173996.fb2 La llama de Alejandr?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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LIBRO SEGUNDO EN LAS PROFUNDIDADES

1

El despertar fue horrible.

El olor a moho penetró en la consciencia de Sarah y la sacó de la inconsciencia, a la que habría deseado regresar para refugiarse en ella de nuevo cuando notó el martilleo de un dolor en la cabeza. Un lamento brotó de su garganta, tan átono y ronco que la espantó. Abrió los ojos parpadeando, con la vaga esperanza de que todo hubiera sido una terrible pesadilla, pero fue una esperanza vana.

Al principio, Sarah no vio más que una profunda negrura en la que titilaban algunas luces amarillentas y borrosas. Muy lentamente se fueron dibujando detalles que le hicieron comprender la gravedad de la situación.

Estaba sentada en una especie de trono de piedra, apoyada contra la roca fría y con las manos atadas a la espalda. También le habían anudado unas tiras recias de cuero alrededor de los tobillos, tan ceñidas que se le clavaban y le causaban un dolor añadido.

Por lo que pudo distinguir, se encontraba en una cueva de forma ovalada, aunque con paredes esculpidas por el hombre. En ellas habían empotrado numerosas lápidas con inscripciones labradas, lo cual permitía concluir que se trataba de la bóveda de una cámara funeraria o de una cripta. Por debajo de las antorchas que flanqueaban el círculo alargado había asientos labrados en piedra como el que Sarah ocupaba, y en el centro de la bóveda se alzaba algo que parecía una piedra de sacrificio de forma cilíndrica de unos tres pies de altura, con una cavidad en el lado superior.

Más que el cilindro, a Sarah le llamó la atención el signo labrado en la cara frontal de la estela funeraria, puesto que era el símbolo elíptico que también ostentaba la sexta cara del cubo y cuyo significado aún se le escapaba.

Quizá, pensó Sarah a pesar del estupor y del dolor de cabeza por efecto del éter, pronto se resolverá el enigma…

Tiritaba de frío, envuelta en la camisa de dormir que aún llevaba y que estaba manchada de sangre y suciedad. Sarah no sabía cuánto hacía que la habían capturado ni tampoco era capaz de determinar si seguía siendo de noche o ya era de día. No tenía la más remota idea de cómo había llegado a aquel lugar sombrío ni de dónde se encontraba. ¿No se oía el rumor lejano del mar? ¿O era su propia sangre lo que producía el murmullo que oía en su cabeza? Lo último que recordaba eran las garras del esbirro y el olor penetrante del éter; después, la oscuridad se había abalanzado sobre ella.

Parpadeó de nuevo. El dolor y el agotamiento amenazaron con devolverla a las profundidades del desvanecimiento, pero se obligó a permanecer consciente.

Quería saber a quién tenía que agradecer aquella desagradable situación. ¿Por qué la habían raptado? ¿Y qué le había ocurrido a Maurice du Gard? El recuerdo de la noche que pasaron juntos parecía desvanecerse con cada nuevo segundo…

Los pensamientos de Sarah amenazaban de nuevo con perderse en abismos profundos cuando de repente oyó el ruido de unos pasos que se acercaban caminando sobre piedra húmeda.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó a media voz, y los sonidos que salieron de su garganta la asustaron.

No obtuvo respuesta, pero recibió una visita en la lúgubre prisión. Notó un hálito gélido y, un instante después, una figura oscura y monstruosa pasó junto a ella y se dirigió hacia el centro de la bóveda. Al principio, Sarah solo pudo verla por detrás, pero la capa negra que la envolvía y el vaho de frialdad que la rodeaba le despertaron recuerdos desapacibles…

El desconocido llegó a la piedra de sacrificio, se detuvo un momento y se inclinó respetuosamente. Luego se dio la vuelta hacia Sarah que, una vez más, constató que el misterioso verdugo no tenía rostro. La capucha de la capa le caía tan abajo sobre el rostro que no se le veían las facciones. Sobre la tela de la capa, negra como el azabache, y a la altura del corazón ostentaba el símbolo elíptico que a Sarah, en su estupor, le pareció un ojo que la observaba.

– ¿Qui… quién es usted? -articuló con esfuerzo.

– Evitemos los malentendidos, lady Kincaid; aquí las preguntas las hago yo -contestó el encapuchado con una voz profunda, afectada por un acento extraño-. Su situación no se presta a plantear preguntas ni a formular exigencias.

¿Quién demonios es este tipo?, se preguntó Sarah. ¿Por qué oculta su rostro? ¿Y cómo sabe mi nombre…?

– ¿Dónde está Du Gard? -preguntó a pesar de las advertencias.

– Después -brotó ásperamente de debajo de la capucha-. Créame, su amigo adivino es el menor de sus problemas.

– ¿En serio? -A pesar del dolor que la mortificaba, Sarah forzó una sonrisa burlona-. Y yo que creía que estaba aquí por placer.

– La ironía no le durará mucho -vaticinó el gigante-. Con su sed de aventuras, se ha entrometido en asuntos que habría sido mejor que jamás conociera.

– Si usted lo dice…

– Es usted una niña desobediente y testaruda. Pero su curiosidad pronto quedará saciada… para siempre.

– ¿Quién es usted, maldita sea? -inquirió Sarah-. ¿Por qué me ha raptado? ¿Y dónde diantre estoy? Exijo que me libere, ¡ahora mismo!

El encapuchado se echó a reír.

– Lo que usted exija o deje de exigir no nos interesa. ¿A quién cree que se enfrenta? Usted mira el mundo con curiosidad infantil y hace todas las preguntas posibles, pero le dan miedo las respuestas.

– No me dan miedo -afirmó Sarah contumaz.

– ¿Realmente lo cree? -El encapuchado se echó a reír de nuevo-. Engáñese a usted misma si quiere, pero no a nosotros. Conocemos sus verdaderas intenciones, hemos escrutado el fondo de su alma…

Sarah contuvo el aliento. Unas imágenes inconexas emergieron de repente en su mente: una cámara oscura y muy baja; una lámpara de gas colgando de un techo de madera; un vaso de agua salada y una voz profunda que le hablaba sin cesar…

– ¿Qué me han hecho?

– Solo le hemos formulado algunas preguntas.

– ¿Para qué?

– Para averiguar lo que sabe. Y, francamente, nos ha decepcionado comprobar lo poco que ha descubierto hasta ahora. Le habría bastado con sacar las conclusiones correctas para comprender su significado.

– El significado, ¿de qué? ¿De qué me está hablando?

– De esto -informó el encapuchado. Metió la mano por debajo de la tela holgada de su capa y sacó el dado metálico que Gardiner Kincaid había confiado a su hija.

– Ese artefacto me pertenece -protestó Sarah indefensa-. Me lo dio mi padre. No tiene derecho a…

– Tengo todo el derecho a poseer el codicubus -recalcó el gigante-, porque actúo en nombre de aquellos a los que perteneció antes de que los hombres se apoderaran ilícitamente de él y lo ocultaran a nuestro ojo.

– ¿El codicubus? -Era la primera vez que Sarah oía aquella palabra.

– Un término medieval -aclaró el encapuchado-. En la Antigüedad recibía otro nombre. Existe desde entonces y, durante todo este tiempo, su misión ha consistido en guardar secretos.

– ¿Qué clase de secretos?

– Todo lo que se le confíe -respondió el gigante-. No sabe de qué le estoy hablando, ¿verdad? Los conocimientos que se supone que tiene no la han ayudado a descifrar el enigma del codicubus.

– No -reconoció Sarah.

– Se lo revelaré; al fin y al cabo, no tendrá ocasión de utilizar sus conocimientos. El codicubus, lady Kincaid, es una maravilla técnica creada en la noche de los tiempos. En realidad es una caja fuerte diminuta y, a la vez, mucho más que eso, una cámara sellada herméticamente y casi indestructible abde-re, quod omnia témpora manendum.

– Para ocultar lo que debe perdurar a todos los tiempos -tradujo Sarah con voz apagada.

Ante sus ojos bailaban unas manchas claras y oscuras, el martilleo persistía en su cabeza, pero el ansia de saber por fin qué significaba el cubo la obligó a permanecer consciente.

– Exacto -asintió el hombre de la capucha-. ¿Sabía que este cubo también perteneció a Alejandro Magno?

– Tonterías -replicó Sarah-. No ve en qué estado se encuentra el cubo. Como mucho tendrá quinientos años.

– Lady Kincaid… -Una risa queda salió de la sombra de la capucha-. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que las antiguas generaciones mostraban más respeto al pasado que usted? ¿Y si le dijera que el codicubus tiene más de dos mil años? ¿Que le fue confiado a Alejandro Magno durante su visita al oasis de Siwa por un poder que queda fuera de su intelecto infantil?

– Lo consideraría un mentiroso -respondió Sarah con franqueza.

– Porque no ha entendido nada. -El gigante meneó la cabeza-. Alejandro tenía que utilizar el codicubus para guardar lo que sería importante para la posteridad, para las generaciones venideras, a fin de que su imperio durara siglos. Pero, por consejo de su mentor, el astuto Aristóteles, Alejandro se apartó de la verdadera doctrina.

– ¿Qué doctrina?

– El rey -prosiguió el terrorífico encapuchado sin inmutarse- sufrió de inmediato una muerte tan temprana como inesperada. Quedó su legado a la posteridad, guardado en el interior del codicubus. Y, en un lugar muy lejano, sus herederos se lanzaron a cumplir la última voluntad de Alejandro: construir una ciudad que llevara su nombre…

– Alejandría -musitó Sarah.

En su imaginación, atormentada por los dolores, la historia y la mitología se fundían para formar una unidad repleta de misterios. Sarah no sabía si el esbirro encapuchado decía la verdad, pero, de un modo enigmático, todo parecía cobrar sentido. Más aún, Sarah sintió en lo más hondo de su ser que aquellas eran las conexiones que hasta entonces había estado buscando en vano…

– Alejandría -corroboró el encapuchado con amargura-; la ciudad que jamás debería haber existido, fundada sobre los cimientos de una vergonzosa traición. Sin embargo, el codicubus pasó a manos de los ptolomeos, que sucedieron a Alejandro en Egipto. Ellos prosiguieron con los planes del emperador, añadieron los suyos y fundaron una poderosa dinastía que ya llevaba dentro la simiente del ocaso. Finalmente, en las hostilidades del año 47 que acabaron con la soberanía de los ptolomeos, el codicubus se perdió. Cleopatra fue la última que lo tuvo en sus manos; luego desapareció durante siglos de la vista de la gente. Cuentan que príncipes de dinastías árabes lo llevaron a Oriente, pero no hubo pruebas de ello… hasta el año 1565…

– ¿Por qué? -preguntó Sarah-. ¿Qué pasó en 1565?

– Si no lo sabe -contestó el encapuchado con aspereza-, no merecía tener el codicubus ni siquiera unos días. Aquel año, Dragut Rais, el cabecilla de los turcos, llevó el artefacto a Occidente junto con la llama de la guerra. Pero a Rais lo mataron en una batalla sangrienta y el codicubus encontró nuevos dueños. Lo poseyeron durante mucho tiempo, incluso después del final de su poderío, que les fue arrebatado por Bonaparte… Hasta que un ladrón traidor llamado Gardiner Kincaid se apoderó de él.

– Debería medir sus palabras -aconsejó Sarah-. Mi padre no es un traidor ni un ladrón.

– La verdad está en los ojos de quien mira. ¿Pretende discutirme que usted consiguió el artefacto de una manera harto insólita? ¿Niega que su padre se ha comportado últimamente de un modo extraño y se ha relacionado con gente rara?

– Yo no sé nada de eso -afirmó Sarah.

– Su padre, lady Kincaid, ha cometido el mismo error que supuso la perdición de Alejandro: creer que podía engañarnos.

– ¿Qué quiere decir? – preguntó Sarah, invadida de repente por el pánico-. ¿Qué sabe usted de mi padre? ¿Dónde está?

– Usted lo sabe perfectamente.

– ¿Está bien?

– Sí, al menos hasta que encuentre lo que queremos que busque.

– ¿Lo que quieren que busque? -Sarah se echó a reír amargamente-. Mi padre trabaja para el gobierno británico.

– Cierto, y el gobierno trabaja para nosotros -puntualizó el encapuchado, quien soltó una carcajada profunda y atronadora.

– ¿Para ustedes? ¿Y quiénes son ustedes?

– Aquellos cuyas raíces se remontan a un pasado lejano -se limitó a explicar el encapuchado-. Siglos. Siglos…

– Ha perdido la razón -constató Sarah, asqueada.

– Piense lo que quiera. ¿Por qué cree que está usted aquí?

– ¿Quién sabe? -Sarah paseó una mirada recelosa por la estancia-. ¿Quizá porque quieren sepultarme en esta cripta?

– Una idea ocurrente, lo admito. -La voz profunda se echó a reír peligrosamente -. Pero el verdadero motivo es otro. Esta piedra -explicó, y señaló la estela que había en el centro- es la última llave que aún existe para abrir el codicubus.

– El cubo… ¿se puede abrir?

– Véalo usted misma -la exhortó el gigante.

Sarah lo siguió con los ojos muy abiertos mientras él colocaba el cubo sobre la columna de piedra. Lo que la dejó perpleja no fue que el metal no llegara a tocar la estela, sino que flotara en el aire, sobre la concavidad, como si unas manos lo sostuvieran. El encapuchado dio un pequeño impulso al dado y este comenzó a girar sobre su eje diametral, primero lentamente, después cada vez más rápido y, aunque los contornos se fueron desdibujando, Sarah creyó ver que la forma del cubo se transformaba.

Finalmente, el movimiento de rotación se ralentizó y sobre la estela flotó algo que solo recordaba remotamente el artefacto original. Era como si el metal del cubo hubiera estallado en mil añicos pero estos estuvieran sometidos a un estricto orden geométrico. Continuaban describiendo un cubo, si bien la distancia entre ellos era tan grande que podía verse el interior del artefacto y los incontables manuscritos enrollados que se conservaban dentro.

– Increíble -exclamó Sarah.

– ¿Verdad que sí? – asintió el encapuchado con satisfacción-. La maravilla del magnetismo ha producido este artefacto único, y lo hizo en tiempos inmemoriales.

– Entonces, es cierto -concluyó Sarah casi sin aliento.

– ¿De qué me habla?

– Cuentan que en Alejandría había un templo que se construyó durante el reinado de Arsínoe II. No se sabe a qué dios estaba consagrado ni dónde se hallaba exactamente, pero en algunos documentos clásicos se habla de una estatua que flotaba bajo una cúpula de bronce.

– Ya ve. -Por un instante, el encapuchado pareció sorprendido-. ¿Los habré infravalorado, a usted y su talento?

Muy pocos han oído hablar del Arsinoeion y la mayoría de ellos niegan su existencia.

– Los paralelismos son evidentes -dijo Sarah convencida-. ¿Quería impresionarme? ¿Con qué? ¿Con un truco de ilusionismo que ya conocían los antiguos ptolomeos?

– No soy un ilusionista -se oyó decir por debajo de la capucha, tan alto y con tanta furia que Sarah se estremeció-. Tenga cuidado con esa lengua afilada o tendré que cortársela mientras aún esté viva. Y, créame, tengo bastante práctica…

– Le creo.

– ¿Quiere saber a qué poderes obedecía la reina Arsínoe? Se lo diré: a los mismos poderes a los que sirvo yo y que una vez le entregaron el cubo a Alejandro. El secreto del magnetismo solo es uno de los muchos que preservan desde antiguo, pero no espero que una mente cerrada y usurpadora como la suya lo entienda.

Sin esperar la respuesta de Sarah, el gigante metió la mano en el cubo abierto y sacó uno de los diminutos rollos de papel; lo desenrolló y lo examinó detenidamente.

– ¿Y bien? -preguntó Sarah, a quien la curiosidad científica hizo olvidar de nuevo que ella era una prisionera y no podía hacer preguntas. Los nexos que se estaban desentrañando en aquellos momentos eran tan asombrosos como desconcertantes-¿Qué pone?

– Léalo usted misma -la exhortó el esbirro, y le tiró el manuscrito a los pies-. Si es tan inteligente como afirman, lo descifrará.

Sarah se inclinó todo lo que le permitieron las ligaduras. A simple vista pudo reconocer que no se trataba de un papiro, sino de papel normal y corriente. Así pues, estaba claro que no era un original antiguo, sino una copia posterior, lo cual no le restaba el más mínimo interés.

Concentrada y con la vista nublada a causa del agotamiento, Sarah comenzó a descifrar los primorosos signos del texto, redactado en griego antiguo: «Eratóstenes de Cirene, geómetra y médico, encargado del Museion; autor de Escritos de geografía…».

– ¿Qué le pasa? -preguntó el encapuchado cuando Sarah se interrumpió-. ¿Por qué no continúa leyendo?

– Eratóstenes fue un célebre erudito que vivió en el siglo ni antes de Cristo -contestó Sarah-. Sus trabajos en el campo de las matemáticas y la astronomía han llegado hasta nuestros días, pero los escritos sobre geografía que aquí se comentan se dan por perdidos…

– Vaya, sí que le hace honor a su fama. ¿Y qué me dice de esto?

Le tiró otro rollo y Sarah le echó una ojeada.

– Hipatia de Alejandría -leyó en voz alta-, hija de león, especialista en matemáticas, astronomía y filosofía; autora del Canon astronómico y del Comentario a la aritmética de Diofanto…

– ¿Y bien? -se oyó en tono desafiante desde la oscuridad de la capucha. El esbirro desconocido parecía saber muy bien el secreto del codicubus, pero no quería revelarlo sin más.

– La mayor parte de los escritos de Hipatia también se dan por desaparecidos; ¿de dónde es este catálogo?

– Sí-atronó-, ¿de dónde es? ¿juntamos las piezas del enigma, lady Kincaid? ¿En qué consisten estos textos, que parecen contener referencias a obras literarias que usted creía perdidas en las cenizas de la época del oscurantismo? ¿Quién podría haber recopilado semejante catálogo?

– Las colecciones de escritos del Antiguo Oriente no utilizaban la ordenación alfabética -reflexionó Sarah- y tampoco se les conoce nada parecido a un catálogo o un índice. El primero que intentó hacer algo así fue Calimaco de Cirene. Incluso compiló los llamados pinakes, listas de todos los autores presentes en la Biblioteca de Alejandría y de sus obras. Pero, desgraciadamente, también se han perdido.

– No del todo -objetó el encapuchado.

– ¿Quiere decir que…? -Sarah se quedó mirando fijamente los escritos que yacían a sus pies-. ¿Pretende afirmar que estos documentos son copias de los pinakes?

– Obviamente.

– No puede ser -replicó Sarah-. Hipatia vivió siete siglos después de que muriera Calimaco. Es imposible que tuviera información sobre las obras de la autora.

– ¿Es lo único que se le ocurre? ¿Tan limitada es la fuerza de su imaginación? A su padre no le hizo falta tanto tiempo para descifrar el enigma, lady Kincaid.

– Lamento no estar a la altura de sus expectativas -gruñó Sarah-. ¿Por qué no me dice de una vez qué significan estos escritos?

– No, ¡dígamelo usted! -exigió el encapuchado con severidad-. Explíqueme por qué en el siglo IV de su calendario se seguían componiendo listas basadas en el modelo de Calimaco y que se han conservado hasta nuestros días.

– ¿Porque los pinakes originales aún existían en esa época? -tanteó Sarah con desgana.

– Sus ideas son menos airosas que los pulmones de un anciano decrépito. ¿Dónde queda su audacia para las visiones?

– ¿Visiones de qué?

– De un viejo sueño de la humanidad, lady Kincaid. De un lugar consagrado a las musas y a la contemplación, en el que se guardaba todo el conocimiento del mundo. Una biblioteca universal, fundada con un solo fin: hacer de los hombres dioses.

– Alejandría -murmuró Sarah sin apenas aliento. Un escalofrío gélido le recorrió la espalda cuando empezó a entrever la verdad-. El Museion, la biblioteca legendaria.

– Por fin. -La cabeza escondida bajo la capucha asintió.

– Esos catálogos, ¿son del Museion de Alejandría?

– Obviamente.

– Pero la biblioteca fue destruida en el gran incendio del año 47…

– Eso se supone, aunque muchos eruditos son de otra opinión. Entre ellos, su padre…

Sarah notó una punzada en el corazón. Otra cosa que no sabía de su padre… En cambio, el gigante encapuchado parecía estar mejor informado sobre Gardiner Kincaid que su propia hija…

– Entonces, la Biblioteca de Alejandría, ¿no fue arrasada por las tropas de César?

– Solo una pequeña parte que estaba instalada en los almacenes, cerca del puerto. El resto perduró, no solo hasta la época de los emperadores romanos y de los califas otomanos, sino hasta mucho después.

– Hasta hoy -concluyó Sarah en un susurro y sin poder apartar la vista de los documentos que tenía a sus pies-. ¿Es ese el secreto que guardaba el artefacto?

– Obviamente.

Sarah apretó los labios. Lo que acababa de saber era tan extraordinario como desconcertante, y tenía consecuencias que empezaba a vislumbrar. Si su padre conocía el contenido del codicubus y se lo había dejado a ella, solo cabía una conclusión…

– Mi padre no busca la tumba de Alejandro -musitó sin aliento, y se puso blanca como la cera al unir la última pieza del mosaico-›, Su objetivo es el Museion, la biblioteca perdida…

– Exacto -asintió el encapuchado.

– ¿Cómo lo sabe? – preguntó Sarah con recelo-. ¿Qué papel desempeña usted en todo esto?

El gigante se echó a reír.

– Para usted y los que son como usted, desenterrar antiguos artefactos no es otra cosa que hurgar porque sí en el polvo de los tiempos. Son carroñeros, nada más. En cambio, nuestras ambiciones van más allá. Sabemos que un milenio no significa nada y que el pasado sigue obrando en la actualidad.

– Habla como alguien que ha perdido la razón – comentó Sarah despectivamente.

– No espero que me entienda, siendo tan ignorante como es. Después de todo, su padre también se ha apartado de nosotros y sabía muchísimo más que usted.

– ¿A qué viene eso? – preguntó Sarah-. ¿Por qué estaba usted tan ansioso por hacerse con el cubo si ya conocía su contenido? ¿Por qué tuvo que morir Pierre Recassin?

– Porque el codicubus es el último eslabón de una larga cadena de pruebas que demuestran la existencia de la Biblioteca de Alejandría y porque esa información no debe salir jamás a la luz.

– ¿Por qué no? – preguntó Sarah-. Una biblioteca universal en la que se reúnan todos los conocimientos del mundo es un viejo sueño de la humanidad y Alejandría es la esencia de una institución de ese tenor. Si se supiera que la biblioteca aún existe, se concitaría una gran sensación. Científicos de todo el mundo acudirían en masa a Egipto para… -Se interrumpió al oír la risa sarcástica del encapuchado-. ¿De qué se ríe? -quiso saber Sarah.

– Me divierte su ingenuidad, lady Kincaid. Dígame, ¿conoce la historia de las antiguas bibliotecas?

– Solo un poco -confesó Sarah.

– ¿Nunca se ha preguntado por qué fueron pasto de las llamas? ¿Por qué todas las fuentes antiguas coinciden al indicar que bibliotecas célebres como la de Pérgamo, la de Antioquía, la de Atenas, la de Roma, la de Bizancio, incluso una parte de la de Alejandría, fueron reducidas a cenizas?

– No -admitió Sarah, arrancando con ello una nueva carcajada al encapuchado.

– ¿No es capaz de reconocer una pauta en todo ello? ¿Un azar del destino?

– No creo en esas cosas -aclaró Sarah-. Soy científica.

– Lo olvidaba. -La cabeza oculta bajo la capucha asintió de nuevo-. Y claro, como tal, los misteriosos azares del destino le resultan tan odiosos como todo lo que su mente estrecha no es capaz de comprender. Pero permítame decirle que la historia es algo más que una sucesión de acontecimientos y que oculta misterios que la sobrecogerían profundamente. Todas esas bibliotecas, lady Kincaid, dejaron de existir por una sola razón: porque alguien no quiso que existieran.

– ¿Por qué no?

– Muy sencillo, lady Kincaid, porque el conocimiento significa poder y la gente no tiene que saber demasiado. El saber debe reservarse a quienes son capaces de usarlo con sabiduría.

– Si usted lo dice… -masculló Sarah-. ¿Es de los que temen que les disputen sus dominios? – preguntó, y se echó a reír con tristeza-. Tengo que confesarle que empieza a cansarme.

– Usted no sabe nada, absolutamente nada -le señaló sarcásticamente el encapuchado-. La traición de Alejandro condujo a la fundación de la primera biblioteca, al primer intento de arrebatar el saber a quienes lo habían preservado durante milenios. La peste se extendió desde Alejandría. Surgieron una biblioteca tras otra, y una tras otra fueron destruidas.

– Excepto la de Alejandría -objetó Sarah.

– Efectivamente. El germen de la traición ha demostrado ser muy duro, pero pronto la encontraremos y la destruiremos, y su padre nos ayudará.

– Deje de soñar. -Sarah meneó la cabeza, que aún le retumbaba-. Mi padre jamás hará nada que pueda perjudicar a la ciencia. Ha consagrado su vida a la arqueología, a investigar la verdad.

– Sublimes palabras -se burló el encapuchado-, y tiene razón. Su padre realmente cree eme actúa en nombre de la ciencia… Pero, en realidad, está al servicio de otros…

Se echó a reír de nuevo y Sarah comenzó a entender que su padre estaba envuelto en una intriga diabólica. Plenamente convencido de obrar en el bando correcto, Gardiner Kincaid corría el peligro de traicionar todo aquello en lo que siempre había creído y por lo que siempre había trabajado.

Acuciada más que antes por la idea de encontrarlo y avisarlo, Sarah tiró con fuerza de sus ligaduras, pero todo quedó en una rebeldía desvalida, cuyo único logro consistió en que el cuero se le clavó aún más en las muñecas.

El encapuchado soltó una carcajada sarcástica, agarró el codicubus y sacó los demás rollos manuscritos que contenían indicaciones sobre la biblioteca y los tesoros que se daban por perdidos. Tiró los documentos sin contemplaciones al hoyo de la estela y cogió una de las antorchas de la pared.

– ¿Qué va a hacer? -gritó Sarah con espanto.

– Lo que hay que hacer -explicó el encapuchado-, lo que me han encargado los que preservan los conocimientos ocultos.

Inclinó la antorcha y prendió fuego a los escritos.

– ¡No! – gritó Sarah al verlos arder en llamas-. ¡No tiene derecho a hacerlo! Los pinakes tienen un valor incalculable para la arqueología…

– Por eso son destruidos -le respondió el gigante.

Sarah reunió todas sus fuerzas para despegarse del trono de piedra y, realmente, consiguió ponerse en pie. Aturdida, dio un paso, dos, luego le fallaron las rodillas y se desplomó.

Lo último que vio antes de que el dolor y el agotamiento la vencieran y todo volviera a quedar a oscuras fue el rostro del encapuchado, y soltó un grito de terror al distinguir un adefesio deforme.

2

Cuando Sarah despertó, estaba aún más incómoda que antes. Lo primero que distinguió su conciencia a través de la niebla espesa fue un fuerte olor a sal y pescado. Además, volvía a oír el rumor, esta vez más cercano, y reconoció claramente que se trataba de olas que batían y se rompían contra las rocas.

Hacía frío.

Había humedad.

Estaba oscuro.

El dolor de cabeza había aflojado, pero la joven se notaba las manos y los pies entumecidos y agarrotados, lo cual no se debía únicamente al frío glacial, sino también a que continuaba teniéndolos atados y las tiras de cuero le segaban las muñecas y los tobillos. Fuera quien fuera el verdugo de Sarah, conocía su oficio. Se estremeció al recordar el horrible semblante que había visto debajo de la capucha y abrió los ojos con espanto.

Un azul profundo la invadía, la penumbra de una noche estrellada. Miró a su alrededor y vio que estaba rodeada de paredes altísimas de roca; echó atrás la cabeza (con lo cual el dolor volvió a martillearla) y entonces pudo distinguir en lo alto una abertura circular con el contorno dentado, por encima de la cual se divisaba una luna menguante en el cielo. Unos escalones labrados en la roca y cubiertos por una costra de coral y conchas ascendían en espiral hasta una lejanía inalcanzable.

Un misterioso borboteo la hizo volver en sí completamente.

El origen del ruido era una balsa de agua salada que se abría en el centro de la cueva y, por lo que permitía distinguir la luz de la luna, de una profundidad insondable. Unas burbujas espumosas subían a la superficie como salidas de las fauces de una bestia voraz. Sin embargo, lo que más asustó a Sarah fueron los huesos blancos que yacían esparcidos alrededor de la balsa. Huesos humanos, restos de otros cautivos…

Sarah intentó mover las extremidades; no lo consiguió. Las ligaduras con que la habían atado a una roca abarrotada de moluscos le apretaban tanto que apenas le permitían algún movimiento. Con mucho esfuerzo, finalmente consiguió girar la cabeza y entonces se dio cuenta de que no estaba sola en la cueva.

Con una mezcla de espanto y alivio, constató que la situación de Maurice du Gard era tan precaria como la suya: él también estaba atado de pie a una roca, solo llevaba puestos los calzones de algodón y tiritaba de frío. Tenía la sien derecha cubierta de sangre seca y el semblante tan lívido y decaído como la luna. En resumidas cuentas, el francés ofrecía un aspecto bastante lastimoso, pero eso no le impidió esbozar una débil sonrisa.

– En mi país -dijo con voz ronca-, a estos parajes los llamamos oubliettes, «lugares de los olvidados». La expresión parece acertada, porque mucho me temo que nos han traído aquí precisamente con ese objetivo.

– Eso parece -convino Sarah lúgubremente.

– Mon Dieu, Kincaid. Tengo la sensación de que una máquina de vapor me está aplastando el pecho.

Sarah también se esforzó por sonreír. Hacía tan solo unos días, la autocompasión interpretada por Du Gard no habría despertado más que su desdén; sin embargo, ahora le dolía verlo de aquella manera. La noche que habían pasado juntos se le antojaba muy lejana. Unos recuerdos fragmentados se le clavaban como astillas en la conciencia y le causaban dolor al respirar.

– Es por el éter -replicó la joven-. Respira hondo y pronto se te pasará.

– Mon Dieu -volvió a decir Du Gard-. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Apenas recuerdo nada…

– Yo sí -afirmó Sarah, y le resumió lo que había sucedido desde la primera vez que despertó y lo que le había contado el misterioso esbirro.

– Mon Dieu. -Al pronunciarlas por tercera vez, estas palabras ya no sonaron a expresión huera, sino a maldición o a jaculatoria; tal vez las dos cosas a la vez-. ¿Quién es ese impertinente que nos ha arrastrado a este sombrío lugar?

– No lo sé -contestó Sarah con un hilo de voz.

– ¿Y llevaba capucha?

– Efectivamente.

– ¿Y no le has podido ver la cara? ¿En ningún momento?

Sarah dudó durante un breve instante. ¿Debía contarle a Du Gard lo que había visto? ¿Lo que creía haber visto?

– No -aseguró con contundencia.

– Minee alors. ¿Quién será ese individuo? ¿Y cómo sabe todas esas cosas? ¿Para quién trabaja?

– Tampoco lo sé. -Sarah meneó la cabeza-. Solo dijo que tenía la misión de destruir la Biblioteca de Alejandría y que no permitiría que nadie lo detuviese, ni mi padre ni yo. A lo mejor actúa por su cuenta y solo nos enfrentamos a un loco terriblemente peligroso.

– No creo -replicó Du Gard-. Me parece que sé para quién trabaja ese majadero.

– ¿En serio?

– Alors, Kincaid, ¿estás ciega? Aparte de monsieur Verne y de nosotros dos, solo otra persona está informada de nuestro viaje a Marsella…

– ¿No pensarás que…?

– Naturellement, ¿quién más podría ser? -gruñó Du

Gard-. Fue un error implicar a Hingis. Nos ha traicionado, ga saute aux yeux. -No lo creo.

– Pourquoi pas? ¿No dijiste que Friedrich Hingis era un intrigante sin escrúpulos?

– Lo dije y mantengo mi opinión -concedió Sarah-. Pero no creo que tenga nada que ver con esto. En primer lugar, porque el encapuchado sabía cosas que es imposible que Hingis sepa. En segundo lugar, porque, desde la perspectiva de Hingis, sería demasiado pronto para quitarnos de en medio. Al fin y al cabo, aún no sabe cómo está organizado el viaje en detalle y nos necesita para llegar a Alejandría. Y en tercer lugar…

– ¿Sí? -inquirió Du Gard al notar que Sarah vacilaba.

– … ya tuve un encuentro con el encapuchado -confesó con la boca pequeña.

– Pardonne-moi?

– He dicho que ya tuve un encuentro con el encapuchado -repitió Sarah.

– ¿Cuándo y dónde fue?

– En Montmartre. La noche en que fui a ver tu actuación.

– Maispourquoi… ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque no estaba segura. Me persiguió una sombra enorme y oscura, pero cuando logré escapar, la amenaza no me pareció… real.

– ¿Real? Un gigante encapuchado te persigue en mitad de la noche, ¿y eso no te parece suficientemente real? ¿Cuánto más real tenía que ser en tu opinión?

– Fue un error -reconoció Sarah-. La verdad es que en París me sentí observada todo el tiempo. El encapuchado sabía que yo tenía el artefacto y ha esperado el momento oportuno para arrebatármelo.

– Oui -asintió Du Gard malhumorado, y echó una mirada a su cuerpo semidesnudo-, el momento oportuno, c'es' vrai. O sea, que no sabemos nada, ¿no? Ni en manos de quién estamos ni adonde nos han traído.

– A Malta -dijo Sarah lisa y llanamente.

– Quoi?

– A Malta -repitió-. Una isla en el sur del Mediterráneo, colonia de la Corona británica, por más señas.

– D'accord, sé dónde está -proclamó Du Gard agriamente-. ¿Cómo sabes que estamos en Malta?

– Es bastante obvio -contestó Sarah-. El encapuchado mencionó el año 1565 y la invasión turca a las órdenes de Dragut Rais.

– ¿Y?

– Nuestro verdugo anónimo pensó que yo no lo sabía, pero aquel año Malta fue atacada por la flota turca -explicó Sarah-. Después de sufrir un largo asedio, los caballeros de la Orden Hospitalaria de San Juan, que dominaban la isla en aquella época, consiguieron repeler el ataque y Dragut Rais encontró la muerte.

– Eso no explica por qué crees que estamos en Malta -objetó Du Gard.

– El encapuchado siguió hablando y contó que, en la batalla, el codicubus encontró nuevos dueños que lo guardaron hasta que Bonaparte acabó con su dominio… Y solo podía referirse a los grandes maestres de la orden que Napoleón expulsó de la isla a finales del siglo pasado. Ellos protegieron el codicubus durante generaciones y crearon un lugar donde poder abrirlo para que revelara su misterio, y ese lugar no es otro que la cripta tenebrosa donde me encerraron. Por eso supongo que estamos en Malta.

– Todo eso está muy bien, pero significaría que hemos pasado varios días inconscientes.

– Según mis cálculos, casi una semana -convino Sarah-. Al menos es lo que se tardaría en ir de Orleans a Marsella y desde allí hasta Malta en barco.

– Pero ¿cómo es posible? No recuerdo…

– Supongo que, cada vez que amenazábamos con recobrar plenamente el conocimiento, volvían a anestesiarnos.

Nos han dado de comer y no han dejado de interrogarnos.

– Alors -gimió el francés-, no me extraña que tenga la cabeza como un bombo. Podemos decir que hemos tenido suerte de seguir con la mente lúcida.

– Ya veremos si ha sido realmente un golpe de suerte -replicó Sarah mirando con recelo los restos humanos-. Estoy de acuerdo contigo en que nos han traído aquí por una sola razón: que caigamos en el olvido…

Como para ratificar sus palabras volvió a oírse un borboteo sordo y de la balsa de agua salada brotó un chorro espumoso de agua que saltó en todas direcciones.

– Es la marea -gritó Sarah para hacerse oír por encima del estruendo que súbitamente llenó la cueva-. Inundará la gruta.

– Lo dices con mucha serenidad, chérie -opinó Du Gard, a quien se le notaba un creciente malestar-Francamente, no abrigo el deseo de morir ahogado.

– Quizá no lo hagas.

– ¿Y eso? ¿Por qué no?

– Porque antes tendremos visita -contestó Sarah lacónicamente, y señaló con la barbilla el suelo de la cueva que de repente parecía moverse.

A la luz de la luna que penetraba en el pozo se distinguían miríadas de pequeños cuerpos con caparazón, que avanzaban de lado sobre ocho patas y chasqueaban sin cesar con sus pinzas.

– Cangrejos -comentó Sarah con una mueca de asco-. Suelen alimentarse de la carroña que se aposenta en el fondo del mar, pero seguramente harán una excepción con dos personas que están atadas e indefensas.

– ¿Una excepción? -Los ojos de Du Gard se abrieron tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas-. Pero yo no quiero ser una excepción. No abrigo ningún deseo de ser devorado en vida.

– Está claro que a nuestro raptor anónimo no le importan tus preferencias -replicó Sarah secamente-. Cuando los cangrejos hayan acabado de comer, no quedará ni rastro de nosotros, y eso es lo que quiere. Por eso me ha explicado el secreto del codicubus, porque sabía que yo jamás saldría de la isla.

– Ese miserable, impertinente…

Las palabras de Du Gard se perdieron en el rugido y el borboteo que produjo la marea al escupir de nuevo un chorro en la cueva. El nivel de la balsa subió, la espuma de las olas salpicó la roca erosionada y se deslizó hasta los cautivos, igual que los cangrejos, que no paraban de emerger de la profundidad oscura.

– Confieso que he comido cangrejos muchas veces -reconoció Du Gard-, pero eso no significa que me apetezca que ellos me devoren.

– Los mismos derechos para todos -replicó Sarah, aunque no estaba para bromas. Con los ojos muy abiertos por el asco, miraba fijamente los crustáceos que solo estaban a unos pasos de ella. No tardarían en llegarle a las piernas y empezarían a trepar por ellas…

Volvió a brotar agua de la balsa y, esta vez, el chorro fue tan violento que alcanzó a Sarah y a Du Gard. Ambos gritaron cuando el torrente helado los tocó y empapó la escasa ropa que llevaban, el agua salada les escoció en los ojos y les nubló la vista. Por si fuera poco, el nivel del pozo subió de golpe y el agua les llegó de repente a los tobillos.

Los cangrejos no dejaron que aquello los confundiera.

Du Gard fue el primero al que alcanzaron.

El francés se puso a soltar maldiciones al darse cuenta de que unas pequeñas pinzas le palpaban los pies desnudos y algo intentaba subirle por la pierna derecha. A pesar de las ligaduras en los tobillos, consiguió levantar ligeramente el pie y pisar al menos a algunos atacantes.

– ¡Ahí tenéis -gritó-, engendros repugnantes de las profundidades! Ya os enseñaré yo a querer comeros a Maurice du Gard…

Fue una acción inútil.

Sin perder el tiempo, los animales siguieron trepando por sus piernas delgadas, solo unos pocos se quedaron atrás para dar cuenta de los cadáveres aplastados de sus congéneres, y al cabo de un momento también habían alcanzado a Sarah.

La joven contuvo el aliento y cerró los ojos cuando notó en las piernas las patas diminutas y los pellizcos de las pinzas. Habría gritado de espanto, pero se obligó a permanecer tranquila porque sabía que el pánico no la ayudaría. Su padre le había enseñado a mantener la cabeza fría en cualquier situación, aunque Sarah dudaba que hubiera pensado en situaciones como aquella…

Du Gard se contenía mucho menos.

– Esos miserables cangrejos están por todas partes -se quejó-. Los aplastaría a todos, pero no puedo moverme…

– Tampoco tendría sentido -replicó Sarah lacónica, mientras buscaba desesperadamente con la vista una salida. Miró ansiosa hacia la escalera que subía por la roca hasta el exterior del pozo y que era inalcanzable.

Un nuevo torrente de agua brotó de las profundidades y forme) una ola encrespada que se rompió espumosa contra los cautivos y retrocedió chorreando desde las paredes de roca. En el fondo del pozo parecía bramar una tormenta. El agua ya les llegaba a las caderas.

La única ventaja del repentino oleaje fue que, si bien no impidió el avance de los cangrejos, al menos lo detuvo. La mayor parte de los animales que había intentado trepar por las piernas de los cautivos fue arrastrada por la corriente, pero solo era cuestión de tiempo que volvieran a intentarlo.

– En cierto modo, tiene gracia -comentó Du Gard.

– ¿A qué te refieres?

– Tu sais, soy un buen nadador y que tenga que morir precisamente ahogado tiene cierta gracia.

– Nada te asegura que vayas a morir ahogado -lo consoló Sarah.

– Non? -preguntó el francés esperanzado.

– No, podría ser que antes te devoraran vivo. Podríamos apostar, las posibilidades están muy igualadas.

– ¿Muy igualadas? -La voz de Du Gard sonó crispada-. Mon Dieu, Kincaid, realmente eres una británica de manual. ¿Cómo puedes pensar en apuestas en este momento? No creía que estuvieras tan curada de espantos.

– No lo estoy -aseguró Sarah en voz alta, pero las palabras fueron acalladas por un nuevo rugido que surgió de las profundidades, seguido por una ola tan alta que arremetió por encima de los cautivos. El nivel del agua volvió a bajar enseguida, pero Sarah y Du Gard habían avistado una terrible perspectiva de lo que se avecinaba y que sucedería muy pronto. Y no solo porque la marea no cesaba; a través del agua clara pudieron ver que los cangrejos volvían a formar y se preparaban para un nuevo ataque. Se hizo un silencio en el que solo se oían el rumor lejano del oleaje y el canto lúgubre de las profundidades.

– Quizá ha llegado el momento de pronunciar unas últimas palabras -propuso Sarah.

– ¿Qué quieres oír? – jadeó Du Gard-. ¿Que estuvo bien? ¿Que jamás olvidaré la noche que pasamos juntos?

– Algo por el estilo -admitió Sarah.

– Bon. Estuvo bien -aseguró Du Gard, presa del pánico-, y en los diez minutos que calculo que me quedan no lo olvidaré. Ca suffit?

– Es mejor que nada. -Sarah se esforzó por sonreír-. Lo siento, Maurice. Estás aquí por mi tozudez.

– C'est vrai. Deberías haber hecho caso a tu padre y regresar a Inglaterra, así nos habríamos ahorrado todo esto.

Sarah asintió.

– Puede que tuvieras razón, Maurice.

– ¿En qué?

– En lo que me dijiste en Orleans. Que no lo hacía por mi padre, sino por mí. Que quería demostrarle algo y vengarme de él. Cuando te oí decirlo, me enfadé y no quise reconocerlo, pero ahora…

– … tienes la impresión de que te decía la verdad -completó Du Gard, quien apretaba los ojos por culpa del agua salada, que hacía que le ardieran como si tuviera fuego en ellos-. Un poco tarde para arrepentirse, n'est-cepas? En cualquier caso, los dos pagaremos con la vida tu cabezonería… Pero quiero confesarte algo, Kincaid. En todos mis años, nunca había conocido a una mujer como tú y… No sé cómo decírtelo para no quedar como un crétin enfermo de amor, pero te amo, Sarah Kincaid, ¿me oyes…?

Abrió los ojos para ver cómo reaccionaba a la confesión, que le había costado mucho esfuerzo y que tan solo había hecho porque en unos instantes estarían muertos, y comprobó aterrorizado que Sarah ya no estaba. El bloque de roca donde la habían atado de pies y manos estaba vacío.

Un grito ronco salió de la garganta de Du Gard, que se interrumpió súbitamente cuando una nueva ola irrumpió en el pozo y lo azotó; de repente, el agua le llegaba literalmente al cuello.

– ¡Sarah! – gritó con todas sus fuerzas-. ¡Sarah!

Pero no obtuvo respuesta. Con los ojos llenos de lágrimas miró a su alrededor y no vio más que agua espumosa que centelleaba a la luz de la luna y subía y bajaba sin cesar. Amenazaba con engullirlo en cualquier momento y, por si fuera poco, de nuevo notó que unas patas delgadas trepaban por él y unas pinzas le pellizcaban la carne…

– Elle estperdue -gritó presa del pánico-. Ces petits bátards! Mon Dieu, je ne veuxpas morir…

De repente notó que algo muchísimo más grande que las pinzas de un cangrejo lo agarraba por las piernas. Du Gard gritó espantado al distinguir a la pálida luz de la luna una larga sombra deslizándose por el agua, a punto de emerger ante él.

Se le quebró la voz y su corazón ya estaba a punto de dejar de latir cuando, súbitamente, vio el rostro familiar de Sarah.

– No te asustes -dijo ella.

– De… Demasiado tarde -espetó Du Gard-, me has dado un susto de muerte.

– No era mi intención -aseguró Sarah mientras trataba de liberarlo de las ataduras en medio de la agitada marea.

– Quoi? Comment…? – balbuceó Du Gard increíblemente perplejo-. ¿Cómo has conseguido…?

– El agua salada -explicó Sarah brevemente-. Mientras hablábamos comprobé que las ligaduras se aflojaban al encontrarse debajo del agua. Conseguí soltarme las muñecas, luego me sumergí para deshacerme de las cuerdas de los pies. Y después…

– … me has desatado a mí -añadió Du Gard, que en aquel momento pudo volver a moverse libremente-. Merci beau-coup -dijo, mientras se movía como loco en el agua para quitarse de encima los cangrejos voraces.

– No hay de qué. -Sarah esbozó una sonrisa fugaz-. Ahora, vámonos de aquí.

– D'accord.

Caminaron por el agua y nadaron a toda prisa hasta la escalera que llevaba a la salida del pozo; mientras tanto, el nivel del agua subió otra vez. De nuevo se levantó una ola hacia todas partes, los embistió y los lanzó contra la roca. Sarah intentó agarrarse a una piedra cubierta de moluscos, se cortó las manos y el agua la habría arrastrado de no ser por Du Gard, quien ya se había encaramado a la escalera y la agarró por el cuello de la camisa de dormir. La sujetó con firmeza y la ayudó a subir a la superficie seca, lo cual resultó agotador debido a que la tela empapada y pesada tiraba de ella. Apoyándose el uno en el otro subieron los escalones estrechos tambaleándose, mientras las rocas a las que habían estado atados desaparecían debajo de la espuma de las olas.

El peligro de patinar por los escalones resbaladizos, que apenas se distinguían en la penumbra, y de volver a caer en la balsa era considerable. Sarah y Du Gard ponían con cautela un pie delante del otro y por fin llegaron a la abertura dentada del abismo.

– Espera -murmuró Sarah a su acompañante, y pasó ella delante para echar antes una ojeada por encima del borde por si había alguien haciendo guardia. Pero las rocas que cercaban el pozo formando un semicírculo y se abrían hacia el mar estaban desiertas, y Sarah ascendió del todo y miró a su alrededor.

Al pie del arrecife que subía en vertical vislumbró una puerta de hierro oxidada. Más allá, en lo alto de la roca escarpada y a la luz de la luna, se distinguía el perfil impreciso de un castillo en ruinas, sobre el cual brillaba un cielo estrellado. La playa de arena descendía empinada hacia el mar encrespado, que rompía en un rugir de olas. Sarah probó suerte con la puerta de hierro, pero no tenía ni pomo ni picaporte y estaba cerrada por dentro.

– ¡Maldita sea! -gritó, y la golpeó desesperadamente con los puños cubiertos de sangre: si ni Du Gard ni ella conseguían salir de la bahía antes de que la cubriera la marea, solo habrían demorado un poco su muerte. Los arrecifes que los rodeaban eran escarpados e inexpugnables como los muros de una prisión, y nadar en mar abierto significaba la perdición…

– Chérie! – gritó Du Gard, que había vuelto la cabeza hacia el lado del mar-. ¡Ven! ¡Aquí hay una barca!

Sarah no daba crédito a sus oídos. Temblando y próxima al agotamiento, se precipitó por la arena hacia el otro lado de la bahía. Du Gard tenía razón. Amarrada a una estaca de metal clavada en la roca había una pequeña barca que se mecía violentamente en el oleaje.

Du Gard ya había trepado a la roca y soltó la cuerda. Sarah entró en la marea helada, que la cubrió hasta las rodillas, agarró el bote y saltó dentro mientras Du Gard lo empujaba desde la orilla. Intentó subir torpemente por la popa y Sarah lo agarró resuelta y lo izó a bordo. Enseguida cogieron los remos, que estaban en el fondo de la barca, y se alejaron de la orilla.

Recibieron un fuerte golpe cuando la pequeña barca chocó frontalmente con una ola que se estrelló en la proa y salpicó de espuma blanca a los ocupantes. El bote se inclinó tanto que Sarah temió zozobrar, pero al cabo de un momento habían dejado atrás la ola y seguían cabeceando hacia mar abierto. Sarah y Du Gard pusieron los remos en los toletes y remaron con todas las fuerzas que les quedaban para salvar la vida. No se trataba únicamente de tener cuidado con las olas grandes, sino también de no ser arrastrados por la corriente y lanzados contra las rocas de la orilla que bordeaban la bahía.

– ¡Vamos! – gritó Sarah a su acompañante, quien lanzaba a la noche verdaderas sartas de maldiciones vulgares en francés-. ¡Ánimo, a remar…!

Ella misma tenía la sensación de que se le caían los brazos. También tiritaba de frío, aunque tenía la frente impregnada de perlas de sudor, ¿o era la espuma que la salpicaba mientras el bote surcaba las olas?

Las fatigas del cautiverio y los efectos del éter pronto agotaron las fuerzas de los fugitivos. Pero impelidos por la desesperación y por una voluntad férrea de sobrevivir, lograron vencer en la lucha contra el embate de las olas. Cuanto más se alejaban de la orilla, más tranquilo estaba el mar y, finalmente, pudieron dejar de remar y permitirse un descanso.

Jadeando de agotamiento recogieron los remos y los dejaron en el interior del bote. La orilla se alzaba a cierta distancia como una cinta dentada que parecía moverse arriba y abajo a causa del mar de fondo. En realidad, era el bote que flotaba como un corcho en el agua y se mecía al ritmo del mar, tanto que Du Gard sintió náuseas.

Apenas tenía nada en el estómago que pudiera devolver, por lo que se contentó con volverse de cara al mar, tener unas cuantas arcadas ruidosas y parecer más muerto que vivo.

– ¿Estás bien? -preguntó Sarah, que apenas podía moverse por el agotamiento.

– Mais, oui -dijo una voz ligeramente indignada-. Acabo de vomitar el alma, pero me siento de maravilla.

– Podría haber sido peor -apuntó Sarah-› Nos podríamos haber ahogado.

– Chérie, lo que aún no ha pasado todavía puede pasar. Nos dejamos arrastrar en mar abierto más solos que la una y no sabemos con certeza dónde nos hallamos. Por de pronto hemos huido, pero ¿hacia dónde tenemos que ir?

– Esperaremos a que amanezca -se pronunció Sarah-. Al romper el alba regresaremos a la orilla e intentaremos llegar a la población más cercana.

– ¿Al romper el alba? -Du Gard miró con escepticismo el cielo nocturno-. ¡Faltan horas! Antes moriremos de frío.

– No, si nos damos calor mutuamente -propuso Sarah, y su acompañante no tuvo nada que objetar.

Se acurrucaron juntos en la popa del bote y se brindaron el poco calor corporal que les quedaba.

– Nos turnaremos -propuso Sarah-. Uno dormirá mientras el otro vigila que no nos alejemos demasiado de la orilla.

– Pas de probleme -aseguró Du Gard-. Duerme tranquila, yo me encargo del primer turno.

– ¿Estás seguro?

– Bien sur. ¿No confías en mí?

Una sonrisa fugaz se dibujó en el semblante demacrado de Sarah.

– Sí, Maurice. Confío en ti.

– Entonces, duerme. De todos modos, yo no podría pegar ojo.

Levantó el brazo para que ella pudiera reclinar la cabeza sobre su hombro y la abrazó con ternura. Y disfrutó de la sensación que lo invadió al hacerlo.

– ¿Kincaid?

– ¿Hum?

– Dis done, ¿oíste lo que te dije allá abajo? ¿Poco antes de que consiguieras soltarte?

– No -respondió adormecida.

Du Gard frunció los labios. -Comprendo.

– ¿Por qué? ¿Me he perdido algo?

El francés dudó durante un instante imperceptible.

– Non -dijo luego con la mirada clavada en la oscuridad azulada-. Ce n'estpas important.

– ¿Qué?

– No tiene importancia…

3

Diario de viaje de Sarah Kincaid

Anotación posterior

Desde niña me enseñaron a no confiar en nadie. La confianza, solía decir mi padre, es como una alta condecoración: se concede en contadas ocasiones y solo a quien realmente la merece. Pero una vez se le ha impuesto, nunca se le retira.

Siempre he intentado observar esa regla y el hecho de que precisamente la haya pasado por alto cuando mi vida dependía de ello puede considerarse imperdonable. Sin embargo, ahora sé que fue una reacción al hecho de que precisamente mi maestro había roto con el principio. Mi padre me había retirado su confianza y yo busqué nuevos amigos.

¿Fue un error…?

Fue la tercera vez seguida que Sarah Kincaid se llevaba una sorpresa desagradable al despertar.

El frío húmedo de la mañana la hacía tiritar y la obligó a abrir los ojos. Se incorporó angustiada al no ver sobre ella más que un vacío blanquecino y no saber dónde se encontraba. Yacía en un bote, rodeada de agua y de una niebla tan espesa que el mar plomizo desaparecía en pocos metros.

Había salido el sol, pero el velo brumoso impedía determinar a qué altura del horizonte se hallaba. El mar estaba en calma, la barca cabeceaba arriba y abajo suavemente y no se veía ni rastro de la costa que sería su salvación.

Sarah recordó súbitamente que no estaba sola en el bote y que había llegado a un acuerdo con Du Gard. Cuando se dio la vuelta resoplando y vio a su acompañante durmiendo, le hirvió la sangre en las venas.

– ¡Du Gard! – lo increpó, y le arreó un puntapié-. ¡Despierta!

El francés no dio muestras de despertarse y Sarah le dio otra patada.

– Qn'est-ce qu'ilya ? -preguntó medio dormido y con los ojos aún cerrados.

– Ya te diré yo lo que pasa -contestó Sarah indignada-. En vez de hacer guardia como habías prometido, te has dormido.

– Quoi…?

El indisciplinado vigilante se dignó entonces a abrir los ojos. Desde el momento en que se incorporó y miró adormecido a su alrededor hasta el instante en que pareció darse cuenta de lo que había ocurrido transcurrió una breve eternidad que sometió la paciencia de Sarah a una dura prueba.

– C'est la brume -constató finalmente con muy poca chispa.

– Ya lo veo que hay niebla -resolló Sarah-. La cuestión es por qué no me has despertado cuando se ha levantado.

– C'est vrai. -Du Gard se rascó el cogote un poco ofendido-. Se me habrá olvidado.

– ¿Te parece divertido? -preguntó Sarah desconcertada-. Hemos perdido de vista la costa. ¿Entiendes lo que…? -Se interrumpió al oír un sonido sordo y tenebroso que atravesó la niebla.

El ruido, que parecía llegar de todas las direcciones a la vez y que penetraba hasta el alma, se repitió. No cabía duda de que lo que se oía era la cadencia de una sirena de las que suelen llevar los barcos grandes. Con una mezcla de esperanza instintiva y de perplejidad desmedida, Sarah miró a su alrededor y descubrió de repente unas formas borrosas que se alzaban como una montaña en el velo de niebla.

Se distinguió una proa empinadísima y una cubierta superior sobre la cual se dibujaban unas estructuras angulosas. En el ambiente gris blanquecino destacaban unos cañones y, sobre ellos, despuntaban unos mástiles desnudos y dos chimeneas altas como torres. Y ante todo se oía el fragor de las potentes máquinas que impulsaban el coloso de acero a través de las olas.

Conteniendo el aliento, Sarah identificó el impresionante perfil del buque de guerra Inflexible, una fortaleza flotante que se había puesto al servicio de la Marina Real británica el año anterior y al que se consideraba la reina absoluta de los mares por la superioridad de su capacidad de fuego y de su blindaje. Sarah recordaba haber visto ilustraciones del barco en el London Illustrated News, pero jamás había pensado que vería tan pronto con sus propios ojos aquel baluarte de la industria bélica moderna, y aún menos que la salvaría en una situación tan desesperada.

– ¡Aquí! – se puso a gritar mientras daba saltos y agitaba los brazos como loca-. ¡Aquí, Inflexible]

Las olas que levantaba la proa del crucero azotaron el bote, que se tambaleó alarmantemente.

– ¡Estamos aquí! ¿Pueden oírnos…?

No hubo respuesta, por lo que Du Gard siguió el ejemplo de Sarah y también se puso a gritar y a hacer señales. Era una suerte que el buque de guerra navegara a poca velocidad, ya que de haber ido a toda máquina seguramente habría pasado tan deprisa por su lado que sus tripulantes no los habrían oído, por no hablar del estruendo infernal que habrían hecho las máquinas. No obstante, el coloso, que cada vez se erguía más alto y empinado ante ellos, pasó de largo con una lentitud parsimoniosa y, cuando las voces de Sarah y Du Gard, debilitadas por el cansancio y también por el aire helado, ya amenazaban con apagarse, por fin obtuvieron respuesta.

– Eh -oyeron a través del velo brumoso-. ¿Hay alguien ahí…?

Sarah y Du Gard contestaron gritando a todo pulmón y el enorme navío maniobró. Bajo la niebla, que se iba disipando paulatinamente, Sarah y su compañero vieron que lanzaban un bote salvavidas al agua. Volvieron a gritar para indicar a los marineros el camino y, poco después, la chalupa se les aproximó de costado.

Salvados…

– Ya ves, Kincaid -comentó Du Gard con una sonrisa burlona mientras se disponía a dejar la pequeña barca-, soy un hijo mimado de la fortuna.

– Sí-admitió Sarah-. Pero a lo mejor tu buena racha acaba algún día.

La sonrisa de Du Gard se borró al instante.

– Oui -admitió-quizá…

Resultó que Sarah tenía razón, y en todos los sentidos.

El barco cuyo impresionante perfil había aparecido tan de repente en la niebla era el Inflexible y realmente navegaba por aguas maltesas, lo cual confirmaba las suposiciones que Sarah había aventurado respecto al lugar y a la duración del cautiverio.

Visto de cerca, el Inflexible parecía mucho más temible que desde lejos. Con 105 metros de eslora y 23 de manga, era realmente una fortaleza flotante, sobre cuyos muros se alzaban cañones defensivos de acero de 80 toneladas de peso. Una tripulación de 440 hombres prestaba sus servicios en el coloso, impulsado por 12 calderas y que a toda máquina podía alcanzar una velocidad de 15 nudos. Estas cifras habían impresionado tanto a Sarah que se le habían quedado grabadas en la memoria.

Llevaron a cubierta a los rescatados y los acompañaron a la enfermería, donde el médico de a bordo les curó las heridas y les dieron ropa de abrigo limpia. Puesto que en un crucero de la Marina de Guerra no había nada apropiado para una dama, Sarah también recibió un traje de marinero, que le quedaba holgadísimo en las armoniosas caderas y del que tuvo que recogerse las mangas y las perneras. Sin embargo, nada de eso cambió que los pantalones blancos de trabajo y la chaqueta corta de lana azul le dieran un calor maravilloso. Después de tomar en la cocina del barco una comida con mucha grasa, consistente sobre todo en tocino, abordaron el puente que se extendía en perpendicular sobre la cubierta superior y que solo estaba protegido de la intemperie por una lona tensada por encima de la rueda del timón, del telégrafo de máquinas y el compás. Allí ya esperaban a Sarah y a Du Gard: la noticia de que a bordo del Inflexible se encontraba una joven de la nobleza había corrido como un reguero de pólvora.

El capitán John Fisher era un hombre aferrado a las tradiciones, de otro modo no se explicarían la barba bien recortada ni el hecho de que se hubiera puesto el uniforme de gala. Las condecoraciones y la cazoleta del sable resplandecían, como también los botones que adornaban la casaca azul marino del uniforme. Quitándose la gorra e inclinándose galantemente, dio la bienvenida a los dos visitantes.

– Bueno -exclamó-, aquí están nuestros náufragos. Espero, lady Kincaid, que a bordo todo sea de su agrado.

– Por supuesto, estimado capitán -confirmó sonriendo Sarah, que seguía cansada y agotada pero se sentía mucho mejor después del refrigerio-, y yo desearía, también en nombre de monsieur Du Gard, darle las gracias formalmente por rescatarnos.

– Para nosotros ha sido un placer -aseguró Fisher con una sonrisa encantadora antes de dirigirse, mucho menos solícito, al acompañante de Sarah-. ¿Du Gard? -preguntó-. ¿Es usted francés?

– Oui, lo soy -confirmó el adivino haciendo también una ligera reverencia-. Yo también querría darle las gracias…

– No me dé las gracias a mí, déselas a lady Kincaid -contestó el capitán con aspereza-. Si hubiera estado solo en ese bote, por mí, allí se habría quedado.

– Quoi?

– Pero capitán -se indignó también Sarah-, ¿cómo puede decir algo así?

– Discúlpeme, lady Kincaid. -Fisher volvió a hacer una inclinación de cabeza-. Conozco mis obligaciones, pero ser rescatado y merecer el rescate son dos cosas distintas.

– Bien sur. -Du Gard asintió-. Y, si me permite preguntarlo, ¿por qué cree que yo no merecía su ayuda?

– Muy sencillo, mon ami -respondió el capitán, que había cargado de sarcasmo las dos últimas palabras-, porque su país tampoco está dispuesto a ayudarnos a solucionar la cuestión egipcia.

– ¿La cuestión egipcia?

– Sí. Quizá no lo saben, pero la situación en Egipto amenaza con quedar fuera de todo control. Después de que ese tal pacha Urabi, como él se hace llamar, y sus rebeldes se hayan hecho con el poder en el país y hayan causado un baño de sangre entre los europeos afincados allí, ahora amenazan con ocupar el canal de Suez, y no podemos permitirlo.

– Claro que no -convino Du Gard-. El canal es la puerta hacia el océano índico y, por lo tanto, hacia esa parte del mundo. Pero ¿qué tiene que ver con mis compatriotas?

– Sus compatriotas, mon ami, sacan tanto provecho como nosotros del canal. Sin embargo, su gobierno no parece dispuesto a intervenir militarmente, lo deja todo en nuestras manos. ¿Lo encuentra caballeroso?

– Si he de decirle la verdad, nunca me ha preocupado demasiado la política, capitán -confesó Du Gard-. Pero, francamente, dudo mucho que la caballerosidad desempeñe ningún papel en todo esto. Es más bien una cuestión de provecho, n'est-cepas? Y del control futuro de las rutas comerciales, y ¿quién se atrevería a negar que el Imperio británico asumirá hábil y sabiamente esa responsabilidad?

El semblante rojo de ira de Fisher reveló sorpresa. El capitán seguramente esperaba una protesta y ya había afilado mentalmente el cuchillo para medir las armas al menos verbalmente con el presunto emboscado, pero este no se enzarzó en la disputa, sino que le hizo un cumplido al provocador. Sarah no pudo evitar sentirse de nuevo asombrada por Du Gard, que no solo parecía ser un experto en artes misteriosos, sino también en las tortuosas sendas de la diplomacia. Una habilidad que ella nunca había desarrollado…

– ¿Atacarán a Urabi? -preguntó indiscreta.

– Milady… -La sonrisa regresó a los labios de Fisher-. No creo que la política de guerra sea un tema del que deba ocuparse una joven. Dentro de unos días estará de vuelta en Inglaterra y todo esto le parecerá un sueño lejano. No debería usted…

– Mi padre está en Alejandría, capitán. Por eso le pido que comprenda que estos días centre mi atención en la política.

– ¿Su padre? -Fisher se sonrojó ligeramente-. Bueno, supongo que en esas circunstancias… ¿Dice que está en Alejandría?

– En efecto.

– ¿Y ha recibido noticias de su paradero? -Aún no.

– Milady… -El capitán frunció los labios, buscando las palabras adecuadas-. Gracias a algunos supervivientes sabemos lo que ocurrió en Alejandría. Los esbirros de ese asesino de Urabi hicieron una carnicería. Cabe la posibilidad de que su padre…

– Mi padre vive, capitán -puntualizó Sarah. -¿Cómo lo sabe?

– Por una carta -la ayudó Du Gard con una mentira, antes de que ella se viera en la necesidad de tener que aclararlo-, enviada el 12 de junio, el día después de la matanza.

– Qué extraño, dijeron que la oficina de correos había cerrado…

– La noticia me llegó de un modo poco habitual -añadió Sarah, lo cual no era ninguna mentira-. En ella, mi padre me pedía ayuda, por eso partí en su busca con monsieur Du Gard, un viejo amigo de mi padre.

– ¿Iban camino de Alejandría cuando naufragaron?

– En cierto modo -confirmó Sarah: explicarle el secuestro y el asunto del codicubus habría complicado las cosas innecesariamente. El viejo Gardiner le había enseñado que, en cuestión de informaciones, hay que economizar tanto como con los bienes en efectivo…

– Una empresa insensata -comentó Fisher con poca diplomacia y tan alto que los oficiales que estaban de guardia en el puente volvieron la cabeza sorprendidos-. Entiéndame, lady Kincaid, admiro su valor y su lealtad. Pero la idea de navegar en estos días a Alejandría solo podría ocurrírsele a una jovencita.

– ¿Por qué? -preguntó Sarah haciéndose la ignorante.

– ¿No me ha estado escuchando? Los insurrectos amenazan con tomar bajo su control el canal de Suez. Inglaterra se prepara para la guerra, milady, y el puerto de Alejandría está sometido a bloqueo.

– ¿Y qué significa eso?

– Que ningún barco puede entrar en el puerto ni salir de él… o los artilleros de Su Majestad lo enviarán al fondo del mar.

– ¿Es eso cierto?

– Absolutamente, y solo es el principio. En estos momentos, una flota de guerra se prepara para concentrarse en la costa de Egipto. Seguramente no hace falta que le explique lo que eso significa.

– ¿También este buque? -preguntó Sarah como quien no quiere la cosa.

– Por supuesto. Si se inician las operaciones militares, y todo indica que así será, el Inflexible será la pieza clave del ataque. Solo con verlo, Urabi y sus bandidos huirán en desbandada.

– Bien. -Sarah sonrió con tristeza-. En tal caso, ¿no le importará llevarnos con usted?

– ¿Qué?

– Si dentro de unos días este barco tomará de todos modos rumbo hacia el sudeste, ¿no podría trasladarnos a monsieur Du Gard y a mí a Alejandría?

– ¿Cómo se le ocurre? Esto no es un barco de pasajeros, lady Kincaid, y ustedes dos no son militares…

– Non, por suerte, no -dijo Du Gard a media voz, lo cual le valió una mirada severa.

– Sé que mi ruego es insólito -reconoció Sarah- y no lo formularía si mi cometido no fuera tan urgente. Pero la vida de mi padre corre peligro y tengo que dar con él. Con nuestro… naufragio hemos perdido más de una semana. El tiempo se me escurre entre las manos, capitán; solo hay un hombre que tenga en su mano el poder de cambiarlo, y ese hombre es usted.

– Me halaga -respondió el oficial, quien se mesó la barba avergonzado-, pero no puedo acceder a su ruego. ¿Cómo se le ocurre? ¡Este barco se dirige a la guerra contra los nacionalistas egipcios! No será una excursión, estimada.

– Soy muy consciente de ello -aseguró Sarah-. Pero, si no encuentro a mi padre a tiempo, es posible que muera, y eso no puedo ni quiero permitirlo.

– Como ya le he dicho, admiro su actitud. Seguro que su padre está muy orgulloso de usted. Pero, desgraciadamente, no puedo hacer nada por ayudarla.

– ¿Ni siquiera si le digo que mi padre, lord Gardiner Kincaid, es un súbdito de gran mérito de la Corona? ¿Que se encuentra en Alejandría por encargo del gobierno y dirige allí un proyecto de excavación altamente secreto?

– Yo, de eso, no sé nada. Yo solo puedo basarme en lo que me han comunicado y, en esos planes, no hay lugar para pasajeros a bordo de un buque de guerra. Lo lamento mucho, pero tengo órdenes.

– Claro. -Sarah resopló-. Lo comprendo.

– Esta tarde, el barco atracará en Valletta y ustedes desembarcarán. Desde Malta no le costará encontrar un pasaje de regreso hasta Inglaterra, y en unos pocos días volverá a estar en casa. Por lo que respecta a su padre, informaré al mando de la flota. Quizá se pueda enviar un cuerpo expedicionario a Alejandría para averiguar su paradero, aunque no será hasta después del cierre exitoso de las operaciones militares. Lamentablemente no puedo hacer más por usted.

– Sí, capitán -afirmó Sarah con voz queda-, lamentablemente.

Al oír que el Inflexible tenía que poner rumbo a Alejandría, Sarah había concebido la súbita esperanza de llegar a la ciudad en breve y así recuperar un poco del tiempo que habían perdido. Pero esa esperanza se había disipado frente a la arrogancia militar y Sarah perdería unos cuantos días preciosos.

Sin embargo, ni por asomo abandonaría y regresaría a Inglaterra como Fisher había propuesto. El rapto y la entrevista con el encapuchado no habían quebrantado de ningún modo la determinación de Sarah; al contrario: todavía ansiaba más encontrar a su padre y descifrar el enigma del codicubus. ¿Buscaba el viejo Gardiner realmente la biblioteca perdida? ¿Habían perdurado las obras de Aristóteles y los escritos de Hipatia?

Si era así, obtendrían respuesta muchas de las preguntas a las que Sarah se había enfrentado últimamente; se le brindarían los motivos del secretismo que su padre había mantenido con ella y también se explicaría por qué se habían cometido asesinatos. El tesoro perdido de Alejandría tenía un valor incalculable y, a los ojos de Sarah, era un motivo añadido para viajar a Egipto; para su sorpresa, Du Gard compartía su opinión. Aunque habían escapado de la muerte a duras penas, su acompañante no parecía dispuesto a dejarse intimidar. A pesar de la negligencia de que había hecho gala en el mar, Sarah se alegraba en lo más hondo de su ser.

– Dígame, capitán -interpeló Du Gard a Fisher-, ¿existe al menos la posibilitad de enviar un telegrama a París desde Valletta?

– ¿Directamente? Difícil. -El capitán frunció los labios-. Pero hay conexión con Marsella y seguro que, desde allí, transmitirán sus palabras. De todos modos, si me permiten un consejo, no intenten llegar a Alejandría por su cuenta. El primer intento casi les ha costado la vida, quizá en el segundo no tendrán tanta suerte. Además, la ciudad está condenada a la ruina.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah.

– Milady, ¿por qué cree que un barco como el Inflexible ha recibido órdenes de navegar hacia las aguas del sur? Nuestra nueva artillería aplastará a Urabi y a sus compinches hasta el punto que se les cortaran de cuajo las ganas de rebelarse. Cuando su fortaleza quede reducida a cenizas, los insurrectos no tardarán en dejar de dar guerra.

– Comprendo -dijo Sarah en voz baja, y de repente no pudo reprimir más el miedo por su padre.

4

Diario de viaje de Sarah Kincaid

Anotación posterior

Tal como había anunciado el capitán Fisher, el barco llegó por la tarde al puerto de Valletta.

Después de pasar junto a las torres del fuerte de San Elmo y de los bastiones defensivos de Abercrombie y San Lázaro, el Inflexible entró en el gran puerto, donde atracó entre otros barcos de la Roy al Navy. La flota de guerra de la que había hablado el capitán se estaba reuniendo allí y la visión de los cascos de acero acorazado y con cubiertas rebosantes de armamento me hizo comprender claramente que el tiempo apremiaba.

Desembarcamos -no sin que antes el capitán Fisher volviera a advertirnos expresamente que embarcáramos en el primer barco que zarpara hacia Inglaterra- y cogimos un coche de plaza que nos llevó desde el puerto hasta la ciudad, que está situada como un enorme reptil de piedra sobre la cresta de una península y que desciende abruptamente hacia los dos brazos de mar. Por la carretera principal llegamos a los baluartes defensivos que limitan la urbe por el sudoeste y cruzamos la puerta de la ciudad. Fundada en 1566, después del cruento ataque de los turcos, Valletta fue la primera ciudad de Europa trazada sobre un tablero de dibujo: las calles y las callejuelas se cortan en ángulo recto y resulta muy fácil orientarse.

No muy lejos del antiguo palacio de los grandes maestres, actual sede administrativa del gobernador británico, se encuentra la oficina de telégrafos donde Du Gard mandó una nota a París vía Marsella. Es difícil decir si monsieur Verne recibirá nuestro mensaje y si conseguirá contactar con el capitán Hulot. Y ello me provoca una gran inquietud. Ya hemos perdido mucho tiempo, ¿qué ocurrirá si no conseguimos llegar a Alejandría antes del inicio del ataque británico? ¿Volveré a ver a mi padre?

Para arrinconar las angustiosas preguntas que me atormentan día y noche, he decidido aprovechar lo mejor posible el tiempo que por fuerza tendremos que pasar aquí y desprenderme de la inactividad a la que parecemos estar condenados…

Zebbug, Malta,

1 de julio de 1882

– ¿Qué? ¿Es bueno?

La expresión de la cara de Maurice du Gard mostraba más preocupación que contento. La carretera que se extendía por el sudoeste de la isla desde Valletta era abrupta y estaba plagada de baches. Había polvo por todas partes, hacía un calor agobiante y el coche de caballos que Sarah y su acompañante habían alquilado para efectuar una ruta de exploración era grande y espacioso, pero también viejo y con mala suspensión. Sarah supuso que el vehículo ya había prestado servicio en Inglaterra antes de ser vendido a la colonia, como sucedía con tantas cosas que ya no servían para nada en la madre patria. En Casal Fornaro, un pueblecito por el que pasaron, compraron un pan que los lugareños solían cocer en forma de rosca y que, al menos en opinión de Sarah, era delicioso.

Du Gard no parecía compartir la opinión. Su semblante pálido había adquirido un tono verdoso enfermizo, pero seguramente se debía más al incesante balanceo del carruaje que al pan.

– Casal Fornaro significa «pueblo de los panaderos» -le explicó Sarah mientras saboreaba otro pedazo de pan crujiente sentada en el fondo del carruaje-. En el idioma de los lugareños, este pan se llama ftira y la receta tiene cientos de años.

– No me digas -dijo entre dientes Du Gard, a quien a todas luces le costaba hablar-. ¿Cómo sabes tantas cosas?

– Me las enseñó mi padre, como todo lo demás. Antes veníamos aquí con frecuencia: no muy lejos de donde estamos hay unas catacumbas antiguas donde mi padre organizó unas excavaciones.

– Has viajado bastante, ¿no?

– Un poco -admitió-. Cuando era pequeña, a mi padre se le ocurrió que lo que él me enseñaba no bastaría para convertirme en una dama. Y entonces me envió a Londres, a un internado, que se llamaba Escuela Kingsley, para niñas bien.

– ¿Y? ¿Qué tal?

– Horrible -reconoció Sarah riendo-. Estuve suficiente tiempo para saber que la vida de una joven dama de la nobleza se resume en muchos deberes y muy pocos derechos.

– Alors?

– Me escapé -explicó Sarah brevemente. -¿Te escapaste?

– Exacto. Fui a ver a mi padre y le pedí que reflexionara y, como el viejo Gardiner siempre ha tenido un corazón blando, conseguí convencerlo. Los años siguientes fueron los más felices de mi vida. Acompañé a mi padre en sus viajes por el mundo y me enseñó muchísimas cosas que no habría podido estudiar mejor en diez años de universidad.

– Está claro -afirmó Du Gard, que parecía encontrarse un poco mejor: el carruaje había cruzado la puerta de De Rohan y recorría la calle mayor de la localidad de Zebbug, que mostraba muchas menos irregularidades que la escabrosa carretera y a cuyos lados se alzaban las preciosas casas de los tejedores de velas-. O sea, que la historia se repite: entonces también seguiste a tu padre en contra de su voluntad.

– En efecto -asintió Sarah pensativa-. Tanto da lo que haya hecho o lo que me haya ocultado; es mi padre, Maurice. No puedo abandonar y regresar a Inglaterra. Tengo que buscarlo, y no me lo impedirán ni el asesino encapuchado ni las granadas británicas.

– Tranquila. -Du Gard levantó las manos conciliador-. No pretendo disuadirte. Más bien me pregunto qué ocurrirá si el capitán Hulot no recibe noticias nuestras.

– Entonces retomaré el plan original y procuraré llegar a Alejandría por tierra -replicó Sarah sin demora.

– Minee alors. Realmente, eres la jovencita más testaruda con que jamás me he topado.

– Perseverante.

– D'accord. De todos modos, me pregunto por qué hemos tenido que hacer esta desagradable excursión. ¿No podríamos habernos quedado en Valletta esperando la respuesta?

Las objeciones de Du Gard no eran porque sí: el coche había salido de Zebbug y volvía a traquetear por la carretera que, igual que antes, parecía hecha de grietas y baches. El color de la cara del francés ya había vuelto a adquirir unos toques verdosos.

– No. -Sarah meneó la cabeza.

– Et pourquoi pas?

– Porque no pienso perder el tiempo cuando se trata de desvelar un misterio.

– ¿Un misterio? ¿De qué hablas?

– Hablo de la cueva donde nos tuvieron encerrados. Quiero encontrarla.

– ¿La cueva? ¿Aquel lugar terrible donde casi perdemos la vida? -Du Gard meneó la cabeza sin comprender-. ¿Qué vas a hacer allí? ¿No estás contenta de haber huido?

– Naturalmente, tanto como tú -aseguró Sarah-. Pero es probable que el esbirro encapuchado dejara huellas que permitan sacar conclusiones sobre su identidad.

– ¿En la cueva? Pero si no había más que huesos y arena…

– ¿Recuerdas la puerta que estaba cerrada?

– Bien sur… ¿Y?

– Recuerdo haber visto las ruinas de un castillo en lo alto del arrecife. Supongo que la puerta conduce a un pasadizo que antiguamente unía la fortaleza y la cueva. Y también supongo que la cámara donde me retuvieron se encuentra en el interior de las ruinas.

– Muy bien, pero ¿cómo vas a encontrar las ruinas? No tenemos el más mínimo punto de referencia, ¿o sí?

– Bueno. -Sarah metió la mano en la bolsa que había comprado en Valleta, junto con un vestido nuevo; era una bolsa de lona de color caqui, realmente destinada a llevar munición, y sacó de ella un mapa que desplegó de cara a Du Gard.

– De hecho hay algunos indicios…

– ¿De dónde has sacado el mapa? -preguntó Du Gard atónito.

– Es un préstamo del capitán Fisher -dijo Sarah con una sonrisa de candorosa inocencia.

– Un préstamo? ¿Lo sabe él?

– Aún no, pero estoy segura de que me lo habría dado sin vacilar si se lo hubiera pedido.

– Seguro. -Du Gard entornó los ojos.

– En cualquier caso -prosiguió Sarah-, aquella noche observé el cielo y busqué la estrella Polar. Y ¿a que no sabes qué averigüé?

– Non, pero tú me lo dirás enseguida.

– Con mucho gusto. -Sarah esbozó una sonrisa de complicidad-. Cuando subimos al bote, la estrella Polar estaba delante de nosotros y el arrecife quedaba a nuestra espalda.

– D'accord.

– Muy bien -prosiguió Sarah-, pero eso significaría que nos encontrábamos en la cara norte de Malta y, según los datos que nos facilitó Fisher, el Inflexible nos recogió en el sur de la isla. Entonces, pregunto, ¿cómo pudimos pasar de un lado a otro de la isla en tan pocas horas?

– A lo mejor nos arrastró la corriente…

– ¿Alrededor de toda la isla? -Sarah se echó a reír secamente-. Es muy poco probable. Por lo tanto, solo queda una posibilidad.

– ¿Cuál?

– Que no estábamos en la isla, sino en un islote situado delante: eso también confirmaría las palabras del encapuchado, quien dijo que se trataba de un escondite secreto de los caballeros de la Orden de Malta.

– Suena razonable. -Du Gard frunció los labios-. ¿Sospechas algo en concreto?

– Sí. -Sarah giró un poco el mapa para poder examinarlo ella también-. En este punto -dijo, y señaló una zona situada a cuatro millas de la costa sudoeste de Malta- nos rescató el Inflexible. A una distancia relativamente corta está Fifia, un pequeño islote situado a tres millas de la costa.

– ¿Y tú crees que estuvimos allí? ¿Qué nos tuvieron allí encerrados?

– Es posible -confirmó Sarah-, y me gustaría comprobar esa sospecha antes de… ¿Qué te pasa? -preguntó al ver reflejado el espanto en el semblante de Du Gard.

– Para llegar al islote necesitaremos una barca, n'est-cepas?

– Claro, pero eso no será problema. Seguro que encontraremos una en algún pueblo de pescadores de la costa.

– De eso se trata -dijo Du Gard malhumorado-. Me temo que ese miserable bote se balanceará muchísimo más que este carruaje…

Una vez más, las predicciones de Du Gard demostraron ser ciertas; con el rostro verdoso y un aspecto lamentable, se acuclillaba en la proa elevada de un luzzu, una barca tradicional de los pescadores de Malta, cuyo casco pintado de azul y amarillo surcaba las olas hacia la isla que se perfilaba en el horizonte.

– ¿Qué quieren a Fifia? -preguntó en mal inglés el pescador, un hombre curtido por el sol y tosco, que llevaba pantalones de hilo recios y una camisa desgastada con rayas horizontales-. En isla solo piedras, nada más.

– Ya lo sé -se limitó a contestar Sarah, que se sentaba casi en cuclillas en la bancada, entre veletas de corcho y redes atadas en fardos que olían a sal y a pescado-. Pero nos gustaría ir.

El pescador replicó algo incomprensible en su propia lengua, que sonaba a una mezcla de italiano y árabe. Con movimientos diestros maniobró la vela y viró de bordo, con lo que el luzzu ganó velocidad y de la garganta descompuesta de Du Gard salió un terrible lamento. Sarah se sorprendió con una fugaz sonrisa maliciosa en los labios. Si bien había dejado de abrigar reservas frente a Du Gard, no podía disimular la satisfacción que le producía que el francés, que siempre parecía saberlo todo mejor que nadie, estuviera por fin callado una vez.

Al menos, casi…

Acompañada por los tremendos ruidos con que Du Gard alimentaba a los peces con el pan que había comido para desayunar, la barca se acercó al pequeño islote, que tenía un aspecto bastante más impresionante contemplado desde cerca que desde la otra costa.

Al menos en ese sentido tenía razón el pescador: Fifia parecía no ser mucho más que un enorme bloque de piedra, lanzado al mar por un capricho de la naturaleza, una planicie de roca de unos setenta metros de altura que se alzaba en el agua como un muro y cuyas paredes escarpadas se elevaban casi en vertical. No parecía haber playa ni bahía, ni un solo punto de acceso; la piedra caliza, que brillaba reluciente a la luz deslumbrante del sol de mediodía, surgía del mar azul, cuyas olas rompían en ella levantando espuma.

– ¿Qué dicho? – gritó el pescador a Sarah-. Solo piedra, nada más.

– De todos modos, me gustaría dar la vuelta a la isla -replicó Sarah-. ¿Puede ser?

– Si lady quiere. Pero Fifia solo piedra. Piedra y mierda de gaviota. -El pescador se rió de su propio chiste, pero hizo lo que Sarah le había indicado. Maniobró el timón de popa del luzzu para modificar el rumbo y se dispuso a bordear la isla.

Sarah contemplaba hechizada las paredes escarpadas, que ofrecían una visión imponente; bandadas de pájaros que parecían haber anidado en la isla volaban en círculo sobre el arrecife a una altura de vértigo, no solo las gaviotas de las que había hablado el pescador, sino también golondrinas y pardelas. Sarah vio cómo descendían en picado y, al momento, remontaban el vuelo casi en vertical hacia las alturas, escuchó chillidos que resonaban en las paredes de piedra… y, al momento, descubrió algo que le provocó escalofríos.

– Maurice -avisó a Du Gard, quien le lanzó una mirada interrogativa desde unos ojos con profundas ojeras.

En vez de contestar, Sarah señaló a lo alto del arrecife. Du Gard siguió el dedo y, a pesar de su lamentable estado, enseguida entendió a qué se refería.

– Mon Dieu -exclamó-, ¡tenías razón!

La barca de pesca, que navegaba tan solo a unos cien metros de la isla, había alcanzado el extremo oeste y, sobre las escarpadas rocas del arrecife, apareció a la vista algo que Sarah reconoció muy bien: ¡las ruinas de una torre medieval!

La base de las ruinas no podía verse desde abajo, únicamente la torre derruida que destacaba en la isla como un monumento. Solo se mantenía en pie la mitad de la edificación, construida con muros de piedra sin labrar y antiguamente coronada por almenas; el resto había sido destruido o bien por el fuego de cañones enemigos o bien por la violencia del viento y el clima. Pero Sarah estaba segura de que aquel era el lugar donde apenas dos días antes habían escapado por poco de la muerte…

Cuando el pescador vio qué era lo que despertaba el interés de sus pasajeros, escupió, murmuró algo en su lengua y se santiguó.

– ¿Qué ha dicho? -quiso saber Sarah.

– Isla maldita -respondió solamente el pescador.

– ¿Maldita? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Qué quiere decir?

– Ese sitio, peligro. Ruinas del castillo de la Orden de Malta. Maldito cuando los franceses vinieron.

– Comprendo -asintió Sarah.

– Moi, je ne comprends pas -objetó Du Gard-. ¿De qué habla este hombre?

– ¿Recuerdas lo que te explique de Malta? ¿Que la isla perteneció durante siglos a la Orden de los Caballeros de San Juan?

– Claro. ¿Por qué?

– Bueno, al parecer, los Caballeros de San Juan conservaron un castillo en este islote y entre la población corre el rumor de que los caballeros maldijeron los muros cuando Napoleón los obligó a irse de Malta.

– Lugar de muerte -añadió el pescador sombrío-. La gente va, no vuelve.

– ¿Qué gente?

– Pescadores de Kalafrana. Muy jóvenes, niños.

– ¿Estuvieron en la isla?

– Sí. -El pescador señaló la roca caliza abrupta-. Muchachos prueban valor, trepan rocas, nunca volver. Los espíritus de caballeros matar.

– ¿Cuándo ocurrió? -quiso saber Sarah.

– Dos meses, tres. -El pescador hizo un gesto indeterminado con la mano-. Tiempo no importa.

– Comprendo -asintió Sarah con una sonrisa irónica.

Evidentemente, ella no creía ni en maleficios ni en espíritus que atacaran a muchachos indefensos; más bien sospechaba que el gigante encapuchado, del que casi habían sido víctimas Du Gard y ella, había hecho de las suyas en la isla durante una temporada. Quizá, se dijo Sarah, aún sigue ahí…

– Acérquese -indicó Sarah con determinación al pescador.

– ¿Qué?

– Quiero que acerque la barca a la isla -repitió Sarah.

– ¿Qué propone?

– Vamos a bajar a tierra -anunció Sarah resuelta, mientras cogía su bolsa de lona y la abría.

– ¿A tierra? Pero solo paredes de piedra…

– Confíe en mí, hay un acceso -aseguró Sarah.

– ¿Y la maldición?

– No me cogerá por sorpresa -aseguró Sarah, y empuñó un revólver que había sacado de la bolsa.

– ¡Sarah! -exclamó Du Gard atónito-. ¿Qué es eso?

– Un revólver, marca Enfield -explicó Sarah someramente mientras abría el tambor y comprobaba con mirada experta que estaba cargado-. El modelo de la marina, para ser exactos.

– ¿El modelo de la marina? ¿Quieres decir que, además del mapa, también has tomado prestado algo más de la Marina Real?

– No se lo digas a nadie -pidió Sarah con una sonrisa burlona, y volvió a cerrar el tambor.

– No bueno -se quejó el pescador, preocupado-. Eso no bueno…

El arma pareció convencerlo por completo de que tenía que someterse a las órdenes de los pasajeros. Obediente, puso la barca rumbo al arrecife, a cuyos pies el agua había erosionado la roca en muchos puntos formando cavidades que Sarah examinaba con detenimiento.

– ¡Allí! – exclamó de repente-. Es allí, ¡estoy segura!

– Vraiment! Tienes razón, Sarah…

Señalaron al pescador que pusiera rumbo al lugar indicado: una oquedad de unos cuatro metros de anchura abierta en la roca. Lo que se ocultaba en su interior estaba en sombras y aún no se distinguía. Pero, cuando el luzzu se acercó, se vio que se trataba de una bahía diminuta. El mar había arrastrado arena hacía allí y había formado una playa empinada, en la que la barca varó entre crujidos.

– Nada bueno -insistió el pescador cuando Sarah y Du Gard saltaron a tierra, este último increíblemente contento de poder pisar de nuevo tierra firme.

– Quédese aquí y aguarde -indicó Sarah al maltes.

– ¿Y… y si no volver?

– Entonces regrese y dé aviso a la guarnición británica -contestó Du Gard antes de que Sarah pudiera hacerlo-. Solicite hablar con un tal capitán Fisher. Nos conoce y sabrá cómo actuar.

– ¿Lo hará? -Sarah lanzó una mirada cargada de duda a Du Gard.

– Chérie, olvidas que formas parte de la nobleza. Puede que la Marina Real no se haya mostrado muy dispuesta a colaborar, pero no permitirá que una joven lady desaparezca sin dejar rastro. -Se inclinó en la parte más baja del luzzu y cogió la hachuela oxidada que se encontraba allí-. Esto lo tomo prestado -añadió-, y tengo mucho interés en devolvérselo personalmente.

– Mucho suerte -contestó el pescador, en cuyo semblante preocupado podía verse que temía por la vida de los pasajeros-. Sahha.

– Hasta luego -acordó Sarah, dio media vuelta y subió con Du Gard por la pequeña playa que se adentraba en la grieta abierta en la roca, cercada por peñascos.

En el extremo superior dieron con el agujero abierto en el suelo y observaron el oscuro pozo que casi fue su perdición. Cuando Sarah oyó el borboteo sordo procedente del abismo y vio los huesos blancos roídos esparcidos alrededor de la balsa de agua salada, se estremeció de terror.

– Por poco -dijo en voz baja.

– Oui -convino Du Gard.

– Pero por muy poco -gruñó Sarah, que se armó de valor, rodeó la boca del pozo y se acercó a la puerta de hierro que estaba empotrada en la pared de roca.

Du Gard la siguió con la hachuela en la mano. Puesto que la puerta remachada no tenía cerradura ni cerrojo en la parte exterior, el francés golpeó las bisagras incrustadas en la roca. No tardó mucho en conseguir que la piedra caliza y el hierro corroído por el agua salada cedieran. La puerta se soltó de los goznes con un quejido metálico y, uniendo sus fuerzas, Sarah y Du Gard lograron entreabrirla lo suficiente para poder deslizarse adentro.

– ¿Estás segura de que hay que hacerlo? -preguntó Du Gard señalando el pasadizo oscuro y amenazador.

– Absolutamente -aseguró Sarah, y levantó el revólver Enfield.

– Eh bien…

Sarah fue la primera en cruzar la puerta entornada y adentrarse en la galería, que sin duda había sido excavada en la roca por el hombre. En las paredes había soportes de hierro, pero no sostenían ninguna antorcha, de manera que la luz mortecina que penetraba en el pasadizo desde el exterior se eclipsaba a los pocos metros, donde era oscuro como boca de lobo. Sarah empuñaba el revólver en la mano derecha y con la izquierda palpaba el túnel, penetrando en una negrura insondable.

– ¿Qué ocurre? – preguntó Du Gard, quien la seguía muy de cerca con la hachuela aún en las manos-. ¿Puedes ver algo?

– No, yo… -balbuceó.

– ¿Qué ocurre?

– He chocado contra algo. Un escalón…

Con mucha cautela, Sarah puso un pie sobre lo que resultó ser el final de una escalera y siguió avanzando a tientas. Los escalones eran estrechos y de diferente altura, con lo cual Sarah y Du Gard tenían que ir con cuidado para no caerse. Por si eso fuera poco, el pasadizo medía menos de un metro y medio de altura, lo cual significaba que solo podían avanzar agachados.

– No sé quién excavó esta galería, pero debía de ser un enano -se mofó Du Gard.

– En efecto -le dio la razón Sarah-. En la Edad Media, la gente era más baja que ahora.

– ¿En serio?

– Por supuesto.

Du Gard soltó una risita.

– ¿Qué te parece tan gracioso? -preguntó Sarah.

– Alors, si hace cuatrocientos años la gente era más baja que ahora, puede que en la Antigüedad aún fueran más bajos, n'est-ce pas?

– Es posible, ¿por qué?

– Bueno, según esas premisas, Alejandro Magno no podía ser muy magno. Sarah suspiró.

– Eres un ignorante, Maurice.

– Merci beaucoup.

– Un momento -musitó Sarah de repente.

– ¿Qué pasa?

– Creo que hay luz. Puedo verme los pies.

– Moi aussi -confirmó Du Gard.

– Silencio -le ordenó Sarah-. No sabemos qué hay ahí arriba…

Du Gard tampoco tenía ningún interés en caer en otra emboscada. Tan silenciosamente como pudo, se deslizó detrás de Sarah y la oscuridad fue disminuyendo realmente a cada escalón que subían. Por fin acabó la galería, que desembocaba en una cámara excavada en la roca de la que partían otros dos pasadizos. La pálida luz que alumbraba el recinto provenía de la galería de la izquierda, que parecía remontar hacia la superficie; el otro pasadizo conducía de nuevo a una oscuridad insondable…

– La bóveda donde desperté por primera vez no tenía ventanas, por lo que deduzco que se encuentra bajo tierra -reflexionó Sarah en un susurro-. Cogeremos la galería de la derecha.

– Sospechaba que dirías eso… -replicó Du Gard.

Intrépida y con el revólver cargado en las manos, Sarah se adentró en el túnel de piedra. Varias veces se detuvo y aguzó el oído atentamente, pero no se oía ningún ruido aparte del oleaje, que también había percibido como un rumor lejano durante su cautiverio. En un soporte fijado en la pared había una antorcha medio consumida; Sarah se aprestó a cogerla y se la pasó a Du Gard, quien la prendió con una cerilla. Prosiguieron la exploración acompañados de una luz trémula.

– Qu'est-ce que tu penses? -preguntó Du Gard en voz baja-. ¿Crees que los Caballeros de la Orden fueron dueños de esa bóveda?

– Lo supongo. -Sarah asintió con la cabeza-. Si el encapuchado me dijo la verdad y mis conjeturas son correctas, este lugar sirvió antiguamente para descifrar el secreto del codicubus. Puede que incluso lo guardaran aquí; en la Edad Media, un lugar como este se consideraría inexpugnable.

– Hasta que llegó Napoleón.

– Cierto -confirmó Sarah-. Además, el encapuchado explicó que el codicubus también estuvo en manos de los Caballeros de la Orden… Supongo que uno de los últimos grandes maestres lo legó a sus descendientes.

– ¿A sus descendientes? Pensaba que un Caballero de la Orden, por sus votos, tenía prohibido casarse y tener descendencia…

– Eso es cierto, pero ¿quién es perfecto? -En el rostro de Sarah se dibujó un amago de sonrisa-. Evidentemente, la existencia de un heredero ilegítimo nunca se habría sabido, y ¿quién sería más adecuado para guardar un artefacto protegido celosamente que alguien que oficialmente no existe?

– Tienes razón -reconoció Du Gard perplejo.

– Francine Recassin dijo que el codicubus pertenecía a su familia desde hacía generaciones; es posible que uno de sus antepasados fuera un hijo ilegítimo. Hasta ahora es solo una teoría, claro, pero supongo que… -Sarah enmudeció un instante. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado-. Mira -susurró.

Unas puertas de reja oxidadas bordeaban el pasadizo; detrás había pequeños huecos oscuros. Ninguno era lo bastante alto para poder estar de pie dentro, ni siquiera para las medidas de la Edad Media. Las paredes de roca abruptas estaban cubiertas de moho y de las paredes colgaban cadenas oxidadas.

– Mazmorras -constató Sarah con repugnancia-. Es evidente que la isla no solo servía para esconder el codicubus.

– Oui -contestó Du Gard angustiado.

El semblante del francés se había transformado en una máscara rígida, igual que en el hospital de Saint James, cuando fueron a visitar a Francine Recassin. Sarah creyó intuir por qué Du Gard solía mostrarse tan despreocupado y no paraba de hacer bromas infantiles: se armaba contra el aura de sufrimiento y de miseria que rodeaba aquel lugar y que aún parecía impregnarlo incluso siglos después…

La galería desembocaba en una bóveda mitad natural, mitad artificial. Unas estalactitas blancas colgaban del techo alto, pero las paredes provistas de antorchas eran obra del hombre. Sin embargo, mucho más que el estilo de la cámara, lo que llamó la atención a los dos intrusos fue el equipamiento, puesto que lo que Sarah y Du Gard vieron les provocó un escalofrío que les llegó al alma.

Instrumentos de tortura.

Un potro y un estante con tenazas y hierros de marcar, también una chimenea para ponerlos al rojo vivo. De las paredes ennegrecidas por el hollín colgaban más mecanismos, cuyo único objeto era infligir dolor a criaturas indefensas: desgarradores de senos, collares de púas, quebrantarrodillas; todo un arsenal del horror. Colgadas del techo, sostenidas por gruesas cadenas, se bamboleaban unas jaulas de hierro oxidado de la altura de un hombre. Y en una de esas jaulas se acurrucaba -Sarah y Du Gard no daban crédito a sus ojos- una figura humana.

O, mejor dicho, lo que aún quedaba de ella…

Mirase donde mirase, Sarah solo veía una capa de piel fina y apergaminada, tensada sobre los huesos. Las ropas del pobre diablo estaban hechas jirones y el poco cabello que le quedaba le llegaba hasta los hombros. La cara, que observaba fijamente a Sarah y a Du Gard a través de los barrotes, parecía petrificada; unos ojos vidriosos miraban desde un rostro que quizá había sido terso y juvenil, pero que ahora estaba lívido y consumido, marcado por la muerte cercana.

Sin embargo, lo más horripilante fue la voz que sonó cuando el prisionero abrió la boca, puesto que la vida parecía haberla abandonado.

– Jekk joghgbok -susurró en un tono casi inaudible-, ayut

– Qué horror -murmuró Du Gard mientras Sarah aún estaba como petrificada y no decía palabra.

– Ayut -repitió el joven anciano, y Sarah y Du Gard intervinieron.

No entendían la lengua maltesa, pero sabían qué tenían que hacer, juntos accionaron el cabrestante que mantenía la jaula sujeta al techo y, entre un desagradable rechinar y chirriar de cadenas, bajaron la carga macabra hasta ponerla en el suelo de la cueva.

Du Gard se acercó sin perder un instante. Un solo golpe de hacha bastó para hacer saltar la cerradura oxidada. La puerta de la jaula cedió con un chasquido, el prisionero cayó fuera y se desplomó sin fuerza en sus brazos.

– Grazzi -murmuraba-, grazzi

– Mon Dieu -masculló Du Gard mientras recostaba en el suelo con sumo cuidado al cautivo, que estaba en los huesos-. ¿Qué te han hecho?

– Por su estado, no le han dado nada de comer en semanas -constató Sarah que, a pesar del horror, se esforzaba por mantener la frialdad.

– Oui -convino Du Gard y observó los dedos ensangrentados y desollados del prisionero-. Ha arañado la humedad de la pared para no morir de sed.

Sarah sacó la cantimplora de la bolsa, desenroscó el tapón y dio de beber al hombre.

– Toma -le dijo suavemente-. Bebe despacio, ¿me oyes? Muy despacio…

El prisionero, cuya verdadera edad no debía de superar los quince o dieciséis años, asintió agradecido. Como tenía los labios resecos y la lengua hinchada, la mayor parte del agua que Sarah intentó darle se le derramó por las mejillas y el cuello. Aun así, su estado mejoró un poco.

– Debe de ser uno de los muchachos de Kalafrana que desaparecieron sin dejar rastro -reflexionó Sarah.

– Pero… el pescador habló de cinco desaparecidos -objetó Du Gard-. ¿Dónde están los otros cuatro?

– Muertos -contestó el prisionero en mal inglés-. Amigos, todos muertos.

– ¿Quién? -quiso saber Sarah-. ¿Quién ha sido?

– Espíritu -susurró el muchacho, y señaló el pasadizo oscuro que partía de la sala de torturas -. Espíritu de caballero. Su ojo ve todo. Esperaba a nosotros, todos matados…

Se estremeció de horror entre dolorosas convulsiones. Además, parecía tiritar de frío. Du Gard se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

– Pobre diablo -dijo-. Ha perdido la razón.

– No necesariamente -replicó Sarah angustiada, y miró en la dirección que el muchacho había señalado-. Creo que sé de qué está hablando…

– Quoi? -preguntó Du Gard, pero no obtuvo respuesta.

Sarah se levantó y prendió una de las antorchas, con la que se adentró en la galería. El pasadizo debía de describir una curva cerrada, porque la luz amarillenta de la llama dejó de verse en un momento.

– Merde! -masculló Du Gard.

Puesto que, en su lamentable estado, el prisionero no podría caminar, lo cogió en brazos sin perder más tiempo y se lo llevó para no dejar solos ni a Sarah ni a él. Cargado también con la hachuela y la antorcha, Du Gard se imaginó como una bestia de carga, lo cual lo llevó a lanzar una sarta de maldiciones de lo más vulgar. Pero se calló al ver que la galería acababa de golpe y conducía a una bóveda ovalada, que antiguamente bien podría haber sido una especie de sala de juntas.

Las paredes lisas estaban flanqueadas por asientos de piedra y en el centro se alzaba una estela cilíndrica. Du Gard distinguió grabado en ella el enigmático símbolo que también se encontraba en el codicubus.

– El ojo -exclamó el prisionero al ver el símbolo-. ¡Ojo todo ve! Fuera, rápido, fuera…

Con las últimas fuerzas que le quedaban, el muchacho intentó zafarse de Du Gard, por lo que este lo soltó y lo recostó en uno de los asientos de piedra. Luego se dirigió hacia Sarah, que estaba en el centro de la cámara, mirando consternada la estela. Fue entonces cuando Du Gard se dio cuenta de que en la cara superior había una cavidad llena hasta la mitad de cenizas.

– Fue aquí-murmuró Sarah afectada, y Du Gard vio que tenía los ojos húmedos; ¿sería por el humo que desprendían las antorchas?-. Aquí fue donde desperté. Aquí fue donde el encapuchado me desveló el secreto del codicubus y aquí comprendí qué busca realmente mi padre.

– ¿Qué es eso? -preguntó Du Gard señalando las cenizas de la oquedad.

– Los restos de los pinakes, el catálogo de la Biblioteca de Alejandría -respondió Sarah en voz baja-. La labor de destrucción ya ha empezado. No podemos permitir que continúe.

– Pero Sarah -objetó du Gard-. ¿Qué vas a hacer? Esa gente, sea quien sea, no se arredra ante ningún crimen.

– Eso está claro -confirmó Sarah con voz trémula, y no puntualizó si se refería al asesinato de Pierre Recassin, al prisionero medio muerto o a la quema de los pinakes-. Nos enfrentamos a la más pura violencia, a la voluntad bárbara de destrucción. Tenías razón al decir que todo esto tiene más alcance del que sospechábamos, Maurice. No está en juego únicamente la vida de mi padre, sino todo por lo que los arqueólogos han trabajado siempre.

– Oui -concedió Du Gard, que había removido en las cenizas-, quizá tienes ra…

Súbitamente enmudeció y su semblante adoptó una expresión rígida extraña, que Sarah no le había visto nunca. Además, su mirada parecía vagar en la lejanía, como si no estuviera rodeado de muros impenetrables.

– Maurice, ¿qué te pasa? -preguntó Sarah espantada-. ¿Qué ocurre?

No obtuvo respuesta, pero vio que las pupilas de Du Gard se movían de un lado a otro como si observaran algo que sucedía muy deprisa ante sus ojos.

– Non -murmuró varias veces-, ce n'estpas possible -musitaba, pero no parecía hablar con Sarah ni percibir el entorno.

Luego, tan repentinamente como había entrado en aquel inusitado trance, salió de él. La expresión de su rostro cambió de nuevo y la mirada de sus ojos volvió a concentrarse en el presente.

– Maurice, ¿estás bien? -En el semblante de Sarah se reflejaba una seria preocupación.

– Qu'est-ce qui s'estpassé? -preguntó Du Gard, mirando sorprendido a su alrededor.

– Dintelo tú -reclamó Sarah-. De repente parecías otro…

– Ha vuelto a suceder, Sarah -comentó Du Gard misteriosamente.

– ¿A qué te refieres?

– He tenido una visión. Como aquel día en el teatro…

– ¿Y? -Sarah casi no se atrevía a preguntar-. ¿Has… has visto a mi padre?

– Non -dijo el francés, y meneó la cabeza.

– ¿Entonces…? ¿Qué has visto?

– No quieras saberlo -afirmó convencido Du Gard, aún conmocionado por las impresiones que tan repentinamente le habían sobrevenido.

– ¿Cómo que no? Pues claro que quiero saberlo, para eso estamos aquí, ¿no? Queremos respuestas.

– Non! -Du Gard sacudió la cabeza-. El pescador tenía razón: venir aquí ha sido un error.

– ¿Por qué?

– Este lugar está maldito -replicó Du Gard, y se dispuso a dar media vuelta para irse-. Nos vamos de la isla ahora mismo.

– No. -Sarah lo agarró del brazo-. Yo no creo en maldiciones.

– Chérie, eso es cosa tuya -replicó en tono tranquilo, pero con tanta determinación que Sarah lo soltó de inmediato-. Las pistas llevan a Egipto, no necesitas saber nada más.

– ¿Nada más? -insistió-. ¿Sobre qué?

– Sobre el final, Sarah Kincaid -respondió Du Gard suspirando-. Sobre el final.

Dicho lo cual se agachó, se cargó de nuevo al prisionero semiinconsciente sobre los hombros y se apresuró a sacarlo de allí.

Sarah se quedó atrás sin saber qué hacer. Posó la mirada en el enigmático símbolo que estaba grabado en la estela. ¿Tenía razón el prisionero? ¿Representaba realmente un ojo? Cuanto más lo miraba, más tenía la sensación de que le devolvía la mirada. Se le erizaron los pelos de la nuca y, por un momento, tuvo la sensación de conocer aquel símbolo, igual que aquel lugar y todos sus horrores exhalaban cierto aire de vieja familiaridad.

Sin embargo, al cabo de un instante esa impresión se había disipado. Sarah recordó las palabras de advertencia de Du Gard y de repente la invadió la necesidad imperiosa de salir de aquel escenario lúgubre tan deprisa como fuera posible. Ahora ya sabía con toda seguridad que no había soñado, que la entrevista con el encapuchado no era producto de su imaginación.

Había sido real, tanto como el codicubus y la persecución del secreto que este había ocultado durante siglos.

Se había entablado una guerra secreta que discurría con extrema brutalidad, en la que se hacían prisioneros y que ya se había cobrado vidas.

Una guerra en la que estaba en juego todo lo que implicaba la arqueología.

Conocimientos.

Y verdad…

Diario de viaje de Sarah Kincaid

Anotación posterior

Al muchacho enflaquecido hasta los huesos que rescatamos del encierro en Fifia lo dejamos al cuidado del pescador, quien prometió ocuparse de él y llevarlo de vuelta a su pueblo, Kalafrana. Nunca olvidaré la mirada que el muchacho nos prodigó en el camino de regreso a la isla, y sigo preguntándome qué veía en Du Gard y en mí. Nos invitó a acompañarlo a Kalafrana, donde nos recibirían con todos los honores y nos mostrarían gratitud. Pero no aceptamos, argumentando que teníamos que regresar a Valletta, donde esperábamos un mensaje urgente.

No mentíamos, pero ni Maurice ni yo sospechábamos que el mensaje ya había llegado. A nuestro regreso a Valletta, nos esperaba un empleado de la oficina de telégrafos local para entregarnos una comunicación. El remitente era un tal Conseil, pero enseguida reconocimos en él a nuestro amigo común Jules Verne.

El mensaje de monsieur Verne era tan conciso como grato. Con suma brevedad nos comunicaba que el submarino ya se había hecho a la mar y que el capitán Hulot pensaba recibirnos a bordo en Fomm ir-Rih, una bahía apartada en la costa oeste de Malta. Aquello era mucho más de lo que podíamos esperar y, a pesar de los recientes descubrimientos y de las alarmantes novedades que habíamos conocido, respiré aliviada.

Desde entonces cuento las horas.

Nos han denegado una solicitud al gobernador británico para que nos permitiera visitar el antiguo palacio de los grandes maestres y de ese modo poder buscar indicios sobre el codicubus y su variopinta historia. Así pues, no me queda más remedio que pasar el tiempo que falta hasta la partida recorriendo las calles empinadas de Valletta, y Maurice es mi fiel acompañante, aunque no demasiado hablador. No dejo de mencionarle su conducta en la isla, pero él me esquiva. Puesto que sigue negándose a decirme qué ocurría en su última visión, solo puedo formular conjeturas, igual que para todas las preguntas todavía sin resolver.

¿Quién, especulo constantemente, es el misterioso enemigo al que nos enfrentamos y que anhela destruir los conocimientos del pasado? El encapuchado habló de raíces que se remontan a un pasado muy lejano, ¿era verdad? ¿Está realmente, como afirmó, al servicio de una organización superior? ¿O en realidad es un renegado, un solitario que probablemente ha sido arrastrado por la locura?

Todavía tengo presente el momento atroz en que distinguí el semblante del encapuchado desconocido. Aun así, sé que mis sentidos martirizados deben de haberme jugado una mala pasada, porque lo que vi no puede ser real. ¿Qué diantre, me pregunto constantemente, tiene que ver mi padre con ese individuo? ¿Está realmente a su servicio? ¿Es ese el motivo por el cual me lo ha ocultado todo?

Más que nunca ardo en deseos de llegar a Alejandría y encontrarme con mi padre. Ya no se trata solamente de salvarle la vida, sino de todo lo que me ha enseñado y de lo que me importa.

Su alma…

Bahía de Fomm ir-Rih,

noche del 4 de julio de 1882

Arrecifes altos y escabrosos, con un solo sendero angosto y tortuoso que llevaba al agua, bordeaban Fomm ir-Rih en un semicírculo amplio. Desde tierra no se divisaba la bahía. Hacia el mar, la oscuridad protegía a las dos figuras solitarias que estaban de pie en el saliente de una roca, por encima del oleaje espumoso y observando la superficie oscura del agua.

Sarah había ansiado oír el gorgoteo y el burbujeo cuando el astro rey había llegado al oeste del horizonte y, al menos había dado esa impresión, se había sumergido en las olas rutilantes. Pero el choque de elementos no se produjo y el sol, en vez de enfundarse en nubes de calima tórrida, se conformó con desaparecer silenciosamente, no sin antes incendiar el cielo. Un vivo resplandor postrero cubrió el hemisferio, desde el fulgurar rojizo anaranjado en el horizonte hasta los suaves tonos morados que se perdieron en la negrura de la noche que se cernía.

– ¿Estás segura de que esta es la bahía de la que hablaba Jules en el telegrama? – preguntó Du Gard un poco receloso-. Aquí no se ve un alma por ninguna parte.

– Y esa podría ser la razón por la que el capitán Hulot se ha decidido por esta bahía como punto de encuentro -conjeturó Sarah-. Por lo que nos ha contado monsieur Verne, el capitán valora mucho la discreción y no desea hacer público su insólito invento. Por lo tanto, no es de extrañar que nos haya citado en un sitio como este.

Du Gard replicó algo incomprensible y los dos volvieron a mirar hacia el mar. El grandioso espectáculo de la naturaleza que se había celebrado en el cielo se iba apagando por momentos. La noche extendía sus alas oscuras sobre la bahía y se levantó una brisa fría. Du Gard se subió el cuello de la chaqueta y Sarah se ciñó el chal de seda. Aún llevaba el vestido de color caqui que había comprado en Valletta, un sombrero a juego y una sombrilla que en aquel momento resultaba inútil. A bordo del submarino encontrarían ropa más adecuada; Jules Verne les había comunicado que habían transportado su equipaje desde Orleans hasta Marsella y lo habían subido a bordo del submarino.

Siempre y cuando el capitán Hulot mantuviera su palabra…

El cochero que había llevado a Sarah y a Du Gard a aquella parte de la isla se sorprendió bastante cuando le indicaron que los trasladara a los arrecifes, donde no había ninguna población. Pero no hizo preguntas y, para que siguiera así, Sarah lo recompensó con una generosa propina. Si bien no sospechaba que el encapuchado aún los seguía -pensaba que después de lo que había ocurrido, los daría por muertos-, quería extremar las precauciones, sobre todo porque notaba una creciente inquietud y no conseguía desentrañar las causas.

– Regarde!-gritó de repente Du Gard-Regarde cela…!

Sobresaltada, Sarah miró en la dirección que señalaba el adivino. En el centro de la bahía se distinguía un punto donde la superficie oscura del mar se movía. El agua borboteaba como si arrancara a hervir y, un instante después, brotó un chorro que brilló con las últimas luces del día y que a Sarah le recordó una ballena. De hecho, en el agua se dibujaron de repente unas formas que semejaban un gran animal marino, desde la cabeza fornida y el lomo imponente hasta la amplia aleta de la cola. Desde el centro de la gigantesca figura parecían observar unos ojos luminosos y, un segundo después, el coloso salió a la superficie desde las profundidades.

Lo primero que apareció fue una torreta ovalada de acero, en la que había unos ojos de buey alumbrados desde dentro, los «ojos» que Sarah y Du Gard vieron estando debajo del agua. Al cabo de un instante se hizo visible el resto de la gigantesca figura, y Sarah y su acompañante quedaron impresionados.

– C'est incredible -murmuró Du Gard.

– ¡Por san Jorge…! -se le escapó a Sarah.

El asombroso invento de Hectoire Hulot debía de medir cincuenta o sesenta metros de eslora. El casco era de acero, pero no se veía oxidado en ningún punto; las planchas parecían unidas entre de un modo casi imperceptible y formaban un cuerpo enorme muy semejante al de un pez: la proa era cónica, con una gibosidad en la parte superior que, al menos eso supuso Sarah, servía para facilitar que el submarino se inclinara en la inmersión. La sección central del sumergible, que tenía forma de ballena y se estrechaba ligeramente hacia el final, sostenía la torreta en su vasto lomo; por lo demás, el casco parecía completamente liso y no poseía ni ojos de buey ni escotillas. A cierta distancia de la torreta, más o menos donde un pez tendría las aletas pectorales, se traslucían en el agua unos timones de profundidad.

Aunque el diseño global del submarino estaba inspirado hasta el último detalle en la anatomía de un pez, en la popa se encontraba una diferencia muy llamativa entre ambos: el submarino no disponía de una aleta caudal, sino de dos, que se cruzaban perpendicularmente y parecían albergar otro timón de profundidad y una hélice.

– Alors -gruñó Du Gard a media voz-. Me pregunto si ese maldito trasto se balanceará bajo el agua…

Sarah seguía sin habla. De niña, muchas veces se había preguntado qué se sentiría al estar ante una de las maravillas técnicas que se describían en las novelas de Jules Verne. Había llegado la hora y la sensación era indescriptible, oscilaba entre la euforia y un profundo respeto.

Hechizada, no podía apartar la vista del coloso de acero que se perfilaba en el cielo que oscurecía; el agua chorreaba en un murmullo por aquella forma oronda. Se oyó un sonido metálico y al instante se distinguieron las siluetas de varios hombres en lo alto de la torreta. Descendieron por la escalerilla fijada a la pared de la torreta hasta la estrecha cubierta del submarino con una caja alargada en las manos, la dejaron en el suelo y la abrieron. Al principio Sarah no pudo ver qué sacaban, pero luego accionaron un fuelle y al momento asomó en la cubierta de proa de la nave una especie de balsa que parecía compuesta por cámaras llenas de aire.

La tiraron al agua y tres hombres subieron a bordo y remaron hacia la orilla. El mar estaba tranquilo y apenas había oleaje, de manera que llegaron sin dificultad a las rocas. Desembarcaron y un marinero con barba, vestido con un gastado uniforme gris de trabajo, se acercó a Sarah.

– ¿Lady Kincaid? -preguntó escrutándola.

Sarah asintió.

– Es un placer conocerla. -El barbudo sonrió ampliamente, dejando al descubierto toda la dentadura-. El capitán Hulot les espera a bordo del barco.

– Entonces, usted no es Hulot -comentó Du Gard sin mucha agudeza.

– Pues no. -El uniformado se dirigió a él y le tendió una manaza pringada de aceite-. Me llamo Caleb. Soy el segundo de a bordo y tengo órdenes de trasladarlos al Astarte.

– ¿El Astarte? -dijo Sarah sorprendida, y así eximió a Du Gard de la obligación de ensuciarse las manos.

– Es el nombre de la nave -asintió el hombre-. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. -Sarah se encogió de hombros-. Bonito nombre.

– A nosotros también nos lo parece -aseguró el barbudo sonriendo, y señaló hacia la balsa con cierta torpeza-. Si me hacen el favor de subir… No muy lejos de aquí hemos avistado las luces de posición de un buque británico, y al capitán no le gusta la compañía.

– Algo nos habían contado -aseguró Sarah.

Descendió del saliente de roca con Du Gard y subió a la balsa, que realmente estaba hecha de sacos de lona embreados y llenos de aire, los cuales se mantenían unidos mediante una estructura de varillas y cuerdas. Ambos se sentaron en el estrambótico vehículo con cierto escepticismo; el segundo de a bordo y los otros dos marineros, también vestidos de gris, la sacaron de la orilla y se pusieron a remar.

El trayecto fue corto y sin más contratiempos para Du Gard gracias a que el mar estaba tranquilo y a los enérgicos golpes de remo con que Caleb y su gente hacían avanzar la balsa por las olas. Al cabo de pocos minutos alcanzaron el lomo acerado del submarino. Unas manos se extendieron hacia Sarah y su acompañante para ayudarlos a encaramarse a la cubierta, que efectivamente se alzaba en el agua como el lomo arqueado de una ballena.

Fue una sensación extraña poner los pies en el submarino. No había borda ni castillo de proa; estando en cubierta, se tenía la impresión de hallarse a merced de la fuerza del mar, lo cual no pareció gustar en absoluto a Du Gard. Solo la torreta, que se alzaba adusta en el centro del submarino, prometía un poco de seguridad. Allí condujo Caleb a los dos pasajeros y, tal como antes hicieran los marineros, Sarah y Du Gard usaron la escalerilla adosada para trepar a lo alto.

En la plataforma ovalada de la torreta, de unos tres metros de longitud y la mitad de anchura, y rodeada por una amurada que llegaba a la altura de las caderas, los esperaba un hombre al que de inmediato reconocieron como el capitán de la embarcación. Hectoire Hulot no tenía el aspecto que Sarah había imaginado: ni impresionaba por su estatura ni irradiaba el aura de misterio que ella había esperado al recordar la novela de Jules Verne. El hombre, más bien enjuto, llevaba una casaca de uniforme larga hasta las rodillas, lo cual lo hacía parecer más bajo; tenía el pelo negro y liso y lucía un mostacho bien recortado. Sus ojos rasgados reflejaron cierta alegría en su rostro al dirigir la mirada a los dos visitantes.

– Lady Kincaid y monsieur Du Gard, supongo -comentó sonriendo.

– Efectivamente -confirmó Sarah-. Y usted es el capitán Hulot, ¿verdad? Monsieur Verne nos ha hablado mucho de usted.

– Al bueno de Jules le encanta exagerar en lo que respecta a mi persona -replicó sereno el hombre de baja estatura-, quizá sea una característica de su oficio. En el fondo, solo soy un modesto inventor que intenta hacer todo lo posible dentro de sus límites.

– No sé… -opinó Du Gard, y paseó la mirada desde la cubierta de proa arqueada hasta la popa, donde la aleta caudal del Astarte sobresalía abrupta del agua-. Si he de serle franco, todo esto no me parece precisamente modesto.

– Ya se acostumbrarán -auguró Hulot sonriendo- y, cuando eso ocurra, estarán de acuerdo conmigo. -Como quien no quiere la cosa, metió la mano en el bolsillo de la casaca y sacó un reloj, que colgaba de una cadena dorada-. Ahora, apresúrense a ir bajo cubierta -apremió-. Con el precioso tiempo que ya hemos perdido, solo faltaría que poco antes de la puesta del sol nos avistara un buque de guerra británico que nos…

– ¡Alarma! – gritó en ese momento el marinero que hacía guardia en la torreta y vigilaba el mar con ojos de lince-. ¡Acorazado a la vista!

– Maldita sea -soltó el capitán; se inclinó sobre la amurada y miró en la dirección que indicaba su subordinado.

Realmente podía verse la amenazadora silueta negra de un buque de guerra asomando por detrás del arrecife y deslizándose lentamente hacia la bahía. Los mástiles sin jarcias destacaban en la altura como un esqueleto de huesos, mientras la sofocante chimenea en el centro escupía nubes oscuras de humo que parecían oscurecer aún más el cielo rojizo apagado.

El semblante apacible de Hectoire Hulot se transfiguró y mostró dureza y determinación. Su figura poco aparente se irguió y su voz adoptó otro tono al dar la orden de apagar la luz del puente, que se filtraba por la escotilla de la torreta, y preparar el submarino para la inmersión.

El ambiente relajado a bordo del submarino dio paso a una actividad frenética. Todos los hombres que servían en el Astarte parecían saber con exactitud qué tenían que hacer, todas las maniobras estaban más que ensayadas.

Con una destreza audaz, unos cuantos marineros saltaron delante de Sarah por la escotilla de la torreta y se precipitaron temerariamente hacia el interior oscuro del coloso acerado, mientras los que aún permanecían en cubierta preparaban el navío para zarpar.

– Entren, por favor -instó el capitán Hulot a sus pasajeros-. No creo que esos messieurs sean muy amistosos con nos…

El resto de la frase se lo tragó un potente trueno que sacudió toda la bahía. Una nube de fuego llameó en la cubierta de proa del barco británico y, un instante después, un silbido estridente cruzaba el aire.

– ¡A cubierto! -gritó Caleb, el segundo de a bordo, y antes de que Sarah y Du Gard pudieran reaccionar, unas mana-zas como mamotretos los agarraron y los empujaron debajo de la amurada de la torreta.

Un instante después, el sonido sibilante cesó. Se produjo un impacto con chapoteo, seguido de un bramido y un borboteo, y una lluvia incesante de agua salada cayó sobre la tripulación.

– Por poco -constató Caleb-. Impacto a popa, a solo cincuenta metros.

– Tres, cuatro intentos más y nos tienen -replicó Hulot furioso-. Hora de desaparecer…

Como para confirmar sus palabras, un nuevo cañonazo levantó su voz atronadora y, esta vez, el impacto cayó más cerca. Un torrente de agua irrumpió en la torreta y los dejó calados a todos hasta los huesos.

– Maldita sea -renegó Du Gard-, ¿y luego presumen de caballeros? ¿Dónde están los modales de tus compatriotas, Kincaid?

– Bueno -contestó Sarah airada, mientras saltaba hacia la entrada y bajaba por los travesaños de la escalerilla tan deprisa como le permitía su vestido empapado-, supongo que acaban de volverse las tornas…

– Estará usted contento, Du Gard -exclamó Hulot mientras se oía nuevamente el sordo retumbar de un cañonazo.

– ¿Por qué habría de estar contento? -Du Gard se precipitó detrás de Sarah y se dio un fuerte golpe en el codo derecho.

– Bueno, hoy es 4 de julio, ¿no? Por lo que sé, los americanos suelen celebrar el día de la Independencia de su nación con fuegos artificiales.

– ¿Americanos? ¿Yo soy americano? -Du Gard se alteró tanto que olvidó por completo que el codo le dolía-. Monsieur, ¡yo soy tan francés como usted! Puede que me haya criado en Estados Unidos, pero eso no cambia que…

Enmudeció al impactar el siguiente cañonazo, esta vez tan cerca que la nave sufrió una violenta sacudida. Sarah consiguió sujetarse en un puntal de acero, pero Du Gard tropezó, cayó sobre una rueda para regular válvulas y se golpeó la cabeza, con lo que se hundió en un desolado lamento.

– Tomo nota -se limitó a contestar Hulot, que había sido el último en abandonar la torreta y ahora cerraba la escotilla por dentro-. ¡Inmersión! -ordenó seguidamente con voz potente, y se oyó un gorgoteo cavernoso en el fondo del submarino, que ya se ponía en marcha lentamente.

Entonces, Sarah tuvo ocasión de mirar a su alrededor. El compartimiento donde se encontraban tenía el mismo trazado que la plataforma de la torreta; en el acero gris de todo el contorno se abrían unos ojos de buey redondos que permitían ver el exterior; en unas columnas de bronce reposaban diversos instrumentos, entre ellos un compás y un aparato que indicaba la profundidad de inmersión. La mitad delantera del puente de mando estaba ocupada por una gran rueda de timón que, a simple vista, no se diferenciaba en nada de las habituales en un barco: un timonel que, como todos los marineros del Astarte, llevaba pantalones grises y una camiseta con rayas blancas y azules, cumplía con su trabajo. En el centro, una estrecha escalera de caracol, conducía a las verdaderas entrañas del submarino, aunque de momento era bastante cuestionable que Sarah y Du Gard llegaran jamás a verlas…

El gorgoteo del fondo de la nave se incrementó y Sarah pudo ver a través de un ojo de buey que alrededor del submarino se levantaban burbujas de aire. Inundaron los tanques de lastre y, al cabo de un instante, ya no se veía la cubierta de proa del submarino. La proa descendió y, con una inclinación de treinta, cuarenta grados, el submarino se lanzó hacia las profundidades.

– ¡Dios mío! -exclamó Du Gard cuando el nivel del agua alcanzó los ojos de buey, y Sarah también contuvo instintivamente el aliento.

Por un instante no vio más que espuma de agua, que al cabo de un momento dejó paso a una infinidad de color turquesa.

Los ruidos cambiaron en la nave, se volvieron súbitamente sordos y lúgubres, y dio la impresión de que las profundidades dejaban oír su voz, se hacían notar como latidos lejanos, como un borboteo suave o un gemido metálico. De nuevo se oyó una detonación, que pareció quedar a popa: el proyectil había impactado exactamente donde el submarino se encontraba hacía tan solo unos segundos… Pero el peligro parecía haber pasado…

– Pueden respirar tranquilamente -dijo el capitán Hulot sin apartar la vista del ojo de buey frontal-. El Astarte dispone de un sofisticado sistema químico que sirve para renovar el aire. No hace falta que aguanten la respiración.

– Cielo santo -exclamó Sarah, quien hasta entonces no se había dado cuenta de que realmente contenía el aliento-. ¿Estamos a salvo?

– Diría que sí. De todos modos, me disgusta que los británicos nos hayan visto: darán parte sin falta al almirantazgo de lo que han descubierto, y eso significa que tendré que ser mucho más precavido en el futuro.

– ¿Cómo puede maniobrar el submarino en la oscuridad? -preguntó Sarah con la mirada clavada en el ojo de buey, al otro lado del cual imperaba una oscuridad impenetrable.

Hulot sonrió débilmente.

– En realidad, no podemos. En estos casos, navegamos guiándonos por el compás y utilizamos el mismo cauce por el que llegamos a la bahía. Intentarlo en aguas desconocidas podría ser nefasto para la nave y la tripulación.

– ¿No tienen focos? -se informó Du Gard.

– Naturalmente, pero encenderlos sería tanto como enviar una invitación a los británicos para que hicieran blanco. No tienen ni idea de a qué se enfrentan, pero quieren hundirnos de todos modos… Así somos los humanos, ¿no?

– Me temo que sí -asintió Du Gard.

– Por lo tanto, seguiremos la ruta que conocemos. Tan pronto como estemos seguros de que hemos conseguido escapar de nuestros perseguidores, emergeremos y proseguiremos el viaje navegando sobre el agua para… -El capitán se interrumpió repentinamente y su semblante recuperó el buen humor del principio-. ¡Pero bueno! -exclamó-. ¿Dónde están mis modales? Bienvenida a bordo, lady Kincaid, y también usted, monsieur Du Gard. Espero que se sientan como en casa en mi submarino.

– Muchas gracias, monsieur le capitaine -contestó Sarah-. Y le pido disculpas por el retraso y por el rodeo que ha tenido que dar por nuestra culpa. No teníamos previsto venir a Malta, pero…

– La de vueltas que da la vida, ¿verdad? -dijo Hulot sonriendo satisfecho.

– Usted lo ha dicho.

– No se preocupe, lady Kincaid. Teniendo en cuenta el elevado precio que ha pagado por los pasajes, considero que esos cambios forman parte del servicio. Y llámeme por mi nombre, ya que no ostento ningún rango militar ni poseo título alguno de patrón de barco. Lo de capitaine es simplemente un tratamiento honorífico que me ha otorgado la tripulación y que me ayuda a mantener el orden a bordo, aunque detesto profundamente toda parafernalia militar.

– Con mucho gusto, capitán -replicó Sarah-, yo no quería -De repente se oyeron quejas enérgicas procedentes del fondo de la nave y una voz vociferante que a Sarah le resultó muy familiar.

– ¡… me había pasado algo así! Protesto categóricamente y exijo que me expliquen de inmediato qué significaba ese ruido infernal…

Sarah suspiró.

Hingis.

En el fragor del momento, casi se había olvidado del erudito malhumorado. Y entonces le vino a la memoria a machamartillo, como si los enigmas del pasado, los raptores encapuchados y los rabiosos disparos de la Marina Real no hubieran sido ya suficientes contratiempos…

Hulot, que notó que Sarah había mudado de expresión, no pudo reprimir una sonrisa burlona.

– Haciendo honor a la verdad, lady Kincaid, me alegro de que por fin esté a bordo. Su compañero de viaje a la larga se hace, ¿cómo expresarlo?, un poco pesado.

– Oh, sí -aseguró Sarah, mientras las quejas continuaban sin cesar en las entrañas de la embarcación-, ya me lo figuro.

Siguió al capitán hacia la escalera de caracol que conducía desde el puente hasta la sala de control del submarino. Delante de dos grandes ruedas que servían para accionar los timones de profundidad de popa y laterales, así como junto a un sinfín de válvulas y de indicadores, había hombres vestidos con uniformes grises, cuya piel pálida permitía deducir que raramente recibían la luz del sol. Debajo de las válvulas que regulaban el suministro de aire comprimido a los tanques de lastre, habían instalado una mesa estrecha, sobre la que había cartas de navegación; unos tubos de latón discurrían por debajo del techo; la sala de control, iluminada con luz eléctrica, estaba delimitada a ambos lados por mamparos macizos.

En medio de todos aquellos mecanismos perfectamente ordenados, Friedrich Hingis ofrecía un aspecto desolador. El suizo llevaba como siempre una chaqueta negra y un lazo en el cuello de la camisa, pero saltaba a la vista que las considerables temperaturas que imperaban en el interior del submarino lo habían aplastado. El cuello de su camisa, siempre blanco, estaba sucio, tenía el pelo aún más desgreñado que de costumbre y se le habían empañado los cristales de las gafas. Costaba saber si eso de debía al calor húmedo que hacía en el interior del submarino o a que Hingis bufaba como un animal salvaje.

– ¡Por fin ha llegado! – gruñó al ver a Sarah, puesto que, evidentemente, no tenía ni idea de lo que habían pasado ella y Du Gard entretanto-. Tendría que habérmelo imaginado.

– ¿Qué tendría que haberse imaginado? -preguntó Sarah, quien prescindió de saludarlo, igual que había hecho el acalorado erudito.

– Que no se puede confiar en las mujeres. Quedamos en que nos encontraríamos en Marsella y no se presentó nadie. Luego me hacen llegar una nota descabellada y me encuentro en un pueblo perdido en los confines del mundo y allí me obligan a subir a este… a este sarcófago de hierro.

– Monsieur -dijo Hulot en tono de advertencia-, elija sus palabras con un poco más de cuidado. El Astarte puede oírlo.

– Lo dudo -resopló Hingis, que echaba espuma de ira por la boca-. Si quiere que le diga la verdad, nos ahogaremos todos trágicamente en este maldito trasto.

– Si tanto odia el submarino, ¿por qué ha embarcado? -preguntó Du Gard, que acababa de llegar a la sala de control.

– Muy sencillo: porque no me quedó más remedio. Me cogieron la maleta con el dinero y la subieron a bordo y, por las buenas o por las malas, tuve que seguirla. Además, todavía no está todo dicho sobre este asunto. Protesto categóricamente.

– ¿Por qué? -quiso saber Sarah.

– Porque usted no me dijo nada de esto. Porque me ocultó a propósito y a sabiendas la naturaleza de este viaje. -¿Habría cambiado algo?

– Creo que sí -dijo Hingis rechinando los dientes-. Si hubiera tenido elección, jamás habría subido voluntariamente a este vehículo. No estoy cansado de vivir y no me depara ningún placer ahogarme en el mar dentro de una caja de acero. ¡Es una locura!

– ¿Y qué propone, doctor? -preguntó Sarah tranquilamente-. ¿Que nos enfrentemos a la Marina Real británica que mantiene un bloqueo en el puerto de Alejandría y que no querrá hacer una excepción con nosotros? ¿O que lo intentemos por tierra y perdamos con ello un tiempo precioso?

– Y eso sin contar con los piratas -añadió Hulot.

– ¿Pi… piratas? -Sus ojos parpadearon detrás de las gafas empañadas.

– Exacto -corroboró Sarah-. Corsarios argelinos que navegan por la costa mediterránea africana y apresan todo barco indefenso. A los hombres suelen matarlos allí mismo y lanzan sus restos al mar; a las mujeres las venden en el mercado de esclavos. ¿Es esa la idea que tiene usted de una travesía segura?

Hingis los escrutó uno a uno con los ojos como platos; unas pequeñas perlas de sudor le aparecieron en el labio superior. Luego giró sobre sus talones, se fue precipitadamente de la sala de control y desapareció por la escotilla redonda en dirección a proa.

– Menos mal que lo hemos aclarado -comentó el capitán Hulot secamente-. Monsieur Caleb, ordene profundidad de telescopio. Rumbo a mar abierto.

– Entendido, monsieur le capitaine.

– Si me hace el favor de seguirme, lady Kincaid, y usted también, naturalmente, Maurice du Gard. Permítanme que les enseñe su alojamiento. El equipaje ya los espera allí… Después de este húmedo recibimiento seguramente querrán cambiarse.

– Es usted muy amable -agradeció Sarah.

– Faltaría más. -El capitán, que no se parecía en nada a la imagen de hombre raro y huraño que Sarah se había formado, sonrió-. Después me gustaría verlos en la sala de oficiales para la cena. Y, puesto que Jules me ha asegurado que ustedes dos están avezados en el arte de la discreción…

– Lo estamos -se apresuró a confirmar Sarah.

– … será un placer acompañarlos a dar una vuelta por la nave y enseñárselo todo. Seguro que arden en deseos de inspeccionar el submarino.

– Si no supone ninguna molestia…

– Se lo enseñaré todo excepto la sala de máquinas, cuyas entrañas solo nos interesan al maquinista y a mí; además, seguramente no entenderían la técnica.

– Cierto -asumió Sarah.

– Disfruten de la travesía -recomendó Hulot-. No tienen que preocuparse por nada. A pesar de los ruidos que oigan y que les resultarán extraños y un poco amenazadores, les aseguro que el submarino es un medio de transporte sumamente fiable. Buena parte del viaje la efectuaremos por la superficie, ya que esa forma de navegación es más rápida y eficaz; pero, tan pronto como el mar se encabrite y amenace tempestad, nos despediremos hacia las profundidades, donde reinan una calma y un silencio perpetuos.

– Lo sé -replicó Du Gard apesadumbrado, y miró la reducida sala plagada de tubos, válvulas y ruedas de regulación-, y eso es lo que me preocupa.

– ¿En qué sentido? -se interesó el capitán.

– Las profundidades ocultan también muchos misterios -explicó el adivino con una voz que inquietó a Sarah-, y no estoy seguro de que debamos removerlos.

6

Diario de viaje de Sarah Kincaid

6 de julio de 1882

Zarpamos hace dos días.

Como el capitán Hulot nos aseguró al iniciar el viaje, a bordo del Astarte no estamos a merced de las inclemencias del tiempo y el extraño diseño de la nave se me antoja mucho más seguro que el de cualquier otro barco incluso cuando navegamos por la superficie.

Los aposentos que nos han asignado se encuentran en la parte delantera de proa y son sencillos, pero funcionales; incluso han previsto un lavamanos y un retrete. Al haber solo dos camarotes de pasajeros, Maurice du Gard y Friedrich Hingis tienen que compartir el suyo, con lo cual ambos están disgustados y ya han discutido en más de una ocasión.

Junto a los camarotes de los pasajeros se halla el del capitán, que Hectoire Hulot no solo utiliza como dormitorio, sino también como despacho. En un escritorio que cuelga del techo en el centro de la sala, descubrí dibujos y planos de objetos que no me decían nada y que el capitán no ha querido explicarnos. A pesar de la jovialidad de que hace gala, salta a la vista que al capitán no le gusta hablar de sí mismo ni de su trabajo, de manera que, con todo su carácter afable y solícito, lo rodea un aura de misterio y cada vez comprendo más lo mucho que monsieur Verne tiene que agradecer al capitán Hulot.

Al camarote del capitán lo siguen el espacioso comedor y la cocina de la embarcación, donde un cocinero llamado Zibarry ejerce su trabajo y prepara unas delicias que no habría considerado posibles en un lugar así.

El centro del sumergible está ocupado por la sala de control, sobre la que se encuentran la torreta con el puente y la salida, que también alberga las únicas escotillas con vistas al exterior que posee la nave. A menudo me detengo en ellas y, aunque mis ojos no se cansan de contemplar las maravillas de las profundidades, que suelen estar a tan solo unos palmos, los bancos de caballas grises resplandecientes, los tiburones y las rayas que se deslizan silenciosos por delante, generalmente no soporto verlos durante mucho rato. Quizá, me digo, Maurice tenía razón al advertirnos…

Más allá de la sala de control se encuentran los camarotes del segundo de a bordo y de la tripulación. Mientras que Caleb aún se aloja en una pequeña cámara con litera propia, los marineros del Astarte están mucho más apretados; su dormitorio consiste en unas hamacas colgadas entre tubos y bultos, a menudo encajadas entre provisiones que no caben en la cocina y que tienen que guardarse en las secciones de popa. Por lo que he oído, es habitual que varios marineros compartan una hamaca, que ocupan por turnos. No quiero ni imaginar lo que eso significa en cuanto a la higiene a bordo del submarino. Los fuertes olores que recorren el sumergible lo dicen todo.

La sala de máquinas, que alberga tanto la propulsión para navegar bajo el agua como las baterías para el suministro eléctrico, se encuentra en la popa de la embarcación. Todavía no he visto nunca al maquinista; lo llaman «le fantóme» y no solo porque apenas se deje ver, sino porque dicen que, de estar continuamente encerrado, tiene la piel más blanca que un cadáver.

Aunque faltaban detalles en los libros que leí de niña, ahora sé de dónde sacó monsieur Verne sus ideas. La estancia a bordo del Astarte también es una constante fuente de inspiración para mí, aunque no puede anular la preocupación que siento por mi padre y que crece hora tras hora…

9 de julio de 1882

Quinto día de travesía.

Ya me he acostumbrado a los crujidos y a los chirridos con que el casco del sumergible parece protestar contra la presión de las profundidades, y apenas los noto. Ahí abajo se está como aislado del mundo. Si hay guerra en la superficie o se cierne una tormenta, no se percibe nada. Nos deslizamos por las profundidades oscuras y empiezo a comprender por qué el capitán Hulot y su tripulación ya no se sienten parte del otro mundo.

No obstante, para ahorrar en baterías y componentes químicos, solo nos sumergimos si amenaza algún peligro y únicamente por unas horas. Además, en inmersión, el submarino navega a una velocidad máxima de seis nudos, mientras que sobre el agua alcanza los ocho. Puesto que las corrientes y las condiciones climáticas son propicias, el capitán Hulot nos ha prometido que llegaremos a Alejandría mañana. Cuanto más se acerca a su fin el viaje, mayor es mi inquietud.

¿ Conseguiré encontrar a mi padre? ¿A tiempo? ¿Podré salvarlo del fatídico destino que lo amenaza?

Confieso abiertamente que mi confianza había sido más absoluta, pero ni las horas solitarias que paso en mi aposento ni las incesantes críticas de Friedrich Hingis contribuyen a mantenerla. Me obligo a pensar en lo que me contó un veterano sobre las últimas horas antes de la batalla de Sedán, y busco distracciones y entretenimiento como un soldado antes de entrar en combate.

Encuentro consuelo en el hombre que me ha acompañado en todos los peligros y que, a pesar de las diferencias que nos separan, se ha convertido en un amigo fiel y quizá en mucho más que eso…

Mediterráneo sur oriental

9 de julio de 1882

El calor agobiante que imperaba en el interior del submarino casi había alcanzado la temperatura de bochorno tropical en el camarote de Sarah Kincaid. Se veían perlas de sudor sobre su piel desnuda y se oía una respiración jadeante cuando los amantes se separaron para tumbarse de lado en la estrecha litera.

Pasaron minutos sin que se pronunciara una sola palabra. El agotamiento era demasiado grande y la magia del momento demasiado fascinante para destruirla.

– Ha sido increíble -susurró finalmente Sarah.

– Lo sé -se oyó decir secamente.

– ¿Lo sabes? -Sarah se volvió hacia él y apoyó la cabeza en el brazo-. La modestia no es lo tuyo, ¿verdad?

– Non -admitió abiertamente el francés antes de volverse también y besarle las perlas de sudor que tenía en la frente-. Sabes a sal -afirmó-. Debe de ser por el salazón.

Sarah se echó a reír.

– Parece que los cumplidos tampoco son lo tuyo.

– ¿Para qué? -Sonrió descarado-. El cumplido más impresionante de que soy capaz ya te lo he hecho unas cuantas veces.

– Eres un presuntuoso -replicó Sarah mientras él empezaba a darle un masaje en la espalda desnuda-, aunque con bastante talento, eso hay que reconocerlo.

– Merci beaucoup.

– Eres un hombre lleno de contradicciones, Maurice du Gard -susurró Sarah mientras se tumbaba boca abajo sobre las sábanas y disfrutaba sintiendo las manos suaves paseando por su espalda-. La primera vez que te vi, habría preferido ahogarme en el Sena… Y ahora…

– Cuidado, chérie.

– ¿Cuidado? ¿Con qué?

– Te estás enamorando de mí -constató Du Gard.

– ¿Yo? ¿Enamorarme de ti? -Se echó a reír amargamente-. ¿Cómo quieres que ocurra? Si no sé nada de ti.

– Aun así.

– No te preocupes -aseguró Sarah-, tendré mucho cuidado. Con todo, me gustaría saber más cosas de ti.

– ¿Como qué, por ejemplo? -preguntó.

– Me gustaría saber quién eres. Qué te mueve. Por qué fuiste a parar a París. Francamente, me sorprendió bastante saber que te criaste en Estados Unidos…

– Eso sería decir demasiado. -Du Gard sonrió débilmente-. De niño pasé una temporada en Nueva Orleans, pero allí los franceses mantienen su propio barrio y no suelen mezclarse.

– ¿A qué se debió? -se interesó Sarah.

– Mi padre era un comerciante francés que con frecuencia tenía asuntos que resolver en ultramar. Allí conoció a mi madre. Era criolla y se enamoró perdidamente de él a primera vista.

– Comprendo. -Sarah esbozó una sonrisa irónica-. Al parecer, lo tuyo viene de familia…

– Se quedó embarazada y tuvo un hijo, al que, en honor del padre, puso el nombre de Maurice.

– Tú -concluyó Sarah.

– Mi madre -prosiguió Du Gard asintiendo- solía decir que fue la época más feliz de su vida, pero, por desgracia, no duró mucho.

– ¿Qué pasó?

– Mi padre se convirtió en lo que llaman un miembro respetado de la sociedad. Gracias a los negocios, consiguió bienestar y prestigio, pero su codicia no cesaba de ir en aumento. Se hizo ciudadano americano y los aduladores que lo rodeaban lo convencieron para que emprendiera una carrera política y se presentara como candidato al Senado. Lo único que se lo impedía eran una amante criolla y un hijo ilegítimo… Así pues, se separó de ambos. Le dio doscientos dólares a mi madre y desapareció.

– ¡Menudo bastardo! -Sarah se mordió los labios-. Tuvo que ser terrible para vosotros.

– Bueno -replicó Du Gard apesadumbrado-. Al menos, mi padre me legó dos cosas importantes.

– ¿Cuáles?

– La nacionalidad francesa, de la que nadie podrá desposeerme, y saber que la felicidad terrenal no es eterna.

– ¿Y por eso le estás agradecido? -preguntó Sarah incrédula.

– Oui, absolutamente. Porque eso me disuade de malgastar el tiempo como un loco buscando algo que no existe.

– Pero ¿no ansia todo el mundo hallar la felicidad y retenerla, conservarla durante mucho tiempo?

– No se puede retener la felicidad -sentenció Du Gard convencido-, algún día lo comprenderás. Carpe diem, Sarah, vive el momento.

Sarah no replicó, porque el tono de voz de Du Gard y su resolución la conmovieron, aunque en el fondo de su alma no estaba de acuerdo. Si bien podía ser que Maurice tuviera razón y la felicidad no existiera, ella la buscaría, igual que había hecho su padre durante toda la vida. Era la profesión del arqueólogo…

– ¿Qué fue de ti y de tu madre después de que tu padre os abandonara? -dijo, cambiando de tema.

– Era una mujer fuerte -respondió Du Gard mientras con la punta de los dedos le trazaba círculos cariñosamente en la nuca-, supo salir adelante. Para ganarse la vida, volvió a hacer lo que hacía antes de conocer a mi padre.

– ¿Qué era? -quiso saber Sarah.

– Leía las cartas del tarot y predecía el futuro a clientes dispuestos a pagar por ello.

– ¿Hablas en serio?

– Absolutamente. Mi madre no era una mujer corriente, Sarah. Era una mujer avezada a artes que otras personas consideran anormales y peligrosas y que en Nueva Orleans se cultivan desde que los esclavos negros las llevaron al Nuevo Mundo.

– Un momento. -Sarah levantó la cabeza y Du Gard tuvo que interrumpir el masaje-. ¿Me estás hablando de magia? ¿De magia negra y vudú?

– El poder del vudú puede utilizarse tanto para el bien como para el mal -la instruyó Du Gard-, para la luz o para la oscuridad. En lo demás, tienes razón. Mi madre era una maestra de lo trascendental. Ella fue quien me introdujo en los secretos del tarot, de ella lo aprendí todo.

– Igual que yo de mi padre -comentó Sarah.

– Oui, con la diferencia de que, a mí, el legado de mi madre me persigue como una maldición.

– ¿A qué te refieres?

Du Gard no contestó enseguida. Acabó el masaje, se sentó y dejó balancear las piernas desnudas por fuera de la litera.

– Mi madre -explicó finalmente con una seriedad inusual- estaba convencida de que yo poseía una habilidad especial, oculta en lo más hondo, esperando para salir.

– ¿Y? -preguntó Sarah.

Du Gard sonrió cansado.

– Me he pasado casi toda la vida intentando descubrir esa habilidad. Sin éxito, y puedes creerme si te digo que la he buscado en muchos sitios. Finalmente, cuando ya no contaba con ello, sucedió.

– ¿Qué?

– La visión de tu padre. Me alcanzó como un rayo caído del cielo, tan clara como si la estuviera viendo ante mis ojos. En aquel momento, por primera vez en mi vida tuve la impresión de saber de qué me había hablado mi madre. Fue como si, por un instante inconmensurablemente breve, tuviera la oportunidad de plantear todas las preguntas y recibir todas las respuestas… Pero no soy capaz de afirmar, ni tampoco de comprender, qué me revelaba la visión… o lo que fuera.

– Comprendo -dijo Sarah, que también se sentó, lo abrazó por el pecho y se arrimó a su cuerpo fibroso-. Por eso estás aquí. Para encontrar respuestas, igual que yo.

– C'est ca. ¿Y tú?

– ¿Qué quieres decir?

– Nunca me has contado nada sobre tu origen. O sobre por qué te dedicas a la arqueología.

– Porque no hay nada que explicar -replicó Sarah lacónica.

– ¿Qué insinúas? Me has hablado de tu adolescencia en Londres y de los viajes con tu padre, pero ¿y antes? ¿Cómo pasaste la infancia?

Sarah se tomó tiempo para responder.

– No lo sé -se sinceró finalmente con un susurro.

– Quoi?

– He dicho que no lo sé -repitió un poco más enérgica-. No recuerdo nada de mi primera infancia ni de cómo fue.

– Pero… ¿cómo es posible?

– Tenía ocho años -explicó Sarah- cuando contraje unas fiebres misteriosas que me tuvieron en sus garras durante semanas y casi acabaron conmigo. Mi padre volcó todos los esfuerzos imaginables en curarme e intentó por todos los medios salvarme la vida. La fiebre remitió por fin y yo desperté del letargo en que había caído. Pero, a partir de aquel día, no recuerdo nada de lo que había sucedido antes.

– ¿Qué quieres decir? -Du Gard se liberó del abrazo y se volvió sorprendido hacia ella.

– Quiero decir que todo lo que ocurrió antes de que cumpliese los ocho años permanece oculto tras un velo del olvido -explicó Sarah-. Todo lo que sé de mi origen o de mi madre, lo sé porque mi padre me lo ha contado. En realidad, mis recuerdos no se remontan más allá.

– Mais c'est horrible!

– Te acostumbras -replicó Sarah, intentando esbozar una sonrisa despreocupada-. Los primeros años, mi padre y yo hicimos todo lo posible por recuperar los recuerdos perdidos. Recorrimos medio mundo para encontrar un médico que nos pudiera ayudar, sin éxito. Así es que, poco a poco, nos fuimos haciendo a la idea. Mi padre incluso ha encontrado un nombre científico para esos años perdidos de mi niñez: los llama témpora atra, la época oscura.

– Un nombre adecuado, en verdad -asintió Du Gard, y se levantó.

Recogió en silencio la ropa que se había quitado atropelladamente en el torbellino de la pasión y se vistió, igual que Sarah, quien se puso las enaguas.

– ¿Has probado alguna vez con la regresión? -preguntó Du Gard al cabo de un rato.

– ¿Te refieres a la hipnosis? -preguntó Sarah, recordando lo que Du Gard había contado en la clínica de Saint James.

– Oui. A veces es la herramienta propicia para sacar a la luz recuerdos enterrados.

– No, nunca. -Sarah sacudió la cabeza-. Francamente, mi padre y yo nunca hemos tenido en demasiada consideración ese tipo de cosas.

– Creo que te equivocas. -Du Gard sonrió condescendiente-. Tu padre posee un espíritu despierto que jamás se cerraría en banda a lo sobrenatural. Y tú estás mucho más cerca de él de lo que jamás reconocerías.

– ¿Y tú crees que una regresión podría ayudarme? -preguntó Sarah sin contradecirlo.

– Podríamos usarla para regresar a los días de tu infancia. Los recuerdos siguen existiendo, solo están enterrados. La regresión puede ayudarte a ponerlos al descubierto, aunque para ello es necesario que la persona confíe plenamente en el hipnotizador. -Du Gard le dedicó una mirada interrogativa y su voz adoptó un tono especial al preguntar-: ¿Confías en mí, Sarah Kincaid?

– ¿Lo preguntas en serio? -exclamó asombrada-. ¿Después de todo… lo que hemos hecho juntos?

– Ha estado muy bien, pero la confianza no es una condición imprescindible para hacerlo -objetó Du Gard-. Pregúntate, Sarah, si realmente quieres saber la verdad. Si quieres descubrir qué ocurrió en tu niñez.

– ¿Por qué no habría de quererlo?

– Quizá porque hay algún motivo para que todos esos recuerdos se hayan perdido.

– ¿Un motivo? ¿Qué motivo?

– Yo no lo sé, Sarah, pero hay un modo de averiguarlo. Sarah frunció los labios.

Toda la vida había deseado recobrar los recuerdos y retirar el velo del olvido; pero ahora, cuando quizá se le ofrecía la posibilidad, la embargaban las dudas. ¿Tenía razón Du Gard? ¿Era mejor no remover los misterios de la época oscura en vez de arrebatárselos?

¡Tonterías!

La fiebre había sido la única causa de que la memoria de Sarah quedara bloqueada, y ella haría lo que hiciera falta para recuperar la infancia perdida.

– Estoy preparada -declaró resuelta.

– Tu es süre?

– Absolutamente -asintió decidida-. ¿Sabes qué se siente al no conocer tus raíces? ¿Al no saber de dónde vienes?

– Non -dijo Du Gard meneando la cabeza.

– Es muy extraño conocerse a través de los recuerdos de los demás -explicó-. A veces tengo la sensación de que solo soy media persona porque tengo que recurrir a alguien que conserva mis recuerdos…

– Tu padre.

– En efecto. -Se oyó cómo tragaba saliva-. Quizá -añadió en voz baja-, por eso me siento tan unida a él, aunque me haya ocultado cosas.

– Quizá -dijo Du Gard también en voz baja- ha llegado la hora de separarte de él.

Sarah alzó la vista y los dos intercambiaron una mirada que no duró mucho, pero fue de una profundidad inconmensurable.

– Quizá -corroboró.

– Eh bien -suspiró Du Gard-, entonces, vuelve a tumbarte. Intenta liberar la mente de cualquier carga. Solo existes tú y tu pasado, ¿comprendes? Solo tú…

Sarah se aprestó a seguir las instrucciones y se tumbó sobre las sábanas revueltas. Pero, igual que no tarda en retornar un plato indigesto que se toma para cenar, de repente la invadió la desagradable sensación de que estaba a punto de cometer un error…

Du Gard sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño objeto colgado de una cadena de plata. Era un cristal, en cuyas caras pulidas se refractaba mil veces la luz del camarote y que Du Gard hizo oscilar ante los ojos de Sarah.

– Concéntrate en el cristal, ¿me oyes? No existe nada más en este momento, solo el cristal. El cristal es tu mundo. Aquí encontrarás todo lo que has dejado atrás, tus miedos y tus recuerdos lejanos…

Sarah oía las palabras, pero no las escuchaba. Algo en su interior se negaba a dejarse llevar y a deslizarse hacia aquel estado de duermevela, en el que los sueños y la vigilia parecían ser uno. Un temor repentino se apoderó de ella, pero en vez de ceder a él, Sarah se convenció de que solo era miedo a lo desconocido, y su padre le había enseñado que la mente despierta de un investigador nunca debe ceder a ese miedo…

– El cristal, Sarah -le recordó Du Gard, que notaba que sus esfuerzos no estaban siendo coronados por el éxito-. Tienes que concentrarte en el cristal. Solo existe el cristal, nada más. Es tu mundo…

Sarah asintió y realmente logró relajarse un poco. Su mirada se perdía más y más en el juego de luces del cristal a cada instante que transcurría.

– Bon -la animó Du Gard-, así está bien…

Sarah se tranquilizó. Empezó a respirar más pausadamente y tuvo la sensación de flotar en una ola de seguridad, en un mar de protección. Los ojos se le cerraban y dejó que sucediera.

Estaba a punto…

– Sarah, ¿puedes oírme?

– Sí.

– Ahora contestarás con la verdad a todas las preguntas que te plantee. La palabra expergitur

No pudo continuar; en aquel preciso momento, alguien llamó enérgicamente a la puerta metálica del camarote.

– ¿Lady Kincaid?

Era la voz de Caleb, el segundo de a bordo.

– ¿Sí?

Sarah se incorporó aturdida, mitad en estado de trance, mitad en el presente.

– Aviso del capitaine, lady Kincaid -se oyó a través de la escotilla-. Le comunica que pronto llegaremos al destino de nuestro viaje. La espera en la sala de control.

– De acuerdo -dijo Sarah, y los pasos de Caleb se alejaron pesadamente. Sarah respiró hondo y se frotó las sienes para ahuyentar el estupor que se había apoderado de ella-. Por lo que parece -dijo-, tendremos que continuar la sesión en otro momento, Maurice.

– Non -contestó con determinación.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no seguiremos con la sesión -explicó Du Gard resuelto-. Esto ha sido una señal y haremos bien en respetarla.

– ¿Qué clase de señal? ¿De qué hablas?

– Toda la vida has intentado abordar los secretos de tu pasado y, justo en el momento en que podías conseguirlo, nos interrumpen. No sé qué pensarás tú, pero para mí la advertencia es más que clara, merci beaucoup.

– ¿Crees que ha sido eso? – preguntó Sarah con incredulidad-. ¿No vas a intentarlo de nuevo?

– El destino utiliza su propia lengua, chérie, solo hay que escucharla atentamente.

– Tonterías -bufó Sarah-. No quiero oír hablar del destino. No creo en él.

– Pero yo sí, y ha sido un error probar esta regresión, ahora lo comprendo.

– Pero… -Sarah luchó por encontrar las palabras adecuadas-. ¡Es una locura! Solo con que hubiéramos hablado media hora antes, todo habría sido diferente.

– Habría -convino Du Gard-. Pero no lo ha sido.

– Como quieras -resopló Sarah, se apartó de él enfadada y se dio la vuelta en la litera para vestirse del todo.

Du Gard le dedicó una mirada de pesar y entonces vio algo que antes le había pasado por alto, aunque creía conocer de cerca cada centímetro de aquel cuerpo…

– Espera -dijo.

– ¿Y ahora qué quieres?

– Esa cicatriz en el hombro…

– ¿Qué le pasa?

– ¿Cómo te la hiciste?

El semblante de Sarah temblaba.

– Por lo que me ha contado mi padre, me caí de un poni cuando era pequeña y me hice una herida -respondió en voz baja y con voz trémula por la frustración-. Seguramente, yo nunca lo recordaré…

Diario de viaje de Sarah Kincaid

Anotación posterior

Hemos llegado a nuestro destino diez horas antes de lo esperado. Al alivio que siento por ello se suman todas las preocupaciones y los temores que he intentado reprimir durante los últimos cinco días.

No hemos vuelto a intentar explorar el misterio de mi primera infancia. Du Gard se niega tenazmente y yo no dispongo de tiempo ni de argumentos para convencerlo de lo contrario. Ahora nos esperan tareas más urgentes.

¿Conseguiré encontrar a mi padre? ¿Estará sano y salvo? ¿ Cómo reaccionará al verme? ¿Estará dispuesto a compartir conmigo lo que sabe? ¿ Tiene las riendas en su mano o es solo un personaje secundario en esta obra repleta de secretos?

Pronto conoceré la verdad…

Mediterráneo sur oriental a 4 millas marinas de la costa del Jedivato de Egipto

Noche del 10 de julio de 1882

Sobre la península de Faros y Ras el-Tin, que destaca audaz en el mar y divide el puerto de Alejandría en dos grandes dársenas, se extendía un cielo negro como el hollín.

Unas nubes densas tapaban las estrellas y la luna, y solo dejaban pasar una luz mortecina que no permitía ver más allá de los contornos oscuros de Faros, sobre los que descollaban los poderosos muros de Fort Atta. Un poco más al oeste se intuían los perfiles del nuevo faro, así como los edificios del cuartel y del palacio. Sin embargo, delante de todo ello se perfilaban con claridad meridiana las formas macizas de los buques anclados cerca del puerto: naves de acero de dos y tres palos, que rutilaban en la luz tenue y en cuyas cubiertas se alzaban unas chimeneas enormes que semejaban torres defensivas.

Para defender sus intereses y para impedir que los insurrectos se hicieran con el control del canal de Suez, el gobierno británico no había vacilado en movilizar todas las fuerzas de combate de la Marina Real: acorazados, fragatas y cañoneros cercaban el puerto como peces predadores que solo parecían esperar a lanzarse sobre el enemigo. Sin embargo, la lucha por Alejandría aún no había empezado…

– No sé -murmuró el capitán Hulot con el ojo derecho pegado en el ocular del periscopio-. Esto no me gusta nada…

Las máquinas del Astarte estaban paradas. El sumergible se dejaba llevar por la corriente y habían apagado las luces del puente para que no saliera ningún reflejo a través de los ojos de buey.

– ¿Qué es lo que no le gusta? -preguntó Sarah susurrando.

– Los buques británicos parecen esperar algo.

– ¿Qué? -quiso saber Du Gard, que también había abordado el puente con Friedrich Hingis, el cual en cinco días aún no había conseguido reconciliarse con la idea de viajar en un submarino.

– La señal de ataque, supongo. -Hulot frunció los labios-. El gobierno británico goza de la fama de no dejar que nadie se le suba a las barbas. Si Urabi y su gente no deponen las armas y se entregan, se iniciarán las operaciones militares.

– ¿Cuándo cree que será? -preguntó Sarah.

– ¿Quién sabe? -El capitán se encogió de hombros-. Quizá al amanecer. O al caer la tarde. Quizá pasado mañana. Supongo que los ocupantes han lanzado un ultimátum y esperarán hasta que venza.

– Entonces tenemos que procurar llegar a puerto lo antes posible -urgió Sarah-. Cuanto antes encuentre a mi padre, antes saldremos de aquí.

– Totalmente de acuerdo -convino Hingis-. No veo la hora de volver a pisar tierra firme.

– Comprendo sus motivos -contestó Hulot con serenidad-, pero tenemos que esperar a que suba la marea.

– ¿La marea? -preguntó Sarah.

El capitán asintió.

– Las mareas tienen un efecto enorme en el litoral del norte de África. Gran parte de la costa que se extiende por el nordeste de la península queda prácticamente seca con el reflujo y el nivel del agua baja drásticamente en el puerto. Mi plan prevé sumergirnos y cruzar el bloqueo bordeando el extremo nordeste de Faros y así abrirnos paso por el puerto occidental, pero solo podremos hacerlo cuando el nivel del agua nos lo permita.

– Pero si esperamos tanto tiempo, amanecerá -objetó Du Gard-, y usted acaba de decir que es posible que los británicos empiecen a bombardear la ciudad al romper el día.

– Es posible -admitió Hulot-. Si ocurre, nos retiraremos de inmediato.

– ¿Qué? -Sarah se quedó sin respiración.

– ¿Qué quiere? ¿Que ponga en peligro la nave y a la tripulación por su cometido?

– Pues sí -aseguró Sarah-. Usted me garantizó que nos llevaría, a mí y a mis acompañantes, a Alejandría sin inconvenientes y ha recibido una buena suma de dinero por ello. Por lo tanto, haga aquello por lo que ha cobrado y llévenos hasta el destino de nuestro viaje.

– Opino lo mismo -coincidió Hingis indignado.

– ¿Está seguro? -Sarah lo miró de reojo.

– Absolutamente. Podemos disentir en muchas cosas, pero en este punto estoy totalmente de acuerdo con usted.

– Me parece muy bien. -En el semblante dulce de Hulot se dibujó una sonrisa amarga-. Pero no por ello voy a arriesgarme a que el submarino resulte dañado o a que caiga en manos de esos cretinos violentos.

– Es eso, ¿verdad? – exclamó Sarah con acritud-. Lo que le preocupa no es la seguridad de la nave o de la tripulación; en realidad, todo se centra en proteger su invento celosamente, como hace un crío pequeño.

Hulot entornó los ojos.

– Atribuyo sus palabras a la excitación y a la inquietud que siente por su padre, lady Kincaid -aclaró-. En cualquier otro caso, echaría de inmediato de a bordo al pasajero que se atreviera a hablarme así. Tengo muy claro que cerramos un trato y haré todo lo posible por cumplir mi parte del acuerdo, pero no exija más de lo que puedo dar.

Sus miradas se cruzaron en la angostura de la central y el aire pareció helarse. Sarah se echó a temblar. La tensión que había notado constantemente durante los últimos días y semanas alcanzó el punto álgido, y tuvo la sensación de que explotaría en cualquier momento.

Una mano se posó en su hombro para tranquilizarla. Era Du Gard, que quería darle a entender que no estaba sola y que él comprendía su inquietud, pero Sarah no quiso saber nada de él. Hulot quizá tenía toda la razón desde su punto de vista, pero ella estaba harta de que la despacharan con excusas. Quería obtener respuestas de una vez y el temor de tener que retroceder a tan poca distancia de su objetivo era muchísimo mayor que el miedo al fuego enemigo. Se soltó resollando, dio media vuelta y salió de la sala de control en dirección a proa.

– Estaré en mi camarote -anunció con voz trémula-. Tengo preparativos que ultimar…

La espera se le antojó interminable, aunque tenía bastantes cosas que hacer para distraerse.

No malgastó un solo pensamiento en considerar la posibilidad de verse obligada a regresar. En vez de eso, anotó en su diario los acontecimientos más recientes y luego se concentró en hacer el equipaje. Metió en la bolsa de lona encerada para guardar munición todo lo que podría serle útil en la inminente misión: una brújula y esbozos de la antigua y de la nueva Alejandría que había dibujado basándose en los mapas del Louvre; un cuaderno de notas, carboncillo y pliegos grandes de papel de pasta de madera con el que se podían realizar copias; también dos raciones de comida y una cantimplora llena de agua, una cuerda resistente, antorchas, cerillas y, naturalmente, el revólver de la marina del que se había apropiado durante su estancia en el Inflexible; para mayor seguridad, había quitado las balas del tambor y las había guardado en una lata sellada con cera.

La ropa que había llevado durante la travesía la dejaba en el Astarte junto con su diario y el resto del equipaje. Puesto que se había dado perfecta cuenta de que su guardarropa no incluía nada que pudiera serle útil en una empresa como la expedición que se avecinaba, en Valletta había comprado unos pantalones de uniforme usados, de los que solían llevar los soldados británicos, y le había pedido a un sastre local que los ajustara a su talla. También se puso unas botas de montar de cuero marrón rojizo y un cinturón ancho del ejército; una blusa clara y un fular, que asimismo se podía llevar en la cabeza y que la protegería tanto de ser reconocida como de los rayos del sol, completaban el atuendo, que sorprendió por igual a Du Gard y a Hingis cuando Sarah volvió a presentarse en la sala de control.

El erudito suizo tenía el aspecto de siempre. Sus ojos rasgados brillaron agresivos en su semblante enrojecido que, como siempre, asomaba desde un cuello de camisa más o menos blanco; Hingis solo había renunciado al lazo y la chaqueta parecía ser un modelo más antiguo y desgastado. Afortunadamente, Du Gard había renunciado a envolverse en seda de colores y se había puesto una prenda de ante marrón oscuro que, dado que el cabello le llegaba a los hombros, lo hacía parecer un indígena de Norteamérica.

– Bueno -dijo Sarah-. ¿Están listos los caballeros?

– Oui -confirmó Du Gard-. Creo que ya va siendo hora de obtener algunas respuestas.

– Opino lo mismo -afirmó enojada Sarah-. ¿Y usted, Hingis?

– ¿Qué quiere que le diga? -espetó-. No apruebo ni la forma de nuestra llegada ni su extravagante indumentaria. Una dama no se viste de ese modo.

– Seguramente tiene razón, doctor -convino Sarah-, pero una dama tampoco suele meterse en exploraciones arriesgadas. Si tanto le molesta mi vestimenta, es usted muy libre de quedarse a bordo…

Sarah se dio cuenta de que el capitán Hulot, que estaba en la escalera de caracol que subía a la torreta y que no dejaba de mirar nervioso el reloj, se sobresaltaba visiblemente; la perspectiva de continuar teniendo a Hingis a bordo no parecía ser de su agrado. Sin embargo, la preocupación era infundada ya que, por muy grande que fuera el descontento del suizo, su ambición y su afán de protagonismo todavía eran mayores.

– Por nada del mundo -declaró-. He pagado un capital y he viajado hasta aquí desde Marsella de un modo más que discutible, encerrado en un tubo de acero y con un conocido farsante como compañero de cabina. -Lanzó una despectiva mirada de reojo a Du Gard-. ¿En serio espera que abandone cuando falta tan poco para llegar a destino? Ya le gustaría, ¿verdad?

– Aún no hemos llegado a destino -les recordó el capitán Hulot.

– ¿Alguna novedad de los británicos? -preguntó Du Gard.

– Todo sigue tranquilo, solo cabe esperar que no se trate de la calma que precede a la tempestad. Si el bombardeo empieza cuando entremos en el…

– Lo sé -dijo Sarah, y se notó cuánto le costaba-. Usted tiene que pensar en la nave y en la tripulación.

– Gracias, lady Kincaid. -Hulot hizo un amago de reverencia-. No sabe cuánto aprecio su comprensión. Pero le aseguro que haré todo lo humanamente posible para que llegue sana y salva a su destino.

– Lo sé, monsieur le capitaine. -Sarah amagó una sonrisa, él le respondió con otra y la desdichada discusión quedó olvidada.

– Vengan conmigo -dijo Hulot, y subió al puente.

Sarah y Du Gard lo siguieron, pero Hingis prefirió quedarse en la sala de control, donde parecía sentirse un poco más seguro.

A través de los ojos de buey se veían tenues destellos de luz gris azulada. Despuntaba el alba y unas franjas de tonos violeta y azul oscuro que cubrían el cielo en el este creaban una misteriosa penumbra, tanto fuera como dentro del agua.

– Ahora o nunca -murmuró Hulot y se situó al lado del timonel con las piernas separadas y las manos cruzadas a la espalda-. Avante poca, rumbo sur-sudeste, diez grados de inclinación.

– Avante poca, rumbo sur-sudeste -confirmó el timonel.

– Diez grados de inclinación -se oyó repetir desde la sala de control, donde el segundo de a bordo manejaba el timón de profundidad.

Al cabo de un instante, la proa cargada del Astarte descendía. La propulsión eléctrica cumplía su misión sin apenas hacer ruido y el submarino continuó deslizándose hacia las profundidades de color turquesa.

Sarah y Du Gard no pronunciaron palabra. Observaban tensos cómo el capitán Hulot dirigía la nave con una sagacidad magistral. La mirada del marino no cesaba de oscilar entre el compás, el dispositivo de profundidad y el ojo de buey frontal, aunque al otro lado del grueso cristal apenas pudiera distinguirse nada más que los velos oscuros que se extendían por delante. Sin embargo, luego se abrieron unos perfiles en la oscuridad y Sarah observó sin aliento los enormes cascos de acero que flotaban en el agua por encima de ellos.

¡Habían llegado hasta la flota de guerra británica!

– Más despacio -se le escapó mientras, aún sin aliento, seguía pendiente de cómo Hulot gobernaba el submarino para pasar por debajo de los colosos de acero.

Vistos desde debajo del agua, los acorazados infundían aún más temor, su tamaño amedrentaba. Estaban sobre el agua como enormes peces predadores negros y parecían esperar para abalanzarse sobre una presa indefensa. Sarah solo podía tener la esperanza de que no los descubrieran…

Prosiguió la marcha.

Deslizándose con una lentitud exasperante por las profundidades, el Astarte dejó atrás el bloqueo y puso rumbo hacia el puerto oriental. Sarah distinguió a estribor los bancos de arena de Faros, que se alzaban delante de la península y que habían hecho imposible la inmersión unas horas antes. Hulot los pasó de largo y dirigió el submarino hacia las rocas sobre las que descollaba el fuerte Quaitbey, una de las muchas fortificaciones que bordeaban el puerto y en las que se atrincheraban los rebeldes.

– Nuevo rumbo sur-sudoeste -ordenó Hulot.

El capitán había bajado la voz instintivamente, aunque no había ningún motivo para hablar en voz baja. Ya podía imperar un gran tumulto en la superficie que, allá abajo, en cambio eran los dueños absolutos del mar.

Aún…

El submarino se escoró un poco a estribor cuando el timonel tomó el nuevo rumbo. Hulot ordenó al segundo de a bordo retornar a profundidad de periscopio y, entonces, el sumergible sufrió una sacudida.

– ¡Alto! -gritó Hulot con todas sus fuerzas.

Un instante después se oyó un terrible desgarro, tan potente y estridente que les llegó a todos al alma. Un fuerte golpe sacudió el submarino y, pasado un instante, todo había pasado.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó angustiada Sarah, que se había sujetado rápidamente a un puntal.

– ¿Nos han disparado? -quiso saber Du Gard.

– No, no ha sido un cañonazo. -Hulot meneó la cabeza-. Más bien un escollo… ¿Parte de daños? -avisó a la sala de control.

Pasó un momento hasta que recibió respuesta, y fue deprimente.

– El timón de profundidad de popa, monsieur le capitaine -comunicó Caleb.

– ¿Qué le ocurre?

– Es imposible accionarlo. Habrá recibido un golpe.

Hulot soltó una maldición marinera de lo más vulgar, que Sarah jamás habría esperado oír de su boca.

– ¿Podemos repararlo?

– Sí, pero no desde dentro.

Otra maldición, peor aún que la primera.

– ¿Qué significa eso? -se interesó Sarah.

– Muy sencillo, lady Kincaid, significa que la expedición ha terminado.

– ¡No puede ser! -Sarah sacudió la cabeza categóricamente.

– No tenemos elección. Sin el timón de profundidad de popa es imposible maniobrar el submarino con precisión y mantenernos a profundidad de periscopio. Y si emergemos completamente, nos descubrirán y nos hundirán.

– ¿Y por qué no nos quedamos aquí abajo? -intervino Du Gard.

– Una pregunta absurda. -Hulot señaló hacia los ojos de buey y a la oscuridad engañosa que seguía reinando al otro lado-. Porque no vemos lo suficiente. El puerto de Alejandría está plagado de ruinas, barcos hundidos y desperdicios, por no mencionar la arena que enturbia las aguas.

– Pero no podemos retroceder-objetó Sarah con voz de desamparo-. No podemos. ¡Mi padre está en la ciudad! Me necesita…

– Soy consciente de ello, lady Kincaid, y lo lamento mucho -aseguró Hulot-. Pero necesitamos el periscopio para navegar, de otro modo no seremos más que…

– No -lo contradijo Du Gard resuelto-. No lo necesitamos.

– ¿Qué quiere decir?

– Lo que acabo de decir: que no necesitamos el periscopio.

– ¿Y qué propone? ¿Que naveguemos a ciegas? -El capitán rió amargamente-. El bueno de Jules olvidó decirme que tiene usted un sentido del humor muy curioso.

– No bromeo, monsieur. -Du Gard se acercó a la pared metálica y puso las manos encima. Luego cerró ostensiblemente los ojos-. Reanude la marcha con lentitud.

– ¿Está de guasa?

– ¡Vamos! -lo increpó Du Gard en un arranque de temperamento que Sarah nunca había visto en el francés, normalmente tan comedido.

Incluso Hulot pareció impresionado y, cuando el timonel le lanzó una mirada interrogativa, respondió con una señal apenas perceptible.

– Avante poca -le ordenó.

– Hacia la izquierda -murmuró Du Gard.

– Diez grados a babor -tradujo Hulot para el timonel.

– A la izquierda, a la izquierda, a la izquierda…

– Treinta grados -rectificó el capitán.

Poco después pudieron ver unas formas oscuras imprecisas desfilando por el lado de estribor del sumergible y con las que el Astarte habría colisionado sin duda de no ser porque Du Gard lo guiaba.

La mirada de Hulot oscilaba incrédula entre el ojo de buey y Du Gard, que tenía la frente surcada por profundas arrugas y las sienes empapadas de sudor. Sarah no conseguía imaginar qué estaba haciendo realmente el francés, pero parecía exigirlo todo de él…

La tensión era insoportable.

Era como si el calor hubiera aumentado considerablemente en el puente. El aire, que siempre olía a sal, a aceite de máquinas y a productos químicos, podía cortarse.

Du Gard continuó dando instrucciones. Con los ojos cerrados parecía ver algo que permanecía oculto a todos los que estaban en la torreta con los ojos muy abiertos. Con una seguridad sonámbula guiaba el submarino sorteando obstáculos que no asomaban por delante del ojo de buey hasta el último momento, cuando ya habría sido demasiado tarde para esquivarlos y evitar la colisión.

Daba la impresión de que Du Gard sentía, que sabía exactamente lo que se encontraba fuera de la embarcación y, si Sarah aún albergaba alguna duda sobre las habilidades de su acompañante, la desechó. Por fin sabía por qué Maurice du Gard se contaba entre los amigos de su padre. El excéntrico francés poseía realmente facultades que superaban con mucho lo comprensible, y Gardiner Kincaid siempre había tendido a rodearse de talentos extraordinarios…

A medida que se acercaban a la dársena del puerto, disminuían los obstáculos que debían sortear. Los barcos que navegaban por la superficie no suponían ningún peligro; en cambio, los restos de barcos que habían zozobrado y las ruinas de antiguos edificios desmoronados podían significar fácilmente la perdición para un submarino. A través de las aguas turbias, en las que a veces penetraba un poco de penumbra, Sarah intuyó un mundo maravilloso, entre cuyas gruesas capas de arena podía ocultarse algún secreto… Sin embargo, en aquel momento se trataba únicamente de resolver el enigma que afectaba a su padre…

La perspectiva de que quizá pronto daría con Gardiner Kincaid la henchía de temerosa alegría. Sarah estaba inmóvil en la torreta y se agarraba con tanta fuerza al puntal que los nudillos se le pusieron blancos. No dejaba de mirar a Du Gard, a quien los cabellos le caían en mechones empapados de sudor y que parecía haber envejecido años, ¿o era tan solo una ilusión debida a la escasa luz y a las arrugas causadas por el esfuerzo, que se le habían formado en el semblante pálido?

Luego, en algún momento, las palabras de alivio.

– Hemos llegado.

De los labios de Du Gard tan solo salió la sombra de un susurro. El francés se dio la vuelta, abrió los ojos y le dedicó una sonrisa reconfortante a Sarah antes de desplomarse agotado. Sarah se acercó enseguida a él para atenderlo, mientras Hulot daba la orden de emerger.

Silenciosamente y a una velocidad mínima, el Astarte subió a la superficie. Se oyó un profundo gorgoteo y la luz cambió en el puente. La penumbra verdosa dejó paso a un crepúsculo grisáceo cuando la torreta del submarino atravesó el extenso mar.

Por los ojos de buey chorreaba agua y al principio no pudieron ver nada. Sin embargo, luego aparecieron formas sólidas tras la húmeda cortina, que brillaban con los primeros rayos de la mañana: los muelles y los malecones del puerto oriental, con sus almacenes y agencias, delante de los cuales se distinguían los perfiles de unos pocos barcos. Detrás se extendía borroso el océano de casas de Alejandría, con un sinfín de torres, cúpulas y minaretes.

Du Gard, que se había desmayado unos instantes, recobró el conocimiento en brazos de Sarah.

– ¿He… hemos…?

– Lo hemos conseguido -confirmó Sarah sonriendo, y lo besó en la frente-. Estamos en Alejandría.