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LIBRO TERCERO ALEJANDRÍA

1

Diario de viaje de Sarah Kincaid

La audaz empresa ha salido bien.

Con ayuda de las habilidades de Maurice du Gard, en las que ya no tengo más remedio que creer, hemos conseguido pasar por debajo de los buques de guerra británicos y llegar al Puerto Viejo.

Escribo estas líneas con mucha prisa antes de dejar al cuidado del capitán Hulot y de sus hombres la crónica de este viaje y el equipaje que no necesito.

Si no regresamos de la expedición, me gustaría que quien encuentre este relato sepa que hemos obrado con las mejores intenciones. Nuestro objetivo es encontrar a mi padre y ayudarlo a desentrañar el enigma de la Biblioteca de Alejandría. Si no lo logramos, querría que las generaciones venideras descifren el misterio, probablemente el más grande de toda la Antigüedad, y quizá estas anotaciones puedan ser útiles.

Fdo. Sarah, lady Kincaid 10 de julio de 1882

El puerto de Alejandría parecía abandonado.

Unas nubes deshilachadas, a las que el alba prestaba el color del hierro oxidado, se extendían por encima del inabarcable horizonte que perfilaba la ciudad y que se iba desprendiendo de la oscuridad a cada instante que pasaba.

En el muelle solo quedaban fondeados los restos desolados de unas instalaciones portuarias antes orgullosas. Al abrirse el canal de Suez hacía más de trece años, Alejandría había cobrado de golpe una gran importancia como eje del comercio internacional. No solo atracaban allí barcos de grandes sociedades comerciales, sino también innumerables pequeños armadores. En los muelles se encontraban banderas de todo el mundo y la actividad era frenética a todas horas del día y de la noche. Pero todo había cambiado con el sangriento alzamiento del pacha Urabi contra el jedive y con los brutales ataques contra los extranjeros.

Era evidente que quien había tenido la oportunidad de irse de Alejandría lo había hecho. Apenas quedaban barcos amarrados en el puerto, y donde normalmente se agolpaban buques mercantes y goletas, solo cabeceaban algunas barcas sin jarcias. No se veía un alma por ninguna parte ni había luz artificial en ningún sitio. No se divisaba ni una lumbre más allá de los muros del muelle, ni siquiera un destello rojo de algún hogar encendido. Por temor a un inminente ataque de los británicos, los habitantes de Alejandría mantenían a oscuras la ciudad, haciendo que pareciera quieta y sin vida: una ciudad fantasma, pensó Sarah con un escalofrío.

Había abordado la plataforma de la torreta acompañada de Hingis, Du Gard y el capitán Hulot; desde allí se abarcaba con la vista el viejo puerto oriental, desde los almacenes hasta los edificios de administración y las torres de Fort Atta y Quaitbey.

La visión de la ciudad aparentemente deshabitada no provocó malestar solo a Sarah; Du Gard también parecía inquieto.

– La desgracia flota en el aire -le susurró-. Una tormenta de destrucción se cierne sobre la ciudad…

Sarah se dio cuenta de que las manos empezaban a temblarle, pero se obligó a permanecer serena. No había recorrido un largo trayecto y había asumido tantos riesgos para rendirse en el último momento. Se trataba de la vida de su padre y de un misterio antiquísimo y, desde el punto de vista de Sarah, cualquiera de esos motivos merecía que lo arriesgara todo.

– ¿Están preparados? – preguntó Hulot en un susurro-. Si quieren bajar a tierra, tendrán que darse prisa. El sol saldrá dentro de poco y entonces…

– Sí, sí -lo interrumpió Sarah, y lanzó una mirada a cubierta, donde unos marineros ya habían inflado el bote del Astarte.

– Mis hombres los llevaran a tierra -anunció Hulot-. Después tendrán que arreglárselas solos.

– De acuerdo -dijo Sarah-. ¿Y usted estará en su puesto para recogernos?

– Por supuesto -afirmó Hulot, y le tendió la mano-. Lady Kincaid, le deseo éxito en la empresa que le espera y mucha suerte; la necesitará, créame.

– Se lo agradezco.

– Ha sido un honor tenerla a bordo.

– Gracias -contestó Sarah sonriendo, mientras encajaba la mano y se la estrechaba cordialmente-. De hecho, no tengo inconveniente en que me conceda ese honor otra vez.

– Así lo espero -aseguró el capitán.

Bajaron de la torreta y se apresuraron a alcanzar la cubierta de proa, desde donde los marineros ya habían lanzado el bote al agua. Sostenida por sacos llenos de aire, la barca flotaba como un corcho y no se hundió cuando Sarah, Du Gard y Hingis tomaron asiento con sus bártulos, seguidos por dos marineros que remaron con energía hacia tierra.

El submarino había emergido no muy lejos de una pasarela que se adentraba en el agua, de modo que la travesía duró muy poco. Protegidos por la penumbra del crepúsculo matutino, Sarah y sus dos acompañantes llegaron a la pasarela y se encaramaron por una escalerilla de madera podrida. Los marineros regresaron con el bote, y Sarah y su gente se quedaron solos.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Du Gard a Sarah en un susurro, una vez se hubieron refugiado detrás de unos toneles que se apilaban a lo largo de la pasarela.

– Pronto clareará -contestó Sarah-. Tenemos que buscar un escondite y esperar a que se haga de día.

– ¿Y luego? -inquirió Hingis.

– Nos disfrazaremos de beduinos, nos mezclaremos con la población y comenzaremos a buscar a mi padre. -Sarah lanzó una mirada irónica de reojo al suizo-. El caftán y la chilaba le quedarán muy bien, doctor, estoy segura.

– Me gustaría tener su seguridad -resopló Hingis-. ¿Sabe qué pasará si nos descubren?

– Eso tendría que haberlo pensado antes de decidirse a acompañarnos -puntualizó Sarah con frialdad-. No hay fama científica sin riesgo.

– Pues qué bien. -Hingis se recolocó las gafas, que se le habían empañado a causa de la excitación.

– Entonces, adelante -susurró Du Gard-. ¿Ven el almacén de allá arriba? ¿El de las ventanas altas?

– Sí.

– Yo iré delante, después Sarah y, al final, Hingis.

– ¿Por qué diantre tengo que ser yo el último?

– Por mí, puede ir el primero, doctor -propuso Du Gard, pero no dio la impresión de que Hingis tuviera intención de aceptar el ofrecimiento.

Una vez se hubo asegurado de que nadie los observaba, Du Gard salió de donde estaba a cubierto. Corrió por la pasarela para subir hasta el muelle y, desde allí, hacia el almacén, un edificio grande de adobe, con tejado plano y la puerta lo bastante entreabierta para poder pasar adentro.

Sarah lo siguió enseguida y, por último, le tocó el turno a Hingis. Llegó al almacén jadeando y se refugió en la fría penumbra donde Sarah y Du Gard lo esperaban.

– Póngase esto. -Du Gard, que había abierto el saco que llevaba a la espalda, le tiró unas piezas de ropa anchas de algodón blanco, que el erudito cogió en el aire de muy mal humor.

– Soy científico -rezongó-, no un maldito actor. ¿A qué viene esta mascarada?

– Sirve para sobrevivir, doctor -le dejó claro Sarah, y ya se disponía a retirarse detrás de un montón de cajas apiladas cuando fuera se oyó un ruido que los alarmó.

Pasos de botas sobre suelo arenoso.

Pasos de marcha.

Soldados…

– Chist -hizo Du Gard innecesariamente, y se arrimó a la pared, al lado de una ventana alta y enrejada.

Hingis se deslizó hacia el otro lado mientras Sarah buscaba refugio por debajo del vano.

Los pasos se acercaban.

Era imposible calcular el número exacto de soldados, pero Sarah se figuró que al menos eran una docena. La emersión del Astarte probablemente no había pasado tan desapercibida como habían creído…

Resonó una orden seca y la marcha se detuvo. Con mucha cautela, Sarah se arriesgó a mirar por un canto de la ventana. A cierta distancia vio una unidad de soldados que, por suerte, les daban la espalda. Vestían el uniforme blanco de verano del ejército egipcio. Llevaban la cabeza cubierta con un fez rojo, un gorro tradicional que tenía forma de cubilete y que en todo el Imperio otomano se consideraba un símbolo de soberanía turca. Aunque el alzamiento de Urabi contra el jedive nombrado por Constantinopla era un indicio de que aquel reino se encontraba en plena decadencia, el fez persistía como reminiscencia de la grandeza del pasado…

El comandante de la tropa, que llevaba la casaca azul de oficial cargada de adornos dorados, dio órdenes a sus hombres.

– ¿Entiendes lo que dice? -preguntó Du Gard susurrando.

– La mayor parte -contestó Sarah, que dominaba la variedad egipcia del árabe-. Imparte instrucciones a su gente… Tienen que distribuirse a lo largo del muelle y vigilar los buques británicos. Está claro que cuentan con un ataque inminente.

– O sea, ¿que no nos han descubierto?

– Por lo que parece, no. -Sarah meneó la cabeza, se atrevió a echar otro vistazo y pudo ver que los hombres uniformados de blanco se dispersaban en distintas direcciones-. Tendremos que ir con cuidado -susurró-. Deprisa, cámbiense de ropa. Yo haré guardia mientras tanto.

Hingis siguió las instrucciones de inmediato y se puso la ropa que usaban los lugareños, que prometía un poco de camuflaje y seguridad, pero Du Gard vaciló. Observaba con amargura cómo Sarah empuñaba el revólver.

– ¿Qué haces? -musitó-. ¿De verdad crees que podrás detenerlos con eso? Un solo disparo y esto se convertirá en un hervidero de soldados.

– Puede -admitió-. Pero si nos descubren, no me limitaré a quedarme aquí sentada esperando que me capturen; me defenderé.

– ¿No te dije que me repugna cualquier tipo de violencia física? -preguntó Du Gard.

– Te lo recordaré cuando nos vaya la vida en ello -le señaló Sarah con frialdad.

Dio media vuelta y se puso a vigilar la orilla y el muelle cercano mientras Du Gard y Hingis se vestían. Cuando Sarah los vio disfrazados, estuvo a punto de echarse a reír por lo raros que quedaban sus semblantes pálidos y malhumorados con las chilabas blancas.

– Tienen que embadurnarse la cara para camuflarse -les aconsejó, y ella misma se llenó la mano de polvo y se frotó la cara sin miramientos.

– ¿Tengo que… ensuciarme? -La mirada de Hingis reflejaba desesperación-. ¿Es realmente necesario?

– No, en absoluto; puede quedarse tal como está. Pero luego no se queje si lo mata a tiros la primera patrulla que…

Mientras el suizo seguía su consejo maldiciendo entre dientes, Sarah cogió sus ropas y se retiró entre dos pilas de cajas para cambiarse a solas. Cierto que Du Gard ya la había visto en situaciones mucho más embarazosas, pero con Hingis no tenía ni mucho menos tanta confianza-Acababa de ponerse el caftán cuando oyó un ruido sospechoso. Sarah resistió la tentación de llamar en voz alta a Du Gard. Se deslizó de puntillas hacia el final de la pila de cajas y lanzó una mirada cautelosa por el borde.

El corazón estuvo a punto de parársele al atisbar a un soldado egipcio a poco más de un metro de distancia. El hombre estaba de espaldas a ella, pero empuñaba el fusil con la bayoneta calada. Ni rastro de Hingis ni de Du Gard.

Los pensamientos le bullían en la cabeza.

Sabía que debía tener cuidado, que al soldado solo le hacía falta darse la vuelta para ensartarla con la hoja de la bayoneta. Pero, hiciera lo que hiciese, tenía que actuar con rapidez. Con rapidez y determinación…

Sin perder de vista al egipcio, que escudriñaba atento la zona, pero seguía sin mirar hacia donde ella estaba, Sarah se agachó y cogió el Enfield del suelo. No podía quitar el seguro del revólver, puesto que el clic la habría delatado. Tendría que confiar en el factor sorpresa, que valía más que cualquier arma.

¡Ahora!, se dijo.

Silenciosa como un felino, Sarah salió de su escondrijo y, un segundo después, ya estaba detrás del soldado. Antes de que tuviera tiempo de darse la vuelta, el hombre notó en la nuca el cañón frío del revólver.

– Tira el arma -le advirtió Sarah-, ¡o date por muerto!

Aunque tenía el árabe un poco oxidado, el soldado la entendió enseguida. Asintió con un movimiento de cabeza espasmódico y soltó el arma, que Sarah apartó de su alcance de un puntapié.

– Levanta las manos y date la vuelta -exigió, y cuando el egipcio se volvió hacia ella, cargó el arma con la que lo apuntaba sujetándola con ambas manos.

Sarah se quedó sorprendida, pues la cara morena que la miraba por debajo de un fez pertenecía a un crío que apenas había llegado a la adolescencia.

– Maldito mocoso -gruñó en inglés-. ¿Tenías que venir precisamente aquí a jugar a guerras?

Los ojos del soldado se abrieron de par en par cuando vio con quién se las tenía. Seguramente, pensó Sarah, ser desarmado por una mujer representaba una humillación para él, pero eso al menos lo dejaba demasiado impresionado para cometer una tontería. Sarah pensó febrilmente cómo debía proceder. Evidentemente, no era capaz de disparar contra alguien que estaba desarmado y que, además, aún no era un hombre. Pero también tenía muy claro que, con cada segundo que dejaba pasar, aumentaba el peligro de que el prisionero se diera cuenta de su inseguridad e intentara huir o gritara pidiendo ayuda.

Y entonces ¿qué?

¿Apretaría el gatillo y alarmaría a toda la guarnición…?

Aún no había decidido nada cuando lo vio reflejado en los ojos del muchacho.

– La! -musitó en árabe, pero el muchacho no le hizo caso.

Se dio la vuelta raudo y emprendió la huida a toda prisa, abalanzándose hacia la puerta, que estaba entreabierta y por la que penetraban en el almacén los primeros rayos de sol de la mañana.

Sarah se removió apuntándolo aún con el revólver. Ciñó el dedo en el gatillo, aunque sabía perfectamente que no dispararía, que no podía…

De repente, algo salió despedido por el lateral, un objeto grande y pesado que dio de lleno al muchacho y lo hizo tambalearse. El soldado lanzó un grito de sorpresa que se extinguió súbitamente cuando un puñetazo demoledor le dio de lleno y lo envió al reino de los sueños. El egipcio se desplomó sin decir nada y quedó tendido de bruces en el suelo.

Sarah contemplaba asombrada a Du Gard, que estaba sobre el soldado frotándose la mano derecha dolorida.

– Alors, ¿a quién se le ocurre? – increpó al muchacho inconsciente-. Un caballero no molesta a una dama cuando se está cambiando de ropa.

– ¿De don…? -balbuceó Sarah.

– Lo hemos visto llegar y nos hemos escondido -explicó el francés sonriendo burlonamente, mientras Hingis se asomaba con cautela por detrás de la pila de toneles donde se habían ocultado-. Por desgracia no tuvimos tiempo de avisarte.

– Yo… yo creía que te repugnaba todo tipo de violencia física…

– Oui, y es cierto, pero si no hubiera detenido a este pobre ingenuo, nos habría delatado y eso habría sido mucho más desagradable.

– Gracias -replicó Sarah sin aliento.

– No hay de qué. -A pesar de su charla despreocupada, le dedicó una mirada seria y penetrante-. Pero en el futuro, Sarah, ten presente que si empuñas un arma tienes que estar dispuesta a matar con ella. De lo contrario, tu enemigo aprovechará tu debilidad.

– Entendido -asintió Sarah con sentimiento de culpa.

– ¿Alguna vez has…?

Sarah meneó la cabeza.

– Pues deberíamos dejarlo así.

Du Gard le acarició suavemente el cabello antes de dirigirse a Hingis, quien ya se encontraba junto a ellos, consternado y mirando fijamente al soldado que yacía inmóvil en el suelo. Aunque el suizo se había esforzado por oscurecerse el semblante para camuflarse, estaba blanco como la cera.

– Écheme una mano -le pidió Du Gard-, esconderemos a nuestro durmiente. Y tú, Sarah, acaba de vestirte antes de que aparezcan más messieurs inoportunos…

Esperaron resguardados en el almacén a que el sol saliera por completo y los soldados no fueran los únicos que rondaran por el muelle.

Todo parecía indicar que los egipcios habían dado por hecho que el ataque británico se produciría al amanecer. Al no ser así, los habitantes de Alejandría fueron saliendo de sus casas, donde se habían atrincherado aterrorizados, para seguir con sus actividades cotidianas tanto como las circunstancias se lo permitían.

En el puerto apenas había movimiento. Los barcos que habían podido se habían ido de Alejandría hacía días. Los pocos que quedaban anclados no tenían aspecto de poder resistir una travesía, por no hablar de vencer el bloqueo británico. Sin embargo, había trabajadores en el puerto, aunque no para estibar buques, sino para, vigilados por guardias armados, levantar barricadas en los muelles con cajas, toneles y sacos de arena. Sarah supuso eme no contaban solo con un bombardeo, sino también con una invasión, y prefirió no pensar en las consecuencias que un enfrentamiento de tal magnitud tendría para la población de Alejandría. Su misión era encontrar a su padre lo más pronto posible, antes de que la ciudad otrora floreciente se transformara en un infierno de destrucción, como Du Gard había profetizado.

El almacén tenía una sola puerta, que daba a la orilla, por lo que a Sarah y a sus acompañantes solo les cabía esperar que nadie se fijara en ellos en medio del barullo general. Uno tras otro salieron del edificio con la cabeza gacha y el paso rápido para dar la impresión de que sabían exactamente qué tenían que hacer y adonde se dirigían.

No llegaron muy lejos.

Antes de alcanzar la calle que torcía en dirección a Ras el-Tin y El-Gumruk, el antiguo barrio turco de Alejandría, oyeron un grito áspero que se dirigía indiscutiblemente a ellos.

Sarah dudó un instante. Si emprendían la huida llamarían la atención de los soldados; por lo tanto, tenían que intentar guardar las apariencias…

– Quietos -susurró a sus acompañantes, y se dio la vuelta. Mantuvo la cabeza gacha, un gesto que el sargento que los había llamado interpretó como sumisión.

– ¡Vosotros! -bramó-. Coged esos toneles y reforzad aquella barricada. Y daos prisa, holgazanes. Los británicos atacarán en cualquier momento.

– Naram -contestó Sarah haciendo una profunda reverencia, y antes de que el suboficial albergara alguna sospecha, guió a sus acompañantes hasta los toneles que le había señalado, hechos de madera oscura y de la altura de una persona; tumbaron uno y juntos lo llevaron rodando por la calle pavimentada.

– Dios mío -bufó Hingis-. Creí que nos habían descubierto.

– Oui, yo también -confirmó Du Gard susurrando-. Pero, bueno, este tonel nos será muy útil…

Y tenía razón, ya que entre medio de tantos hombres trabajando por el muelle envueltos en chilabas de colores y caftanes blancos, tres figuras haciendo rodar un tonel por la calle pasaban desapercibidas. Sin embargo, a pesar de la clara ventaja, Friedrich Hingis mantenía su mal humor.

– Ahora resulta que he viajado cientos de millas para ser llamado a filas en Egipto -refunfuñó-. Podría decirse que aquí no ha cambiado nada en los últimos tres mil años…

Los tres desaparecieron con el tonel entre la multitud. En el horizonte del mar, más allá de la dársena y de las torres del fuerte Quaitbey, se distinguían vagamente los buques de guerra británicos, cuyos cascos de acero centelleaban a la luz del sol. Los cañones seguían callados, pero eso podía cambiar en cualquier momento…

Sarah y sus compañeros dejaron a la izquierda la barricada a la que debían llevar el tonel y se dirigieron hacia una callejuela lateral. Esperaban que la voz áspera les daría el alto, pero nadie se fijó en ellos. Pasando desapercibidos llegaron a la callejuela, se metieron en ella y dejaron el tonel en la entrada.

– Y ahora ¿adonde? -preguntó Hingis.

– Todo recto -contestó Sarah, que, como por arte de magia, se había sacado de debajo de los amplios pliegues del caftán un mapa dibujado de la ciudad-. Allí se encuentra el casco antiguo de Alejandría o, mejor dicho, lo que queda de él después de tantas guerras y de los terremotos de los años 956 y 1303. Allí tendríamos que empezar la búsqueda.

– ¿Qué significa «allí tendríamos que empezar»? – inquirió Hingis-. ¿No sabe dónde se encuentra su padre?

– Estuve en el archivo del Louvre y examiné los mapas que consultó antes de partir, doctor, igual que usted -replicó Sarah-. A partir de ahí podemos considerar varios lugares como punto de partida de una excavación, y si lo que realmente busca mi padre es la biblioteca perdida…

– ¡El Museion de Alejandría! – exclamó Hingis-. No puedo creerlo.

– Pues créalo, pero en voz baja -lo reprendió Du Gard, y miró receloso a izquierda y derecha del callejón-. Si descubren que somos europeos disfrazados de musulmanes, nos habrá llegado la hora.

– Disculpe -murmuró el suizo que, desde el momento en que Sarah le había explicado a bordo del Astarte la verdadera naturaleza de la búsqueda, tenía un brillo febril en los ojos cada vez que hablaban del Museion-. Es solo que… una vez ya presencié un momento histórico en la historia de la arqueología, ¿sabe? Y no hay nada que pueda comparársele.

– Au contraire -replicó Du Gard sonriendo burlón.

– Muy gracioso -lo reprendieron Sarah y Hingis al unísono, y acto seguido se miraron sorprendidos, casi espantados.

– ¿Piensan lo mismo? -preguntó Du Gard atónito.

– Eso parece -admitió Sarah a disgusto.

– Una casualidad -gruñó Hingis.

– Mientras no se convierta en costumbre -censuró el francés sonriendo-. A este paso aún acabarán siendo amigos.

– Imposible -respondieron Sarah y Hingis de nuevo al unísono, y la sonrisa de Du Gard se volvió aún más socarrona.

Siguieron por una maraña de callejuelas estrechas que se extendían entre muros blancos y sin ventanas. El sol todavía no había alcanzado el cénit y el ambiente era sombrío y fresco. La mayor parte de las entradas estrechas de las casas que desembocaban a ambos lados de los callejones estaban tapadas con barricadas. Pero no se veía a nadie; probablemente habían huido todos.

Para no perder la orientación en el laberinto de calles, Sarah echó mano de la brújula y pronto llegaron a las densas hileras de casas de El-Gumruk.

El barrio turco se encontraba donde antiguamente se había alzado la Alejandría medieval y se llamaba así porque estaba marcado por la arquitectura de los soberanos otomanos. Unas casas altas y estrechas, que solían albergar tiendas o talleres en las plantas bajas y tenían tribunas con ventanas altas en las plantas superiores, caracterizaban la imagen. Allí, Sarah y sus acompañantes volvieron a toparse con habitantes de la ciudad.

En la avenida de Ras el-Tin, la calle ancha que separaba la parte turca longitudinalmente, reinaba un ajetreo indescriptible. Sarah recordó sin querer la comparación con un termitero que hiciera el viajero y dibujante David Roberts refiriéndose a Alejandría.

Había tráfico, empujones, apretujones, frente a los cuales la animación del barrio parisino de Montmartre casi se antojaba mísera: un torrente inacabable de gente, caballos, mulos, camellos y carros se desparramaba por la avenida y crecía tanto con las riadas provenientes de las calles laterales que la corriente ya se había estancado. Por todas partes se soltaban maldiciones terribles y se cerraban puños con furia; el desasosiego casi se percibía físicamente. El temor a un ataque inminente había empujado a la gente a huir de sus casas.

Más de uno llevaba todos sus bienes a hombros; otros los habían cargado en muías o carretas. Al no haber fuerzas del orden público, imperaba el caos: mientras unos llevaban consigo lo imprescindible, otros parecían cargar con toda la casa. Y otros veían beneficios en el pánico del prójimo y aprovechaban la ocasión para ofrecer sus servicios de camellero o porteador a precios abusivos.

Un ruido indescriptible flotaba por encima de todo aquel barullo, que abarcaba desde los berridos de los niños y los chillidos de sus madres hasta los bramidos de los camellos, a los que estimulaban con gritos de «Yalla! Yalla ». La calle estaba cubierta por una nube de polvo tan densa que a Sarah le costaba respirar. Sin más demora se tiró un extremo de la chilaba por encima del hombro, de manera que la tela le tapara la boca y la nariz y solo le dejara al descubierto los ojos. Du Gard y Hingis la imitaron.

– ¿En serio cree que encontraremos a su padre en medio de este barullo? – preguntó el erudito-. Da la impresión de que toda la ciudad ha salido a la calle.

– Eso parece -asintió Sarah-. Pero tenemos que encontrar a mi padre. Sin él no habrá respuestas.

El suizo contestó algo incomprensible y siguió a Sarah y a Du Gard, quienes intentaban cruzar la calle a pesar de la avalancha de gente y de trastos que se arremolinaba entre las casas. En algún momento consiguieron abrirse paso entre una reata de mulos cargados de sacos. Dejándose llevar por la riada humana, llegaron a una callejuela estrecha que parecía menos poblada y se refugiaron en ella.

– Nuestro objetivo es el barrio de Manschiya -aclaró Sarah-. De hecho, solo haría falta seguir la calle principal, pero en vista de la situación queda descartado.

– Pourquoi? – quiso saber Du Gard-. ¿Qué hay en Manschiya?

– Allí y en la zona colindante de Attarin se encuentran las ruinas de la antigua Alejandría -dijo Hingis antes de que Sarah pudiera contestar-. Lady Kincaid no es la única experta en historia clásica, ¿sabe?

– Me alegro por usted, monsieur -reconoció Du Gard con voz apagada-, pero me temo que en este momento tenemos otras preocupaciones.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Sarah.

– De eso -respondió el francés señalando en línea recta, y Sarah supo al instante a qué se refería.

Habían llegado al final de la callejuela que desembocaba en una calle mucho menos animada. Allí los desesperados vecinos también intentaban poner a salvo sus pertenencias, pero no había tanto gentío como antes. Por la calle solo pasaban algún que otro carro y algún que otro camello cargado… y también un pelotón de soldados uniformados. Aún estaban a unos cincuenta metros de distancia, pero caminaban en dirección a la callejuela…

– Maldita sea -masculló Sarah.

Sintió el repentino impulso de emprender la huida de inmediato, pero con ello solo habrían despertado sospechas. Era más sensato hacer ver que eran vecinos atemorizados que no tenían otra cosa en mente que marcharse lo antes posible de la ciudad.

El problema era que los soldados se proponían impedir que la gente huyera tranquilamente…

Sarah se volvió al oír que detrás de ellos se armaba un tumulto. Una mujer gritó pidiendo ayuda. Los demás transeúntes aligeraron el paso y pronto apretaron a correr como ovejas de un rebaño que está siendo atacado por los lobos. Parecían saber exactamente qué significaba aquel vocerío.

Sarah presenció consternada cómo los soldados tiraban de un chaval. La mujer que gritaba histérica era la madre, que se aferraba a él y no quería soltarlo, por lo que uno de los soldados la golpeó brutalmente con la culata del fusil. El muchacho quiso acudir en ayuda de su madre, que yacía en el suelo, pero otros dos uniformados lo agarraron y se lo llevaron a rastras, acompañados por las risas burlonas de un oficial.

– Reclutamiento forzoso -musitó Du Gard-. A los rebeldes les habrá entrado miedo en vista de la borrasca que se está formando frente a la costa.

– Pero es casi un niño -constató Sarah indignada y apretando los puños con rabia-. La mujer tiene una brecha en la frente. Necesita ayuda…

– Alors, ¿y quién crees que debería ofrecérsela? ¿Tú?

Sarah no respondió, solo observaba como hechizada aquel espectáculo que clamaba al cielo. No le importaba la nacionalidad de aquella mujer ni cuál era su religión. Lo único que veía era a una madre a la que habían arrebatado a un hijo de una forma brutal y a un hombre con uniforme y galones dorados desternillándose de risa.

Du Gard ya la conocía lo suficiente para saber que las ganas de intervenir que se reflejaban en sus ojos no significaban nada bueno.

– Si lo haces, chérie -la advirtió enérgicamente-, los tres estaremos perdidos, y también tu padre y la misión que tiene que cumplir.

– Ya… ya lo sé…

– Entonces obra en consecuencia -le exigió Du Gard severamente. La cogió por el brazo, y ya se disponía a regresar al amparo de la callejuela cuando el oficial miró directamente hacia donde se encontraban.

– ¡Vosotros tres! ¡Venid aquí!

– Merde! -exclamó Du Gard antes de que Sarah tradujera las palabras: había comprendido de qué se trataba, igual que Hingis.

Los tres dieron media vuelta bruscamente y emprendieron la huida precipitándose hacia la callejuela por donde habían llegado, de vuelta a la densa maraña de paredes y muros. Detrás de ellos se oyeron gritos enfurecidos y pasos frenéticos de botas, por lo que Sarah y sus compañeros corrieron aún más deprisa.

– Corred -los exhortó Du Gard sin que hiciera falta-, corred por vuestras vidas. Si nos atrapan, todo habrá acabado-Avanzaron a grandes zancadas por la callejuela, que se extendía tortuosa entre las casas. Al cabo de pocos metros perdieron la orientación, sobre todo porque el sol seguía sin verse por encima de la quebrada que formaban los muros.

A la derecha se abría un callejón. Sarah, que iba en cabeza, se precipitó por él, seguida muy de cerca por Du Gard y Hingis, quien demostró tener unas cualidades de corredor sorprendentes a pesar de su complexión física. La tela ancha de los caftanes suponía un estorbo en la huida, de modo que tuvieron que arremangárselos mientras corrían y corrían callejuela abajo y cruzaban un patio rodeado de altos muros protegido del sol por un toldo.

El ruido de los pasos de sus perseguidores se atenuó, aunque solo porque los soldados se dividían al llegar a cada cruce y cada vez eran menos los que iban tras ellos. Pero aún les pisaban los talones y, además, se habían distribuido por la zona, con lo cual el peligro de que Sarah y sus acompañantes se toparan con uniformes blancos en cualquier callejuela iba en aumento…

– No… no puedo más -jadeó Hingis, cuya complexión física empezaba a hacerse notar.

– Tiene que continuar -insistió Sarah-Si nos paramos, estaremos perdidos.

– ¿No… no podríamos hacer tratos con ellos?

– Naturellement -contestó Du Gard-, un poco antes de que nos maten a tiros…

Reemprendieron la carrera por un callejón tan estrecho que tuvieron que pasar en fila. Allí tuvieron la sensación de que los pasos y el furioso griterío volvían a oírse.

– Nos atraparán -afirmó Du Gard-. Dentro de poco nos tendrán.

– ¿Te lo dice tu sexto sentido? -preguntó Sarah.

– Non, chérie, el sentido común…

Oyeron ladrar órdenes que resonaron en la maraña de callejuelas y, de repente, Sarah ya no supo decir de dónde provenían las voces.

– Maldita sea -masculló, y se detuvo tan bruscamente que Hingis y Du Gard estuvieron a punto de arrollarla-. Saben dónde estamos. Intentan cercarnos.

– Eso no es bueno -afirmó Hingis, que volvía a tener los cristales de las gafas empañados. La mugre con que se había embadurnado la cara le resbalaba en regueros grises por las mejillas-. No es nada bueno…

– Gracias por decirlo -replicó Du Gard secamente-. Yo no me habría dado cuenta.

– Ya basta -los reprendió Sarah-, déjense de discusiones. Tenemos que hallar el modo de desaparecer.

– ¿Y cómo pretendes que lo hagamos? ¿Esfumándonos en el aire?

– Ya me gustaría, pero lo sobrenatural está dentro de tus competencias…

Siguió avanzando y torció por una callejuela lateral que quedaba entre sombras. A mano derecha se abría otro patio, y Sarah descubrió una escalera de piedra que llevaba a una terraza.

– Arriba -soltó casi sin aliento.

– ¿Para qué? – refunfuñó Hingis-. Descubrirán que nos hemos escondido ahí.

– Puede, pero no nos atraparán tan deprisa como aquí abajo.

Sarah subió la escalera empinada, seguida muy de cerca por sus compañeros, que jadeaban. En la terraza, que debía de medir unos cinco metros cuadrados, había un banco de madera y una mesa a juego. Por encima se extendía un toldo y una luz viva penetraba a través de la tela basta. La puerta de entrada a la casa estaba cerrada a cal y canto.

Sarah y sus compañeros buscaron refugio detrás del murete de adobe que rodeaba la terraza, que les llegaba a la altura de las caderas. Y lo hicieron justo a tiempo, porque, apenas se habían atrincherado detrás del pretil, abajo se oyeron las pisadas firmes de sus perseguidores.

Ninguno de los tres fugitivos se atrevió a echar un vistazo, pero a juzgar por el ruido serían cinco o seis soldados. Los acompañaba un suboficial que no paraba de meterles prisa y les anunciaba que mandaría fusilarlos a todos si intentaban escabullirse vergonzosamente de prestar sus servicios a la patria. Al cabo de un momento, el ruido de pasos volvió a perderse: en su excitación, los hombres habían pasado de largo por la escalera.

– Increíble -comentó Hingis, que no podía creer en su suerte-. Tendrían que haber visto la escalera.

– ¿Cómo era aquello? – replicó Sarah sonriendo con ironía-. A quien lucha y suda, la suerte le ayuda.

– Así es -convino Du Gard, que se había levantado ligeramente y espiaba con cuidado por el pretil-, pero la suerte a veces también deja en la estacada a los que luchan y sudan.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya vuelven, dos -informó el francés irritado-. Y diría que tienen órdenes de inspeccionar el tejado…

Sarah no contestó; se limitó a sacar el Enfield. Su semblante revelaba una férrea determinación cuando lo empuñó con las dos manos, le quitó el seguro y apuntó hacia la escalera. En la callejuela volvían a resonar los pasos de dos hombres que en cualquier momento se abalanzarían hacia la escalera con las mortíferas bayonetas caladas en los fusiles…

– Eh -oyeron decir de repente en un tono muy bajo.

– ¿Qué…?

Atónita, Sarah se dio la vuelta y comprobó que la puerta que daba a la terraza ya no estaba cerrada. Se había abierto un resquicio por donde asomaba una cara redonda y morena, con una llamativa perilla y unos ojos oscuros que les dirigían una mirada alegre…

– Si los señores desean refugiarse en mi casa…

El hombre, que a todas luces era egipcio aunque se dirigiera a ellos en perfecto inglés, aún no había acabado de hablar cuando Sarah y sus acompañantes reaccionaron; no había tiempo para largas reflexiones. Corrieron agachados hacia la puerta, que el desconocido ya había abierto del todo, y penetraron en las sombras que reinaban tras ella. La puerta se cerró con un crujido y corrieron el cerrojo.

Justo en el momento preciso.

Conteniendo el aliento, Sarah observó a través del agujero que un nudo había formado en la puerta de madera cómo los soldados llegaban a la azotea. Los dos hombres miraron recelosos a su alrededor, apuntando con los cañones de sus fusiles ora aquí, ora allá, pero no pudieron descubrir a nadie.

Sarah se sobresaltó cuando uno de ellos miró en su dirección y le pareció que sus miradas se encontraban. Luego, el hombre se acercó.

– Silencio -susurró a sus compañeros; enseguida pudo verse la sombra amenazadora por debajo de la puerta y todos contuvieron el aliento.

El soldado fue de aquí para allá y gritó algo a su cantarada que Sarah no entendió. El aire podía cortarse en el altillo y el calor era insoportable. Sarah notó que el sudor le empapaba la frente y le resbalaba por los ojos, pero no pudo apartar la mirada de la puerta, que empezó a recibir fuertes sacudidas.

Los refugiados se estremecieron y Hingis dejó escapar un ligero resoplido. Miraban el cerrojo como hechizados, esperando que resistiera aquella fuerza bruta.

Una sacudida más y al instante un puñetazo de frustración contra la puerta, que también sobresaltó a Sarah.

Luego se acabó.

Temblando por la tensión acumulada, Sarah observó cómo se alejaban los uniformados. Iban bromeando y se explicaban en voz baja que su superior tenía el cerebro de un camello. Los dos soltaron una carcajada sonora y grosera y desaparecieron de la terraza.

Durante un segundo se hizo el silencio más absoluto en la estancia. Nadie se atrevió a respirar con fuerza hasta que Sarah y sus compañeros comprendieron poco a poco que el peligro había pasado.

– Por poco, ¿verdad? -preguntó finalmente una voz con acento árabe.

Los ojos de Sarah ya se habían acostumbrado a la penumbra y pudo distinguir al salvador desconocido. Era un hombre rollizo que llevaba un caftán blanco y tenía unas facciones dulces y regordetas. Por debajo de unos ojos diminutos y una nariz prominente, su boca esbozaba una amplia sonrisa.

– Será mejor que no me digan quiénes son -añadió-, de ese modo no podré delatarlos.

– Parece razonable -replicó Sarah, y se levantó-. Sea quien sea, mis compañeros y yo le estamos muy agradecidos. -Inclinó la cabeza y añadió-: Schukmn.

– ¿Habla árabe?

– Un poco -admitió Sarah-. Lo suficiente para entender que esos hombres estaban dispuestos a matarnos y que usted ha arriesgado su vida al salvarnos.

– Ali Bey siempre ha sido un buen hombre. -El desconocido dirigió la vista hacia las vigas de madera que sostenían el techo de la sala-. Alá es testigo de que ese es mi único delito.

– ¿Ali Bey? -preguntó Sarah.

– Mi humilde nombre -confirmó solícito y haciendo una ligera reverencia-. Ali Bey, comerciante y experto en servicios de toda clase.

– ¿Esto también ha sido un servicio? – preguntó Hingis-. ¿Quiere que se lo paguemos?

– Por supuesto que no. -Ali Bey meneó la cabeza.

– Entonces ¿por qué nos ha ayudado? -quiso saber Du Gard.

– Quizá porque no me cae bien ese voceras de Urabi con su movimiento nacionalista.

– Non? Yo creía que el pueblo egipcio apoyaba incondicionalmente a Urabi y a sus rebeldes.

– En cierto modo, solo soy medio egipcio -explicó Ali Bey con una sonrisa que parecía pedir disculpas-. Mi madre era una hija del desierto, pero mi padre era un efendi turco. Por lo tanto, al menos la mitad de mi persona era subdita leal de Su Excelencia el jedive.*

* Funcionario del Imperio otomano.

– ¿Y la otra mitad? -se interesó Sarah.

– Es lo bastante sabia para saber desde hace tiempo que no hay que morder la mano que te da de comer -respondió el comerciante diplomáticamente-. Yo no tengo nada en contra de los europeos. Aunque a mis ojos todos son unos infieles y sus modales en el trato dejan mucho que desear, con excepción de los presentes, naturalmente, los aprecio porque son de fiar en los negocios.

– En efecto -replicó Sarah, en cierto modo perpleja ante tanta sinceridad-. ¿Y le interesaría hacer un negocio ahora?

– Depende del tipo de negocio que sea. Desgraciadamente, en los tiempos agitados que corren, mis posibilidades están bastante limitadas…

– Pero no se ha ido de la ciudad…

– La -dijo meneando la cabeza-. Nací en Alejandría y de aquí no me echarán ni alguien que se ha autoproclamado pacha ni los británicos con sus ansias de abrir fuego. Ustedes, en cambio, deberían huir lo antes posible. El peligro les acecha por todas partes, no solo por parte de los soldados. Los discursos incendiarios de Urabi y el miedo a los británicos han sublevado a la gente. Matarán sin contemplaciones a cualquier europeo que caiga en sus manos.

– Merde! -exclamó Du Gard.

– Yo podría sacarlos de la ciudad de un modo seguro -propuso Ali Bey-, a cambio de unos pequeños honorarios, se entiende.

– No, gracias -rehusó Sarah-. Nos hemos arriesgado mucho para llegar a Alejandría a pesar del bloqueo y no nos iremos hasta que no hayamos encontrado lo que buscamos.

– ¿De verdad? -En los ojos del comerciante, que parecía olisquear el negocio, llameó la curiosidad-. Y, si me permiten la pregunta, ¿qué están buscando?

– A un hombre. Un inglés -respondió Sarah-. Se llama Gardiner Kincaid… Lord Kincaid. Dirige una expedición británica que trabajaba aquí hasta hace poco.

– Naram -convino Ali Bey-. Hasta que los esbirros del pacha expulsaron de la ciudad a todos los extranjeros.

– ¿Conoce a lord Kincaid? -Sarah concibió una repentina esperanza.

– La. -Ali Bey meneó la cabeza-. Pero conozco el lugar donde los británicos cavaban la tierra, hasta que los echaron de la ciudad.

– ¿Los echaron de la ciudad? ¿Ya no están aquí?

– Por lo que sé, a algunos los capturaron, pero no sabría decirles si entre ellos se encontraba el hombre que buscan.

Sarah sacó el dibujo del mapa que llevaba debajo de la ropa.

– ¿Dónde estaban excavando? ¿Podría señalármelo?

– Pues claro que puedo, pero eso no sería muy inteligente por mi parte, ¿no cree? -El alejandrino se echó a reír-. Si les indico el lugar exacto, podrán llegar allí por su cuenta y el pobre Ali Bey se irá con las manos vacías.

– Le aseguro que eso no ocurrirá -replicó Sarah-. Me ocuparé de que cualquier información útil que nos dé le sea recompensada.

– Una generosa oferta, pero ¿puedo fiarme? Le haré una contrapropuesta: yo los guiaré personalmente hasta el lugar donde los británicos excavaban, aunque no antes del anochecer. De día, el peligro de ser descubiertos es demasiado grande.

– Pero si aún no es ni mediodía -objetó Hingis-. ¿Qué pretende que hagamos hasta la noche?

– Se quedarán aquí a esperar. En mi casa están a salvo de los soldados. Ali Bey tiene fama de ciudadano honrado y cumplidor de las leyes.

La sonrisa que el comerciante esbozó después de pronunciar tales palabras no acabó de gustar a Sarah. Más bien le dio la impresión de que Ali Bey era conocido por ser un marrullero y, aunque eso iba en contra de su rectitud, se guardó mucho de comentarlo.

¿Tenían que confiar en el comerciante?

En Alejandría, Ali Bey estaba en casa. Seguramente conocía hasta el último rincón de la ciudad; si realmente podía llevarlos al lugar donde su padre había estado trabajando hasta hacía bien poco, se acercarían un buen trecho al objetivo de su búsqueda. Pero, por otro lado, nada indicaba que el comerciante supiera realmente de qué estaba hablando. Lo más probable era que fuera un pícaro redomado que quería sacar dinero de la situación…

– No se fíe-le susurró Hingis-. Lo más probable es que quiera entregarnos a los soldados.

– Si eso fuera cierto, no le habría hecho falta salvarnos de ellos antes -objetó Sarah. El hecho de que Ali Bey no le gustara a su rival hizo que el comerciante le resultara más simpático. Pero con eso no bastaba.

»¿Maurice? -preguntó.

– Creo que deberíamos arriesgarnos. Con todos los uniformados y el caos que hay fuera no podemos continuar la búsqueda hasta que anochezca, c'est vrai.

– Entonces aceptamos -dijo Sarah-; cerraremos el trato, Ali Bey. Seguro que nos pondremos de acuerdo en el precio por sus servicios, pero no cobrará hasta que lleguemos al sitio.

– Por supuesto. -La dentadura del alejandrino brilló al esbozar una amplia sonrisa-. Es usted una mujer inteligente.

Y le aseguro que no se arrepentirá de haber tomado la decisión de confiar en Ali Bey.

– Eso espero -contestó Sarah con énfasis-. Eso espero…

2

El-Gumruk, Alejandría

Noche del 10 de julio de 1882

Pasaron el resto del día cobijados en casa de Ali Bey, muy cerca de la zona aduanera. Una escalerilla conducía desde el altillo hasta la planta baja, donde se estaba fresco y a la sombra, gracias a los postigos cerrados. Sarah y sus compañeros se turnaron para vigilar la puerta y espiar a través de unas ranuras por si había que emprender rápidamente la huida.

Su preocupación fue del todo infundada.

En todo el día no vieron a ningún soldado, de manera que casi podrían haber creído que la crisis había pasado de no ser por los hombres, mujeres y niños que no paraban de pasar a toda prisa por la callejuela, con sus pocos bienes cargados al hombro y el pánico escrito en el semblante.

A Sarah le resultó deprimente ver lo que provocaba la mera concentración de la flota de guerra británica. En el lejano Londres, los diarios probablemente escribirían algo sobre el glorioso pasado de la Royal Navy, sobre la maravilla técnica que representaba un acorazado de guerra como el Inflexible y, seguramente, también sobre por qué no podía permitirse que los rebeldes se hicieran con el control del canal de Suez. Pero en Inglaterra nadie vería la miseria y el terror reflejados en los ojos de la gente. Y nadie oiría los lamentos de las mujeres ni el llanto de los niños que habían tenido que abandonar sus casas y emprender la huida.

Abocada a la inactividad, Sarah se adentró en pensamientos sombríos, la mayoría de los cuales tenía que ver con su padre. Constantemente la invadía el temor a llegar demasiado tarde, a que el viejo Gardiner pudiera haber muerto ya, pero Du Gard la tranquilizaba. Por alguna razón, parecía convencido de que lord Kincaid seguía con vida y, por todo lo que la joven había visto y presenciado, Sarah no tenía motivos para dudar de la veracidad de sus palabras.

Pero ¿y si se equivocaba? Du Gard no podía saberlo todo. Aunque sus facultades fueran sorprendentes, seguramente tendrían límites…

Devorada por una creciente inquietud, Sarah ansiaba que llegara el final del día. Cuando este se anunció por fin y el cielo se tiñó de rojo hacia el oeste, los cuatro compañeros de expedición, tan distintos entre sí, se prepararon para partir. Ali Bey insistió en servir una cena ligera a sus huéspedes: habas con cebolla y olivas que había tenido al fuego todo el día. También hubo pan y café.

Debido a la tensión, Sarah no tenía hambre ni sed, pero aceptó de todos modos. Por un lado, porque era imposible predecir cuándo volverían a disfrutar de una comida caliente y, por otro, porque no quería ofender a Ali Bey. Los alimentos estarían racionados a causa del bloqueo británico. El hecho de que el comerciante se los ofreciera, aunque probablemente no le sobraban, infundió un gran respeto a Sarah y, una vez más, se dio cuenta de que en aquellas latitudes la hospitalidad no era una palabra hueca.

Después de cenar, Ali Bey apagó el fuego del hogar y la lámpara de aceite que había sobre la mesa.

– Órdenes del ejército -explicó-. Como si la oscuridad pudiera impedir que los británicos hagan volar las casas por encima de nuestras cabezas…

Sarah no dijo nada, ¿qué podría haber replicado? ¿Que lo sentía?'Hasta entonces apenas había reflexionado sobre los intereses coloniales y se había mostrado indiferente cuando la política se había impuesto a cañonazos. En el futuro pensaría de otra manera…

Esperaron hasta la puesta del sol; luego, Ali Bey fue el primero en salir de la casa. Dio unos pasos por la callejuela, en una y otra dirección, y se aseguró de que el camino estuviera despejado. Entonces hizo señales a sus protegidos, que llevaban el mismo disfraz que por la mañana, para que lo siguieran.

Recorrieron el laberinto de callejuelas, aparentemente trazado sin planificación alguna, que se extendía hacía el sudeste, hacia Attarin y a la periferia de la ciudad. Mientras tanto, el cielo siguió tiñéndose y acabó adoptando un tono rojo oscuro que cubrió los tejados de las casas y los remates de los muros y que daba la impresión de derramarse por las paredes blancas de las callejas.

– Mala señal -afirmó Ali Bey convencido-. La sangre correrá a borbotones, amigos míos. La noche está preñada de desgracia… de desgracia para Alejandría…

El tono de su voz y la expresión de su rostro provocaron un escalofrío a Sarah a pesar del calor sofocante que flotaba en la ciudad. Miró interrogativa a Du Gard, pero el adivino se limitó a encogerse de hombros y a darle la espalda. O no tenía nada que decir o, y esto le pareció más probable a Sarah, compartía el sombrío criterio de Ali Bey. El ataque británico parecía inevitable, y la búsqueda del padre de Sarah se había convertido en una carrera contra el tiempo.

Las callejuelas vacías se hundieron en la oscuridad. No salía luz de las casas, no había ascuas en los hogares, y en los pocos sitios donde una lámpara de aceite encendida colgaba de la marquesina de una tienda o de un taller, suspiraba una profunda negrura.

Al principio, Sarah intentó seguir en el mapa el camino que había tomado Ali Bey. Pero la creciente oscuridad y el hecho de que muchas de las callejuelas angostas que recorrieron por El-Gumruk no aparecían en el mapa la obligaron a dejarlo correr.

Sarah había estado varias veces en Alejandría, aunque muchos años atrás, y la conocía lo suficiente para saber que se encontraban cerca de la mezquita de Attarin, cuyo típico minarete coronado por una esfera asomaba por encima de los muros. Además, en aquel preciso momento sonó la voz del muecín llamando a la oración. Justo entonces, Ali Bey se detuvo bruscamente.

Con un gesto de mano enérgico indicó a Sarah y a los demás que se ocultaran en las sombras de los muros y se arrimaran tanto como pudieran a las caldeadas piedras. Un instante después supieron el motivo: una patrulla militar se acercaba por la estrecha callejuela.

Sarah, Hingis y Du Gard contuvieron el aliento… ¡Los soldados iban directos hacia ellos! Sarah pensó febrilmente si aún estarían a tiempo de huir, pero, si se movían, los soldados los descubrirían y abrirían fuego contra ellos.

Fue Ali Bey quien tuvo la idea salvadora. El guía se agachó disimuladamente, cogió un puñado de piedras del suelo y las tiró en un callejón adyacente. El ruido que provocó detuvo a los soldados; siete, según contó Sarah.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó uno.

– Habrá sido una rata -contestó otro-En este barrio hay muchas.

– Mejor echamos una ojeada; el sargento nos mandará azotar si luego resulta que hemos dejado escapar a un espía -Uno tras otro, los uniformados desaparecieron por el callejón, y Sarah y sus compañeros aprovecharon para salir de su escondite. Se deslizaron sin hacer ruido por la callejuela estrecha y desaparecieron por un recodo antes de que los soldados pudieran comprobar que habían sido engañados.

– ¿Ha entendido lo que decían? -preguntó Ali Bey a Sarah a media voz.

– Sí, buscan espías británicos.

– Eso les complica a ustedes las cosas. Si los descubren, no se andarán con contemplaciones, ¿comprenden?

– En efecto.

– ¿Y no prefieren regresar? -La mirada de Ali Bey reflejaba una seria preocupación-. No sé por qué buscan al hombre del que me han hablado. Pero dudo que valga la pena perder la vida por él…

– Es mi padre -confesó Sarah.

– ¿Su padre?

– Así es -asintió la joven-. Hemos venido para encontrarlo y llevarlo de vuelta a Inglaterra.

– Que Alá me tape esta boca deslenguada -se reprendió el alejandrino-. Y que me conceda la gracia de encontrar a una esposa que me dé una hija como usted -añadió antes de avanzar a grandes zancadas y ponerse en cabeza del grupo.

Las calles por las que caminaron en silencio, siempre alerta y guardándose de los soldados, estaban flanqueadas por comercios, todos cerrados. Como Sarah ya sabía, estaban rígidamente ordenadas por mercancías.

Cada una se dedicaba a un oficio. En una trabajaban los escribientes, en otra los alfareros y en otra los fabricantes y vendedores de perfumes. Los aromas que impregnaban las hileras de casas eran de lo más exótico, y Sarah recordó que, en visitas anteriores, los zocos de Alejandría habían sido un lugar lleno de colorido y de actividad frenética. Aquella noche, en cambio, parecían muertos.

El miedo atenazaba la ciudad entre sus férreas garras…

Ali Bey volvió a tomar caminos que Sarah desconocía. Las casas a ambos lados de la calle eran cada vez más viejas y ruinosas, un signo inefable de que se acercaban a las afueras, donde vivían los pobres.

Entretanto, la noche había caído del todo y la única fuente de luz que había era la pálida media luna, cercada por unas nubes deshilachadas en lo alto del cielo. Las casas del zoco, lujosas en comparación, se fueron transformando en barracas de un barrio miserable. Allí malvivían los jornaleros, muy a menudo en moradas que no eran más que ruinas. A Sarah le dio la impresión de que Alejandría era un organismo gigantesco que se alimentaba y digería continuamente por su cuenta. Una cosa se apilaba sobre la otra: Antigüedad, Edad Media y modernidad. Un lugar donde la historia estaba viva y a la vez tan muerta como solo ella podía estarlo.

A la izquierda se extendían los túmulos del cementerio musulmán y delante se abría un yacimiento cuyas ruinas se alzaban sobre la arena, blancas como huesos. Podía distinguirse lo que quedaba de un muro circular que antaño seguramente había protegido la zona; más allá de la corona desmoronada despuntaban las ruinas de varias torres y de diversas construcciones, entre las cuales se encontraba aquella que había dado más alas a la imaginación de cualquiera que hubiera visitado Alejandría en los últimos siete siglos.

La columna de Pompeyo.

– Es nuestro objetivo -dijo Ali Bey al ver la mirada de Sarah clavada en la columna, que parecía sobresalir de un cadáver de piedra como un hueso roído.

– ¿Allí organizaron las excavaciones? -preguntó Sarah.

– No muy lejos de ese lugar -afirmó el comerciante-. ¿No me cree?

– Sí, le creo -aseguró Sarah sin dudar ni un momento, porque de repente todo parecía cobrar sentido…

Ali Bey asintió satisfecho y continuó avanzando. Hacía rato que los adoquines de las calles habían dado paso a una suma de escombros y arena, y se vieron obligados a caminar campo a través y a trepar por obstáculos de todo tipo, de lo que Friedrich Hingis se desquitaba lanzando maldiciones en voz baja.

– Qu'est-ce qui sepasse, mon ami ? – preguntó Du Gard-. ¿Ya está harto de grandes aventuras arqueológicas?

– Yo no hablaría de aventuras -musitó Hingis jadeando-, sino más bien de locuras. Y cuanto más dura esta caminata nocturna, menos confío en que nos conduzca a alguna parte. Ese Ali Bey no es más que un timador que quiere sacarnos dinero.

– No creo -replicó Sarah con determinación.

– ¿Ah, no? ¿Y qué se lo hace pensar?

– El hecho de que nos ha traído hasta aquí -explicó-. La columna de Pompeyo es uno de los lugares que más había considerado como posible localización de las excavaciones. Por eso dibujé el croquis de un mapa de la zona.

– También podría ser una casualidad.

– No -dijo Sarah meneando la cabeza-. ¿Nunca ha oído hablar de la teoría de que la columna no se erigió realmente en honor del general romano Pompeyo? ¿De que se trata de un error en el que ya cayeron los cruzados en la Edad Media?

– Por supuesto, pero…

– Hay algunos historiadores -prosiguió Sarah impasible- que sostienen también que la columna formaba parte originalmente de la perístasis* de un templo fortificado que estaba consagrado a la diosa egipcia Serapis. Por lo visto, la construyeron durante el reinado de Ptolomeo II y la reina Arsínoe.

* Columnata exterior.

– ¿Arsínoe? -preguntó Du Gard-. ¿No es esa la dama de la que habló nuestro amigo encapuchado? ¿La que estaba relacionada con aquel poder misterioso?

– Efectivamente -asintió Sarah-. Y cabe suponer que el Serapeo albergaba una parte de la Biblioteca de Alejandría. Es posible que aquí se cierre el círculo.

– Hipótesis, solo hipótesis -recriminó Hingis-. Pero no hay una sola prueba concluyente que las demuestre. Si su padre se apoya en suposiciones tan cuestionables, no le concedo muchas posibilidades en esta empresa.

– Espere y verá -lo desafió Sarah fríamente mientras subían por un terreno abrupto lleno de piedras que bien podrían formar parte de las ruinas de un edificio antaño orgulloso.

Al otro lado los esperaba Ali Bey, luciendo una alentadora sonrisa de oreja a oreja: ya faltaba poco para llegar a la columna.

El alejandrino los condujo de nuevo por una extensa superficie de arena en la que, a la pálida luz de la luna, aquí y allá destacaban sillares mellados y fragmentos de capiteles antiguos. Sarah notó que se le aceleraba el pulso. ¿Vería por fin aquello en lo que su padre había trabajado con tanto ahínco durante los últimos meses? ¿Daría con indicios que le permitirían encontrarlo?

Una parte de ella continuaba teniendo la esperanza, contraria a toda razón y a toda probabilidad, de que su padre seguiría allí, de que lo encontraría y él la estrecharía entre sus brazos. Pero, evidentemente, sabía que era una esperanza vana. Las ruinas estaban abandonadas, eran un cementerio de tiempos pretéritos. No se veía un alma por ningún sitio.

Y no solo eso.

Cuanto más se acercaban a la columna, más evidente era que allí no había ninguna excavación en marcha, ni siquiera una que hubiera sido abandonada. No se apreciaban rastros de ningún campamento, y Sarah tampoco pudo avistar ninguna fosa ni ningún otro indicio de que allí se hubieran efectuado trabajos arqueológicos o se hubieran interrumpido precipitadamente. Y, sin poder evitarlo, la asaltaron las dudas…

– ¿Qué significa esto? -inquirió lanzando una mirada escrutadora a Ali Bey-. ¿Por qué nos ha traído aquí? No veo ni rastro de una excavación.

– Paciencia -pidió el comerciante con serenidad.

– Pero la columna…

– Yo no dicho nada de la columna, lady Kincaid. Son suposiciones suyas.

Sarah no supo qué contestar. Calló y decidió darle otra oportunidad al guía, aunque no pensaba perderlo de vista un instante. Cuando aún faltaban unos cincuenta metros para llegar a la columna de Cneo Pompeyo, Ali Bey cambió de repente el rumbo de la marcha y se dirigió a un montón de ruinas que se hallaban a cierta distancia en medio de la arena.

Y entonces Sarah encontró lo que buscaba.

Las tiendas militares de color caqui apenas se veían a simple vista, ya que algunas habían sido derribadas y las lonas estaban medio tapadas por la arena. Pero era evidente que allí había habido un campamento hasta no hacía mucho, el campamento de una expedición arqueológica…

– Padre -murmuró Sarah y, aunque sabía que era absurdo, aceleró el paso y echó a correr.

– ¡No, lady Kincaid! -la advirtió Ali Bey, pero Sarah no le hizo caso.

Las ropas anchas que llevaba la estorbaban y las botas se le hundían en la arena hasta los tobillos, pero siguió corriendo imperturbable hacia los restos del campamento. Por fin conseguía una evidencia, por fin una pista que…

Lo primero que Sarah notó fue el olor que el viento de la noche arrastraba desde el campamento, un olor tan intenso que tuvo la sensación de chocar contra un obstáculo invisible.

Solo el hálito repugnante de la putrefacción podía ser el causante de aquel hedor insoportable…

Aquello la conmocionó, pero siguió corriendo; no podía parar. Llegó al campamento temiendo lo peor, y tuvo que taparse la boca y la nariz con la tela de la chilaba para que no la derribara el hedor abominable que lo invadía todo. Mirara donde mirara, únicamente veía destrucción.

Solo quedaban en pie unas pocas tiendas; la mayoría de ellas habían sido derribadas, y lo único que quedaba de las lonas eran jirones quemados. La arena estaba plagada de desechos, lo cual permitía deducir qué había pasado: astillas de una caja de madera, una pala rota, una linterna hecha añicos, un catre destrozado. Todo parecía indicar que el campamento había sido atacado y destruido por completo…

Pero… ¿dónde estaban sus moradores?

Sarah chocó con el pie contra algo que estaba medio enterrado en la arena. Se agachó, rebuscó y tocó el lomo de un libro encuadernado en piel. Tuvo que tirar con fuerza para sacarlo de la arena; luego examinó el hallazgo a la luz de la luna.

Era un cuaderno de notas del que apenas quedaba algo más que el lomo; el resto estaba calcinado y se deshizo entre las manos de Sarah. Las cenizas cayeron al suelo y Sarah vio aterrorizada una mano carbonizada que sobresalía de la arena como una garra grotesca.

Un gritó de terror salió de su garganta.

Retrocedió de espanto, dio uno, dos pasos, y volvió a topar con un obstáculo. Agitó los brazos, pero perdió el equilibrio y cayó sobre una de las pocas tiendas que seguían en pie. La lona desgastada por la arena se desgarró con su peso y Sarah se precipitó en el interior. Cayó sobre blando y rodó; intentó levantarse y entonces vio las cuencas vacías de unos ojos.

El muerto yacía boca arriba, con la cabeza girada a un lado. La ropa que llevaba no eran más que los restos de un traje tropical. En los pies y las manos quedaban restos de carne corrompida. Su rostro apenas conservaba vestigios humanos y los ojos seguramente habían sido devorados por los cuervos.

Sarah se levantó de un brinco, como si hubiera sido impulsada por un resorte. Se enredó en la lona desgarrada y manoteó fuera de sí para soltarse. Mirara donde mirara, no veía más que cadáveres: unas piernas sin botas que salían por la entrada de otra tienda, un tronco sin cabeza que yacía cerca de una hoguera apagada y una miserable figura sin vida colgando de lo alto de un aparejo de madera.

A pesar del intenso hedor, Sarah intentó coger aire. Estuvo a punto de proferir un grito desgarrador que se habría oído desde muy lejos, pero afortunadamente no llegó a brotar de su garganta. Una figura apareció de repente junto a ella y le tapó la boca con la mano.

Du Gard…

El contacto con el amigo la tranquilizó un poco. Se obligó a respirar con más serenidad y luchó por vencer el pánico que se había apoderado de ella.

– ¿Aguantarás?-preguntó Du Gard.

Sarah asintió con un movimiento espasmódico de cabeza, y el francés aflojó la presión y la ayudó a liberarse de los restos de la tienda.

– Están todos muertos -musitó Sarah con un hilo de voz-. Están todos muertos…

– Je sais -dijo Du Gard mientras paseaba la mirada por el espeluznante escenario, y en su voz resonó una profunda tristeza-. Lo siento mucho, Sarah.

– ¿Por qué este baño de sangre? -Sarah meneó la cabeza desconsolada-. Esos hombres eran científicos, no eran soldados. Su trabajo tenía fines pacíficos…

– ¿Y cree que eso les importa a esos bastardos? -Friedrich Hingis se les había acercado con Ali Bey. El suizo estaba tan excitado que casi le fallaba la voz; el terror se reflejaba en su semblante -. ¡Esto ha sido un acto de pura barbarie! A estos hombres los han degollado como a animales.

– Salta a la vista -opinó Du Gard- que han tomado a los arqueólogos por intrusos, por ladrones que roban a Egipto su pasado, y se han vengado sanguinariamente.

– Eso parece -reconoció Sarah estremecida.

– Lo siento muchísimo, lady Kincaid -aseguró Ali Bey-. No quería que viera esto. Si llego a saber que su padre estaba con esta gente jamás me habría permitido traerla hasta aquí.

– No se preocupe -aseguró Sarah. Su esbelta figura se irguió y su semblante adoptó el aspecto de una máscara rígida, pero no brotó una sola lágrima de sus ojos-. Usted ha hecho lo que le pedimos, ni más ni menos. Pero nos falta la confirmación. Maurice, podrías…

– Naturellement. -Du Gard se prestó sin dudarlo un momento-. Hingis, venga conmigo y ayúdeme.

– ¿Ayudarlo? ¿A qué?

– Lady Kincaid quiere una confirmación. -¿Confirmación? ¿De qué?

Du Gard no respondió, solo lanzó al suizo una mirada tan inequívoca que Hingis comprendió enseguida de qué se trataba, pero eso no lo privó de poner el grito en el cielo.

– ¿Quiere que lo ayude a buscar a Gardiner Kincaid entre los cadáveres? -preguntó incrédulo-. ¿ Cree que no tengo nada mejor que hacer?

– De momento, no -dijo Du Gard con convicción-. Además, así le hará un favor a una amiga común.

– ¿Amiga? ¿Qué amiga? -rezongó Hingis, aunque se fue con Du Gard-. Solo hemos hecho un trato, nadie ha hablado nunca de amistad…

Una vez más, a Sarah le resultó interminable la espera.

Agradecía mucho a sus compañeros, sobre todo a Hingis, que no le hubieran exigido buscar el cadáver de su padre. Aún tenía muy presente la terrible imagen de los muertos. No habría soportado ver del mismo modo a Gardiner Kincaid.

¿Demostrarían ser ciertos los temores que había abrigado a pesar de todas las afirmaciones de Du Gard? ¿La había engañado el adivino? ¿Sabía desde hacía tiempo que a su padre le había ocurrido algo, que su cuerpo sin vida se estaba pudriendo en la arena del desierto?

Ali Bey ayudó en la búsqueda, como si así pudiera reparar la injusticia que se había cometido allí y de la que se sentía en parte responsable. Evidentemente, eso era una tontería: Sarah había visto bastante mundo y vivido lo suficiente para saber que un pueblo nunca es bueno o malo. En todas partes existen ambas cosas, luz y sombras, y donde la crueldad y la infamia prosperan, a menudo también crece una extraordinaria nobleza.

Sarah lo tenía muy claro, pero ¿seguiría estando tan convencida si le confirmaban la muerte de su padre? ¿Si todo en lo que había creído y por lo que había emprendido el largo viaje quedaba destruido de golpe?

Cuando vio a Du Gard y a Hingis regresar a la pálida luz de la luna, dos caminantes solitarios sobre un campo de muerte, tuvo la sensación de que el tiempo se detenía.

– ¿Qu… qué? -preguntó con voz ronca.

– Non. -Du Gard meneó la cabeza-. El viejo Gardiner no se encuentra entre los muertos.

– ¿Estáis seguros?

– ¿A qué vienen tantas preguntas? -se acaloró Hingis, más lívido aún que antes-. Tan seguros como se puede estar después de registrar los bolsillos de una docena de cadáveres medio descompuestos y examinar sus papeles.

– ¿Y no habéis encontrado ni rastro de mi padre?

– Nada.

Sarah respiró. A pesar del horror que había visto, una sonrisa se deslizó por su semblante.

– Sin embargo -se apresuró a aclarar Du Gard-, eso no significa nada. Podrían habérselo llevado a otra parte y haberlo matado allí.

– ¿Y eso lo dices precisamente tú? -preguntó Sarah-. ¿Después de haberme asegurado todo el tiempo que mi padre seguía con vida y que no debía preocuparme?

– Alors. -Maurice du Gard tenía la vista clavada en el suelo y, una vez más, daba la impresión de que su semblante se había petrificado-. Eso lo dije antes de venir aquí. Antes de ver el horror…

Sarah no replicó nada. Por muy sorprendentes que fueran las habilidades de Du Gard, parecían depender de sus sentimientos personales. Y, por lo visto, no conseguía imaginar que alguien hubiera sobrevivido a aquella cruel matanza. Sin embargo, los hechos eran que el cadáver de Gardiner Kincaid no se hallaba entre los muertos y aquello solo permitía dos conclusiones. O el padre de Sarah continuaba con vida o…

– Eso no demuestra nada, absolutamente nada -se enardeció Hingis, que descargó su consternación en forma de pura hostilidad-. Es posible que su padre estuviera en otro sitio en el momento en que se produjo el ataque. Es más, ni siquiera sabemos si lo estamos buscando en el lugar adecuado.

– Creo que sí -replicó Sarah-. Estas tiendas pertenecen al ejército británico, igual que esas herramientas y las cajas de las provisiones… Y sabemos que la expedición de mi padre se realizaba por encargo del gobierno. Además, la zona de excavación coincide con mis investigaciones. De todo ello deduzco que…

– Lady Kincaid -interrumpió Ali Bey de repente, con un tono de voz alarmante.

– ¿Qué…?

Sarah enmudeció al volverse hacia el guía, puesto que entonces pudo verlos. Soldados egipcios. Como mínimo dos docenas.

Vestidos con sus uniformes blancos, se divisaban desde lejos en la oscuridad y sus bayonetas brillaban a la fría luz de la luna.

Sarah y sus compañeros buscaron refugio de inmediato detrás de unos restos del campamento. Los soldados todavía estaban lejos y no parecía que los hubieran descubierto, pero marchaban directamente hacia ellos…

– Alors, parece que nuestra excursión nocturna no ha pasado desapercibida -comentó Du Gard.

– O eso o alguien nos ha delatado -gruñó Hingis.

– ¿Quién? -Ali Bey le lanzó una mirada extraña-. ¿Yo? Créame, efendi, esta visita me aterra tanto corno a usted. A todos los que atrapan colaborando con el enemigo les cortan las manos.

– Eso no ocurrirá -dijo Sarah resuelta-. Váyase, Ali Bey.

– ¿Qué?

– Su parte del trato consistía en guiarnos hasta el yacimiento arqueológico, y ya lo ha hecho. Ahora, váyase. Aún está a tiempo de ponerse a salvo.

– ¿Y quién se ocupará de ustedes? Con su permiso, lady Kincaid, sin mí no podrán arreglárselas. Necesitan mis servicios… tanto como yo su dinero. -La fugaz sonrisa que se dibujó en su semblante desarmaba a cualquiera.

– No le haga caso -masculló Hingis-. Es un traidor y quiere que nos pasen a cuchillo.

Sarah escrutó al alejandrino, que la miraba atentamente.

– No lo creo -dijo-. Él nos ha guiado hasta aquí y él nos sacará de aquí, ¿verdad?

– Haré lo que pueda -dijo sonriendo.

– Haga lo que haga, hágalo pronto -apremió Du Gard-. Esos engorrosos messieurs se están acercando y no tienen pinta de venir con ganas de bromas.

– Seguro que no. -Ali Bey meneó la cabeza-. Tenemos que escondernos. Lo mejor será bajar a la fosa que ha excavado su gente.

– ¿Está loco? -exclamó acalorado Hingis-. Aquello será una ratonera.

– Solo si nos encuentran -objetó Ali Bey enigmáticamente, y Sarah decidió seguir su plan.

No podían regresar sobre sus pasos porque caerían directamente en manos de los soldados, y tampoco había escapatoria por los laterales, puesto que tendrían que correr campo a través y quedarían a merced de las miradas de los soldados y también de sus balas.

Así pues, solo cabía la huida hacia delante.

En el sentido literal de la palabra…

Ali Bey asumió el papel de guía. Avanzó agachado, deslizándose junto a tiendas destruidas y cadáveres horriblemente desfigurados que yacían por doquier en la arena, muchos de los cuales no pertenecían a británicos sino a lugareños. Era evidente que los que colaboraban con el enemigo no podían esperar clemencia de los fanáticos.

Llegaron al extremo del campamento donde destacaba el aparejo hecho de palos de madera, junto con el espeluznante ornamento que colgaba de él. El calor y los cuervos habían hecho bien su trabajo, y la mirada grotesca de una calavera contemplaba a Sarah y a sus compañeros.

– Abajo -susurró Ali Bey, y descendieron por una escalera de mano que estaba apoyada en el borde del pozo excavado.

Sarah echó un último vistazo a los soldados, que ya se habían aproximado un buen trecho. El tiempo apremiaba…

La joven descendió detrás de los hombres. Las paredes de la excavación estaban apuntaladas con una estructura provisional de madera que ya había perdido la batalla contra la arena en algunos puntos.

Las dimensiones de la galería excavada infundieron respeto a Sarah. Teniendo en cuenta que su padre y sus hombres solo habían tenido un mes de tiempo, los resultados eran admirables. A una profundidad de unos dos metros y medio, habían despejado una superficie de unos diez metros de largo por cuatro de ancho, más los hallazgos sepultados en la arena. Lo primero que vio fue una estatua en medio de la gruta, desenterrada hasta la mitad y en muy buen estado.

– Por la forma de la cabeza y el estilo, podría tratarse de una representación de Ramsés II -constató Hingis, a quien el interés profesional hizo olvidar por un momento el miedo a los soldados-. Pero no entiendo qué hace su estatua en el baluarte de los ptolomeos…

– Es Ramsés -acordó Sarah con énfasis-, no cabe la menor duda.

– Pourquoi? -preguntó Du Gard.

– ¿Recuerdas las palabras de despedida de Francine Recassin? Dijo que Ozymandias tenía la respuesta a nuestras preguntas y, ya te lo expliqué, Ozymandias es el nombre griego de…

– … Ramsés II -completó Du Gard perplejo-. ¿Y tú crees que…?

– No creo, sé que hay una relación -lo interrumpió Sarah con vehemencia-, pero aún no he averiguado cuál.

– Deberíamos darnos prisa, lady Kincaid, o no lo averiguaremos nunca -le recordó Ali Bey. La proximidad de los soldados ponía cada vez más nervioso al guía-. Si no desaparecemos enseguida, los esbirros de Urabi nos capturarán y nos conducirán ante el verdugo.

– Bueno, ¿y hacia dónde vamos? -gruñó Hingis-. Nos ha traído a un callejón sin salida; o sea, que haga el favor de decirnos…

– Hacia allá -dijo Ali Bey, y se apresuró a pasar al otro lado de la estatua que se alzaba como un monumento en medio de la gruta.

Al otro lado de la escultura de piedra habían perforado un pozo que descendía aún más en la arena. El final no podía verse en la oscuridad.

– Regarde! -exclamó Du Gard perplejo-. Doble suelo, como en la caja de un mago.

Uno tras otro descendieron por la escalera de mano hacia el fondo oscuro, donde la luz de la luna desaparecía a los pocos pies de profundidad. Sarah oyó un chapoteo sordo cuando Ali Bey llegó al suelo. La humedad se había filtrado en el fondo del pozo, lo cual podía deberse a la cercanía del canal de Mahmoudia que recorría la zona por el sudoeste.

Sarah fue la siguiente en llegar abajo. Necesitó un momento para que sus ojos se acostumbraran a la poca luz. Pero luego vio que el pozo se ensanchaba en un lateral y parecía dar a una galería que se adentraba a una profundidad insospechada.

– Las excavaciones de mi padre no se centraban en la estatua -conjeturó Sarah-. Se trataba de este pasadizo secreto.

– Es evidente -convino Ali Bey-. Y este pasadizo puede ser nuestra salvación.

– ¿Cómo lo sabía?

La sonrisa picara que se dibujó en el rostro lozano del alejandrino apenas se intuyó en la oscuridad.

– Soy un comerciante cuidadoso y, como tal, tengo mis fuentes de información, lady Kincaid. Además, todos los alejandrinos sabemos que una segunda ciudad se extiende por debajo de los cimientos de la primera…

Sarah no tuvo tiempo de preguntarle de qué hablaba exactamente. Supuso que se refería a las catacumbas de Kom el Shokafa, que se hallaban a menos de medio kilómetro de distancia… ¿Era posible que llegaran hasta allí? ¿Y qué tenían que ver con la tumba de Alejandro y con la biblioteca perdida que teóricamente buscaba su padre?

Du Gard y Hingis se les unieron en el fondo del pozo y ambos soltaron una sarta de improperios cuando sus botas se hundieron en el fango.

– Silencio -los conminó Sarah enérgicamente-. Los soldados pueden aparecer en cualquier momento…

De hecho, poco después les llegaron voces a través del pozo. El enemigo había llegado al campamento y lo estaba registrando. Sarah se preguntó angustiada si los soldados iban realmente en su busca. ¿Cómo diantre se habían enterado de que estaban en Alejandría?

La terrible sospecha de que había un traidor en sus filas la asaltó un momento, pero no tuvo tiempo de sopesarla. Porque un instante después se vio la luz de una antorcha que tiñó de rojo la oscuridad por encima del pozo y se oyó el crujir de pasos sobre la arena.

– Nos están buscando -susurró Hingis en voz tan baja que apenas se le oyó-. Y parece que saben dónde estamos…

Sarah notó que Ali Bey la cogía de la mano y tiraba de ella por las tinieblas de la galería, tan absolutas que no se veía nada a un palmo. Du Gard y Hingis los siguieron, aunque solo dieron unos pasos. La huida acabó ante un obstáculo que no podían sortear. Sarah lo palpó con las manos para intentar conocer sus dimensiones y constató que no solo cubría toda la anchura de la galería, sino que también abarcaba desde el suelo hasta el techo. Un muro de piedra, liso y macizo como un sillar, les bloqueaba el camino.

– Misch kwayyes -murmuró Ali Bey-. Esto no es bueno…

– Parece una trampilla de piedra, similar a las que solían usar los arquitectos de las antiguas pirámides -apuntó Sarah.

– Y eso significa que detrás se oculta algo importante -concluyó Hingis.

– Efectivamente. El ataque al campamento debió de producirse antes de que mi padre y su gente consiguieran abrir la puerta…

– ¡Eh! ¡Vosotros ahí bajo! -se oyó gritar de repente a una voz seca en mal inglés.

Sarah y sus compañeros se quedaron helados en la negrura.

– Fuera con manos arriba -exigió la voz implacable.

– Nos está hablando en inglés -musitó Hingis presa del pánico-. Saben que estamos aquí…

A Sarah le habría gustado contradecirlo, pero no cabía duda de que el suizo tenía razón. El soldado les hablaba en su idioma y eso solo podía significar que conocía su identidad. La pregunta era cómo…

– Silencio -advirtió Ali Bey en un susurro-. Mantengan la calma, a lo mejor se van.- Pero los soldados no pensaban hacerlo.

– Sabemos que ahí bajo -ladró el portavoz en mal inglés-. Fuera con manos arriba o nosotros abajo.

– Ven, cobarde -masculló Sarah entre dientes, y sacó el arma.

– ¿Te parece sensato? -preguntó Du Gard.

– Probablemente, no -admitió-, pero no tengo ganas de acabar como los pobres diablos de ahí arriba.

– Con un puñado de balas no podrás impedirlo -vaticinó el francés, y Sarah tampoco fue capaz de contradecirlo.

Pero no podía hacer otra cosa más que sujetar la culata de nácar del revólver de la Marina Real mientras la asaltaba el mal presentimiento de que había cometido una serie de errores graves, quizá incluso fatídicos. El error de salir de Londres.

El error de no haber hecho caso de las advertencias y de querer buscar a su padre por su cuenta.

El error de confiar en los demás…

Una luz trémula penetró de repente en el pasadizo. Habían bajado una linterna colgada de una cuerda que asomó balanceándose por la entrada de la galería. Al cabo de un momento se oyó que alguien descendía los peldaños de la escalera.

Sonó un clic cuando Sarah quitó el seguro del revólver.

Sujetándolo con ambas manos apuntó al pozo, donde ya podían verse dos piernas ceñidas en unos pantalones de uniforme blancos y cubiertos con polainas hasta las rodillas.

– Dispare -le dijo Friedrich Hingis en voz baja-. Si piensa hacer algo para salvarnos, que sea ahora…

– Non -lo contradijo Du Gard-, sería absurdo. Quizá podamos hacer tratos con ellos…

– Ojalá -gruñó Sarah, y presionó ligeramente el índice sobre el gatillo.

El soldado soltó una maldición en árabe cuando saltó dentro de la gruta apuntando con el fusil. Sarah supo que aquel era el momento en que tenía que disparar si quería salvar su vida y la de sus compañeros con el poder de las armas… Pero no lo hizo.

Porque la luz de la linterna que penetraba en la galería le permitió descubrir algo que estaba oculto en la oscuridad más profunda y que atrajo tanto su atención que el peligro que los amenazaba perdió de golpe toda importancia.

Eran cinco signos.

Cinco letras del alfabeto griego que habían sido labradas en el techo de la galería en tiempos inmemoriales y que demostraban a todas luces que Sarah seguía la pista correcta y que aquel era realmente el lugar donde su padre había estado trabajando.

A B T A E

– El sello de Alejandro -murmuró Sarah.

Un instante después ya era demasiado tarde para defenderse. Llegaron tres soldados más a la gruta y los apuntaron con sus armas, de manera que cualquier movimiento sospechoso habría significado una muerte segura.

– ¡Fuera armas o todos muertos! -gritó uno de ellos con voz ronca, y Sarah se descubrió soltando el revólver, que cayó en el lodo y se hundió en él.

Fuerte Quaitbey,

Alejandría Noche del 11 de julio de 1882

El fuerte Quaitbey debía su nombre al sultán que lo mandó construir a finales del siglo XIV en la lengua de tierra que dividía el puerto en dos partes, la occidental y la oriental, y cuyo extremo había sido una isla en la época clásica. Sarah nunca había visto el interior de la fortaleza, que en el transcurso de su larga y ajetreada historia había servido de cuartel, primero a los soberanos mamelucos, luego a los conquistadores otomanos, a los franceses en tiempos de Napoleón y, finalmente, a las tropas de Muhammad Ali.

Aquella noche tampoco pudo hacerse más que una idea vaga del aspecto que tenía el interior de los adustos muros dotados de torres de defensa puesto que, encerrada en un carro de transporte de prisioneros, solo consiguió atisbar fusiles listos para disparar y soldados con uniformes blancos que parecían ocupar la fortaleza a cientos.

Desde el lugar adonde llevaron luego a Sarah y a sus acompañantes no se veía el exterior. El carro se metió en una casamata subterránea, donde obligaron a los prisioneros a apearse encañonándolos con las armas. A Sarah y a los demás no les quedó más remedio que obedecer. Se habían entregado y estaban a merced de la voluntad de los esbirros.

Y, con todo, aún podían hablar de suerte.

En un primer momento, Sarah había pensado que los soldados abrirían fuego y los matarían sin más ceremonia, pero no lo habían hecho. Se habían limitado a capturarlos y a meterlos en el carro que los esperaba junto al yacimiento; otro indicio de que los soldados tenían información… Pero ¿quién se la había dado?

– ¿Adonde nos llevan? -le preguntó Hingis en voz baja mientras bajaban por la empinada escalera que conducía a una hondura insondable, apenas iluminada por unas antorchas.

– No lo sé -reconoció Sarah con franqueza.

– Tendría que haber disparado cuando tuvo ocasión.

– Entonces estaríamos todos muertos.

Una risa amarga surgió de la garganta de Hingis.

– Lo estamos de todos modos, ¿no cree?

Sarah no replicó. Ella tampoco sabía qué destino les esperaba, pero parecía bastante lúgubre. Desde que habían llegado a Alejandría, nada había ido como había planeado. Habían caído en manos del enemigo y aún no habían averiguado qué le había ocurrido a su padre.

Sarah reconoció con pesar que aquella expedición había sido un fracaso desde el principio. Debería haber atendido las señales del momento y haber regresado cuando aún tenía la posibilidad de hacerlo. Había recibido suficientes avisos y bastante claros, primero en Montmartre, después en la siniestra gruta de Fifia y, finalmente, a bordo del submarino.

Pero Sarah no había permitido que la desviaran de su propósito, lo había perseguido inflexible, y con ello había puesto en juego su vida y también la de sus compañeros. No la consolaba saber que tanto Du Gard como Friedrich Hingis y Ali Bey la habían seguido por propia voluntad. Más que nunca en la vida, Sarah se sentía responsable no solo de ella misma y de su padre, sino también de aquellos que habían confiado en ella…

La escalera ya no estaba confinada entre muros, sino por roca maciza en la que se abría paso. Un frío húmedo azotó a Sarah y a sus compañeros y los hizo tiritar; el olor a moho impregnaba el aire.

La escalera acabó por fin y dio paso a una galería larga, cruzada por varios pasadizos transversales. El suelo estaba plagado de charcos de agua en los que se reflejaba la luz de las antorchas. Al final de la galería había una puerta de hierro con rejas. Y allí llevaron a los prisioneros.

Un soldado gordo, con la chaqueta del uniforme apretándole la barriga, hacía guardia ante la puerta. Al ver llegar a sus camaradas, se apresuró a levantarse del taburete donde había estado dormitando. El sargento que guiaba al grupo de prisioneros le mandó ponerse bien la chaqueta y colocarse recto el fez, que le caía de lado en la cabeza redonda. Luego le ordenó que abriera la puerta. Apuntándolos con las bayonetas caladas obligaron a Sarah y a los otros a penetrar en la oscuridad mohosa que imperaba al otro lado de la reja.

– Alors, esto responde a su pregunta, doctor -dijo Du Gard a Hingis-. Nos han metido en una maldita mazmorra.

Desgraciadamente, era verdad.

La bóveda abierta en la roca que se extendía ante ellos y cuya altura apenas permitía estar en ella de pie, era la prisión del fuerte, y Sarah y sus compañeros no estaban solos. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, iban distinguiendo algunas figuras de rostro demacrado y escuálidas, cubiertas de harapos y con la barba y el pelo largos. Era imposible decir cuánto tiempo llevaban allí encerrados aquellos pobres diablos. Algunos estaban encadenados a la pared de roca, otros se acuclillaban en el suelo, mirando apáticos al vacío como si hubieran perdido todo deseo de vivir. El agua se filtraba por las paredes y apestaba a excrementos.

– Esto es indignante -gritó Friedrich Hingis acalorado-. Soy ciudadano suizo y exijo un trato justo. Esto es inaceptable.

– Bien sur, c'est vrai -convino Du Gard-, pero sospecho que no harán mucho caso de sus protestas. Por si no lo ha notado, ahí fuera se está librando una guerra y nos consideran enemigos.

– Debemos dar las gracias a Alá por seguir con vida y que no nos abatieran allí mismo -opinó Ali Bey-. A los espías normalmente los matan de inmediato, y también a los nacionales que los ayudan.

– Pero nosotros no somos espías -arguyó Sarah-, y los soldados parecían saberlo. Es evidente que estaban muy bien informados de nuestra expedición nocturna.

– Traición -dijo Friedrich Hingis, insistiendo en su vieja sospecha.

– Efectivamente, mon ami -replicó Du Gard con cierto sarcasmo.

– ¿Qué insinúa? ¡Lo dice como si me estuviera acusando a mí!

– ¿Hay motivos para ello?

– ¡Ya basta! -terció Sarah con energía-. Nadie ganará nada lanzándose al cuello del otro. Con todo lo que ha pasado, deberíamos mantener la cabeza fría para intentar…

– ¿Sarah?

Una voz procedente del fondo de la mazmorra la hizo enmudecer bruscamente. -¿Eres tú, hija…?

Sarah no daba crédito a sus oídos. En aquel terrible lugar, la voz sonó sorda y un poco extraña, pero la habría reconocido entre mil.

– ¿Padre…?

Sarah contuvo el aliento cuando una figura imprecisa salió de las oscuras profundidades de la mazmorra. Aunque no pudo erguirse en toda su estatura bajo el techo de roca, se notaba que era alto. Vestía un traje tropical, con una chaqueta gastada que Sarah reconoció enseguida. Luego también afloró en la oscuridad el rostro del hombre y, por primera vez en los muchos meses que habían transcurrido desde que se fue de Yorkshire, Sarah volvió a ver el semblante afable de Gardiner Kincaid.

Quizá las arrugas eran un poco más profundas debido a las privaciones y los cabellos plateados eran más largos que de costumbre, igual que la barba que lucía en la marcada barbilla de Gardiner. Pero aún conservaba el azul acerado de sus ojos de mirada atenta, aunque en aquel momento se le humedeció.

– ¡Sarah! ¡Por Dios! ¿Qué…? ¿Cómo…?

Lord Kincaid no consiguió formular una sola pregunta. Sin decir tampoco una palabra, Sarah se precipitó hacia él y lo estrechó entre sus brazos.

Nadie supo decir cuánto tiempo estuvieron así padre e hija. El sentimiento de gratitud que invadió a Sarah por haber encontrado a su padre con vida era tan abrumador que prevaleció sobre todo lo demás.

Por un breve y feliz instante le pareció que volvía a ser la niña que acompañaba a su padre en sus viajes de aventura por todo el mundo, impulsada por la curiosidad y el ansia de conocimientos y guiada por un maestro como no podía haber otro mejor, versado en su especialidad y lleno de indulgencia y comprensión para con sus alumnos tardos.

Sin embargo, esa impresión fugaz finalizó en un momento. Sarah volvió a ser consciente de dónde se hallaban y de por qué estaban allí, y cuando por fin se deshizo del abrazo, tuvo la sensación de hacerlo en varios sentidos…

– Hola, padre -dijo, y forzó una sonrisa que no obtuvo respuesta por parte del viejo Gardiner.

– Sarah -repitió lord Kincaid mirándola aún con incredulidad y asombro-. Sarah…

– Sí, soy yo, padre.

– ¿Por qué estás aquí? -preguntó entonces Gardiner Kincaid, con tanta aspereza que Sarah se estremeció. ¿Había un deje de reproche, incluso de condena, en la voz de su padre?

– He venido a buscarte -contestó Sarah conforme a la verdad-. Y, por lo que parece, te he encontrado.

– ¿A buscarme? -Gardiner Kincaid se quedó con la boca abierta, perplejo-. Pero ¿cómo has venido? Quiero decir, ¿cómo has podido…? ¿Y cómo supiste…?

– He tenido ayuda -aclaró Sarah con modestia, y se apartó a un lado para presentarle a sus acompañantes-. A monsieur Du Gard ya lo conoces, igual que al doctor Friedrich Hingis, de la Facultad de Arqueología de la Universidad de Ginebra. Y este es Ali Bey, un comerciante egipcio que nos ha prestado su apoyo.

Lord Kincaid saludó con un gesto a cada uno de los presentes y en su rostro se reflejó que parecía estar viendo fantasmas.

– Sarah -repitió, y en su voz ya no había reproches ni quejas, sino un pánico que le costaba dominar-. ¿Qué has hecho, hija? ¿Qué has hecho?

Las arrugas parecieron multiplicarse de golpe en el rostro curtido del arqueólogo, un espanto creciente se dibujó en su semblante mientras parecía comprender paulatinamente lo que significaba la presencia de su hija en aquel triste lugar.

– ¡No! -gritó.

Retrocedió y levantó los brazos a la defensiva, como si Sarah y sus acompañantes fueran producto de su imaginación. Dio media vuelta y regresó precipitadamente a las tinieblas protectoras.

Sarah no supo qué pensar de aquella reacción. Dudó un momento y dirigió una mirada desamparada a Du Gard. Luego se apresuró a seguir al viejo Gardiner.

– ¡Padre! ¡Espera…!

Sin volverse ni una sola vez, lord Kincaid se dirigió al rincón más apartado de la bóveda; allí apenas llegaba la luz de las antorchas, pero el hedor no era tan intenso. Se acurrucó en el suelo, poniendo morros como una criatura. A su lado se distinguió una segunda figura, de la que Sarah no hizo caso en un primer momento.

– ¿Qué haces, padre? -Sarah le pidió explicaciones severamente-. ¿Por qué te alejas de mí?

– Porque no deberías estar aquí. -La respuesta fue áspera y lapidaría-. Porque no puedes estar aquí.

– No entiendo a qué te refieres. ¿Qué significa eso?

– Significa lo que significa. Que no tendrías que estar aquí. Que no estaba planeado así…

– ¿Planeado? ¿Por quién? ¿Por ti? -Sarah puso los brazos en jarras, mostrándose obstinada. Había contado con muchas cosas, pero no con un recibimiento como aquel. La alegría del viejo Gardiner al ver a su hija parecía haberse disipado pronto-. ¿Qué quieres decir, padre? Maldita sea, ¡habla conmigo! Después de todo lo que he hecho para venir aquí, creo que puedo exigírtelo…

Esperó, pero la única respuesta que obtuvo de Gardiner Kincaid fue una tos seca. Pudo ver vagamente que se estaba retorciendo de dolor.

– ¿Padre? -Se arrodilló junto a él-. Padre, ¿qué te ocurre? ¿Estás bien…?

– No te preocupes, pequeña -dijo la otra figura, que se había mantenido inmóvil, acurrucada en la oscuridad, y que entonces se inclinó hacia delante. Cuando su rostro se aproximó al de Sarah, la joven vio que se trataba de Mortimer Laydon, médico al servicio de Su Majestad en Londres, padrino de Sarah y también el mejor amigo de su padre.

– Ti… tío Mortimer -musitó asombrada al reconocer el semblante familiar, enmarcado en una barba frondosa-, no sabía que estabas aquí. En París di con tu nombre, pero no pensé que…

– Ningún caballero que se precie se negaría a ayudar a un amigo cuando lo necesita -contestó Laydon en voz baja-. Tu padre me pidió que lo acompañara en este viaje, y aquí estoy.

– ¿Qué tiene? -preguntó Sarah mirando a su padre, quien ya se había recuperado y se apoyaba, debilitado y jadeando, en la pared de roca por la que el agua chorreaba con un ligero chapoteo.

– Los pulmones, igual que todos los que están aquí -explicó Laydon sencillamente-. Viendo este horrible lugar, no es nada extraño.

– ¿Cuánto hace que estáis aquí? -quiso saber Sarah.

– Cuatro semanas. En todo ese tiempo, apenas hemos visto la luz del día. Solo vienen a buscarnos muy de vez en cuando para interrogarnos; a pesar de todas las pruebas en contra, siguen considerándonos espías británicos.

– ¿Qué pasó con el resto de la expedición?

– Todos muertos o huidos -explicó el viejo Gardiner jadeando-. Solo nos capturaron a Mortimer y a mí. El cielo sabrá a quién le debemos esa dudosa suerte.

– Quizá querían conservarlos como rehenes -insinuó Du Gard, que había seguido a Sarah con sus compañeros.

– Entonces tampoco tendrían que haber matado a los demás -replicó lord Kincaid-, al fin y al cabo, la mitad eran británicos. Pero fue como si vinieran a buscarnos expresamente, a Mortimer y a mí…

– Igual que nos ha ocurrido a nosotros -afirmó Sarah-. Los soldados parecían estar muy bien informados, y creo que sé por qué.

– Yo también -masculló Hingis-. Ya lo he dicho y lo repito: ¡Aquí hay un traidor!

– Es bastante improbable -lo contradijo Mortimer Laydon.

– Al menos nos estuvieron observando -dijo Sarah- y con mucha atención.

– Alors, ¿por qué no nos atraparon antes? -preguntó Du Gard.

– Efectivamente -coincidió Gardiner Kincaid-. ¿Y por qué habrían de tener los egipcios tanto interés en vigilar a unos arqueólogos inofensivos?

– Yo no hablo de los egipcios, padre.

– ¿No? Entonces ¿de quién?

– Creo que lo sabes perfectamente -respondió Sarah, y lanzó una mirada escrutadora y a la vez desafiante a su padre. El viejo Gardiner tragó saliva. -¿Cuánto sabes? -preguntó.

– Lo suficiente para suponer que te has mezclado con unos poderes que escapan a todo control. Y también lo suficiente para poder concluir que tu expedición no era un proyecto de excavaciones normal, sino una de las empresas más audaces que jamás haya emprendido un arqueólogo. Hay muchas cosas en juego, ¿no es cierto, padre?

– Sí, lo es. -Gardiner tuvo que reconocerlo-. No obstante, no podéis calibrar realmente de qué…

– ¡Deje de hablar con enigmas! -exigió Friedrich Hingis con aspereza-. Hace tiempo que lo hemos calado. Sabemos que está buscando la biblioteca perdida, que intenta desvelar el misterio que desde hace dos mil años…

– ¡Cállese! -lo increpó Kincaid, y su voz reverberó en el techo bajo-. ¿Sabe acaso de qué está hablando? ¿Cómo se atreve a mencionar de un modo tan lapidario algo tan grande y sagrado? ¿Cómo se ha enterado de que…?

– Muy sencillo -replicó Hingis con sumo placer-. Me lo dijo su hija.

– ¿Tú? -El viejo Gardiner se volvió hacia Sarah, y su voz denotó una inconmensurable decepción.

– Sí -afirmó la joven.

– ¿Por qué?

– Buena pregunta, padre. Quizá porque no sabía qué más podía hacer. Porque mis preguntan no obtenían respuesta. Porque precisamente tu mayor competidor podía darme lo que necesitaba para emprender tu búsqueda.

– ¿Por qué lo hiciste? No recuerdo habértelo pedido. Al contrario, yo quería que regresaras a Kincaid Manor, que protegieras lo que te había confiado y esperaras.

– Esperar ¿qué? ¿La noticia de tu muerte? ¿Que me comunicaran que habías muerto de hambre en una mazmorra oscura? Te sonará extraño, pero sabía que estabas en peligro y, desde el momento en que lo supe, mi único objetivo ha sido encontrarte y salvarte.

– Ha sido un error, hija -la reprendió Gardiner Kincaid secamente-. Un grave error…

Comandancia

Fuerte Quaitbey, Alejandría

Rahman el Far se sentía incómodo en su piel.

Como coronel del ejército egipcio aborrecía que los civiles le dieran órdenes, aunque en aquel caso no parecía tener elección.

Al visitante lo habían enviado las instancias supremas. Estaba en silencio, de pie en el centro del despacho sobriamente iluminado por una lámpara de gas, inmóvil y envuelto en una capa negra. En la oscuridad de la amplia capucha no podía verse la cara del desconocido, pero el coronel tenía la sensación de que unos ojos invisibles no cesaban de escrutarlo, y eso lo ponía nervioso.

– ¿Y bien? -preguntó el extraño en un árabe fluido, pero con una sonoridad especial y un acento bárbaro. Su voz sonaba sorda y amenazadora como un cañonazo-. ¿Son válidas las sentencias de muerte?

– Bueno… sí -hubo de reconocer El Far, mientras seguía ojeando el documento que tenía en las manos.

Era una orden firmada personalmente por el pacha Urabi, de ello no cabía duda… La cuestión era por qué se la entregaba un mensajero tan siniestro. A pesar de tener en sus manos una resolución de su superior, al coronel lo asaltaban las dudas. Enviaría a un mensajero al cuartel general para que examinara el asunto, para asegurarse de que…

– Duda -constató el encapuchado como si pudiera leer los pensamientos de su interlocutor.

– Discúlpeme. -El Far tragó saliva-. Pero hemos interrogado varias veces a los dos ingleses. No son espías, eso ya lo sabemos. Y, por lo que respecta a los recién llegados, aún no sabemos siquiera quiénes son.

– Son enemigos -aseguró el encapuchado-. Eso basta.

– ¿Enemigos de Egipto?

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Soy militar, no un verdugo -puntualizó el coronel. El encapuchado se echó a reír.

– Pocas personas estarían en condiciones de ver la diferencia. Lo que usted cree ser y lo que no es algo que no nos interesa ni a mí ni al pacha, coronel El Far. Quiero ver muertos a los prisioneros, y que sea esta misma noche, ¿o quiere que le comunique al pacha que usted no ha acatado sus órdenes directas?

– Eh… No -se apresuró a contestar el oficial, estremecido por la frialdad que surgía del encapuchado y que impregnaba hasta el último rincón de la sala.

– Entonces haga lo que se le exige. Yo le he dicho dónde estaban los traidores, ahora acabe usted con ellos.

– ¿He de fusilarlos a todos?

– A todos excepto a uno -contestó el encapuchado señalando la orden por escrito-, porque está de nuestra parte y me ha ofrecido información muy útil.

– ¿Y la mujer?

– Sáquela de la celda y hágale creer que va a morir. Luego tráigamela. Pero no habrá salvación para los demás.

– Entendido. -El Far asintió solícito-. Se hará lo que pide.

– Está bien. -La cabeza oculta bajo la capucha hizo un gesto de asentimiento-. Ejecute la sentencia esta noche, coronel El Far, y no intente engañarme. El ojo lo ve todo…

4

– ¿Cómo has logrado encontrarme? -En el semblante de Gardiner Kincaid se reflejaba una perplejidad inconmensurable-. He tenido mucho cuidado de no dejar rastro…

– No fue fácil seguirte, lo reconozco -convino Sarah, que se había sentado con sus compañeros en la parte más oscura de la mazmorra, junto a su padre y a Mortimer Laydon-. Pero lo conseguí… No olvides que he tenido un buen maestro.

– ¿Viste a Pierre Recassin? -preguntó el viejo Gardiner, cuyo malestar parecía ir en aumento-. ¿Conseguiste hablar con él?

– Recassin está muerto -le comunicó Sarah con firmeza. -¿Qué?

– C'est vrai, mon ami -aseguró Du Gard-. Lo asesinaron poco después de que usted partiera de París.

– ¿Cómo? -inquirió lord Kincaid, que parecía sospechar la terrible verdad-. ¿Lo… lo decapitaron?

– Sí-confirmó Sarah-. ¿Cómo lo sabes, padre?

– Dios mío -se lamentó Kincaid sin atender la pregunta de su hija-, jamás pensé que llegarían tan lejos…

– ¿Quiénes? ¿De quién hablas?

– Recassin era el último heredero del gran maestre de Malta, descendiente de una línea sanguínea ilegítima y, aun así, el guardián legítimo del codicubus.

– El codicubus -repitió Sarah resoplando-. Entonces, tú conocías el verdadero significado del artefacto.

– Cuando supieron que Recassin ya no tenía el codicubus -dijo Gardiner, siguiendo impasible el hilo de sus pensamientos-, probablemente también descubrieron a quién se lo había entregado. Y eso significa que ahora van tras nosotros…

– Así es -confirmó Sarah-, y no solo eso. Me temo que nuestros enemigos, sean quienes sean, ya están en la ciudad. Fueron ellos los que dieron aviso a los soldados, estoy casi segura.

– El cubo -insistió el padre de Sarah en lo único que parecía interesarle realmente- ¿dónde está? ¿Dónde lo has escondido? ¿Está a salvo?

– Ya no lo tengo -confesó Sarah en voz baja.

– ¿Qué quieres decir?

– Me lo arrebataron y lo destruyeron.

– ¿Destruirlo? -Gardiner meneó la cabeza-. Nadie puede destruir el codicubus, a no ser que logre abrirlo.

– Lo abrieron -afirmó Sarah turbada-, y todo lo que contenía fue destrozado.

– ¿ Los… los pinakes?

– Quemados -dijo escuetamente Sarah, que no sabía qué pensar sobre el hecho de que su padre conociera tanto el contenido como el secreto del misterioso artefacto.

– ¿Lo presenciaste? -preguntó-. ¿Lo viste con tus propios ojos?

– Sí, padre.

– ¿Quién fue? -quiso saber el viejo Gardiner-. ¿Quién cometió semejante crimen contra el pasado?

– Supongo que lo conoces -replicó Sarah con frialdad-. Probablemente es uno de los numerosos amigos tuyos que he ido conociendo durante las últimas semanas y de los que no había oído hablar antes.

– ¿Era muy alto? -insistió el padre, y resultaba difícil precisar si no se había dado cuenta del sarcasmo de Sarah o si lo ignoraba adrede-. ¿Casi un gigante? ¿Hablaba con un acento extraño? ¿Llevaba una capa negra y ocultaba el rostro debajo de la capucha?

– Sí -confirmó Sarah.

– Era Caronte -murmuró el viejo Gardiner con una voz tan apagada que Sarah sintió un escalofrío en la espalda. Y por primera vez en su vida descubrió en los ojos de su padre algo que otros afirmaban haber visto, pero que ella jamás podía haber imaginado: un miedo palpable…

– ¿Quién es ese individuo? -preguntó la joven.

– En la mitología griega, Caronte era el barquero del hades y su misión consistía en cruzar a los muertos al otro lado de la laguna Estigia -explicó Friedrich Hingis.

– Eso ya lo sabía -replicó Sarah secamente-. Lo que quiero saber es quién es ese gigante. No creo que haya salido del hades griego.

– Probablemente no, pero no se llama así por casualidad -aclaró Gardiner, que aún no se había recuperado del espanto-. ¿Le viste la cara?

Sarah dudó un momento antes de responder.

– No -dijo entonces, y el semblante de su padre pareció relajarse un poco-. ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué importancia tiene?

– Entonces no está todo perdido -respondió enigmáticamente Gardiner-. Aún hay esperanza, aunque te hayas expuesto al peligro absurdamente.

– ¿Absurdamente? -Sarah enarcó las cejas-. Quería salvarte, padre. ¿Qué tiene eso de absurdo?

– ¿Aún no lo has entendido, criatura? No se trata de mí, sino única y exclusivamente de ti. Tu misión era custodiar el codicubus, ni más ni menos, pero has desatendido mi ruego y, por lo que veo, no has sido la única. -Esto último iba por Du Gard, quien bajó la cabeza como un colegial cuando lo regañan-. ¿En qué estaba pensando, Du Gard? Yo creía que podía confiar en usted, pero ahora me veo obligado a constatar que ha hecho causa común con mi hija y han obrado en contra de mis deseos expresos.

– Je m'excuse, monsieur -se oyó decir en voz baja en la oscuridad-. Lo siento…

– No lo sientes -lo contradijo Sarah con determinación- y yo tampoco. Hemos hecho lo que nos dictaba la conciencia y eso no puede ser un error.

– ¿La conciencia? -Los ojos de Gardiner brillaron en la negrura-. ¿O la vanidad?

– ¿Y qué tiene de malo? -refunfuñó Sarah-. Tú preferiste desaparecer en secreto, sin decir palabra sobre tus propósitos o sobre el carácter de tus investigaciones. Querías que yo te obedeciera, que siguiera tus instrucciones sin hacer preguntas… Pero tú no me educaste así, padre.

– Yo te eduqué sobre todo en la lealtad, hija. ¿Lo has olvidado?

– ¿Y qué esperabas? ¿Que te dejara morir? No te reconozco…

– Entonces conócete a ti misma, Sarah -replicó Kincaid severamente-. Por culpa de tu imprudencia y de tu vanidad se ha perdido un artefacto de un valor incalculable. ¿Aún no comprendes la importancia del codicubus? Contenía el último indicio de que la Biblioteca de Alejandría aún existe, de que ha pervivido durante siglos, inadvertida por los hombres. Una vez destruido el codicubus, nosotros somos los últimos testigos de su contenido, pero nuestra misión de encontrar la biblioteca perdida y de retornar a la humanidad los conocimientos que reunía ha fracasado estrepitosamente. Con ello se ha echado a perder cualquier ocasión de que la posteridad sepa algo de nuestros proyectos y de nuestras acciones.

– O de que continúe lo que nosotros hemos comenzado -añadió Mortimer Laydon en voz baja.

– Así es -asintió Gardiner-. Por eso te dejé el codicubus, Sarah. Quería que tú lo guardaras si yo no regresaba y que tú descubrieras lo que a mí me había sido vedado.

– Yo… yo no lo sabía -contestó Sarah asombrada-. ¿Por qué no me dijiste nada? Podrías haberme escrito una carta y haberme dado ni que fuera una indicación.

– Lo habría hecho, pero Caronte me pisaba los talones y tuve que marcharme precipitadamente de París.

– No me refiero a eso. Proyectaste la expedición con mucha antelación. En Inglaterra habrías tenido tiempo de sobra para informarme, pero no lo hiciste.

– No.

– ¿Por qué?

En la penumbra de la mazmorra, el padre de Sarah lanzó una mirada penetrante a su hija.

– No me lo preguntarías si confiaras en mí.

– Confiaba en ti, padre. Pero en las últimas semanas no he parado de toparme con un hombre al que no conocía. Hay tantas cosas que no sabía de él… ¿Por qué, padre? ¿Por qué no me has contado nunca nada de esas cosas?

– Tenía mis razones.

– Estoy convencida de ello. -Sarah asintió con la cabeza-. Por un motivo que desconozco, me retiraste tu confianza. Hubo una época en que me ponías al corriente de todo y en que no habrías iniciado ningún proyecto sin hacerme partícipe.

– Eso es cierto -admitió Gardiner-. Pero esa época ha acabado irremisiblemente.

– ¿Por qué, padre? ¿Por qué he perdido tu confianza?

– No es cuestión de confianza, Sarah. Tenía que tomar una decisión y la tomé, sin ti. Puede que no te resulte fácil comprenderlo, pero así fue.

– Pero yo podría haberte ayudado.

– ¿Igual que me has ayudado con el codicubus?

Sarah se estremeció como si hubiera recibido un latigazo. Durante los últimos días y semanas, no había dejado de pensar en su padre, había temido por su vida y se había imaginado cómo sería reencontrarse con él después de tanto tiempo, volver a abrazarlo por fin. Pero nunca había supuesto que el encuentro transcurriría de aquella manera…

– Tenías razón con tus conjeturas, Sarah -añadió el viejo Gardiner en voz baja y ronca-. Este asunto va mucho más allá de lo que puedas imaginar.

Entonces fue Sarah la que miró al suelo compungida, sintiéndose descubierta y amonestada como una criatura a la que han sorprendido haciendo una travesura. El reproche de su padre le dolió y meditó bien su respuesta, eligió las palabras con sumo cuidado.

– Perdona, padre -dijo finalmente-. Sé que te he decepcionado. Píe defraudado tus expectativas y he actuado contra tu voluntad. Debería haber conservado el codicubus en vez de querer indagar su secreto y debería haber confiado en tu palabra en vez de intentar salvarte. He cometido todos esos errores y, en mi defensa, solo puedo disculparme diciendo que te quiero con todo mi corazón y que la idea de perderte me resultaba insoportable.

– Hija mía… -El semblante de lord Kincaid se distendió, se suavizó y se volvió más afable-. Está bien. No te aflijas más. Lo pasado pasado está; no podemos…

– Pero -prosiguió Sarah impasible- yo no soy la única que ha cometido errores.

– ¿Qué?

– Por más vueltas que le des, padre, fue un error no incluirme en tus planes y, aun así, hacerme partícipe de una parte. Porque, como ves, estoy aquí, da igual si requerías mi ayuda o no. Tendrías que haber sabido que reaccionaría así y que emprendería tu búsqueda, porque soy tu hija y me has educado según tus principios. Y aquí estoy, padre, y exijo respuestas.

– ¿Exiges… qué?

– Maurice du Gard me ha seguido incondicionalmente a pesar de todos los riesgos y Ali Bey se ha vuelto contra su propio pueblo por ayudarme. Incluso el doctor Hingis ha abandonado su escritorio y ha pasado privaciones para encontrarte.

– Actuando por móviles totalmente altruistas, de eso estoy seguro -se burló Gardiner, para disgusto de Hingis.

– Eso da igual -dijo Sarah esquivando el tema-. Nos han perseguido y nos han secuestrado, y hemos escapado por muy poco de la muerte. Hemos superado el bloqueo y nos hemos enfrentado a los soldados, y todo con el único objetivo de estar aquí. No te pido que te alegres ni que muestres agradecimiento, puesto que he cometido errores. Pero quiero respuestas, padre. Mis compañeros y yo tenemos derecho a saber por qué hemos arriesgado nuestras vidas.

– Tú ya lo sabes desde hace tiempo o ese carroñero no estaría aquí -contestó Gardiner señalando a Hingis.

– Sabemos que estás buscando el Museion -admitió Sarah-. Pero ¿quiénes son los enemigos a los que nos enfrentamos? ¿Quién es ese tal Caronte? ¿Y al servicio de quién está?

Gardiner Kincaid suspiró profundamente.

– No lo sé -confesó al final.

– ¿No… no lo sabes?

– Solo puedo decir que la organización para la que trabaja es antigua, tan antigua que sus raíces se remontan a los comienzos de la civilización. La humanidad la había olvidado, pero el abismo de los tiempos la ha devuelto, igual que hace el estómago con una comida indigesta.

– Una comparación muy gráfica, en verdad -reconoció Hingis sarcástico-. Quizá debería ganarse la vida explicando cuentos y no trabajando de científico, mi querido Kincaid. No le creo una palabra.

– Allá usted. -El viejo Gardiner se encogió de hombros, indiferente-. Es su decisión, no la mía.

– ¿De qué tipo de organización estás hablando, padre? -quiso saber Sarah-. ¿Qué significa todo esto?

No obtuvo respuesta y eso no le gustó en absoluto. Un mal presentimiento la asaltó.

– Conoces a esa gente, ¿verdad? -insistió-. ¿Es cierto que has colaborado con ellos?

Entonces fue su padre quien se estremeció lastimosamente.

– ¿Te lo dijo Caronte?

– Efectivamente -asintió Sarah-. Y también afirmó que seguías a su servicio.

– ¡Eso no es verdad!

– Dijo que habías renegado de ellos, pero que seguías trabajando para ellos sin saberlo.

– E… eso es imposible… -Gardiner Kincaid sacudió la cabeza con terquedad; en la frente se le formaron profundas arrugas.

– Sean quienes sean, padre, creo que los has infravalorado. Y no comprendo cómo pudiste mezclarte con ellos.

– Por el mismo motivo por el que tú te has aliado con mi enemigo -respondió Gardiner señalando a Hingis-. Necesitaba su ayuda. Tenían la información que yo había estado buscando en vano durante décadas, por eso accedí a ello.

– Hay una diferencia -objetó Sarah con determinación-. Friedrich Hingis puede ser un intrigante y un tiralevitas…

– Pero ¿qué se ha creído? – se acaloró el injuriado-. ¡No le consiento que me insulte!

– … pero también es un representante versado de nuestra ciencia y quiere lo mismo que nosotros. Esa gente, en cambio, pisotea todo lo que siempre ha impulsado a la arqueología. No les interesa la investigación ni la verdad. Solo pretenden hacerse con los conocimientos del pasado, preservarlos celosamente y ocultarlos a los demás.

– Eso no es verdad -la contradijo su padre, resuelto-. Es posible que sigan métodos extraños, pero también están interesados en investigar el pasado y preservarlo para la posteridad, igual que nosotros.

– ¡Deja de soñar, padre! -exigió Sarah-. Solo lo dices para convencerte, porque se trata de hacer realidad un sueño arqueológico, de conseguir honores científicos… Y tú me tachas de vanidosa.

– Aunque así fuera, ¿crees que tenía elección? Si yo no hubiera ayudado a la organización, lo habría hecho otro -dijo mirando de reojo a Hingis-, y no se habría ganado nada. Era una alianza puntual, nada más. Los necesitaba para dar con algún indicio sobre el paradero de la biblioteca secreta.

– Pero tú sabías qué se proponían, ¿verdad? Sabías que querían encontrar el Museion por un solo motivo: destruirlo, igual que destruyeron todas las grandes bibliotecas de la Antigüedad.

– ¿Qué? -Hingis cogió aire-. ¡Eso no es posible!

– Lo es -insistió Sarah-. ¿Nunca se ha preguntado por qué todos los fondos científicos del mundo clásico han sido pasto de las llamas?

– Nunca pretendí hacer causa común con ellos -se defendió Gardiner Kincaid con encono-. Yo solo quería utilizarlos para mis propios fines.

– Puede, pero en realidad ha sido al revés. Tus enemigos estaban bien informados de cada uno de tus pasos. Te han estado observando, igual que a mí, y ahora estamos aquí los dos, condenados a la inactividad, mientras el bando contrario tiene el camino allanado.

– Dios mío. -Gardiner Kincaid no objetó nada más. Apretándose las sienes con los puños cerrados, miraba fijamente hacia delante-. ¿Qué he hecho? Me he vendido sin pensar en las consecuencias. He sido un loco…

Hundió la cara entre sus manos, que estaban llenas de callos y no tenían el aspecto que cabría esperar en un noble, y al cabo de un momento, para espanto no solo de su hija, se echó a llorar desconsoladamente. Su cuerpo sufría sacudidas, sollozos de amargura brotaban de su garganta y por sus mejillas, curtidas por el sol, corrían lágrimas amargas de arrepentimiento.

– Padre -dijo Sarah con dulzura, y le pasó el brazo por el hombro, pero no hubo manera de consolar al viejo Gardiner.

– Ahora lo comprendo todo -murmuró-. Pero tendría que haber intuido las conexiones, haberlo sabido mejor…

– No podías, viejo amigo -objetó Mortimer Laydon-. Has hecho lo que consideraste correcto.

– Como todos nosotros -coincidió Sarah-. Nadie puede reprocharnos nada, solo hemos…

– No lo entiendes. -Gardiner Kincaid levantó la mirada, tenía la cara bañada de lágrimas que brillaban en la débil luz.

– ¿Qué es lo que no entiendo?

– No conoces las conexiones -replicó el padre de Sarah en un susurro tan flojo que solo ella pudo oírlo-. Las raíces de la organización alcanzan hasta el pasado…

– Lo sé -aseguró Sarah-. El encapuchado mencionó a Alejandro Magno…

– No me refiero a ese pasado, hija mía. Me refiero a tu pasa…

El viejo Gardiner no pudo continuar, porque en aquel momento resonaron las pisadas firmes de unas botas de soldados. Sarah levantó la mirada y divisó a cinco uniformados ante la celda… Instintivamente supo que aquello no podía significar nada bueno.

Los soldados estaban bajo el mando de un teniente con casaca azul, el cual ordenó abrir la puerta al guardia gordo y luego entró con el sable reluciente en la mano y acompañado por dos de sus hombres, que portaban antorchas. El resto de los soldados se quedó atrás, apuntando con sus armas.

La presencia de aquel oficial, de piel oscura y con un bigote cuidado, no pareció inmutar a los demás prisioneros, ya que su atención se centró única y exclusivamente en Sarah y su grupo.

– Maldita sea -oyó musitar a su padre-. Vienen a buscarnos para interrogarnos otra vez. Ya les he dicho a esos bastardos todo lo que podía decirles.

– Creo que vuelves a equivocarte, padre -lo contradijo Sarah con voz ronca-. No tienen pinta de querer interrogarnos…

El teniente se plantó delante de ellos, flanqueado por sus hombres. A la luz de las antorchas, sacó un escrito de la chaqueta del uniforme, lo desenrolló y lo leyó:

– Prisioneros del pacha -anunció-. De acuerdo con el derecho de guerra vigente, se impone la pena de muerte a los espías británicos capturados. La sentencia se cumplirá antes del amanecer. Firmado, Ahmed Urabi, primer ministro.

– ¿Qué? -se sublevó Sarah-. ¡No somos espías y lo saben de sobra!

El oficial no replicó nada, se contentó con hacer un gesto despectivo con la mano. Luego indicó a sus hombres que se llevaran a Sarah.

– ¡No! -protestó su padre, y se puso en pie de un salto a pesar del débil estado en que se encontraba-. ¡Dejadla en paz, malditos!

– El viejo será el siguiente -instruyó el teniente a sus hombres sonriendo burlonamente-. Parece impaciente por… -¡No! -gimió Gardiner aterrado-. A mi hija, no… Pero era demasiado tarde. Ya habían cogido a Sarah. -¡Padre! -gritó Sarah fuera de sí. -¡Sarah!

Sus manos se unieron con fuerza y sus miradas se encontraron por un instante, un instante que no duró más que un segundo, pero que les dio tiempo a perdonárselo todo.

– Lo siento, hija mía.

– Yo también, padre. -Sarah pudo corresponderle antes de que la arrancaran de su lado.

Sarah soltó su mano de la manaza callosa de Gardiner y se la llevaron de allí a rastras. Se defendió con todas sus fuerzas y golpeó con los puños cerrados a sus verdugos, pero solo consiguió que los soldados se rieran. Se dirigían imparables hacia la salida, cuando una voz cortó de repente el aire húmedo como si fuera un cuchillo.

– Un moment, s'il vous plait!

– ¿Qué? -El teniente se detuvo y se volvió.

Du Gard se había levantado y se acercaba con pasos acompasados al oficial. En la expresión de sus ojos, Sarah pudo leer qué se proponía antes de que lo dijera.

– No, Maurice -gritó, pero Du Gard no le hizo caso.

– Llévenme a mí -pidió simplemente.

– ¿Qué ha dicho? -bramó el teniente, que hasta entonces solo había hablado en árabe y no parecía entender el inglés-. No entiendo lo que dice este perro.

– Dice que se lo lleven a él en lugar de a la joven -tradujo Gardiner Kincaid.

– No -protestó de nuevo Sarah, sin embargo nadie le hizo caso.

Entonces el teniente se acercó a Du Gard sonriendo abiertamente.

– ¿Tanta prisa tienes por morir, francés? -preguntó-. la muerte no salvará a esta traidora, solo alargará su terror.

– ¿Qué ha dicho? -quiso saber Du Gard, y Gardiner tradujo de nuevo-. Muy bien -replicó entonces-. Pero no puedo consentir que una mujer sea la primera en morir. Mi honor de caballero me lo prohíbe.

El teniente esperó la traducción y luego soltó una sonora carcajada.

– Por mí, no hay problema -dijo-. Tendrás la oportunidad de morir como un caballero, aunque a mis ojos no eres más que un perro sarnoso. Dejad a la mujer y llevaos al francés.

Los hombres apartaron a Sarah de un empujón y agarraron a Du Gard, que no hizo amago de defenderse. Parecía entregarse resignado a su destino; se dejó llevar por los soldados y dedicó a Sarah una mirada imposible de interpretar.

– ¡No, Maurice! -gritó la joven con los ojos llenos de lágrimas de desesperación-. No lo hagas… Pero Du Gard no se volvió.

Siguió decidido al joven oficial y a sus hombres hacia la entrada de la celda, donde esperaban los demás soldados del pelotón de fusilamiento. La puerta de rejas se cerró con estrépito y las pisadas marciales se alejaron.

Volvió a reinar un silencio lúgubre.

Y una oscuridad opresiva.

El paso de marcha de los soldados resonaba en la mente de Du Gard. Como si estuviera en estado de trance, percibió cómo lo conducían por una galería larga y por una angosta escalera de caracol que desembocaba en un patio rectangular. Era de noche.

Por encima del cuadrado que formaban unos muros sin ventanas se distinguía una franja de cielo estrellado; a lo lejos se oía el retumbar del oleaje que rompía contra los cimientos del fuerte.

Mientras dos soldados formaban, los otros dos dejaron a Du Gard delante de una pared en la que ya se abrían muchos agujeros de bala, signo evidente de que no era el primero al que el terrible destino sorprendía en aquel patio.

El teniente le preguntó algo, pero, evidentemente, Du Gard no entendió una palabra. Se conformó con contestar con una sonrisa amarga, lo cual pareció gustar al egipcio, quien de nuevo impartió una orden escueta a sus hombres. Acto seguido, uno de ellos sacó un pañuelo negro para tapar los ojos a Du Gard.

– Non! -exigió el francés enérgicamente-Quiero mirar a los ojos a mis verdugos.

El oficial le dirigió una mirada difícil de interpretar. En ella había hostilidad, pero también un destello de respeto, quizá incluso de admiración. Con un gesto desabrido apartó de allí a los dos guardias, que se descolgaron el fusil del hombro y se unieron a sus cantaradas. El oficial dijo algo más, que Du Gard tampoco entendió, y se reunió con sus hombres.

Con el sable en alto dio la orden de disparar. Maurice du Gard contemplaba sereno la hoja del arma del oficial que brillaba funesta a la luz de la luna.

5

Cuando efectuaron los disparos, Sarah se estremeció.

Se oyeron varios estallidos, uno tras otro, y con cada disparo los cimientos de su mundo recibieron una sacudida.

Los recuerdos acudieron a su mente.

Pensó en la primera vez que vio a Du Gard, aquella noche, en el teatro de variedades. Jamás habría creído que algún día lo consideraría algo más que un charlatán petulante y, ahora, él acababa cié sacrificar la vida por preservar la suya, aunque solo fuera por unos momentos. Sarah nunca lo habría creído capaz de tanta renuncia y notó que el corazón se le salía del pecho.

Seguía acurrucada en el mismo sitio donde se había derrumbado cuando los soldados la empujaron para apartarla. La invadían el arrepentimiento y el dolor. Le temblaba todo el cuerpo, tiritaba de frío y las lágrimas le anegaban los ojos.

– Ven aquí, hija mía -susurró una voz profunda; algo se posó en sus hombros y supo que era la vieja chaqueta de Gardiner Kincaid, zurcida en numerosos puntos, la misma que lo había acompañado en incontables viajes-. Está bien -le dijo para tranquilizarla, pero, a diferencia de lo que ocurría antaño, sus palabras no consiguieron consolar a Sarah.

Ella era la responsable de lo que había ocurrido. Ella fue la que quiso emprender el viaje a toda costa, la que permitió que Du Gard la acompañara, y su terquedad era la culpable de que él no siguiera con vida…

– Lo siento, padre -murmuró entre lágrimas-. Yo tengo la culpa de todo lo que ha ocurrido…

– No digas eso, hija. Los dos tenemos la culpa, porque los dos hemos cometido errores, yo tantos como tú. Pero eso ya no importa, ¿me oyes?

– ¿No?

– En absoluto.

– Entonces ¿qué importa?

– Honrar el sacrificio de Du Gard. Lía hecho lo que consideraba correcto y ni a ti ni a mí nos corresponde cuestionar su decisión. Él quería que tú vivieras, Sarah, de eso se trata.

– Estoy viva -afirmó amargamente, y se secó las lágrimas de los ojos-. La pregunta es por cuánto tiempo. ¿No has oído lo que ha dicho aquel tipo? Moriremos todos, padre.

– Puede -concedió Gardiner-. Pero mis esperanzas no se agotarán hasta que saquen de aquí a rastras al último de nosotros y lo fusilen. Hasta entonces no perderé el coraje y tú tampoco, ¿entendido?

– Pero Du Gard…

– ¡Dime que lo has entendido! -La cogió del brazo y la zarandeó, con lo que Sarah salió a medias de su abatimiento.

– Sí… sí -afirmó titubeando, y volvieron a oírse pasos fuera, en el pasillo-. ¿Oyes? -preguntó.

– Sí, hija mía.

– Ya vuelven. Vienen a por el siguiente.

– Eso parece.

– Iré yo -dejó bien claro Sarah.

– De ningún modo.

– Déjame ir, padre -exigió Sarah-. Yo soy la responsable de muchas de las cosas que han pasado. Yo velo por mi expedición.

– Y yo por la mía -replicó Gardiner-. No se trata de responsabilidades, Sarah, sino de lo que es razonable. Yo soy viejo y débil; en cambio tú…

– No -siguió llevándole la contraria obstinadamente, y una sonrisa se dibujó en el semblante arrugado de su padre.

– A veces aún te comportas como la niña testaruda a la que crié -dijo.

– Soy tu hija -contestó Sarah- y por eso sé qué tengo que hacer.

– Puede, pero no serás…

– Alors, ¿estáis discutiendo sobre quién se presentará antes ante el Creador?

Aquella voz, con un acento encantador inconfundible, llamó la atención de Sarah y de su padre. Sorprendidos, miraron hacia la puerta de la celda y vieron a un hombre con uniforme azul de oficial. Sin embargo, al instante se dieron cuenta de que lo que veían por debajo del fez adornado con una borla negra era el semblante pálido de Maurice du Gard, en el que se reflejaba cierto aire de diversión. El guardia gordo yacía inconsciente a sus pies.

– Ma… Maurice -consiguió decir Sarah sin apenas voz.

– Oui, c'est moi -confirmó el francés.

– Pero… ¿Cómo…? ¿Qué…?

– ¿Qué ha pasado con los soldados? -preguntó el viejo Gardiner, que recuperó el habla enseguida.

– No os lo vais a creer. -Una sonrisa juvenil se deslizó por el rostro de Du Gard-. Esos engorrosos messieurs han preferido matarse mutuamente.

– ¿Que han hecho qué? -Sarah no entendía nada.

– Los efectos de la hipnosis -adivinó su padre-. Asombroso, amigo mío. Realmente asombroso.

– El poder del espíritu sobre la materia vil -lo expresó Du Gard con palabras más poéticas, y se tocó significativamente el fez, que le venía un poco grande y le caía sobre las cejas-. He obligado al oficial a levantar el sable contra sus hombres. El resto ha sido un caos.

– ¿Y… y el oficial? -preguntó Sarah mirando la casaca azul de uniforme que llevaba Du Gard.

– Mejor no preguntes -se limitó a responder el francés, con la mano en la empuñadura del sable-. Pero ahora tenemos que intentar salir de aquí. Me temo que mi número magistral no pasará desapercibido por mucho tiempo.

– Oh, sí -convino el viejo Gardiner con una sonrisa audaz-, y apuesto lo que sea a que no habrá aplausos entusiastas. ¿Tiene las llaves?

– Bien sur -respondió Du Gard, y la cerradura de la reja tintineó y rechinó con un sonido metálico de inmediato. Tardó un poco en encontrar la llave adecuada, pero luego se oyó por fin el chasquido salvador y la puerta cedió hacia fuera-. Alors, si me hacen el favor…

– Eres increíble -lo alabó Sarah, y al salir le dio un beso furtivo en la mejilla.

– Vraiment, chérie, ¿lo dudabas? -Du Gard sonrió irónicamente-. ¿Son lágrimas lo que veo en tus ojos? ¿No habrás llorado por mí?

– Pues claro que no -aseguró la joven enérgicamente, y usó la manga de su blusa para secarse los ojos-. No deberías sobrevalorar tu influencia sobre las mujeres.

– Mais non -replicó escuetamente Du Gard.

Entretanto, el resto de los prisioneros se apresuraba a salir de la mazmorra: no solo Hingis, Ali Bey y Mortimer Laydon, sino todos los pobres diablos que habían sido internados en las profundidades de Quaitbey. El que aún podía moverse, corría, renqueaba o se arrastraba hacia fuera. Sarah y sus compañeros los dejaron pasar; por un lado, porque nadie merecía estar encerrado en un infierno como aquel y, por otro, porque la confusión de los esbirros sería mayor cuantos más prisioneros huyeran…

Las andrajosas figuras les pasaron por delante atropelladamente, muchas de ellas mutiladas y cegadas, avanzaron por el pasillo y subieron por la escalera, desde cuyo extremo les llegó de repente un enorme griterío. Restallaron disparos y el torrente de fugitivos se paró en seco.

– Soldados -masculló Mortimer Laydon.

– Minee alors! -maldijo Du Gard-. Esos crétins son más rápidos de lo que creía. Y ahora, ¿qué?

– Hacia allí, deprisa -apremió el viejo Gardiner, y mientras los demás fugitivos seguían apiñándose en el pasillo principal, él y los suyos retrocedieron hacia una estrecha galería lateral. Nadie sabía adonde conducía, pero les pareció más prometedora que una confrontación directa con los soldados.

Un error, como se vería más tarde…

El pasadizo, en cuyas paredes había antorchas, conducía hacia el interior de la roca antes de describir una curva al final de la cual acabó bruscamente la huida. Una reja de hierro con una cerradura maciza les cortaba el camino. Al otro lado reinaba una negrura insondable.

– ¿Maurice? -preguntó el viejo Gardiner mientras en el corredor principal volvían a sonar disparos, seguidos por un griterío sordo. Los soldados parecían actuar con una brutalidad extrema contra los prisioneros evadidos…

– Estoy en ello -aseguró el francés, que ya buscaba entre el manojo de llaves. De nuevo se oyó rechinar y un crujido metálico, y la puerta se abrió chirriando.

– Bien hecho.

Gardiner Kincaid cogió una antorcha encendida de la pared y se puso en cabeza. Uno tras otro lo siguieron: primero Sarah, luego Mortimer Laydon y, finalmente, Ali Bey y Friedrich Hingis. Du Gard fue el último en pasar y cerró la puerta tras de sí con cuidado.

Unos pasos más allá, el grupo se topó con otra sorpresa: en unos ganchos clavados en la pared de roca estaban colgadas las armas que habían requisado a los prisioneros: fusiles y cuchillos, pero también la canana de Gardiner Kincaid, que Sarah habría reconocido entre mil. Era una desgastada cartuchera Sam Browne del ejército británico, de la que colgaba un sólido puñal Bowie enfundado en una vaina con flecos. En la pistolera de cuero también estaba el Colt modelo 1878 Frontier que tantos servicios había prestado al viejo Gardiner.

– Mira -dijo sonriendo-, a eso lo llamo yo suerte en la desgracia…

Cogió el cinto y se lo puso; los demás fugitivos también se armaron: Sarah y Mortimer Laydon con rifles Martini Henry, que habían pertenecido al equipo de la expedición, y con bolsas de munición; Ali Bey recuperó la daga que le habían quitado al capturarlo. Du Gard se quedó con el sable (parecía odiar profundamente las armas de fuego) y Friedrich Hingis también se hizo con un fusil.

– ¡Por fin! -exclamó triunfal-. Con esto podremos luchar por abrirnos paso hacia el exterior.

– No querría frustrar sus ilusiones, mon ami -objetó Du Gard-, pero no creo que un puñado de armas viejas sean muy útiles contra toda una guarnición de soldados.

– Efectivamente -le dio la razón Gardiner Kincaid-. Por eso nos adentraremos en la galería tanto como podamos y esperaremos.

– Pero no sabemos adonde conduce el pasadizo -objetó Hingis-. ¿Y si se hunde?

– Tendremos que correr el riesgo -replicó Gardiner encogiéndose de hombros-. ¿O alguien discrepa? -Lanzó una mirada interrogativa a todos sus compañeros, pero no encontró oposición-. Entonces está decidido -dijo, siguió andando y volvió a colocarse a la cabeza del grupo.

– ¿Y si es un callejón sin salida? -apuntó Hingis desvalido, pero esa objeción tampoco encontró eco-. Tengo claustrofobia.

Nadie contestó.

Lanzando maldiciones que nadie habría creído posibles en boca de un erudito de su talla, el suizo acabó aceptando la decisión de la mayoría.

Recorrieron juntos la galería, excavada en la roca en tiempos inmemoriales, seguramente por esclavos desventurados, donde los azotó un frío glacial. Unos pasos más allá, la oscuridad los rodeó. A la llama de la antorcha que llevaba el viejo

Gardiner parecía costarle un esfuerzo enorme imponerse a la negrura que acometía desde todas partes.

Una escalera descendía aún más hacia lo hondo. El techo era cada vez más bajo, y Sarah y sus compañeros tuvieron que agachar la cabeza para no chocar con él.

La textura de las paredes cambió de nuevo. Se volvieron lisas, y Sarah pudo reconocer restos de pintura en algunos sitios. La luz de la antorcha sacó a relucir de repente algo en la oscuridad que probablemente ningún ojo humano había visto en siglos: una imagen labrada en la piedra, que enseguida llamó la atención de los tres arqueólogos…

– Mirad -murmuró Gardiner.

– Un relieve -constató Sarah-. Del período de los diádocos.

– Es posible -concedió Elingis, y se quitó las gafas para limpiarlas antes de volver a examinar la obra de arte.

Aunque probablemente tendrían unos dos mil años, las imágenes todavía se reconocían bien. En ellas aparecía un edifico alto, compuesto por bloques superpuestos que se iban estrechando a medida que ascendían. Al pie del coloso se veían barcos, representados de un modo tan realista y detallista que podían distinguirse mercantes fenicios de cargueros griegos y galeras romanas.

– Es Faros -constató Hingis-, el célebre faro de Alejandría, cuya llama se veía desde Atenas. En la Antigüedad estaba considerado una de las siete maravillas del mundo.

– No me diga -gruñó Sarah sin hacerle mucho caso, ya que estaba ocupada examinando las paredes.

– Los alejandrinos afirman que el fuerte Quaitbey se construyó sobre los cimientos del faro -añadió Gardiner Kincaid asombrado-. Quizá tengan razón.

– ¿Quizá? -aguijoneó Hingis con sarcasmo-. Si todas sus fuentes son tan creíbles, no me extraña que Schliemann descubriera Troya antes que usted. Por lo general, en el primer semestre de universidad ya te enseñan que un científico serio nunca debe dar crédito a las habladurías de los nativos.

– No he afirmado que sea así realmente, pero la experiencia me ha enseñado que en arqueología no se puede pasar por alto ninguna posibilidad.

– ¿Y qué son esas líneas que salen de la torre? -preguntó Du Gard.

– ¿Quién sabe? -respondió Gardiner-. En algunas fuentes clásicas se relata que el faro estaba en condiciones de prender fuego a los barcos que lo atacaban. Según dicen, el arma incluso tenía un nombre: el fuego de…

– ¡Padre!

El grito de Sarah obligó al viejo Gardiner a que diera media vuelta.

Encontró a su hija en medio del pasadizo, señalando el techo donde, a la luz de la antorcha, podían distinguirse cinco letras del alfabeto griego labradas en la piedra.

A B T A E

– El distintivo de Alejandro -murmuró-. Está aquí…

– ¿Qué significa eso? -preguntó Hingis.

– Se lo diré, amigo mío -contestó Gardiner desbordado por la alegría que sentía en aquel momento-. Significa que un golpe favorable del destino nos permite reanudar el juego, puesto que este símbolo indica el camino hacia antiguos secretos que…

En aquel momento se oyó un trueno lejano y una fuerte sacudida recorrió la galería.

– ¿Qué ha sido eso? -inquirió Mortimer Laydon asustado.

Siguieron otro trueno y un nuevo temblor, esta vez tan fuerte que se desprendió arena del techo de la bóveda. A todos les costó mantenerse en pie.

– ¡Un terremoto! -gritó Hingis aterrorizado.

De nuevo una sacudida, seguida por toda una salva de estruendos sordos.

– No es un terremoto -constató Gardiner Kincaid-, son impactos de proyectil.

– ¿Cañonazos? Pero ¿cómo…?

– Alors -comentó Du Gard suspirando profundamente, casi con resignación-, al parecer, el ultimátum que el gobierno británico dio a los nacionalistas ha vencido. El bombardeo de Alejandría ha comenzado…

6

Fuerte Quaitbey, Alejandría

11 de julio de 1882, 7 de la mañana

Un nuevo impacto pareció sacudir los cimientos del fuerte. Sarah se apoyó en la pared de roca para no perder el equilibrio; polvo y arena se desprendieron del techo.

No quería ni imaginar qué estaría pasando en aquel momento en el exterior. Proyectiles mortíferos volaban entre los buques de guerra británicos y las posiciones de los defensores, y sembraban el caos y la destrucción en ambos bandos; violentas explosiones despedazaban muros con siglos de antigüedad como si fueran de papel; cascotes y metralla saltaban por los aires y producían una sangrienta cosecha; polvo y humo impregnaban el aire, que estaba saturado de órdenes masculladas y del griterío de los heridos…

– Deprisa-susurró Gardiner-, ¡sigamos adelante!

– ¡Es una locura! -se acaloró Hingis, que, en vez de hacer ademán de moverse, se cruzó de brazos elocuentemente-. No pienso avanzar ni un paso más. En estas condiciones, sería un suicidio.

– ¿Prefiere probar suerte con los soldados egipcios? -preguntó Sarah mordaz.

– En estos momentos, estarán ocupados con otras cosas -dijo Hingis convencido.

– Efectivamente, con los proyectiles británicos, a los que no les importa lo más mínimo de parte de quién estamos -arguyó el viejo Gardiner-. Subir ahora sería un disparate. Tenemos que hacer lo contrario, adentrarnos en la galería y ver qué indica el símbolo de Alejandro…

Un nuevo impacto, esta vez justo por encima de ellos. Se oyeron gritos, tan fuertes y estridentes que consiguieron traspasar los muros de piedra. Un fragmento de roca cayó del techo y rozó el hombro de Hingis.

– ¿Habla en serio? -se escandalizó Hingis-. ¿Cómo puede pensar en su trabajo en estos momentos?

– Soy arqueólogo -respondió Kincaid lisa y llanamente.

– Yo también, pero eso no significa que quiera sacrificar mi vida por ello. Todo tiene sus límites.

– Quizá. Pero aunque no hubiéramos encontrado el símbolo, seguiría siendo más sensato permanecer aquí abajo que enfrentarse a las bombas y a las granadas.

– Me temo que tengo que dar la razón a mi estimado amigo -convino Mortimer Laydon-. En estos momentos, creo que es mucho más seguro estar en esta galería que en el exterior.

– ¿Y si se derrumba la bóveda? -preguntó Hingis y, como para subrayar sus palabras, se oyeron varias detonaciones, seguidas de una nueva explosión aún más potente que dio la impresión de que había impactado en un depósito de municiones. De nuevo cayeron escombros y polvo sobre los fugitivos-. ¿Ven a qué me refiero?

– Si estas galerías son tan antiguas como creemos -replicó Gardiner Kincaid-, ya han resistido innumerables guerras y varios terremotos. La Marina Real tampoco conseguirá alterarlas.

Nuevamente una sacudida, tan fuerte y violenta que Hingis no fue el único que pensó que el techo se derrumbaría. -¿Estás seguro, padre? -preguntó Sarah. -También hará falta un poco de suerte -reconoció el viejo Gardiner, no tan convencido como antes-. ¿Qué decís?

– Yo estoy a favor de seguir adelante -acordó Sarah, y levantó la mano.

Uno tras otro, también Laydon, Du Gard y Ali Bey mostraron su conformidad.

– Está en minoría, estimado Hingis -comentó Kincaid-. Evidentemente, puede dar media vuelta si quiere, pero no se lo aconsejo, y eso sin contar con que no alcanzaría la gloria científica.

– ¿Gloria científica? -repitió el suizo de mal humor-. ¡Al diablo la gloria científica! ¿De qué me servirá si estoy muerto?

El viejo Gardiner se echó a reír. Luego se puso en movimiento y encabezó el grupo mientras el bombardeo proseguía en la superficie. Golpes sordos sacudían una y otra vez la galería, pero se fueron amortiguando a medida que se adentraban en las profundidades, y los lamentos de Friedrich Hingis también se fueron acallando. Aunque no por mucho tiempo.

La galería acababa súbitamente ante una pared de piedra levantada con sillares imponentes.

– ¡Lo sabía! -exclamó Hingis-. Sabía que esta galería era un callejón sin salida.

– No tiene sentido -objetó Sarah-. Entonces ¿por qué la habrían cerrado con una reja?

– Quizá porque querían impedir que sabelotodos como usted se pusieran en peligro absurdamente.

– Es posible, pero no probable -replicó Sarah con calma mientras se ponía a examinar la pared junto con su padre.

– Me resulta familiar -constató Gardiner.

– A mí también -coincidió Sarah-. La galería por debajo de la columna de Pompeyo también estaba bloqueada por un muro como este.

– Efectivamente -asintió Gardiner-. Descubrimos la pared el 11 de junio por la mañana, pero no tuvimos tiempo de examinarla porque, al poco, asaltaron el campamento. -Tenía los ojos vidriosos, los recuerdos lo habían asaltado por un momento-. Fue una matanza terrible -murmuró-. Tantos muertos, tanta sangre… ¿Valía la pena?

– No lo sé -contestó Sarah-, pero creo que la respuesta se halla al otro lado de este muro.

– ¿A qué te refieres?

– Noto una ligera corriente de aire -explicó señalando una grieta en el muro de obra-. Y albergo una sospecha. -¿Qué sospecha, hija?

– Espera -contestó Sarah. Se agachó, cogió del suelo una piedra del tamaño de un puño y la tiró con todas sus fuerzas contra la pared.

– ¿Se ha vuelto loca? -exclamó Hingis-. ¿Qué pretende?

Sarah siguió en sus trece y golpeó el muro por segunda, tercera vez. La grieta se agrandó y se extendió como una tela de araña.

– No es piedra maciza -comprobó Gardiner Kincaid atónito-, es solo una imitación…

Al cabo de un momento, la pared cedió. Un fragmento grande como una calabaza se desprendió del muro y cayó hacia ellos, y pudieron ver que la pared no estaba hecha de sillares macizos, sino de piedra caliza de no más de dos palmos de grosor.

Todos intercambiaron miradas de sorpresa y luego ayudaron a Sarah a tirar el resto de la pared, que había resistido intacta el embate de los siglos. La golpearon y la aporrearon con todas sus fuerzas y la piedra caliza acabó cediendo. Se derrumbó con un fuerte crujido y, cuando la nube de polvo se aposentó, vieron un pasadizo que se adentraba oblicuamente en las profundidades y cuyas paredes estaban decoradas con más relieves. La luz de la antorcha palideció en la negrura más absoluta.

– Es increíble -se vio obligado a reconocer Hingis-. Tenía usted razón.

– ¿Qué, doctor? -preguntó Sarah sonriendo irónicamente-. ¿Aún quiere dar media vuelta?

– Eso dependerá -respondió el suizo, en el que parecía haber despertado el afán del investigador- de lo que encontremos ahí abajo.

– ¿Cree usted que Schliemann sabía dónde se metía? -Sarah entró resuelta en el pasadizo-. Solo hay una cosa segura: alguien no quería que nadie entrara en esta galería…

Se puso al frente del grupo con su padre, y Laydon, Hingis y Ali Bey los siguieron. La retaguardia la cubría Du Gard, que miraba receloso a todas partes y cuyo semblante había adoptado una vez más aquella expresión dura e insondable que Sarah ya le había visto en otras ocasiones.

La galería descendía trazando un ángulo recto, luego seguía por unos escalones empinados y, cuanto más se hundía en las profundidades, más fría y húmeda se tornaba. Las detonaciones que bramaban en la superficie ya no se oían; allí reinaba un silencio opresivo, únicamente perturbado por los pasos de los fugitivos y el suave chapoteo del agua que chorreaba por las paredes formando regueros brillantes. La mayoría de las imágenes labradas en piedra habían resultado tan erosionadas que ya no se distinguían; otras mostraban escenas del panteón egipcio, desde la creación del mundo por Geb y Nut o el viaje del dios del sol hasta imágenes de Thot, la deidad con cabeza de ibis, patrón de los escribas y de los magos…

– Hay algo que no cuadra -planteó de repente Hingis.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Sarah.

– Me refiero a que llevamos una eternidad caminando por esta galería. Tendríamos que haber salido de la península hace mucho.

– Estoy de acuerdo con usted -convino Gardiner Kincaid sosegadamente-. A juzgar por el olor salobre y la creciente humedad, podría ser que estuviéramos debajo del mar desde hace rato.

– ¿Debajo del mar?

– Según mis cálculos, estamos a punto de cruzar por debajo de la dársena del puerto.

Sarah alzó angustiada la vista hacia el techo abovedado. Pensar en la masa de agua que se acumulaba por encima de ellos la impresionaba, y las caras de sus compañeros delataban que a ellos les ocurría lo mismo. El único que no parecía nada afectado era su padre, que tenía un aspecto mucho más relajado que poco antes en la mazmorra. Daba la impresión de que los enigmas arqueológicos que los rodeaban eran una fuente de juventud y él se refrescaba en el agua que brotaba de ella.

– Pero si esta galería atraviesa la dársena -concluyó Sarah-, eso significa que, antiguamente, la isla de Faros y el continente estaban unidos.

– Increíble, ¿verdad? -dijo su padre maravillado.

– En efecto, es increíble -dijo Hingis con sarcasmo-, sobre todo porque en ningún documento de la Antigüedad se encuentra la menor indicación a un túnel que los conectara.

– Eso no quiere decir nada -lo contradijo Gardiner-. Piense en la Septuaginta.

– Septua… quoii -preguntó Du Gard.

– La primera traducción al griego del Antiguo Testamento, que se realizó por encargo de Ptolomeo II para la Biblioteca de Alejandría -explicó Sarah-. Según la carta de Aristeas, la Septuaginta se realizó en setenta y dos días y de ello se encargaron otros tantos sabios judíos, y fue en la isla de Faros.

– En efecto -corroboró su padre-. Sin embargo, muchos científicos, entre los que me cuento, dudan de esa crónica, porque está plagada de contradicciones. Por ejemplo, ¿por qué los trabajos de traducción se llevaron a cabo en un faro? ¿No habría sido más práctico quedarse en la biblioteca, donde se podían consultar diccionarios y también bibliografía? No obstante, el relato de Aristeas cobra sentido con una condición…

– … que existiera una conexión secreta entre la biblioteca y el faro, que los sabios podían utilizar a cualquier hora -apostilló Sarah-. Una teoría audaz.

– Audaz no es la palabra -apostilló Hingis-. Los colegas del Círculo de Investigaciones Arqueológicas lo harían trizas por afirmar tal cosa.

– Puede -admitió Gardiner-, pero esos colegas no están aquí. Aquí solo estamos nosotros y no podemos cerrarnos a la evidencia. Y aún iré más allá, puesto que afirmo que esta galería conduce al Cementerio de los Dioses.

– ¿Qué te lo hace pensar? -quiso saber Sarah.

– El símbolo de Alejandro indica el camino hacia la tumba del rey -dijo su padre convencido.

– ¿A la tumba del rey? -preguntó Hingis-. ¿Se refiere a la tumba de Alejandro? Yo creía que estaba buscando la biblioteca perdida.

– ¿Y cree que hay alguna diferencia? ¿Nunca ha estado en Tebas y ha visitado el Rameseum?

– No veo qué tiene que ver una cosa con la otra.

– Entonces se lo explicaré -gruñó Gardiner con cierto aire indulgente-. En los relatos de sus viajes, Hecateo de Abdera escribió que en el templo de Ramsés II, al que él daba el nombre griego de Ozymandias, había una biblioteca sagrada.

– ¿Y?

– ¿No ve el paralelismo? El recinto consagrado a uno de los soberanos más poderosos de Egipto contenía una biblioteca, y sabemos que Alejandro tomó por modelo a los faraones en más de un sentido. ¿Por qué su tumba, que según su propia voluntad no tenía que ser tan solo su último lugar de reposo, sino también un centro de veneración y de memoria eterna, no podía albergar una biblioteca?

– ¿Cree usted que…?

– Por supuesto -terció Sarah, que en aquel momento comenzaba a comprender las conexiones-. Eso era lo que la hermana de Recassin quiso darnos a entender al decir que Ozymandias conocía la respuesta. Y también por eso había una estatua de Ramsés debajo de la columna de Pompeyo…

– El mausoleo de Alejandro está en el mismo lugar donde antiguamente se asentaba el Museion -afirmó Gardiner Kincaid con convicción-. Quien encuentre una cosa encontrará la otra.

– ¿En el fondo del mar? -preguntó Hingis dubitativo.

– ¿Por qué no? Sabido es que los arquitectos de la época ptolomea eran unos verdaderos maestros de las profundidades. ¿Le suena el nombre de Saint Genis?

– ¿Quién es?

– Un francés que participó como observador en la campaña militar de Napoleón en Egipto. En sus dibujos de Alejandría se menciona varias veces una «ciudad subterránea», que no era menos importante que la que estaba en la superficie. La mayoría cree que se refería a las cisternas que se extienden por docenas debajo de la ciudad y que a menudo transcurren a varios cientos de pies bajo tierra, pero yo soy del parecer de que eso no es todo. En virtud de los estudios de campo que he realizado, estoy convencido de que Saint Genis se refería en realidad a una ciudad situada en las profundidades. A una necrópolis, para ser exactos; es decir, al Cementerio de los Dioses.

– Pero el último lugar de reposo de Alejandro no estaba bajo tierra -objetó Hingis-. Las fuentes clásicas mencionan un túmulo funerario, si no recuerdo mal…

– Una trampa para engañar a los que se acercaban con malas intenciones -replicó Gardiner con énfasis-. ¿Por qué razón cree que inicié las excavaciones junto a la columna de Pompeyo?

– Porque buscabas una entrada -respondió Sarah.

– Después de estudiar a fondo mis fuentes, estaba casi seguro de haberlo encontrado; por desgracia no me dio tiempo a comprobar la validez de mi teoría. Pero, si es cierto lo que sospecho, este pasadizo también nos llevará al objetivo.

– Es poco probable -replicó Elingis-. Aunque tuviera razón, ¿quién nos asegura que esta galería está intacta? ¿Que realmente conduce al otro lado de la bahía, igual que hace más de dos mil años, a pesar de todos los terremotos y guerras que han causado estragos en todo ese tiempo?

– Alors, si no fuera así, haría rato que tendríamos los pies empapados -respondió Du Gard con una lógica aplastante, ante la cual Hingis no supo qué replicar.

Al proseguir la marcha por las profundidades apenas hablaron. Todos estaban inmersos en sus propios pensamientos, y Sarah se sorprendió lanzando constantemente miradas furtivas a su padre. Aunque el viejo Gardiner la había decepcionado en más de un sentido, no podía evitar mirarlo con admiración. Sus enormes conocimientos, su curiosidad juvenil, su afán científico de descubrimientos, su valor inquebrantable y su asombrosa serenidad lo convertían en la persona que Sarah siempre había querido ser. Lo había emulado desde niña para llegar a ser como él algún día. Pero, pensó deprimida, seguramente se había alejado más que nunca de ese objetivo…

Dio la impresión de que la galería había vencido el punto más hondo. El camino empezó a subir paulatinamente y de nuevo se oyó el estruendo de las detonaciones en la lejanía, acompañado por ligeras sacudidas que hacían temblar la roca.

– El bombardeo continúa -constató Mortimer Laydon.

– Maldita sea -contestó el viejo Gardiner-. Si seguimos notándolo a este lado de la bahía, eso significa que no están disparando solamente contra los bastiones de la costa, sino también contra la ciudad. El legado de miles de años destrozado en un santiamén. ¿Qué pretenden esos malditos idiotas?

La antorcha que llevaba casi se había extinguido. Sarah fue la primera en rasgar a tiras sus ropas de beduino y dárselas a su padre para que pudiera añadir la tela como material de combustión envolviéndola en el palo; luego lo hizo Hingis y finalmente Du Gard, al que se le notó que le sabía mal desprenderse de la prenda de oficial bordada con arabescos. Pero ese sacrificio tampoco logró impedir que la luz fuera cada vez más escasa. Una escalera que subía empinada apareció por fin a la luz de la llama, cada vez más mortecina.

– Bueno -gruñó lord Kincaid-. Diría que hemos alcanzado el otro lado de la dársena.

– Y la guerra ha vuelto a alcanzarnos -completó Ali Bey al oír de nuevo explosiones lejanas.

– La escalera no está en muy buen estado -constató Sarah, y subió los primeros escalones-. Hay grietas por todas partes, incluso en las paredes y en el techo.

– Pues habrá que arreglárselas como sea para subir -apremió Hingis-. No me atrae la idea de quedar sepultado aquí abajo.

– A mí tampoco, mon ami. -Du Gard le dio la razón con una sonrisa afable-. Créame…

No perdieron más tiempo y subieron la escalera a toda prisa. Por un lado, el hecho de volver a acercarse a la superficie les producía una sensación de alivio; por otro, a cada escalón que subían aumentaba el fragor del bombardeo.

– Idiotas -renegaba Gardiner Kincaid sin cesar-, malditos idiotas.

La escalera acababa en un corredor cuyas paredes estaban decoradas con inscripciones e imágenes. Sin embargo, allí también se apreciaba lo que ya se había anunciado al pie de la escalera: aquella parte del pasadizo no había resistido muy bien los terremotos del pasado. Unas grietas enormes recorrían el suelo, las paredes y el techo; además, la galería se había desmoronado en algunos puntos y los escombros se habían acumulado unos sobre otros, de manera que el pasadizo parecía un tubo de piedra retorcido.

– Malheureusement -apuntó Du Gard-, no tiene un aspecto muy alentador.

– ¿No acabo de decirlo? -maldijo Hingis-. ¿No vaticiné que el techo se nos derrumbaría encima?

– Aún no se ha derrumbado -contestó el viejo Gardiner secamente-. Si llega a ocurrir, póngame una querella.

– Ya me gustaría-se acaloró el suizo-. ¡La gente como usted es una vergüenza para nuestra ciencia! Me encargaré de que en todos los círculos de investigadores…

La sacudida que hizo temblar la galería fue tan violenta que Ali Bey y Mortimer Laydon perdieron el equilibrio y se precipitaron al suelo. Un estallido descomunal hizo temblar el suelo y las paredes, y cayeron piedras sueltas y arena de las incontables grietas que plagaban el techo.

– Ya discutiréis más tarde -propuso Sarah-, ¡ahora cerrad la boca y corred!

No hubo respuesta, ni siquiera por parte de Hingis. Los fugitivos echaron a correr a toda prisa por la galería, cuyas paredes parecían moverse, ¿o era una ilusión provocada por los fugaces rayos de luz que emitía la antorcha? Del techo se desprendían fragmentos de piedra, y Sarah y sus acompañantes tuvieron que protegerse la cabeza con los brazos. Además, el aire se llenó de polvo, que les producía picor en los ojos y se les depositaba en los pulmones.

– ¡Adelante! ¡Adelante! -se oyó bramar a Gardiner Kincaid antes de que le acometiera un violento ataque de tos que lo hizo retorcerse de dolor.

Sarah y Du Gard se apresuraron en acudir en su ayuda y sostenerlo, y juntos se precipitaron a través del estruendo que parecía no tener fin. El fuego solo era contestado muy de tarde en tarde por un retronar débil y lejano, que no podía hacer nada contra la brutalidad del ataque británico. El imperio respondía a la rebelión de Urabi con toda la fuerza de combate de su marina, que se preciaba de ser la más moderna del mundo, y sin tener en cuenta que algunos súbditos sin tacha de Su Majestad se encontraban en las profundidades de la ciudad intentando desesperadamente seguir con vida…

El final de la galería apareció a la vista.

La llama mortecina de la antorcha lo arrancó súbitamente de la oscuridad: una puerta ancha, flanqueada por esculturas de piedra. Una de las estatuas estaba destrozada y no podía distinguirse a quién representaba; la otra aún estaba intacta. Ligeramente acongojada, Sarah constató que se trataba de Anubis, el dios de los muertos, que la miraba desde la oscuridad con su cabeza de chacal…

– ¡La necrópolis! -exclamó su padre con voz ronca-. Tiene que ser la entrada al Cementerio de los Dioses…

Saberse más cerca que nunca de la realización de su sueño de investigador le prestó fuerzas renovadas. Levantó los brazos en señal de triunfo, se soltó de Sarah y de Du Gard, quienes lo sostenían, y se precipitó hacia los escalones que conducían al portalón; las alas de madera se habían podrido hacía tiempo en las bisagras. El camino estaba libre y llevaba a una bóveda que antiguamente debió de ser ostentosa y de unas dimensiones impresionantes.

En aquel momento estaba en ruinas.

Solo quedaba intacta la primera hilera de columnas que habían soportado el altísimo techo; el suelo de la sala se había hundido, probablemente a consecuencia de uno de los numerosos terremotos que habían azotado Alejandría. Y eso habría provocado que las columnas formadas por piezas se desmoronaran y también que se derrumbaran partes del techo. En algunos puntos, los fragmentos de roca y los cascotes de sillares imponentes llegaban al suelo; en otros se mantenían a medias en lo alto, sostenidos por lo que quedaba en pie de algunas columnas decapitadas. Daba la impresión de que todo se desplomaría en cualquier momento, aunque probablemente había aguantado durante siglos en aquel estado.

A la débil luz de la antorcha no se apreciaba si se podía pasar, ya que los escombros no eran el único obstáculo. El agua había entrado y había inundado el suelo hundido, de manera que alrededor de las ruinas se extendía un mar subterráneo.

– Merde! -exclamó Du Gard muy acertadamente. -Vaya -dijo Hingis, no sin cierta satisfacción-. Ahí lo tienen. Un callejón sin salida, como yo sospechaba.

– El peristilo -constató el viejo Gardiner, sin hacer caso del comentario de su acompañante-. Esto debía de ser el pórtico de la ciudad de los muertos. Estoy casi seguro de que al otro lado se encuentra el Cementerio de los Dioses… y aquello que los historiadores han buscado en vano durante siglos: la tumba de Alejandro y el Museion

– Deje de soñar, Kincaid -lo reprendió Hingis-. Nuestro camino acaba aquí.

– Todavía no -replicó el padre de Sarah. Se acercó a la orilla, se agachó, metió el dedo en las aguas oscuras y lo lamió-. Esto tiene que estar conectado con el mar abierto.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Hingis-. ¿Ponerse a nadar como un pez?

– No es mala idea -contestó Gardiner, y se metió sin vacilar en el agua oscura, que al cabo de pocos pasos ya le llegó a las caderas.

– ¿Qué se propone?

– ¿Usted qué cree? Buscar un camino, evidentemente.

– ¿Entre estas ruinas? -El suizo se cruzó de brazos elocuentemente-. Sin mí. Ya se lo dije una vez y se lo repito: ningún descubrimiento arqueológico merece perder la vida.

– Me temo -declaró Du Gard- que tiene usted razón, mon ami.

– Sería absurdo retroceder ahora -proclamó Gardiner-. Estamos muy cerca del objetivo. -¿Y si se derrumba la bóveda?

– Ha aguantado durante dos mil años, también resistirá la estupidez de la Marina Real británica -dijo Gardiner convencido.

Aún se oía el estrépito de las detonaciones, pero la intensidad del fuego había disminuido.

– Comparto la opinión de mi padre -dijo Sarah-. Creo que debemos arriesgarnos y continuar.

– Qué sorpresa -replicó Hingis. El brillo de sus ojos revelaba que él también quería saber qué había al otro lado de la zona inundada, pero la perspectiva de tener que moverse por el líquido elemento no parecía agradarle en absoluto.

– Creo que no nos queda otra elección. -Mortimer Laydon también se puso de parte de Gardiner-. El riesgo de volver a cruzar por debajo de la dársena no será menor que el de probar suerte aquí.

– Naram -afirmó Ali Bey, y también se metió en el agua sosteniendo el fusil en lo alto con las dos manos-. Soy un hijo del desierto y no me fío del agua, pero creo que el efendi tiene razón. Nadie debería desafiar dos veces el destino de la misma manera.

Con ello, los escépticos quedaban en minoría y, al ver que Du Gard se sumaba a la decisión de la mayoría, Hingis dejó de oponer resistencia.

– Solo dígame una cosa -le preguntó en voz baja a Sarah mientras se metía en las aguas poco profundas de la orilla con un gesto de asco en la boca-, ¿cómo ha podido aguantar con un padre como el suyo?

– De hecho -respondió Sarah-, solo caben dos posibilidades: o pierdes la razón o te vuelves como él. Yo me decidí por la última.

Elingis se detuvo en el agua, que ya le llegaba a la altura de las rodillas.

– Es usted muy graciosa -observó, y era imposible determinar si lo decía en serio o irónicamente.

– Muchas gracias -contestó Sarah sonriendo y, por primera vez desde que había emprendido aquel viaje, tuvo la sensación de que en el pecho envarado del erudito latía un corazón.

El agua se volvió turbia a causa de la arena que removían a cada paso que daban. Sarah notó que un frío húmedo la invadía, pero se guardó de decir una sola palabra.

La escasa luz de la antorcha solo permitía intuir las dimensiones reales de la zona, que antiguamente debió de ser una sala hipóstila imponente. Solo veían lo que la llama, cada vez más pequeña, arrancaba de la oscuridad, y eso apenas bastaba. El agua ya les llegaba al pecho y bordeaban las columnas que se habían desplomado o que aún se alzaban medio en ruinas, doblándose bajo el gran peso que descansaba sobre ellas. De vez en cuando temblaban por los impactos de los proyectiles que caían sin cesar, pero resistían esa carga adicional.

Sarah intentó no malgastar un solo pensamiento imaginando qué ocurriría si una de aquellas columnas cedía. El equilibrio que sostenía el techo derruido parecía muy frágil y, aunque nunca lo habría reconocido delante de Elingis, Sarah no respiraría tranquila hasta que hubieran dejado la bóveda atrás…

– Maldita sea -oyó gruñir a su padre, y por el tono de voz supo que no lo decía por decir.

– ¿Qué pasa? -preguntó, y avanzó hasta la cabecera del grupo.

Habían llegado al otro lado de la sala hipóstila, pero allí no había ninguna salida, puesto que donde se alzaba otra estatua enorme de Anubis, el guardián de los muertos, una verdadera montaña de escombros y cascotes sobresalía del agua: los restos de dos columnas que habían sepultado el paso.

Con un ligero aire de desvalimiento, Gardiner Kincaid puso la mano en uno de los enormes cascotes.

– Es inútil -constató frustrado-, no se mueven un ápice. Al parecer, nuestro estimado colega Hingis tenía razón.

– ¿No lo había dicho yo? ¿Por qué nadie me hace caso…?

– ¿Qué insinúas, padre? -preguntó Sarah perpleja-. ¿Quieres abandonar? ¿Después de haber llegado tan lejos?

– ¿Que si quiero abandonar? -Gardiner meneó la cabeza con determinación-. De eso nada, pero no veo que nos quede otra elección. No soy un cíclope capaz de levantar rocas sin esfuerzo…

A través de capas de arena y piedra de metros de grosor penetró de nuevo el sonido sordo de las granadas. La superficie del agua se encrespó y la llama de la antorcha se apagó como si el estruendo de los cañonazos le hubiera dado un susto de muerte.

– C'esí la fin -comentó Du Gard innecesariamente.

La negrura los cubrió como un saco oscuro y, al cesar momentáneamente el bombardeo, se hizo un silencio aterrador.

Nadie dijo nada; en aquel momento, todos comprendieron que estaban perdidos. Regresar sin luz y en medio de una oscuridad impenetrable para encontrar la galería era tanto como imposible…

El miedo invadió a Sarah y le paralizó la mente, hasta que se dio cuenta de que seguía viendo los rostros de sus compañeros. Cuánto más tiempo pasaba, más se distinguían en la oscuridad, alumbrados por un tenue resplandor de un tono verde enigmático.

– Un moment! -exclamó Du Gard, que también lo había notado-. Algo no cuadra. Yo sigo viendo.

– Yo también -declaró Hingis, sin ocultar su perplejidad-. ¿Cómo diantre…?

– La luz viene de ahí abajo -constató Ali Bey-. De debajo del agua…

Sarah y los demás buscaron a su alrededor con la mirada. El alejandrino tenía razón. El camino estaba cortado por encima del agua, pero debajo parecía haber una abertura por la que penetraba una débil luz.

– Tenemos que sumergirnos -afirmó Gardiner Kincaid.

– Pero no sabemos qué hay al otro lado -objetó Hingis-. Además, soy un erudito, no un maldito pez…

Sarah no oyó el resto de la queja porque ya se había tirado de cabeza al agua. Había decidido acabar sin más dilación con la disputa que se avecinaba reconociendo el terreno.

Las voces de sus compañeros se acallaron de golpe y el fragor de las detonaciones se apagó y se convirtió en un rumor de fondo irreal. La oscuridad y el frío la rodeaban y tardó un instante en orientarse por el agua turbia.

La fuente de la ominosa luz resultó ser una hendidura de dos codos de ancho por el doble de alto que se abría entre un fragmento de columna derrumbada y un cascote de roca. Sarah nadó hacia allí, se agarró al borde de la abertura con las dos manos y se dio impulso para entrar. Los ojos le ardían a causa del agua de mar, que estaba tan turbia que no se permitía ver a más de tres metros… Por eso no distinguió la sombra alargada que acechaba al otro lado de la brecha.

Notó que apenas le quedaba aire en los pulmones y braceó a buen ritmo para llegar lo antes posible a la superficie por donde penetraba la luz. Sarah emergió del agua con un grito de alivio en los labios y se encontró en un pasadizo ancho medio inundado. La luz que habían visto desde el otro lado penetraba por una grieta abierta en el techo.

Sarah concedió un momento de descanso a sus pulmones. Luego cogió aire, se sumergió de nuevo y volvió a atravesar la hendidura. Al cabo de un momento se reunía con los demás, quienes la miraron sorprendidos y a la vez espantados.

– ¡Sarah! -exclamó el viejo Gardiner enfadado-. ¿Qué crees que…?

– El camino está libre, padre -informó sin hacer caso de la reprimenda-. Ahí abajo hay una abertura lo bastante grande para que podamos pasar todos. AI otro lado hay otro pasadizo.

– ¿Ah, sí? -preguntó Hingis-. ¿Y cómo pretende que vayamos?

– Nadando por debajo del agua -respondió Sarah-, uno tras otro. Maurice, tú serás el primero. -Pourquoi moi?

– Porque, según dijiste, eres un buen nadador -contestó-. Hingis, usted lo acompañará.

– Pero yo… -El suizo bajó la voz, avergonzado-. Yo no sé nadar.

– Yo tampoco -añadió Ali Bey-. Soy un hijo del desierto, no del mar.

– Pues tendrán que aprender -replicó Sarah sin compasión-. Solo hace falta que aguanten la respiración; Du Gard los ayudará, ¿entendido?

– Naram.

– Pues, ¡adelante!

Al hijo del desierto y a Hingis les costó horrores decidirse. Pero lo peliagudo de la situación y el estruendo incesante de los impactos de los proyectiles les hicieron comprender que no tenían elección. Uno tras otro desaparecieron bajo el agua, y Du Gard se empleó a fondo para llevarlos sanos y salvos al otro lado.

– ¿Podrás, tío Mortimer? -preguntó Sarah a su padrino, en cuyo semblante envejecido se dibujó una fugaz sonrisa llena de confianza.

– ¿Bromeas, criatura? En Oxford fui uno de los mejores remeros de mi promoción. El líquido elemento es mi segundo hogar.

Desapareció apenas decirlo, y solo quedaron Sarah y su padre.

– Tienes dotes de mando -afirmó inesperadamente el viejo Gardiner-. Tu gente confía en ti.

– No. -Sarah meneó la cabeza-. Confían en ti. En mí solo ven un reflejo de tu fama.

– Eso es una tontería y tú lo sabes. Eres mucho más que eso, Sarah. No puedes evitar seguir la llamada de lo desconocido y seguramente tu destino será rastrear antiguos misterios, igual que he hecho yo a lo largo de mi vida. Fue una estupidez por mi parte no incluirte en mis planes, pero es tarde para arrepentirse, ¿no?

Extendió los brazos hacia delante, dispuesto a sumergirse, pero Sarah lo detuvo.

– ¿Qué ocurre?

– Tus pulmones -le recordó-. ¿Lo conseguirás? En los ojos de Gardiner Kincaid pudo leerse una mezcla de diversión y de agradecimiento.

– Realmente te preocupas por mí, ¿verdad?

– Por supuesto, por eso estoy aquí.

– Mis pulmones -aseguró- están lo bastantes fuertes, hija mía, y si no lo estuvieran, tampoco daría media vuelta. Es más que probable que al otro lado de esa abertura se encuentre la realización de un sueño. Lo que he estado buscando toda la vida. ¿Entiendes a qué me refiero?

– Creo que sí. -Sarah asintió con un gesto de cabeza-. Mucha suerte, padre.

– Nos veremos en el otro lado -contestó el viejo Gardiner despreocupadamente, y se tiró de cabeza al agua oscura.

Sarah dejó que tomara cierta ventaja, cogió aire y lo siguió. Volvieron a rodearla el silencio, el frío y la luz opaca. Solo podía distinguir vagamente a su padre. Lord Kincaid avanzaba agitando las piernas con movimientos regulares, alcanzó la hendidura y la atravesó.

Sarah también cruzó la abertura, hacia la luz que penetraba por el otro lado, y entonces creyó percibir algo de reojo.

¿Había sido una ilusión o realmente se había movido algo? ¿Una sombra esbelta y alargada…?

El agua salada le quemaba los ojos como si fuera fuego mientras miraba alerta a su alrededor, pero no divisó nada sospechoso en aquel entorno verdoso y turbio. Notó que los pulmones empezaban a fallarle y sacó la cabeza del agua.

Su padre estaba a menos de un metro de distancia. Detrás de él vio a Ali Bey, con la ropa empapada y una sonrisa de alivio en el semblante. Hingis, Du Gard y Mortimer Laydon también parecían haber superado bien la inmersión y, con el agua cubriéndolos hasta las caderas, habían vadeado un trecho del paso por cuyo techo penetraba la pálida penumbra.

– ¿Todo en orden? -preguntó Sarah.

– Por suerte -afirmó Hingis-. Sin embargo, a mi regreso no podré explicar nada bueno de esta expedición.

– Está en su derecho, mon ami -opinó Du Gard, que miraba pensativo hacia lo alto-. Me pregunto de dónde viene esa claridad. ¿Tan cerca estamos de la superficie?

– No -negó lord Kincaid-; si fuera así, las detonaciones se notarían mucho más. Más bien creo que nos encontramos debajo de las antiguas cisternas y que la luz del día penetra a través de los pozos. Hará unos cuarenta años, un coronel llamado Bartholomew Gallice realizó un inventario y llegó a contar casi novecientas cisternas en la ciudad. O sea, que es posible, y más que probable, que tengamos una encima.

– Se narran muchas historias de las cisternas de Alejandría -añadió Ali Bey-. Algunas fueron construidas en los tiempos en que se fundó la ciudad, y cuentan que aún no se han descubierto todas. Incluso hay gente que afirma que en ellas continúan desapareciendo personas que…

Se interrumpió al ver que los semblantes de sus compañeros cambiaban de expresión. El interés con que lo habían estado escuchando se transformó en puro terror.

– ¡Cuidado, Ali Bey! -chilló a pleno pulmón Sarah dando el grito de alarma.

Pero ya era demasiado tarde.

En las aguas turbias se había visto fugazmente una sombra alargada que se deslizaba hacia Ali Bey. Un instante después, emergió una aleta triangular y una boca con dientes afilados surgió de la penumbra detrás de él.

– ¿Qué…?

El alejandrino se dio la vuelta y tuvo tiempo de ver al cazador despiadado que se abalanzaba sobre él con la boca muy abierta y unas mandíbulas asesinas que se hundieron en su carne un segundo después.

– ¡Un tiburón! -bramó Gardiner Kincaid retrocediendo horrorizado-. ¡Un maldito tiburón…!

Ali Bey lanzó un alarido de terror cuando el animal lo agarró. No pudieron ver dónde le había mordido, porque el agua parecía hervir a su alrededor. Se formaron unas crestas coronadas de espuma, que se tiñó de rojo mientras aquel hombre corpulento era zarandeado como un muñeco. Sus gritos desgarradores retumbaron en el techo abovedado y taparon el rugido de las detonaciones hasta que se extinguieron de repente.

Ali Bey desapareció súbitamente. El tiburón se había llevado a su víctima debajo del agua, que volvía a estar calmada como si nada hubiera ocurrido.

Pasaron unos segundos en los que todos quedaron paralizados de terror. El viejo Gardiner había desenfundado el revólver y apuntaba donde hacía un instante estaba Ali Bey; Sarah y Mortimer Laydon también empuñaron sus armas.

De repente surgió un nuevo chorro de espuma ensangrentada. Ali Bey volvió a aparecer, con las manos levantadas buscando ayuda y una expresión de infinito terror en el rostro empapado de sangre.

Pero volvió a desaparecer y ya no regresó.

Se hizo un silencio sepulcral en el que nadie se atrevió a hablar. Luego se oyó un chapoteo y Sarah vio estremecida que se acercaban más aletas por las aguas turbias.

– ¡Vámonos de aquí! -gritó con todas sus fuerzas mientras apuntaba con el fusil y apretaba el gatillo. Pero, en vez del estallido de un disparo, del Martini Henry solo salió un clic metálico. El percutor se había mojado y se negaba a cumplir su cometido.

El breve instante que le quedaba no daba para una oración, ni siquiera para un grito. El cuerpo con forma cónica se aproximaba rápido como una flecha, y Sarah ya pensaba que correría la suerte terrible del alejandrino…

Pero entonces sonaron dos disparos.

El Colt de Gardiner Kincaid cumplió formalmente su obligación. Las balas salieron a toda velocidad del cañón del arma, perforaron el agua y alcanzaron a la sombra devoradora antes de que hubiera llegado a Sarah. El tiburón se estremeció y volteó. Unas cintas delgadas de sangre le brotaron por el costado, y Sarah vio el ojo negro y frío de su cazador y su boca entreabierta repleta de dientes.

– ¡Rápido, Sarah! ¿A qué esperas?

La mano de su padre, que la cogió por el hombro y tiró de ella, la sacó de la parálisis. Enseguida fue consciente de que acababan de regalarle la vida y tenía que correr a toda prisa para conservarla.

Impulsándose en el agua con ambas manos, se situó detrás de los demás, que ya habían emprendido la huida. No habían tenido tiempo de hacer nada por Ali Bey, pero podían salvar sus propias vidas.

Quizá…

De nuevo sonó un disparo.

La cara de Mortimer Laydon, iluminada por el fogonazo, resplandeció en la penumbra y, no muy lejos de él, se levantó un gran chorro de agua. En vez de la aleta triangular que podía verse tan solo hacía un momento, apareció la aleta ancha de una cola que golpeó con furia a su alrededor. Laydon se dio la vuelta y se apresuró a avanzar por aquel corredor inundado, que parecía ser una guarida de tiburones.

Sarah y el viejo Gardiner, que cubría la retirada abriendo fuego contra los escualos para mantenerlos a distancia, ganaron terreno. Ni Hingis ni Du Gard estaban demasiado entrenados, y la huida de Mortimer Laydon era lenta debido a su avanzada edad.

– Permaneced juntos -ordenó Gardiner-, así no nos atacarán…

Hingis estaba tan aterrado y extenuado que ni siquiera replicó. Todavía conmocionados por la suerte eme había corrido el pobre Ali Bey, se apiñaron, y los tiburones se apartaron realmente de ellos. Seguían viendo las aletas, que los rodeaban amenazadoramente, pero los cazadores de las profundidades parecían demasiado desconcertados para atacar de nuevo.

Al menos por el momento…

– Ahí delante está la orilla -avisó Du Gard-; ya puedo verla…

– Pues vamos -apremió Gardiner Kincaid a sus protegidos mientras intentaba recargar el revólver, lo cual representaba una tarea casi imposible debido a la poca luz y a que tenía las manos entumecidas. Además, los tiburones se habían recuperado de la sorpresa y volvían a prepararse para un nuevo ataque.

Sarah contó cuatro aletas, que cortaban el agua oscura como cuchillos y se dirigían directas hacia sus compañeros. Laydon, que había recargado el arma, efectuó un nuevo disparo, pero el tiburón no se detuvo. El arma de Sarah estaba inutilizada y Hingis continuaba llevándola colgada al hombro, intentando encontrar la salvación en la huida.

– ¡Se acercan! -gritó el suizo presa del pánico al ver aproximarse a toda velocidad a los tiburones y, un instante después, profirió un grito y desapareció en el agua.

Dio la impresión de que los tiburones lo habían atrapado, pero luego volvió a emerger lamentándose a voces.

– Mi pie -se quejó-. ¡Lie resbalado y me he torcido el pie! No puedo continuar…

Volvió a caerse y las cuatro aletas cambiaron bruscamente de rumbo y se dirigieron hacia él.

– ¡Ayúdenme! ¡Por favor…!

Sarah vio al erudito agitarse en las aguas oscuras. Instintivamente se dispuso a ir hacia él, pero su padre la detuvo.

– ¡Tú te quedas! -decretó enérgicamente-. Obedéceme al menos esta vez…

Kincaid dio media vuelta y se apresuró a acudir en ayuda de Hingis, que seguía gritando fuera de sí. El viejo Gardiner aún estaba ocupado metiendo cartuchos en la recámara del revólver y todo apuntaba a que perdería la carrera con los tiburones…

– ¡Padre! ¡No! -gritó Sarah, y quiso retroceder, pero una mano fibrosa la retuvo inflexible, y supo que era Du Gard-. ¡Suéltame! -exigió-. ¡Maldita sea, suéltame…!

Du Gard no pensaba hacerlo.

Con la ayuda de Laydon se llevaron a Sarah por el corredor, que al final subía escarpado, con lo que el nivel del agua descendía y podían avanzar más deprisa. Pero eso no consoló a Sarah.

– ¡Padre! -gritó desesperada.

Entonces se precipitaron los acontecimientos.

Cuando el primer tiburón estaba casi a punto de alcanzar a Friedrich Hingis, Gardiner Kincaid acabó de recargar el arma. Con un giro rápido de muñeca cerró el tambor del revólver y apretó el gatillo, no una vez, sino varias veces seguidas. Con la mano izquierda dándole sin parar al percutor, el arqueólogo envió a los tiburones una salva de plomo mortífero que, si bien perdía ímpetu debajo del agua, bastó para atajar la sed de sangre de los animales.

Dos resultaron alcanzados y empezaron a girar como barrenas. La nube de sangre que dejaron en el agua bastó para que sus congéneres perdieran por unos instantes el interés por un erudito que temblaba de miedo… Unos instantes que Gardiner Kincaid aprovechó.

– Vamos, Hingis -gritó, dio media vuelta y avanzó por el corredor sujetando con una mano el revólver y con la otra a Hingis por el cuello de la camisa, al que arrastró consigo.

A medida que iba siendo menos profundo, fueron avanzando más deprisa y finalmente llegaron al punto donde el agua solo cubría hasta las rodillas, donde los esperaban Sarah y Du Gard. No se veía ni rastro de los tiburones. El canal subterráneo volvía a estar tan tranquilo como antes. La luz que penetraba por el techo se reflejaba en las aguas calmadas. Nada parecía recordar los terribles sucesos, excepto el hecho de que faltaba uno de ellos…

Se desplomaron exhaustos y abatidos. Mientras el doctor Laydon se ocupaba del pie de Hingis, Sarah abrazó en silencio a su padre, contenta de volver a tenerlo a su lado y a salvo. El semblante de Gardiner Kincaid reflejaba alivio, pero también un profundo agotamiento. Respiraba entrecortadamente y tosía.

– ¿Estás bien, padre?

– No te preocupes, hija -informó con una sonrisa animosa-. Estoy bien, es solo que me estoy haciendo viejo para estas cosas…

– Mon Dieu, ¿qué ha pasado? -preguntó Du Gard-. ¿Qué eran esas bestias?

– Tiburones -respondió Sarah-. Tiburones tigre para ser más exactos. Suelen encontrarse en las aguas turbias del litoral.

– ¡Maldita sea mil veces! -renegó Hingis-. ¿Cómo diantre han llegado hasta aquí esas bestias?

– Ya les dije que tiene que haber un enlace con el mar abierto -contestó el padre de Sarah con voz ronca-. Los tiburones habrán entrado por ahí.

– ¡Inconcebible! -dijo Hingis escuetamente.

Todos esperaban que el suizo volviera a lanzar una sarta de improperios culpando a lord Kincaid del terrible incidente y, sobre todo, de la muerte de Ali Bey, pero Friedrich Hingis calló.

Estaba acurrucado en el suelo y en silencio como los otros, calado hasta los huesos y tiritando de frío, y con la mirada clavada en el agua oscura. Sarah pensaba en Ali Bey y en el espantoso final que había sufrido, y por primera vez se preguntó si perseguir un enigma arqueológico, por muy importante que fuera, valía tanto sacrificio…

– Eh bien -dijo Du Gard, que fue el primero en volver a ponerse en pie-. Al menos, ahora sabemos por qué la tumba de Alejandro nunca ha sido descubierta.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Sarah.

– Alors, el enlace con el mar seguramente existe desde hace mucho tiempo y los tiburones han estado vigilando siempre el cementerio.

– ¿Quién sabe? -manifestó Gardiner Kincaid-. Pero nosotros hemos vencido el obstáculo y veremos lo que ningún ojo humano ha visto desde hace mucho tiempo.

– Después de todo lo que hemos pasado, nos lo merecemos -afirmó Hingis, que aún tenía el semblante lívido-, pero ninguno de nosotros tanto como usted.

– ¡Caray! -El padre de Sarah enarcó las cejas-. Qué palabras tan poco habituales en su boca…

– Usted ha retrocedido y me ha salvado la vida -constató el suizo-. ¿Por qué? Si he de serle sincero, no creo que yo hubiera hecho lo mismo por usted…

– La sinceridad le sienta bien -reconoció el viejo Gardiner-. Le he salvado porque forma parte de mi equipo.

– ¿Yo? ¿De su equipo? -Hingis soltó una risa forzada.

– Exacto. En el momento en que mi hija le hizo partícipe del secreto, usted empezó a formar parte de un gran todo. Le guste o no, amigo mío, se trata de mucho más que de desenterrar unos cuantos cimientos sepultados. Estos muros -explicó Gardiner, e hizo un gesto amplio con la mano- contienen todo aquello a lo que siempre han dedicado sus estudios personas como usted y como yo. Al fin y al cabo, hacemos todo esto por afán de conocimiento, porque ansiamos respuestas a las preguntas fundamentales, queremos conocer nuestro origen, de dónde venimos y adonde vamos. Puede que no siempre haya compartido su parecer y admito que nunca me han gustado sus maneras petulantes, pero ahora sé que usted también busca respuestas, como mi hija y yo. Y eso nos hace iguales.

Hingis había estado escuchando con la boca abierta, asombrado, y Sarah pensó que se echaría a reír con cinismo como era su costumbre.

Pero no lo hizo.

Unas horas antes, Friedrich Elingis seguramente se habría reído de las palabras dramáticas de Gardiner Kincaid, las habría cubierto de sarcasmo incluso antes de comprender su significado. Sin embargo, los recientes acontecimientos parecían haberle dejado bien claro que en aquella expedición no había sitio para individualistas y que todos dependían de todos.

– No sé qué pensará usted -prosiguió el viejo Gardiner sonriendo-, pero si esta tiene que ser mi última aventura, preferiría acabar mi vida rodeado de amigos y no acechado por competidores.

– Y que lo digas -convino Mortimer Laydon-. Y que lo digas…

Se prepararon para proseguir la marcha y entonces se dieron cuenta de que el bombardeo había cesado. Pero, justo en el momento en que se disponían a proseguir el viaje por la Alejandría subterránea, el fuego se reinició. Se oyeron silbidos estridentes, seguidos de fuertes detonaciones que hicieron temblar la tierra hasta lo más hondo.

– Salgamos de aquí -propuso Sarah, y lanzó una última mirada sobrecogida al agua que había sido la perdición de Ali Bey.

Se puso a la cabeza del pequeño grupo; esta vez, su padre cubría la retirada. Hingis se mantenía cerca de él, como si sintiera la necesidad de subsanar algo; en el centro marchaban Mortimer Laydon y Du Gard, que, en contra de lo habitual, estaba muy callado.

Sarah se volvió hacia él.

– ¿Qué te pasa?

– Je ne sais pas -dijo meneando la cabeza-. No me gusta este sitio. Creo que ha sido un error venir.

– Nadie podía saber lo que ocurriría con los tiburones.

– No estoy hablando de los tiburones, chérie. Hablo de algo que rodea este lugar. De un aura de frío y de maldad. Vosotros no podéis notarla, pero es real…

Sarah calló. No le preguntó qué le provocaba esos pensamientos sombríos ni quiso saber qué creía que había que hacer. Se cerró en banda a todas las preguntas, pero eso no cambió que en lo más hondo de su ser se sintiera igual.

Al principio lo había achacado al miedo, al estruendo de los proyectiles que la acompañaba constantemente y no dejaba de recordarle el peligro que se cernía sobre ella como una espada de Damocles. Luego había creído que se debía al sentimiento de culpa que la invadía por la muerte de Ali Bey. Pero, cuando Du Gard expresó abiertamente lo que sentía, Sarah no tuvo más remedio que aceptar que ella también notaba aquel frío…

Retroceder quedaba descartado; aunque hubieran querido, los tiburones representaban un impedimento con el que ninguno de ellos querría volver a enfrentarse. Lo único que podían hacer era seguir avanzando y mantenerse alerta. Sarah no quería tropezarse con otra sorpresa aterradora…

El pasadizo acababa en una escalera que subía muy empinada. La iluminación mejoró y, súbitamente, Sarah y sus compañeros se encontraron en medio de las cisternas, muchas tan antiguas como la ciudad. La mayor parte de las espaciosas bóvedas ya no se utilizaban y hacía mucho que estaban secas, pero por parte de los canales aún corría el agua que se desviaba hasta allí desde el brazo occidental del Nilo.

– A diferencia de antiguas metrópolis como Roma o Atenas, Alejandría no se creó en el transcurso de años de desarrollo -explicó Gardiner Kincaid, cuya admiración volvía a imponerse; si notaba algo parecido a lo que sentían Sarah y Du Gard, no dejaba entrever nada-. El arquitecto Dinocrates proyectó la ciudad conforme a las ideas de Alejandro. Fue la primera localidad del viejo mundo que mereció el calificativo de «moderna» y, en su época, estaba a décadas, si no a siglos, por delante de las demás. Entre otras cosas, se trazó un sistema de canalización que no le iría mal a más de una ciudad europea actual, y había cisternas y despensas subterráneas que tenían que asegurar la supervivencia de la población incluso en los malos tiempos. Todo esto es harto conocido, pero jamás se me habría ocurrido pensar que las cisternas y el Cementerio de los Dioses podían estar unidos…

– Un descubrimiento verdaderamente importante -convino Hingis-. Solo por eso, ya pondrán su nombre junto a los de Champollion y Schliemann.

– Gracias, amigo mío -replicó el viejo Gardiner en un alarde de presunción que casi espantó a Sarah-, pero no pienso darme por satisfecho con eso…

Cruzaron varias cámaras de techo abovedado, unidas entre sí por estrechos canales en los que el agua les llegaba a la altura de la rodilla. Las iluminaban los tenues rayos de luz que caían en vertical, siempre como una columna en el centro de cada cisterna. Sarah se arriesgó a echar un vistazo por uno de los pozos de luz, cerrados con gruesas rejas de hierro, que tenían sobre sus cabezas, pero si pensaba que descubriría un retazo de cielo azul se llevó una gran decepción. El humo y el polvo oscurecían el sol y parecían extenderse como una mortaja sobre toda la ciudad. Sarah creyó notar el regusto amargo del olor a quemado. Desde allí abajo era imposible determinar el alcance de la destrucción, pero Sarah supuso que sería considerable. Además, los bombardeos proseguían.

Cada proyectil que detonaba hacía temblar las cisternas. En el agua se formaban ondas y saltaban trozos de mortero del techo, pero las bóvedas milenarias resistían la fuerza destructiva. Solo cuando los impactos se producían muy cerca y hacían temblar el suelo bajo sus pies, Sarah y sus compañeros se sobresaltaban; por lo demás, la guerra que bramaba en la superficie ya se había convertido en un espantoso hecho cotidiano para ellos. Siguieron impasibles su camino, hasta que se toparon con un nuevo obstáculo.

Una escalera de piedra conducía fuera de las cisternas, hacia un corredor corto que a los pocos metros se precipitaba en un vacío absoluto. Un foso que mediría tres o cuatro metros de anchura y cuyo fondo no podía verse en la penumbra cruzaba el pasadizo. Al otro lado del foso se alzaban dos imponentes pilares que flanqueaban un gran portal. En cada uno había una inscripción en griego.

– Ahí está -murmuró Gardiner Kincaid con veneración-. La entrada a la tumba del rey…

– «Yo soy Alejandro -tradujo Friedrich Hingis con voz trémula-, rey de linaje divino.» Y la inscripción del otro lado reza: «Quien quiera encontrarme tendrá que vencer mi obra y la falange de mis guerreros».

– ¿Qué significa? -preguntó Mortimer Laydon.

– En cualquier caso, es una prueba de que las suposiciones de mi padre eran correctas -dijo Sarah-, porque, si no recuerdo mal, en la entrada al templo de Ramsés en Tebas se encuentran unas palabras parecidas.

– Es cierto, hija mía. -La sonrisa de Gardiner estaba henchida de orgullo de padre-. Te has aplicado en los estudios.

– Ya dije que he tenido un buen maestro. -Sarah le devolvió el cumplido-. Así pues, la hermana de Recassin tenía razón. Ozymandias conoce la respuesta.

– Efectivamente, pero saberlo no nos ayuda a llegar al otro lado. -Mesándose la barba plateada, el viejo Gardiner pensaba concentrado. Daba la impresión de que no percibía ni el fragor de las bombas-. Diría que el foso está ahí para proteger de inundaciones el mausoleo en caso de que las cisternas se desbordaran. Pero, evidentemente, también es idóneo para mantener alejados a los intrusos.

– Parece que los constructores lo tenían claro -convino Hingis-. La «obra» que se menciona en la inscripción y que hay que vencer solo puede referirse al foso.

– Peut-etre, pero ¿qué significa lo de la falange?

– La falange era un cuerpo de batalla especial de los macedonios -explicó Sarah-. Se supone que contribuyó en gran medida a la victoria de Alejandro sobre el reino de los persas, ya que ni la infantería persa ni la temida caballería podían hacer nada contra la barrera de picas de sus soldados.

– Chérie… -Du Gard rió quedamente-. ¿No querrás hacerme creer que al otro lado se esconde un ejército?

– No exactamente, pero las palabras tienen que significar algo y haríamos bien en descifrarlas.

– Sobre todo -opinó su padre-, tendríamos que buscar la manera de vencer el foso.

– Yo llevaba una cuerda en mi bolsa -contestó Sarah-, pero me la quitaron cuando nos capturaron.

– Oui -comentó Du Gard secamente-. ¿Cómo era aquello? El bolso de una mujer alberga más de un secreto.

– Y la boca de un adivino mucho cotilleo tonto -contraatacó Sarah con agudeza. Le dio una patada a una piedra que estaba cerca del borde del precipicio y la piedra cayó hacia el fondo. Durante unos momentos no se oyó nada; luego, un débil chapoteo.

– Agua -constató Mortimer Laydon-. Otra vez…

– Diría que el foso sirve realmente de rebosadero de las cisternas -reflexionó Gardiner-. Tendrá entre diez y quince metros de profundidad.

– Suponiendo que el nivel del agua fuera suficiente, la caída no sería mortal -concluyó Sarah.

– Cierto, pero sin cuerda y teniendo en cuenta que las paredes del foso son lisas, no habría esperanzas de salir de él.

– Aun así, deberíamos intentarlo -insistió Sarah convencida-. ¿Veis las aberturas que hay a ambos lados de los pilares? Un poco más arriba de las inscripciones…

– ¿Qué les pasa? -preguntó Hingis.

– A juzgar por la forma y el tamaño, parecen construidas para un fin determinado.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué fin podría ser?

– Bueno -siguió pensando Sarah-, por lo que puede verse, las aberturas descienden oblicuamente. Como si las hubieran construido para verter algo.

– ¿Verter algo? Pero ¿qué? ¿Más agua?

Las miradas de Sarah y del suizo se encontraron en la penumbra, y en el brillo traicionero que se reflejaba en los ojos de Hingis, Sarah reconoció que no solo había resuelto el enigma al mismo tiempo que ella, sino que había tomado la misma decisión.

Sarah estaba al borde del foso y, por lo tanto, Hingis tenía ventaja. No le hacía falta tomar carrerilla, le bastaba con echarse a correr. Con los dientes apretados y los ojos muy abiertos detrás de las gafas sucias de polvo, el suizo se lanzó hacia el foso.

– Maldita sea… ¿Qué…? -gruñó Gardiner Kincaid desconcertado.

Hingis ya había llegado al borde y saltó, impulsado no tanto por un valor heroico como por el imperioso deseo de ser el primero. No había ni rastro de la torcedura que se había hecho en el pie.

Aún en el aire, flotando literalmente entre la vida y la muerte, estiró los brazos y las piernas hacia delante para catapultar su cuerpo enjuto por encima del abismo. Sarah y los demás observaron sin aliento cómo volaba hacia el otro lado… y fallaba por poco.

Las puntas de sus botas tocaron el canto, pero resbalaron. Hingis chocó con fuerza contra la roca y, durante un instante lleno de dramatismo, dio la impresión de que se estrellaría. Sin embargo, en el último segundo consiguió agarrarse a las ranuras que había entre las losas de piedra del suelo.

– ¡Hingis! -gritó Gardiner Kincaid con severidad-. ¿Se ha vuelto loco?

El suizo no se inmutó. Aferrándose a la vida con todas sus fuerzas, consiguió auparse y poner una rodilla en el canto. Jadeando se encaramó del todo y rodó en suelo firme.

– ¿Qué hace? ¿Qué significa…?

– Creo que lo sé -dijo Sarah con voz apagada, mientras observaba sin aliento cómo Hingis se ponía en pie y, visiblemente cansado, pero con una sonrisa triunfal en el rostro, se alejaba en la oscuridad que reinaba al otro lado del portal.

– ¿Qué sabes?

– Esas aberturas… -Sarah señaló hacia los pilares-. Forman parte de un mecanismo que permite franquear la fosa. Hingis lo supo al mismo tiempo que yo.

– Vraúnent, c'est fantastique -se acaloró Du Gard-, y ahora ese miserable bastardo impertinente estará destruyendo el mecanismo para dejar atrás a sus competidores, n'est-ce pas?

Sarah habría dado cualquier cosa por poder contradecirlo, pero Du Gard había manifestado exactamente lo que ella sospechaba. Hingis había aprovechado la ocasión para adelantarse y cosechar los laureles que correspondían a su padre.

– ¡No! -bramó Gardiner Kincaid, y cerró los puños, sintiendo una ira desvalida al comprender que, por su edad y su debilidad, no estaría en condiciones de imitar el salto mortal del suizo.

Cuando Sarah ya retrocedía para tomar carrerilla y saltar al otro lado, se oyó un chasquido estridente.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Laydon.

– Les grenades -conjeturó Du Gard-. ¡La bóveda se nos cae encima!

– No ha sido el impacto de un proyectil -aseguró Sarah-. ¿No oís ese rumor…?

Su padre y los otros dos le dedicaron una mirada interrogativa. De repente se oyó con mucha claridad un ruido similar al de una catarata precipitándose en el abismo con un rugido.

Pero no era agua lo que empezó a derramarse de golpe por las aberturas situadas a ambos lados del portal. Era arena.

Salía en dos imponentes cascadas y se vertía en el foso. El agua que había dentro siseó hostil, como si quisiera ahuyentarla, pero la arena, que no cesaba de precipitarse en las profundidades, la absorbió en un instante. En pocos segundos, la espesa nube de polvo que subía del foso no permitió ver a un palmo de distancia. Sarah y sus compañeros se taparon la boca y la nariz con sus pañuelos, aunque no les sirvió de mucho. Sacudidos por fuertes ataques de tos, no les quedó más remedio que retroceder por el corredor hasta la escalera y esperar, y tuvieron que hacerlo a tientas.

Durante un rato que les pareció interminable, Sarah y los suyos estuvieron condenados a la inactividad; no podían hacer nada más que permanecer acurrucados en un rellano de la escalera y observar la nube de polvo que asomaba por la entrada, acompañada por un estruendo infernal…

… que en un momento dado se extinguió.

El polvo provocado por la arena se aposentó, y después de limpiarse la cara y la ropa, los miembros de la expedición volvieron a subir los peldaños y se asomaron con cuidado. Lo que vieron los dejó sorprendidos.

No solo porque la arena había cumplido su objetivo y había cubierto el foso, de manera que podían cruzarlo sin peligro, sino porque en el portal apareció una figura delgada, harto conocida. La lámpara de aceite que sostenía en la mano proyectaba una luz inquieta sobre su semblante, en el que se dibujaba una sonrisa satisfecha.

– ¡Hingis! -exclamó el viejo Gardiner-. Por Castor y Pólux, qué…

– Reconozcan -instó el suizo- que pensaban que no volverían a verme.

– Lo admito -afirmó Sarah sin dudarlo, antes que los demás.

– Confieso que la tentación era grande -declaró el suizo-. Cuando comprendí cómo funcionaba el dispositivo, supe que tenía que actuar enseguida o perdería la ventaja. Así pues, actué antes de darme cuenta de que lo que hacía era una locura… El salto podría haberme costado la vida. Pero llegué ileso al otro lado y encontré lo que usted y yo habíamos imaginado: una palanca de piedra para activar el mecanismo de acceso. Primero ni siquiera pensé en accionarlo, pero luego lo hice. ¿Y saben por qué?

– ¿Por qué? -preguntó Gardiner.

– Porque no podía quitarme sus palabras de la cabeza, Kincaid. Y porque después de todo lo que ha hecho por mí, tenía la sensación de estar en deuda con usted. ¿Verdad que es extraño?

– Para una persona de su talante, probablemente -admitió el padre de Sarah sonriendo con ironía mientras caminaba por la arena y llegaba al otro lado-. Motivo de más para darle las gracias.

– No se merecen. -El suizo sonrió-. De todos modos, tendré que andarme con cuidado para que no se convierta en una mala costumbre. Tengo una fama que conservar.

– ¿Y la lámpara? -preguntó Sarah-. ¿De dónde la ha sacado?

– Ahí hay un nicho excavado en la roca. -Hingis señaló al otro lado de la puerta-. Encontrarán todo lo que necesitan.

– Vaya. -Sarah frunció los labios-. No imaginaba que tuviese tanto sentido práctico.

Lo dejó plantado y se acercó al nicho, donde realmente encontró un montón de lámparas de barro dispuestas en fila. Algunas estaban rotas o inutilizadas, pero otras se veían intactas. No muy lejos había unas ánforas llenas de aceite; incluso habían pensado en los pedernales. Sonriendo con acritud, Sarah dedujo que los constructores seguramente habían contado con que llegarían visitas…

Se apresuraron a encender varias lámparas para que cada uno tuviera la suya.

– Adelante -instó Gardiner Kincaid-. Al final de este corredor espero encontrar lo que buscamos. Satisfacción científica…

– … y gloria eterna -añadió Friedrich Hingis entusiasmado.

– Haciendo honor a la verdad -murmuró Du Gard a media voz-, me conformaría con encontrar la salida…

El corredor que se abría al otro lado del portal conducía hacia el interior oblicuamente. Las paredes estaban decoradas con pinturas fastuosas, de un colorido magnífico, como nunca antes había visto Sarah. Eran de la época ptolomea y mostraban a

Alejandro en las grandes gestas de su corta vida: en las victorias sobre los persas en las batallas de Issos y Gaugamela, en el juicio a Artajerjes y en las bodas de Susa. El techo abovedado estaba pintado de color azul y decorado con ornamentos plateados que brillaban como estrellas a la luz de las lámparas. Todo aquello era sin duda intencionado y, como Sarah bien sabía, se trataba de un nuevo paralelismo con el templo de Ozymandias.

El corredor desembocaba en una gran sala sostenida por columnas, cuyas dimensiones solo podían intuirse. La sala daba a otra cámara que tenía sendos pasos a ambos lados que conducían a otras estancias.

A Gardiner Kincaid se le notaba que su impaciencia iba en aumento. Para no perder tiempo, dividió el grupo y dio instrucciones a sus compañeros para que reconocieran el terreno.

– ¿Y bien? -preguntó a su regreso.

– Créame, esto es un laberinto, no un cementerio -contestó Du Gard-. La cámara que he inspeccionado da a otras dos cámaras. Y de ambas salen pasadizos que penetran aún más en el interior.

– Lo mismo ocurre por el otro lado -confirmó Sarah.

– ¿Y todas están vacías? -quiso saber su padre.

– Las que yo he visto, sí -aseguró Mortimer Laydon-. Pero si mis modestos conocimientos arqueológicos no me engañan, eso no tiene nada de extraño, ¿no?

– No. -Hingis meneó la cabeza-. Los constructores de las tumbas egipcias eran maestros en dejar pistas falsas para engañar a intrusos y saqueadores. En la mayor parte de las tumbas de faraones hay innumerables cámaras secundarias destinadas solo a cumplir ese objetivo. El arte está en encontrar la verdadera cámara funeraria.

– Así es -confirmó Gardiner-, yo no lo habría explicado mejor. Lo más sensato sería que buscáramos por separado; de ese modo, avanzaremos más.

– ¿Te parece buena idea, padre? -objetó Sarah-. Yo creo que no deberíamos separarnos. -¿Por qué no?

– Sarah tiene razón -convino Du Gard-. En un lugar como este deberíamos permanecer juntos.

– ¿Un lugar como este? ¿De qué está hablando? No es la primera vez que entro en una tumba antigua.

– Lo sé, milord, pero esta es diferente. La desgracia flota en el aire, la percibo.

– ¿Desgracia? -Gardiner lo miró dubitativo.

– Usted conoce mis habilidades. Me disgusta aludir a ellas, pero en este caso no puedo hacer otra cosa. La desgracia flota en este lugar, lo percibo claramente.

– ¿Qué clase de desgracia?

– ¿Cuántas clases hay? -preguntó irritado el adivino-. Muerte, ruina, perdición: escoja la que prefiera. Este lugar está plagado.

– ¿Y qué espera? -lo increpó Hingis, de quien se había apoderado la fiebre por hacerse con el botín, al igual que del viejo Gardiner-. ¿Que demos media vuelta y abandonemos ahora que estamos tan cerca del objetivo?

– Pourquoipas? Créame, no lo diría si no lo pensara en serio -aseguró Du Gard mirando receloso a su alrededor-. Yo ya conocía todo esto…

– ¿Lo conocías? -preguntó Sarah.

– Lo vi una vez -confirmó el francés enigmáticamente, y le lanzó una mirada que la estremeció. Sarah comprendió que se refería a la visión que había tenido en Le Miroir Brisé un día después de que la expedición de Gardiner Kincaid fuera atacada.

La visión de la muerte de su padre…

Aquel era el escenario de la visión de Du Gard, y Sarah comenzó a vislumbrar que todo aquello no era una casualidad. De acuerdo con su carácter ilustrado y moderno, había intentado convencerse de que el destino no existía y que todos tenían en sus manos la posibilidad de determinar su suerte. Pero en aquel viaje había aprendido otras cosas…

– Yo me quedaré contigo, padre -dijo escuetamente para disimular que la voz le temblaba.

– Ni hablar. -Gardiner meneó la cabeza-. Te necesito al otro lado.

– Entonces me opondré a tu deseo -objetó con obstinación, y su padre sonrió indulgente.

– Hija -dijo-, no has hecho otra cosa desde que saliste de Yorkshire. Me has seguido en contra de mis instrucciones expresas, me has estado espiando y has luchado por conseguir un puesto en esta expedición.

– Padre, yo…

– Con tu obstinación y tu valor has contribuido a que todos hayamos logrado llegar hasta aquí -prosiguió el viejo Gardiner- y, precisamente por eso, nuestros caminos tienen que separarse.

– Pero… ¿por qué?

– Porque ha llegado el momento de que te separes de la sombra de Gardiner Kincaid. Te he estado instruyendo durante años y has demostrado ser la mejor alumna que he tenido. Ahora debes acumular experiencia. Te has ganado el derecho a explorar por tu cuenta estas cámaras, Sarah. Puede que estés destinada a encontrar lo que yo tanto he buscado en vano.

– Pero yo…

– ¿Vas a decirme que no quieres? ¿Que no te importa que, en algún lugar entre estos muros, se esconda el mayor enigma de la historia de la humanidad? -Sonrió-. No me has seguido porque estuvieras preocupada por mí, Sarah. Yo lo sé, y si tú fueras sincera contigo misma, también lo sabrías.

– De todos modos, no dejaré que vayas solo -insistió ella.

– Siendo así, yo podría acompañar al viejo cabezota -se ofreció Mortimer Laydon-. Para serte franco, no me agrada la idea de moverme solo por estas catacumbas sombrías. De este modo los dos saldríamos ganando.

– ¿Eso te tranquilizaría un poco? -preguntó Gardiner a su hija.

– Un poco -replicó a disgusto.

Mortimer Laydon no era el guardaespaldas ideal, pero era el mejor amigo de su padre. Sarah no podía hacer nada que él no pudiera hacer, y quizá tenía realmente más sentido que ella se centrara en la búsqueda de la tumba de Alejandro y de la biblioteca perdida. Su padre había expresado abiertamente lo que ella se había resistido a reconocer: que no había hecho todo aquello solo por él, sino también por el secreto que rastreaban…

– Entonces, está decidido -anunció Gardiner-. Mortimer y yo nos ocuparemos de esa cámara. Hingis, usted se encargará de la cámara de la izquierda. Sarah y Du Gard, vosotros os ocuparéis de las de la derecha. Explorad el terreno, buscad y luego regresad; nos reuniremos de nuevo aquí. Pero tened cuidado de no perderos. Los complejos funerarios pueden ser un auténtico laberinto y, por desgracia, no tengo hilo a mano.

– ¿Hilo? -Du Gard enarcó las cejas.

– Según la leyenda, Ariadna, hija del rey de Creta, dio un ovillo de hilo al héroe Teseo cuando este se dirigió al laberinto del Minotauro -explicó Sarah-. Teseo fue desenrollando el hilo y luego lo siguió para salir ileso del laberinto.

– C'est vrai? -Du Gard frunció los labios-. A todas luces es una leyenda: en la vida real, nunca aparecen hijas de reyes cuando las necesitas…

Sarah entornó los ojos y le dirigió una mirada de desaprobación, luego dio media vuelta y entró en la cámara que le habían asignado.

– Suerte -le gritó Gardiner Kincaid mientras en la lejanía las detonaciones bramaban como una tormenta que se acercaba, lenta pero imparable…

7

Era una locura.

Maurice du Gard tenía la sensación inequívoca de haber estado en aquel lugar. Los pasillos estrechos, el suelo cubierto de arena, la escalera que descendía cada vez más, los pasadizos de techo bajo; él ya había visto todo aquello, si bien nunca antes había estado allí.

– C'est incroyable -murmuraba sin parar mientras cruzaba por cámaras y pasadizos que parecían sucederse sin orden ni concierto y se ramificaban constantemente-, c'est vraiment incroyable

Todavía era un crío cuando su madre le dijo que ella poseía «le cadeau», el don de ver el futuro. Al pensar en el pasado, Du Gard solo podía acordarse de dos o tres ocasiones en las que su madre le había hablado de sus habilidades y, como si la conversación no hubiera tenido lugar unas décadas atrás sino apenas hacía unas horas, recordó con exactitud las palabras.

– ¿De verdad puedes ver lo que pasará? -había preguntado el pequeño Maurice, quien al principio se lo había tomado a broma, como un juego divertido de su madre.

– Algunas cosas -había respondido ella, comprensiva-. Otras cosas no ocurren, quizá porque gente como nosotros sabe de ellas.

– ¿Gente como nosotros?

– Sí, Maurice. Yo heredé el don de mi madre, quien a su vez lo heredó de la suya. No veo por qué no deberías tenerlo tú.

– Pe… pero… yo no soy una niña…

– No, no lo eres. Aun así, el don no depende del sexo ni de la edad, del color de la piel ni de la religión. Es lo que es, un obsequio.

– Pero yo no noto nada.

– Ya lo notarás. Ten paciencia, espera.

– ¿A qué tengo que esperar?

– Cuando llegue el momento -había respondido sabia y enigmáticamente su madre-, lo sabrás…

Absorto en sus recuerdos, Du Gard no se dio cuenta de que una de las baldosas cubiertas de arena cedía, y tampoco oyó el chasquido detrás de los muros vetustos.

Pero reconoció la situación.

Siguiendo un impulso súbito, se lanzó hacia delante, al suelo de piedra, mientras las paredes de la galería parecían juntarse. Un fuerte ruido colmó el aire mohoso y él notó que había faltado muy poco para que una cosa se cerrase como una cortina detrás de él. La lámpara de gas se le escapó de las manos y cayó rodando y, cuando se levantó quejumbroso, se dio cuenta de que había escapado por poco al final. Unas lanzas de hierro cubiertas de óxido, pero aún tan mortíferas como dos milenios atrás, despuntaban a ambos lados del pasadizo para empalar vivos a los visitantes no deseados.

– La falange macedonia -murmuró Du Gard mientras levantaba la lámpara del suelo y seguía avanzando por la galería hacia el pasaje que parecía conducir a otra cámara. En el dintel aparecían de nuevo labrados los caracteres que Du Gard ya sabía cuánto significaban.

A B T A E

Avanzó desconcertado, tocó las letras labradas en la piedra como si no pudiera creer que el destino lo hubiera elegido a el para encontrar lo que otros muchos habían buscado en vano. Al cabo de un instante, comprendió de golpe.

¡Aquel era el escenario de su visión!

La galería, la falange mecánica, los caracteres en la piedra… todo coincidía. Solo había una diferencia fundamental: en aquel momento, no era Gardiner Kincaid quien estaba allí, sino Maurice du Gard…

¿Qué significaba aquello?

¿Había cambiado el futuro acompañando a Sarah a Egipto? ¿A eso se refería su madre al decir que algunas cosas no sucedían porque los que poseían el don sabían de ellas?

Du Gard notó que se le erizaban los pelos de la nuca. De repente recordó la sombra que había visto, con un cuchillo en la mano. Se dio la vuelta instintivamente y miró alerta a su alrededor, pero no había nadie.

¿Significaba eso que habían conjurado el peligro? ¿Se había dejado engañar el destino?

Du Gard no tenía respuesta a esas preguntas. Continuó avanzando, hechizado, se agachó para pasar por el pasaje de techo bajo y fue a parar a una cámara alargada cuyas paredes estaban ornadas con jeroglíficos. A mano derecha había una puerta que el adivino cruzó después de vacilar un poco y, de pronto, se encontró en lo que debía de ser el recinto más sagrado.

La cámara era alta y espaciosa; a ambos lados había accesos que debían de conducir a más estancias secundarias. Por encima se extendía un techo arqueado con una bóveda celeste artificial. Doce obeliscos de tres metros de altura formaban un cuadrado en cuyo centro se alzaba un sarcófago de piedra. Maurice du Gard no era arqueólogo ni muy experto en historia, pero comprendió lo que significaban las cinco letras griegas labradas en la cara frontal del sarcófago.

Era el sepulcro de Alejandro Magno.

Du Gard se quedó un instante como petrificado por la veneración. Sintió escalofríos al pensar que él era el primero que pisaba aquella cámara desde tiempos inmemoriales, de que precisamente a él le tocara en suerte perturbar el reposo eterno de uno de los mayores generales y conquistadores que jamás hubiera visto el mundo.

¿Era casualidad?

¿O era mucho más que…?

El primer impulso de Du Gard fue dar media vuelta y correr a reunirse con los demás para contarles su hallazgo. Pero al mismo tiempo lo invadió la curiosidad.

Al principio de la expedición no entendía por qué el pasado ejercía tanta fascinación en personas como Gardiner Kincaid y su hija, y aún comprendía menos que arriesgaran su vida por ello. Pero en aquel lugar y viendo el sarcófago, lo intuyó ligeramente por primera vez. Y de repente lo asaltó un deseo indeterminado de tocar con sus propias manos el legado de la historia y convertirse así en parte de ella.

– Ozymandias conoce la respuesta -murmuró.

Se acercó, pasó entre los obeliscos, también ornados con jeroglíficos, y llegó al pie del sarcófago, adornado únicamente por la inscripción. La idea de que allí dentro se encontraban los restos mortales de uno de los personajes más célebres de la historia estremeció a Du Gard y, obedeciendo a su deseo, alargó la mano y tocó la fría piedra.

Entonces sucedió.

Igual que aquella noche, cuando esperaba que empezara la función detrás del telón de Le Miroir Brisé, o que en la isla de Fifia, cuando tocó la estela, le sobrevinieron las imágenes de una visión… Y de nuevo lo cogieron tan por sorpresa que no tuvo ocasión de escudarse. Penetraron directamente en su mente y lo que vio lo aterrorizó.

Una ciudad…

Edificios altos y callejuelas grises, niebla espesa. Una figura encapuchada, un cuchillo en la oscuridad. Un grito espeluznante que desgarraba el silencio. Una joven que encontraba una muerte atroz. Sangre, sangre por todas partes…

Y todo lo que siguió fue de ese mismo tenor.

Las imágenes se precipitaban sobre él como una tormenta, sin que él pudiera cerrar los ojos ni apartarse de ellas y, como si fueran una carga abrumadora que se acumulaba sobre sus hombros, Du Gard se desplomó.

Luego no supo cuánto había durado la visión. Desapareció tan de improviso como había llegado; lo único que quedaron fueron las imágenes que se habían grabado a fuego en su conciencia.

Recordó la sangre y a la joven que sufría una muerte atroz, y una terrible sospecha cruzó por su mente. Se apresuró a recoger la lámpara, que había vuelto a caérsele, y echó a correr. Sin dignarse a dedicar otra mirada al sepulcro de Alejandro, se precipitó fuera de la cámara funeraria.

Sarah…

Sarah Kincaid estaba en su elemento.

Explorar cámaras subterráneas con la ayuda de una lámpara de aceite ardiendo en la mano le gustaba mucho más que tener que someterse a las exigencias de la etiqueta londinense. La curiosidad y las ganas de aventura la desbordaban mientras se deslizaba por la galería de techo bajo, y casi se avergonzaba de demostrar con ello que Maurice du Gard y su padre tenían razón. No había ido a Alejandría solo por Gardiner Kincaid, sino también para conocer sus planes y formar parte de ellos…

– Sarah…

Se quedó paralizada al oír el susurro.

Había sido poco más que un soplo en el aire frío y mohoso que llenaba los pasajes y las cámaras, pero Sarah creyó haber oído su nombre, ¿o le estaban jugando una mala pasada sus sentidos debido a la tensión?

– Sarah Kincaid…

Estuvo entonces segura y creyó que el susurro había sonado detrás de ella. Se volvió rápidamente, iluminó el pasaje y, por un instante, pudo ver realmente una sombra fugaz en la entrada a la cámara contigua.

– ¿Padre? -preguntó en voz alta-. ¿Eres tú?

No obtuvo respuesta.

– ¿Maurice?

De nuevo silencio.

El pulso se le aceleró y las palmas de las manos se le humedecieron. Se descolgó el rifle del hombro y lo empuñó. Era más que dudoso que el arma funcionara, pero Sarah confió en que un Martini Henry listo para disparar asustaría a un posible agresor. Aunque no era tarea fácil sostener en las manos al mismo tiempo la lámpara de aceite y el arma pesada…

– ¿Hola? -preguntó de nuevo.

Al no recibir respuesta otra vez, cruzó el pasaje a hurtadillas, de regreso a la cámara por donde había llegado. Se oyó el crujir de la arena bajo sus pies y el lúgubre susurro volvió a cruzar el aire.

– Por fin has venido… Después de tanto tiempo, has regresado… Te estábamos esperando…

Sarah sintió un escalofrío gélido. Daba la impresión de que aquella voz no pertenecía a ningún cuerpo y que estuviera por todas partes. La voz de un espíritu, pensó, pero enseguida se obligó a ceñirse a la razón. Seguro que había una explicación racional para todo aquello.

– ¿Quién es usted? -preguntó con voz fuerte y firme, ya que susurrar solo habría significado que aceptaba participar en la farsa-. ¿Qué quiere?

– Es tu destino, Sarah… No puedes escapar de él…

– ¿Qué destino? ¿De qué me habla?

– El destino de encontrar lo que se oculta a otros -fue la respuesta enigmática, y de repente rodaron unas piedras en el fondo de la cámara que revelaron que la voz no era tan incorpórea como había parecido al principio.

– ¡Alto! -gritó Sarah enérgicamente, y apuntó con el rifle en la dirección de donde había llegado el ruido.

La luz de la lámpara iluminó vagamente la entrada de la cámara y, por un momento, pudo verse una figura oscura, que desapareció de inmediato.

Sarah ciñó el índice en el gatillo, pero se resistió a la tentación de apretarlo. No tenía posibilidad alguna de acertar al desconocido y le habría revelado que el arma no funcionaba. Además, no sabía si el misterioso extraño suponía una amenaza. Si hubiera querido atacarla, no le habría hecho falta dirigirle la palabra.

Pero ¿cómo sabía su nombre? ¿Y por qué le hablaba de su destino?

El afán de respuestas fue más fuerte que la precaución. Recorrió el pasadizo y la siguiente cámara, y echó a correr al oír el crujido de unas pisadas en la penumbra. Con la lámpara en una mano y el rifle en la otra, se adentró en las galerías de techo bajo ansiosa por atrapar al desconocido. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Ya estaba o los había seguido…?

Dos veces más creyó ver una sombra, pero no pudo distinguirla con detalle. Luego, la silueta desapareció y, con ella, el susurro inquietante, y Sarah se encontró de nuevo en la cámara donde el grupo se había separado.

Furiosa, se puso a dar vueltas escudriñando a su alrededor y contuvo el aliento al distinguir una figura esbelta en la entrada a la cámara contigua.

– Ya te tengo, miserable… -Sarah apuntó con el arma, maldiciendo.

– Sarah, non -oyó exclamar-. ¿Te has vuelto loca?

– ¿Mau… Maurice?

– ¿Quién, si no?

La figura avanzó y Sarah respiró al reconocer el semblante familiar de Du Gard. Sin embargo, el adivino tenía aspecto de haber visto un fantasma.

Estaba blanco como la cera, el sudor le cubría la frente y el cabello largo le colgaba en mechones húmedos, y en sus ojos enrojecidos se reflejaba un temor real.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Sarah asustada.

– Rien -contestó el francés en voz baja-. Nada importante…

– ¡Es increíble! ¡Increíble…!

El entusiasmo hacía hablar con voz ronca a Gardiner Kincaid. Por muy grandes que hubieran sido los peligros y por muy terrible que hubiera sido el largo encierro en las mazmorras, en aquel momento prevalecía en él el afán característico, casi infantil, del descubridor. ¡Cuántos años había dedicado a sus estudios secretos, soñando con llegar a aquel lugar y descubrir su misterio! Habían sido necesarios grandes sacrificios y una oscura alianza para hacer realidad ese sueño y, ahora que estaba tan cerca de cumplirlo, Gardiner Kincaid se sentía como un niño pequeño que siempre había creído en Papá Noel y se veía recompensado conociéndolo en persona.

Pletórico de euforia, atravesaba a toda prisa corredores estrechos y cámaras. Andaba a zancadas, tan rápido que a Mortimer Laydon le costaba seguirlo.

– Calma, amigo mío -susurró el médico jadeando-. Lo que tengamos que encontrar ahí abajo ha estado esperando durante milenios y podrá esperar un poco más.

Gardiner se detuvo un poco a disgusto y esperó a que su compañero lo alcanzara.

– No puedes imaginarte lo que significa para mí estar aquí, mi viejo amigo.

– No me infravalores. -Laydon esbozó una sonrisa-. No hace falta ser arqueólogo para notar que este lugar es especial.

– ¿Verdad que sí? -Los ojos del viejo Gardiner brillaban mientras proseguía la marcha, al principio contenido, pero enseguida recuperó las prisas-. Cada centímetro de esta bóveda, cada soplo de aire están impregnados de historia. Es un sueño hecho realidad, amigo mío.

– Todavía no hemos encontrado ni la tumba ni la biblioteca -le recordó Laydon.

– Aunque no encontráramos nada, la existencia de este complejo subterráneo ya sería una sensación científica de primer orden. Pero estoy convencido de que daremos con ello. Está en el aire, amigo mío. Puedo olerlo…

Laydon rió quedamente.

– Siempre has sido muy poco convencional a la hora de elegir tus medios, Gardiner. Eso te hace impredecible.

– ¿Impredecible? -Kincaid giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro-. ¿Para quién?

– Para tu hija, por ejemplo. Por eso Sarah no quería dejarte solo.

– Sarah. -El arqueólogo frunció los labios-. ¿Quién habría pensado que me seguiría hasta aquí?

– No cabe duda de que ha heredado tu agudeza, tu valor y tu curiosidad. Por lo tanto, en cierto modo ella no tiene la culpa. Además, se sentía decepcionada y abandonada.

– Y con razón. -Gardiner asintió-. No me resultó fácil tomar la decisión de no contar con ella.

– Lo sé, viejo amigo. Pero fue una elección sensata. Si Sarah nos hubiera acompañado desde el principio, seguramente la habrían matado como a los demás, y no sé si… ¿Qué ocurre?

Kincaid se había parado en seco. Con un gesto indicó a Laydon que se mantuviera en silencio, ladeó la cabeza y escuchó con atención.

– ¿Va todo bien? -preguntó Laydon al cabo de un rato.

– Supongo que sí. Me ha parecido oír pasos detrás de nosotros, como si nos siguieran…

– Serán los otros.

– No creo. -Gardiner meneó la cabeza-. Les he dicho que nos encontraríamos en la primera cámara.

– Con tu permiso, amigo, Sarah ya no sigue tus instrucciones, deberías saberlo. Ya es toda una mujer y piensa por sí sola.

– Lo sé…

– ¿Se lo has contado?

– ¿Qué?

– Ya sabes a qué me refiero. Gardiner Kincaid se volvió.

– No -confesó, y su euforia se esfumó de repente.

– O sea, que sigue sin saber nada sobre su infancia.

– Así es. -Kincaid meneó la cabeza-. Todo lo que ocurrió entonces permanece oculto bajo el velo de la época oscura.

– ¿Y si algún día lo descubre?

– ¿Cómo? Solo un puñado de gente conoce el secreto, entre ellos, tú y yo.

– Yo guardaré silencio -aseguró Laydon-. Pero tu hija empieza a abrigar desconfianza, Gardiner.

– Lo sé. -Kincaid asintió de nuevo-. He cometido errores, pero los repararé.

– ¿A qué te refieres?

– Me estoy haciendo viejo, Mortimer. Mis fuerzas se debilitan y me duelen los huesos cuando hace frío. Cada vez respiro con más dificultad y mi corazón no late tan deprisa como me gustaría. Sea cual sea el desenlace de esta expedición, será la última que organice.

– Bueno -opinó Laydon-, como médico tuyo, no puedo más que felicitarte por tu decisión…

– La Biblioteca de Alejandría es un mito. A su descubridor le esperan la fama y el reconocimiento eternos en el panteón de la ciencia, y no pienso reclamarlos para mi solo.

– ¿Qué te propones?

– Todo esto… -Hizo un gesto amplio con la mano-. Será el descubrimiento de Sarah. Ella disfrutará del reconocimiento que a mí me ha estado vedado toda la vida.

– Sarah no aceptará -dijo Laydon convencido.

– Lo hará -lo contradijo Gardiner-, porque así recibirá la atención que merece y esos eruditos, esos huesos duros de roer, tendrán que dejar de cerrarse en banda a que una mujer joven se codee con ellos. Y quizá -añadió después de vacilar un momento- entonces me perdonará por haberle ocultado todo esto. Pero lo hacía por su bien, Mortimer. Solo por su bien…

– Lo sé, amigo mío -aseguró Laydon, y juntos reemprendieron la marcha.

El pasadizo daba a una cámara cuyas paredes estaban de nuevo decoradas con imágenes. En ellas se mezclaban claramente el estilo egipcio y el griego. En cualquier otro sitio, en cualquier otra época, habrían sido un hallazgo importante para la historia, pero, teniendo en cuenta los secretos que aún podían albergar aquellas galerías, Gardiner Kincaid no les dio importancia. Continuó avanzando, con la mirada puesta siempre en el siguiente pasaje, en la siguiente cámara.

A lo lejos se oía el fragor del bombardeo, que seguía bramando en la superficie. Kincaid conocía la potencia bélica de la flota británica y supuso que la artillería ya había cumplido el objetivo principal. El fuego restante probablemente solo se encargaba de desmoralizar al enemigo. A nadie parecía preocuparle que el legado de miles de años quedara sepultado bajo escombros y ceniza. Las sacudidas se notaban incluso en las profundidades y, de vez en cuando, cuando los impactos caían cerca, se desprendía arena del techo. Ni Kincaid ni su acompañante se preocupaban por ello; su atención se centraba en otras cosas.

A la luz de la lámpara de aceite apareció un recodo. El pasadizo torcía en ángulo recto hacia la izquierda y desembocaba en una nueva cámara. Allí acababa el camino, y a Gardiner Kincaid el instinto le dijo que había llegado al final de su larga búsqueda.

– Ahí está, Mortimer -murmuró con devoción-. La entrada a la biblioteca, la hemos encontrado…

El frontal de la cámara estaba flanqueado por dos estatuas. Una de ellas, de estilo egipcio, representaba al dios Thot, el patrón de los escribas y los magos, con su cabeza de ibis. Al otro lado, representada en estilo griego clásico, se veía la estatua de Palas Atenea, la diosa de la sabiduría. Entre ellas se alzaba una puerta alta y estrecha, detrás de la cual sin duda se encontraba el motivo por el que Gardiner Kincaid había asumido tantos peligros y privaciones.

Con un brillo húmedo en los ojos, se acercó a la puerta olvidando toda precaución, ya que en aquel momento acontecía lo que había deseado ardientemente durante años: el hálito de la historia lo acariciaba y, por un instante, tuvo la sensación de formar un todo con el pasado. Estaba demasiado embriagado por aquella sensación para prestar atención al entorno.

No se fijó en la figura oscura que acechaba a su espalda ni vio la sombra de la mano empuñando un cuchillo que se deslizaba silenciosa por las paredes.

El grito penetrante de Mortimer Laydon lo devolvió al presente. Se volvió de inmediato, con la mano en la culata del revólver, pero ya era demasiado tarde.

Tenía la sombra justo detrás y lo siguiente que notó fue un dolor agudo. Abrió la boca, pero el daño era tan abrumador que de sus labios no salió ningún sonido.

El cuchillo se clavó una segunda, una tercera vez.

Gardiner Kincaid se tambaleó.

Bajó la vista, aterrado, y vio la sangre oscura que le empapaba el traje… Entonces profirió un grito ronco.

– ¡Sarah…!

8

– ¿Has oído eso? -Sarah lanzó a Du Gard una mirada interrogativa.

– Oui-respondió-, alguien ha gritado…

Todavía estaban en la primera cámara. Friedrich Hingis se les había unido; su semblante avinagrado revelaba que, en la zona que le había tocado en suerte, no había encontrado nada que tuviera demasiada importancia histórica. Juntos esperaban a Gardiner Kincaid y a Mortimer Laydon, que todavía no habían regresado.

Se oyó un segundo grito, más fuerte y penetrante que el anterior, y alguien pronunció de nuevo el nombre de Sarah.

– Padre -dijo espantada y, antes de que Du Gard o Hingis pudieran detenerla o impedírselo, se puso en camino.

Con la lámpara de aceite en la mano y el rifle en el hombro, se precipitó hacia la entrada por donde su padre y Mortimer Laydon habían desaparecido y cruzó el corredor a grandes zancadas.

– Sarah, aguarda. Non! – oyó gritar a Du Gard-. ¡Espéranos…! -Pero ella no tenía tiempo que perder.

La voz que había pronunciado su nombre era la de su padre, y había sonado tan impregnada de dolor y espanto que el pánico se apoderó de Sarah.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de desesperación, y el temor de haber abandonado a su padre en el momento decisivo la acompañaba a cada paso. Atravesó a toda prisa la bóveda en penumbra. Al llegar a una cámara con dos salidas, se detuvo bruscamente.

– ¡Padre! -gritó con todas sus fuerzas y voz temblorosa-. ¿Dónde estás…?

– Socorro -fue la débil respuesta que recibió.

El que gritaba era Mortimer Laydon, y la inquietud de Sarah aumentó.

Aunque las catacumbas tenían una acústica particular y era imposible situar con exactitud el origen de los sonidos, a Sarah le pareció que el grito de socorro provenía del pasaje de la izquierda. Siguió corriendo entre jadeos en compañía de Du Gard y de Hingis, que le habían dado alcance. El camino parecía extenderse interminable en la oscuridad. Sarah corría tan deprisa como podía y, a pesar de todo, tenía la sensación de estar parada. El corazón le latía con fuerza y sentía frío y calor al mismo tiempo.

– Padre -llamaba sin cesar-, padre…

El pasadizo describía una curva cerrada y del otro lado llegaba la luz de una lámpara. Conteniendo el aliento, Sarah dobló el recodo y entonces lanzó un grito.

La escena era horrible.

En el centro del breve pasadizo se acurrucaba Mortimer Laydon, con la espalda apoyada en la pared de la galería y una expresión de amargura en el rostro. La pierna derecha de sus pantalones estaba empapada de sangre. Unos metros más allá Sarah vio a su padre, tendido boca abajo en la arena y completamente inmóvil. La sangre le empapaba la camisa y el suelo arenoso donde yacía.

– ¡Padre!

Sarah se precipitó hacia él, se agachó a su lado y comprobó que aún respiraba. Cogió al viejo Gardiner por los hombros sin arredrarse y le dio la vuelta. Lo que vio la horrorizó aún más. Su padre tenía el pecho cosido a puñaladas, de las eme manaba sangre sin cesar.

– No, no, no…

A falta de vendas, Sarah apretó las manos contra las heridas e intentó desesperadamente detener la hemorragia, pero no lo consiguió.

El rojo elixir de la vida seguía brotando y le manchó las manos y la ropa.

– Sarah…

La voz de Gardiner Kincaid era una sombra de sí misma, una exhalación gutural átona.

– ¿Padre? -Le cogió la mano ensangrentada y lo miró a la cara. Tenía el semblante pálido y laxo, y unas profundas ojeras rodeaban los ojos hundidos, que apenas conseguían enfocar a Sarah-. ¿Qué ha ocurrido?

– Un… ataque… por sorpresa -fue la respuesta titubeante, que pareció costarle mucho esfuerzo-. Una sombra… por detrás… sin posibilidad…

– ¿Quién? -quiso saber Sarah.

– No sé -contestó Gardiner; le salía sangre por la comisura de los labios y le teñía la barba plateada-. Es importante…, escúchame…

– No, padre. -Le puso suavemente la mano en la boca-. No hables. Solo conseguirás empeorar. Tienes que descansar, ¿me oyes?

El viejo Gardiner intentó reír, pero solo le salió un sonido cavernoso como de gárgaras.

– Me muero -dijo sereno-, nada me… librará… Pero has de saber que yo…

Se interrumpió cuando una punzada de dolor atravesó su cuerpo torturado. Sufrió una convulsión en el pecho, se estremeció entre espasmos y su mano se cerró con tanta fuerza sobre la de Sarah que se oyó el crujir de los nudillos.

– Padre -susurró la joven; las lágrimas le corrían por las mejillas. Le rompía el corazón verlo de aquella manera.

– No quería… herirte -aseguró Gardiner sin aliento-. Tuve que hacerlo…, quería protegerte…

– ¿Protegerme? -preguntó Sarah-. ¿De qué, padre?

– Todo…, más de lo que imaginas… Pero me equivoqué…, cometí errores… Ahora pago…

– ¿Qué errores? ¿De qué me hablas?

– Debería… haber contado contigo…, confiar en ti como antes… ¿Podrás… perdonarme?

– Pues claro -aseguró Sarah entre lágrimas.

– Acaba… lo que yo empecé… ¿Me has oído?

Sarah asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.

– Faro de Alejandría… Luz en la noche… El saber implica poder… Nunca lo olvides…

De nuevo lo atravesó una punzada de dolor y Sarah temió que acabaría con él. Su cuerpo maltratado volvió a sufrir una convulsión y se le escapó un quejido que pareció provenir de lo más hondo de su alma. Pero Gardiner Kincaid aún no estaba dispuesto a abandonar este mundo, aún tenía cosas que decir…

– Sarah…

– ¿Sí, padre?

– Estoy convencido… No es casual que aquí… Era tu destino, igual que el mío… -Y, al ver que era capaz de esbozar una sonrisa, prosiguió-: Continúa mi misión…, busca… la verdad…

– Lo haré -prometió Sarah, lo cual pareció proporcionar una sensación de profundo alivio a su padre. Su semblante desfigurado por el dolor se relajó y Gardiner respiró profunda y agónicamente, reuniendo fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

– Una cosa más, Sarah…

– ¿Qué, padre?

– Tienes que… perdonarme…

– Ya te he perdonado.

– No hablo de ese -dijo meneando la cabeza, con lo que una nueva bocanada de sangre brotó de sus labios-. No sabes… toda la verdad…

– ¿La verdad? ¿Sobre qué?

– Sobre lo… ocurrido… Tú no eres…

Sus palabras se interrumpieron súbitamente.

Los ojos vidriosos se le dilataron y prodigaron una mirada a Sarah que la joven nunca olvidaría. Gardiner Kincaid abrió la boca y profirió un grito sordo; se incorporó ligeramente, volvió a desplomarse y quedó tendido sobre la arena, inmóvil y empapado de sangre.

– ¿Padre? -susurró Sarah.

No obtuvo respuesta y enseguida comprendió que la vida lo había abandonado. Se quedó acurrucada a su lado, como petrificada, sosteniendo aún su mano ensangrentada, mientras la terrible evidencia penetraba en su conciencia al mismo tiempo que la certeza de que, con la muerte de Gardiner, algo moría también en ella.

La expedición a Egipto, el rastreo de información, la búsqueda del gran secreto parecían haber perdido de golpe todo su sentido, y Sarah tuvo la impresión de que despertaría de un sueño.

– Descansa en paz, padre -murmuró, y le cerró los ojos. Una desesperación como nunca había sentido se apoderó de la joven.

Más negra que cualquier noche.

Más profunda que cualquier abismo.

El dolor era tan intenso que creyó enloquecer. Pero algo impidió que su mente, al borde del abismo, se precipitara en la locura, algo tan visible para ella como antiguamente lo fue la llama del faro de Alejandría para los barcos.

Una imperiosa sed de venganza…

Sarah apenas advirtió que sus compañeros se acercaban y, cada uno a su manera, rendían su último tributo al fallecido: Du Gard murmurando en voz muy baja «Au revoir» y derramando lágrimas amargas; Hingis juntando las manos y rezando una oración; Laydon, herido, quedándose quieto, apoyado en su fusil y mirando el cadáver fijamente y consternado.

– Sarah -susurró con voz apagada-, lo siento…

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó la joven.

– No lo sé. Apareció de repente…

– ¿Quién?

– Una figura oscura… He oído un ruido y me he vuelto, pero lo único que he visto ha sido una sombra fugaz. Entonces he notado un dolor intenso en la pierna. Me he desplomado y he perdido el conocimiento un momento… Al despertar, he visto a Gardiner tendido…

– Comprendo. -Sarah asintió-. ¿Estás bien?

– Es una herida superficial. -Se miró la pierna herida, aún conmocionado por los acontecimientos-No te preocupes.

– Esa figura oscura que os ha atacado… ¿llevaba una capa negra?

– No estoy seguro. -El médico meneó la cabeza, en sus ojos se reflejaba la desesperación-. Yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido -musitó-. Gardiner era mi amigo. Yo había prometido que cuidaría de él. Tú confiabas en mí y ahora… -Las lágrimas asomaron en sus ojos y bajó la cabeza humillado-. Perdóname, pequeña, te lo ruego. Perdóname por lo que he hecho…

– Tú no tienes la culpa, tío Mortimer -lo absolvió Sarah-. El asesino de Gardiner Kincaid es el único responsable de su muerte y pagará por ello, lo juro ante el cadáver de mi padre.

Se secó las lágrimas de la cara, furiosa. Se descolgó el rifle del hombro, que tan inútil había resultado, y lo tiró. Apretando los dientes, se puso a desabrochar la hebilla de la canana de Gardiner Kincaid.

– Chérie -dijo Du Gard, y se inclinó para tranquilizarla y consolarla, pero Sarah no quería consuelo. Si el dolor se aplacaba, no podría hacer lo que consideraba su obligación…

Apartó la mano de Du Gard con energía y, en un abrir y cerrar de ojos, sacó de debajo del cuerpo sin vida de Gardiner el cinto Sam Browne, del que colgaban el puñal Bowie y la funda con el Colt Frontier. Luego se levantó y se ciñó la canana, desenfundó el revólver y comprobó que estaba cargado.

– Qu'est-ce que tufáis? -preguntó Du Gard perplejo.

– ¿Tú qué crees? -Con los ojos enrojecidos por las lágrimas, le lanzó una mirada sombría antes de volver a cerrar el tambor y guardar el arma en la funda-. Voy a vengar a mi padre, tal como he jurado.

– Un antiguo proverbio dice que aquel que busque venganza deberá cavar dos tumbas -le hizo reflexionar el adivino.

– No me des consejos, Du Gard -le advirtió Sarah en un susurro-. Hoy no…

9

Sarah era consciente de que estaba cruzando las puertas del Museion, aquel lugar legendario que se había dado por perdido durante siglos y que ahora, de manera misteriosa, volvía a surgir desde el crepúsculo de los tiempos. Pero le daba igual.

No le importaba que aquel fuera el recinto donde había nacido la idea de una biblioteca universal y donde habían trabajado sabios como Euclides, Eratóstenes y Arquímedes. Al cruzar la entrada soportada por columnas, la dominaban solo dos sentimientos: la pena por su padre, al que no se le había concedido la posibilidad de ver con sus propios ojos el objeto de tantos esfuerzos, y el odio hacia su asesino.

Evidentemente, no sabía con certeza quién había cometido el crimen, pero sospechaba de alguien: del encapuchado misterioso y cruel con el que ya se había topado en varias ocasiones. Su padre lo había llamado «Caronte», y realmente parecía el barquero de los muertos. Sus habilidades habían fallado con ella y con Du Gard, pero había logrado concluir su obra asesina con Recassin, y seguramente también con su padre, y pagaría por ello.

Alentada por el deseo de venganza, Sarah continuó avanzando con la mano sobre la culata del arma. Había que achacar al pragmatismo de Gardiner Kincaid que le hubiera enseñado a su hija no solo idiomas y ciencia, sino también a defenderse. Pero Sarah nunca habría creído que un día tendría que poner en práctica esos conocimientos para vengar su muerte.

El retronar que hacía temblar la bóveda casi sin pausa era más y más fuerte, como si se acercara una tormenta. Las bombas caían cada vez más cerca, pero Sarah, inmersa en el dolor y la desesperación, no lo notaba.

Recorrió dos salas bordeadas por columnas, en las que antaño los escribas probablemente realizaban su trabajo. En el techo abovedado había aberturas cuadradas, de unos dos metros de lado y cerradas con rejas de hierro macizas, que antaño debieron de ser las bocas de unos pozos de luz. Ahora estaban taponadas por escombros y basura, y hacía mucho que el mundo exterior las había olvidado.

De nuevo un estallido apagado, esta vez aún más cerca. Una sacudida hizo temblar la sala y Sarah se tambaleó. No obstante, prosiguió su camino sin inmutarse y, de repente, percibió la luz que llegaba desde el fondo de la estancia. Una entrada estrecha, enmarcada por pilares, conducía al depósito, al verdadero corazón de la biblioteca, y Sarah vislumbró a la luz trémula de la lámpara que no era la primera en llegar.

Con una maldición en los labios, soltó la lámpara y empuñó el Colt. No estaba acostumbrada al peso del arma de su padre y tuvo que sostenerla con ambas manos. Se oyó un ligero clic cuando quitó el seguro. Luego continuó avanzando sin hacer ruido.

Deslizándose de columna en columna, se acercó lentamente a los pilares. En la arena que cubría las baldosas del suelo se distinguían unas pisadas. Una sonrisa lobuna se dibujó en el rostro de Sarah al comprobar que el asesino estaba solo…

Por fin llegó a la puerta.

Se agachó con cuidado y espió en el interior.

Lo que vio no era lo que había esperado ver en una biblioteca antigua, puesto que, en los nichos excavados en la piedra que bordeaban las paredes, no había rollos de pergamino o de papiro, como habría sido de suponer. Lo que allí había eran códices, algo que no había aparecido hasta doscientos años después de la supuesta ruina del Museion: hojas reunidas entre cubiertas, pero no libros en el sentido literal, sino sus antecesores inmediatos. También había estantes con grandes infolios encuadernados en piel, sin duda manuscritos de obras célebres que demostraban que la biblioteca había funcionado hasta la Edad Media.

Allí se almacenaban todas las obras que el mundo consideraba irremisiblemente perdidas, destruidas en los tiempos revueltos de la oscura Edad Media: las obras completas de Aristóteles, los Escritos de Geografía de Eratóstenes, los Comentarios de Hipatia y muchas otras que, con solo nombrarlas, harían que el corazón de todo erudito palpitara con más fuerza… Pero no el de Sarah, cargado de dolor y ebrio de odio.

La luz procedía de una antorcha que estaba en el suelo cubierto de arena. Ni rastro de su dueño. Probablemente, conjeturó Sarah, ya estaba saqueando los fondos antes de devastar el resto de la biblioteca.

– Sobre mi cadáver, bastardo -murmuró la joven.

El dolor de su pecho se había transformado en pura agresividad que reclamaba salir, exigía un objetivo al que dirigirse. Y ese objetivo estaba cerca. Porque al otro lado de la entrada Sarah notó el mismo frío letal que aquella noche en Montmartre, que ya parecía remontarse a la eternidad…

Miró atrás un momento para saber si sus compañeros la habían seguido, pero no vio a nadie. Du Gard y Hingis seguramente habían preferido quedarse con Mortimer Laydon, que estaba herido. Sarah no necesitaba ayuda. Llevaría a cabo de todos modos lo que había prometido.

Respiró hondo y sujetó el revólver con más firmeza. Luego salió de su escondite. Cruzó agachada la entrada, apuntando con el arma para disparar contra cualquier cosa que se moviera…

Pero allí no había nadie.

El depósito, una bóveda sostenida por columnas que mediría unos cincuenta metros de longitud y en la que había hileras de estantes de piedra a ambos lados, estaba vacío, al menos a simple vista.

Sarah paseó inquieta la mirada a la luz de la antorcha. A media altura, el depósito contaba con una balaustrada de piedra y sin baranda, donde también había nichos atestados de códices. Y, delante de esos nichos, Sarah vio una figura oscura.

Tardó un instante en comprender que no era una ilusión, que allá arriba había realmente alguien que la miraba, alguien que llevaba una capa ancha y negra, con una capucha que le cubría la cara por completo.

Caronte…

Sarah levantó el cañón del revólver maldiciendo y el encapuchado soltó una risotada queda.

– Bienvenida, lady Kincaid -dijo en voz baja-. Volvemos a encontrarnos.

– Asesino -masculló Sarah.

– ¿Verdad que es una lástima que una biblioteca como esta, creada con el solo fin de alcanzar la sabiduría divina, al final acabe conteniendo únicamente el saber humano? -respondió el encapuchado, ignorando la amenaza del arma-. Y que incluso eso se haya vuelto inservible con el paso de los siglos. ¿Verdad que es una extraña ironía del destino? A la mayoría de las bibliotecas de la Antigüedad, un incendio les deparó un final ardiente. Aquí ha sido el líquido elemento el que ha hecho el trabajo, no menos devastador.

– ¿Qué disparates dice? -resolló Sarah.

– Véalo usted misma -la exhortó-. La humedad se ha filtrado por las paredes y hace mucho que ha destruido lo que tanto llenó de orgullo a los mortales en su estúpida vanidad. Todo lo que usted o su padre han hecho, lady Kincaid, ha resultado inútil, porque todo está perdido.

Sarah miró desconcertada a los estantes donde se alineaban los lomos de obras encuadernadas en piel. ¿Tenía razón el encapuchado? ¿O solo intentaba alargar su vida criminal distrayéndola?

– Eche un vistazo si no me cree.

– Lo haré -aseguró-, después de matarlo. Usted, bastardo miserable, carga en su conciencia con la muerte de mi padre.

– ¿Y ahora quiere matarme por eso? Pensaba que era más inteligente. Aún se le escapan las conexiones reales.

– Sé lo que me hace falta -aseguró Sarah-. Sé que mi padre deseaba descubrir esta biblioteca y devolvérsela a la humanidad. Pero usted ha querido impedirlo desde el principio. Pretende destruirla, y por eso morirá.

– ¿Va a dispararme? ¿Y ya está? ¿Sin escucharme antes? ¿Sin conocer mis verdaderos motivos?

– Sus motivos me traen sin cuidado. Mi padre está muerto, y usted también quiso matarnos a Du Gard y a mí.

– Eso no es cierto.

– ¿Ah, no? Entonces ¿por qué nos abandonó en aquel lúgubre agujero en Fifia?

– ¿Quién cree que la ató de manera que las ligaduras se soltaran con el agua salada? -replicó el encapuchado-. ¿Quién se ocupó de que dispusieran de una barca para poder huir de la isla?

– ¿Lo sabía? -preguntó Sarah atónita.

– Las cosas no son siempre como parecen a simple vista, lady Kincaid, ya debería saberlo. Su padre…

Se interrumpió cuando una serie de fuertes impactos cayeron por encima de la bóveda. Sarah no habría sabido decir a qué profundidad por debajo de la superficie se hallaban, pero las detonaciones llegaron a sacudir con fuerza la sala.

Se tambaleó y vio que se abrían grietas en el suelo; al mirar de nuevo hacia la balaustrada, Caronte había desaparecido.

– Maldita sea -se le escapó-. ¿Cómo…?

Con el rabillo del ojo distinguió una silueta oscura que se deslizaba rápida hacia ella. Se volvió instintivamente, pero ya era demasiado tarde.

Silencioso como una sombra, el encapuchado había saltado de la balaustrada y se había situado detrás de Sarah. Empuñaba un arma, una hoja en forma de hoz arcaica, que descendía con ímpetu exterminador.

Sarah levantó el revólver y ya se disponía a apretar el gatillo cuando el metal afilado se le hundió en el hombro.

El dolor fue tan intenso que profirió un grito y soltó el revólver. Retrocedió aturdida y tambaleándose, mirando aterrada al gigante sin rostro.

En aquel momento, un nuevo impacto cayó en la superficie. A las profundidades llegó el sonido de un estallido y un crujido infernales, que anunciaban edificios derruidos. Las grietas del suelo se agrandaron y se convirtieron en hendiduras de un palmo de anchura, con las que Sarah tropezó en su retirada. Se tambaleó y cayó. El verdugo encapuchado de negro se alzó sobre ella como un espectro de pesadilla, con la hoz en alto.

Sarah estaba tendida en el suelo, indefensa y sabiéndose irremisiblemente a merced de la hoja letal. Y entonces oyó un grito ronco y alguien se precipitó delante de ella con un fusil en las manos, asiéndolo por el cañón y usándolo de palo.

Hingis…

Sarah no daba crédito a sus ojos cuando vio que el suizo se abalanzaba sobre el encapuchado con un rugido tremendo y blandiendo el fusil como si fuera una porra.

– ¡Atrás! -lo increpó-. ¡Atrás!

Pero Caronte no tenía intención de retroceder.

Esquivó el golpe furioso del erudito con una agilidad de la que no parecía capaz por su enorme complexión. Con la manaza libre consiguió agarrar el Martini Henry y se lo arrebató a Hingis. El suizo profirió una exclamación de desconcierto. Aterrado, vio volar hacia él la hoz sin poder hacer nada por evitarlo y, antes de comprender qué ocurría, la hoja le había cortado una mano.

Un aullido espeluznante surgió de la garganta de Friedrich Hingis. Con los ojos muy abiertos, miraba el muñón de su brazo izquierdo, del que manaba un chorro de sangre roja.

Los acontecimientos se precipitaron.

Mientras Sarah buscaba su arma en el suelo, Mortimer Laydon avanzó renqueando y se apresuró a hacer lo único que podía detener la hemorragia de Hingis e impedir que muriera miserablemente: cogió la antorcha del suelo y quemó el muñón, con lo que el erudito lanzó un alarido aún más aterrador. Su aullido retumbó en el techo alto y se mezcló con el martilleo de las explosiones formando un canto horripilante.

La hoz de Caronte volvía a cortar el aire, pero esta vez no se dirigía ni a Sarah ni a Hingis, sino a Du Gard, quien avanzaba resuelto blandiendo el sable del oficial mameluco.

Cuando las dos armas chocaron, saltaron chispas. A Du Gard le costó mucho esfuerzo parar el golpe lanzado con un ímpetu enorme, pero lo consiguió, aunque no parecía ser un espadachín muy ejercitado. Un gruñido furioso, casi animal, salió de la garganta del encapuchado, mientras los contrincantes se observaban por encima de las hojas cruzadas. Du Gard vislumbró por un brevísimo instante el rostro que se escondía debajo de la capucha y se horrorizó.

El terror debilitó momentáneamente sus fuerzas y el gigante logró empujarlo hacia atrás. Mientras Du Gard aún se tambaleaba, Caronte le dio un puñetazo con su manaza y lo derribó como a un árbol podrido.

Sarah vio al amigo desplomándose inconsciente. Entretanto, había descubierto el Colt que yacía en el suelo sin dueño y se arrastró para cogerlo; el dolor que le hacía el hombro con cada movimiento la martirizaba. Apretando los dientes, Sarah se acercó al revólver, alargó la mano y… ya estaba a punto de asirlo cuando alguien la agarró de la pierna y la arrastró brutalmente.

Le dio la impresión de que el hombro herido le estallaba y profirió un grito. Las lágrimas le anegaron los ojos y la dejaron sin visión. Luego, de repente, notó el frío metal en la garganta y supo que estaba perdida. Con la vista borrosa vio a Caronte sobre ella, presionándole en el cuello la punta de la hoz.

– Estúpida -gruñó-. No has entendido nada. Podrías haberlo tenido todo y lo has tirado por la borda. No hacía falta que murieras, pero tú lo has querido.

Sarah notó que la presión de la hoja aumentaba.

– Un momento -dijo con voz ronca.

– ¿Qué quieres?

– Tu rostro -exigió-, quiero verlo.

– ¿Por qué?

– En la isla me pareció…

El gigante resopló al intuir de qué le estaba hablando y, mientras con una mano seguía sosteniendo la hoja, con la otra se echó atrás la capucha.

Lo que Sarah vio la llenó de horror, igual que en Fifia. No porque el semblante del encapuchado fuera repugnante, sino porque le mostró algo que no podía existir.

El rostro del gigante era alargado y proporcionado, con unos pómulos marcados y una nariz aguileña que le prestaba un aspecto aristocrático. Pero donde la gente normal tenía las cuencas de los ojos, su rostro era completamente liso. En vez de dos órganos visuales, Sarah distinguió solo uno, exactamente en medio de la frente.

Sarah supo que aquella noche no se había equivocado, que el dolor y el cansancio no la habían engañado.

– ¿Quién eres? -susurró amedrentada-. ¿Qué eres…?

– Soy Caronte, hijo de uniojo -explicó en voz baja y sin disimular su orgullo-. Antiguamente éramos muchos. Vinimos a este mundo como intermediarios entre los dioses y los hombres, pero los mortales nos lo agradecieron con maldad. Nos llamaron cíclopes y nos repudiaron, nos dieron caza hasta que quedamos muy pocos con vida. Nos hemos ocultado durante siglos, pero ahora hemos vuelto.

– ¿Para qué?

– Para reclamar lo que antaño se dio a los hombres y ellos, en su estupidez, han profanado de un modo imperdonable: el saber divino.

– Estás loco -afirmó Sarah, que seguramente percibía el brillo en el ojo del cíclope.

– ¿Tú crees? -Para desconcierto de Sarah, el gigante sonrió-. Pues precisamente tú deberías comprenderme, Sarah Kincaid, porque…

No siguió.

Sonó un estampido que sobresaltó tanto a Sarah como a su verdugo.

Caronte se quedó inmóvil, como tocado por un rayo. Los labios le temblaban, pero no dijo nada. Unos delgados hilos de sangre corrieron de repente por las comisuras de sus labios.

Sarah notó que la presión del acero cedía. Aprovechó el momento favorable para apartar el arma y retroceder arrastrándose de espaldas por el suelo.

Sin embargo, el cíclope no hizo intención de detenerla ni de seguirla. La hoz le resbaló de la mano y tintineó al caer al suelo; la mirada del único ojo se enturbió y pareció abarcar la lejanía.

Sonó otro disparo y el pesado cuerpo se plegó hacia delante. Golpeó duramente contra la arena y quedó inmóvil, con la capa empapada de sangre en la espalda.

Desconcertada, Sarah levantó la vista y vio a Mortimer Laydon a pocos pasos del gigante, con la pierna sangrando y todavía apuntando con el rifle, en cuyo cañón ondeaba un humo azulado. Resultaba difícil interpretar la mirada que le dedicó a Sarah.

– Todo ha acabado, pequeña -afirmó, y bajó el arma lentamente-. Tu padre ha sido vengado…

Sarah asintió con un movimiento convulso de cabeza mientras seguía contemplando el cadáver como hechizada. Había creído que se sentiría mejor cuando el asesino de Gardiner Kincaid no se contara entre los vivos, que su muerte le prodigaría un poco de consuelo, pero no fue así. La pérdida de su padre seguía doliéndole y el violento final de Caronte no había cambiado nada. Solo el odio había desaparecido de golpe. Ahora sentía un vacío desolador.

En la bóveda volvieron a resonar detonaciones del exterior. Sarah se puso en pie torpemente y enfundó con mano temblorosa el revólver de su padre. El brazo herido le colgaba inmóvil y la manga derecha de su blusa estaba roja de sangre.

Laydon se le acercó cojeando, le hizo un vendaje con la otra manga y se lo ciñó al hombro para detener la hemorragia. Como bien constató con mirada experta, el arma del cíclope no le había causado un corte muy profundo, de modo que no había daños irreparables, pero eso tampoco consiguió consolar a Sarah.

Preocupada, buscó a Du Gard y a Hingis con la mirada. Descubrió al suizo acurrucado al pie de una columna, con el semblante pálido como un cadáver y la camisa manchada de vómito. Escondía el muñón bajo la axila del otro brazo y miraba fijamente al vacío.

Du Gard se estaba recuperando del golpe fulminante que lo había derribado. Tenía una herida en la frente. Laydon se acercó a él arrastrando la pierna para hacerle una cura provisional.

– O sea, que así acaba la expedición -constató Sarah desalentada.

Ignorando como podía el ardiente dolor de la herida, cruzó la sala y se acercó a uno de los nichos. Observada a distancia, la piel de los infolios parecía intacta, pero de cerca podía verse que Caronte tenía razón. La humedad de las profundidades había tenido efectos devastadores.

Sarah alargó la mano con decisión hacia uno de los pequeños volúmenes y quiso sacarlo del estante. La piel porosa cedió y se partió en dos; lo que salió de entre las cubiertas del libro no era más que una masa gris maloliente.

– No -musitó Sarah, y agarró la pasta viscosa como si pudiera conservar algo de ella, pero los restos del tesoro científico, antes tan orgulloso, se le escurrieron entre los dedos. Asqueada se acercó a los códices que se apilaban al otro lado del nicho, pero estos también se encontraban en avanzado estado de descomposición.

Las cubiertas de madera hacía tiempo que se habían podrido, igual que el papiro del interior. Los volúmenes confeccionados con pergamino habían resistido la humedad durante más tiempo, aunque no la tinta con la que habían sido escritos.

La evidencia era deprimente.

Aquello era el Museion, la legendaria Biblioteca de Alejandría que, en contra de las crónicas históricas, había perdurado al incendio de la ciudad y se había conservado hasta el presente a pesar de todas las guerras y catástrofes naturales. Lo que daba valor a una biblioteca y la llenaba de vida, los conocimientos por escrito de generaciones pasadas, hacía mucho que se había malogrado, devorado por las fauces del tiempo, que no habían dejado de roerlo.

Los últimos que habían sabido de la existencia de la biblioteca habían sido los grandes maestres de Malta; al perder su poder, aquella había caído en el olvido y la destrucción había seguido su curso. Los herederos habían protegido el secreto, pero sin conocer su esencia: piezas de un mosaico que no podían sospechar el significado de la totalidad.

Así pues, aquella era la verdad que se escondía en Alejandría.

La realidad del mito.

Sarah se desplomó aturdida y se apartó de la cara los cabellos sucios de arena y de sangre. Por esto, se dijo, ha sacrificado mi padre la vida, por unos puñados de basura que parecen una burla de todo aquello por lo que él luchó.

Gardiner Kincaid no solo no se contaba entre los vivos, sino que también había muerto absurdamente por algo que hacía mucho que había perdido su valor…

Ocultando el rostro entre sus manos sucias, Sarah se acurrucó en el suelo; no sabía si reír o llorar. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles; no había conseguido salvar a su padre ni había logrado concluir con éxito la misión que él había iniciado. Aunque había encontrado lo que Kincaid había estado buscando toda la vida, el resultado era desalentador.

A Gardiner Kincaid no se le había concedido la oportunidad de ver la Biblioteca de Alejandría con sus propios ojos, y Sarah casi lo envidiaba por ello.

Un estruendo sordo la hizo regresar al presente. Le cayó algo encima y comprobó que era mortero que se había desprendido del techo alto.

– Deberíamos irnos -le indicó Mortimer Laydon nervioso-. Si la bóveda cede…

Sarah se encogió de hombros, indiferente.

Le daba igual si la sala se derrumbaba en aquel momento y lo sepultaba todo. Ella había perdido casi todo lo que le importaba…

Varios proyectiles impactaron seguidos y se desató un verdadero crescendo de detonaciones, que llegaba hasta las profundidades. El suelo se estremeció y las grietas se agrandaron aún más, el mortero del techo se desprendió y cayó al suelo, donde se rompió en mil pedazos. El polvo llenaba el aire, que vibraba con el retumbar de los impactos.

– ¡La bóveda! ¡Se hunde! -gritó Hingis aterrado.

Se protegieron la cabeza con los brazos, aunque de poco habría servido en caso de existir verdadero peligro. Sin embargo, el bombardeo cesó al cabo de un momento y pensaron que podían volver a respirar tranquilos. Pero entonces oyeron un rumor lejano que cada vez se hacía más intenso…

– ¿Qué es eso? -preguntó Mortimer Laydon.

El médico buscó con la mirada a su alrededor. Sin embargo, no consiguió descubrir la fuente del ruido, que iba en aumento y se estaba convirtiendo en un fragor inquietante. El suelo comenzó a temblar a sus pies, y por la entrada, que quedaba al otro lado de la sala, les llegó un aire húmedo que olía a sal y a algas.

– Agua -gimió Sarah, que acababa de darse cuenta de la causa del rumor, y un instante después un aluvión de agua marrón grisácea se abalanzó por la puerta.

Hingis, que seguía acurrucado en el suelo, aturdido, se levantó espantado de un salto. Arrastrando la arena que se había acumulado a lo largo de siglos, la ola alcanzó en pocos segundos el fondo de la sala. Una parte de la marea se vertió por la salida y desapareció, otra batió en las paredes y anegó el suelo.

Durante un breve instante esperanzador, dio la impresión de que eso era todo. Pero luego se oyó de nuevo un rumor inquietante y en la biblioteca rompió una nueva ola que no parecía tener fin.

– Maldita sea -exclamó Mortimer Laydon, al que, debido a su herida, le costaba horrores mantenerse en pie en medio de aquella corriente-. Las bombas habrán alcanzado una cisterna…

– No -lo contradijo Sarah-, es agua de mar. Estamos cerca de la orilla.

– ¿Cerca de la orilla? Pero ¿cómo es posible?

Irrumpió un nuevo aluvión, con tanta fuerza que desgarró parte de los pilares que flanqueaban la entrada. La abertura se ensanchó y aún entró más líquido marrón en la sala, que pronto quedó anegada bajo dos pies de agua.

– ¡Fuera de aquí, tenemos que irnos! -gritó Du Gard, que se había apresurado a ayudar a Laydon a sostenerse en pie.

– Regresemos a la galería -gritó Sarah, y se dispuso a ir hacia allí, pero el grito de Du Gard la detuvo.

– No -se opuso el francés-, ¡eso sería una locura! En esa dirección no hay escapatoria, eso lo sabemos, y a ninguno de nosotros le quedan fuerzas para retroceder todo el camino…

– Pero yo tengo que volver -insistió Sarah-. Mi padre está allí…

– Tu padre está muerto -gritó Du Gard-, ¡pero nosotros estamos vivos! No lo ayudas en nada tirando tu vida por la borda. El habría querido que vivieras. Que viviéramos…

– ¿Y qué? -gruñó Sarah.

Había fracasado estrepitosamente en su pretensión de salvar a su padre, ¿tenía también que dejar allí sus restos mortales? ¿Tenía que negarle lo último que podía hacer por él, llevarlo a casa y darle sepultura en tierra de su patria?

Le daba la impresión de que con ello moriría por segunda vez y ella cargaría con las culpas. La embargó la desesperación, y estaba a punto de espetarle una negativa obstinada a Du Gard cuando recordó lo que su padre le había dicho: «Tienes dotes de mando, la gente confía en ti…».

Y, de repente, Sarah volvió a sentirse responsable.

Aunque a ella no le importara que el techo se le derrumbara encima, aunque su vida ya no tuviera sentido, había cosas de las que valía la pena responsabilizarse. Hingis, Du Gard y el doctor Laydon la habían acompañado en la búsqueda hasta el final, y estaba en deuda con ellos. Tenía que reprimir el dolor y procurar que sus compañeros regresaran sanos y salvos a la superficie. Esa era, pensó recordando a su padre, la verdadera misión que tenía que cumplir…

Miró ansiosa a su alrededor, buscando un camino de huida que prometiera salvarlos de aquella marca que no dejaba de crecer, y la encontró. En la balaustrada que bordeaba la sala había un pequeño paso. Ni Sarah ni los demás sabían adonde conducía, pero de momento les serviría para escapar del agua…

– ¡Allá arriba, vamos! -gritó.

El agua ya les llegaba a las caderas. Tambaleándose y bogando con los brazos, pugnaron por alcanzar la escalera, lo cual no resultó nada fácil puesto que la corriente los arrastraba. Para aliviar a Laydon, Sarah le cogió la antorcha, que era la única fuente de luz que les quedaba. Si se apagaba, estarían perdidos…

Hingis fue el primero en ganar la escalera. Apretando los dientes, se arrastró por los peldaños hasta pisar suelo seco y alargó el brazo ileso para ayudar a Sarah. Juntos remolcaron a Mortimer Laydon escalones arriba, y Du Gard fue el último en salir del agua encrespada que seguía subiendo.

La única explicación que se le ocurría a Sarah era que las bombas hubieran destruido una esclusa que daba a mar abierto y por eso el agua seguía entrando en cantidades casi inagotables. El Museion se hundiría, se perdería para siempre; pero antes ya era un paraje muerto, una ruina que únicamente albergaba envolturas vacías. No serían los desbordamientos lo que en verdad arrasaría la biblioteca, sino la indiferencia de la humanidad hacia su pasado.

Sarah echó un último vistazo desde la balaustrada a la bóveda, que ya estaba inmersa en la oscuridad y del fondo de la cual llegaba un gorgoteo siniestro. Así pues, aquello había sido el sueño por el que su padre había sacrificado la vida…

Se volvió estremecida y fue la primera en cruzar la salida. La galería que había al otro lado ascendía y sus compañeros lo advirtieron con alivio, pero el ruido infernal de las bombas aumentaba a cada paso que daban. Uno de los proyectiles pareció detonar justo por encima de ellos. El estruendo fue ensordecedor. Los cuatro fueron arrojados al suelo como si les hubieran propinado un fuerte puñetazo; entonces creyeron que había llegado su final.

Pero el techo de la galería, del que se desprendieron fragmentos de piedra y arena, resistió y, para asombro de Sarah y sus compañeros, no hubo más impactos.

Reinó la calma.

Durante segundos.

Solo se oía el rumor de la profundidad. -Pa… parece que el fuego ha cesado -balbuceó Hingis poniéndose en pie torpemente.

– No nos alegremos antes de tiempo -musitó Laydon-. Podría ser un simple alto el fuego. -Adelante -dijo Sarah.

Siguieron el corredor hasta una puerta de madera, que estaba tan podrida y carcomida que una patada bastó para hacerla saltar de los goznes. Detrás había una escalera que ascendía empinada y que, a la luz de la antorcha, no podía verse dónde acababa.

A pesar del dolor y el cansancio, Sarah y sus compañeros no se dieron tregua. El agua les pisaba los talones y en los estrechos pasadizos subiría mucho más deprisa que en la espaciosa bóveda. Si no querían dejarse atrapar y morir ahogados, tenían que apurarse…

Tan deprisa como podían se arrastraron por los escalones altos. Du Gard, que tenía la cara hinchadísima pero ninguna otra herida, ayudaba a Laydon, y Sarah y Hingis se apoyaban el uno en el otro.

Peldaño a peldaño subieron la escalera mientras el agua bramaba y gorgoteaba cada vez más fuerte detrás de ellos.

– Vite, vite -acució Du Gard-. El agua se acerca…

Sarah miró atrás angustiada, pero no pudo distinguir nada en la oscuridad. Apretar los dientes, continuar avanzando y desear que eso bastara era lo único que podían hacer.

Paso a paso.

Peldaño a peldaño.

Nadie decía nada. La respiración ronca y jadeante de los cuatro compañeros de viaje llenaba el aire húmedo, acompañada por el inquietante rumor de la marea que se acercaba imparable. Una mirada atrás angustiada mostró a Sarah una marea marrón espumosa que reptaba por la escalera con mucho menos esfuerzo que los fugitivos…

– ¡Más deprisa! -apremió-. ¡Más deprisa, maldita sea, o nos ahogaremos!

Nadie respondió. Los hombres prefirieron ahorrar aliento y exprimir los músculos maltratados, pero fue en vano.

Tras ellos sonó un bufido que parecía salido de las fauces de una bestia feroz. Y el agua los atrapó.

Gritaron de espanto, terror y furia desvalida cuando la avenida fangosa los alcanzó. El agua les pasó por encima a gran velocidad y les empapó la ropa. Sus pies perdieron el contacto con el suelo y dejó de tener sentido trepar por la escalera.

– ¡Nadad! -bramó Sarah con todas sus fuerzas-. ¡Nadad por vuestras vidas…!

– No sé… -quiso recordarles Hingis, pero el resto de la frase se ahogó en una especie de gárgaras lastimosas.

Sarah lo agarró por el cuello de la chaqueta y lo levantó, pero entonces perdió la antorcha.

– No -gimió horrorizada, aunque ya era demasiado tarde: la llama se hundió en el agua y se apagó, y una negrura abismal los rodeó al instante.

La ola los aprisionó y los empujó con violencia por el hueco de la escalera, más deprisa de lo que ellos la habrían podido subir. Hingis gritaba aterrorizado, Du Gard maldecía en francés y Sarah supo a ciencia cierta que aquello era el final.

¿Qué sentido tenía seguir luchando si todo estaba perdido? Las fuerzas les flaquearían y se ahogarían, uno tras otro morirían miserablemente. La esperanza se extinguió como la antorcha y durante un angustioso instante solo existieron la negrura, el rumor infernal y la desesperación…

Sarah chocó de repente contra un obstáculo.

Era una pared maciza que cerraba el hueco de la escalera por donde subía el agua. Aquello sellaba el final. En unos segundos la galería estaría inundada hasta el techo, y entonces…

Sarah oyó los gritos desesperados de sus compañeros. Agitaban las piernas para intentar mantenerse a flote y apurar la vida hasta el último instante. Sarah fue súbitamente consciente de que había vuelto a fracasar. No había conseguido salvar a su padre ni retornar a casa a sus compañeros. La embargó una profunda resignación y se preparó para presentarse ante el Creador, y entonces ocurrió lo inesperado.

La creciente presión del agua hizo ceder la pared y por allí entró una luz clara y deslumbrante.

Antes de que Sarah y sus compañeros hubieran comprendido qué pasaba, la marea los expulsó a una galería corta que discurría horizontal, y después a un pozo sustentado por paredes de tablas que ascendía vertical, un pozo por encima del cual se extendía un cielo crepuscular teñido de rojo.

Ni a Sarah ni a sus compañeros se les ocurrió preguntarse dónde estaban. Ya tenían bastante con agitar las piernas y los brazos para mantenerse a flote en el agua, que siguió empujándolos pozo arriba hasta una fosa ancha. El chorro espumoso que escupió a Sarah la volteó varias veces antes de dejarla tendida boca abajo en el fango. Agotada, se puso en pie y miró a su alrededor. En medio de la fosa, no muy lejos del agujero por donde el agua no cesaba de brotar, se alzaba una estatua. Los compañeros de Sarah estaban esparcidos a su alrededor, exhaustos y llenos de magulladuras, pero con vida.

– En pie, vamos -apremió Sarah, y señaló la escalerilla de mano que llevaba al exterior-. Arriba, deprisa…

Después no logró explicarse cómo había llegado a la escalerilla ni cómo la había subido impulsándose con las manos, pero sí recordaría el momento en que se asomó por el borde de la fosa. Porque en aquel instante se dio cuenta de dónde se encontraban.

A la luz del sol del atardecer se levantaba un monumento solitario que parecía perforar como una aguja el cielo anaranjado.

¡La columna de Pompeyo!

Habían ido a parar justo al lugar donde había empezado su dramática aventura.

Sin saberlo ni sospecharlo, habían cruzado toda la ciudad, lo cual demostraba que Gardiner Kincaid había estado excavando en el lugar adecuado y que la suposición que Sarah expreso al principio de que era posible que allí se cerrase el círculo había sido acertada en más de un sentido. No solo porque el viaje acababa justamente donde había comenzado, sino porque también era la prueba de que la Biblioteca de Alejandría y el templo de Serapis, cuyos restos representaba la columna solitaria, habían estado realmente unidos en la Antigüedad por un pasadizo secreto que empezaba mucho más allá, en la isla de Faros…

Sarah se encaramó torpemente al borde de la fosa y salió tambaleándose, agradecida por seguir con vida a pesar de tantos sufrimientos. Respiró hondo con la esperanza de llenarse los pulmones de aire fresco y puro. Pero el aire no era puro, sino acre.

Olía a humo y a fuego.

Y a muerte.

Sarah se volvió y lo que vio la aterró, porque el horizonte de Alejandría que se perfilaba hacia el noroeste era la imagen del horror.

El fuego ardía por todas partes, y un humo negro se levantaba hacia el cielo y lo oscurecía. El alcance de la destrucción podía verse desde lejos: muros despedazados, torres desmoronadas, cúpulas destruidas.

Du Gard, Hingis y Laydon se le acercaron, contentos de haber sobrevivido y al mismo tiempo conmocionados ante aquel panorama. El bombardeo había durado un día entero, ya había acabado y había dejado tras de sí un rastro de devastación.

Mientras Sarah paseaba desencantada la mirada, comprendió también de dónde venía el agua que había inundado la biblioteca: del canal de Mahmoudia, que discurría no muy lejos de allí y en cuyos muros de contención se apreciaban varios cráteres provocados por las bombas.

Al abrir el canal, debieron de llegar sin saberlo muy cerca del mundo subterráneo oculto de Alejandría, y una de las detonaciones seguramente había volado el muro que los separaba y había provocado que el agua del canal, procedente del mar, se vertiera en las profundidades. De ese modo, la artillería británica no solo había provocado daños irreparables en la superficie, sino también en las profundidades. La Marina Real, pensó Sarah con amargura, tenía motivos para sentirse orgullosa…

– Sarah…

No reaccionó al oír que Du Gard la llamaba. Solo le prestó atención cuando la cogió de la muñeca.

– Regarde! -le indicó señalando en la dirección opuesta.

Sarah siguió la indicación titubeando, igual que Laydon y Hingis, y a la luz del sol poniente distinguieron la salvación acerada.

Porque en el lado iluminado del canal de Mahmoudia, en cuyas aguas se reflejaba el cielo rojizo y que, ante los acontecimientos del día, parecía un río de sangre, destacaban las formas oscuras y muy familiares del casco de un buque sobre el cual se alzaba una torre ovalada.

– No… no puede ser -se le escapó a Sarah, perpleja.

– Alors, está claro que sí -replicó Du Gard sonriendo irónicamente; empezó a hacer señales como un loco y, al poco, observaron que a bordo del Astarte inflaban un bote y lo tiraban al agua.

El alivio fue inmenso y consiguió que los cuatro compañeros olvidaran enseguida todos los horrores y el dolor. En aquel momento, la perspectiva de subir a bordo y volver a casa de un modo seguro tenía más peso que cualquier privación. Incluso Sarah ansiaba abandonar el lugar donde había recibido una amarga lección y donde había sufrido la pérdida más dolorosa de su vida.

Tambaleándose y apurando las últimas fuerzas, bajaron por la ligera pendiente y cruzaron el poblado de barracas que se extendía por la orilla del canal y del que habían huido todos sus habitantes. A medio camino les salieron al encuentro Caleb y sus hombres, quienes se espantaron al verlos sucios, empapados y sangrando. Llevaron a Sarah y a sus compañeros en bote hasta el submarino, donde los esperaba el capitán Hulot. En su rostro también se reflejó el espanto al advertir el estado de los expedicionarios.

– Bienvenida a bordo del Astarte, lady Kincaid -dijo un poco angustiado.

– Gracias. -Sarah sonrió débilmente-. Créame si le digo que ha llegado en el momento oportuno.

– Siempre a su servicio. -Hulot hizo una pequeña reverencia-. Entren y vayan al comedor, allí les curaremos las heridas.

– Yo soy médico -intervino Mortimer Laydon-. Les ayudaré en todo lo que pueda y me permita mi herida.

– Muy bien. Zarparemos enseguida para llegar a mar abierto antes del anochecer.

– Dígame una cosa -pidió Sarah-. ¿Por qué nos esperaba precisamente aquí?

– ¿Esperarlos?

– Ya sabe a qué me refiero. Es imposible que supiera que estaríamos aquí. No lo sabíamos ni nosotros mismos.

– Lady Kincaid -dijo Hulot, y frunció los labios un tanto avergonzado-, no los esperábamos.

– ¿No?

– No. El trato era que debíamos recogerlos en el mismo sitio donde los dejamos, es decir, en el puerto. Pero resultaba imposible debido al bombardeo. Al principio aprovechamos el tiempo para reparar el timón de profundidad. Luego esperamos a que acabara el bombardeo y entramos en el canal. Mi plan era enviar al puerto a Caleb y a algunos hombres disfrazados de marineros para reunirse allí con ustedes. Por eso me ha sorprendido tanto verlos aquí. Ha sido…, ¿cómo suele decirse?, una feliz casualidad.

– En absoluto -objetó Du Gard con determinación, antes de subir a la torreta y seguir a Hingis y a Laydon hacia el interior de la nave-, ha sido una providencia.

– Hum -apuntó Hulot, y se frotó la barba pensativo-. ¿Quién sabe? Puede que tenga razón.

– Puede -confirmó Sarah y se dispuso también a subir, pero el capitán la detuvo.

– ¿Lady Kincaid?

– ¿Sí?

– ¿Y su padre? ¿Ha logrado…?

La mirada de Sarah revelaba una pena infinita.

– No, monsieur Hulot -dijo con voz queda.

Bajó al interior del submarino por la escalerilla estrecha y, siguiendo los consejos de Hulot, se dirigió al comedor, donde habían instalado deprisa y corriendo un hospital de campaña provisional. El capitán y sus hombres parecían tener experiencia en curar heridos a bordo.

Un marinero joven, que Sarah no sabía cómo se llamaba, se ocupó de la herida que tenía en el hombro. Al limpiársela con alcohol le causó un dolor tan ardiente que Sarah estuvo a punto de desmayarse. Apenas fue consciente de que el marinero le ponía un vendaje y le daba de beber agua. Luego se acostó en su cabina y se durmió.

No se enteró de que el Astarte zarpaba al amparo del anochecer ni de cómo seguía el curso del canal y llegaba al puerto interior después de sumergirse bajo el Pont d'Ecluses. Sarah no vio ni los fragmentos de antiguas columnas que parecían arder en ascuas en la penumbra verdosa y saturaban el fondo del mar cubiertas de plantas trepadoras, ni los cascos adustos de los victoriosos buques de guerra británicos, que habían atracado en el puerto y flotaban sobre ellos como sombras amenazadoras.

10

Diario personal de Sarah Kincaid

La expedición ha acabado. Hemos abandonado Alejandría con las manos vacías, pero con vida, y nos encontramos de camino a Europa.

Mientras que la herida se cura deprisa y apenas me duele, mi alma maltratada me atormenta. Sigo conmocionada por los acontecimientos y me cuesta creer lo que sucedió en Alejandría. El mundo me resulta ajeno. Muchas cosas que ayer aún me parecían comprensibles, las veo ahora bajo otro prisma. No soy la misma que salió de Inglaterra hace unas semanas, ya no soy la joven ingenua que ansiaba aventuras exóticas y se negaba a creer en el destino.

¿De verdad pensaba que podía impedir lo que en realidad era inevitable? ¿Por qué no accedí a los deseos de mi padre? ¿Por qué no regresé a Inglaterra como me pidió? Una voz interior no cesa de acusarme de haber conducido hasta él a sus enemigos. ¿Tenía alguna posibilidad de salvarlo?

Sé que nunca tendré respuesta a esas preguntas y también he comprendido que he sido una necia egoísta. Mi padre dedicó su último aliento a pedirme perdón, pero tendría que haber sido al revés. Me arrepiento de todos los reproches que le hice y deseo reencontrarme algún día con él para poder decirle lo que siento. Pero es evidente que eso no ocurrirá.

He cometido errores y este es mi castigo.

Han ganado los del otro bando, sean quienes sean. ¿Trabajaba realmente Caronte para individuos que anhelan destruir los conocimientos del pasado? ¿O era un solitario que dio con el rastro de un antiguo secreto por casualidad y quedó atrapado en él? Me inclino por lo último, sobre todo porque el tío Mortimer cree que el cíclope era un monstruo, un capricho de la naturaleza como los que dejan boquiabierto al público en las ferias, y que de ningún modo existe una progenie de carontes. Probablemente nunca daremos con una explicación definitiva puesto que el asesino está muerto, y no voy a ocultar que eso me hace sentir una enorme satisfacción…

Mediterráneo sur oriental

14 de julio de 1882

Sarah dejó la pluma y, mientras pensaba qué más debería añadir, llamaron a su camarote.

– ¿Sí?

– Hingis -fue la respuesta.

Sarah cerró el diario y lo guardó en la taquilla. Luego se acercó a la puerta y abrió.

Friedrich Hingis ofrecía un aspecto lastimoso. Llevaba en cabestrillo el brazo amputado, su semblante apenas había recuperado el color desde que habían partido y las gafas se le habían roto en el transcurso de los acontecimientos. Había encontrado opio en la farmacia de la nave y el doctor Laydon se lo había suministrado, con lo que al menos ya no sufría dolores. Sin embargo, el hecho de que hubiera perdido una mano era irreparable y lo acompañaría el resto de su vida.

– Du Gard me ha dicho que quería hablar conmigo.

– En efecto -asintió Sarah-. Quería darle las gracias, doctor, por todo lo que hizo por mi padre, por la expedición y, sobre todo, por mí.

Hingis rió quedamente, pero en su risa no hubo ningún deje de ironía o burla.

– Para serle sincero, no creía que las cosas llegarían a ese extremo. Siempre pensé que las personas que se arriesgaban por los demás y sufrían daños por ello eran unos idiotas.

– Probablemente lo son -reconoció Sarah con una sonrisa apagada-. Con más motivo le agradezco que me salvara la vida… Estoy en deuda con usted. Cualquier cosa que desee, y esté en mi mano dársela, le pertenece.

– ¿Está segura? -preguntó con interés.

– Totalmente.

– Hace unos días -contestó el suizo con serenidad-, seguramente le habría detallado una lista entera de cosas. Dinero, privilegios, libros de la biblioteca de su padre. En toda mi vida nunca he hecho un favor sin exigir una recompensa a cambio.

– ¿Y ahora? -preguntó Sarah.

– No quiero nada.

– ¿No? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Por qué?

– Porque, lady Kincaid, por muy duro que sea perder una mano, no es nada comparado con lo que usted ha sufrido. Aún no he tenido ocasión de expresarle mis condolencias por la muerte de su padre, y lo hago ahora con todo el respeto. Siempre consideré a Gardiner Kincaid un competidor, un enemigo al que creía que debía combatir. Fue un error, ahora lo sé. Su padre era un hombre de honor, lady Kincaid, y me salvó la vida, igual que yo salvé la suya. Por lo tanto, no me debe nada.

– Yo… se lo agradezco.

– Allí abajo, en las profundidades, perdí algo, eso es cierto, pero también recuperé algo que creía perdido desde hace mucho tiempo: autoestima y orgullo. ¿Sabe qué papel desempeñé en el descubrimiento de Troya de Schliemann?

– ¿Cuál?-inquirió Sarah.

– Ninguno. Estábamos en contacto y me mantenía al corriente de los progresos de la excavación; pero en el momento decisivo yo no estaba allí.

– Pero yo creía que usted era su ayudante…

– Un favor que el bueno de Heinrich me debía -explicó Hingis abochornado-. No me enorgulleció, pero a partir de aquel día se me abrieron puertas que, de lo contrario, habrían permanecido cerradas para mí. De la noche a la mañana me convertí en un miembro respetado de la comunidad científica y se me permitió entrar en los círculos más encumbrados. Quizá esa fue la razón por la que la traté con tanta hostilidad en La Sorbona…

– Bueno -conjeturó Sarah-, también podría deberse principalmente al hecho de que soy mujer…

– En absoluto. -Elingis meneó la cabeza-. La aborrecía porque me recordaba lo que yo había sido: alguien que no tenía nada de lo que hacer gala, pero quería que lo respetaran y lo escucharan…

– Comprendo -dijo Sarah.

– Con la diferencia de que usted posee algo que yo seguramente nunca he tenido -prosiguió Hingis-: aquella mezcla de sagacidad y espíritu intrépido que es imprescindible en nuestra ciencia. Pero pienso acabar con esa lamentable circunstancia.

– ¿Qué circunstancia?

– En el futuro, usted, también será un miembro respetado de la comunidad científica, lady Kincaid. A mi regreso a París, solicitaré que la nombren miembro de honor del Círculo de Investigaciones Arqueológicas. Algunos profesores del gremio me deben favores y estoy seguro de que…

– No, gracias -dijo Sarah con determinación.

– ¿Perdón?

– Aprecio sus esfuerzos, doctor, y le honra querer ayudarme, sobre todo cuando usted ha hecho por mí más de lo que jamás podré compensarle. Pero ya no me interesa participar en simposios ni ser reconocida por supuestos expertos que lo único que hacen es sentarse ante sus escritorios y cubrirse lentamente de polvo.

– Pero…

– Regresaré a Yorkshire -anunció-. En cuanto informe al gobierno y me ocupe de que a mi padre se le dispense un funeral con todos los honores, aunque sea en ausencia de sus restos mortales, me retiraré a Kincaid Manor. Después de lo sucedido, tengo que aclarar muchas cosas y espero encontrar la tranquilidad para ello en la soledad de Yorkshire.

– La… la comprendo -dijo Hingis titubeando-, aunque lo lamento profundamente. Habría sido un placer introducirla en La Sorbona; los dos tendríamos muchas cosas que explicar allí.

– Lo dudo. -Sarah frunció los labios-. No olvide, doctor, que volvemos con las manos vacías. De la expedición no conservamos más que nuestros recuerdos, ¿y cuánto cree que tardarían en acusarnos de mentir y de falsear los hechos? Aparecerían doctorandos ambiciosos que nos desafiarían a un debate científico y, puesto que no tenemos pruebas, desterrarían nuestras crónicas al reino de las leyendas y nos pondrían en evidencia públicamente.

– Lo sé; al fin y al cabo, yo fui uno de esos doctorandos ambiciosos. -Hingis esbozó una sonrisa-. Pero al menos podríamos intentarlo, ¿no?

– No. Informaré al gobierno británico solo porque se lo debo a mi padre. Después no volveré a malgastar una palabra explicando lo que ha ocurrido en Alejandría.

– ¿Hay alguna posibilidad de hacerla cambiar de opinión? No ahora, pero quizá dentro de una semana. O de un mes. O…

Se interrumpió al ver que Sarah meneaba la cabeza, dándole a entender que había abandonado el sueño de emular a su padre y ser arqueóloga. ¿Se debía al dolor que sentía por la terrible pérdida que soportaba? ¿O detrás se escondían otras razones? ¿Acaso los sucesos de Alejandría habían tocado algo que Sarah Kincaid habría preferido sepultar en lo más hondo de su alma?

Friedrich Hingis no lo sabía y el brillo húmedo que vio en los ojos de la joven le reveló que habría sido una falta de tacto preguntárselo.

– Respeto su decisión, lady Kincaid -aseguró entonces-, pero desearía que hubiera tomado otra.

– Es usted muy amable, doctor, y, por favor, llámeme por mi nombre de pila: Sarah.

– Friedrich -replicó él.

Hingis hizo una leve reverencia, sonrió y se marchó. Sarah se dispuso a cerrar la puerta para volver a quedarse a solas con sus pensamientos. Pero no pudo, porque Maurice du Gard se plantó de repente en la entrada del camarote.

– Chérie, ¿puedo hablar contigo un momento?

– Naturalmente -replicó suspirando, y lo dejó entrar.

A diferencia de lo que solía corresponder a su desparpajo, Du Gard no se sentó, sino que se quedó de pie. Su semblante revelaba que algo le oprimía el corazón.

– Me evitas -constató a bocajarro.

– ¿Cómo dices?

– Sabes a qué me refiero. No te veo en la sala de control ni en el comedor. El capitán Hulot me ha dicho eme te traen la comida al camarote.

– Es verdad.

– Pourquoi? ¿Para no encontrarte conmigo? Sarah sonrió cansada.

– Maurice, sigues convencido de que todo gira a tu alrededor. No te evito solo a ti, también lo hago con las demás personas que hay a bordo.

– Pourquoi? -volvió a preguntar.

– Ya lo sabes. Porque necesito tiempo y tranquilidad.

– ¿Para olvidar?

– Para asimilar -corrigió Sarah-. Ocurrieron muchas cosas en Alejandría…

– Te haces reproches, ¿verdad? Te culpas de la muerte de tu padre.

– Bueno, yo…

– No tienes que hacerlo -le aseguró rápidamente-. Lo pasado pasado está, Sarah. No mires atrás, solo conseguirás destruirte.

– ¿Y por eso tengo que seguir como hasta ahora? -preguntó-. ¿Simplemente olvidar lo que ha ocurrido?

– Es lo que querría tu padre.

– Por favor, Maurice. -Sarah meneó la cabeza-. No quiero hablar de ello. Quizá algún día, pero no ahora. Perdona si te he estado evitando, pero no sabía qué pensar ni qué sentir. ¿Puedes entenderlo?

– Oui.

– Me siento sola -replicó, y luchó contra las lágrimas que querían volver a asomar a sus ojos-. Y siento frío. Un frío infinito…

Du Gard se le acercó y la estrechó entre sus brazos para consolarla, pero no lo hizo como un amante ni como un amigo. Sarah notó que Du Gard se tensaba al tocarla y se apartó de él.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Sarah, chérie… -dijo mirando avergonzado al suelo-. Tengo que decirte algo. Algo que sin duda te herirá, pero quiero que sepas la verdad.

– ¿La verdad? ¿Sobre qué?

– Seguramente ya lo has notado, pero por si no lo has hecho, quería asegurarme de que sepas que…

– Maurice, ¿qué verdad? -insistió Sarah enérgicamente.

– La verdad sobre nosotros -declaró-. En nuestra primera noche en Orleans…

– ¿Sí?

– … te engañé -continuó con voz oprimida.

– ¿En qué sentido?

– Te hipnoticé -confesó en voz baja.

– ¿Que hiciste qué?

– Te hipnoticé -repitió-. Utilicé mis habilidades para que te sometieras a mi voluntad, para obtener… -Levantó la vista y paseó una mirada de deseo por el cuerpo esbelto de la joven antes de añadir-: lo que ansiaba desde la primera vez que te vi.

– ¿Quieres decir que…? -Sarah notó que se le hacía un nudo en la garganta-. ¿Me estás dando a entender que solo me has utilizado?

Du Gard asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

– ¿Que todo lo que ha habido entre nosotros era una mentira? -siguió preguntando incrédula-. ¿Una farsa como las de tu maldito teatro de variedades?

– Chérie. -En su rostro, aún un poco lesionado, se dibujó una sonrisa fugaz que probablemente pretendía desarmarla, pero que solo pareció desvergonzada-. Te dije que no te enamoraras de mí, n'est-ce pas?

– Sí -aceptó Sarah.

– Por lo que respecta a mis intenciones, siempre he jugado con las cartas encima de la mesa. No te he prometido nada y nunca he ocultado que pienso apurar las noches tanto como los días. Yo soy así, Sarah. Así es mi vida.

– Eso también es verdad.

Sarah asintió mientras, por segunda vez en muy poco tiempo, tenía la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies. Nunca antes se había sentido tan abandonada, tan decepcionada ni tan humillada, y a la pena por la pérdida de su padre se sumó el dolor de un corazón roto.

– Alors, yo…

– Vete -dijo Sarah escuetamente.

Du Gard dudó un momento, luego asintió prudente y dio media vuelta para irse.

– Au revoir -murmuró, abrió la puerta y se dispuso a salir. Pero, estando aún en el umbral, pareció reflexionar, porque se volvió con una expresión de claro pesar en el rostro.

– Chérie, yo…

– No vuelvas a llamarme así jamás -le advirtió con voz temblorosa por la decepción y una ira apenas contenida-. Y ahora vete, ¡y no vuelvas nunca más!

Du Gard la miró consternado y se despidió de ella con una mirada ininteligible. Luego salió del camarote.

Sarah lo vio marchar sin sospechar que sus caminos pronto volverían a cruzarse.