia los sábados por la mañana? -preguntó sonriendo y señalando con la cabeza la lista de Faraj.
Este le devolvió la sonrisa forzadamente, sin comprender nada.
– Las compras del fin de semana -explicó el hombre, cerrando el Volvo de un portazo y levantando el freno del cochecito con el pie-. Al menos el Aston Villa juega esta tarde, así que…
– Exactamente -dijo Faraj, consciente del peso muerto de la PSS bajo su brazo izquierdo-. Dígamelo a mí -añadió-. ¿Sabe dónde puedo encontrar una buena tienda de juguetes?
El otro frunció el ceño.
– Depende de lo que quiera. Hay una bastante buena en St. Benedict's Street, a unos cinco minutos caminando. -Y señaló hacia el oeste.
Una mujer tomó del brazo a Faraj y le cogió la lista de la compra mientras escuchaba las últimas instrucciones.
– Ha sido muy amable -dijo sonriendo al hombre y agachándose para recoger la muñeca de goma que la niña del cochecito había dejado caer.
– Se llama Angelina Ballerina -dijo la niña.
– ¿Ah, sí? ¡Santo Cielo!
– Y tengo el vídeo de Barbie y el Cascanueces.
– ¡Qué bien!
Unos minutos después, todavía cogidos del brazo, los dos llegaron a una tienda en cuyo escaparate un Papá Noel con una barba blanca de algodón iba montado en un trineo lleno de videojuegos, sables-láser de Star Wars y los últimos productos relacionados con Harry Potter.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Faraj.
– Nada. ¿Por qué?
– Estás muy callada. ¿Algún problema? Necesito saberlo.
– Estoy bien.
– Entonces ¿ningún problema?
– Estoy bien, ¿vale?
En la tienda, que era pequeña, con la calefacción demasiado alta y atiborrada de gente, tuvieron que esperar casi un cuarto de hora para que los atendieran.
– Silly Putty, por favor -dijo la mujer cuando les tocó el turno.
El joven dependiente, que llevaba una nariz de plástico rojo y un sombrero de Papá Noel, buscó tras la caja registradora y le alargó una pequeña caja de plástico.
– Yo… bien, necesito veinte -aclaró ella.
– ¡Ah, la temible bolsa para fiestas! Disponemos de bolsas estándar para fiestas si le interesa. Babas verdes, huevos de orco…
– No, sólo… sólo quiero los Silly Putty.
– No hay problema. Marchando veinte Puttys de la variedad Silly. Uno, dos, tres…
Cuando ya seguía a Faraj para salir de la tienda con su bolsa de la compra en la mano, el dependiente la llamó:
– Perdone, se deja su…
El corazón de la chica se detuvo. Él le enseñaba su lista de la compra.
Se abrió camino de nuevo hacia la caja registradora disculpándose y recogió la lista. Las palabras «gelatina clara, isopropanol, velas y limpiadores de pipas» eran claramente visibles. Los dedos del dependiente tapaban el resto.
Una vez fuera, mientras aferraba la lista y la bolsa, Faraj la observó con furia controlada desde debajo de la visera de su gorra de los Yankees.
– Lo siento -susurró ella con los ojos húmedos-. No creo que se acuerde de nosotros, estaba muy ocupado.
Pero su corazón latía desbocado. La lista parecía bastante inofensiva, pero a cualquiera con un mínimo de experiencia militar le enviaría un mensaje inequívoco.
– Recuerda quién eres -dijo él con tranquilidad, hablando en urdu-. Recuerda por qué estamos aquí.
– Sé quién soy -contestó ella en el mismo idioma-. Y recuerdo todo lo que tengo que recordar.
Ella miró al frente. Al final de la calle, entre dos casas, se veía el río.
– Superdrug o Boots -dijo bruscamente, mirando la lista de la compra-. Tenemos que encontrar una droguería.