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Telegrama confidencial del gobierno, 128:
Distinguida lady Kincaid:
A través de este escrito nos complace informarle de que, en contra de todos los temores que pudiera abrigar, su padre se encuentra bien y a salvo. Lord Kincaid lamenta no poder comunicárselo personalmente, pero su presencia es ahora imprescindible en el marco de un proyecto de excavación arqueológica que lleva a cabo por encargo del gobierno. Dado que sus planes originales de participar en el Simposio Internacional del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebrará en París se ven desbaratados por ella, desea pedirle que usted lo represente. Rogamos su comprensión por no poder ofrecerle datos más exactos sobre el lugar, la naturaleza y el estado de los trabajos que actualmente desarrolla su padre: hay demasiados intereses en juego y de mucho alcance.
Su padre está convencido de que usted, como súbdita leal de Su Majestad, la Reina, conoce sus obligaciones y sabrá cómo actuar. Le manda saludos cariñosos y le desea lo mejor.
Fdo. Lord Wilfred Pommeroy
Secretario del Ministro de Finanzas
Londres, 8 de junio de 1882
Museo del Louvre, París
Ocho semanas antes
El aire en el pequeño despacho, con estanterías repletas hasta el techo de infolios, documentos, fragmentos de objetos de barro, vaciados en yeso y copias, era bochornoso y asfixiante. Antes, a Pierre Recassin, el olor acre a polvo y sulfato le parecía un elixir de vida; aquella noche le provocaba náuseas.
– ¿Dónde está?
La voz que llegaba desde la oscuridad era fría y cortante como la afiladísima hoja de acero que presionaba la garganta de Recassin.
– Me estoy hartando de hacerle siempre la misma pregunta, monsieur le conservateur -prosiguió la voz, cuya sonoridad gutural provocaba escalofríos a Recassin-. ¿Dónde está? ¿Dónde lo ha escondido?
– Yo… no lo sé -respondió Recassin por enésima vez-. Créame, por favor, sea quien sea usted…
Seguía sin poder ver la cara del hombre que tenía delante y que lo miraba. El halo de luz que desprendía la lámpara de gas que se encontraba sobre el escritorio alcanzaba al extraño solo hasta la barbilla; sus demás rasgos permanecían ocultos; solo de vez en cuando Recassin tenía la impresión de ver brillar en las tinieblas un ojo de mirada despiadada. Un aura funesta parecía envolver al desconocido, la negrura parecía ser su acompañante.
Recassin intentó tragar saliva, pero la hoja en su garganta se lo impidió. La sangre le manaba cuello abajo, le empapaba el cuello de la camisa y la solapa de la chaqueta.
– Ozymandias -musitó, desvalido-. Ozymandias conoce la respuesta…
– ¿Eso es todo? -masculló la voz, que tenía un acento extraño-. ¿Pretende usted despacharme con enigmas? Teniendo en cuenta la penosa situación en que se encuentra, lo considero más que inoportuno.
– No… sé… nada más. -La respuesta de Recassin llegó a trompicones, su voz apenas se oyó.
– No es cierto. Aunque usted haya hecho todo lo posible por borrar las huellas de su origen, yo sé quién es usted. Y por eso también sé que se halla en su poder. Así pues, se lo preguntó por última vez, Recassin: ¿dónde está? Y permítame que le diga que estoy perdiendo la paciencia.No era ni el acento extranjero ni la manera presuntuosa de expresarse de su verdugo lo que perturbaba a Recassin, sino la tranquilidad con que hablaba el extraño. No dejaba lugar a dudas de que el hombre utilizaría el arma mortífera que sostenía en la mano si no conseguía lo que reclamaba.
– Yo… yo… ya no lo tengo -replicó Recassin; temblaba de arriba abajo de miedo.
– Vamos progresando -observó el otro, en un tono tan suave como sarcástico-. Al menos ahora acepta que sabe de qué le estoy hablando.
– Lo… lo sé -admitió Recassin mientras unas lágrimas de miedo y de desesperación le corrían por las hirsutas mejillas.
– Pues démelo y dejaré de incomodarlo.
– No… no puedo.
– ¿Por qué no?
– Porque… ya no lo tengo.
– Monsieur le conservateur -dijo la voz, fingiendo lástima-. ¿No pretenderá mentirme? En su situación sería una insensatez.
– Pero le estoy diciendo la verdad… Créame… lo he dado.
– ¿Después de tenerlo durante generaciones en su poder? -La figura sin rostro resopló-. ¿A quién pretende engañar, Recassin?
– Créame, por favor… Le he dicho todo lo que sé… El objeto… ya no está en mi poder.
– ¿Y quién lo tiene? -quiso saber el extraño, y Recassin tuvo de nuevo la impresión de que los ojos de su verdugo brillaban sin piedad.
– Un amigo.
– ¿Quién?
– No lo conoce.
– Deje que yo lo decida. Se lo pregunto por última vez: ¿a quién se lo ha dado? Responda, Recassin, o su silencio será el último error que cometa en este mundo.
El extraño aumentó la presión de la hoja cortante. Recassin pudo notar cómo se hendía profundamente en su piel, cómo se acercaba a la carótida, y supo que aquello era el final.
Por mucho que el temor le impelía a revelar el nombre de la persona a quien había confiado la joya, también sabía que sería absurdo hacerlo. El tono de voz de su verdugo le decía que disfrutaba con lo que hacía. Actuara como actuara Recassin, le desvelara lo que le desvelara, no serviría de nada. Al final, el extraño daría rienda suelta a sus ansias de matar. Recassin moriría, en aquel momento fue consciente de ello con una claridad y una sobriedad que le sorprendieron.
Su muerte era inevitable,
Por lo tanto, también podía callar.
– Váyase al infierno -musitó y, obstinado, clavó la mirada donde suponía que estaba el rostro del extraño.
– ¿Son sus últimas palabras?
– Las últimas -ratificó Recassin en un susurro.
– Cuánta razón tiene. -La cínica respuesta llegó desde la oscuridad.
El extraño se inclinó y el halo de luz de la lámpara alcanzó su rostro… Entonces Recassin se dio cuenta con espanto de que no lo miraban dos ojos llenos de odio, sino solo uno.
El grito que quiso proferir no salió jamás de su garganta.
Sin titubear ni temblar, la mano del extraño guió la hoz afilada. Un torrente de sangre brotó de la garganta de Recassin y empapó las notas que había sobre el escritorio.
Un instante después, la cabeza del conservador golpeó el suelo con un ruido sordo.
Diario personal de Sarah Kincaid
¡París!
Llevo dos días en la ciudad del Sena y me preparo para el simposio en el que tengo que participar en lugar de mi padre; y me sigue resultando enigmático el telegrama del gobierno que me llegó a Londres.
Después de no haber tenido noticias de mi padre durante más de dos meses, me comunicaron de manera lapidaria que se encontraba bien y que participaba en un proyecto secreto del gobierno, en una excavación arqueológica de la cual no podían darme a conocer más detalles, y me pidieron que representara a mi padre en el encuentro anual del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebra en La Sorbona de París.
Por mucho que, por un lado, me halaga viajar a Francia y tener la oportunidad de hablar ante gente tan docta, por otro, me asombra. Durante todo el invierno, mientras mi padre se encerraba en su despacho y en la biblioteca de Kincaid Manor, apenas hablaba de otra cosa que no fuera de presentar sus teorías sobre la historia de los asirios a sus colegas científicos y, ahora que se le ofrece la oportunidad de hacerlo en el marco del simposio, no la aprovecha.
Solo me cabe suponer que hay buenas razones para ello y que esas razones son los «demasiados intereses en juego y de mucho alcance» de que hablaban en el telegrama. No sé de qué se trata ni consigo imaginar que una excavación arqueológica sea tan importante. Pero me siento muy orgullosa de que mi padre dirija la expedición y, naturalmente, lo apoyaré en todo lo que esté en mi mano. Por eso no he dudado ni un instante en acceder a su petición y viajar a París, aunque habría preferido acompañar a mi padre como en tiempos pasados.
Un proyecto de excavación secreto del gobierno…
No dejo de preguntarme a qué se referirán. Damasco, El Cairo, Jerusalén: me vienen a la mente los nombres de lugares lejanos y exóticos. Con solo oírlos, el corazón me late más deprisa y añoro la libertad que se me permitió disfrutar hace años. Pero ahora ha vuelto a alcanzarme la realidad de nuestros días. Se acabaron los tiempos en que podía acompañar a mi padre en sus exploraciones por todo el mundo y se me permitía participar en todas las grandes aventuras que oculta el pasado. Es su deseo que me convierta en una lady, que aprenda todo lo que corresponde a mi título; pero yo cambiaría la seda de mis vestidos y la calidez de principios de verano en Europa por el dril polvoriento y el sol abrasador del desierto.
En Londres tenía la sensación de estar ahogándome entre paredes tristes y corsés demasiado ceñidos, por eso me resultó tan oportuno el viaje a París que, si bien no puede compararse en exotismo a Constantinopla o Samarcanda, me ofrece un poco de variedad y la oportunidad de demostrar ante un público de reconocidos expertos que la arqueología es mi verdadera pasión…
Gran Anfiteatro, La Sorbona, París
16 de junio de 1882
– Por ese motivo, apreciados oyentes, llego a la conclusión de que el papel histórico del rey Asurbanipal debe ser reconsiderado. La investigación moderna debería tener el coraje de reconocer en el último soberano del Imperio asirio lo que probablemente era: un hombre consumido por la megalomanía y por la sed de poder, sin ningún tipo de escrúpulos.
Sarah Kincaid levantó la vista del manuscrito que tenía delante, sobre el pulpito de oradores, y que no estaba escrito de su puño y letra, sino del de su padre. Se esforzó por ocultar la emoción que sentía porque, después de tantos años acompañando a su padre en sus viajes y de haberse consagrado al estudio de la arqueología, aquella era su primera gran aparición ante un público experto. El corazón le latía con fuerza y le temblaban las rodillas.
El anfiteatro estaba lleno a rebosar, los espectadores se apiñaban incluso en los estrechos pasillos que transcurrían entre las filas de asientos, desde alumnos de primer curso hasta doctorandos. Sarah tenía muy claro que el vivo interés no se debía tanto a las teorías de Gardiner Kincaid como al hecho de que las presentara su hija. Al contrario de lo que sucedía en las universidades inglesas, no era nada insólito que en La Sorbona estudiaran mujeres; sin embargo, verlas actuando en una posición tan destacada y tomando parte en un simposio científico también causaba asombro y podía apreciarse claramente qué opinaban de ello no pocos de los profesores canosos que se sentaban en las primeras filas y que casi parecían ahogarse dentro de los cuellos bien abotonados de sus camisas.
Sarah estaba en el pulpito con un sencillo vestido de color beige y el cabello, largo y oscuro, trenzado y recogido en un moño alto. Su tez, quizá demasiado morena para una lady, y las pecas sobre su nariz respingona eran de una belleza sobria; no llevaba joyas ni ningún otro adorno; no le interesaban. En aquel momento no quería que la consideraran una mujer, sino una científica que presentaba las teorías más recientes de su maestro.
– Apreciados oyentes, esto es todo por lo que respecta a las explicaciones de Gardiner Kincaid sobre la última época de Asiria. Gracias por su atención -dijo Sarah para concluir la conferencia.
Los aplausos que habrían sido habituales al llegar ese momento no se produjeron.
– Si tienen preguntas sobre las hipótesis planteadas -añadió entonces Sarah-, estaré encantada de discutirlas con ustedes y me esforzaré al máximo por representar dignamente a mi pa…
– ¡Yo tengo preguntas!
La voz que profirió esas palabras cortó el aire como si fuera un cuchillo. En la primera fila se levantó un hombre enjuto que, como todos sus colegas, llevaba camisa y chaqueta. Aunque Sarah calculó que rondaría los treinta, irradiaba la dignidad solemne que habitualmente solo era propia de las cabezas canosas. Tenía el pelo oscuro y desgreñado, y las gafas de montura plateada le temblaban sobre la nariz mientras observaba a Sarah con una mirada llena de reproches.
– ¿Cómo se atreve? -le espetó, y parecía esforzarse por contenerse-. ¿Cómo puede poner en duda el legado de uno de los soberanos más importantes de Asiria? La importancia de Asurbanipal en la cultura occidental aún no está suficientemente valorada. ¿O le ha pasado por alto que fundó la primera gran biblioteca de la historia?
– Al contrario, monsieur…
– … Hingis -completó el aludido, al cual le temblaba el bigote de ira-. Doctor Friedrich Hingis, del Instituto Arqueológico de la Universidad de Ginebra.
Hingis.
Sarah conocía aquel nombre. Su padre lo había mencionado en diversas ocasiones. Hingis era alumno de Schliemann, lo cual significaba que no le tenía ninguna simpatía a Gardiner Kincaid…
– Al contrario, doctor Hingis -dijo Sarah, recogiendo el guante que el erudito suizo acababa de lanzarle-. Como puede inferir de mis explicaciones, los méritos de Asurbanipal en lo que respecta a la historia del pensamiento occidental son harto conocidos. Sin embargo, mi padre pone en duda que Asurbanipal fuera el primer fundador de una biblioteca que conociera la Antigüedad. Según indican diversas fuentes, en una época bastante anterior ya hubo importantes colecciones de escritos en Ebla y en Hattusa. Y mi padre supone que también en Assur existió una biblioteca anterior, fundada por Tiglatpileser casi cinco siglos antes.
– ¡Supone! -clamó Hingis con ironía al amplio hemiciclo del auditorio-. ¿Y dispone también de pruebas concluyentes?
– Absolutamente -aseguró Sarah con una sonrisa tan encantadora como astuta, y yo suponía que había pasado las dos horas anteriores explicando esas pruebas…
En los palcos más altos, donde estaban los estudiantes de primer curso, poco familiarizados aún con las normas del orden académico, hubo carcajadas. Más abajo se oyeron aplausos contenidos y algunos eruditos de las primeras filas dedicaron una mirada de reprobación a Hingis. El suizo era consciente de que había quedado en evidencia y se sonrojó. Con mirada angustiada, parecía buscar un modo de salir de tan penosa situación, y enseguida lo encontró.
– La he escuchado -aseguró, a todas luces a su pesar-, pero no estoy dispuesto a seguir las teorías de su padre punto por punto.
– Es usted libre de no hacerlo -replicó Sarah con serenidad-. Pero querría señalarle que la colección de Asurbanipal, que conocemos desde que se realizó la excavación británica en Nínive, no puede considerarse una biblioteca ni desde una perspectiva moderna ni en el sentido de la tradición clásica. Se trataba más bien de una colección privada, reunida única y exclusivamente para satisfacer las necesidades del soberano.
– Eso no reduce la importancia del hecho -objetó Hingis.
– Seguramente no, pero tampoco merece el valor que has-la ahora le hemos concedido. Para poder obtener los fondos,
Asurbanipal saqueó sin contemplaciones los fondos de otras bibliotecas, ya fuera en Assur o en Babilonia. Y es de suponer que no actuó con más consideraciones que en la consolidación de las fronteras del imperio; en este punto, solo les recordaré sus acciones durante la sublevación de Babilonia.
– Asurbanipal hizo lo necesario para asegurar su soberanía -arguyó Hingis-. La historia nos enseña que los sacrificios son a veces necesarios para hacer realidad la visión de un gran imperio históricamente importante.
– ¿Un gran imperio históricamente importante? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Afirma usted que ese era el objetivo de Asurbanipal?
– ¿Y por qué no?
– Porque dudo mucho que los soberanos del Antiguo Oriente pensaran en su fama postrera -explicó Sarah-. Hicieran lo que hicieran, siempre era por ansia personal de riquezas y poder, y cualquier medio para conseguirlo les parecía correcto.
– ¿Y usted cómo lo sabe? Con el rey Sargón, el Imperio asirio se convirtió en el más grande que jamás haya habido en la tierra, y es indiscutible que los asirios llevaron la paz y la estabilidad a los pueblos que sometían, además de una cultura que en su época fue la más avanzada del mundo. ¿Quién discutiría seriamente que eso es una visión de gran importancia histórica?
Esa vez fue Hingis quien cosechó aplausos, sobre todo por parte de sus colegas canosos, pero también en los palcos. Algunos profesores incluso se levantaron de sus asientos para expresar su aprobación.
– Es curioso -dijo Sarah una vez se extinguieron los aplausos-, ¿por qué tendré la impresión de que esta disputa no trata realmente del Imperio de los asirios?
– Quizá porque esa temática es mucho más actual de lo que usted pueda imaginar -contraatacó Hingis, lo cual le proporcionó de nuevo una aprobación enérgica.
– Es evidente -gruñó Sarah. La joven tenía la mirada clavada en el equipo de profesores que asentían diligentemente.
– Si lo he entendido bien -prosiguió el suizo, que parecía estar animándose-, usted afirma que el dominio de una cultura sobre otra es algo reprobable de lo cual la historiografía debería avergonzarse posteriormente.
– En primer lugar -replicó Sarah con voz tranquila y, a pesar de que le resultaba difícil en vista de las crecientes miradas críticas, intentó sonreír de nuevo-, las teorías que he presentado con toda modestia no son mías, sino de mi padre. No obstante, soy de la opinión, igual que él, de que el dominio cultural no es un privilegio congénito.
– ¿Qué insinúa? -saltó uno de los profesores que ocupaba una cátedra en Cambridge y que, igual que Sarah, también participaba como invitado en el simposio-. ¿Que su padre pretende poner en duda la legitimidad de la idea colonial? Todos sabemos que el mundo moderno no tiene solo el derecho, sino también el deber, de afrontar los retos de la época y de procurar que los pueblos primitivos del mundo conozcan las ventajas del progreso y de la técnica. Por algo Inglaterra interviene en muchos lugares del mundo y nuestros amigos franceses… -Hizo un gesto de asentimiento hacia sus colegas parisinos-. Ellos asumen desde el año pasado con fuerzas redobladas su responsabilidad en el norte del continente africano. ¿Pretende usted cuestionar todo esto?
– No -aclaró Sarah-. Aunque mi padre no siempre apruebe los métodos del movimiento colonial, siempre ha sido un súbdito fiel a la Corona y un defensor a ultranza de las ideas modernas. Pero se prohíbe a sí mismo abusar de la historia como justificación.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que la historia de la humanidad es una historia de cambio constante -expuso Sarah-. Puede que en la actualidad nuestra cultura sea la más avanzada del mundo, pero esa condición no durará mucho y, al final, quizá nosotros seremos colonizados y dominados por otros.
– ¡Eso es indignante! -estalló entonces uno de los profesores franceses-. ¡Una ofensa! ¡Una ofensa!
– No -replicó Sarah con serenidad-, solo la aplicación consecuente de lo que nos ocupa a diario. Aprender de la historia debería ser el objetivo supremo de nuestra ciencia, ¿o creen ustedes otra cosa, caballeros?
En el auditorio se había armado un gran revuelo. Mientras algunos estudiantes parecían divertirse de lo lindo con la enérgica discusión, otros tomaban partido por sus profesores y directores de tesis. Se produjeron tantas interrupciones que Justin Guillaume, el portavoz del decanato en el simposio, acabó por considerar necesario llamar al orden a los presentes.
– Diga usted lo que quiera, lady Kincaid -exclamó Hingis de cara a los espectadores, que se iban tranquilizando. Su voz estaba impregnada de sarcasmo-. Una cosa hay que reconocerle a su padre: se ha arriesgado enviándola a usted para representarlo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah.
– Bueno, seguramente sabía que lo atacarían con vehemencia y que le pedirían cuentas por sus teorías. Ha sido muy osado por su parte enviar a su hija, quien ni siquiera posee un título académico.
De nuevo se oyeron sonoros aplausos. La sonrisa desapareció del rostro de Sarah, la mirada de sus ojos azules se hizo severa y fría. Recibir críticas por una hipótesis formaba parte de la cultura académica y no le importaba. Pero Hingis se disponía a convertir una discusión científica en una disputa personal. Y, por mucho que una voz interior la advirtió, Sarah se involucró en la disputa.
– Es cierto que no poseo ningún título académico -admitió abiertamente y con una voz que ya no temblaba de exaltación, sino de indignación-. Los motivos serán de sobras conocidos al menos para el caballero de Cambridge. Sin embargo, he sido discípula de un maestro en la materia que me ha instruido, igual que le ha ocurrido a usted, doctor Hingis.
– No se puede comparar. -Hingis sonrió burlón-. Mi maestro, como todos saben, descubrió las murallas de Troya ante las cuales lucharon los héroes de las epopeyas homéricas. Sacó un mito de las brumas de la historia y lo convirtió en realidad. Y su padre solo puede soñar con un descubrimiento como ese.
– Hasta ahora se ha visto privado de ello, es cierto -le concedió Sarah. No mencionó que Gardiner Kincaid también estaba sobre la pista del misterio de Troya, pero Schliemann se le adelantó; Hingis lo habría utilizado para atacarla-. En cambio -prosiguió-, ha hecho méritos en otros campos de la historia en general y especialmente en la arqueología, y goza de un prestigio reconocido.
– Si es así, ¿por qué no ha venido? -objetó Hingis sonriendo con superioridad-. ¿Por qué un científico respetable como lord Kincaid envía a su hija a una reunión tan importante como la que se celebra aquí?
– Porque no le era posible asistir -respondió Sarah intentando ocultar tras una pose decidida que desconocía el paradero de su padre.
– ¿No podía asistir? ¿Por qué no?
– Mi padre está realizando una misión arqueológica de la que no puedo darles detalles.
– ¿No puede o no los sabe? -La sonrisa irónica de Hingis era cada vez más amplia. Con el olfato de un carroñero que vuela en círculos sobre su presa, tocó el punto débil de Sarah.
– Lo lamento, pero no puedo dárselos -replicó con frialdad, pero sin la suficiente convicción.
– No la creo -comentó el suizo en un francés refinado y, a diferencia de Sarah, sin ningún tipo de acento-. Tengo la sensación de que sabe dónde se encuentra lord Kincaid, lo cual significa que su ausencia es inexcusable.
– ¿Cómo? -Sarah no daba crédito a sus oídos-. Pero…
– Según los estatutos del Círculo de Investigaciones, si un investigador no puede acudir al simposio por el motivo que sea, debe excusarse ofreciendo información sobre su paradero. De otro modo corre el riesgo de ser expulsado.
– Eso querría usted -se exaltó Sarah, incapaz de no dejarse llevar por su carácter impetuoso-. Todos los presentes saben que mi padre y usted son enemigos acérrimos en el terreno científico, doctor. Usted solo pretende desacreditarlo y…
– ¡Haga el favor! -la interrumpió Hingis, entre picado y divertido-. ¿Me está acusando en serio de utilizar esta venerable institución para resolver rencillas personales? -dijo, y meneó la cabeza dando a entender que aquello le resultaba incomprensible. Algunos de los presentes siguieron su ejemplo.
– No, claro que no -replicó secamente Sarah, que no sabía cómo proseguir.
En aquel momento se sentía enormemente estúpida. Hingis la había puesto contra las cuerdas sin que ella se diera cuenta. En vez de presentarse desenvuelta como era su intención, con su impetuosidad y su manera de hablar abiertamente de las cosas se había comprometido y también había comprometido a su padre. Hingis no dejaba pasar una sola oportunidad para enterrar la fama de científico serio de Gardiner Kincaid, y Sarah le había allanado el terreno.
– Creo que ya hemos oído bastante, lady Kincaid -dijo Guillaume, el portavoz del decanato-. Los caballeros ya tienen suficiente información para poder tomar una decisión.
– ¿Una decisión? ¿Sobre qué?
– Como ya ha anunciado el doctor Hingis, se trata de si el profesor Kincaid seguirá siendo miembro del Círculo. No solo ha prescindido de informarnos sobre las excavaciones que está realizando, sino que no ha considerado necesario darnos a conocer su paradero actual. El gremio no puede tolerar que se ignoren impunemente los estatutos de un modo tan grave.
– Pe… Pero yo estoy aquí-balbuceó Sarah-. Mi padre me ha enviado en su lugar.
– Los estatutos también son claros en ese punto. En este simposio únicamente tienen permitida la entrada los eruditos reconocidos. En su caso hemos hecho una excepción por el afecto que le tenemos a su padre, pero me temo que ha sido un error.
– Pero…
– Con su presencia -prosiguió Guillaume impasible-, le está haciendo un flaco favor a su padre, lady Kincaid, y si he de serle franco, dudo que él la haya autorizado.
– ¿Insinúa que he venido sin que mi padre tenga conocimiento de ello?
– La sospecha se impone.
– Esa es una acusación infame -protestó Sarah.
– Demuéstrenoslo -le exigió Hingis, sonriendo irónicamente-. Díganos dónde se encuentra lord Kincaid y así salvará la reputación de su padre y también la suya. De otro modo nos veremos obligados a rogarle que abandone el auditorio de inmediato.
Aunque en Londres le habían inculcado que una dama de alta cuna no debía hacerlo, Sarah se mordió los labios.
Por fin se daba cuenta del verdadero alcance de las intrigas de Hingis y de su propia ingenuidad. La discusión solo había tenido un objetivo desde el principio: obligarla a reaccionar. Los competidores de Gardiner Kincaid querían saber en qué trabajaba y, contestara lo que contestara, perjudicaría a su padre. Si continuaba dando a entender que escondía la verdad, lo expulsarían del Círculo. Y también lo harían si admitía que no tenía información sobre su paradero.
Sarah se resistía a no tener elección, y la idea de que su padre se viera perjudicado por su culpa le resultaba insoportable. Ella había ido a París a representarlo dignamente en el simposio, no a destruir todo por lo que él había trabajado duramente durante los últimos diez años.
Era evidente que solo existía una posibilidad de mantener intachable el nombre de Gardiner Kincaid, una posibilidad que significaría el final de la carrera académica de Sarah antes de que realmente hubiera empezado. Guillaume, el portavoz del decanato, le había indicado el camino y ella estaba dispuesta a seguirlo por amor a su padre. Por mucho que le importara la arqueología, su honor personal le preocupaba aún más.
– En tal caso -dijo en voz tan baja que solo pudieron entenderla los máximos eruditos de las primeras filas-, ha llegado el momento de hacerles una confesión, caballeros. Monsieur Guillaume tiene razón en lo que respecta a sus sospechas.
– ¿Cómo debemos interpretar sus palabras? -inquirió Hingis.
– Mi padre no sabe que estoy aquí -aclaró Sarah con voz firme- y tampoco sabe nada de este encuentro.
– Pero… ¿Cómo es posible? -preguntó Guillaume-. Las invitaciones se enviaron hace medio año.
– Lo sé -dijo Sarah, asintiendo con la cabeza-. Intercepté la carta con el propósito de aprovechar la ausencia de mi padre en mi propio beneficio. Por desgracia, mi plan ha fracasado lastimosamente y les pido disculpas por ello. Mi padre no tiene la culpa de no haber excusado su presencia, respetables monsieurs; todo deben achacármelo a mí.
– Bien -replicó el portavoz del decanato algo desconcertado-, si es así…
Los eruditos empezaron a cuchichear entre ellos. Sarah veía caras de indignación. Narices arrugadas y cejas fruncidas mientras los miembros del Círculo debatían. El único que no participaba en la discusión general era… Friedrich Hingis.
El suizo envió una mirada a Sarah por encima de las cabezas canosas de sus colegas que no resultó difícil de interpretar. El científico intrigante había confiado en desacreditar a Gardiner Kincaid y, a ser posible, en descubrir en qué estaba trabajando su eterno rival. Y había creído que ganaría fácilmente la partida; no había contado con que la hija de lord Kincaid preferiría cargar con las culpas antes de exponer a su padre a las críticas. Seguramente, pensó Sarah, porque él jamás habría sido capaz de actuar de ese modo. Aquello fue una victoria callada para
Sarah, aunque tuvo que pagar un precio elevado por ella, puesto que el gremio reaccionó con mucha dureza.
– Sarah Kincaid -dijo Guillaume al anunciar la decisión adoptada, y Sarah creyó notar un deje de satisfacción en su voz-. Usted ha admitido haber mentido y engañado premeditadamente a un miembro honorable de este Círculo de Investigaciones. El hecho de que se trate de su propio padre, lejos de restarle importancia al hecho, lo hace aún más vil. Por usurpación y engaño premeditado, queda usted expulsada con efecto inmediato de este recinto, y a partir de ahora se la considerará persona non grata en todo el campus. Si contraviene esta decisión, nos reservamos el derecho de ir aún más allá; en caso contrario, renunciaremos a avisar a la policía en consideración a su sexo y a su posición.
– Gracias, muy amables -dijo Sarah sin siquiera parpadear, pero se le notaba que no lo decía muy en serio.
– Los científicos y yo únicamente podemos expresar nuestra más profunda repugnancia por su comportamiento; castigarlo como merece y tomar medidas pedagógicas que impidan que se repita en el futuro es tarea de su padre, al que daremos cuenta en détail de este suceso.
– Háganlo -replicó Sarah tranquilamente-, estoy segura de que los escuchará con interés.
Recogió sus papeles en un momento y se los puso debajo del brazo. Luego abandonó el pulpito con la cabeza bien alta, seguida por miradas acusadoras que no se despegaron de ella hasta que la puerta maciza dorada del auditorio se cerró tras ella.
Fue entonces cuando Sarah cedió á sus sentimientos.
Los ojos le brillaban, húmedos. Cerró los puños, temblando de rabia desvalida. Se sentía decepcionada consigo misma por la clamorosa ingenuidad con que había caído en las redes de Hingis. Y, sobre todo, se sorprendió de que una pequeña parte de su furia se dirigiera al hombre que la había llevado a aquella situación.
Su padre…
Un parco telegrama del gobierno con el requerimiento de ir a París a representarlo: eso era todo lo que había visto y había oído de Gardiner Kincaid en dos meses y medio. No solo le ocultaba su trabajo, cosa que nunca había hecho antes; también la había metido en la boca del lobo en lo referente al gremio y a sus estatutos. Por un momento, Sarah cedió a su frustración, se sintió sola y abandonada, pero al instante siguiente se obligó a entrar en razón.
Conocía lo bastante a su padre para saber que tenía que haber motivos para todo aquello, motivos de peso que justificaban el secretismo y su ausencia inexcusable en el simposio. El viejo Gardiner no habría querido que Sarah se metiera en un lío por su culpa; por lo tanto, debía guardarle lealtad, por mucho que otros dijeran.
Sarah respiró profundamente y estiró su delicada figura. Alentada por el deseo de abandonar rápidamente el lugar de la derrota, recorrió el pasillo de techo alto estucado y llegó al ala principal del vasto inmueble de la universidad, entre el boulevard Saint Michel y la rué Saint Jacques, cuyo trazado principal se debía a Richelieu y que había sido ampliado considerablemente a principios de siglo. Sarah cruzó el aula soportada por columnas, y ya se dirigía resuelta a la puerta de entrada cuando una figura se desprendió súbitamente de la sombra de una de las columnas.
– ¿Lady Kincaid?
Sarah, inmersa en sus pensamientos, se sobresaltó, aunque no parecía haber motivos para ello. El hombre que la había abordado vestía con corrección y era de edad avanzada. Llevaba una levita negra inmaculada que contrastaba visiblemente con la barba y los cabellos canos que enmarcaban una cara pálida de mirada dulce. Sostenía en sus manos un bastón y un sombrero de copa, tenía una expresión juvenil en los ojos y, aunque no recordaba haber coincidido nunca con él, Sarah tuvo la impresión de que conocía a aquel hombre…
– ¿Sí? -preguntó sorprendida.
– Un amigo me ha pedido que le entregue esto -respondió el caballero desconocido, que parecía esperarla, y le tendió un sobre lacrado que ella cogió desconcertada.
– Merci beaucoup -se oyó decir Sarah mientras el desconocido asentía con una sonrisa vaga, se ponía la chistera y desaparecía entre las columnas.
– ¿Monsieur? -lo llamó Sarah, pero el misterioso caballero no reaccionó.
Sarah miró extrañada la carta que le había entregado y que desprendía un aroma singular. La olió y notó un olor a tabaco dulce, lo cual avivó aún más su curiosidad. Rompió el sello, cuyas iniciales eran «MG», abrió el sobre y sacó una carta escrita a mano. La palabra invitación saltaba a la vista y Sarah continuó leyendo intrigada:
Lady Kincaid:
Ha llegado a nuestros oídos que usted se encuentra en la ciudad y desearíamos pedirle cortésmente que nos concediera el honor de visitarnos. Esperando que no haya comprometido aún el precioso tiempo que pasará en esta maravillosa ciudad, nos alegraría poder saludarla mañana por la noche como nuestra invitada de honor en la representación que ofrecemos en el teatro de variedades Le Miroir Brisé, rué Lepic, Montmartre.
Suyo afectísimo,
Maurice du Gard,
hipnotizador y adivino
Una vez conocido el contenido del escrito, Sarah se quedó aún más extrañada. ¿Quién diantre era aquel Maurice du Gard? ¿Por qué sabía su nombre y que se encontraba en París? Y ¿a quién diantre se le ocurría invitarla a un espectáculo de variedades?
La primera reacción de Sarah fue mirar en la dirección en que había desaparecido el portador de la tarjeta, pero no quedaba ni rastro de él y, por lo tanto, no cabía esperar respuesta. ¿Qué significaba aquello? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un truco de Hingis y sus seguidores para volver a ponerla en entredicho?
Después de lo que había ocurrido en el auditorio, Sarah podía imaginar cualquier cosa, pero nada cambiaba el hecho de que se sintiera halagada por la invitación. La adivinación y la hipnosis no la emocionaban en absoluto; al contrario, estaba convencida de que tanto la una como la otra eran charlatanería barata con la que, como mucho, se podía impresionar a espíritus simples. Sin embargo, después del trato seco que había recibido por parte del gremio, le gustó el texto amable de la invitación. Al menos, se dijo, no todo París le era hostil…
Sarah echó un vistazo a la dirección.
Montmartre.
A la doncella y al cochero que la habían acompañado a París no les entusiasmaría que visitara precisamente esa parte de París, a la que los ciudadanos respetables llamaban despectivamente demimonde, los bajos fondos, hogar de ladrones y prostitutas, pero también de artistas y mecenas. Además, en los últimos años se habían abierto pequeños teatros y salas de variedades, de modo que Montmartre iba camino de convertirse en la zona de diversión de París, en la refulgente palestra de personajes turbios y ciudadanos con ganas de distracción.
Una sonrisa audaz se deslizó por el semblante de Sarah. Abatida como se sentía, los bajos fondos de Montmartre quizá eran el lugar propicio para ella y, después de todo lo que le había sucedido, un poco de evasión no le haría daño. Quizá, se dijo, así pensaría en otras cosas y olvidaría su enfado y su decepción durante unas horas.
Por una noche dejaría atrás su existencia burguesa y se entregaría a la vida bohemia, se sumergiría en un mundo desconocido en el que todo era posible y nada era lo que parecía.
Sarah Kincaid no sospechaba que estaba a punto de emprender un viaje sin retorno.
Diario personal de Sarah Kincaid
Anotación posterior
Me asombra cuánto ha cambiado Montmartre.
La última vez que estuve, aún era una niña. En aquella época, el paisaje estaba marcado por viñedos y suaves colinas, en cuyas cimas se alzaban pintorescos molinos de viento. Los viñedos aún existen, pero están rodeados de casas que se deslizan por calles y callejuelas angostas alrededor de las colinas y, por encima de todo, despunta el edificio aún en obras de la basílica del Corazón de Jesús, desde cuyas torres y cúpulas se divisará la ciudad una vez esté terminado.
Lo que ocurre en Montmartre es difícil de describir y apenas comprensible para mentes inglesas. El lujo que en Londres solo se encuentra en el Pall Mall y la miseria de los callejones del East End coinciden aquí aparentemente sin recelos; damas y caballeros adinerados pasean hacia los locales y los teatros de variedades, mientras personajes turbios acechan en rincones oscuros y las prostitutas ofrecen sus servicios con la misma naturalidad con que los jóvenes pintores ponen a la venta sus obras. Aquí un artista lee odas y relatos por un par de céntimos; allí un prestidigitador intenta sacarle el dinero a la gente.
La dura realidad y la hermosa apariencia conviven en la zona. Por todas partes se oye música en las callejuelas, dominadas por los aromas más distintos, unos repugnantes, otros embriagadores. Incluso al anochecer, en las calles principales impera una gran animación. El barrio parece estar en movimiento día y noche, en todas partes se discute y se charla. La modernidad y el progreso se palpan en ese lugar y, tras las vivencias del día, estoy agradecida y contenta de formar parte de él…
Rué Lepic, Montmartre,
noche del 17 de junio de 1882
En el vestíbulo de Le Miroir Brisé las apreturas eran agobiantes.
El teatro, ubicado entre los muros de unas antiguas bodegas, no inspiraba demasiada confianza desde fuera; unas paredes agrietadas y desconchadas en muchos puntos abrazaban el local y, si no fuera por un cartel, iluminado por la luz trémula de unos faroles de gas, que elogiaba el teatro como «La casa de las mil sensaciones», seguramente nadie habría sospechado que un lugar tan insigne se escondía tras una fachada tan triste. Al cruzar la gran puerta de entrada, los espectadores se daban cuenta de que la impresión exterior engañaba.
Como muchas otras cosas en Montmartre, Le Miroir Brisé tampoco era lo que parecía a primera vista. Una sala cubierta de moqueta roja, con paredes tapizadas con seda también de color rojo y estampados sinuosos, recibía a los que entraban en el mundo del «espejo roto». Unas lámparas de araña colgaban del techo del vestíbulo que, muy acertadamente, recibía el nombre de la chambre rouge. Allí se apiñaban los espectadores mientras unos lacayos serviciales vestidos con libreas azules se hacían cargo de abrigos y sombreros y unas jóvenes muy maquilladas y con unos plumeros colosales en la cabeza les servían champán.
Sarah Kincaid rehusó probar la bebida burbujeante; se distraía mucho más manteniéndose al margen, observando a los personajes ilustres que poblaban el vestíbulo: un señor corpulento, con levita y chistera y que parecía ocupar un cargo honorable, iba acompañado por una mujer muy llamativa que tenía claramente una profesión mucho menos apreciada; un joven bon vivant explicaba sus aventuras amorosas para regocijo de sus amigos, quienes las aplaudían; una señora huesuda lucía una expresión de disgusto en el rostro que permitía deducir que aquel lugar la indignaba (lo cual no le impedía visitarlo); por último, un enano que se deslizaba rápidamente por las filas de los que esperaban y se divertía burlándose de las señoras. Las risas que llenaban el aire, cargado de humo de cigarro, mostraban todo el espectro del regocijo humano, desde risitas tímidas hasta amenazas ordinarias. Ahogaban el piano que entonaba un vals popular con un tintineo frívolo y, por encima de todo, flotaba una impaciencia no formulada que alcanzó el punto culminante cuando se abrieron las puertas de la sala.
Con «aaah» y «oooh» sonoros en los labios, el público se apresuró a entrar en el patio de butacas y algunos hombres elegantes, vestidos con chaqueta y lazo, pusieron los codos en acción con muy poca elegancia. Sarah, que presenciaba el trajín a distancia, esperó a que acabaran los estrujones. Luego mostró su entrada y el acomodador la acompañó a su asiento.
Una vez más, Sarah no pudo por menos que asombrarse. Si ya la había sorprendido la decoración recargada del vestíbulo, aún más la del patio de butacas. Era imposible reconocer que originalmente había sido el granero de las bodegas. Las paredes estaban también tapizadas con seda y los radiantes destellos del techo creaban la ilusión de un cielo estrellado en una noche clara. Las butacas -Sarah calculó que la sala tenía capacidad para doscientos espectadores- estaban guarnecidas con terciopelo. La mayoría de las filas estaban ocupadas; solo quedaban algunas butacas libres en los palcos. A Sarah le extrañó que el acomodador la llevara a un asiento de la primera fila que ofrecía una visión total sobre el escenario.
– ¿Está seguro de que esta es mi butaca? -preguntó extrañada.
– Bien sur, madame -respondió el acomodador con aire majestuoso-. Monsieur Du Gard la ha reservado para usted. -Entonces, ¿me conoce?
– Por supuesto -respondió el acomodador enigmáticamente-. Monsieur Du Gard conoce a mucha gente. Y lo sabe todo de usted…
Esperó a que Sarah tomara asiento, se inclinó cortésmente y se alejó. Sarah se quedó un tanto desconcertada. Continuaba preguntándose cómo se le había ocurrido invitarla al tal Maurice du Gard, que debía de ser un tipo bastante misterioso. ¿La conocía realmente? ¿O quizá era un amigo de su padre?
Siguió cavilando mientras la sala se llenaba al completo. También ocuparon los asientos de los palcos situados a los lados de Sarah hombres con frac y mujeres con fragancias dulces de flores que casi le cortaron el aliento. Acto seguido, el cielo artificial estrellado se extinguió y quedaron a oscuras. Se encendió un solo foco que proyectaba un halo de luz clara sobre el telón. Se oyó el redoble de un tambor y una voz que buscaba los aplausos anunció:
– Mesdames et Moussieurs, recibamos con un aplauso al maestro de lo sobrenatural, al mago del tarot, al rey de la hipnosis… ¡el gran Maurice du Gard!
La sala estalló en aplausos, se abrió el telón y un hombre delgado salió de la oscuridad hacia los focos.
La ropa brillante, bordada con todo tipo de símbolos extraños, parecía de feria barata, lo cual reforzó los prejuicios de Sarah. Sin embargo, en el rostro de Maurice du Gard descubrió algo con lo que no había contado: en su semblante, que no permitía calcular su edad y estaba enmarcado por cabellos negros que le caían sobre los hombros, podía leerse una profunda gravedad. Y, en los ojos, Sarah distinguió las pupilas dilatadas de quien consume opiáceos.
El aspecto de Du Gard le resultó tan extraño como fascinante. Y esa mezcla de sensaciones duró mientras Du Gard se estuvo entregando en el escenario a asombrar a los espectadores. Los focos se apagaron y, a la luz de dos velas, Du Gard comenzó a adivinar el futuro echando las cartas del tarot y consultando una bola de cristal resplandeciente. A unos instantes de gran divertimento (como cuando profetizó a un hombre de la cuarta fila que pronto tendría una urgencia, lo cual sucedió de inmediato), les siguieron otros de un tremendo dramatismo cuando, en dos espectadores que nunca se habían visto antes, reconoció a dos hermanos que habían sido separados en una vida anterior y volvió a reunidos. Se comprobó realmente que ambos soñaban con las mismas cosas, lo cual fue interpretado por Du Gard como prueba de una existencia anterior, y con ello cosechó una cerrada ovación.
Por mucho que Sarah objetara y por mucho que buscara respuestas racionales (francamente fáciles de encontrar), no podía sino dejarse arrastrar por el entusiasmo general. Si al principio aún se resistía a considerar a Du Gard algo más que un charlatán ocurrente, su manera de presentarse en el escenario y de cautivar al público le imponía respeto. Involuntariamente se preguntó por que un hombre del calibre de Du Gard trataba con un intrigante como Friedrich Hingis, y deseó poseer tan solo un soplo de la seguridad y del carisma que Du Gard irradiaba en el escenario.
Gracias a la distracción que le ofrecía el espectáculo, Sarah acabó por abandonar toda resistencia racional e hizo lo que hacían los demás en la sala: divertirse y seguir atentamente todos los trucos y las maniobras de Du Gard, incluso cuando este eligió a dos voluntarios del público (uno era el señor corpulento que había llamado la atención de Sarah en el vestíbulo), los hipnotizó y les hizo bailar el cancán. Las risas del público hicieron temblar la sala y Sarah se sorprendió riendo a carcajadas. Sin embargo, su alegría desapareció súbitamente cuando Du Gard anunció que iba a presentar el gran número de la velada, para el cual necesitaba a una dama del público, y su mirada se posó directamente en Sarah.
– La dama de la primera fila -dijo con una sonrisa encantadora-. ¿Sería tan amable de subir al escenario?
– De he… hecho, no -replicó Sarah, sintiéndose de repente el centro de interés del público. El foco la iluminó y la arrancó de la oscuridad del anonimato.
– ¿Pourquoi? ¿No me tendrá miedo? No se preocupe, ma chére, el pequeño Maurice es un joven formal. Los espectadores pueden atestiguarlo…
La sala estalló espontáneamente en aplausos. Du Gard tenía al público en el bolsillo. Oponerse a sus deseos habría equivalido a una bofetada; así pues, Sarah forzó una sonrisa y decidió poner a mal tiempo buena cara.
– Alors, así me gusta. Un aplauso para mi valiente voluntaria, messieurdames. Un aplauso…
Sarah subió los escalones hacia el escenario entre aplausos atronadores y allí la recibió Du Gard con su camisa brillante. Visto de cerca, el francés aún parecía más irreal, pero Sarah notó una vez más la seriedad con que miraban sus ojos incluso cuando hacía reír al público.
– Por favor -dijo Du Gard señalando una silla tapizada de seda que se encontraba en el centro del escenario-, siéntese.
– ¿Y luego? -quiso saber Sarah.
– Caramba -dijo sonriendo burlón-. Es usted muy desconfiada.
– Mejor desconfiada que mover el esqueleto como La Goulue * -replicó agudamente Sarah.
*Popular bailarina de París que luego sería una estrella del Moulin Rouge
Du Gard puso cara de sorpresa y pronunció un largo «Oooh» que consiguió la complicidad del público.
– ¿Me habrán descubierto? – preguntó con aire de inocencia juvenil-. No tema, mademoiselle. Le aseguro que no le haré daño y que no la obligaré a enseñar las piernas, aunque será una verdadera lástima.
Sarah le dedicó una mirada severa mientras un nuevo «oooh» recorría la sala. Luego se sentó a desgana en la silla, de cara al público. Du Gard se situó detrás de ella y extendió las manos abiertas por encima de su cabeza, tan cerca que casi le tocaba el cabello.
– Lo que me dispongo a hacer -anunció mientras redoblaba de nuevo un tambor- raya la magia. Es la máxima consagración que se dispensa a un representante de mi arte. Mesdames et messieurs, voy a intentar leer el pensamiento de esta joven. Por favor, guarden silencio para que pueda concentrarme…
En la sala se acallaron todos los ruidos, solo continuó el redoble del tambor que, curiosamente, no parecía molestar a Du Gard. Sarah no podía ver qué función estaba representando el francés, pero estaba convencida de que desplegaba todos los registros de sus dotes de interpretación.
Qué remedio.
Estaba científicamente demostrado eme era imposible leer el pensamiento de una persona, intuirlo o lo que fuera. Du Gard, así rezaba la decepcionante conclusión, no era más que un pícaro tramposo, aunque vendiera sus mentiras con un encanto poco habitual…
– Noto algo -proclamó con una voz que buscaba producir efecto, pero que solo arrebató a Sarah una sonrisa cansada-. Lo veo claramente…
– ¿Qué? -quiso saber Sarah impaciente.
– Oscuridad… -replicó Du Gard en voz baja.
– Sigue sin asombrarme -objetó Sarah secamente.
– Ha dejado atrás la oscuridad -prosiguió el francés, imperturbable-. Pero no sabe con certeza de dónde proviene ni quién es realmente…
– ¿Y quién sí? -arguyó Sarah, al tiempo que notaba que se le erizaban los pelos de la nuca.
¿Era realmente posible?
¿Podía ser verdad?
¿Había leído Du Gard realmente sus pensamientos?
Claro que no, aquello era pura casualidad, nada más. Aunque muy desconcertante, eso había que reconocerlo…
– Usted viene de lejos -prosiguió Du Gard-. De una ciudad que se oculta en la niebla…
– Muy bien -reconoció mordaz, pero un poco más tranquila-. No hace falta ser adivino para notar mi acento británico.
– Cierto -concedió impasible Du Gard mientras parecía concentrarse-. Ha venido a París para representar a alguien en un asunto urgente… A alguien que le es cercano…, muy cercano.
– Es… es verdad. -Sarah no tuvo más remedio que afirmarlo, perpleja.
– Alguien a quien usted quiere mucho. Alguien que le importa más que nadie en este mundo. Mesdames et messieurs, ¿nos encontramos quizá sobre la pista de un secreto bien guardado? ¿Habrá venido esta joven inglesa a encontrarse con un amor secreto?
Sarah se disponía a protestar con determinación contra tales especulaciones, pero el creciente redoble del tambor y los nuevos «aaah» y «oooh» del público no le permitieron decir palabra. Un ambiente tenso flotaba en el aire, que se alimentaba de un voyeurismo sin disimulos. Todos parecían querer presenciar el momento en que una joven, claramente de buena familia y además inglesa, fuera declarada públicamente una mujerzuela.
– !Mais non! -hizo saber en aquel momento Du Gard, para decepción de todos-. ¡Estaba equivocado! Es su padre la persona a la que esta joven quiere más que a nadie en el mundo, y por él ha venido a París. Un aplauso, messieurdam.es, para esta joven virtuosa…
Du Gard sabía manejar magistralmente a su público. Aunque los espectadores se sintieran decepcionados porque esa noche no había salido a la luz ningún escándalo, reaccionaron con alivio y le dedicaron un caluroso aplauso que se incrementó cuando Du Gard se inclinó galantemente ante Sarah y la despidió besándole la mano y con una sonrisa muy dulce.
El público vociferó pidiendo un bis, que Du Gard concedió complaciente. Una vez más, los espectadores de Le Miroir Brisé estaban entusiasmados y solo podrían hablar bien del teatro de la rué Lepic.
A diferencia de Sarah.
Cuando acabara la función, tenía que arreglar cuentas con un supuesto adivino llamado Maurice du Gard…
La música de cierre, con cuyas notas salieron del teatro los espectadores entusiasmados, aún no había dejado de sonar cuando Sarah Kincaid ya iba camino de las bambalinas.
Uno de los empleados quiso detenerla, pero lo empujó a un lado con maneras no muy propias de una dama y un instante después llegó a una puerta donde se leía el nombre de Du Gard. Sin dudarlo un instante, Sarah tiró del picaporte e irrumpió en el camerino bufando de rabia.
En un primer momento, apenas vio nada.
Del techo colgaban unas cortinas brillantes que le tapaban la vista y Sarah tardó un instante en darse cuenta de que no eran cortinas, sino capas como las que Du Gard llevaba en el escenario: de tela roja, azul, plateada y verde que, según Sarah, vestían a la perfección a un fantoche tramposo como Du Gard.
Se abrió paso furiosa por el laberinto de ropa y llegó al verdadero camerino, una sala más pequeña de lo que había supuesto, donde vio al objeto de su ira sentado delante de un gran espejo quitándose el maquillaje de la cara. Sarah tuvo que admitir que, sin maquillaje, Du Gard no parecía tan fantoche como en el escenario. De hecho, sus rasgos poseían incluso algo noble, encantador, que Sarah no quería ver de ningún modo en aquel momento. Mucho más le llamó la atención el botellín descorchado que había sobre el tocador y en el que refulgía un líquido verde dañino…
– ¿Qué se ha creído? -increpó a Du Gard sin saludarlo-. ¿Cómo se atreve a ponerme en evidencia delante de toda esa gente?
Si Du Gard estaba sorprendido, no lo demostró. Ni se levantó ni le dedicó una sola mirada mientras dejaba la esponja a un lado con cuidado, cogía el cepillo y se peinaba el cabello con aire indiferente.
– Ma chére, sabía que vendría-dijo finalmente en inglés.
– ¿Lo… lo sabía? -preguntó Sarah desconcertada-. ¿Cómo?
Du Gard contemplaba impasible su imagen en el espejo.
– Su carácter, ma chére, lo hacía inevitable.
– Lo olvidaba-replicó Sarah con acritud y poniendo los brazos en jarras-. Lía leído mis pensamientos.
– En este caso no hacía falta. Su padre me ha explicado muchas cosas de usted.
– ¿Mi padre? -Sarah se sobresaltó.
Du Gard se dio por fin la vuelta y una sonrisa irresistible se dibujó en su semblante delicado.
– Alórs, ahora está sorprendida, ¿verdad?
– Un poco -admitió Sarah. En el fondo había sospechado que Du Gard conocía a su padre, pero también pensó que los locales como aquel no eran precisamente los favoritos de Gardiner Kincaid.
– Antes de que su padre partiera de viaje, estuvo en el teatro. Me dijo que usted vendría y me pidió que velara por usted.
– Él… él… ¿le pidió que velara por mí? -El asombro de Sarah iba en aumento. Para ella era una novedad que Gardiner Kincaid incluyera en su círculo de amistades a feriantes y charlatanes…
– Oui, y eso es lo que he hecho -explicó Du Gard simplemente-, aunque su vida versátil no me lo ha puesto fácil.
– Mi vida, monsieur, no le incumbe -puntualizó Sarah-. ¿Y qué significa todo esto? ¿Me ha estado espiando? ¿Me ha estado siguiendo?
– No ha sido necesario.
– ¿Cómo que no? Ah, claro, lo olvidaba, ha consultado su bola de vidrio, ¿verdad?
– Es de cristal, de un cristal muy extraño y sumamente valioso -la corrigió Du Gard sin inmutarse-. No debería usted hablar tan despectivamente de mi arte.
– ¿Por qué no? -Sarah se echó a reír-. ¿No pretenderá afirmar que detrás hay algo más que charlatanería?
– Creía que mi pequeña representación la había convencido…
– Ni de lejos. Y menos aún ahora que sé que me ha estado espiando. Así no es muy difícil leer los pensamientos, ¿verdad?
– Conforme. -Du Gard sonrió enigmáticamente.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Sarah molesta, ya que se sentía engañada, no tanto por Du Gard, a quien consideraba un embustero, como por su padre-. ¿Por qué me ha invitado? ¿Por qué este numerito?
– Por precaución -se limitó a decir el francés.
– ¿Por precaución? ¿A qué se refiere?
– Debería irse de París lo antes posible, lady Kincaid -respondió Du Gard serio. La despreocupación que había sulfurado a Sarah había desaparecido súbitamente de su voz.
– ¿Tengo que irme de París? -Sarah sacudió la cabeza sin comprender-. ¿Por qué?
– Porque he tenido un sueño, por eso.
– ¿Ha tenido un sueño? ¿Ha soñado conmigo? Vaya, la cosa va mejorando…
– Non. Con su padre.
– ¿Con mi padre? -Sarah se sobresaltó-. Entonces… Entonces ¿sabe usted dónde está?
– Vaya, ¿de repente cree en mi arte?
– Déjese de jueguecitos, Du Gard -exigió Sarah con severidad-. Si sabe algo de mi padre, dígamelo.
– ¿De verdad quiere saberlo?
– Naturalmente -resopló Sarah irritada-. ¿A qué viene esa pregunta absurda?
– Lo pregunto porque saber demasiado puede ser una carga, lady Kincaid -dijo Du Gard, y Sarah se sorprendió de no percibir ni malicia ni arrogancia en su voz-. La vida de su padre corre peligro.
– ¿Corre peligro? ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé.
– ¿Cómo?
– Ya se lo he dicho…
– Por un sueño. -Sarah hizo un mohín despectivo-. ¿Y pretende que le crea?
– Naturalmente, es usted libre de seguir considerándome un charlatán, ma chére -replicó Du Gard tranquilamente-. También puede conformarse con insultarme y salir furiosa de mi camerino, pero entonces no sabrá lo que le ha dejado su padre.
– Mi padre… ¿ha dejado algo para mí? ¿A usted? Du Gard sonrió.
– Alors, en su boca suena como si hubiera sido mejor que su padre lo tirara al río.
– De ningún modo, yo… -Sarah bajó la mirada, avergonzada. Que Du Gard la hubiera hecho sonrojarse, aunque él tuviera más motivos para ello, sería una nueva razón para cantarle las cuarenta. Pero la perspectiva de que le contara algo sobre su padre hizo que Sarah olvidara su indignación-. Escúcheme, tengo claro que no hemos tenido un buen comienzo -dijo-, pero usted también tiene algo de culpa. Me ha obligado a salir ante los espectadores y ha hecho públicas ciertas cosas que no le importan a nadie.
– Y me disculpo por ello -contestó Du Gard, desconcertándola-. Pero, a veces, los modos más llamativos son los menos llamativos, usted ya me entiende.
– Sinceramente, no entiendo una palabra.
– Tenía claro que mi actuación la enojaría y vendría a verme entre bastidores. Et alors, aquí está y podemos hablar sin que nadie nos observe.
– ¿Observarnos? ¿Quién?
– Las personas que posiblemente le pisan los talones.
– ¿Qué tipo de personas?
– No lo sé. Su padre solo hizo algunas insinuaciones cuando vino a verme, pero se notaba que temía algo.
– ¿Mi padre temía algo? -Sarah se echó a reír-. ¿Está usted seguro de que hablamos de Gardiner Kincaid?
– Absolutamente.
– Entonces no conoce a mi padre o haría bien comprando una nueva bola de cristal, Du Gard, porque mi padre nunca ha temido nada.
– Bueno, quizá no lo conoce tan bien como cree -objetó Du Gard sonriendo débilmente, y con ello tocó sin querer (¿o lo hizo adrede?) el punto más vulnerable de Sarah.
– A usted no le importa cuánto conozco a mi padre -advirtió Sarah-. No tengo por qué justificarme ante usted.
– Non, pero debería escucharme. Cuando su padre vino a verme, parecía angustiado.
– ¿Cuándo fue? -preguntó Sarah.
– Hará unas ocho semanas.
Sarah se mordió los labios: poco antes, su padre había partido de Londres. Lo que Du Gard decía al menos no contradecía lo que ella sabía…
– No me dijo en qué estaba trabajando ni qué le traía por París, pero me reveló que usted probablemente llegaría pronto. Y me pidió que le entregara esto.
Du Gard cogió una llave que llevaba colgada al cuello y abrió el cajón superior del tocador. Metió la mano y sacó un paquete pequeño con forma de dado, envuelto en papel aceitado.
Sarah cogió el objeto, extrañada. Estuvo a punto de caérsele de las manos, ya que era más pesado de lo que su tamaño hacía suponer.
– ¿Mi padre no le dijo nada más? -inquirió mientras se disponía a abrir el paquete.
– Non. Poco después partió hacia un destino desconocido.
– ¿Y no ha sabido más de él?
– Non, deduzco que igual que usted.
Sarah pasó por alto el sarcasmo de Du Gard y centró su atención en el paquetito. El papel crujió al desenvolverlo, lo apartó y finalmente apareció el objeto que, supuestamente, Gardiner Kincaid había depositado para ella.
Era una pieza cúbica de metal como nunca había visto.
Las aristas debían de medir diez centímetros, el material era hierro y estaba cubierto de óxido. Las caras del cubo presentaban unos grabados que aún se reconocían a pesar de la corrosión; con solo girar el cubo en la mano, reconoció las cinco primeras letras del alfabeto griego, una distinta adornaba cada lado del cubo. La sexta cara estaba grabada con un signo o un símbolo que Sarah no conocía: una elipse con ornamentos en forma de haz que, por su estilo, no cabía duda de que no era de origen griego. El peso del artefacto proporcionaba más enigmas, puesto que el cubo era demasiado ligero para ser macizo pero tan pesado que no podía estar hueco.
– ¿Qué es? -se preguntó Sarah en un susurro y sin esperar respuesta.
– Je ne sais pas -contestó Du Gard meneando la cabeza-. Como ya le he dicho, su padre parecía tener mucha prisa, seguramente por eso no tuvo tiempo de explicármelo. Pero me pidió que lo guardara y se lo entregara a usted cuando viniera a París.
– ¿Y no le dijo nada más?
– Mais oui! -afirmó Du Gard-. Me advirtió que, si él se hallaba en peligro, usted debía coger el objeto y llevarlo a Inglaterra. Dijo que Londres no sería un lugar seguro y que viajara hasta Yorkshire y esperara su regreso en Kincaid Manor.
– ¿Y el cubo?
– Sobre eso no dijo nada, solo que usted debía guardarlo como una reliquia, puesto que se trata de una pieza de un valor incalculable.
– ¿Y espera usted que le crea? – preguntó Sarah con desconfianza-. Hasta ahora no me ha dado ninguna prueba que demuestre sus extravagantes afirmaciones.
– Concede. Pero usted tiene el cubo en las manos. Y, si no me equivoco, es la primera señal de vida que ha tenido de su padre en los últimos meses, n'est-cepas?
– Eso es cierto -admitió Sarah, y agitó el cubo en la mano.
– Tendrá que conformarse con mi palabra de honor, lady Kincaid -concluyó Du Gard-. Piense en las circunstancias en que nos hemos conocido. Yo le hice llegar una invitación para mi espectáculo, ¿por qué iba a hacerlo si no sintiera afecto por su padre?
– ¿Quién sabe? -replicó Sarah arisca-. ¿Quizá para presentarme ante el público?
– Por Dios, ya me he disculpado. Las mujeres británicas… ¿son siempre tan rencorosas?
– A veces -concedió Sarah sonriendo irónicamente-. Dejar que me juzguen en público se está convirtiendo en una mala costumbre.
– Alors, ¿me cree o no?
– Qué remedio -resopló Sarah, mientras en su pecho bullían sentimientos encontrados.
Por un lado contaba con la alegría de tener noticias de su padre, pero esta quedaba atenuada por el hecho de que el artefacto no proporcionaba información alguna sobre si Gardiner Kincaid se encontraba sano y salvo. Por otro, Sarah tenía que tragarse que tanto el cubo como las noticias sobre su padre le llegaran de manos de un completo desconocido. Nunca había oído el nombre de Maurice du Gard, ¿y él pretendía ser un buen amigo de su padre? Si era así, ¿por qué nunca se lo había presentado el viejo Gardiner? Más aún, ¿por qué nunca le habló de él?
De acuerdo con que, en sus incontables viajes por todo el mundo, Gardiner Kincaid había tratado con mucha gente y era imposible que Sarah los conociera a todos, pero no alcanzaba a comprender cómo encajaba con su padre un personaje del talante de Du Gard. ¿Y qué diantre era aquel misterioso artefacto que, supuestamente, le había dejado?
Sarah se sentía molesta por no conocer la respuesta a esas preguntas, pero no conseguía descartarlas por mucho que intentara convencerse de que no hacerlo era ridículo y también infantil. ¿Por qué había accedido a quedarse en Inglaterra para procurar al menos convertirse en una lady respetable? ¡Por su padre! Para complacerlo se había sometido a las obligaciones sociales y había ido a Londres con el firme propósito de honrar el nombre de su padre, pero no lograba reprimir la sensación de que aquello había sido un error…
– Antes ha dicho que mi padre corría un gran peligro -insistió.
– Oui, c'est vrai.
– ¿Cómo lo sabe? Y no me venga otra vez con bolas de cristal…
– Tuve un sueño -respondió Du Gard con voz pastosa.
– A fe mía que sí -replicó Sarah con acritud y señalando la botella medio vacía-. Seguro que suele tenerlos después de echar un mano a mano con el hada verde.
– En la absenta se ocultan algunas verdades -constató Du Gard seriamente, ignorando el tono de reproche del comentario de Sarah-. Pero en este caso no tiene nada que ver. Quizá «sueño» no sea la palabra adecuada. Fue más bien una visión que tuve de su padre…
– ¿Una visión?
– Me asaltó hace unos días, poco antes del inicio de mi actuación. Yo estaba detrás del telón, esperando para entrar en escena, cuando vi a su padre y…
– ¿Sí? -quiso saber Sarah.
– Nada importante. -Du Gard sacudió la cabeza-. No es bueno que la gente sepa demasiado sobre el futuro.
– ¿Y eso lo dice precisamente usted? ¿Un hombre que se gana la vida prediciéndolo?
– Ce n'estpas la méme chose -objetó Du Gard-. Un adivino solo muestra a la gente lo que ya existe. Un vidente es capaz de ver el futuro.
– ¿Y usted es un vidente?
– Al menos, eso parece.
– ¡Maldita sea, Du Gard! -se sulfuró Sarah-. Deje de hablar con enigmas. La situación es demasiado seria.
– Soy consciente de ello, lady Kincaid. Y le aseguro que me expresaría con más claridad si pudiera.
– ¿Qué insinúa?
– Que no puedo. No sé de dónde vino la visión. Simplemente, la tuve.
– ¿Quiere decir que simplemente pasó? Du Gard asintió con la cabeza.
– Aquel día no había pensado en su padre, ni siquiera me sentía preparado para una revelación del futuro; al fin y al cabo, faltaba poco para mi actuación y estaba totalmente concentrado en otras cosas. Sin embargo, ocurrió; yo tampoco consigo explicármelo. Era real, ¿comprende? ¡Era real!
– Quiere decir que no era como lo que hace en el escenario -concluyó Sarah sin darle tregua.
– Admito que, ante el público, echo mano un poco de aquí y de allá para acrecentar el efecto dramático. Pero aquella visión fue otra cosa. Vi las imágenes con mucha claridad, como si estuviera persiguiendo al dragón, pero estaba completamente sobrio.
– ¿Perseguir al dragón? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Se refiere a lo que creo?
– ¿Por qué esa mirada de reproche? Unos usan los opiáceos para desatar sus fuerzas creativas y otros para huir de la tristeza de sus vidas. Yo, en cambio, para ampliar mi consciencia.
– ¿Y…? ¿Funciona?
– En ocasiones -afirmó Du Gard-. El opio ayuda al espíritu humano a desprenderse de la realidad y a abrirse a lo sobrenatural. Pero a lo mejor pronto dejo de necesitarlo, porque aquella visión no estuvo relacionada con él. Vi a su padre tan claramente como la veo a usted ahora. Pude reconocer claramente que su vida corría peligro y también supe que estaba viendo el futuro.
– ¿Cómo lo sabe?
– No pregunte. Su padre confiaba en mis habilidades, hágalo usted también. Le he entregado el cubo junto con el ruego que él expresó de que regrese a Inglaterra y lo espere allí.
– ¿Y espera usted que lo haga?
– ¿Qué remedio le queda?
– Me temo -dijo Sarah con plena satisfacción- que no conoce a las mujeres, monsieur Du Gard, y menos aún a las inglesas. Ignoro cuáles son las costumbres de su tierra, pero las británicas no abandonamos a los seres que amamos cuando necesitan nuestra ayuda.
– C'est vrai, no las conozco -admitió Du Gard-, pero conozco a su padre. Y por eso creo que debería hacerle caso y regresar cuanto antes a Inglaterra.
Du Gard esbozó una débil sonrisa, pero resultó forzada. No parecía tan lleno de frescura como antes; estaba sentado ante el espejo, debilitado y abatido, y se le habían formado unas profundas ojeras. La actuación parecía haberlo agotado más de lo que al principio aparentaba…
– No pienso hacerlo -anunció Sarah, obstinada-. Intentaré descubrir dónde se encuentra mi padre. Y, si realmente se halla en peligro como usted dice, haré todo lo posible por salvarlo.
– No es una buena idea.
– ¿Qué esperaba? ¿Que, después de todo lo que me ha contado, me vaya a casa como una buena niña y espere? -Puesto que no sabe dónde se encuentra su padre… -Tengo el cubo -arguyó Sarah, y miró de nuevo el objeto que guardaba en su mano-. Es un primer indicio. Averiguaré por qué le importa tanto. Luego, ya veremos.
Du Gard suspiró y se frotó las sienes; parecía aún más cansado que antes.
– Sabe que su padre sospechaba que diría algo así.
– ¿Y?
– Me encargó que la disuadiera.
– No puede -dijo Sarah convencida y dio media vuelta, decidida a irse-, y mi padre tampoco podría. Buenas noches, monsieur Du Gard. Y gracias por…
– Espere.
Sarah se dio la vuelta.
– ¿Qué quiere?
– ¿Está segura de que realmente lo hace por su padre?
– ¿Qué insinúa?
– Nada. Puede que me equivoque -replicó Du Gard, y esbozó una sonrisa que no gustó nada a Sarah.
¿Por qué tenía la sensación de que Du Gard se burlaba de ella? No solo se entrometía en asuntos que no le incumbían; además, su manera de insinuar cosas y luego no expresarlas abiertamente era enervante.
– Eso es cosa mía -le espetó con brusquedad-. Usted ocúpese de sus asuntos y deje de meter las narices en cosas que no le importan.
– No crea que no me gustaría -aseguró Du Gard-, pero, por desgracia, me es imposible.
– ¿Por qué? -resopló Sarah.
– Porque se lo prometí a su padre -explicó Du Gard, cansado y un poco resignado-. ¿Me concedería el honor de cenar conmigo mañana?
Una vez más, Sarah estaba perpleja.
– ¿Primero me ofende y luego me invita a cenar?
– ¿Por qué no? -dijo Du Gard, y un ligero soplo de diversión cruzó sus ojos. Ya no parecía capaz de sentir verdadera alegría.
– Pero apenas lo conozco…
– Si no confía en su juicio, confíe en el de su padre. Soy un amigo, Sarah. Quiero ayudarla.
– ¿Cómo? ¿Con eso? -dijo Sarah señalando la botella de absenta. No se había dado cuenta de que Du Gard la había llamado con toda confianza por su nombre de pila.
– No debería burlarse -replicó el, algo herido-. Quizá la verdad que surge de la absenta le será útil algún día.
Sarah volvió a sorprenderse de tener sentimientos de culpa hacia él. Era como si Maurice du Gard despertara a la vez lo peor y lo mejor de ella, y su presencia la turbaba más de lo que ningún otro hombre había conseguido antes, por mucho que ella lo atribuyera ante todo al misterioso artefacto y a las noticias tranquilizadoras.
– Está bien -convino-. Acepto. Me alojo en el hotel…
– Ya lo sé -dijo él-. Haré que pasen a recogerla hacia las siete.
– ¿A las siete? -Sarah enarcó las cejas-. Un poco tarde para una cena.
– No estamos en Inglaterra, ma chére -replicó Du Gard encogiéndose de hombros-. Mientras se encuentre en París, tendrá que adaptarse a nuestras costumbres.
– De acuerdo.
– ¿Quiere que la acompañe?
– No hace falta, mi cochero espera a un par de manzanas.
– Tenga cuidado, Sarah.
– No se preocupe -contestó.
Miró por última vez al excéntrico francés, que ya no solo parecía cansado y agotado, sino mucho más envejecido, dio media vuelta y salió del camerino.
Diario personal de Sarah Kincaid
Anotación posterior
Lo admito: estaba furiosa.
Furiosa con Maurice du Gard, que parecía saber más de lo (que confesó y me trató como a una colegiala insensata. Además, ¿me dijo la verdad? ¿Puedo confiar en él?
Parece evidente que mi padre lo hizo, pero tampoco hay pruebas de ello. Mi única pista era el cubo. Lo llevaba encima y su peso me recordaba a cada paso que tenía que solucionar su enigma.
¿No podría haberme ayudado Du Gard en vez de importunarme con sus descarados reproches? ¿A él qué le importa si me pongo a buscar a mi padre? ¿Qué sabrá él lo que significa limar a alguien y temer perderlo?
Aquella noche salí del teatro furiosa, desconcertada y desorientada; solo así se explica lo que ocurrió más tarde…
Sarah cruzó el vestíbulo y salió a la calle.
Si pensaba que con ello regresaría a la sobria realidad desde el brillante mundo de las apariencias del teatro de variedades, se equivocaba, puesto que, al otro lado de las lámparas de araña y de la seda roja de Le Miroir Brisé, el demimonde había cobrado vida, envuelto en el manto de la noche.
En el hotel, Sarah había oído contar qué significaba la hora en que las callejuelas angostas y empinadas de Montmartre se transformaban en un panóptico de personajes salvajes que no parecían pertenecer a un sueño ni a la realidad, que solo allí podían tener su hogar. Un mundo de contrastes: la belleza se emparejaba con la fealdad. La alegría con la tristeza. La luz con la oscuridad. El lujo con la miseria más amarga.
Y a menudo ocurría literalmente…
Al ver un fuego ardiendo que iluminaba las fachadas deslucidas, Sarah se dio la vuelta, pero solo era un artista callejero de piel oscura y con turbante, lo cual permitía deducir que procedía de tierras exóticas, que entretenía a los transeúntes lanzando bolas de fuego hacia el cielo nocturno.
Las calles cercanas a la place du Tertre estaban abarrotadas de gente; en las aceras y en las callejuelas imperaba una gran animación. Podías toparte tanto con hombres elegantes, que llevaban frac y chistera y tenían los ojos brillantes por el alcohol, como con mujeres jóvenes muy maquilladas, que habían embutido sus cuerpos exuberantes en vestidos de seda estampados de colores vivos y con unos escotes tan profundos que enseñaban más de lo que ocultaban. Con una sonrisa agridulce, buscaban atraer clientes a los locales y a los burdeles y generalmente no necesitaban esforzarse mucho; parecía haber messieurs adinerados de sobra que, ávidos de diversión, hacían caso omiso de toda moral. Además, por todas partes actuaban músicos y rondaban arlequines que se burlaban de la gente haciendo bromas groseras. Todo parecía estar permitido y nada prohibido en aquel curioso lugar, donde parecían coincidir todas las filiaciones y colores de piel.
La tentación era omnipresente: un grupo de liliputienses, que se reían como niños, deambulaban anunciando un espectáculo de variedades, y los carteles y letreros pintados con colores vivos que tapaban los desconchados de las paredes atraían hacia todos los placeres imaginables: teatro, baile, música y diversión para los que buscaban distracciones ligeras, y absenta y amor venal para los demás. Nadie escuchaba al predicador que, al final de una hilera de casas, hablaba del Juicio Final, de Sodoma y Gomorra y de la ira de Dios, y añadía que este observaba a todos los pecadores y los castigaría con la muerte. El ansia insaciable de placer y diversión parecía ser común a toda la gente del barrio.
La electricidad ya había llegado a París, la ciudad más moderna del mundo, y muchas de las fachadas que se extendían desde la rué Lepic hasta la place du Tertre en dirección hacia la place Pigalle, estaban iluminadas. En algunos edificios de entramado aún se reconocía su origen rústico; otros habían desaparecido detrás de opulentas decoraciones: aquí saludaban unas misas romanas, allí Dioniso, el dios del vino. Las ventanas de los bares estaban abiertas de par en par, lo cual permitía a las cabareteras asomarse hacia fuera y así, como quien no quiere la cosa, mostrar el contorno del pecho para alegría de los hombres sedientos de placer. De tanto en tanto aún se veía a alguno de los incontables artistas que hacían vida en Montmartre y que se inspiraban en la viva animación pecaminosa, generalmente jóvenes pálidos que poblaban bares y locales con el pelo enmarañado y la mirada vacía. Al caer la noche, la bohemia y la burguesía se reunían a pesar de todas las barreras políticas y formaban un extravagante corro que acogía a cualquiera que se encontrara en la zona.
Menos a Sarah Kincaid.
Aunque al principio aún la fascinaba la libertad sin condiciones que parecía imperar en Montmartre, era consciente de que aquel lugar no carecía de cierta decadencia. En todas las épocas de la humanidad, la búsqueda del placer por el placer había sido un signo de ocaso inminente y, después de todo lo que Sarah había visto y presenciado con Maurice du Gard, no podía evitar ver un mal presagio en los ojos brillantes por la absenta y en los rostros rígidos convertidos en máscaras sonrientes. En sus oídos, las risas se transformaban en risotadas demoníacas, acompañadas por las notas estridentes de pianos y acordeones.
El extraño artefacto que Sarah llevaba consigo envuelto en papel aceitado, ¿qué importancia tenía? ¿Por qué no lo mencionaban en el telegrama? ¿Por qué su padre se lo había dado a Du Gard en vez de enviárselo a ella a Londres? Y, sobre todo: ¿dónde estaba Gardiner Kincaid?
¿Adonde había ido al salir de París? ¿Dónde se encontraba ahora? ¿Y en qué consistía el peligro que, al parecer, lo amenazaba?
Sarah venció con la fuerza de la razón el temor que se apoderaba de ella. Temía por su padre, pero también sabía que ese miedo era producto de la impotencia que la embargaba. Saber que la vida del viejo Gardiner corría peligro y no poder ayudarlo era casi peor que no saber nada de él. Por muy vaga que fuera la información que había recibido, la utilizaría para encontrar a su padre y advertirlo. Suponiendo que no fuera demasiado tarde…
Du Gard no había dicho cuándo tendrían lugar los acontecimientos que había contemplado en su visión ni si se podía impedir que ocurrieran y Sarah, prudentemente, no se lo había preguntado. Nadie le impediría buscar a su padre.
Ni siquiera su propio padre…
Mientras las riadas de gente alegre la empujaban por los callejones del barrio, Sarah pensaba en los símbolos grabados en las superficies del cubo: las cinco primeras letras del alfabeto griego y otro signo que Sarah no conocía, pero que le resultaba un poco familiar. Si hubiera tenido que especificar su origen, habría adscrito el estilo al Antiguo Oriente: hitita, aunque también podía ser asirio o babilónico.
Pero ¿qué revelaba aquello sobre el cubo?
¿Para qué servía el artefacto que su padre parecía haber guardado como una reliquia?
¿Por qué Gardiner Kincaid no había dejado ninguna nota para describirle, aunque fuera someramente, de qué se trataba? ¿Por falta de tiempo? ¿Por motivos de seguridad?
Sarah recordó con malestar que Du Gard le había contado que su padre parecía apurado y receloso. No podía imaginar a Gardiner Kincaid teniendo miedo. Pero, evidentemente, él también era un ser humano, y entonces la asaltó el mal presentimiento de que su padre se había mezclado con poderes que excedían ampliamente sus habilidades y su coraje. Y, mientras aún se preguntaba cómo podía relacionar todo aquello, se dio cuenta de que las risas y la voces se iban extinguiendo a su alrededor, igual que los sonidos metálicos de la música.
El pelotón de sedientos de placer que la había prendido y arrastrado había desaparecido en uno de los innumerables locales, y Sarah se encontró sola en medio de una callejuela estrecha, que se prolongaba entre fachadas ruinosas y estaba únicamente alumbrada por la pálida luz de la luna que se filtraba entre los tejados.
Extrañada, Sarah miró a su alrededor y constató que se había extraviado. En vez de seguir el torrente de gente a lo largo de una sola manzana, como era su intención, inmersa en sus pensamientos había pasado de largo por la parada de los cocheros y se había adentrado sin querer en las entrañas revueltas y oscuras de Montmartre.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Sarah se fue dando cuenta de que no estaba tan sola como había pensado. En los vanos y en las entradas a los sótanos se acuclillaban personajes de aspecto miserable que encarnaban el reverso del hedonismo y la gula. Vio a niños harapientos, con ojos hundidos y mejillas chupadas, que se arrimaban llorando a sus madres; borrachos que mataban el tiempo en los portales de las casas, mascullando cosas sin sentido; hombres con sombreros calados hasta las cejas y rostros desfigurados por cicatrices, que no prometían nada bueno; finalmente, una figura de cabellos largos, cuyo sexo no podía determinarse con claridad. Con su boca destentada, que desprendía un hedor a putrefacción y matarratas barato, sonrió a Sarah mientras parecía mirarla sin vería con sus ojos turbios.
– ¿Qué, criatura? ¿Buscas placer? Me temo que aquí no vas a encontrarlo…
El o ella soltó una risotada y Sarah se echó atrás, asustada, solo para pisar algo con el tacón de una bota. Se oyó un chillido agudo y un tropel de cuerpos grises rechonchos se alejó de allí deslizándose sobre el pavimento sucio y arrastrando tras de sí las delgadas colas.
Ratas…
Sarah hizo una mueca de asco y la figura de cabellos largos, que probablemente había perdido la razón, se echó a reír aún más fuerte. Su risa desbocada resonó en las fachadas deslucidas y siguió a Sarah, que había dado media vuelta para alejarse rápidamente de la desagradable compañía.
No fue muy lejos.
Justo cuando se acercaba a la salida del callejón, hacia la luz clara y tranquilizadora del alumbrado público que penetraba por allí, Sarah divisó una figura grande y lúgubre que le obstaculizaba el camino.
Se detuvo instintivamente.
Solo pudo reconocer a contraluz la silueta del extraño, pero notó la amenaza que partía de él. Una capa negra cubría abombada su estatura gigantesca; una frialdad gélida y mortal parecía precederlo.
Sarah contuvo el aliento; luego hizo lo que su instinto, adiestrado en incontables aventuras, le aconsejaba.
Emprendió la huida.
Sin pararse a pensar ni un momento en quién era el extraño o qué quería, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos tan deprisa como el vestido, cortado a la moda parisina, y los zapatos de tacón alto se lo permitieron, y pasó por delante de la persona enloquecida de cabellos largos, cuyas risas ya se habían transformado en chillidos delirantes. Uno de los hombres con sombrero debió de ver en Sarah a una víctima fácil y se dispuso a ir tras ella, pero su compinche lo retuvo. Ambos observaron acobardados la gran sombra que se acercaba por la callejuela, pisándole los talones a la joven.
Atosigada, Sarah miró atrás por encima del hombro. Su presentimiento no la había engañado: la figura oscura le seguía los pasos con determinación. ¿Quién era aquel tipo y qué quería? Sarah comprendió que no era el momento ni el lugar adecuados para preguntárselo. Tenía que irse de allí, deprisa, hacia la calle y el cochero que la esperaba…
Temiendo alejarse aún más de su meta, giró por un callejón que discurría en zigzag y subía por unos escalones empinados entre una maraña de casas. La asaltó el aroma aturdidor del opio y, a la luz macilenta que salía de las ventanas de los sótanos, Sarah distinguió a unos hombres cuyos rostros ensimismados de expresión pétrea apenas tenían ya nada de humanos. Era como si la mirada vidriosa y sin vida de sus ojos no quisiera regresar nunca más a la realidad. Estremecida, Sarah continuó avanzando a toda prisa; la sombra aún la perseguía.
Aceleró el paso. Habría querido librarse de las botas, que eran más un estorbo que una ayuda, pero si se paraba para desabrochárselas, el perseguidor la alcanzaría antes…
Siguió avanzando y tropezó en la penumbra con la basura tirada en el suelo. Intentó sujetarse, en vano. Sarah cayó de bruces sobre el pavimento sucio y se hizo sangre en los codos y en las rodillas. Notó que alguien se le acercaba por un lado, levantó la vista instintivamente y vio una horrible cara desfigurada que no tenía nariz. Sarah no pudo más que proferir un grito de terror, se puso en pie y siguió corriendo. Otra figura deformada, que llevaba una casaca militar sucia, se le aproximó cojeando desde la oscuridad.
– Una limosna para los veteranos… -murmuró con voz ronca, pero Sarah ya se había ido.
Mirando atrás, acosada, siguió avanzando deprisa por la callejuela que serpenteaba entre las fachadas negras. En las sombras que proyectaba la luz de la luna era imposible distinguir al perseguidor, pero Sarah sabía que le pisaba los talones. Podía oír sus pasos y su respiración jadeante, y descubrió con espanto que le estaba ganando terreno. Al caerse había perdido unos segundos preciosos, segundos que quizá le costarían la vida.
Sarah corrió tan deprisa como pudo, impulsada por el temor y el pánico más extremo, esperando ya la garra que se lanzaría sobre ella, la atraparía por la nuca, la arrastraría hacia las tinieblas y no tendría escapatoria…
Casi sin aliento, siguió el recodo que describía la callejuela y que, más que verse, se intuía en la oscuridad. Palpando con ambas manos las paredes húmedas, continuó avanzando y cayendo, y de repente distinguió el final de la calle, que se le apareció como un fanal lejano que la atraía. Le llegó un barullo de voces y música, la alegre animación del demimonde, que ahora le parecía falsa y forzada. Algo semejante al fruto que por fuera parece dulce y apetecible, aunque por dentro lo hayan devorado la podredumbre y los gusanos.
Una mirada atrás por encima del hombro…
En su propia sombra, proyectada por la luz del alumbrado, Sarah no consiguió distinguir nada, pero seguía oyendo la respiración de su perseguidor. Continuó corriendo, impulsada por el pavor, y lanzó un grito de desesperación al que nadie prestó oídos en medio de tanta animación. El final de la callejuela parecía inalcanzable; sus pasos, tremendamente lentos.
La alcanzó la frialdad aniquiladora que antes creyó notar y presintió que en aquel instante una mano helada la agarraría. Sarah se agachó instintivamente y notó aire en la nuca; tuvo la impresión de que algo había fallado el blanco por muy poco. Continuó corriendo a trompicones y enseguida llegó al final de la calle.
Luz viva y letreros de colores chillones, enanos con trajes de arlequín llenos de colorido, chisteras caladas por encima de caras enrojecidas por el alcohol, una canción entonada por una voz de contralto ronca y el lamentable vómito de un hombre bien vestido que estaba devolviendo: esas fueron las impresiones que la asaltaron a modo de chispazos. Sarah salió atropelladamente de la callejuela y fue a parar delante de un coche tirado por dos caballos que circulaba por la calle. Los animales relincharon y se encabritaron cuando el cochero detuvo la marcha abruptamente. Sarah retrocedió espantada, aceleró el paso y llegó por fin a la otra acera.
Se apoyó de espaldas a una pared resquebrajada y colmada de restos de carteles. El corazón le dio un vuelco mientras intentaba recuperar el aliento y miraba fijamente la acera de enfrente, donde desembocaba la callejuela que la acechaba como unas fauces hambrientas. Esperaba ver aparecer por allí en cualquier momento la gran sombra amenazadora que le había estado pisando los talones, pero no ocurrió nada.
No vio a la misteriosa figura ni apareció nadie por la callejuela. Fuera quien fuera su perseguidor, parecía haber abandonado la cacería.
Sarah respiró tan profundamente como le permitía el corsé de su vestido y exhaló un suspiro de alivio. Los chispazos de luz que había percibido en su entorno se desvanecieron y Montmartre volvió a presentarse como lo que realmente era, un río lleno de ruidos y colorido, que Sarah por fin volvía a apreciar.
De repente cayó en la cuenta de que no sabía dónde la había llevado su salvaje huida. ¿Dónde se encontraba? ¿Cómo se llamaba aquella calle?
Sarah se apartó de la pared y bajó de la acera. Entonces, de repente, una mano ruda le tocó la espalda y Sarah vio con el rabillo del ojo una figura oscura envuelta en una capa ancha…
– ¿Milady…?
Sarah se dio media vuelta, horrorizada, y vio los rasgos toscos de Henderson, su cochero.
– ¡Dios mío! -exclamó, y se dio cuenta de cómo le temblaban las rodillas. El ligero bronceado de su tez había dejado paso a una palidez enfermiza; un sudor frío le corría por la frente.
– Discúlpeme, milady -gruñó el cochero con un acento de Yorkshire inconfundible-, no quería asustarla. Pero, al no regresar a la hora pactada, he empezado a preocuparme por usted…
– Mi buen Henderson… -A pesar del profundo malestar que sentía después del miedo que había pasado, Sarah sonrió-. Mi temor era infundado. Debería haber supuesto que mi fiel Henderson saldría a buscarme.
– ¿Milady tuvo miedo?
Las facciones del cochero, curtidas por el viento y las inclemencias del tiempo, cambiaron de expresión; su preocupación pareció acrecentarse. Hacía muchos años que estaba al servicio de la familia Kincaid y conocía a Sarah desde eme era una niña. Entonces, en ausencia de lord Kincaid, Henderson siempre había considerado un deber personal ocuparse de la seguridad de Sarah, y nada había cambiado todavía. La había acompañado a Montmartre contra su voluntad y no le había hecho ninguna gracia tener que dejarla sola. Con razón, como después tuvo que reconocer Sarah…
– Un poco -dijo Sarah, quitándole importancia para tranquilizarlo, y esbozó una sonrisa que tenía que haber transmitido aplomo, pero que resultó bastante forzada-. Pero ya pasó. Me has encontrado y ahora me sacarás de aquí.
– Eso haré, milady -aseguró Henderson mirando enojado a su alrededor y con la fusta en la mano para intimidar a posibles atacantes.
Pero, de todas las personas, decentes y no tan decentes, que pasaban por la calle y por las aceras, ninguna parecía fijarse en ella. En las miradas ensimismadas de que hacían gala casi todos podía leerse que sus sentidos ya no estaban en el presente.
– Vámonos, milady -rezongó Henderson en tono de reprobación-. A su padre no le gustaría que usted estuviera aquí.
– No estés tan seguro, mi buen Henderson -replicó Sarah pensando en el paquetito en forma de dado que había tenido agarrado convulsivamente entre sus manos todo el tiempo-. No estés tan seguro…
Museo del Louvre,
a la misma hora
Pierre Recassin,
conservador del departamento
de Antigüedades Orientales
Aparecía escrito en letras sobrias sobre el cristal opalino de la puerta en la que se afanaba una figura embozada y vestida de negro de pies a cabeza.
En la penumbra que penetraba a través de los ventanales en los pasillos del ala de administración, solo originada por la tenue luz de la luna, el intruso tenía dificultades para meter la llave en la cerradura. Por fin lo consiguió y la hizo girar con manos temblorosas.
El clic que se produjo y que resonó en el corredor hizo que se quedara un momento inmóvil. Miró con cautela a su alrededor, luego tiró del picaporte, abrió la puerta y desapareció en el interior oscuro de la sala sin ventanas.
Encendió una cerilla y el mobiliario se desprendió de la oscuridad: estanterías vacías y un viejo escritorio situado en el centro de la pieza. En la alfombra podía verse una mancha oscura, que se notaba que habían intentado limpiar, aunque todos los intentos habían resultado infructuosos.
El intruso se quedó inmóvil, mirándola como hechizado, y seguramente habría permanecido así más rato si la cerilla que se consumía entre sus dedos no le hubiera recordado dolorosamente que tenía una misión que cumplir. Se deslizó rápidamente hacia el escritorio y encendió la lámpara de gas que había encima; la puso al mínimo para que no descubrieran la luz y comenzó la búsqueda.
Primero registró los cajones del escritorio y los sacó del todo para estar seguro de que no tenían un compartimiento secreto o doble fondo; luego se puso a revisar las estanterías, golpeando la madera por todas partes cada vez que suponía que detrás había un escondrijo. Pero no encontró nada.
Finalmente se puso a examinar las paredes, golpeó aquí y allá, en todos los sitios que le parecieron sospechosos, y con ello atrajo la atención de quien no quería.
Enfrascado en la búsqueda, el intruso no se dio cuenta de que dos vigilantes uniformados se acercaban por el corredor. El ruido de los golpes, demasiado precisos y regulares para ser causados por un animal, los habían alarmado y, al ver la luz mortecina que salía al pasillo a través del vidrio opalino, empuñaron el revólver. Se hicieron una señal y al instante irrumpieron en la sala, donde el intruso encapuchado había aceptado que la búsqueda era inútil.
Se dio la vuelta, profiriendo un grito ensordecedor, cuando la puerta restalló contra la pared. Sus ojos, abiertos como platos por el susto, avistaron a los uniformados y las armas que empuñaban, y supo que el juego había acabado.
– Quieto o disparamos -gritó uno de los vigilantes con voz temblorosa-. ¡Ya te tenemos, bribón!
El intruso no hizo amago de huida ni de ofrecer resistencia. Levantó las manos, obediente, para que supieran que no iba armado. En los orificios abiertos en la máscara para poder ver brillaba algo húmedo.
– ¿Quién eres y qué haces aquí? -gruñó el vigilante-. ¡Quítate la máscara!
El encapuchado vaciló. Estaba inmóvil como una estatua de sal, temblando de arriba abajo. El tono duro parecía intimidarlo.
– ¿No me has oído? Quítate esa maldita cosa enseguida, te digo, o te…
El intruso también accedió a esa orden. Con manos temblorosas agarró la máscara y tiró de ella a la vez que echaba hacia atrás la cabeza.
Entonces, los sorprendidos fueron los vigilantes, porque debajo de la tela negra apareció una larga cabellera rubia y una cara que conocían muy bien.
– Madame Recassin -exclamó uno de ellos con espanto-. ¿Qué diantre hace usted aquí?
Diario personal de Sarah Kincaid
Esta mañana me he despertado con una extraña sensación y, abrigada en las habitaciones que ocupo en un hotel cercano al Pont Neuf, ya no recordaba los horrores de la noche anterior.
He abierto los ojos y me encontraba de nuevo entre muebles blancos, paredes tapizadas de rosa y cortinas con olor a flores. La luz de una mañana soleada de verano que se filtraba por las persianas ha desvanecido el recuerdo de mi perseguidor, junto con las impresiones de los bajos fondos de los que fui huésped durante una noche. Muy animada, me he acercado a la ventana, la he abierto y, mientras paseaba la mirada por el río y la isla de la Cité, donde se alzan impactantes las siluetas del palacio de Justicia y las memorables torres de Notre Dame, era incapaz de concretar lo que de verdad había pasado la noche anterior.
¿Realmente me había perseguido una misteriosa figura sin rostro, que llevaba una capa negra como la noche? ¿O aquella vivencia de pesadilla ha sido un engaño, una personificación de la estrambótica realidad que impera en Montmartre durante las horas nocturnas y del cual fui víctima?
He decidido no pensar más en ello y atenerme a los hechos, que ya son bastante interesantes y estimulantes de por sí. El misterioso cubo que me entregó Maurice du Gard es la primera señal de vida que he recibido en semanas de mi padre, pero también me plantea un enigma científico: ¿a qué cultura pertenece el extraño artefacto? ¿De dónde procede y de qué época es? Y sobre todo: ¿para qué servía?
Considero más urgente responder estas preguntas que perseguir a un fantasma que probablemente solo existe en mi imaginación, y por eso he pasado el día investigando. Puesto que me está vedada la entrada en la biblioteca de La Sorbona, he ido a la del Museo del Louvre y he procurado averiguar algo sobre el artefacto y su origen; hasta ahora, sin éxito. Supongo que las letras griegas en las caras del cubo son abreviaturas, mensajes crípticos como era habitual en la Antigüedad. Pero, mientras no tenga un punto departida sobre lo que ocultan, la búsqueda del origen del cubo se asemeja a buscar una aguja en un pajar.
Frustrada por la infructuosa búsqueda, que no me permite avanzar y solo me plantea nuevas preguntas, confío en que pueda darme más información el hombre que me entregó el cubo y que me invitó a cenar esta noche.
Un adivino llamado Maurice du Gard…
París, rué de la Bastille,
18 de junio de 1882
A Sarah la contrariaba tener que reconocerlo, pero estaba impresionada: el restaurante que había elegido Maurice du Gard ofrecía un aspecto magnífico.
Un cochero llamado Justin había pasado a recogerla por el hotel a las siete y cuarto; los franceses no solo cenaban a horas intempestivas, sino que, al parecer, no valoraban demasiado la puntualidad británica. Sarah partió por fin en un carruaje ligero de dos ruedas, no muy distinto a un hansom cab, para disgusto del buen Henderson, quien dejó marchar sola a su señora muy a pesar suyo. Sin embargo, Sarah estaba segura de que podía confiar en Du Gard, al menos en ese aspecto. Quizá el francés se dedicaba a un oficio dudoso, pero también era un caballero. Más recelos le despertaban los gustos de Du Gard, pero comprobó que se equivocaba.
Cruzó las imponentes puertas de entrada que le abrió un portero vestido de uniforme y entró en un espacioso comedor que estaba iluminado por unas lámparas de araña enormes. Las ventanas tenían vidrieras de colores, semejantes a las de las iglesias, y el suelo estaba cubierto de alfombras. A las mesas redondas se sentaban hombres y mujeres distinguidos, a los que servían camareros vestidos con librea; sin embargo, lo más impresionante era la gran cúpula de cristal que se arqueaba sobre la sala y a través de la cual podía verse el cielo crepuscular rojizo. Mientras la claridad del día desaparecía lentamente, el cristal de las lámparas de araña dispensaba una luz resplandeciente. Además, todas las mesas contaban con una lámpara, cuya luz invariable delataba que no funcionaban con gas, sino que allí ya había llegado la edad moderna en forma de electricidad.
Un maítre de aspecto solemne la recibió y la acompañó a una mesa que se hallaba justo debajo del cénit de la cúpula, en el centro de la sala. Sarah comprobó que Du Gard valoraba más la puntualidad que su cochero; ya estaba allí, y su sonrisa forzada delataba que llevaba rato esperándola.
– Lady Kincaid… -dijo mientras se levantaba, luego hizo una ligera reverencia y se dispuso a besarle la mano-. Me alegro de que haya podido venir. Ya pensaba que había rehusado mi invitación…
– De ninguna manera, estimado Du Gard -replicó Sarah con dulzura, y se sentó dejando al francés a media reverencia y sin haber cumplido su propósito-. Pero usted mismo me recomendó que me adaptara a las costumbres locales y como su cochero se ha retrasado…
– D'accord, usted gana. -Se sentó también y la sonrisa desapareció de sus labios-. ¿Vamos a seguir con este juego toda la noche? -preguntó.
– ¿Qué juego?
– Yo la humillo, usted me humilla… Pensaba que podríamos dejarlo.
– Depende de usted -replicó Sarah. – ¿En qué sentido?
– Necesito información -aclaró Sarah.
– ¿Información? ¿Sobre qué?
– Ya lo sabe. Sobre el cubo que le dio mi padre.
– Oui, imagino que quiere saber más cosas -admitió Du Gard-. Y lamento mucho tener que confesarle que no poseo esa información.
– Tonterías. -Sarah meneó la cabeza, malhumorada-. Usted me oculta algo, Du Gard.
– ¿Que yo le oculto algo? -El francés le dedicó una mirada abiertamente recriminatoria-. Alors, ¿no le han enseñado buenos modales en Inglaterra? La invito a cenar y lo único que se le ocurre es hacerme reproches.
– En cualquier caso, sabe más de lo que dice -insistió Sarah, que se había hecho el firme propósito de no dejarse impresionar por el dominio del arte dramático de Du Gard.
– Es posible, ma chére. Mi oficio me permite conocer cosas que pretiero guardarme, pero ninguna afecta a su padre ni al artefacto.
– ¿Está seguro?
– Bien sur.
– ¿De dónde procede el cubo?
– Ya se lo dije: su padre vino a verme y me lo dio.
– ¿Y no le dijo nada? ¿Ni una palabra?
– Non -respondió Du Gard simple y llanamente.
Sarah entornó los ojos y lo escrutó con detenimiento. Pero, por más que se esforzó en ver qué se escondía tras la fachada de la cara pálida de Du Gard, no lo consiguió. O era el mentiroso más astuto que jamás había conocido o decía simple y llanamente la verdad, pensó Sarah. Pero ¿qué motivos tendría para mentirle?
– ¿Ha intentado averiguar algo sobre el cubo? -se interesó Du Gard.
– Naturalmente.
– ¿Y?
– Sin éxito. -Sarah se mordió los labios-. Estoy segura de que las letras griegas tienen un sentido pero, hasta que no descubra cuál es, no podré avanzar.
– ¿Y el emblema?
– Conozco el estilo, pero no soy capaz de determinarlo. Por otro lado, el símbolo me resulta algo familiar, aunque no puedo decir exactamente de qué se trata. Es como si hubiera visto el emblema alguna vez, pero… -Se interrumpió y meneó la cabeza-. Todo esto es bastante desconcertante.
– Eso parece -afirmó Du Gard-. Quizá debería concederse un descanso y procurar tomar distancia.
– ¿Qué insinúa?
– Mon Dieu, ustedes, los británicos, son siempre tan tenaces, igual que los allemands, que olvidan siempre que la vida tiene su propio ritmo y nadie puede determinarlo.
– Claro, y ustedes, los franceses, lo saben de sobra -replicó Sarah irónicamente-. Eso explica por qué su cochero llegó tarde al hotel. Seguramente, las siete no se ajustaban a su ritmo…
– ¿No ha oído hablar nunca del savoir vivre francés? -preguntó Du Gard, pasando por alto la ironía-. ¿Del arte de vivir? No debería tomarse las cosas tan a pecho, Sarah. Intente olvidar, al menos por una noche, lo que tanto la preocupa.
– Es más fácil decirlo que hacerlo -objetó Sarah.
– Ya lo sé. Aun así, debería hacerme caso e intentarlo. Después todo le resultará más fácil, ya lo verá. -Para subrayar sus palabras, Du Gard levantó la copa, en la que brillaba un líquido rojo como el rubí, y dijo con una sonrisa-: Santé.
Sarah dudó un momento; luego no pudo más que sonreír y aceptar la propuesta. El hombre que la noche anterior, a esa misma hora, le había parecido un timador superficial, ejercía sobre ella cierto influjo del que le costaba escapar, aunque no sabía si se debía a su encanto, a su acento, a su inteligencia o, simplemente, a las miradas que le dedicaba. Quizá a todo ello…
– Cheers -replicó Sarah levantando la copa que el camarero ya le había llenado.
Los dos intercambiaron una mirada por encima del cristal brillante y del radiante líquido rojizo. Luego brindaron y bebieron.
El vino tinto era suave y seco, entraba con aquella facilidad de la que acababa de hablar Du Gard.
– Excelente -alabó Sarah mientras volvía a dejar la copa sobre la mesa-. ¿Qué es?
– Me extraña que lo pregunte -contestó Du Gard-. Es un clarete. Un Burdeos y, por lo que sé, goza de mucha popularidad entre sus compatriotas. Estoy seguro de que su padre, un hombre de mundo, tiene algunas botellas en su bodega.
– Es posible, no lo sé. -Sarah sonrió un tanto avergonzada-. Confieso que nunca he entrado en la bodega de Kincaid Manor.
– ¡Qué lastima! -Du Gard chasqueó la lengua, compasivo-. Debería ocuparse más de las cosas hermosas de la vida, Sarah, en vez de estar siempre con sus libros.
– Mis libros -replicó Sarah con contundencia- son mis mejores amigos. Siempre están ahí y me permiten compartir sus conocimientos; y, al contrario que algunos profesores, no se burlan de mí por ser mujer.
– Muy loable por su parte -comentó Du Gard sonriendo, y tomó otro sorbo de vino-. Y bastante aburrido también…
Sarah se disponía a preguntarle qué quería decir con eso, cuando dos camareros se acercaron a la mesa con los entrantes. Los platos estaban cubiertos con unas campanas de plata que no permitían saber qué había en ellos. A Sarah se le hizo la boca agua: ocupada en sus investigaciones, apenas había comido nada en todo el día y tenía mucha hambre. Pero, cuando retiraron las campanas de los platos, su apetito estuvo a punto de esfumarse…
– ¿Qué es eso? -preguntó mirando con recelo.
– Caracoles con salsa a las finas hierbas -contestó Du Gard utilizando el tono de quien habla de algo obvio-. ¿No me diga que nunca los ha probado?
– Sinceramente, no -dijo Sarah y, al ver que Du Gard sonreía aún más ampliamente, se apresuró a añadir-: Pero he comido escorpiones asados y pescado podrido en Siam, y serpiente en la India. Conozco el sabor del lagarto crudo, y en Hong Kong me sirvieron perro.
– C'est tout afait exceptionnel-exclamó Du Gard, al que se le había borrado la sonrisa de la cara-. Me temo que la cocina francesa no puede competir con esos extravagantes bocados. Pero confíe en mí y pruebe los caracoles, son realmente exquisitos.
– Confío en usted -aseguró Sarah, sonriendo-. Al menos en este tema.
– Me tranquiliza oírlo -replicó Du Gard, y sus miradas se cruzaron durante un instante más de lo que los estrictos apóstoles de la moral en Londres habrían considerado aceptable.
Observó cómo Du Gard cogía unas pequeñas pinzas que los camareros habían puesto en la mesa y agarraba uno de los caracoles. Después utilizó el tenedor para extraer la carne y la colocó en una cuchara con abundante salsa a las finas hierbas, que se llevó a la boca con sumo placer. Du Gard rió al ver la cara de recelo de Sarah. Para no seguir poniéndose en evidencia, la joven hizo lo mismo que Du Gard, con un éxito sorprendente. Los caracoles tenían un sabor mucho más delicioso de lo que había imaginado.
– ¿Y bien? -preguntó du Gard esperanzado-. ¿Considera que los caracoles son comestibles?
La sonrisa irónica de Sarah se amplió ligeramente al proferir las siguientes palabras:
– Si sirven para sobrevivir…
Por un momento consiguieron mantenerse serios, luego estallaron en sonoras risas que atrajeron la atención de los demás comensales y también del maítre, quien les dedicó una mirada reprobatoria.
– Deberíamos comportarnos -advirtió Sarah-. No creo que nuestra conducta sea adecuada en un sitio como este.
– Oh, vamos, no sea así. -Du Gard hizo un gesto de desaprobación con la mano antes de coger otro caracol con las pinzas-. No debería preocuparse tanto de lo que piensen o digan los demás. Al fin y al cabo, no estamos en Londres, sino en París, la ciudad de la libertad.
– Cierto -se limitó a decir Sarah.
– Las razas, las religiones, los sexos, las clases sociales -prosiguió Du Gard-, todas esas diferencias solo existen en nuestras mentes. Son producto de la imaginación, nada más.
– Pero son muy reales.
– Solo porque las personas las hacen realidad. Esa es una diferencia, n 'est-ce pas?
Sarah observó perpleja a su interlocutor. Du Gard decía lo que ella pensaba: el hombre al que veinticuatro horas antes le habría gustado ver en el fondo del mar no se cansaba de sorprenderla.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el francés, aún masticando.
– Nada -respondió Sarah meneando la cabeza-. Tan solo constato que usted no es como yo creía.
– ¿En serio? -Du Gard parecía divertirse mientras se limpiaba las manos con la servilleta y procedía a seguir meticulosamente con su trabajo-. Y, si me permite la pregunta, ¿cómo creía que era?
– Distinto -se sinceró Sarah-. Esclavo de las apariencias y superficial. Y, si he de serle franca, también lo consideraba un cobarde.
– ¿A mí? ¿A Maurice du Gard? -exclamó riendo.
– ¿Qué le parece tan divertido?
– 'En primer lugar, ma chere, mi oficio consiste en ver más allá de las fachadas que las personas levantan a su alrededor; aunque solo sea por eso, la superficialidad es un lujo que no puedo permitirme.
– ¿Y en segundo lugar? -preguntó Sarah.
– No se puede llamar cobarde a alguien que se dedica a buscar la verdad, lo haga como lo haga. Usted debería saberlo de sobra. Piense en su padre.
Sus miradas volvieron a cruzarse y, aunque esta vez Sarah estaba en guardia, se descubrió de nuevo teniendo mala conciencia.
¿Qué tendría aquel francés?
Había momentos en que Sarah se sentía unida a aquel hombre como solo se sentía con muy pocas personas, pero poco después volvía a tener la impresión de que sus mundos no tenían nada que ver. ¿A qué se debería? ¿A Du Gard, que continuamente la dejaba aproximarse y luego, bruscamente, la rechazaba? ¿O a sí misma, que primero se le acercaba y luego volvía a alejarse por miedo a abrirse demasiado?
A Sarah se le erizaron los cabellos al reconocerlo, pero se sentía extrañamente atraída y repelida a la vez por aquel hombre, y era muy posible que ya se le hubiera acercado más de lo que le convenía…
– ¿Cómo conoció a mi padre? -preguntó para cambiar de tema.
– Fue hace unos años. Si no me equivoco, había venido a París para dictar unas conferencias.
– ¿Dónde lo encontró?
– De hecho, fue más bien al revés. -Du Gard sonrió burlón-. Su padre me encontró a mí, y en el momento justo.
– ¿Qué quiere decir?
– En aquella época, yo me ganaba la vida haciendo de adivino para parisinos acomodados -explicó Du Gard-. Por desgracia, una de mis dientas se enfadó mucho con lo que le expliqué y me echó encima a todo el servicio, incluido un cochero fortachón y un mozo de cuadras armado con una horca.
– ¿Y qué pasó? -quiso saber Sarah.
– Alors, en mi precipitada huida me di de bruces con un hombre, un inglés que no conocía la ciudad y que enseguida se dio cuenta de que yo estaba en apuros. Tuvo la amabilidad de ofrecerme su carruaje para esconderme de tan furiosa turba y así salí indemne de aquella.
– Y ese inglés, ¿era mi padre?
– C'est ca. Gardiner y yo estuvimos hablando y nos entendimos tan bien que ya nunca nos perdimos de vista.
– Es curioso, nunca mencionó su nombre…
– ¿Quién sabe? -Du Gard se encogió de hombros-. Quizá quería preservar a su hija de mi influencia. No se lo echo en cara; después de todo, aquel día…, cómo expresarlo gráficamente…, me salvó el trasero.
– Sí, eso es bastante gráfico -confirmó Sarah-. ¿Por qué lo perseguían? Seguro que engañó miserablemente a aquella pobre mujer.
– En absoluto, ma chére -respondió Du Gard con inesperada seriedad-. Le dije la verdad, pero ella no quería oírla. – ¿Y qué era?
– Que su marido era un cliente muy bien recibido en las casas de citas de la ciudad y que no tardaría mucho en gastarse todos los bienes de su esposa.
– ¿Eso le dijo? -Sarah enarcó las cejas-. No me extraña que le echara encima a todo el servicio.
– La verdad, ma chére, es una espada de doble filo. La mayoría de la gente afirma que la busca, pero solo unos pocos saben manejarse con ella. Porque, como ya le dije, hace falta mucho valor.
– ¿Por qué siempre me lo señala? ¿Cree que yo tampoco puedo manejarme con ella?
– Je ne sais pas -dijo con toda sinceridad el francés-. Pero puede convencerme de lo contrario.
– No necesito convencerlo de nada -le recordó Sarah-. Mi decisión es firme. Haré todo lo posible por encontrar a mi padre.
– ¿Y luego?
– Lo advertiré.
– ¿Y si lo que ocurría en mi visión sucede inexorablemente? ¿Si no puede cambiarse nada, por mucho que usted lo intente?
– Incluso así, lo haré -respondió Sarah con convicción-. Después de todo lo que sé, no puedo regresar tranquilamente a Inglaterra, ¿no lo comprende?
– Lo comprendo muy bien, ma chére -aseguró Du Gard-. Solo quería saber hasta qué punto hablaba en serio.
– Muy en serio -subrayó Sarah cerrando el puño con fuerza-. Y si tiene algo más que decirme respecto a mi padre, le ruego encarecidamente que…
– Non, le he dicho todo lo que su padre me encargó -negó Du Gard frotándose la barbilla rala-. Pero a lo mejor puedo ayudarla de otro modo…
– ¿Cómo? Me he pasado el día investigando sin ningún éxito. Ese cubo me plantea un enigma. Es la única pista que ha dejado mi padre, pero nunca había visto un artefacto de ese estilo.
– En ese caso, quizá debería limitarse a esperar.
– ¿Esperar? ¿Ese es su consejo? -Sarah resopló-. No puedo perder el tiempo. La vida de mi padre corre peligro y yo tengo que esperar de brazos cruzados a que…
– Algunos enigmas se resuelven solos cuando llega el momento -arguyó Du Gard, impasible.
– Qué curioso -replicó Sarah-, eso mismo acostumbra decir mi padre.
– Y tiene razón -comentó Du Gard plenamente convencido. Metió la mano en el bolsillo interior de su levita, que no seguía la moda del negro, sino que era de damasco azul, y sacó un trozo de papel que desplegó delante de Sarah.
– ¿Qué es? -se interesó la joven.
– La portada de la edición vespertina del Petit Parisién -explicó Du Gard acercándole la hoja de periódico.
– ¿Y qué? -preguntó Sarah sin comprender-. ¿Dice algo de mi padre?
– No, pero he pensado que este artículo -aclaró Du Gard, y entonces señaló una noticia en la columna de la derecha- podría interesarle…
– ¿En serio? -Sarah leyó el artículo por encima. Su francés era lo bastante bueno para entenderlo-. Ayer por la noche intentaron robar en el Louvre -resumió-. Una mujer enajenada forzó la entrada al ala de administración de las colecciones del Antiguo Oriente. Al ser interrogada por la policía, alegó que actuaba por orden de su hermano, que murió asesinado hace dos meses.
– Hum -murmuró Du Gard-. Una historia misteriosa, n'est-ce pas?
– Cierto.
– Y más misteriosa aún si tenemos en cuenta que hace dos meses asesinaron a Pierre Recassin, el conservador de la colección del Antiguo Oriente en el Museo del Louvre.
– ¿Y qué?
– ¿No lo comprende? La sospechosa no era otra que Francine Recassin, la hermana del asesinado. – ¿La conoce?
– Muy poco. Pero adivine quién me la presentó. – ¿Cómo quiere que lo sepa? -Sarah se encogió de hombros.
– Su padre -desveló Du Gard y, como por arte de magia, consiguió que el semblante de Sarah reflejara asombro.
– ¿Mi padre? ¿Quiere decir que él los conocía?
– Me los presentó hace un par de años, un día que fuimos a una recepción que ofrecían en el museo, y, si no recuerdo mal, dijo que Recassin era su amigo.
– Qué raro -murmuró Sarah, que nunca había oído aquel nombre antes.
Una vez más tuvo que reconocer que, por lo visto, hacía tiempo que su padre no lo compartía todo con ella. Unas semanas antes habría tachado de ridícula semejante sospecha, pero en ese momento ya no sabía qué pensar…
– El asesinato de Recassin se produjo hace ocho semanas -prosiguió Du Gard-. Entonces su padre también estaba en la ciudad y fue cuando me entregó el cubo.
– ¿Qué insinúa?
– Ni por asomo lo que usted supone -la tranquilizó el francés-. Evidentemente -dijo señalando la página del periódico-, puede tratarse de una casualidad, pero la experiencia me ha enseñado que no existen semejantes casualidades.
– ¿Quiere decir que esa mujer, Francine Recassin, sabe algo de mi padre?
– En cualquier caso, por preguntar no se pierde nada.
– Puede -admitió Sarah pensativa.
En aquel momento se acercaron unos grandes carritos de servir y les presentaron el siguiente plato.
– Lo que le dije. -Du Gard pidió que le cambiaran la servilleta-. La mayoría de los enigmas se resuelven cuando llega el momento, n'est-cepas?
– Eso parece.
– Es evidente -añadió el francés, dedicando una mirada penetrante a Sarah- que ambos somos peregrinos en busca de la verdad. Quizá tenemos más en común de lo que hemos creído hasta ahora.
– Quizá -replicó Sarah, y sonrió.
Diario personal de Sarah Kincaid
Como se ha demostrado, Du Gard mantiene buenas relaciones con la policía parisina que le han permitido averiguar en poco tiempo dónde tienen detenida a Francine Recassin.
No puedo evitar encarar la cita con sentimientos encontrados. Probablemente obtendré indicaciones sobre dónde se halla mi padre actualmente y se resolverá el enigma del misterioso artefacto que me dejó. Por otro lado, madame Recassin es la prueba viviente de que mi padre me ha estado ocultado cosas. Y me pregunto qué más habrá que yo no sepa. ¿Cuántas personas más encontraré que conocen bien a mi padre y a las que yo nunca he visto?
Plasta ahora siempre pensé que disfrutaba de la plena confianza de mi padre y que lo conocía mejor que ninguna otra persona en el mundo, pero cuanto más averiguo de él, más me invade la sospecha de que mi padre tiene una segunda vida, desconocida para mí, de que existe otro hombre llamado Gardiner Kincaid, al que no conozco ni mucho menos tan bien como siempre había creído.
Me avergüenza reconocerlo, pero me siento ofendida. Naturalmente, no pretendo anteponer esa sensación al bienestar de mi padre, pero no puedo negarla.
Intento convencerme de que mi padre tenía buenas razones para comportarse así y de que esas razones se aclararán, pero ¿y si no existen tales razones?
Ese es el temor secreto que albergo en mi corazón y que procuro ocultar, sobre todo ante Du Gard. Todavía no sé qué pensar de él. ¿Es de verdad como afirma? ¿Puedo realmente confiar en él?
Todavía no tengo una respuesta clara a esa pregunta, pero necesito la ayuda que me ofrece el excéntrico francés, no puedo permitirme rehusarla.
Mis convicciones empiezan a tambalearse.
Se avecinan cambios inminentes…
Clínica Saint James, Neuilly-sur-Seine,
19 de junio de 1882
Las relaciones de Maurice du Gard obraron verdaderos milagros, y Sarah Kincaid y él obtuvieron permiso para visitar a Francine Recassin al día siguiente.
Sin embargo, si Sarah creía que la mujer que había sido sorprendida in fraganti en el Louvre se encontraba en una cárcel para presos preventivos, se equivocaba. Madame Recassin había sido recluida en la sección de aislamiento de la clínica Saint James, en Neuilly-sur-Seine, una población situada al oeste de París.
Por su propio bien, dijeron…
– Sinceramente, no me explico cómo han conseguido un permiso de visita -confesó el doctor Jean Didier, el médico responsable, mientras los guiaba por los corredores del edificio, que parecían no tener fin. Didier era un científico de aspecto severo, con bigote arreglado al estilo militar y cabellos engominados; las miradas de desaprobación que lanzaba a través de los cristales de sus gafas de montura metálica no dejaban lugar a dudas de que aquella interrupción no lo entusiasmaba-. No me canso de advertir lo importante que es para nuestros pacientes el más estricto aislamiento de su entorno.
– La dirección de la clínica ha tenido la amabilidad de hacer una excepción con lady Kincaid -explicó Du Gard cortes-mente-, y ello no habría sido posible si no se tratara de un asunto sumamente urgente.
– Aun así, debo pedirles que sean breves -señaló Didier-. La paciente 87 se encuentra en un estado sumamente delicado y no ha mejorado desde su ingreso.
– ¿Cuál es el diagnóstico?
– Enajenación mental -aclaró el médico lacónicamente.
– ¿Enajenación mental? ¿Eso es todo?
– Lady Kincaid… -Didier le dedicó una sonrisa compasiva-. Evidentemente, podría enumerarle toda una serie de tecnicismos en latín, pero no creo que eso contribuyera a esclarecérselo. Además, cuando se lleva tanto tiempo trabajando en esta profesión, se acaba cayendo en cierta rutina. Reconozco la locura cuando la veo.
– ¿Tan mal está madame Recassin?
– Lo bastante mal para retenerla aquí, por su propio bien y por el de los demás.
– ¿Cómo ha llegado a ese estado?
El doctor se detuvo y lanzó a Sarah una mirada crítica.
– ¿No ha leído los periódicos? ¿No sabe qué ocurrió hace dos meses?
– Lady Kincaid llegó hace unos días a París -dijo Du Gard, acudiendo en ayuda de Sarah antes de que ella pudiera responder-. Y la mayor parte de lo que ocurre en el continente no llega hasta el lejano Londres. ¿No es así, querida?
– Exactamente -confirmó Sarah-. Pero supongo que el doctor Didier se refiere al asesinato del hermano de madame Recassin…
– Así es -dijo este, y su rostro adoptó una expresión de desprecio-. Los asesinos no conocían la piedad ni la misericordia. De otro modo, se habrían conformado con cortarle el cuello a la desgraciada víctima y le habrían dejado la cabeza sobre los hombros.
– Un momento -intervino Sarah-. ¿Quiere decir que los asesinos de Recassin le cortaron la cabeza?
– Exactamente, lady Kincaid, y la paciente 87 fue quien encontró el cadáver. ¿Aún quiere que le explique por qué ha perdido la razón esa pobre criatura?
– No -musitó Sarah mientras un escalofrío le recorría la espalda-. Pero ¿por qué entró en el despacho de su hermano? ¿Qué quería?
Didier suspiró.
– Una característica típica de la locura es que obliga a sus víctimas a hacer cosas incomprensibles para los profanos. No intente nunca comprender a alguien que haya caído en la locura, lady Kincaid; solo conseguiría perder la razón. En el instante en que la paciente 87 vio el cadáver decapitado de su hermano, algo se quebró en su interior. Algo que abocó su conciencia a un abismo oscuro del que, a pesar de los progresos que ha hecho la medicina en las últimas décadas, no hay retorno. Phillipe Pinel, el fundador de esta clínica, ha demostrado que la locura puede curarse hasta cierto grado; pero, en el caso que nos ocupa, solo nos cabe procurar que la paciente no represente ningún peligro, ni para ella ni para los demás. ¿Me explico?
– Perfectamente -aseguró Sarah, que no soportaba las ínfulas del médico, quizá porque le recordaban su derrota en el simposio, quizá porque no toleraba ningún tipo de arrogancia.
Sin plantear más preguntas, Sarah y Du Gard siguieron al médico por una amplia escalinata que acababa en una puerta metálica. Delante había dos hombres fuertes con batas blancas y una expresión en el rostro que denotaba una determinación feroz.
– Buenos días, monsieur le docteur -saludaron solícitos cuando las visitas se les acercaron.
Didier no respondió al saludo ni tuvo una palabra amable con sus subordinados. Con un gesto de cabeza enérgico, les indicó que abrieran la puerta.
Los celadores cumplieron la orden de inmediato. La llave giró ruidosamente en la cerradura, que saltó con un chasquido metálico. Las alas de la puerta, acolchadas con gruesos aislantes acústicos en el interior, cedieron y una marea de ruidos extraños, insólitos, se abalanzó de golpe sobre las visitas.
Eran gritos proferidos por gargantas humanas, aunque muchos de ellos apenas tenían ya algo de humano; chillidos, bramidos y un bullicio más propios de animales, acompañados por furiosos pataleos y golpes sobre metal. Solo de vez en cuando podían percibirse algunas palabras entre aquel bullicio, que no eran sino desvaríos sin sentido. Por encima de todo aquello se oía el canto de una voz aguda que hacía aún más terrorífico aquel concierto.
– Claire Laroche -explicó Didier antes de que Sarah o Du Gard preguntasen-. Fue una soprano famosa.
– ¿Por qué está aquí? -quiso saber Sarah.
El doctor sonrió con tristeza.
– Porque jura y perjura que es la esposa de Napoleón, el emperador de los franceses.
– ¿Un caso de reencarnación? -preguntó Du Gard, y parecía hablar muy en serio.
– Tonterías. Una manifestación evidente de una mente enferma -respondió Didier secamente-. ¿Están seguros de que realmente quieren entrar? La sección de aislamiento no es lugar para espíritus sensibles, si me permiten la observación.
– No soy tan sensible -aseguró Sarah, aunque había palidecido notoriamente y el terrible ruido que les llegaba del corredor pelado y alumbrado por una luz cegadora le removía el estómago. Un sentimiento indeterminado le aconsejaba darse la vuelta de inmediato y no adentrarse en aquel pasillo. Pero, por un lado, no quería ponerse en evidencia delante del médico y, por otro, tenía la débil esperanza de conseguir información sobre el paradero de su padre…
– Como quieran -murmuró Didier, y entró sin más vacilaciones.
Con una sonrisa amable en los labios, Du Gard dejó pasar primero a Sarah y luego la siguió. Su semblante se había transformado en una máscara rígida, como si tuviera que protegerse de la locura que lo rodeaba en aquel Lugar.
Aunque el corredor sin ventanas estaba iluminado por bombillas eléctricas que colgaban desnudas del techo abovedado, era tan poco acogedor como una gruta: unas paredes altas con baldosas lo limitaban por los laterales, donde había empotradas unas puertas metálicas pintadas de color gris. Todas tenían una abertura minúscula enrejada, a través de las cuales Sarah pudo captar la imagen de los pobres recluidos. Lo que vio le produjo escalofríos.
Rostros demacrados, pálidos.
Ojos de los cuales se había borrado todo atisbo de juicio. Bocas gritando de desesperación.
Imágenes terribles que se grabaron a fuego en la memoria de Sarah. Sumadas al olor penetrante del éter, que impregnaba el aire frío y húmedo y se mezclaba con el hedor a podredumbre y excrementos, consiguieron que su estómago se rebelara aún más y se le escapara un ligero gemido.
– ¿Se encuentra bien? -le susurró Du Gard.
– Creo que sí. Pero este lugar…
– Lo sé -replicó Du Gard, y la expresión de su rostro delataba que sus palabras eran algo más que una simple fórmula de cortesía.
– Ya hemos llegado -anunció de repente Didier, que se detuvo ante una de las puertas de las celdas-. La número 87.
– ¿No separan a los pacientes por sexo? -preguntó Sarah.
– Naturalmente. Las mujeres se encuentran en este lado del pasillo y los hombres en el otro. -El médico sonrió irónicamente-. Créame, lady Kincaid, en su estado, estos pobres diablos son incapaces de saber dónde se encuentran y, menos aún, de sentir vergüenza.
– Aun así, se debería respetar su dignidad, ¿no cree? -preguntó Sarah en un arranque de despecho que no se dirigía tanto al doctor como a las condiciones en que tenían que vivir los pacientes, y eso que la clínica de Neuilly era conocida por dispensar un trato especialmente humano…
– Sí, claro -replicó Didier encogiéndose de hombros, e hizo señas a otro celador con bata blanca-. Lo que usted diga.
El celador, cuya enorme corpulencia permitía inferir que la fuerza física estaba más solicitada en aquel lugar que los profundos conocimientos médicos, se acercó y abrió la cerradura. La puerta de hierro se entreabrió rechinando y dejó ver una cámara que no medía más de dos metros cuadrados. Una luz mortecina penetraba a través del tragaluz enrejado y proyectaba franjas de sombra sobre las losas de piedra del suelo.
– Pasen, pasen -los animó Didier-. Si la paciente da muestras de querer agredirlos, llamen al celador.
– De acuerdo.
Sarah y Du Gard intercambiaron una mirada y entraron en la celda, para lo cual tuvieron que agacharse a fin de no chocar con la cabeza contra el dintel bajo de la puerta.
Una tenue penumbra reinaba en el interior del mísero alojamiento, que a Sarah le recordó más la celda de una prisión que la habitación de un hospital. Un sórdido catre hacía las funciones de cama y un sumidero en el suelo servía para hacer las necesidades. Las paredes estaban encaladas de blanco y, para desconcierto de Sarah, plagadas de dibujos. No eran garabatos de alguien sumido en la locura, sino obras delicadas que representaban animales, edificios y personas.
La mayoría de los dibujos habían sido trazados con carboncillo; otros, labrados sobre la cal; juntos parecían formar una especie de cenefa, una espiral que se extendía por las cuatro paredes y en el eje de la cual se sentaba, hecha un ovillo, la moradora de la sala: una figura de aspecto penoso, envuelta en un vestido sin forma ni color, acurrucada en el rincón más extremo de la cámara. La larga cabellera le caía formando greñas sucias sobre los hombros delgados, y se tapaba la cara con sus manos temblorosas. No tuvo la menor reacción cuando entraron las tres visitas.
– La apatía es característica en los pacientes que se hallan en su estado -explicó el doctor Didier sin molestarse en bajar la voz-. La mayor parte del tiempo no reacciona. Se limita a estar ahí sentada, murmurando desvaríos.
– ¿Y los dibujos? -se interesó Du Gard asombrado-. ¿Los ha hecho ella?
– Por desgracia. -Didier puso cara de turbación-. Al principio los hacía con las uñas, arañando la pared. Intentamos impedírselo, pero su estado empeoró tan dramáticamente que tuvimos que ceder. Y le dimos carboncillos.
– La calidad de los dibujos es sorprendente -apuntó Sarah contemplando la representación de un ave de rapiña, en la que no costaba reconocer a un halcón.
– No es extraño -contestó el médico-. La paciente 87 estudiaba arte en La Sorbona antes de… Quiero decir, antes de que ocurriera todo esto.
– ¿Por qué la llama siempre la paciente 87? -preguntó Sarah-. Tiene un nombre, ¿no?
– Créame, lady Kincaid, entre estas paredes, los nombres no tienen ninguna importancia. Muchos de esos pobres diablos no saben ni quiénes son; ¿tenemos, pues, que esforzarnos por recordar sus nombres? Hable con la paciente 87 si lo desea, pero permítame que le diga que solo perderá el tiempo.
– Ya veremos -replicó Sarah-. ¿Podría dejarnos solos, a monsieur Du Gard y a mí, doctor?
– Por mí, encantado. -Didier sonrió con acritud-. Así solo perderá su tiempo y no el mío. Buenos días, lady Kincaid. Monsieur Du Gard.
El doctor se despidió con un gesto de cabeza y salió de la cámara, no sin dar indicaciones precisas al celador sobre la duración máxima de la visita y sobre cómo debían comportarse los visitantes. Luego se alejó de allí. Pudo oírse cómo sus pasos se perdían por el corredor hasta hundirse en el tétrico coro que parecía penetrar por todos los rincones de la sección.
Por fin estaban a solas con la paciente.
Sarah miró angustiada la figura desplomada en el suelo y, a los encontrados sentimientos que afectaban a su padre, se sumó otro: compasión…
– ¿Madame Recassin? -preguntó Du Gard mientras se le acercaba con cautela. La figura acurrucada, a la cual aún no habían podido ver la cara, continuó sin reaccionar-. Madame Recassin, ¿puede oírme? Soy Maurice du Gard. ¿Me recuerda?
Sin respuesta.
– Su hermano también estaba, ¿se acuerda? Nos presentó un amigo común…
No solo siguió sin obtener respuesta; también era imposible saber si Francine Recassin oía aquellas palabras. ¿Estaba tan enfrascada en su propio mundo que no percibía su entorno? ¿Que no comprendía lo que pasaba a su alrededor? Quizá, pensó Sarah, el doctor Didier tenía razón y no había nada que Francine Recassin pudiera hacer por ellos. Pero, al menos, tenía que intentarlo…
– Madame Recassin -dijo suavemente-, me llamo Sarah Kincaid. Soy la hija de lord Kincaid, quien, si he entendido bien, era amigo de su hermano recién fallecido…
Se interrumpió para observar si sus palabras habían producido efecto, pero la paciente continuaba hecha un ovillo sobre el suelo embaldosado, con la cara oculta entre las manos y sin moverse.
– Sé que le parecerá extraño, madame Recassin, pero he venido a pedirle ayuda -prosiguió Sarah a pesar de todo-. Mi padre ha desaparecido y tengo motivos para suponer que corre un gran peligro. Querría advertírselo, pero antes tengo que averiguar su paradero y, puesto que se encontraba en París hace unos dos meses, es decir, cuando su hermano aún vivía, esperaba que quizá usted pudiera decirme algo…
Nuevamente una pausa.
De nuevo ninguna reacción.
– ¿Vio usted a mi padre? Por favor, madame Recassin, es muy importante para mí. Sé que ha sufrido lo indecible y la compadezco de todo corazón. Pero si recuerda alguna cosa, le ruego que me lo diga y no… -Sarah calló, resignada, puesto que tenía la impresión de estar hablando con una pared.
Quizá Francine Recassin había perdido el contacto con la realidad hasta el punto de no comprender qué le estaba pidiendo Sarah o quizá, simplemente, no quería contestar: en ambos casos, las perspectivas de descubrir algo sobre Gardiner Kincaid eran más que ínfimas.
– Es inútil. -Sarah suspiró decepcionada-. No podrá ayudarnos.
– Cierto -afirmó Du Gard-. El doctor tenía razón. Su estado parece mucho peor de lo que yo suponía. Al principio pensé que una regresión podría ayudar, pero ahora…
– ¿De qué me está hablando?
– Hipnosis -respondió Du Gard con toda naturalidad.
– ¿Qué? -Sarah esbozó una sonrisa irónica-. ¿Quería hacer que la pobre bailara el cancán?
– No. No debería confundir lo que hago en el escenario con un trabajo serio. La hipnosis permite situar a las personas en una especie de estado de trance en el cual recuerdan cosas que, en circunstancias normales, tienen más que olvidadas.
– ¿Habla en serio? -Sarah no sabía si burlarse o admirarse-. ¿Y funciona?
– Absolutamente. De todas maneras, no se puede recurrir a la regresión con pacientes en un estado mental delicado.
– ¿Por qué no?
– Porque la hipnosis podría tener graves consecuencias, y nosotros no vamos a hacer nada que pueda perjudicar a madame Recassin, ¿verdad?
– No, claro -convino Sarah, aunque no le resultó fácil.
La tentación de conseguir información que pudiera ayudarla a encontrar a su padre y a resolver el misterio de su desaparición mediante los métodos de Du Gard era grande; pero, naturalmente, Sarah sabía que Du Gard tenía razón y que Gardiner Kincaid tampoco habría querido que su vida se comprara con la salud mental de otra persona.
– Será mejor que nos retiremos -dijo Du Gard decidido, y se dirigió hacia la salida.
– ¿Y ya está?
– Sí, ¿o tiene una propuesta mejor?
Sarah lo pensó un momento y luego meneó la cabeza. Dirigió una mirada compasiva a la paciente inerte, murmuró unas palabras de despedida y se dio la vuelta para irse. Entonces se oyó una vocecita, apenas un susurro:
– ¿Sabe dónde está?
Sarah y Du Gard se quedaron de una pieza. Francine Recassin continuaba quieta, acurrucada en el suelo, pero no cabía duda de que había hablado.
– ¿Cómo? -preguntó Du Gard-. ¿Qué ha dicho?
Durante un instante reinó el silencio. Luego volvió a oírse el susurro de una voz.
– Les he preguntado que dónde está.
– ¿Dónde está qué? -insistió Sarah, pero no obtuvo respuesta-. ¿Madame Recassin?
Esta vez, la figura acurrucada se movió, aunque muy lentamente, como si estuviera en trance. Levantó la cabeza a disgusto y, por debajo de los mechones de sus cabellos desgreñados de color rubio ceniza, asomó una cara pálida, ante cuya visión Sarah tuvo que tragar saliva. Según lo que le había explicado Du Gard, Francine Recassin era una mujer de poco más de cuarenta años, pero aquellos rasgos semejaban los de una anciana, demacrados, lívidos y surcados de arrugas; sus labios eran líneas grises y sus ojos, de mirada fija por el miedo, estaban enrojecidos y rodeados por oscuras ojeras. No cabía duda de que habían visto algo terrible…
– Buenos días -dijo Sarah y, a pesar de la sordidez del lugar, esbozó una sonrisa afable. Sin embargo, el sonido de su voz bastó para oscurecer aún más los rasgos de la paciente.
– No tenga miedo -añadió Du Gard para tranquilizarla-. Somos amigos. No vamos a hacerle nada.
– ¿Quién les envía? -pronunció con voz quebrada.
– ¿Qué quiere decir?
– Lo que he dicho. ¿Quién les envía?
Sarah y Du Gard intercambiaron una mirada de asombro. En los ojos de Francine Recassin llameaba un miedo cerval; sus palabras y la manera de pronunciarlas señalaban a una persona que ya no era dueña de su juicio…
– Nadie -respondió Sarah-. Fiemos venido por propio interés.
– ¿Qué interés?
– Ya se lo he dicho. Soy la hija de Gardiner Kincaid y lo estoy buscando.
– ¿Lord Kincaid es su padre? – ¿De qué lo conoce?
– Era amigo de mi hermano. Pero no sabía que tuviera una hija…
– Pues sí -replicó Sarah y se esforzó por disimular cuánto la afectaban las palabras dé Francine. Al parecer, su padre no solo tenía otra vida de la que ella no sospechaba lo más mínimo. En esa otra vida, también había ocultado que tuviera una hija…
– No encontrará a su padre, lady Kincaid.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah-. ¿Sabe dónde está?
– Está muerto.
– ¿Qué? -Sarah se quedó sin aliento, su semblante adquirió el tono blanco del papel.
– Está muerto -insistió Francine Recassin sin piedad-, igual que mi hermano.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Du Gard en lugar de Sarah, que estaba a punto de perder la serenidad ante una noticia tan terrible. -Lo sé.
– ¿Ha visto el cadáver? -No hace falta.
– ¿A qué se… se refiere? -preguntó Sarah con voz temblorosa.
– Sé que lord Kincaid está muerto porque él lo tiene. Y quien lo tiene, aunque sea por poco tiempo, encontrará un final horrible; siempre ha sido así…
– ¿Quién tiene qué? -quiso saber Sarah.
– El legado -respondió en un susurro.
– ¿Qué legado?
– Este.
Sin levantarse del suelo, Francine se arrastró a un lado y dejó ver el trozo de pared que hasta entonces había tapado con su enflaquecido cuerpo.
Ante los ojos de Sarah apareció un dibujo que, para su estupor, reproducía un objeto que le era muy familiar, el artefacto que su padre le había dejado…
¡El misterioso cubo!
Sarah se dio cuenta de que se había equivocado: los dibujos de las paredes, que seguían una forma en espiral, no se centraban en la moradora de la celda, sino en la representación del cubo, en torno al cual parecía girar todo.
– Francine -preguntó esforzándose por contener su curiosidad y su excitación-, ¿lo ha dibujado usted?
– Por supuesto.
– ¿Cómo es que conoce ese objeto? -Ha estado en posesión de mi familia durante muchos años.
– ¿Y ya no lo está?
– ¿Dónde está?
– No lo sé. -Francine rió sordamente-. Créame, si lo supiera, no estaría perdiendo el tiempo en este lúgubre lugar.
– ¿Era eso lo que buscaba cuando forzó la entrada en el antiguo despacho de su hermano? -preguntó Du Gard.
– Eso ya no tiene importancia -fijo Francine meneando la cabeza.
– ¿Y si le dijera que nosotros tenemos el cubo?
– Los consideraría unos mentirosos, monsieur -replicó Francine con toda franqueza.
– No, si podemos demostrárselo -añadió Sarah; metió la mano en la bolsa de lona encerada que llevaba colgada del hombro y sacó un objeto pesado, envuelto en papel aceitado. Mientras lo desenvolvía, los ojos de Francine se abrían más y más, hasta que amenazaron con salirse de las órbitas.
– El legado -murmuró muy bajo cuando Sarah le acercó el objeto. Parecía no quedar nada de la persona apática, inaccesible y abstraída en sí misma-. ¿De dónde lo ha sacado?
– Me lo ha dejado mi padre.
– ¿Su padre? Pero entonces… -Los ojos rasgados de Francine brillaron mientras cavilaba-. Ya lo comprendo -murmuró finalmente-. Pierre debió de darle el legado a su padre la noche que vino a casa…
– ¿Cuándo fue? -quiso saber Sarah.
– Hará unos dos meses. Antes de que ocurrieran las cosas terribles que… -Se interrumpió cuando empezó a fallarle la voz y se apoderó de ella el recuerdo de los horrores vividos.
– ¿Les dijo mi padre por qué se encontraba en París? ¿O adonde pensaba ir?
– No. Pero dijo algo de que el enemigo le seguía los talones y que la misma gente nos perseguía a Pierre y a mí.
– ¿Qué gente? -preguntó Sarah angustiada.
– ¿Quién va a ser? -Francine soltó una carcajada frenética-. Los propietarios del legado, sus antiguos dueños.
– ¿Y no ha vuelto a ver a mi padre desde entonces?
– No.
– ¿Por qué dice que está muerto?
– Porque aquella noche lo vi en su cara, lady Kincaid. Porque vi el miedo en sus ojos. Y porque ese enemigo no conoce la piedad, como demostró más tarde.
– Comprendo.
Sarah notó que se le hacía un nudo en la garganta. Cuando Du Gard le había contado que su padre parecía atemorizado el día que fue a verlo en París, ella no solo lo había considerado una exageración desmedida, sino una mentira descarada. Sin embargo, paulatinamente aumentaban los indicios de que el viejo Gardiner se había mezclado con adversarios mucho más poderosos que él…
Sarah observó consternada el cubo que tenía en la mano. Fuera lo que fuera en lo que trabajaba su padre, parecía guardar relación con aquel objeto. Cuanto antes averiguara de qué se trataba, antes obtendría respuestas concernientes a su l›adre. La idea de que ya le hubiera ocurrido algo y que cualquier ayuda podría llegar demasiado tarde la situaba al borde del pánico. Intentó convencerse con todas sus fuerzas de que no existían pruebas que demostraran la afirmación de madame Recassin, de que eran suposiciones infundadas de una mujer recluida en un centro de aislamiento. Sin embargo, Francine Recassin tenía una expresión mucho menos enajenada de lo que a Sarah le habría gustado en lo concerniente a aquel asunto…
– ¿Qué significado tiene este cubo? -preguntó sin rodeos y mirando profundamente a los ojos de la paciente.
– No lo sé.
– ¿No dijo que estuvo mucho tiempo en poder de su familia?
– Eso dije, pero ello no implica que conozca su significado.
– Y su hermano, ¿él sabía su significado?
– Supongo que sí.
– ¿Nunca hablaron de ello?
– No, lady Kincaid, y usted tampoco debería hacerlo. Ese objeto está manchado de sangre. Desde tiempos inmemoriales ha habido personas que han matado para poseerlo, y muchos han muerto de manera terrible por ello, igual que mi hermano. Le arrancaron la cabeza de los hombros… -Se interrumpió; el dolor la superaba. Unas convulsiones la sacudieron; daba la impresión de que quería llorar y no podía, de que se le habían secado las lágrimas después de semanas de duelo.
– Está bien, Francine -dijo Du Gard suavemente-. Fuera lo que fuera, ya ha pasado.
– No es cierto. -Lo miró, y la expresión de su cara, enmarcada en una cabellera desgreñada, parecía más despavorida que antes-Continúa, ¿no lo comprenden? Los propietarios del legado han regresado y, hasta que no consigan lo que buscan, seguirán matando. Ya han asesinado a mi hermano y nosotros seremos los siguientes -afirmó, y comenzó a morderse las uñas con nerviosismo.
– ¿Quién? -requirió Sarah-. ¿Quiénes son?
– No lo sé -fue la respuesta pronunciada en voz baja-, pero son antiguos, muy antiguos.
– ¿Qué quiere decir?
– El legado estuvo antaño en su poder, antes de que se perdiera en la tempestad de los tiempos, pero ahora han regresado para apoderarse de lo que les pertenece. Corre usted un gran peligro, lady Kincaid. Si no quiere sufrir el mismo destino que mi hermano, tendrá que dárselo cuando se lo exijan. Solo así conseguirá salvar su vida y la de su padre.
– No hasta que no sepa qué significa este artefacto -replicó Sarah con obstinación-. Mi padre tendría sus motivos para dejármelo.
– ¿Qué más le da? Salve su vida mientras pueda y rompa la maldición que pesa sobre todos nosotros.
– ¿Qué maldición?
– La maldición que alcanza a todos los que tienen en sus manos el legado. La muerte y la perdición lo persiguen, siempre ha sido así.
– Madame Recassin -dijo Sarah severamente-. Yo no creo en maldiciones ni en supersticiones, sino en el espíritu ilustrado de la ciencia. Lo que le ha sucedido a su hermano es terrible, pero dudo mucho que tenga nada que ver con una antigua maldición. Si alguien va detrás del cubo, será por motivos fundados, y estoy segura de que esos motivos son de naturaleza terrenal.
– Como quiera. -Francine sonrió ligeramente, tenía la mirada perdida-. Si hubiera visto lo que yo he visto, pensaría de otro modo. No sé quién es esa gente, pero he visto las barbaridades de que son capaces. Y le aseguro una cosa: ningún humano hace algo así, lady Kincaid.
– Creo que se equivoca -replicó Sarah.
– Cuando vi lo que le habían hecho a mi hermano, sentí pavor, puesto que sabía que yo sería la siguiente -musitó la paciente en un susurro y conteniendo con esfuerzo la histeria-. Mi única posibilidad era encontrar el legado y entregárselo. Hice todo lo que pude por encontrarlo. Mi última esperanza residía en que mi hermano lo hubiera escondido en su despacho… Yo no podía saber que se lo había dado a su padre. Al no encontrarlo, hice todo lo posible por ir a un lugar donde estuviera a salvo del acoso de los enemigos…
– ¿Qué? -preguntó perplejo Du Gard, que había comprendido antes que Sarah lo que Francine insinuaba-. ¿Quiere decir que se ha recluido aquí voluntariamente? ¿Que ha simulado su enfermedad mental?
– Brillante, ¿verdad? -dijo, y sonrió-. Hacer ver que estás loco es mucho más complicado de lo que la gente cree. Pero, una vez los médicos están convencidos de que has perdido la razón, todo lo que haces o dices lo ven de otra manera.
– Pero eso no está bien -se acaloró Sarah, que no soportaba siquiera la idea de estar encerrada en un lugar tan sombrío-. No debería esconderse.
– ¿Y qué debería hacer según usted?
– Averiguar qué significado tiene el cubo y atrapar a los asesinos de su hermano.
– Atraparlos… -Francine se echó a reír de nuevo, esta vez burlándose sin disimulo-. Decirlo es muy fácil. Tan valerosa y decidida, y a usted también la embarga el miedo.
– Temo por la vida de mi padre -admitió Sarah-, es cierto.
– No es solo eso -insistió la paciente-. Siente temor por muchas cosas. Por lo que es usted y por lo que podría ser. Por lo que ha visto y por lo que todavía podría descubrir. Pero, sobre todo, teme fracasar. Quiere demostrarle al mundo de qué es capaz, y el legado le ofrece la oportunidad de hacerlo. ¿Me equivoco?
– Tonterías -protestó Sarah indignada-. Solo me importa encontrar a mi padre.
– Si realmente lo cree, se engaña. La miro a los ojos, lady Kincaid, y veo el mismo brillo que siempre vi en los ojos de mi hermano hasta la mañana en que los encontré sin vida y apagados. Procure que la curiosidad y la imprudencia no le cuesten la vida.
– No se preocupe, estaré alerta -aseguró Sarah con frialdad-. Todos tenemos miedos, pero debemos afrontarlos. De lo contrario -añadió, y paseó la mirada por la celda-, no hay ninguna diferencia entre estar vivos o muertos.
– Usted no ha visto lo que yo he visto -objetó Francine-. Créame, hay una diferencia. Y no se le ocurra revelar mi pequeño secreto al doctor Didier… Aunque, de todas formas, no la creería.
– No se preocupe -le aseguró Sarah-. Si quiere quedarse aquí, nosotros no se lo impediremos.
– Quizá algún día me comprenderá mejor. Hasta entonces, tenga mucho cuidado; la locura está más cerca de lo que pueda imaginarse.
Sarah no supo qué quería decir Francine con aquello ni tampoco se le ocurrió una respuesta acertada. Por su parte estaba todo dicho. Había planteado preguntas y había obtenido respuestas, aunque hubieran resultado menos prolijas de lo que esperaba. La asaltó el ardiente deseo de salir de aquel lúgubre lugar, de modo que volvió a envolver el artefacto, lo guardo en la bolsa, se despidió y se dispuso a marcharse con Du Gard. Al llegar al umbral de la puerta, Francine la llamó.
– Una cosa más…
– ¿Sí? -preguntó Sarah.
– Mi hermano apenas me habló del legado, por eso no puedo explicarle nada sobre su significado. Pero Pierre solía decir que Ozymandias conoce el secreto. ¿Les ayuda en algo?
– Ya veremos -replicó Sarah-. Gracias.
– De nada -respondió Francine, y estalló en carcajadas histéricas, que resonaron en el techo alto y en las paredes pintadas, y cubrió de burla y sarcasmo a los visitantes.
Sarah se estremeció y lanzó una última mirada a la triste figura vestida de gris que se acurrucaba en el suelo y se estiraba el pelo enmarañado; si no lo hubiera sabido, habría dicho que aquella risa irracional era realmente la de una demente.
– Vámonos -susurró a Du Gard, que parecía igual de horrorizado que ella. Tengo que salir de aquí.
Salieron de la celda y el celador cerró la puerta tras ellos y echó la llave. Las carcajadas de la paciente 87 los persiguieron hasta que se adentraron en el griterío y el alboroto general, pero Sarah creyó estar oyendo el órgano aullador de Francine Recassin incluso cuando ya hacía rato que se habían ido de la clínica y estaban sentados en el coche de caballos que los llevaba de vuelta a París.
– ¿Qué demonios le pasaba? -preguntó Sarah de un modo poco propio de una dama.
– ¿Quién sabe? -Du Gard se encogió de hombros-. Creo que madame Recassin se mueve en la cuerda floja, entre la normalidad y la locura. Absurdo, n'est-cepas?
– En efecto -gruñó Sarah-. ¿Y su discurso sobre m padre y mis supuestos miedos? ¿Cómo se le ocurre afirma algo así? Si ni siquiera me conoce.
– No se lo tenga en cuenta, Sarah. Es una pobre criatura que ha perdido a un ser querido.
– Aun así, no debería emitir juicios precipitados sobre lo demás. Y no debería encerrarse en un oscuro agujero.
– Quizá la comprenda algún día -señaló Du Gard- cuando usted también haya sufrido una gran pérdida y desee encerrarse en un agujero oscuro.
– ¿Me está hablando del futuro? -preguntó Sarah.
– No -dijo Du Gard meneando la cabeza-. Hablo del pasado. Que las personas lleguen a comprenderse depende de las experiencias que han vivido.
– Usted lo sabía desde el principio, ¿verdad?
– ¿A qué se refiere?
– A que Francine interpretaba su apatía. Todo aquel discurso sobre la hipnosis y que no le haría nada que la perjudicara era solo para ganarse su confianza.
– Sí, me declaro culpable de todos los cargos. -Du Gard sonrió-. El poder de la hipnosis puede ser muy útil, pero conocer un poco a la gente también ayuda.
– No deja usted de sorprenderme.
– ¿Debo tomarlo como un cumplido?
– Si eso lo complace. -Sarah le devolvió la sonrisa-. E cualquier caso, ahora sabemos que no perseguimos una qui mera. El cubo debe de ser muy valioso porque, de otro modo nadie mataría sin vacilar por él.
– Es de suponer. No obstante, también explica por qué su padre quería que usted regresara a Inglaterra con el artefacto.
– Efectivamente -reconoció Sarah-. Pero mi padre pasó por alto que no va con mi carácter esconderme. Si Francine tiene razón, los asesinos también lo persiguen a él.
– Oui, y también a nosotros -añadió du Gard-. ¿No deberíamos informar a la Surete?
– ¿Y arriesgarnos a que nos confisquen el artefacto y yo pierda la única conexión que tengo con mi padre? Usted sabe perfectamente que la policía obra a ciegas en el caso del asesinato de Recassin; por lo tanto, no hay ningún motivo para que hablemos con ellos.
– D'accord. -Du Gard cedió ante los argumentos de Sarah-. ¿Y qué quiere hacer?
– Seguir intentando averiguar el significado del cubo -expuso Sarah con decisión-. Estoy convencida de que nos llevará a mi padre y también a los asesinos de Recassin… Espero que en ese orden.
– ¿Le sirve de algo lo que le ha dicho madame Recassin?
– No mucho. -Sarah frunció la boca-. Si no recuerdo mal, «Ozymandias» es el nombre en griego del faraón egipcio Ramsés II, pero no veo qué relación puede tener con el cubo.
– Bueno, no deja de ser una referencia a Egipto -concluyó Du Gard-. Quizá su padre se encuentra allí.
– ¿Quién sabe? -Sarah se encogió de hombros y miró pensativa por la ventana del carruaje, ante la cual desfilaban casas muy apiñadas de paredes entramadas-. La historia de Egipto es una de las especialidades de Gardiner. Sin embargo, esa suposición no nos permite avanzar, puesto que hay muchísimos proyectos de excavación de arqueólogos británicos que… -Sarah se interrumpió bruscamente, retiró la cara de la ventana y lanzó una mirada penetrante a Du Gard.
– ¿Qué le ocurre?
– ¿Por qué vino mi padre a París? -preguntó Sarah en tono triunfal. El temblor de su voz insinuaba que ya sabía la respuesta.
– Bueno… Supongo que por el cubo.
– No. Si hubiera sido así, mi padre habría hecho preparativos para la entrega. Recassin sabía que iban tras él; por lo tanto, habría sido más juicioso encontrarse fuera de la ciudad, en un lugar secreto. Así pues, deduzco que Recassin decidió darle el artefacto a mi padre sin planearlo, probablemente porque quería ponerlo a salvo de quienes lo perseguían.
– Oui, y su padre me lo dio a mí -añadió Du Gard con sarcasmo-. Recuérdeme que le dé las gracias.
– Estoy segura de que mi padre no quería poner su vida en peligro -lo tranquilizó Sarah-. Sabía que lo que menos sospecharían era que el artefacto estaba en manos de un artista de variedades.
– ¿Artista de variedades? -Du Gard puso cara de ofendido-. ¿Tiene preparados más cumplidos de ese estilo?
– En cualquier caso, mi padre tenía razón. A usted no le ha pasado nada.
– Non, pero lo que no ha ocurrido todavía puede suceder; al fin y al cabo, hay dos Kincaid que se preocupan por mi bienestar -bromeó el francés-. Pero ¿adonde quería ir a parar?
– A que mi padre no vino a París por el cubo -respondió Sarah-. Es posible que estuviera aquí para preparar una expedición a Egipto.
– ¿Qué se lo hace pensar? ¿No podía hacer los preparativos desde Londres? Al fin y al cabo, si no estoy mal informado, el Museo Británico cuenta con una colección nada despreciable. Y supongo que la biblioteca privada de su padre también está bien surtida…
– Cierto -admitió Sarah-, pero en París hay algo que no se encuentra en tal cantidad ni en Kincaid Manor ni en los archivos del Museo Británico.
– ¿De qué se trata?
– Mapas -desveló Sarah-. Cuando Napoleón dirigió a su ejército en Egipto en 1798, lo acompañaba un grupo de artistas y científicos europeos que debían plasmar la tierra de los faraones en mapas y dibujos. Gran parte de los trabajos se publicó posteriormente con el título de Description de l'Egypte, No obstante, Dominique Vivant Denon, el director francés de la comisión, reunió una colección con material gráfico y cartográfico que nunca se publicó por entero y que forma la base del departamento de egiptología del Museo del Louvre. Y, aunque los dibujos y esbozos de Denon tienen más de ochenta años, siguen siendo un recurso imprescindible para los arqueólogos.
– ¿Y usted cree que por eso vino su padre a París?
– Sería una posibilidad y se puede comprobar fácilmente. Por lo que sé, los bibliotecarios anotan con exactitud quién consulta qué y cuándo por temor a los robos.
– Alors, nuestro camino nos conduce al Louvre, n'est-iv pas?
– ¿Está seguro de que quiere acompañarme? -Sarah miró a Du Gard con preocupación-. Ya ha hecho por mí más de lo que podía esperar, y no querría que le pasara nada por mi Culpa. Tampoco lo querría mi padre, independientemente de lo que usted le haya prometido.
– Yo no estaría tan seguro -opinó Du Gard, y guiñó un ojo con picardía-. Soy francés, Sarah, no inglés. No debería usted tomarse al pie de la letra todo lo que digo y menos aún en lo que le atañe a usted y a su padre. Gardiner Kincaid me ayudó una vez y estoy en deuda con él. Además, le prometí que velaría por usted y solo puedo hacerlo estando a su lado. Se proponga lo que se proponga, estaré con usted.
– Bueno -replicó Sarah decidida-. Entonces, al Louvre. No tenemos tiempo que perder.
– ¿Sarah?
– ¿Sí?
– Su padre está vivo -dijo Du Gard suavemente-. Lo sé.
La mirada de Sarah revelaba sorpresa. Una vez más se sintió descubierta y tuvo la impresión de que era un libro abierto en el que el excéntrico francés podía leer a su antojo.
¿Era Maurice du Gard algo más que un fanfarrón con talento que sabía granjearse las simpatías en un escenario? Eso parecía, y Sarah se dio cuenta de que aquello no la asustaba ni la enojaba, sino que, en cierto modo, la tranquilizaba.
– Gracias, Maurice -contestó.
Diario personal de Sarah Kincaid
¿Seguimos la pista correcta?
¿He llegado a conclusiones certeras?
Las pesquisas sobre el paradero de mi padre continúan siendo palos de ciego. No tengo ni idea de dónde me he metido, pero empiezo a sospechar que detrás de este enigma se esconde mucho más de lo que creí al principio.
¿Qué significa el misterioso cubo por cuya causa asesinaron a Recassin? Los que lo mataron tan cruelmente, ¿son realmente los mismos que van tras mi padre? ¿ O saben de sobra dónde se encuentra el artefacto y ya me pisan los talones? La idea me inquieta, sobre todo porque me hace suponer que la persecución de la otra noche en Montmartre no fue producto de mi imaginación. Pero destierro de mí esos pensamientos porque sé que no me ayudarán a encontrar a mi padre.
Aún no sé qué pensar de tener como protector a un francés adivino, pero cuanto más tiempo paso con Maurice du Gard, más cuenta me doy de que detrás de sus maneras artificiales y de la coquetería de que hace gala respecto a sus cuestionables habilidades se oculta un espíritu sumamente inteligente y sensible. Comienzo a entender por qué mi padre lo tenía por un amigo, aunque sigo sin comprender por qué nunca me habló de él.
Estoy rodeada de misterios, de preguntas para las que n tengo respuestas, y empiezo a estar harta. Confío en que mi investigaciones en los archivos del Louvre darán resultados I no me veré obligada a esperar más tiempo. Porque, al meno en este sentido, Francine Recassin tenía razón. La espera y L inactividad me dan realmente miedo…
Archivo del Museo del Louvre,
París, 20 de junio de 1882
En el despacho del archivero jefe, el aire era seco y tan den so que podía cortarse. Nada indicaba que en el exterior era de día, puesto que apenas entraba luz a través de las cortina corridas de las ventanas. En medio de estantes repletos de libros y de infolios encuadernados en piel había un escritorio enorme, sobre el cual se apilaban montones de formularios y más y más libros. Entre ellos se inclinaba un hombre calvo, vestido con camisa y chaleco; su piel parecía haber tomado el color y la textura del papel macilento. A la luz de una lámpara de gas, revisaba una lista de registros y murmuraba nombres en voz baja, pero no encontró lo que buscaba.
– Lo siento -concluyó; levantó la vista y miró a los dos visitantes por encima de sus gafas con forma de media luna-. En la época que comentan, nadie llamado Gardiner Kincaid hizo uso del fondo cartográfico.
– ¿Está seguro? -inquirió Sarah impaciente.
Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche. No había dejado de pensar en lo que Francine Recassin le había dicho y cuanto más reflexionaba en ello, más convencida estaba de que seguía la pista correcta.
– Por supuesto. -El archivero torció el gesto-. Como encargado jefe de este departamento tengo la obligación de documentar escrupulosamente todas las consultas que se realizan de material cartográfico, y se lo aseguro: si no está registrado en esta lista, su padre no estuvo aquí.
– Comprendo -dijo Sarah sin poder ocultar su decepción.
Las piedras del mosaico habían comenzado a encajar y ahora resultaba que sus conjeturas eran falsas. Pero ella estaba tan segura de que su padre no había ido a París solo por el cubo…
– ¿No podría ser que Gardiner diera otro nombre? -planteó Du Gard.
Aunque el adivino, con su chaqueta de seda azul y su camisa de volantes, ofrecía un aspecto algo extravagante, Sarah se alegraba de tenerlo por compañía: en su interior había temido que la mala fama que había conquistado en La Sorbona la hubiera precedido hasta el Louvre. Esos temores resultaron infundados, pero, aun así, a Sarah la tranquilizaba saber que tenía a un amigo a su lado, aunque se habría mordido la lengua antes que confesárselo…
– ¿Otro nombre? -Sarah enarcó las cejas.
– Después de todo lo que hemos averiguado, él debía de saber que lo perseguían… Entonces, nada más natural que camuflarse, n'est-cepas?
– Cierto -admitió Sarah, aunque no conseguía imaginar a su padre escondiéndose tras un pseudónimo-. ¿Me permite ver la lista? -preguntó-. Probablemente encontraré algún nombre que levante mis sospechas.
– Como usted desee.
Un poco reticente, el archivero giró la lista para que Sarah pudiera echarle un vistazo desde el otro lado del escritorio. Era evidente que creía que la joven dudaba de su esmero y por eso quería buscar ella misma a su padre, con lo cual puso cara de malhumor.
Sarah echó una ojeada rápida a los registros pertenecientes a los días en que, según Du Gard y Francine Recassin, su padre había estado en París. El nombre de Gardiner Kincaid no aparecía por ningún sitio, pero Sarah dio con una entrada que despertó su interés.
– Mira -dijo en voz baja.
– ¿Lo ha encontrado?
– No directamente. Pero aquí aparece anotado un tal Friedrich Hingis.
– ¿Amigo suyo?
Sarah sonrió con sorna.
– Más bien no. Hingis es uno de los competidores más acérrimos de mi padre. Fue uno de los que me despellejó en el simposio.
– Un tipo desagradable.
– Efectivamente.
– ¿Cree que puede guardar alguna relación?
– No lo sé. -Sarah lo meditó-. Hingis es discípulo de Schliemann y forma parte del Círculo de Investigaciones Arqueológicas. Como tal, es normal que… ¡Un momento!
– ¿Qué ocurre? -Du Gard la miró inquisitivo-. ¿Sospecha algo?
– Es más bien una idea vaga -apuntó Sarah-. El otro día, en La Sorbona, Hingis ardía en deseos de saber en qué trabajaba mi padre.
– Et quoi?
– Que probablemente vio a mi padre en París. Quizá coincidieron aquí, en la biblioteca, y Hingis intentó en vano averiguar cuál era el objeto de las investigaciones de mi padre. Eso explicaría su agresiva intervención en La Sorbona.
– Peut-étre -admitió Du Gard-. Pero no deja de ser una suposición. No hay pruebas de que su padre estuviera aquí.
– Cierto -reconoció Sarah, que continuó ojeando la lista y, finalmente, señaló con aire triunfal otra entrada-. Pero aquí tiene una prueba definitiva.
– ¿En serio?
– El 4 de abril -declaró Sarah-, un tal Mortimer Laydon visitó el archivo cartográfico.
– ¿Y bien? ¿Conoce usted a ese monsieur?
– Diría que sí -asintió Sarah-. El doctor Laydon es el mejor amigo de mi padre y su confidente más íntimo, además de mi padrino. No puede ser casual que él se encontrara en París en la misma época que mi padre.
– ¿Cree que Gardiner le pidió ayuda?
– No se me ocurre ningún otro motivo para que un médico de Su Majestad, la Reina, vaya a un archivo de material cartográfico antiguo -replicó Sarah.
Pero la euforia que acababa de sentir se esfumó de golpe, dejando paso al desencanto. Por mucho que se alegrara de saber que sus conjeturas eran ciertas y que su padre realmente había ido a París para preparar una expedición, no dejaba de atormentarla una pregunta punzante: ¿por qué diantre su padre pidió ayuda a Mortimer Laydon si estaba en apuros y no a ella? ¿No habría sido más adecuado recurrir a su hija, que también era arqueóloga y a la que él mismo había instruido?
¿Qué significaba todo aquello?
El hombre al que más quería en el mundo y en el que siempre había confiado a ciegas, ¿se había apartado de ella? ¿No la consideraba digna de confianza? ¿Por eso la había enviado a Londres…?
– Estoy seguro de que su padre tendría buenas razones -observó en voz baja Du Gard, como si los pensamientos de la joven fueran de nuevo un libro abierto, para disgusto de Sarah.
– Pues claro que tenía sus razones -aclaró Sarah irritada-. ¿O cree usted que un médico real emprendería un largo viaje de Londres a París sin una razón de peso?
– N… non -balbuceó Du Gard, que a todas luces no se esperaba semejante reacción-. Bueno, usted conoce mejor a su padre que yo.
– Exacto -confirmó Sarah, y deseó de todo corazón estar en lo cierto-. Estos números de archivos -prosiguió, señalando las columnas de la lista-, ¿qué significan?
– Son los mapas que el doctor Laydon consultó -explicó el archivero.
– ¿Y qué mapas son?
– Déjeme ver. -Murmurando los números, el hombre se dirigió a un grueso catálogo encuadernado en piel, lo abrió y examinó las cifras correspondientes-. Se trata de planos de Alejandría.
– Alejandría -repitió Sarah, con una mezcla de respeto y sorpresa, mientras invocaba desde el fondo de su consciencia el saber que había acumulado en la biblioteca de Kincaid Manon
Fundada en el año 331 a. C. por Alejandro Magno, la ciudad, llamada así en su honor, tenía que convertirse en la capital de su imperio, pero esa quimera jamás se hizo realidad. La temprana muerte de Alejandro en el año 323 desmembró el imperio y sus generales entablaron guerras sangrientas por hacerse con la sucesión. El resultado de esos enfrentamientos fueron los reinos diádocos, de los cuales el más rico era indiscutiblemente el Egipto de los ptolomeos, con Alejandría como capital. La ciudad fue considerada durante siglos un centro comercial y cultural equiparable a los del mundo clásico, perduró hasta la época del Imperio romano y ostentó una de las siete maravillas del mundo, el gran faro de la isla de Faros. Alejandría seguía escondiendo incontables secretos y, al parecer, Gardiner Kincaid pensaba airearlos…
– ¿Responde eso a nuestra pregunta? -inquirió Du Gard ingenuamente-. ¿Se encuentra su padre en Alejandría?
– Eso parece.
– Pourquoi? ¿Qué se puede descubrir allí?
Sarah lanzó una mirada socarrona al francés.
– No sabe mucho de historia, ¿verdad?
– Alórs, yo…
– Alejandría fue uno de los grandes centros del mundo antiguo y también un crisol de distintas culturas y diferentes influencias. Griegos, egipcios, persas, judíos… Todos acudían a Alejandría a comerciar y a intercambiar mercancías. Si damos validez a las fuentes de la época, también era un refugio de cultura y de pecado, de riquezas inconmensurables y de pobreza extrema. Y, durante mucho tiempo, Alejandría fue considerado el lugar más avanzado del mundo, donde convergían la modernidad, la ciencia y el arte.
– Vaya, igual que París -replicó Du Gard sonriendo burlón.
– Bueno, si usted quiere, la ciudad de Alejandro fue el París de la Antigüedad -concluyó Sarah-, y como siempre sucede cuando ese tipo de contrastes se dan en un lugar… -Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir algo. Abrió precipitadamente la bolsa de lona que siempre llevaba consigo y sacó el cubo envuelto en papel aceitado-. Alejandro -murmuró-, claro, esa es la solución…
– ¿Qué? -quiso saber Du Gard-. ¿Se le ha ocurrido algo?
– Efectivamente -asintió Sarah-. Las letras grabadas en el cubo, las cinco primeras letras del alfabeto griego…
– ¿Qué pasa con ellas?
– Son el sello de Alejandro -desveló Sarah mientras examinaba el cubo girándolo en sus manos-. Son las iniciales que Alejandro mandó labrar en los cimientos de Alejandría. La letra «alfa» corresponde al nombre de Alejandro; la «beta», a la palabra griega basileus, que significa «rey»; la «gamma» corresponde a genos, el término para designar «linaje», y la «delta», a theos, la palabra griega para «dios». Por último, según mi padre, la «épsilon» corresponde a ergon, la expresión griega para «trabajo».
– ¿Según su padre? O sea, ¿que es un especialista en este campo?
– De hecho, no. -Sarah meneó la cabeza-. La historia del antiguo Egipto y del Antiguo Oriente son sus especialidades, pero sé que siempre se ha sentido fascinado por Alejandría. La ciudad ofrece a los arqueólogos incontables enigmas que…
– Sarah no llegó a concluir la frase, pero sí el pensamiento. Sobrecogida, se llevó la mano a la boca.
– ¿Qué ocurre? -quiso saber Du Gard.
– Creo que ya sé qué está buscando mi padre en Alejandría.
– ¿De verdad?
– Está buscando el Cementerio de los Dioses -declaró Sarah con voz apagada-, el lugar donde, según las crónicas, I se encuentra la tumba de Alejandro Magno.
– ¿La tumba de Alejandro? ¿Y qué la lleva a creerlo?
– Se cumpliría un viejo sueño de todo investigador. Se trata de hacer realidad un mito. Hingis, ese miserable advenedizo, tenía razón…
– ¿Qué quiere decir? -Du Gard sacudió la cabeza-. Francamente, no entiendo nada…
– En nuestra discusión en La Sorbona, Friedrich Hingis afirmó que mi padre nunca había hecho un descubrimiento de la categoría de Schliemann y, desgraciadamente, tenía razón. Arrancarle al pasado sus mitos y convertirlos en parte de la historia es algo con lo que sueñan todos los arqueólogos, pero a muy pocos se les concede ese triunfo.
– ¿Y la tumba de Alejandro es uno de esos mitos?
– Por supuesto -asintió Sarah-. La han buscado durante siglos. Distintas fuentes indican que, tras su muerte, el cadáver de Alejandro fue llevado a Egipto y se le dio sepultura en un mausoleo erigido expresamente para él, un lugar al que llamaron el Cementerio de los Dioses. Incluso existen descripciones del sepulcro, que supuestamente se encuentra bajo un gran túmulo de tierra, pero nunca lo han encontrado. Si mi padre consiguiera descubrir la tumba de Alejandro, por fin habría encontrado su propia Troya y lograría el reconocimiento que merece.
– Comprendo -comentó Du Gard-. Eso explicaría por qué las excavaciones deben efectuarse en el más estricto secreto, ¿verdad? Gardiner tiene miedo de que alguien se le adelante.
– Efectivamente. Y también nos ofrece un posible motivo respecto a la participación del Ministerio de Finanzas londinense en las excavaciones: teniendo en cuenta la importancia de Alejandro en la historia y el hecho de que nadie antes ha podido descubrir su último lugar de reposo, cabe suponer que allí se atesoran riquezas inconmensurables.
– ¿Y cree que el cubo guarda alguna relación? -preguntó Du Gard señalando el objeto que Sarah tenía en las manos.
– ¿Quién sabe? -dijo, y se encogió de hombros-. Sea como sea, el tema de las iniciales no puede ser casualidad.
– Quizá tenga usted razón y Pierre Recassin murió por ese motivo -reflexionó Du Gard-. No sería la primera vez que se comete un brutal asesinato por codicia desaforada.
– Cierto -admitió Sarah, que había palidecido a lo largo de la conversación-. De todos modos, estoy intranquila por otros motivos.
– ¿Cuáles?
– ¡Alejandría, Maurice! ¿Es que no lee los periódicos?
– Mon Dieu, ¡tiene razón! -El semblante de Maurice du Gard, que ya de por sí tenía poco color, adquirió matices aún más blancos-. Los levantamientos en Egipto, la rebelión del pacha Urabi…
– Hará una semana, en Alejandría se produjeron ataques sangrientos contra todos los extranjeros que se encontraban en la ciudad -añadió Sarah-. Al parecer, debido a las amenazas de intervención de nuestro gobierno, los británicos fueron los más afectados. Un testigo ocular declaró al Times que había habido una terrible matanza, que la anarquía imperaba en las calles. De todos los sitios del mundo, mi padre ha escogido precisamente el más inseguro y peligroso de todos…
– Eso no significa nada -la tranquilizó Du Gard.
– La visión que me contó -inquirió Sarah-, aquel sueño en vela por el que supo que la vida de mi padre corría peligro, ¿cuándo lo tuvo? Y, por favor, Maurice, dígame la verdad…
– Déjeme pensar un momento. -Du Gard se concentro-. Aquella noche yo estaba en el escenario y fue poco antes de mi actuación. Si no recuerdo mal, sería el 11 de este mes.
– ¿El 11 de junio?
– Oui. Pourquoi?
– Porque el 11 de junio tuvieron lugar los altercados en Alejandría -contestó Sarah estremecida-. Y no me diga que no cree que ambas cosas estén relacionadas.
– Lo que yo crea o deje de creer no tiene la menor importancia, ma chére. ¿Desde cuándo cree usted en visiones y adivinos? ¿No dijo que todo eso era pura charlatanería?
– La mayoría, sí, eso aún lo creo -se defendió Sarah-. Pero cuando los indicios son tan claros como en este caso…
– … también pueden ser una coincidencia, aunque bastante peculiar, lo reconozco.
– ¿Y usted habla de casualidad? ¿Precisamente usted?
– Oui, ma chére, y con razón. En mi visión no aparecían disturbios. Y estoy bastante convencido de que lo que vi correspondía al futuro, no al presente. Por lo tanto, todo indica que su padre sigue con vida.
– Eso espero, de todo corazón; pero no lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos.
– ¿Qué quiere decir?
– Qué viajaré a Alejandría -anunció Sarah resuelta.
– ¿Quiere ir a Alejandría? -Du Gard se la quedó mirando perplejo-. Pero ¿no acaba de decir que actualmente es el lugar más inseguro y peligroso del mundo?
– En efecto, y mi padre se encuentra allí. Tengo que reunirme con él.
– Ma chére… -Du Gard respiró hondo y urdió sus argumentos-. D'abord, no ayudará en nada a su padre poniéndose en peligro. Ensuite, él no querría que usted arriesgara su vida por él. Troisiémement, él sin duda sabía dónde se metía y asumió el riesgo a sabiendas.
– Puede -admitió Sarah-. O estaba tan enfrascado en sus investigaciones que los acontecimientos lo cogieron totalmente por sorpresa. También es posible que las prisas le impidieran enterarse de lo que sucedía en Alejandría. Al fin y al cabo, lo perseguían…
– Oui, todo eso también es posible. Pero no creo que usted contribuya a mejorar su situación lanzándose de cabeza a una aventura con un desenlace imprevisible.
– Si no le gusta, eche un vistazo a su bola de vidrio -propuso Sarah encogiéndose de hombros-. A lo mejor entonces el desenlace de la expedición es un poco más previsible. Y usted… -Sarah se dirigió en francés al archivero, que continuaba sentado detrás del escritorio y había seguido con los ojos muy abiertos la conversación, sostenida en inglés-. ¿Sería tan amable de buscar los mapas que le pidió el doctor Laydon?
– Con mucho gusto -replicó el hombre macilento, y se retiró a todas luces contento de alejarse de la discusión.
– De nuevo le repito que se trata de una bola de cristal -puntualizó Du Gard ofendido-. Pero no necesito consultarla para prever que la expedición acabará en catástrofe. Quédese, Sarah, ¡se lo suplico!
– Mi decisión es firme, Maurice. No intente disuadirme.
– ¿Por qué quiere ir a Alejandría? ¿Para salvar a su padre o porque quiere averiguar a toda costa si aún cuenta usted con su lealtad?
– ¿Ya empieza de nuevo? Ya le he dicho que a usted no le incumbe.
– ¿Ah, no? Es usted muy transparente, Sarah.
– ¿En qué sentido?
– Sé exactamente qué piensa. No deja de encontrar gente a la que nunca había visto antes y que parece conocer muy bien a su padre. Y él no le pidió ayuda a usted, sino a su viejo amigo Mortimer Laydon. Eso la ha herido…
– Tonterías, yo…
– ¿Sabe?, creo que madame Recassin no se equivocaba con usted. Está realmente llena de miedos, Sarah Kincaid. Preferiría morir antes que reconocer que el hombre al que durante toda la vida ha admirado como a un monumento es una person como cualquier otra.
– Cállese -exigió Sarah con severidad.
– Lo haré, ma chére, pero no antes de completar lo que tengo que decirle. Reflexione sobre los motivos que la llevan a arriesgar su vida: ¿lo hace para iniciar una acción de rescate que probablemente no podrá salvar a su padre, o lo hace para aplacar sus miedos y su vanidad…?
Du Gard no pudo proseguir, la sonora bofetada que le dio Sarah lo interrumpió a media frase.
– ¡Cállese! – repitió enérgicamente, y en sus ojos asomaba el brillo de unas lágrimas-. No le he pedido su opinión ni sus críticas, Maurice.
– D'accord, no lo ha hecho. -El francés se frotó la mejilla dolorida-. Pero no puedo aprobar que alguien tire su vida por la borda por motivos equivocados. Y dudo mucho que su padre lo aprobara. Después de todo, le ordenó que regresara a Inglaterra.
– Y yo me opongo a esa orden -aclaró Sarah con voz temblorosa-. Fue usted quien me dijo que la vida de mi padre corría peligro. Y, ahora que sé dónde se encuentra, ¿pretende que no acuda en su ayuda? Diga lo que quiera, Maurice, pero no me detendrá.
– Tres bien. -Du Gard asintió con un gesto de cabeza-. Entonces, la acompañaré.
– ¿Va usted a…? -Sarah pensó que no lo había entendido bien. Aunque ya hacía unos días que conocía a Du Gard, no dejaba de sorprenderla-. ¿Por qué?
– Quizá porque no puedo quedarme de brazos cruzados viendo que una dama se pone en peligro…
– No tiene por qué preocuparse, sé cuidarme sola.
– … quizá también porque -prosiguió Du Gard sin inmutarse en absoluto- me gusta que las mujeres me abofeteen y me insulten.
Sarah vaciló un momento mientras escrutaba a Du Gard.
– Sobrevivirá -dijo, y sonrió-. ¿Seguro que quiere acompañarme?
– Oui.
– ¿Y el teatro? ¿Y su contrato?
– Bueno, habrá que cancelarlo. Si he de serle franco, empezaba a estar harto. Hay gente que cree que mis actuaciones en el escenario son simple charlatanería.
– ¿No me diga? -Sarah enarcó las cejas-. Es increíble.
– ¿Verdad que sí? -Du Gard rió sordamente-. Nunca había conocido a una mujer como usted, Sarah Kincaid.
– ¿Debo tomármelo como un cumplido o como un reproche?
– Como ambas cosas -reconoció Du Gard con sinceridad-. Usted arriesgaría su vida por descubrir aunque fuera un simple hálito de verdad. Eso no es muy frecuente en los tiempos que corren y merece todo mi apoyo. Además -prosiguió, con una sonrisa encantadora-, creo que las perspectivas de que llegue con vida a su meta aumentarán si la acompaño.
– ¿Qué le hace suponerlo?
– Mis relaciones nos serán de mucha utilidad. Par exemple, conozco a alguien que podría ayudarnos a conseguir los pasajes.
– No crea que será tan fácil, no nos espera un paseo. El gobierno británico ha reaccionado a la matanza enviando buques de guerra a la zona. El comandante de la flota, el almirante Seymour, tiene órdenes de establecer un bloqueo en el puerto; por lo tanto, llegar a Alejandría no será nada fácil.
– Ya lo sé -aseguró Du Gard, y le dedicó una sonrisa irónica y juvenil mientras esperaban los mapas, y un archivero de piel macilenta informaba a una silueta imprecisa.
París, lugar desconocido,
un poco más tarde
En medio de la abrumadora negrura, solo reprimida por la luz mortecina y trémula de unas velas, conversaban dos voces. Una hablaba en voz baja y gutural, la otra era sonora y tenía acento extranjero.
– ¿Y bien?
– No se equivocaba. Kincaid le ha dejado el codicubus a su hija.
– Lo sabía. -La voz gutural rió sordamente-. ¿Por qué todos los que creen que luchan por el bien son siempre tan previsibles?
– No lo sé, maestro.
– Claro que no. Su tarea no consiste en reflexionar sobre las cosas, usted solo tiene que proporcionarme lo que necesitamos para llevar a cabo nuestros planes.
– Eso haré -aseguró la otra voz.
– Eso espero. ¿Y cuándo será?
– Hay que elegir el momento con cautela. Mientras la hija de Kincaid se encuentre en la ciudad, nos arriesgamos a que nos descubran si le quitamos el codicubus con violencia. La sureté está mucho más alerta desde la muerte de Recassin.
– ¿Y qué propone usted?
– Esperaré y no la perderé de vista; antes o después surgirá una oportunidad.
– Cuanto antes, mejor. El artefacto no debe pasar a más manos extrañas. Su secreto debe permanecer oculto.
– Lo sé.
– ¿Y la hija de Kincaid? ¿Cuánto sabe?
– Lo averiguaré y obraré en consecuencia. La heredera alberga ambas cosas, utilidad y peligro.
– Respeto su opinión, pero no queremos correr riesgos. Confío en usted. Toda la organización confía en usted. No nos decepcione.
La voz sonora vaciló durante un instante inapreciable. Luego, su dueño, una sombra gigantesca ante la cual incluso la luz de las velas parecía retroceder atemorizada, hizo una reverencia.
– No lo haré, maestro.
Diario personal de Sarah Kincaid Alejandría.
Con todo lo que he descubierto hasta ahora sobre mi padre, me pregunto por qué no llegué antes a esa conclusión. Lo que persigue bajo el sello del más estricto secreto no es un proyecto arqueológico cualquiera, sino un viejo sueño del que me ha hablado desde que tengo uso de memoria.
Una vez me aseguró que a quien descubra la tumba de Alejandro le esperan riquezas en abundancia y una fama científica imperecedera. No consigo imaginar que Gardiner Kincaid pretenda bienes mundanos, pero sí el reconocimiento académico. ¡Cuánta satisfacción experimentaría en caso de ser aclamado como el descubridor del mayor enigma de la Antigüedad! Incluso la fama de Schliemann palidecería a su lado y la lucha con los competidores se habría dirimido para siempre.
Pero, por más que comprendo los motivos de mi padre, mis dudas persisten. ¿Por qué, me pregunto, no me ha incluido en sus planes? ¿Por qué me ha ocultado que trabaja en la realización de su sueño? ¿Por qué ha permitido que sus enemigos me humillaran en La Sorbona?
No dejo de intentar convencerme de que mi padre tenía un buen motivo para actuar de ese modo. Y, cuanto más pienso en ello y más claro se me antoja el enigma, más creo conocer m motivo.
Mi padre no confía en mí…
Hotel L'Ambassadeur, quai de la Megisserie,
París, 21 de junio de 1882
El vestíbulo del hotel en el que Sarah se alojaba era una estancia muy amplia que se deleitaba en un lujo barroco. Estuco dorado y magníficas pinturas decoraban los techos, y las paredes estaban cubiertas de grandes espejos. A las mesitas se sentaban viajeros y hombres de negocios que hablaban en todas las lenguas; Sarah oyó un retazo de inglés por aquí, unas palabras chapurreadas en alemán por allá; entretanto, cuatro caballeros de aspecto importante conversaban en ruso en otra mesa.
En su adolescencia, a Sarah le encantaba frecuentar sitios como aquel, intentaba imaginar de dónde venían todas aquellas personas con sus lenguas extrañas y cómo debían ser aquellos lugares. Y se había propuesto viajar a todas aquellas tierras y verlas con sus propios ojos; un propósito harto difícil de cumplir, sobre todo para una mujer.
No obstante, los descubrimientos de los últimos días habían mostrado que Sarah emprendería al menos un nuevo viaje.
A la lejana Alejandría…
A las cinco en punto, es decir, exactamente a la hora en que en la tierra de Sarah se preparaban para tomar el té, Maurice du Gard la había citado con un misterioso personaje que los ayudaría, sin revelarle nada más por adelantado.
Sarah daba por descontado que Du Gard no sería puntual, con lo cual se llevó una sorpresa al ver al peculiar francés sentado a una de las mesitas en compañía de otro caballero. Sin embargo, su sorpresa se acrecentó al darse cuenta de que conocía al extraño.
No era otro que el hombre que le había entregado la invitación al espectáculo de Du Gard en el aula de La Sorbona aquel día aciago…
Los hombres se levantaron cuando vieron acercarse a Sarah. De acuerdo con la hora del día, la joven llevaba un vestido de seda de color rojo oscuro y con mangas anchas, que caían sobre las mangas beige de la blusa; un chal de seda también de color beige completaba el conjunto. Du Gard lucía de nuevo una de sus coloridas chaquetas de seda, con las cuales sin duda habría levantado revuelo en Londres, pero que allí no parecían molestar a nadie. En radical contraste con el llamativo aspecto del adivino, el acompañante vestía levita negra, igual que en su primer encuentro, y por la solapa asomaba un cuello blanco como la nieve Con un lazo muy bien anudado.
– Qué bien que haya llegado, Sarah -saludó Du Gard-. La estábamos esperando.
– Eso es imposible -replicó Sarah un poco ofendida-. Monsieur, ¿me permite señalarle qué hora es? Son las cinco en punto.
– ¿Qué le dije? -exclamó Du Gard dirigiéndose divertido a su acompañante-. Británica hasta la médula.
– Eso parece -contestó el hombre barbudo.
Sarah calculó que tendría más de cincuenta años. Sonreía con dulzura mientras sus ojos reflejaban el aire juvenil que Sarah ya había vislumbrando en su primer encuentro.
– Yo lo conozco -constató-. Usted fue quien me entregó la invitación para ir al teatro de variedades, ¿verdad?
– Cierto -asintió el barbudo-. Tengo que ir con frecuencia a la universidad y por eso Maurice me pidió que le hiciera el favor.
– Quizá ha llegado la hora de presentarlos -comentó Du Gard-. Jules, esta es lady Kincaid. Sarah, es un honor para mí presentarle a Jules Verne.
– ¿Jules Verne? -preguntó Sarah mirando perpleja el semblante simpático que ya le había resultado familiar en el primer encuentro-. ¿El verdadero Jules Verne?
– Bueno, es probable que haya más gente con ese nombre, lady Kincaid -respondió el recién presentado, que se inclinó cortésmente-, pero, si lo que desea saber es si soy el Jules Verne al que leen por todas partes, debo decirle que sí.
– Jules Verne -repitió Sarah con la boca abierta por el asombro, y se dejó caer en una de las butacas de terciopelo con ribetes dorados en las que también tomaron asiento los caballeros-. El célebre escritor…
– Yo también me alegro de conocerla, lady Kincaid. -Verne sonrió de nuevo.
– Pe… Pero no, la alegría es mía -aseguró Sarah balbuceando-. Quiero decir que el honor es mío. ¿Sabe que he leído ocho veces el Viaje al centro de la tierra} Ese libro es uno de los motivos por los que quise ser arqueóloga.
– Me halaga… Aunque me sorprende que una joven como usted…
– He leído todos sus libros -aseguró Sarah entusiasma da-. Si he de serle sincera, nunca he podido con las novelas que solo tratan de penas del corazón. Estaba sedienta de aventuras y de historias exóticas, y en sus libros hallaba ambas cosas de sobra. Sin embargo, jamás me habría atrevido a pensar que algún día podría llegar a conocerlo personalmente.
– Se lo agradezco, lady Kincaid. Es usted muy generosa.
– Sarah -corrigió yendo en contra de cualquier etiqueta. No le parecía correcto que precisamente el escritor al que más había admirado debido a su creatividad y a su narrativa la llamara por su título nobiliario. Además, con sus maneras prudentes y tranquilas, monsieur Verne le recordaba en cierta forma a su padre…
– Sarah -asintió Verne, y le dedicó una sonrisa-. Para mí también es un honor. Maurice me ha hablado mucho de usted.
– Estoy convencida de ello. -Le lanzó una sonrisa avinagrada a Du Gard-. Y seguro que todo bueno.
– Ni mucho menos -replicó Du Gard secamente.
– No lo crea -aconsejó monsieur Verne-. Detrás de toda esa insolencia se oculta un inestimable amigo.
– Intentaré recordarlo -prometió Sarah sonriendo-. ¿Cómo decía el refrán? «Dime con quién andas y te diré quién eres.» Si el bueno de Maurice cuenta con amigos como usted, no puede ser tan malo.
– Me halaga usted -replicó Verne.
– Oui, y a mí me hace un cumplido a la vez que me ofende. ¿Se ha dado cuenta, Jules?
– Me he dado cuenta. -El escritor volvió a sonreír-. Al parecer, Sarah también sabe manejar las palabras. Y aún tenemos algo más en común.
– ¿Ah, sí? -preguntó Sarah muerta de curiosidad.
– No gozamos de mucha simpatía entre las cabezas pensantes de esta ciudad.
– ¿Qué quiere decir? Me refiero a que yo no poseo estudios científicos ni título académico, de modo que no es extraño que no me reconozcan. Pero usted es un escritor célebre y de éxito, y seguro que tiene influencia…
– Aun así, también han puesto límite a mis ambiciones -aseguró Verne con modestia-. De un tiempo a esta parte, intento ingresar en la Academia Francesa, pero, por lo visto, hay camarillas que no quieren ver a un fantasioso como yo en el círculo científico más ilustre del país. El año que viene se decidirá definitivamente sobre mi ingreso, pero, por lo que parece, mi solicitud será denegada.
– Es lamentable -replicó Sarah- y, en gran medida, incomprensible.
– Da igual… Como ve, se encuentra usted en la mejor compañía. Maurice me ha comentado que necesita mi ayuda para solucionar un problema especial.
– ¿Nos ayudará? -preguntó Sarah llena de esperanza.
– En todo lo que pueda. Sepa que le debo toda mi gratitud al bueno de Maurice, a pesar de sus evidentes defectos.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, tuvo la amabilidad de usar sus habilidades para brindarme ciertas indicaciones reveladoras… Indicaciones que me fueron muy útiles en mi trabajo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah perpleja-. ¿Que recurrió a la ayuda de un adivino para escribir sus novelas?
– El secreto de la escritura consiste en disponer de buenas fuentes y aprovecharlas, Sarah -explicó Verne-. En mi círculo de amistados se incluyen geógrafos, biólogos, ingenieros… y también el bueno de Maurice, que me ayuda allí donde la ciencia todavía no alcanza…
– Entonces ¿sus novelas representan realmente el futuro?
– Un posible futuro -remarcó Verne con prudencia-. La técnica actual en un nuevo mañana.
– Entonces ¿considera factible que se pueda viajar a la Luna?
– No hoy ni dentro de diez años. Pero algún día se podrá, estoy seguro. Nuestro mundo necesita personas visionarias, Sarah. Ellas son las que impulsan la evolución de nuestra especie.
– ¿Lo cree realmente? -preguntó Sarah. -¿Usted no?
– Bueno, coincido con usted por lo que respecta a personas visionarias. El mundo moderno necesita grandes inventores y pensadores, sin ellos no sería posible el progreso.
– Por el tono de su voz, deduzco que abriga dudas.
– Un poco -asintió Sarah-. Sinceramente, creo que mirar al pasado es al menos tan importante como mirar al futuro. La humanidad solo podrá continuar evolucionando si aprende de los errores de la historia. O, como diría mi padre: solo puede crecer lo que tiene raíces.
– Vaya, vaya -comentó Verne-. Usted me habló de una joven inglesa con ambiciones científicas, Maurice, ¿y qué me trae? ¡Una filósofa!
– Le ruego me disculpe -dijo Sarah sonrojada-. No quería hacerme la sabihonda, no es mi…
– ¡Al contrario! Prefiero la franqueza a toda la hipocresía de esos eruditos sin sangre en las venas. Además, quizá no esté tan equivocada. Quizá el hombre moderno debería tener realmente más en cuenta el pasado y procurar aprender de él en vez de abocarse constantemente a nuevos imponderables.
– Estoy convencida de que así se podrían impedir algunas injusticias en el mundo -ratificó Sarah.
– Puede que tenga razón, pero, en su caso, la técnica moderna es a todas luces la única respuesta posible.
– ¿Por qué lo dice?
– Maurice me ha explicado que desea viajar a Alejandría y con la máxima discreción posible.
– Así es.
– Bueno, a consecuencia de la situación política actual, sobre la cual no me cabe duda de que está bien informada, la realización de esa empresa está muy condicionada, puesto que el puerto de Alejandría está sometido a bloqueo por buques de guerra británicos.
– Lo sé -reconoció Sarah-, por eso había pensado en comprar pasajes de barco a Abusir. Allí contrataríamos un guía local y camellos, y continuaríamos el viaje por tierra.
– Comprendo. -Verne frunció la boca-. Dejando a un lado los peligros que alberga un viaje como ese, ¿cuánto tiempo le costaría dar ese rodeo por tierra? ¿Tres semanas? ¿Cuatro?
– Dos y media, si todo va bien -replicó Sarah con rabia.
– Dos semanas y media, pues. -El escritor asintió con un gesto de cabeza-. Su llegada a Alejandría se retrasaría dos semanas y media. En dos semanas y media, quizá llegaría demasiado tarde para salvar a su padre.
– Monsieur Verne -arguyó Sarah-, soy consciente de que no es la solución ideal, pero teniendo en cuenta las circunstancias creo que no me queda otra elección…
– ¿Y si la hubiera?
– ¿Cómo dice?
– Supongamos que existe una posibilidad de llegar a Alejandría por mar en unos pocos días y sin ser detectados por los buques británicos. ¿La aprovecharía?
– Sin dudarlo -afirmó Sarah de inmediato-, pero esa posibilidad no existe.
– Me temo que se equivoca, querida -replicó el escritor intercambiando una mirada significativa con Du Gard, quien parecía estar al corriente de todo-. ¿Ha leído usted mi nove la Veinte mil leguas de viaje submarino?
– Pue… Pues claro -confirmó Sarah atónita-. Pero ¿qué tiene que ver? No pretenderá afirmar que…
Monsieur Verne no dijo una palabra, pero su sonrisa de complicidad era de lo más elocuente.
– ¿En serio pretende hacerme creer que existe algo así como un sumergible? -inquirió Sarah totalmente incrédula.
– Digamos que conozco a un ingeniero en cuyo trabajo me inspiré para escribir la novela. Hia diseñado una máquina que la mayoría de sus contemporáneos consideraría una maravilla de la técnica…
– No me lo diga -pidió Sarah gimiendo.
– … un medio de transporte capaz de viajar tanto por encima como por debajo del agua -prosiguió Verne-, un «submarino», como él lo llama.
– Monsieur Verne -dijo Sarah con una mirada crítica-, como ya le he dicho, soy una gran admiradora de su arte, pero no debería usted burlarse de mí.
– No lo hago, querida. En absoluto.
– ¿Quiere decir que realmente conoce a alguien que dice haber inventado un sumergible?
– No solo lo ha inventado. -De nuevo se reflejó una sonrisa en el semblante barbudo de Verne-. También lo ha diseñado y lo ha construido.
– Pero yo pensaba que los sumergibles no funcionaban -objetó Sarah-. Por lo que he leído sobre el tema, serían demasiado pesados para maniobrar bajo el agua. Además, surgirían problemas con la propulsión, por no hablar del aire para respirar debajo del agua. Se dice que hubo algunas tentativas durante la guerra civil americana, pero todas fracasaron.
– Está usted admirablemente bien informada. -Verne asintió con un gesto de cabeza-. Es cierto que tanto los confederados como el ejército de la Unión determinaron que los sumergibles no eran apropiados para navegar. Pero lo que usted probablemente no sabe es que, mucho antes de esa guerra, un español llamado Monturiol consiguió construir un sumergible que funcionó, al que puso por nombre Ictíneo. Y en Italia hace siglos que buscan maneras de viajar al fondo de los océanos; cuentan que Leonardo da Vinci ya dibujó planos para un vehículo sumergible.
– No lo sabía -admitió Sarah.
– Evidentemente, tiene usted razón al señalar las dificultades a que se enfrenta la propulsión debajo del agua, así como con la renovación del aire. Mis compatriotas Claude Goubert y Gustave Zédé, que se ocupan desde hace unos años del desarrollo de sumergibles capaces de navegar, trabajan intensamente en esos problemas, pero aún tardarán años en encontrar una solución. Entretanto, nuestro aguerrido capitán ya ha conseguido encontrar respuestas a todas esas cuestiones. Y, a diferencia del personaje de mi novela, no se sirve de energías misteriosas que dormitan en el interior de la Tierra, sino que recurre a las ventajas que ofrecen la electricidad y las investigaciones en el campo de la química.
– Increíble -apuntó Sarah.
– Sin duda -la secundó Du Gard.
– Puede que el invento sea increíble, pero es tan real como usted y yo.
– ¿Por qué nadie lo sabe? -preguntó Sarah, todavía escéptica.
– Permítame responder citando a Leonardo da Vinci -pidió Verne-. Leonardo dijo que no haría público su sistema para permanecer bajo el agua a causa de la maldad inherente a la naturaleza del ser humano, que solo lo utilizaría para llevar la muerte al fondo del mar. También mi amigo mantiene su invento en secreto por ese motivo. La exploración pacífica de los mares es su objetivo, pero el submarino podría fácilmente usarse con fines bélicos.
– Comprendo. -Sarah asintió-. Le debe mucha inspiración a su amigo, ¿verdad?
– Cierto, puesto que puedo afirmar que ya he estado a bordo de su barco en calidad de invitado.
– ¿Ha viajado en el submarino? -preguntó Sarah atónita.
– Varias veces.
– ¿Y? -En los ojos de Sarah brillaba el gusto por la aventura-. ¿Cómo fue?
– Inquietante -respondió el escritor sin vacilar un instante-, y a la vez maravilloso. El mundo de las profundidades está intacto y es tan virgen como hace millones de años. Explorarlo será uno de los grandes retos del futuro.
– ¿Y cree usted que con ayuda del submarino sería posible navegar por debajo de los buques de guerra británicos y llegar al puerto de Alejandría eludiendo el bloqueo?
– Si no lo creyera, Sarah, no estaría aquí -confirmó Verne-. Cuando Maurice me describió la situación, enseguida comprendí que solo podría ayudarla mi amigo el capitán y le telegrafié de inmediato.
– ¿Y? -preguntó Sarah ansiosa.
– Les espera dentro de cuatro días en un pequeño pueblo de pescadores, cerca de Marsella. Debido a la naturaleza extraordinaria de su invento tiene mucho interés en llamar la atención lo menos posible.
– Eso es más de lo que podía esperar -musitó Sarah, que apenas cabía en sí de gozo. La curiosidad, el afán de aventuras y la perspectiva de llegar a Alejandría mucho antes de lo previsto la llenaban de euforia-. ¿Como podría agradecérselo?
– Mencióneme en sus memorias -respondió Verne sonriendo con picardía-. Pero no me dé las gracias a mí, déselas a Maurice. La idea ha sido suya.
– Gracias -dijo Sarah dirigiéndose a Du Gard, y le dedicó una sonrisa que pedía disculpas por todas las invectivas y observaciones despectivas de los últimos días.
– No hay de qué -replicó el adivino, que se desquitó con una audaz sonrisa burlona-. Ya le dije que tengo amigos muy influyentes.
– Cierto -asintió Sarah-. ¿Cuándo emprenderemos el viaje?
– Mañana. Jules ya ha ultimado los preparativos. El tren que nos llevará a Orleans sale de la estación de Austerlitz a primera hora de la mañana. Desde allí sigue hasta Marsella, donde nos estarán esperando.
– Entendido -asintió Sarah de nuevo.
– Solo queda por aclarar una cuestión organizativa -terció monsieur Verne, y su semblante ruborizado dio a entender que no le resultaba agradable hablar del tema.
– ¿De qué se trata? -quiso saber Sarah.
– Del pago de los pasajes -informó el escritor sin ambages.
– Bueno -replicó Sarah-, supongo que una forma tan insólita de locomoción tendrá su precio, pero estoy dispuesta a pagarlo.
– ¿Aunque ese precio ascienda a diez mil libras esterlinas?
– Diez mil libras esterlinas -repitió Sarah, y tuvo que esforzarse por mantener la calma-. Eso es mucho dinero…
– Soy consciente de ello -aseguró Verne-. Y debo añadir que yo no obtengo ningún beneficio por hacer de intermediario en el trato. No obstante, mi amigo el capitán, ¿cómo lo diría?, tiene las ideas muy claras por lo que respecta al valor de sus servicios.
– Es evidente -afirmó Sarah desalentada-. El presupuesto anual para administrar Kincaid Manor asciende a dos mil libras. Por diez mil podría comprar un barco en cualquier otro sitio.
– Quizá, pero ninguno capaz de viajar por debajo del agua -objetó Du Gard-. Con lo cual, volvemos a enfrentarnos al mismo problema.
– Cierto -asintió Sarah.
– Además, tenga en cuenta que un viaje como este está sujeto a riesgos inestimables -añadió Verne-. Riesgos contra los que el capitán quiere asegurarse.
– Eso lo comprendo -aseguró Sarah- y, naturalmente, la vida de mi padre vale ese importe y más. La cuestión es que usted, monsieur, me ha sobreestimado al pensar que yo o mi familia éramos tan ricos. Si bien es cierto que Su Majestad, la Reina, concedió a mi padre un título nobiliario y tierras en Yorkshire por sus méritos científicos, estas no rinden lo suficiente para mantener Kincaid Manor. Mi padre ha invertido su fortuna personal en literatura científica y en expediciones arqueológicas. A su modo de ver, ese tipo de inversiones son más lucrativas que depositar el dinero en el banco y, como seguramente él diría, echarlo a las fauces de un vil tiburón de las finanzas.
– Un verdadero sabio. -Jules Verne sonrió-. Su padre goza de todas mis simpatías. Pero me temo que con ello se ha abocado a una situación peliaguda porque, sin pago, la acción de rescate que hemos planeado quedará en nada.
– Podría firmar una letra de cambio -propuso Sarah-. A su regreso, mi padre podría vender algunas tierras y saldar la deuda.
– Como ya le he señalado, el capitán vive muy retirado y no dispone de cuenta bancaria ni de dirección postal. Por lo tanto, el modo de pago queda limitado al efectivo.
– ¿Tengo que reunir diez mil libras esterlinas en cuatro días? -inquirió Sarah con incredulidad.
– Así es.
– ¿Por qué libras y no francos?
– El capitán viaja mucho. Prefiere una moneda que tenga validez en todo el mundo.
– ¿Y si no consigo esa suma?
– Eso no ocurrirá -acudió Du Gard en su ayuda-. Yo tengo unos ahorros y podría prestárselos.
– ¿Cuánto? -preguntó Verne.
– Unas ochocientas libras.
– Yo tengo unas tres mil, de las que podría disponer de inmediato y, en una semana, de dos mil más -especuló el escritor-. Pero me temo que no bastará para ayudar a nuestra amiga.
Se hizo un silencio embarazoso. Mientras Maurice du Gard y Jules Verne intercambiaban miradas de bochorno, el cerebro de Sarah trabajaba enfebrecido. Con una precisión y objetividad que creía haber heredado de su padre, la joven sopesaba las posibilidades.
Evidentemente, podía rechazar la oferta de Verne y retomar el plan original de poner rumbo a Alejandría por tierra, pero eso implicaba una pérdida de tiempo considerable, un tiempo del que Gardiner Kincaid quizá no disponía. Por desgracia, Du Gard no era capaz de decir cuándo se haría realidad su visión ni cuánto tiempo les quedaba para evitarla. Pero la idea de que pudiera sucederle algo a su padre solo porque a ella le había resultado imposible costear la travesía le resultaba insoportable.
Aceptaría la oferta de monsieur Verne y estaba dispuesta a pagar cualquier precio.
En todos los sentidos…
– Se lo agradezco mucho, caballeros -dijo Sarah serenamente-, pero me temo que, en vista de lo elevado de la demanda, me veré obligada a buscar una solución en otro lado.
– ¿Qué hará? ¿Acudir a un prestamista? -preguntó Verne preocupado-. No lo haga, Sarah, esa gente es fría y calculadora. No podrá…
– No se preocupe, monsieur. No es eso lo que me propongo.
– Entonces… ¿abandona? -preguntó Du Gard, lleno de incredulidad-. ¿Después de todo lo que ha averiguado? ¿Ahora que por fin sabe dónde se encuentra su padre?
– Yo no he dicho nada de abandonar, estimado Maurice -replicó Sarah con serenidad-. Más bien tengo en mente a otro patrocinador. Alguien que cuenta con los recursos necesarios y me los dará gustosamente.
– ¿En serio? -En el semblante de Du Gard se reflejó la sorpresa-. ¿Y quién es?
– Déjelo de mi cuenta. Monsieur Verne, le agradezco todo lo que hace por mí y por mi padre. Estamos en deuda con usted.
– Por favor -replicó el escritor con modestia-, desearía poder hacer más.
– Y puede -aseguró Sarah-. ¿Me permite pedirle un último favor?
– Por supuesto, ¿de qué se trata?
– De recurrir a las relaciones que mantiene en la universidad, ¿podría ser?
– Sin duda -asintió Verne-. Usted solo tiene que decirme qué puedo hacer por usted, y ya puede darlo por hecho.
– Gracias, monsieur Verne. Es usted muy amable.
– ¿Para qué? – terció Du Gard, de quien se había apoderado un mal presentimiento-. ¿Qué se propone?
– Ya lo verá cuando llegue el momento -respondió Sarah con evasivas.
– ¿No deberíamos discutirlo al menos? Quiero decir que no creo que su padre…
– Mi padre no está aquí -puntualizó Sarah-. Cualquier decisión que haya que tomar me corresponde a mí.
– Como usted diga. -El cuerpo enjuto de Du Gard se tensó, y su boca se convirtió en una línea estrecha.
– Monsieur Verne -dijo Sarah volviendo a dirigirse al escritor-, le estaría muy agradecida si pudiera hacer llegar una nota que redactaré enseguida al Círculo de Investigaciones Arqueológicas que estos días celebra un simposio en La Sorbona.
– ¿Eso es todo? -Verne la miró interrogativo.
– No, monsieur, también me gustaría que me respondiera una pregunta. -Usted dirá.
– Ese capitán amigo suyo, el inventor del submarino…
– ¿Qué pasa con él?
– No parece demasiado altruista, ¿me equivoco?
– Desgraciadamente -respondió Verne con un suspiro-, no se equivoca.
– Y, por casualidad, no se llamará Nemo, ¿verdad? -preguntó Sarah, y ni ella mismo supo si lo decía en serio o bromeaba.
La sonrisa que se dibujó en el rostro del escritor delató de nuevo al joven que parecía ocultarse tras los rasgos maduros de Jules Verne.
– No, Sarah -confesó abiertamente-. Se llama Hulot. Hectoire Hulot…
Diario personal de Sarah Kincaid
Según una leyenda griega, el ingenioso inventor Dédalo escapó de la prisión del rey de Creta, Minos, construyendo con plumas y cera unas alas para él y para su hijo Icaro, con ayuda de las cuales alzaron el vuelo. Al principio, todo fue bien: Dédalo y su hijo huyeron de la isla donde estaban presos batiendo las alas artificiales como si fueran pájaros. Pero, luego, el insensato de Icaro desatendió la advertencia de su padre de no acercarse al sol y siguió volando cada vez más alto. Y sucedió lo que tenía que suceder: la cera de las alas se derritió y el joven Icaro se precipitó al mar que desde entonces llevó su nombre…
Yo aún era una niña cuando mi padre me explicó esa historia por primera vez, y ya entonces me compadecí del pobre Icaro, al que la despreocupación juvenil llevó a la perdición, y aún hoy día continúo preguntándome si yo habría hecho otra cosa o lo habría hecho mejor.
¿He tomado el rumbo adecuado?
¿Sigo el ideal clásico del justo medio entre salvación y perdición? ¿O ya me he acercado demasiado al sol y amenazo con traicionar el logro de mi padre igual que antiguamente hizo el insensato de Icaro?
Capilla de Santa Úrsula, La Sorbona,
París, tarde del 21 de junio de 1882
– Hay que reconocer que tiene valor.
Cuando Sarah volvió a oír la voz que unos días antes la había humillado y puesto en evidencia en público, le costó reprimir el impulso de levantarse y marcharse de la capilla. Respiró hondo y se obligó a tranquilizarse antes de volver la cabeza hacia el hombre que había tomado asiento en el banco de detrás, al cual lanzó una mirada gélida.
– Ya ve -se limitó a replicar-. No pensé que vendría usted personalmente, doctor Hingis.
El suizo, que llevaba un traje tan correcto y el cabello tan desgreñado como en su último encuentro, se limitó a sonreír.
– ¿Por qué no? -preguntó-. Al contrario que usted, yo no tengo nada que perder. Es usted la que ha entrado ilícitamente en el campus, no yo.
– Monsieur, estamos en la capilla de la universidad -le recordó Sarah mordaz, y movió la mano abarcando con un gesto todo el edificio, desde el banco más retirado hasta el sepulcro de Richelieu, cuyos restos reposaban en Santa Úrsula-. ¿Pretende decirme que la prohibición también obra en suelo sagrado?
– Dejémoslo -propuso Hingis, al que no parecía apetecerle una nueva disputa-. Mejor hablemos de la nota que nos ha hecho llegar.
– Como desee.
– ¿Me ofrece usted implicarme en el proyecto de investigación de su padre y participar en las excavaciones?
– Efectivamente.
– Pensaba que no podía revelar nada al respecto. Que era sumamente secreto y que su padre no sabía que usted lo había representado en París.
– Una mentira para proteger sus intereses -aclaró Sarah escuetamente-. Admitirá que el mundo de los científicos se asemeja a un estanque de tiburones.
– Probablemente -asintió Hingis-. ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué yo? -precisó el erudito, y los ojos rasgados que la escrutaban a través de las gafas de montura plateada le clavaron una mirada más penetrante-. ¿Por qué me lo propone precisamente a mí? Después de todo, su padre y yo no somos exactamente amigos…
– Buena pregunta.
Una vez más, Sarah tuvo que esforzarse por contenerse. Evidentemente, habría preferido decirle lo que pensaba de él; que estaba firmemente convencida de que le debía mucho más a su marcada propensión a las intrigas que a su brillantez científica y que, en otras circunstancias, habría preferido morderse la lengua antes que hacer tratos con él. Pero no se trataba de ella y había mucho más en juego que un orgullo egoísta…
– ¿Y tendrá respuesta esa pregunta? – insistió Hingis-. ¿Por qué me ofrece la colaboración precisamente a mí, uno de los más acérrimos competidores de su padre?
– Ya se lo he dicho por escrito -replicó Sarah.
– Por el dinero. -El suizo esbozó una sonrisa amarga-. De todos modos, diez mil libras son mucho dinero.
– El gremio autorizará la suma -aseguró Sarah- si con ello se le abre la oportunidad de hacerse una idea del trabajo de Gardiner Kincaid.
Hingis hizo una mueca socarrona con los labios.
– Con su permiso, madame, ¿no está sobrevalorando un poco la importancia que su padre tiene en nuestra disciplina?
– Creo que no -replicó Sarah-, y usted tampoco lo cree; de lo contrario no lo habría estado espiando para intentar descubrir qué material cartográfico consultaba en el archivo del Louvre.
– ¿Qué? ¿Quién…? -El semblante de Hingis se crispó un momento mientras parecía preguntarse de dónde había sacado Sarah aquella información-. Dejémoslo -dijo luego-. ¿Por qué acude precisamente a mí? Cualquier universidad de Inglaterra le daría el dinero, por no hablar de las organizaciones privadas.
– Probablemente, doctor. Pero, por un lado, no estamos hablando de una limosna, sino de una suma considerable. Y, por otro, Inglaterra está muy lejos y yo necesito el dinero en tres días.
– ¿En tres días? -Hingis se quedó sin aliento-. ¿Por qué tanta prisa?
– Dentro de tres días, el dinero tiene que estar en Marsella -insistió Sarah sin contestar la pregunta-. El asunto no admite demora.
– ¿Por qué no?
– Créame, doctor, no le conviene saber demasiado.
– ¿Intenta asustarme? -constató Hingis receloso-. Ya le vaticino que no lo conseguirá.
– Deje los vaticinios para los entendidos -advirtió Sarah fríamente-. Si tiene miedo o no, es cosa suya. Yo solo sé que ya ha habido muertes y quiero impedir que haya más, por eso es tan urgente.
– Verdaderamente tranquilizador. -Hingis sonrió levemente-. Y muy altruista, ¿no?
– Piense lo que quiera. Déme el dinero y le prometo que el Círculo de Investigaciones será el principal beneficiario de la expedición. Mi padre presentará los resultados de las excavaciones al gremio y lo citará a usted como su ayudante. Ello le reportará un inmenso reconocimiento y no tendrá que mover ni un dedo. Eso bien vale el pago de diez mil libras, sobre todo teniendo en cuenta que, a nuestro regreso, le devolveremos hasta el último penique.
– Suena bien -admitió Hingis-. Pero ¿quién me asegura que me está contando la verdad? Al fin y al cabo, también ha mentido al gremio y todos la han creído.
– Eso no fue muy difícil, sus colegas creyeron lo que querían creer. Usted, en cambio, es libre de decidir, no lo obligo a nada.
– Todo eso está muy bien, pero, sin nada en las manos, con tan solo un puñado de insinuaciones, no puedo convencer al gremio de que me dé el dinero. Ni siquiera mis influencias alcanzan para tanto.
– Tan modesto como siempre -afirmó Sarah.
– Quiero al menos una prueba -exigió el suizo-. Y quiero datos. ¿Dónde se realiza la excavación? ¿Qué se propone su padre? Déme algo concreto y tendrá el dinero, se lo prometo.
Sarah tanteó con la mirada al erudito.
Era lo bastante precavida para aguzar todos los sentidos cuando un intrigante como Friedrich Hingis hacía una promesa. Por otro lado, lo necesitaba; de todas las posibilidades que había sopesado y repasado mentalmente, aquella le había parecido la más viable y, por lo que aparentaba, no se había equivocado. Sin embargo, Sarah era muy consciente de que tenía que ser cautelosa. Si le desvelaba demasiadas cosas a Hingis, este simularía que aceptaba la propuesta, pero en el último momento cambiaría de opinión y preferiría emplear el dinero en emprender la búsqueda por su cuenta. Se trataba de despertar la codicia de Hingis y a la vez hacerle ver que ella era imprescindible…
– De acuerdo -aceptó, y rebuscó en su bolsa de lona-. Tendrá una prueba.
Bajo la mirada de asombro del erudito, sacó a la luz un objeto envuelto en papel aceitado, lo desenvolvió y lo depositó sobre el banco, entre Hingis y ella.
– ¿Qué… qué es esto? -preguntó maravillado el suizo.
– Un artefacto -respondió Sarah-. Mi padre lo dejó para mí y me ha indicado el camino hacia su paradero.
– Nunca había visto un objeto como este. -Hingis lo tocó con sumo cuidado, como si temiera que de repente se desvanecería en el aire-. Las superficies están cubiertas de óxido, pero son completamente lisas. Un trabajo magnífico.
– ¿Verdad que sí? -corroboró Sarah.
– ¿Lo ha datado?
– Hasta ahora no ha sido posible una catalogación incontestable -reconoció Sarah-. Los signos grabados señalan un origen clásico. En cambio, el extraordinario buen estado del cubo y la forma en que fue trabajado el metal hacen pensar en la Baja Edad Media.
– Un enigma -murmuró Hingis; en el labio superior se le habían formado pequeñas perlas de sudor de tanto como lo cautivaba el artefacto.
– Efectivamente.
– Este símbolo -dijo señalando el óvalo-podría ser de origen hitita.
– Es más probable que sea de origen asirio -lo contradijo Sarah-. He establecido similitudes con sellos de Nínive. Aun así, no conozco su significado.
– ¿Y los signos?
– Son letras griegas -explicó Sarah secamente.
– Eso ya lo veo -musitó Hingis, ofendido-. Pero ¿qué significan? ¿A qué se refieren?
– Albergan una indicación sobre el origen del cubo.
– ¿Qué quiere decir?
– En el fondo, la solución del enigma es muy sencilla. Imagine las cinco letras ordenadas alfabéticamente y no grabadas en metal, sino labradas en piedra, y luego añada…
– ¡No! -exclamó Hingis tan alto que resonó en el techo de la capilla y una joven que había encendido una vela a santa Úrsula en el altar volvió la cabeza sobresaltada-. No puede ser. No es posible…
– Es posible -aseguró Sarah bajando la voz.
– El sello de Alejandro -musitó el suizo con profundo respeto científico-. ¿Significa eso que…?
– Exacto -confirmó Sarah serenamente-. Por lo que sé, mi padre ha emprendido la búsqueda de la tumba de Alejandro y usted, doctor, después de las excavaciones de Troya, tiene la posibilidad de participar en otro gran descubrimiento en la historia de la arqueología, si no el mayor.
– La tumba de Alejandro Magno -susurró Hingis, y a Sarah no se le escapó la llama de codicia que le brillaba en los ojos-. Recuerdo que su padre dictó una conferencia hace unos años, pero nadie lo tomó realmente en serio…
– Un error -replicó Sarah-. Bueno, ¿qué le parece, doctor? ¿Quiere entrar en los anales de la ciencia? ¿Quiere inmortalizar su nombre? Entonces, acceda al trato. No se arrepentirá.
– ¿Y si acabo haciéndolo? -Hingis vaciló-. ¿Y si intenta tenderme una trampa?
– Monsieur, no todos somos tan ladinos como usted. Además, estoy segura de que, si se diera el caso, usted ya tendría un plan preparado. Después de todo lo que ha ocurrido, le resultará muy fácil desacreditarnos, a mí y a mi padre, ante el mundo científico. Por lo tanto, usted no tiene nada que perder y nosotros… todo.
La frente de Hingis, cubierta de cabellos alborotados, se llenó de arrugas; daba la impresión de estar muy concentrado, pensando.
– Le diré lo que vamos a hacer -declaró finalmente-. Me disgusta la idea de que usted desaparezca con diez mil libras. Con todo lo que sé sobre usted, no me merece suficiente confianza para entregarle semejante suma de dinero. Por lo tanto, la acompañaré.
– De ningún modo -rehusó Sarah-. Ni pensarlo.
– No negociaré sobre este punto -aclaró Hingis-. Piénselo, lady Kincaid. Si realmente necesita el dinero con tanta urgencia como afirma, acepte el trato. De otro modo, lamentándolo profundamente, me habrá hecho perder el tiempo.
Sarah volvió a hacer un esfuerzo por dominarse. En su interior, todo la empujaba a echarle en cara su insolencia y a darle a entender de un modo muy gráfico, y nada propio de una dama, dónde podía meterse las diez mil libras. Pero no podía prescindir de su ayuda.
Sarah estaba a punto de firmar una funesta alianza. El camino que había tomado no tenía retorno. Ya no…
En ningún momento había valorado la idea de que Hingis, al que ella consideraba un erudito de salón, se empeñara en formar parte de la expedición. Aquello complicaba las cosas y embrollaba aún más la situación, pero era la única posibilidad de llegar rápidamente a Alejandría.
– De acuerdo -aceptó, aún dubitativa, y dirigió una mirada acerada a Elingis-. Pero viajaremos por separado hasta Marsella.
– ¿Por qué motivo?
– Como ya le he señalado, hay más partes interesadas y tengo motivos para suponer que carecen de escrúpulos. Si planean asaltarnos en el camino, al menos no se perderán juntos el dinero y el artefacto.
– Entendido -replicó Elingis-. Aunque debo confesar que sus historias de terror empiezan a aburrirme. Admítalo, lady Kincaid. No es fácil atemorizarme.
– Mejor -admitió Sarah-. Así pues, nos encontraremos dentro de tres días en Marsella. En el hotel Graivenant.
– ¿Ya ha hecho las reservas? -Hingis parecía sorprendido-. ¿Contaba de pleno con que le daría una respuesta afirmativa?
– Naturalmente -confirmó Sarah, y esbozó una sonrisa irónica que pareció enojar al erudito.
– Se lo advierto, Kincaid -resopló-, no intente manipularme, no lo conseguirá. Y si se propone engañarme, dese por avisada: le aseguró que dispongo de los medios adecuados para hundir a su padre. Cuando haya acabado con él, ningún científico serio del mundo le ofrecerá siquiera un pedazo de pan seco.
Sarah miró al erudito con una mezcla de perplejidad y diversión; luego soltó una estruendosa carcajada. -¿Podría decirme qué le parece tan gracioso?
– Solo me río, estimado doctor, porque está claro que no acaba de comprender la gravedad de la situación. Con su desconfianza y su codicia se ha implicado en algo que supera su horizonte… De lo contrario sabría que mi padre y yo somos sus más ínfimas preocupaciones.
– ¿Por qué? ¿Qué insinúa?
– Monsieur, ¿está usted al tanto de la actualidad política?
– No. Mi interés se centra únicamente en la investigación. Además, como ciudadano suizo, estoy obligado a la neutralidad.
– Mejor para usted -replicó Sarah con una sonrisa agridulce-. No obstante, le recomiendo que esta vez haga una excepción y lea la prensa. Encontrará artículos sobre Alejandría que podrían ser de su interés…
Diario de viaje de Sarah Kincaid
Hemos salido de París a primera hora de la mañana.
Al dejar atrás la ciudad del Sena, sentí una extraña melancolía y en el fondo de mi corazón indago las causas. Quizá, me digo, se debe a que, a pesar de las preocupaciones y los temores por mi padre, en París he recuperado algo que ya creía perdido.
Liberada de las obligaciones que se me imponían en Londres, por fin vuelvo a ser mi propia dueña y puedo hacer lo que se me antoja… Una libertad de la que hacía mucho que no disfrutaba y que echaba amargamente de motos. Asimismo, en mi interior se agitan los remordimientos, puesto que son los apuros de mi padre lo que lo hace posible. La preocupación por él, ¿es realmente lo único que me empuja a asumir los riesgos de este viaje?
Me inquieta no encontrar una respuesta concluyente a esa pregunta. Sin embargo, sea cual sea el motivo que ha inclinado la balanza, lo importante es encontrar a mi padre y avisarlo de los peligros que lo amenazan.
Si es que aún sigue con vida…
La idea de que le haya podido suceder algo no me da sosiego. A pesar de las afirmaciones de Maurice du Gard, que parece notar mis temores y nunca se cansa de tranquilizarme, noto que el miedo que siento por mi padre va en aumento.
¿Conseguiremos eludir el bloqueo y llegar ilesos a Alejandría? ¿Encontraré a mi padre? Y, si lo encuentro, ¿estará sano y salvo? ¿Habrá hallado lo que busca? ¿Habrá conseguido desvelar el misterio de la tumba de Alejandro y habrá averiguado dónde se ubica el Cementerio de los Dioses?
Son muchos los interrogantes que me acompañan en este viaje y que no me dan descanso. Me invade una curiosa mezcla, que jamás había sentido antes, de curiosidad y de profunda preocupación. Maurice du Gard ha suspendido por tiempo indefinido sus actuaciones en Le Miroir Brisé para acompañarme, y yo me alegro de tenerlo por compañía.
He dejado a mi cochero y ala doncella en París, con instrucciones para regresar a Inglaterra. Aparte de que no podría responsabilizarme de que se expusieran a ningún peligro por mi causa o por mi padre, la reserva de pasajes en el buque del capitán Hulot es solo para tres personas. Espero con impaciencia conocer al misterioso constructor del submarino y me da la impresión de que…
Hotel Descartes, Orleans,
noche del 22 de junio de 1882
Sarah Kincaid levantó la vista al oír que llamaban quedamente a la puerta de su habitación. Sentada delante del secreter, con papel y pluma, había estado dándole vueltas a su diario a la luz de una lámpara de gas mientras una lluvia torrencial golpeaba la ventana.
No le resultaba fácil trasladar las palabras al papel, pero sabía hasta qué punto era liberador expresar sentimientos en palabras y confiárselos a las páginas de un cuaderno.
De nuevo llamaron a la puerta.
– ¿Sí? -preguntó en voz alta.
– Soy yo, Du Gard. Tengo que hablar con usted.
Sarah echó un vistazo al reloj de pie, que ya marcaba las diez, una hora a la que los ciudadanos honrados solían estar en cama durmiendo.
Sarah se miró, un poco asustada. Ya se había desvestido y se había puesto la camisa de dormir y, naturalmente, no era decente que Du Gard la viera de tal guisa. Dejó la pluma a un lado con cuidado y tapó el tintero, cerró el diario y lo escondió en su bolsa. Luego se levantó, se cubrió con el cobertor acolchado con tela de un blanco radiante y, así resguardada, se acercó a la puerta.
– ¿Qué quiere? -preguntó en tono enérgico-. ¿Sabe qué hora es?
– Evidentemente, ma chére -oyó decir a una voz ronca, y a Sarah le dio la impresión de que a Du Gard se le trababa la lengua más que de costumbre-. Pero tenemos que hablar un momento.
– ¿De qué? -preguntó Sarah.
– De nosotros -oyó decir en tono serio y cautivador.
Sarah nunca supo explicarse por qué accedió a la petición de Du Gard. Quizá se debió a que le interesaba el tema que le proponía, quizá solo quiso alejar del pasillo del hotel al francés que balbuceaba para impedir que despertara a los demás clientes. En cualquier caso, descorrió el cerrojo con energía y abrió la puerta.
Du Gard ofrecía un aspecto desolador.
Se había quitado la chaqueta y también el lazo. Se había subido las mangas de la camisa blanca adornada con volantes y se había desabrochado el botón superior, dejando a la vista su piel blanquecina. Tenía el semblante ligeramente enrojecido y unos cuantos mechones de la melena le caían revoltosos y enmarañados sobre la cara. En una mano sostenía una botella alargada y en la otra dos copas deliciosamente redondeadas.
– He encontrado este excelente borgoña en la bodega, ma chére -anunció con la sonrisa más encantadora que Sarah le había visto jamás.
– ¿Y? -preguntó intranquila a pesar de todo.
– No sé qué pensarán en su tierra, pero, aquí, beber solo un vino tan apreciado equivaldría a una catástrofe.
– En mi tierra, monsieur, los caballeros no suelen llamar a la puerta de una dama a estas horas pidiendo entrar -lo amonestó Sarah con brusquedad-, y menos aún estando ebrios.
– Oui, c'est vrai -asintió Du Gard, y un soplo de pesar le borró la sonrisa del rostro-. Ele bebido un poco. Discúlpeme, Sarah. Es el precio por no apartarme de su lado.
– ¿Qué quiere decir?
– Voces, Sarah -murmuró-. Vaya a donde vaya, las oigo. Me importunan, se abalanzan sobre mí desde todas partes, y no puedo hacer nada por evitarlo. El mundo me habla.
– Yo también le hablo -replicó Sarah con perspicacia-, y le digo que vaya a su habitación y duerma. Mañana nos espera un día agotador.
– Mañana -repitió Du Gard-. ¿Por qué aplazarlo todo?
– Porque será mejor, créame – le aseguró Sarah lanzándole una mirada indignada.
– ¿Está segura? -Du Gard sonrió aún más ampliamente-. ¿Qué le ha enseñado su padre? ¿No conoce usted las enseñanzas de Epicuro? Carpe diem…
– Mi padre prefiere las enseñanzas de los estoicos a las de Epicuro -arguyó Sarah-, y en ellas me ha educado.
– Una verdadera lástima. -Du Gard arrugó la nariz-. Mais alors, eso explica ciertas cosas.
– ¿Qué me está insinuando?
– No le gustaría oírlo -dijo Du Gard con convicción, y se dispuso a marcharse-. Bonne nuit, ma chére.
– Quieto -ordenó Sarah severamente-. ¿Qué insinúa con lo de «eso explica algunas cosas»?
– Eh bien, usted lo ha querido -asintió resuelto Du Gard-. Su afectación británica, su despotismo, su miedo a perder el control…
– Yo no temo perder el control -lo contradijo Sarah con determinación.
– ¿Ah, no? Entonces ¿por qué se esconde debajo de esa ridícula ropa? -Du Gard señaló el cobertor que ella se había echado sobre los hombros-. ¿Y por qué no admite simplemente que se lo está pasando en grande con todo este asunto?
– ¿Qué?
– Mais oui, ya sabe a qué me refiero. Señales ocultas, un artefacto misterioso y, aunque vaga, una pista que probablemente conduce a uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia, todo eso le encanta.
Sarah respiró hondo.
– ¿Cómo se atreve a afirmar algo así? -estalló-. ¡La vida de mi padre está en peligro!
– Oui, y si no fuera así, ya haría días que usted habría vuelto a casa, a Inglaterra. ¿Por qué se empeña tanto en asumir los peligros de este viaje?
– Porque está en juego la vida de mi padre -respondió Sarah.
– Non…, porque no puede soportar la idea de que él la haya apartado de su lado. Se pregunta qué más habrá hecho, y con razón. ¿Por qué ese viejo bastardo egoísta no la ha incluido en sus planes? ¿Por qué tuvo que dejarla en Inglaterra?
– Contenga ese tono, monsieur Du Gard -se sulfuró Sarah-. No tiene derecho a insultar a mi padre.
– ¿Por qué no, minee alors? Usted ha hecho algo mucho peor, Sarah, ¡usted lo ha traicionado!
– ¡No es verdad!
– ¿Seguro que no? ¿Pretende hacerme creer que a su padre le entusiasmaría saber que ha puesto sobre su pista a su más acérrimo competidor?
– Friedrich Hingis es un mal necesario -aclaró Sarah-. Ni más ni menos.
– ¿De verdad? Entonces, seguramente solo será casual que con ello surja una oportunidad de vengarse de su padre.
– ¿Qué? -Sarah se echó a reír con amargura-. Está borracho, Du Gard. No sabe lo que dice.
– Quizá he bebido algo más de la cuenta -admitió el adivino-, pero mañana volveré a tener la cabeza clara… Usted, en cambio, se seguirá mintiendo en vez de reconocer la verdad.
– ¿Qué verdad?
– Minee alors, que es arqueóloga. Que su naturaleza la empuja a seguir la pista de antiguos misterios y que no necesita a su padre ni ninguna otra excusa. Usted ama a ese viejo loco con todo su corazón, pero no emprende este viaje únicamente para salvarlo. Quiere ponerse a prueba, quiere hacer lo que ansia con toda su alma, y lo desea tanto que está dispuesta a pactar con los enemigos de su padre.
– Está borracho -repitió Sarah, que se sentía desnuda y descubierta a pesar del cobertor que le cubría los hombros.
– Lo estoy -corroboró Du Gard-, pero ¿cómo era aquello? En el vino está la verdad.
– Depende de cuánto se beba -replicó Sarah, y notó que una rabia sorda le estallaba en las venas. Rabia por Du Gard y su lúcido discurso, pero también por su padre, que la había metido en todo aquello…
– Quizá usted también debería tomar un sorbo, así se desinhibiría de una vez -la exhortó Du Gard-. ¿Por qué no mira a la verdad a los ojos y reconoce que es una persona como las demás, con fallos y defectos?
– Porque no me lo puedo permitir -alegó Sarah.
– C'est vraiment absurd! -Du Gard sacudió la cabeza-. Yo más bien creo que teme mostrar sus verdaderos senti…
No pudo continuar; con una determinación que contenía toda la ira, todo el temor, toda la frustración y la inquietud, pero también todo el afecto de que era capaz en ese momento, Sarah lo cogió por el cuello adornado con volantes de la camisa y lo forzó a cruzar el umbral de su habitación. Y, antes de que la puerta se cerrara ruidosamente tras él, Sarah ya había puesto los labios sobre los suyos como si esa fuera la única manera de silenciar la boca deslenguada del francés.
Sintió el sabor acre de aquellos labios, olió el aliento preñado de alcohol y notó que en ella despertaba el deseo. El cobertor le cayó de los hombros y la expuso de un modo sumamente indecoroso para una dama, pero no le importó lo más mínimo. Ardiente de deseo, apretó su cuerpo contra el de Du Gard, en una búsqueda desesperada de una libertad que jamás había conocido.
Por un momento dio la impresión de que Du Gard se la concedería; respondió al beso con un sentimiento que la aturdió y, cuando sus lenguas se tocaron, Sarah sintió un escalofrío. Pero un instante después, Du Gard la apartó y dio un paso atrás.
– Un moment -pidió-. No tan deprisa.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Sarah. Se le había deslizado un tirante de la camisa de dormir y le había dejado al descubierto el hombro y el nacimiento del pecho, que subía y bajaba arrebatadamente -. ¿No has dicho que hay que disfrutar del momento?
– D'accord, pero no así -replicó Du Gard, y levantó la botella de vino y las copas que continuaba sosteniendo en sus manos-. ¿Los británicos no tienen sentido del romanticismo?
Puso las copas sobre el secreter y las llenó de vino tinto, que brilló tenuemente a la luz de la lámpara de gas que se estaba extinguiendo. Du Gard cogió una de las copas y aspiró el aroma. La otra se la dio a Sarah.
– Ten, ma chére -dijo sonriendo-. Por el momento.
– Por el momento -replicó Sarah, y asió la copa.
Se miraron por encima de las copas llenas y pareció que ambos intentaran leer los pensamientos del otro. Luego bebieron, no a pequeños sorbos como era habitual a la mesa y en sociedad, sino de un trago. Du Gard lo hizo primero y Sarah, que no quería ser menos, lo imitó. Henchida de unas ganas de vivir insaciables y repentinas, ella también apuró la copa y al momento notó los efectos del alcohol.
– Un buen vino, n'est-ce pas-preguntó Du Gard.
– En efecto. -Sarah notó que le temblaban las rodillas y se dejó caer sobre la cama, cubierta por un dosel de seda, que le dio una tierna y cálida bienvenida. Du Gard rió quedamente y volvió a llenar las copas, luego se sentó junto a ella.
– ¿Cómo te sientes? -quiso saber.
– No sé dónde tengo la cabeza -admitió, y se frotó las sienes-. Debe de ser por el vino.
– Non. -Du Gard meneó la cabeza-. No es el vino. Estás confusa y turbada, y no es de extrañar con todo lo que ha ocurrido.
Sarah dejó escapar un profundo suspiro.
– No te rindes, ¿verdad?
– Non -dijo, y sonrió burlón.
– ¿De verdad es tan fácil descubrirme? -preguntó Sarah, quien notaba que su resistencia a abrirse a Du Gard se debilitaba a cada momento. Calló y escuchó el tamborileo de la lluvia que seguía batiendo contra la ventana, y tomó otro sorbo largo de vino-. Cuando mi padre me envió a Londres, eso me hirió -admitió entonces-. No me resultó fácil abandonar Yorkshire y marcharme a la gran ciudad. Al principio, me escribía con frecuencia; luego, cada vez más de tarde en tarde. Después de no haber tenido noticias suyas durante meses y de que no contestara ninguna de mis cartas, por fin recibí una breve nota según la cual emprendía un viaje de investigación con destino desconocido. La siguiente noticia que tuve de él fue el telegrama de Londres.
– En el cual se te pedía que lo representaras en el simposio de París -recordó Du Gard.
– Exacto -asintió Sarah-. Cuando me llegó el telegrama, me sentí increíblemente orgullosa. Lo consideré una prueba de que mi padre se arrepentía de su decisión, y estaba empeñada en mostrarle al mundo que yo era una arqueóloga brillante. -Tomó otro sorbo para infundirse ánimos y desahogarse como nunca había hecho antes-. La conferencia acabó siendo un fiasco. Fracasé y todo salió mal, tuve que arruinar mi reputación para salvar la de mi padre. Yo confiaba ciegamente en él y ahora sé que él me había retirado su confianza hacía tiempo.
– Oui, eso duele -dijo Du Gard quedamente y con una voz áspera a causa del alcohol.
– Quiero a mi padre y pondré todo mi empeño en salvarlo -prosiguió Sarah-, pero ha hecho cosas que no comprendo y deseo una explicación.
– Es comprensible -aseguró Du Gard-, pero déjame decirte que no te hace falta, Sarah. No tienes que demostrarle nada a nadie en el mundo, ni a ti ni a tu padre.
– Eres un adulador, Maurice.
– Non, ma chére, soy adivino.
Lo miró y los ojos con que lo contempló no eran los mismos que lo observaban unos días antes. Entonces consideraba a Maurice du Gard nada más que un farsante y un charlatán, y además descarado. Ahora lo conocía mejor y sabía que detrás de toda la frescura y la arrogancia simulada se ocultaba un ser sensible y comprensivo que no solo descifraba los sentimientos y las emociones de los demás, sino que también les permitía vestirlos con palabras. Una voz interior continuaba advirtiéndola de que Du Gard era un vividor y un calavera, pero su eco fue acallado por el vino y la sonrisa encantadora que se dibujaba en el rostro del francés.
– Gracias, Maurice -susurró, y luchó por dominar la emoción que la embargaba. Sin duda le había confiado a Du Gard mucho más de lo que se había propuesto.
– Au contraire -dijo, y levantó la mano en un gesto de rechazo-. Soy yo quien te da las gracias por tu sinceridad, sobre todo porque yo también tengo algo que confesarte.
– ¿De qué se trata?
– Alors -farfulló Du Gard, como para ganar tiempo-, te dije que te acompañaría porque se lo prometí a tu padre…
– … y era mentira -completó Sarah-. Lo se.
– ¿Lo sabes? ¿Cómo?
– Puede que yo no sepa leer el pensamiento, pero he notado que no decías la verdad. No eres muy buen mentiroso, Maurice.
– Está claro -asintió compungido.
– Entonces ¿por qué me acompañas? ¿Por dinero?
– Non. ¿Recuerdas cuándo te conté la visión? ¿El sueño en el que vi a tu padre?
– ¿Qué pasa con él?
– Nunca me había ocurrido nada igual -confesó Du Gard-. Era la primera vez que tenía una visión así. No había consultado las cartas ni había perseguido al dragón, la visión vino a mí, ¿comprendes? Fue como si me hubiera buscado.
– ¿Por qué?
– No lo sé, pero me gustaría averiguarlo. Por eso estoy aquí.
– ¿Crees que hallarás respuestas en este viaje?
– Pourquoipas? Al fin y al cabo, en la visión aparecía tu padre y, por todo lo que hemos averiguado, se trata de mucho más de lo que parecía al principio. Hay algo ahí fuera, Sarah. Algo grande, importante…
– ¿Qué, exactamente? -quiso saber Sarah.
– No sé decirte. Es como una sombra que no se puede agarrar, pero está ahí. Se aproximan cambios, Sarah.
– ¿De qué tipo?
– Tampoco lo sé y confieso que me da un poco de miedo -reconoció Du Gard, y le dirigió una mirada ambigua.
Se produjo un silencio y, a través del murmullo de la lluvia torrencial que descargaba sobre Orleans, se oyó el restallido de un trueno. La lámpara de gas que había sobre el escritorio casi se había consumido, de manera que solo la luz macilenta del alumbrado público que penetraba por la ventana iluminaba escasamente la habitación.
– ¿Por eso has venido a verme? – preguntó finalmente Sarah-. ¿Para decírmelo?
– Non -admitió, y dejó a un lado la copa de vino.
– No deberías estar aquí, y lo sabes. -Sarah vació su copa y también la dejó a un lado.
– Pourquoipas?
– Porque no está bien, por eso.
– Ma chére… Si te importara lo que está bien, yo no habría cruzado el umbral…
Sus rostros se aproximaron imparables y, mientras se miraban profundamente a los ojos, Sarah tuvo la sensación de que se precipitaba por un pozo profundo y sabía que no le ocurriría nada.
La invadió la serenidad, y todos los temores y las preocupaciones se retiraron hacia la lejanía. Con los labios entornados se inclinó sobre Du Gard, quien le salió al encuentro a medio camino, y sus bocas volvieron a unirse en un beso que desató su pasión.
Y, esa vez, Du Gard no se apartó.
Un fuerte chasquido despertó a Sarah, pero, cuando abrió los ojos, no supo decir si el ruido había sido real o formaba parte de un sueño.
Se quedó tumbada, miró a su alrededor parpadeando y reconoció las formas familiares de la habitación del hotel. Las iluminaba una luz azulada que penetraba a destellos por la ventana. La tormenta continuaba bramando y los relámpagos rasgaban el cielo nocturno, aunque la lluvia parecía haber cesado.
Sarah, en camisa de dormir, tiritaba de frío. Se dio la vuelta en la cama y encontró a Du Gard durmiendo a su lado. Su pecho desnudo subía y bajaba con una respiración regular.
Para su sorpresa, Sarah descubrió que no se arrepentía de nada. Entregarse a un amante francés no encajaba en el código que habían intentado inculcarle en Londres. Pero estaba muy lejos de Inglaterra y, además, la noche con Du Gard había sido una de las experiencias más dichosas de su vida, aún joven.
Desde que se fue a Londres, Sarah se había sentido coartada y deprimida, había tenido la sensación de ahogarse con las obligaciones que le imponía la sociedad; en cambio, en aquel momento, envuelta en una luz fantasmagórica y en la soledad de la noche, no lo notaba. Sarah se sentía libre y viva, y aunque se resistía a aceptarlo, le constaba que Du Gard era el artífice de aquel cambio.
Con una sonrisa en los labios, se volvió hacia él. Le acarició con ternura un mechón de cabellos que le caía sobre la cara y se preguntó cómo se podía sentir tanto rechazo y tanta atracción por alguien al que unos días antes ni siquiera…
Los pensamientos de Sarah se cortaron como un hilo fino y en un abrir y cerrar de ojos carecieron de importancia. Porque súbitamente se había dado cuenta de que Du Gard y ella no estaban solos en la habitación.
El resplandor de un rayo que surgió del cielo nocturno acompañado de un trueno alumbró la estancia y arrancó de la oscuridad una figura gigantesca que acechaba en un rincón.
Sarah abrió la boca para proferir un grito de espanto, que no llegó a salir de su garganta. Una garra tosca se abalanzó sobre ella y le selló los labios. Otro rayo iluminó la habitación y, durante una décima de segundo, Sarah tuvo la oportunidad de observar la cara del intruso.
Para su espanto, no vio nada.
El gigante llevaba puesta una capucha y su sombra le tapaba el rostro. Un hálito de frialdad pareció rodearla, igual que aquella noche en la que una figura oscura la persiguió en Montmartre…
Se defendió con todas sus fuerzas, golpeó con los puños cerrados al atacante, pero este no cedió y la abatió con una garra, mientras con la otra seguía impidiéndole gritar. Sarah notó de repente que le estrujaban algo húmedo y frío en la boca y en la nariz. Instintivamente contuvo el aliento, pero la conmoción y el pulso acelerado le impidieron aguantar mucho tiempo.
Gimió y jadeó en busca de aire. El olor penetrante del éter se le clavó en los pulmones y se deslizó como un cuchillo por sus entrañas. Notó que se le nublaban los sentidos y, a través de un velo espeso, advirtió que Du Gard despertaba.
Sarah se mantuvo consciente el tiempo suficiente para ver que la garra negra también lo atrapaba a él; luego volvió a tener la sensación de que se precipitaba en un abismo sin fondo.
Y esta vez no había nada que amortiguara la caída.