173989.fb2
Cuando Liz volvió a su sótano de Kentish Town, tuvo la impresión de que éste le dirigía un mudo reproche. No estaba tanto desorganizado como abandonado; la mayoría de sus cosas seguían allí donde las dejara a principios de semana: el CD polvoriento emergiendo del reproductor, el mando a distancia en medio de la alfombra, la cafetera medio llena, las páginas del Saturday Evening Post desparramadas por todas partes…
En el aire flotaba un ligero aroma a funeral. El ramo de jazmines que su madre le diera y que ella pensó poner en agua la noche anterior, antes de acostarse, era ahora una triste maraña de tallos sobre la mesa; a su alrededor, en el suelo, yacía una constelación de moribundos pétalos de cinco puntas. En el contestador automático parpadeaba una pequeña luz roja.
¿Por qué estaba tan frío el apartamento? Revisó el calefactor central y descubrió que el reloj del temporizador iba dos horas atrasado. ¿Se habría cortado la luz durante el fin de semana? Era posible. A Liz le daba la impresión de que los termostatos -y aparatos similares- siempre parecían sufrir el influjo de un poder extraño y caprichoso que los desactivaba periódicamente. Graduó el temporizador a las 19.30, y oyó que la caldera se encendía con un satisfactorio resoplido.
Durante la siguiente media hora, mientras el calor se expandía por el pequeño sótano, se dedicó a ordenarlo un poco. Cuando estuvo lo bastante arreglado para sentirse cómoda, tomó una lasaña del congelador -¿se habría descongelado y vuelto a congelar a causa de la falta de electricidad, si eso había ocurrido?-, hizo unas cuantas incisiones en el plástico protector, metió el paquete en el horno y se tomó una tónica con vodka.
En el contestador automático tenía dos mensajes. El primero, de su madre: Liz se había dejado una falda de ante y un cinturón colgados tras la puerta de su dormitorio en Bowerbridge. ¿Se los enviaba o los guardaba hasta su próxima visita?
El segundo era de Mark. Había llamado a las 12.46 desde Nobu, en Park Lane, donde tenía que compartir una carísima comida con una actriz norteamericana. La actriz llegaba tarde, como era de esperar. Mark estaba famélico y su mente había vagado hasta el sótano de Inkerman Road, NW5, y la posibilidad de pasar allí la noche con la propietaria del apartamento después de tomar una copa y comer un poco, quizás en el Eagle de Farringdon Road.
Liz borró ambos mensajes. La idea de ir al Eagle, el tugurio predilecto de los periodistas del Guardian, era una locura.
Habría hablado de ella con los chicos del periódico? ¿Sería de conocimiento público que tenía el accesorio periodístico más chic de todos, una amante espía? Aunque no le hubiera dicho nada a nadie, estaba claro que la relación sobrepasaba el riesgo aceptable para entrar en la pura locura. Estaba jugando con ella, empujándola hacia su propia autodestrucción.
Dio un largo trago a su bebida y lo llamó al móvil. Iba a hacer lo correcto, terminar con aquel asunto de una vez por todas. Le dolería lo suyo y se sentiría muy mal, pero quería recuperar su vida, volver a tenerla bajo control.
Le salió el buzón de voz, lo que probablemente significaba que estaba en su casa, con Shauna. Donde debía estar, pensó amargamente. Paseando por el apartamento acabó frente a la lavadora con su semicírculo de agua gris. La colada de la semana anterior llevaba allí dos días y medio. Desesperada, se acercó al botón de encendido y entonces la máquina volvió a la vida.