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OCTAVO DÍA

Viernes, 24 de noviembre de 2006

Capítulo 35

El insistente zumbido del portero automático despertó a Rebus por la mañana. Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj: aún no eran las siete, todavía era de noche y faltaban unos minutos para que el automático conectara la calefacción central. Hacía frío en la habitación y el suelo del pasillo absorbía el calor de la planta de sus pies en el camino hacia el intercomunicador junto a la puerta.

– Que no sea algo malo -graznó.

– Depende de tu punto de vista -Rebus reconoció la voz pero no acababa de saber a quién pertenecía-. Vamos, John; soy Shug Davidson.

– Te levantas con la alondra, Shug.

– No me he acostado.

– Es muy temprano para hacer visitas.

– ¿Verdad? Bueno, ¿me abres o qué?

El dedo de Rebus permanecía indeciso sobre el botón del intercomunicador. Sabía que si lo apretaba todo su mundo comenzaría a cambiar, y probablemente para peor. Pero ¿qué alternativa había?

Pulsó el botón.

El inspector Shug Davidson era un buen chico. En el Cuerpo existía el convencimiento de que el género humano se dividía en dos grupos bien diferenciados: los buenos y los malos chicos. Era concienzudo y pragmático, humano y simpático; pero aquella mañana la expresión de su rostro era seria, lo que sólo en parte podía atribuirse a falta de sueño. Le acompañaba un agente de uniforme.

Rebus había dejado la puerta abierta al retirarse al dormitorio para ponerse algo, y desde allí dijo a voces a Davidson que se preparara té si le apetecía. Pero Davidson y el agente uniformado se contentaron con aguardar en el pasillo, y Rebus tuvo que pasar rozándolos camino del cuarto de baño. Se cepilló los dientes con más minuciosidad que de costumbre, se miró en el espejo y siguió contemplándose mientras se secaba la boca. Cruzó el pasillo diciendo «zapatos» y se dirigió al cuarto de estar donde los localizó junto al sillón.

– ¿Debo entender -dijo mientras se hacía las lazadas de los cordones-, que la comisaría del West End requiere mis dotes de policía?

– Stone nos ha contado lo de tu cita con Cafferty -dijo Davidson-. Y Siobhan mencionó lo de la colilla. Pero no es lo único que se ha recogido en el canal…

– ¿Ah, no?

– Encontramos un protector de plástico para zapatos, John. Y parece que tiene restos de sangre.

– ¿De esos que se ponen los de la Científica?

– Sí de los que utiliza la Científica; pero también nosotros.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Yo llevo algunos en el maletero del Saab -dijo.

– Yo los llevo en la guantera del Volkswagen.

– Es donde deben llevarse, pensándolo bien -finalmente Rebus quedó satisfecho de las lazadas, se puso en pie y miró a Davidson a la cara-. ¿Soy sospechoso, Shug?

– Con un interrogatorio nos quedaremos todos tranquilos.

– Encantado de colaborar, inspector Davidson.

Había alguna cosa más que hacer antes de marcharse: encontrar las llaves y el móvil y coger un abrigo. Ya estaba. Rebus cerró la puerta con llave y siguió a Davidson escaleras abajo con el agente uniformado a la zaga.

– ¿Te has enterado de lo de ese pobre desgraciado en Londres?

– ¿Litvinenko?

– Acaba de morir. Han descartado el talio, o lo que sea…

Los dos policías se acomodaron en el asiento trasero del Passat y el agente de uniforme se sentó al volante. De Marchmont a Torphichen Place se tardaba diez minutos. En Melville Drive no había casi tráfico porque aún no era la hora punta. En los Meadows vieron a corredores haciendo ejercicio y los faros del coche iluminaron las tiras reflectantes de sus zapatillas. Esperaron en el cruce del Tollcross a que cambiara el semáforo, entraron por una calle de dirección única hacia Fountainbridge y enseguida pasaron ante la vinatería especializada y la dársena. Era allí donde Rebus había esperado a que salieran Cafferty y Andropov la noche que los siguió hasta Granton. Trataba de recordar si en el canal había videovigilancia; pero se imaginaba que no, aunque quizás habría cámaras fuera del local de vinos; que él no las hubiera advertido no significaba que no existieran. No era probable que le hubieran visto rondar por allí, pero nunca se sabe. No pasaba mucha gente de noche por el puente levadizo de Leamington, pero algún peatón lo cruzaba. Borrachos con su botella y gente joven que iban de un lado a otro buscando marcha. ¿Habría visto alguien algo? ¿A alguien alejándose a la carrera? Los pisos de Leamington Road donde él había aparcado el coche la primera noche… si un vecino había mirado por la ventana en el momento preciso…

– Creo que estoy incriminado, Shug -dijo Rebus cuando el coche hizo un giro cerrado a la derecha en la rotonda hacia Gardner’s Crescent y puso a continuación el intermitente en el siguiente semáforo para tomar por Morrison Street. Circulaban por la zona de calles de dirección única y tendrían que girar dos veces más a la derecha para llegar a la sede de la división C.

– Muchos deben de pensar -dijo Davidson-, que quien golpeó a Cafferty merece una medalla -hizo una pausa mirando a Rebus-. Para que lo sepas, yo no me cuento entre ellos.

– Yo no fui, Shug.

– Entones, no tienes por qué preocuparte, ¿no? Somos policías, John, y sabemos que el inocente siempre queda libre.

A continuación guardaron silencio hasta que el coche patrulla se detuvo ante la comisaría. No había periodistas, y Rebus dio gracias al cielo; pero al entrar vio en el vestíbulo a Derek Starr hablando en voz baja con Calum Stone.

– Hace buen día para un linchamiento -les dijo Rebus y, como Davidson no se detuvo, él le siguió.

– Lo que me recuerda -dijo Davidson-, que los de Expedientes quieren hablar también contigo.

Expedientes era la brigada de asuntos disciplinarios, los policías que se encargaban de los trapos sucios.

– Parece que te suspendieron de servicio hace unos días -añadió Davidson-, y no te lo tomaste muy en serio -se detuvo ante la puerta de uno de los cuartos de interrogatorio-. Pasa, John.

La puerta se abría hacia fuera para que los detenidos no pudieran encerrarse. Tenían generalmente una mesa y sillas, una grabadora e incluso una cámara atornillada enfocada a la mesa, encima de la puerta.

– El alojamiento es bueno -dijo Rebus-. ¿Sirven desayuno?

– Tal vez pueda pedir un panecillo con bacon.

– Y salsa marrón -dijo Rebus.

– ¿Té o café?

– Té con leche, garçon. Sin azúcar.

– Veré lo que puedo hacer -dijo Davidson cerrando la puerta al salir.

Rebus se sentó en la silla. ¿Y qué si uno de la Científica había encontrado un protector de zapatos? Tal vez otro agente lo había dejado por allí. Los restos de sangre podían ser manchas de corteza o de óxido; en el canal había de todo. Los agentes de la científica usaban aquellos plásticos, pero ¿quiénes más? Los utilizaban en algunos hospitales; tal vez en el depósito de cadáveres… en lugares de esterilización obligada. Pensó en la cerradura del maletero del Saab y en que habría debido arreglarla. Sí, cerraba, pero a base de insistir, y aun así se abría casi sin apretar. Cafferty conocía su coche. Stone y Prosser también. ¿Lo había advertido el chófer de Andropov aquel día frente al Ayuntamiento? No, porque iban en el coche de Siobhan. Pero él había dejado el Saab aparcado mientras seguía a Cafferty y a Andropov a la vinatería… una oportunidad para que uno de los guardaespaldas cogiera lo que quisiera del maletero. El propio Cafferty había dicho que el chófer de Andropov le había reconocido. Un protector de zapatos manchado de sangre. ¿Qué posibilidades existían de que se descubriera algo que le incriminara? Imposible saberlo.

«Son tus últimos días de poli, John. Disfrútalos», se dijo.

Se abrió la puerta y apareció una agente de uniforme con un vaso de plástico.

– ¿Té? -inquirió él, oliendo el líquido.

– Si usted lo dice -replicó la mujer antes de retirarse. Él dio un sorbo y le supo bien. Cuando se abrió de nuevo la puerta era Shug Davidson que metía otra silla.

– Es el panecillo de beicon más raro que he visto -comentó Rebus.

– Ya traerán los panecillos -dijo Davidson colocando la tercera silla junto a la suya y sentándose. Sacó dos casetes del bolsillo, las desenvolvió y las introdujo en la grabadora.

– Shug, ¿necesito un abogado?

– Dímelo tú que eres policía -replicó Davidson. En ese momento se abrió la puerta de nuevo y entro Calum Stone. Llevaba un archivador y su gesto era adusto.

– ¿Has cedido el mando? -preguntó Rebus mirando a Davidson. Pero fue Colum quién contestó.

– El SCD tiene prioridad.

– Si quieren pueden encargarse de algunos de los casos de mi comisaría -replicó Rebus.

Stone sonrió satisfecho y abrió el archivador. Había páginas dobladas por las esquinas, tenía manchas de café y aspecto de haber sido muy utilizado en el intento de encontrar alguna nueva perspectiva en las actividades de Cafferty. Lo gracioso es que él tenía en casa uno muy parecido.

– Bien, inspector Davidson -dijo Stone estirándose la chaqueta y las mangas de la camisa mientras se ponía cómodo-, enchufe la grabadora y empecemos.

* * *

Media hora más tarde llegaron los panecillos. Stone se puso en pie y comenzó a pasear sin poder disimular su descontento por no haber sido incluido en el piscolabis. El panecillo de Rebus estaba frío y la salsa era de tomate, pero lo atacó con exagerada fruición.

– Está exquisito. Muy buena la mantequilla -decía de vez en cuando. Davidson se había ofrecido a compartir el suyo con Stone, pero éste rehusó-. Nos vendría muy bien otro té -añadió Rebus, y Davidson dio su asentimiento con la boca llena.

Llegaron otros dos tés, acabaron los restos del panecillo, Rebus se limpió elegantemente los restos de harina de la comisura de los labios y declaró que estaba «listo para el segundo asalto». Enchufaron de nuevo la grabadora y Rebus volvió a defender la intervención de Siobhan Clarke en los acontecimientos de la noche.

– Ella hace lo que usted le diga -insistió Stone.

– Estoy seguro de que el inspector Davidson puede garantizarle que la sargento Clarke es muy suya -Rebus guardó silencio y vio cómo Davidson asentía con la cabeza-. El inspector Davidson asiente con la cabeza -dijo para que quedara grabado, y a continuación se restregó con un dedo el puente de la nariz-. Escuche, el resumen es el siguiente: no le he ocultado nada. Admito que vi a Cafferty anoche y que estuve en el canal con él. Pero no le agredí.

– ¿Admite que desvió del lugar a una patrulla de vigilancia del SCD?

– Una tontería, pensándolo bien -dijo Rebus.

– ¿Pero es lo que hizo?

– Es lo que hice.

Stone miró a Davidson y de nuevo a Rebus.

– En cuyo caso, inspector, ¿le importa que vayamos a la zona de proceso?

– ¿Me acusa de algo? -replicó Rebus mirando a Stone.

– Te estamos requiriendo para que te prestes al procedimiento de las huellas dactilares -añadió Davidson.

– Y a una muestra de ADN -añadió Stone.

– A efectos de descartar posibilidades, John.

– ¿Y si me niego?

– ¿Por qué va a negarse un inocente? -dijo Stone con su sonrisa de satisfacción.

Capítulo 36

Siobhan Clarke sabía muy bien que no iba a encontrar sitio en el aparcamiento de Gayfield Square con tantos agentes de refuerzo de diversas comisarías. Como su piso estaba a cinco minutos de camino de la comisaría y tenía el coche aparcado en el espacio reservado para vecinos, decidió ir a pie al trabajo con el reproductor de CD. Lo había encontrado debajo de la cama lleno de polvo. Cambió las baterías y comprobó que los auriculares del iPod se adaptaban. Por el camino compró un café en un bar sótano de Broughton Street. Le pareció que hacía siglos que había estado allí con Todd Goodyear. Por lo visto, Derek Starr no había advertido aún la presencia de su nuevo recluta; con tanta gente en el DIC, seguramente Todd pasaría bastante tiempo desapercibido.

Al entrar en el DIC vio que su mesa estaba ocupada. Dejó caer el bolso de bandolera en el suelo junto a la silla a guisa de advertencia. Pero como el intruso no se daba por aludido le dio un papirotazo en la oreja. El agente, que estaba hablando por el móvil, alzó la cabeza y ella le hizo señal de que se largara, cosa que a él no pareció gustarle, pero se alejó sin interrumpir la conversación telefónica. Todd Goodyear llegó ante su mesa con más hojas de transcripción de las grabaciones del comité de rehabilitación urbana.

– No parece que haya mucha actividad -comentó Clarke, viendo a Starr en su despacho enfrascado en una conversación con Macrae.

– Han habilitado dos cuartos de interrogatorio -dijo Goodyear-. El número uno y el dos. Parece que en el tres hace mucho frío -tras una larga pausa añadió-: ¿Qué es lo que he oído de Cafferty?

– ¿Te lo ha dicho tu novia? -preguntó Clarke dando un sorbo al capuchino. Goodyear asintió con la cabeza.

– La llamaron para que fuera de servicio al canal -añadió.

– Os fastidiarían la velada.

– Son gajes del oficio -hizo una pausa-. Ella vio que estuvo allí también. ¿Cómo piensa enfocarlo?

Clarke no lo entendió de entrada, pero recordó que Todd estaba con ellos fuera del pub y sabía que Rebus iba a reunirse con Cafferty.

– Si alguien pregunta -respondió-, di lo que sabes. Da lo mismo, porque el inspector Rebus ya ha hablado con el equipo de investigación.

Goodyear expulsó aire.

– ¿Es sospechoso? -preguntó.

Clarke negó con la cabeza, aunque sabía perfectamente que en el despacho de Macrae se estaba discutiendo la posibilidad. En cuanto se fue Goodyear, sacó del bolso el reproductor de CD y cogió el disco del primer cajón de la mesa. El recital de Todorov para la librería Word Power. Se puso los auriculares, subió el volumen y cerró los ojos.

Era un café. Se oía el ruido de la cafetera al fondo. Charles Riordan debería estar frente al público. Oyó que Todorov carraspeaba. Uno de los libreros le daba la bienvenida y comenzaba a hacer la presentación. Ella conocía aquel café; estaba cerca del cine Odeon y lo frecuentaban estudiantes. Había unos sofás grandes muy cómodos y ecológicos; era la clase de local donde te sientes culpable si no pides algo de comercio justo. No parecía que hubiera amplificación para el poeta, pero el micrófono de Riordan era excelente. Al cambiar de posición oyó entre el público una tos, un estornudo; murmullos y susurros. A Riordan parecían interesarle aquellos ruidos tanto como el recital. Se lo imaginó como escuchando a través de las puertas.

Cuando el poeta tomó la palabra lo hizo con una pauta muy parecida a la de la Biblioteca de Poesía: las mismas bromas para romper el hielo, y la afirmación de que los escoceses le parecían muy hospitalarios. Clarke se lo imaginó recorriendo con la vista la audiencia, buscando a alguna mujer que deseara llevar más lejos esa hospitalidad, pero en un momento determinado se apartó de la pauta seguida en el anterior recital y dijo que iba a leer un poema de Robert Burns llamado «Adiós a nuestra fama escocesa». El ruso lo leyó en un inglés con marcado acento y pidió disculpas por su imperfección en el idioma:

Adiós a nuestra fama escocesa

Adiós a nuestra antigua gloria

Adiós incluso al nombre de escocés

Tan célebre en la historia marcial.

Ahora el tiburón ronda las playas de Solway

Y el tweed llega hasta el mar

Para marcar el linde de la provincia inglesa:

Una nación puñado de granujas.

Tras dos estrofas más con la misma rima estallaron los aplausos. Todorov volvió a los poemas de Astapovo Blues y concluyó diciendo que a la salida había ejemplares a la venta. Una vez apagados los aplausos el micrófono de Riordan hizo otro periplo por la sala captando las reacciones del público.

– ¿Vas a comprar un ejemplar?

– Diez libras es un poco caro… y además los hemos oído casi todos.

– ¿A qué pub vais?

– Al Pear Tree seguramente.

– ¿Qué te ha parecido?

– Algo pretencioso.

– ¿Vamos a vuestra casa el sábado?

– Depende de los niños.

– ¿Ya ha empezado a llover?

– Tengo el perro en el coche.

Después el timbre de un móvil que dejaba de sonar al contestar a la llamada… Una contestación en un idioma que a Clarke le pareció sospechosamente ruso. Y sólo captó un par de palabras antes de que la voz se amortiguara. ¿Tenía el poeta un móvil? No, que ella supiera. O sea que ¿sería alguien del público? Sí, porque ahora el micrófono volvía hacia la tribuna y se oía a la librera dar las gracias a Todorov.

– Y si después es tan amable de firmar los ejemplares…

– Por supuesto. Será un placer.

– Y tomar una copa con nosotros en el Pear Tree… ¿Seguro que no le tienta cenar con nosotros?

– Querida, procuro resistir la tentación. No es buena para un poeta de mi avanzada edad -en ese momento Todorov cambió el objeto de su atención-. Ah, señor Riordan, ¿qué tal ha ido la grabación?

– Estupendamente. Gracias.

«Diálogos de difuntos», no pudo por menos de pensar Clarke.

A continuación hasta el micrófono enmudeció. Por el contador del aparato vio que había escuchado casi una hora. No había nadie en el despacho de Macrae y a Starr no se le veía por ninguna parte. Se quitó los auriculares y miró si tenía mensajes en el móvil. Ninguno. Llamó a Rebus a casa pero le habló el contestador automático. Tampoco contestaba al móvil. Estaba marcando otra vez el número cuando vio que regresaba Todd Goodyear y torció el gesto.

– Mi novia acaba de decirme una cosa -dijo.

– Dime cómo se llama que lo he olvidado.

– Sonia.

– ¿Y qué te ha dicho Sonia?

– Que cuando estaban buscando por el canal encontraron un protector para zapatos de esos de plástico que se ajustan al tobillo con un elástico.

– Y luego dicen que no contaminemos el escenario del crimen…

Goodyear comprendió lo que quería ella decir.

– No -añadió-, no se les cayó a ellos. Tenía restos de sangre, o es lo que parece.

– ¿O sea, que lo llevaba puesto el agresor?

Goodyear asintió con la cabeza.

El atuendo de la Científica consistía en un mono blanco, gorra, protectores de plástico para los zapatos y guantes desechables; todo pensado para no dejar rastro. Sí, pero precisamente por eso… Los investigadores no dejaban pistas falsas, pero alguien que vistiera igual podía realizar una agresión sin temor a impregnarse con sangre, pelo de la víctima o fibras de su ropa, tirarlo después todo, o mejor quemarlo, y con buenas posibilidades de quedar así impune.

– No pienses eso -dijo Clarke a Goodyear. Era lo mismo que Rebus le había dicho a ella-. Esto no tiene nada que ver con el inspector Rebus.

– Yo no he dicho eso -contestó Goodyear como picado por la acusación.

– ¿Qué más te ha contado Sonia?

Él se encogió de hombros. Clarke hizo una fioritura con los dedos y él se volvió y vio que la mesa que le habían asignado la ocupaba otro. Mientras se acercaba a ella dispuesto a protestar, Clarke cogió el bolso y el abrigo y salió de la comisaría. Rebus estaba aparcado junto al bordillo en Gayfield Square. Le dirigió una sonrisa disimulada, abrió la portezuela del pasajero y subió al coche.

– Tienes el móvil desconectado -dijo ella.

– No he tenido tiempo de recargarlo.

– ¿Te has enterado? Han encontrado un protector para zapatos.

– Shug ya me ha pasado por el cuarto de interrogatorios -contestó él, enchufando el móvil al dispositivo de carga-. En presencia de Stone, que se lo pasó en grande.

– ¿Qué les has dicho?

– La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

– ¡No es momento de bromas, John!

– ¡A mí me lo vas a decir! -musitó él-. Pero sólo resultará problemático si relacionan ese protector con el maletero de mi coche.

– ¿Sí? -inquirió ella mirándole.

– Piénsalo, Shiv. La única intención de plantar ese protector era incriminarme más aún. Hace meses que el maletero del Saab no cierra bien y en él no llevo más que equipo para escenarios del crimen.

– Y unas botas de excursión -añadió ella.

– Sí -dijo él-, y si una de ellas hubiera servido para ese propósito, puedes apostarte algo a que la hubieran cogido.

– ¿Quiénes? ¿Sigues sospechando de Andropov?

Rebus se pasó por el rostro la palma de las manos acentuando sus ojos enrojecidos y ojerosos y la barba crecida.

– Lo que demuestra que va a ser el asesino -contestó finalmente.

Clarke asintió con la cabeza y estuvieron un instante en silencio hasta que él preguntó cómo iba la investigación.

– Starr y Macrae han iniciado la jornada con una conversación en el despacho.

– Seguro que mi nombre salió a relucir en ella.

– Yo lo único que he hecho ha sido escuchar la otra grabación de Todorov.

– Me alegra ver que no paras.

– El micrófono de Riordan captó conversaciones del público y creo que hay una voz hablando ruso.

– ¿Ah, sí?

– Creo que iré a Word Power a preguntarles.

– ¿Quieres que te lleve?

– Claro.

– Hazme primero un favor. Necesito el CD del otro recital de Todorov.

– ¿Para qué?

Rebus le contó su visita a Scarlett Colwell y el nuevo poema.

– Quieres congraciarte con ella, ¿eh?

– Ve a por el compacto.

Ella abrió la portezuela, pero se detuvo.

– Todorov, en el recital de Word Power, leyó un poema de Burns titulado «Adiós a nuestra fama escocesa».

Rebus asintió con la cabeza.

– Lo conozco. Trata de cómo nos compraron los ingleses. Escocia perdió toda su fortuna por el robo de la propuesta de Inglaterra de una unión de los dos países.

– ¿Y qué hubo de malo en ello?

– Siempre se me olvida que tú eres inglesa… Que dejamos de ser una nación, Siobhan.

– ¿Y os convertisteis en un puñado de granujas?

– Según Burns, sí.

– Me da la impresión de que Todorov era un poco nacionalista escocés.

– Quizá contempló este país y lo vio como el suyo… vendido y comprado por el oro, el estaño, el zinc, el gas…

– ¿De nuevo Andropov?

Rebus se encogió de hombros.

– Anda, ve a por el CD -dijo.

Capítulo 37

La librería era pequeña y estrecha, Rebus temía moverse por si derribaba algún expositor. La mujer de la caja estaba ensimismada en un ejemplar de Labyrinth. Trabajaba en el establecimiento a tiempo parcial y no había asistido al recital de Todorov.

– Pero tenemos libros suyos.

Rebus miró hacia donde señalaba.

– ¿Están firmados? -preguntó, mientras Clarke le daba un codazo por sus impertinencias antes de preguntar a la dependienta si habían hecho alguna foto en la presentación. La mujer asintió con la cabeza y musitó algo sobre la página de Internet de la librería. Clarke miró a Rebus.

– Deberíamos haberlo pensado -dijo.

Volvieron al piso de ella y Rebus dijo que aparcara en doble fila en vez de buscar un sitio más adelante.

– Hacía tiempo que no venía aquí -comentó al entrar en el pequeño recibidor. La distribución era muy parecida a la de su propio piso pero en menor proporción.

– Perdona el desorden -dijo ella-. Es que no recibo muchas visitas.

Pasaron al cuarto de estar. En la alfombra, junto al sofá, había envoltorios de chocolate y un vaso de vino vacío. En el sofá un oso de peluche grande y viejo. Rebus lo cogió.

– Es un Steiff-dijo Clarke-. Lo tengo desde pequeña.

– ¿Tiene nombre?

– Sí.

– ¿No me lo dices?

– No -respondió ella acercándose a la mesa del ordenador junto a la ventana y enchufando el portátil.

Tenía una de esas sillas en forma de S supuestamente convenientes para la espalda, pero se sentó en el apoyo para las rodillas. No tardó mucho en encontrar la página de Word Power. Hizo clic en «últimos eventos» y luego en «galería de fotos» y comenzó a buscar. Allí estaba Todorov ante los asistentes al fondo sentados en el suelo, mirando al poeta como auténticos conversos.

– ¿Cómo vamos a saber quiénes son los rusos? -preguntó Rebus apoyando las manos en el borde de la mesa-. ¿Por el sombrero de cosacos? ¿Los carámbanos en las orejas?

– No miramos debidamente la lista -dijo Clarke.

– ¿Qué lista?

– La de residentes rusos de Edimburgo que nos entregó Stahov y que incluía su propio nombre, ¿recuerdas? Me pregunto si estaría también el del chófer -añadió dando unos golpecitos en la pantalla. Sólo se le veía la cara y estaba sentado en un sofá de cuero marrón, pero había gente agachada y sentada en el suelo delante de él. No era la foto de un profesional porque todos aparecían con los ojos rojos-. ¿Recuerdas a aquellos rusos del depósito? Stahov quería repatriar los restos de Todorov. Estoy segura de que éste estaba con él.

Dio de nuevo unos golpecitos en la pantalla y Rebus se inclinó para verlo mejor.

– Es el chófer de Andropov -dijo-. Tuvimos un enfrentamiento en el vestíbulo del hotel Caledonian.

– Pues debe de trabajar para dos amos porque Stahov subió al asiento de atrás del viejo Mercedes y este tipo se sentó al volante -dijo ella volviendo la cabeza y mirándole-. ¿Crees que se prestará a hablar?

Rebus se encogió de hombros.

– A lo mejor alega inmunidad diplomática.

– ¿Estaba con Andropov aquella noche en el bar?

– Nadie lo mencionó.

– Tal vez aguardaba afuera, en el coche -dijo ella mirando el reloj.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Rebus.

– Yo tengo una cita con el diputado Jim Bakewell.

– ¿Dónde?

– En el Parlamento.

– Dile que quieres tomar un café… y yo me sentaré en una mesa al lado.

– ¿No tienes nada mejor que hacer?

– ¿Qué, por ejemplo?

– Averiguar quién es el agresor de Cafferty.

– ¿Tú no crees que existe relación?

– No lo sabemos.

– De verdad que me gustaría probar el expreso parlamentario -dijo Rebus. Ella no pudo evitar una sonrisa.

– De acuerdo -dijo-. Y de verdad que una de estas noches te invitaré a cenar.

– Más vale que me lo digas con anticipación… porque mi agenda va a estar repleta.

– Para algunos la jubilación es una vida totalmente nueva -dijo ella.

– No pienso estarme de brazos cruzados -añadió él.

Clarke se levantó y se quedó de pie ante él con los brazos caídos, mirándole. Estuvieron en silencio quince o veinte segundos, y al final Rebus sonrió como si hubiesen sostenido una larga conversación muda.

– Vámonos -dijo él rompiendo el encanto.

* * *

Llamaron al hospital Western General desde el coche para saber cuál era el estado de Cafferty.

– Sigue inconsciente -dijo Rebus para que lo oyera Clarke-. Tienen que hacerle otra exploración más tarde y continúa medicado en previsión de coágulos.

– ¿Crees que debemos enviarle unas flores?

– Es un poco pronto para la corona mortuoria.

Tomaron un atajo por Calton Road y aparcaron en una calle residencial de Abbeyhill. Clarke le dijo que le diera cinco minutos de ventaja, lo que Rebus aprovechó para fumar un cigarrillo. Había turistas paseando por allí, algunos contemplando con interés el edificio del Parlamento, pero la mayoría más atentos al palacio de. Holyrood, al otro lado de la avenida. Un par de ellos miraban sorprendidos las barras verticales de bambú de algunas de las ventanas del Parlamento.

– Vamos allá -musitó Rebus aplastando la colilla y dirigiéndose a la entrada. Mientras se vaciaba los bolsillos para cruzar el detector de metales preguntó a uno de los vigilantes qué era lo del bambú.

– No tengo ni idea -contestó el hombre.

– Eso lo tendría que decir yo -replicó Rebus. Al otro lado del detector recogió sus cosas y se dirigió a la cafetería. Clarke aguardaba cola y él se situó detrás de ella.

– ¿Dónde está Bakewell? -preguntó.

– Ahora baja. Parece que no es de los que toman café, pero yo le dije que más que una invitación era porque a mí me apetecía.

Pidió el capuchino y sacó el dinero.

– Pon también lo mío en la cuenta -dijo Rebus-. Uno doble.

– ¿Quieres que me lo tome también?

– Tal vez sea el último café al que me invites -dijo él en broma.

Encontraron dos mesas contiguas y se sentaron separados. Rebus no acababa de entender aquel espacioso interior con eco. Si le hubieran dicho que estaba en un aeropuerto no le habría extrañado. No entendía cuál era la intención arquitectónica. Le había llamado la atención el artículo de un periódico de años atrás en el que el periodista discurría que el edificio era demasiado elaborado para su destino real, ya que de hecho era «un Parlamento independiente en espera». Tenía su lógica teniendo en cuenta que el arquitecto era catalán.

– ¿La sargento Clarke? -dijo Jim Bakewell estrechando la mano de Siobhan, al tiempo que ella le preguntaba si quería tomar algo-. Podíamos ir con su café a mi despacho -fue su respuesta.

– Sí, pero ya que estamos aquí…

Bakewell lanzó un suspiro y se sentó, ajustándose las gafas. Llevaba un traje de tweed y una corbata que también parecía de tweed con camisa a cuadros.

– Seré breve, señor -dijo Clarke-. Quiero hacerle un par de preguntas sobre Alexander Todorov.

– Ha sido una muerte lamentable -comentó Bakewell mientras se estiraba la raya del pantalón.

– ¿Estuvo usted con él en el programa Question Time?

– Correcto.

– ¿Puede decirme qué impresión general le causó?

Bakewell tenía unos ojos azul lechoso. Antes de contestar, saludó con la cabeza a un adulador que pasó a su lado.

– Yo llegué tarde por culpa del tráfico y apenas tuve tiempo de darle la mano antes de que nos recibieran. Él no quiso que le maquillasen, eso sí que lo recuerdo -dijo quitándose las gafas y poniéndose a limpiarlas con el pañuelo-. Me pareció muy brusco con todo el mundo, pero ante las cámaras se comportó bien.

Volvió a ponerse las gafas y guardó el pañuelo en un bolsillo del pantalón.

– ¿Y después? -preguntó Clarke.

– Si no recuerdo mal se largó. Allí no se queda nadie hablando con los demás.

– ¿Por no confraternizar con el enemigo? -aventuró Clarke.

– Sí, algo parecido.

– ¿Es así como considera a Megan MacFarlane?

– Megan es encantadora…

– ¿Pero no van de visita uno a casa del otro?

– Realmente, no -respondió Bakewell con una tenue sonrisa.

– La señorita MacFarlane cree que el SNP ganará las elecciones en mayo.

– Eso es absurdo.

– ¿No cree usted que Escocia quiere darle a Tony Blair un rapapolvo por lo de Irak?

– No existen deseos de independencia -respondió Bakewell bruscamente.

– ¿Ni deseos de Trident?

– Los laboristas ganarán en mayo, sargento. No pierda el sueño por nosotros.

Clarke reflexionó un instante.

– ¿Y qué me dice de la última vez que le vio?

– No sé si la entiendo.

– La noche en que asesinaron al señor Todorov, él estuvo tomando una copa en el hotel Caledonian, y usted también estuvo allí, señor Bakewell.

– ¿Ah, sí? -replicó Bakewell frunciendo el ceño como tratando de recordar.

– Estuvo sentado en uno de los compartimentos con un industrial llamado Sergei Andropov.

– ¿Fue esa misma noche? -preguntó, aguardando a que Clarke asintiera con la cabeza-. Bien, la creo.

– El señor Andropov y el señor Todorov se conocían de niños.

– No lo sabía.

– ¿No vio a Todorov en la barra?

– No.

– Le invitó a una copa un gángster de Edimburgo llamado Morris Gerald Cafferty.

– El señor Cafferty vino a nuestra mesa, pero él solo.

– ¿Le conocía de antes?

– No.

– ¿Pero sabía de su reputación?

– Sabía que era… bueno, «gángster» tal vez sea mucho decir, sargento. Ahora se ha rehabilitado -el político hizo una pausa-. A menos que tengan pruebas de lo contrario.

– ¿De qué hablaron ustedes tres?

– De negocios… del ambiente comercial -contestó Bakewell encogiéndose de hombros-. De nada apasionante.

– ¿Y cuando Cafferty se sentó a su mesa, no mencionó a Alexander Todorov?

– No, que yo recuerde.

– ¿A qué hora se fue usted del bar, señor?

Bakewell infló los carrillos y expulsó aire esforzándose por recordar.

– A las once y cuarto… más o menos.

– ¿Andropov y Cafferty se quedaron allí?

– Sí.

Clarke hizo una pausa, pensando.

– ¿Le pareció que Cafferty conocía bien al señor Andropov?

– No sabría decirle.

– ¿Pero no era la primera vez que se veían?

– La empresa del señor Cafferty actúa en representación del señor Andropov en algunos proyectos de desarrollo.

– ¿Por qué eligió a Cafferty?

Bakewell rió irritado.

– Pregúnteselo a él.

– Le estoy preguntando a usted, señor.

– Me da la impresión de que está dando palos de ciego, sargento, y no con mucha sutileza. Como ministro de Fomento mi trabajo me obliga a hablar de las posibilidades de desarrollo con hombres de negocios de cierto calibre.

– ¿Por lo que iría acompañado de sus asesores? -Clarke observó cómo Bakewell trataba de encontrar una respuesta-. Si acudió allí de manera oficial -insistió-, supongo que iría con su equipo de asesores.

– Era una reunión oficiosa -espetó el político.

– ¿Es eso algo generalizado, señor, en su línea de trabajo?

Bakewell estaba a punto de protestar, o de largarse; ya tenía las manos apoyadas en las rodillas, dispuesto a ponerse en pie, pero se acercó una mujer que se dirigió a él.

– Jim, ¿dónde te has metido? -dijo Megan MacFarlane, volviéndose hacia Clarke-. Ah, es usted.

– Me está interrogando sobre Alexander Todorov y Sergei Andropov -dijo Bakewell.

MacFarlane miró enfurecida a Clarke como dispuesta al ataque, pero ella no le dio la oportunidad.

– Me alegro de verla, señorita MacFarlane -dijo-. Quería preguntarle algo sobre Charles Riordan.

– ¿Quién?

– El que hizo unas grabaciones con su comité para una instalación.

– ¿Se refiere al proyecto de Roddy Denholm? -preguntó MacFarlane con interés-. ¿Qué quiere saber?

– El señor Riordan era amigo de Alexander Todorov y ahora los dos están muertos.

Pero el intento de Clarke por distraer la atención de MacFarlane no sirvió de nada, y vio que la diputada apuntaba con un dedo hacia Rebus.

– ¿Qué hace éste acechando aquí? -inquirió.

Bakewell se volvió hacia Rebus, pero no sabía quién era.

– Yo no le conozco -dijo.

– Es su jefe -dijo MacFarlane-. Jim, me da la impresión de que esta conversación privada no lo es tanto.

Bakewell cambió su expresión de sorpresa por la de cólera.

– ¿Es cierto? -preguntó a Clarke, pero fue MacFarlane quien tomó de nuevo la palabra con verdadera fruición.

– Además, creo que está suspendido de servicio hasta la jubilación -comentó.

– ¿Y cómo se ha enterado, señorita MacFarlane? -preguntó Rebus.

– Tuve ayer una entrevista con su jefe de policía y mencionó su nombre. A Corbyn no le va a gustar mucho esto -añadió con una especie de chasquido de la lengua.

– Esto es intolerable -farfulló Bakewell, poniéndose en pie.

– Yo tengo el número de James Corbyn si te hace falta -dijo MacFarlane a su colega parlamentario tendiéndole el móvil. Su ayudante, Roddy Liddle, apareció a su lado cargado con archivadores y carpetas.

– ¡Intolerable! -repitió Bakewell, haciendo que algunas cabezas se volvieran.

Dos guardianes de seguridad mostraron cierto interés.

– ¿Nos vamos? -dijo Clarke a Rebus.

Aún le quedaba algo de café, pero pensó que la cortesía le obligaba a acompañarla en su digna retirada hacia la salida.

Capítulo 38

– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Rebus mientras la llevaba a Gayfield Square.

– A hablar con el chófer de Stahov, supongo.

– ¿Crees que el consulado accederá?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Él se encogió de hombros.

– Quizá sea más fácil abordarle en la calle.

– ¿Y si no habla inglés?

– Creo que sí lo habla -respondió Rebus recordando los coches aparcados junto al canal y al guardaespaldas de Cafferty charlando con el chófer de Andropov-. Y si no lo habla, tú y yo conocemos a una traductora -añadió señalando hacia el asiento trasero donde estaba el CD-. Y me debe un favor.

– Así que ¿abordo al chófer en la calle y comienzo a interrogarle? -dijo ella mirándole-. ¿Quieres que me meta en más líos aún?

El Saab cruzó el semáforo de Regent Road y se dirigió hacia Royal Terrace.

– ¿Hasta qué extremo puedes hacerlo? -inquirió él finalmente.

– No mucho más -respondió ella-. ¿Crees que Bakewell hablará con el jefe de policía?

– Es posible.

– En ese caso, seguramente compartiremos suspensión de servicio.

– ¿A que sería divertido? -replicó él mirándola de reojo.

– Yo creo que tú te estás volviendo loco, John.

Vieron que un coche patrulla les seguía y hacía señales con los faros.

– Dios, ¿ahora qué pasa? -exclamó Rebus, parando poco antes de la siguiente rotonda y bajando del coche.

El conductor se tomó un tiempo ajustándose la gorra que acababa de ponerse. Rebus no le conocía.

– ¿Inspector Rebus? -dijo el agente. Rebus asintió con la cabeza-. Tengo órdenes de llevarle.

– Llevarme, ¿adonde?

– A la comisaría de West End.

– ¿Shug Davidson me da una fiesta?

– Yo no sé nada.

Tal vez no, pero Rebus sí: habían descubierto algo que le incriminaba y se apostaba cualquier cosa a que no era una medalla. Se volvió hacia Clarke, que también se había bajado del coche y ahora apoyaba las manos en el techo. Unos peatones se detuvieron a mirar.

– Llévate el Saab -dijo Rebus-, y entrega el CD a la doctora Colwell.

– ¿Y el chófer?

– Hay cosas que deberás decidir tú sola.

Subió al asiento trasero del coche patrulla.

– Luces y sirena, muchachos -dijo-. No puedo hacer esperar a Shug Davidson.

Pero no era Davidson quien le esperaba en Torphichen Place, sino el inspector Calum Stone, sentado a la única mesa del cuarto de interrogatorios, con el sargento Prosser en un rincón con las manos en los bolsillos.

– Por lo visto tengo un club de admiradores -dijo Rebus sentándose frente a Stone.

– Tengo novedades para usted -replicó Stone-. La sangre del protector para zapatos era de Cafferty.

– Sí, claro; el análisis del ADN tarda más.

– Bien, es del grupo sanguíneo de Cafferty.

– Barrunto algún «pero».

– No hay huellas dactilares precisas -admitió Stone.

– ¿Lo que significa que no pueden demostrar que procede del maletero de mi coche? -dijo Rebus dando una palmada y haciendo gesto de levantarse.

– Siéntese, Rebus.

Rebus se lo pensó un instante y se sentó.

– Cafferty sigue inconsciente -dijo Stone-. No han dictaminado coma, pero sé que lo estará pensando. Los médicos dicen que puede quedar en estado vegetativo. Por lo que, en definitiva, a lo mejor no conseguimos arrebatarle el triunfo, después de todo -añadió con los ojos entrecerrados.

– ¿Sigue creyendo que fui yo?

– Sé perfectamente que fue usted.

– ¿Y yo se lo dije a la sargento Clarke porque necesitaba que le telefoneara para apartarles del lugar de la encerrona?

Rebus vio cómo Stone asentía despacio con la cabeza.

– Utilizó ese accesorio de plástico para no mancharse de sangre -espetó Prosser desde el rincón-. El protector se le voló al canal y no pudo arriesgarse a recuperarlo.

– ¡Otra vez lo mismo! -replicó Rebus.

– Y sin duda volveremos a ello -añadió Stone-. En cuanto hayamos concluido la investigación.

– Estoy deseando que concluya -dijo Rebus poniéndose en pie decidido-. ¿Es todo cuanto quería de mí?

Stone volvió a asentir con la cabeza y aguardó a que Rebus llegara a la puerta para lanzarle otra pregunta.

– Los agentes que le trajeron dicen que en su coche había una mujer… ¿La sargento Clarke?

– Claro que no.

– Mentiroso -comentó Prosser.

– Sigue suspendido de servicio, Rebus -añadió Stone-. ¿Quiere arrastrarla en su caída?

– Es curioso que es lo mismo que ella me dijo hace ni media hora -replicó Rebus abriendo la puerta y largándose de una vez.

* * *

La doctora Colwell estaba ante el ordenador cuando llegó Siobhan Clarke. En opinión de Clarke usaba demasiado maquillaje y habría estado mejor sin él. Su pelo era bonito, pese a que sospechaba que era teñido.

– Le he traído el CD del recital del poeta -dijo Clarke poniéndolo en la mesa.

– Muchísimas gracias -dijo Colwell cogiéndolo y mirándolo.

– ¿Sería tan amable de echar una mirada a una cosa?

– Naturalmente.

– Tendré que usar su ordenador… -la profesora le hizo seña de que se sentara y Clarke ocupó su silla mientras Colwell permanecía detrás de ella viendo cómo tecleaba para entrar en la página de la librería Word Power y en la opción de fotografías donde aparecía el café-. ¿Hizo alguna otra foto? -preguntó señalando con la cabeza la pared donde estaba la instantánea de Todorov.

– Eran tan malas que las borré. No se me da muy bien hacer fotos.

Clarke asintió con la cabeza y señaló la pantalla con el dedo.

– ¿Recuerda a este hombre? -preguntó.

Colwell se inclinó para ver mejor el rostro del chófer.

– Sí, estaba allí.

– ¿Y no sabe quién es?

– ¿Debería saberlo?

– ¿Habló Todorov con él?

– No sabría decirle. ¿Quién es?

– Un ruso… trabaja en el consulado.

– ¿Sabe qué? -dijo Colwell escrutando el rostro-. Creo que también le vi en la Biblioteca de Poesía.

– ¿Está segura? -inquirió Clarke volviendo la cabeza.

– Él y otro hombre… No, no estoy segura -añadió negando con la cabeza.

– Piénselo bien -dijo Clarke. Colwell se apartó el flequillo con las dos manos mientras reflexionaba.

– No estoy segura -dijo al cabo de una pausa, dejando caer de nuevo el pelo sobre su frente-. Tal vez esté confundiendo un recital con otro… ¿me entiende?

– ¿Se imagina que vio a ese hombre en uno de ellos porque lo vio en el otro?

– Exactamente. ¿Tiene más fotos de él?

– No.

Clarke comenzó a teclear otra vez y escribió el nombre de Nikolai Stahov en el buscador. Al no obtener resultado, hizo la descripción física del agente consular para Colwell.

– No me suena -dijo la profesora, disculpándose.

Clarke volvió a probar, esta vez con el nombre de Andropov. Colwell volvió a encogerse de hombros, y ella entró en la página del Evening News, retrocediendo fechas hasta encontrar el artículo sobre los rusos y su fastuosa cena y señalar con el dedo la foto de la pantalla.

– No me resulta desconocido -dijo Colwell.

– ¿De la Biblioteca de Poesía?

La doctora se encogió de hombros y lanzó un prolongado suspiro. Clarke le dijo que no se apurara y llamó a la Biblioteca con el móvil.

– ¿Señorita Thomas? -preguntó cuando respondieron a la llamada.

– Hoy no está -contestó otra voz de mujer-. ¿En qué puedo servirle?

– Soy la sargento Clarke de la policía. Estoy investigando el homicidio de Alexander Todorov y quería hacerle a ella una pregunta.

– Hoy está en casa… ¿Quiere su número?

Clarke anotó el número y a continuación hizo la llamada. Preguntó a Abigail Thomas si tenía acceso a Internet y la instruyó sobre los enlaces de Word Power y el periódico.

– Hum, sí -dijo finalmente Thomas-. Creo que estaban los dos. Sentados delante, en la segunda fila, creo.

– ¿Está segura?

– Casi segura.

– Una comprobación, señorita Thomas. ¿No se hicieron fotos esa noche?

– Supongo que alguien pudo hacerlas con el móvil.

– ¿No tienen videovigilancia en el establecimiento?

– Esto es una biblioteca -replicó Abigail Thomas.

– Era una simple pregunta… Gracias por su ayuda -dijo Clarke cortando la comunicación.

– ¿Por qué es tan importante esa identificación? -preguntó Colwell interrumpiendo las cavilaciones de Clarke.

– Tal vez no lo sea -contestó ella-, pero Todorov y Andropov tomaron una copa en el mismo bar la noche en que mataron al poeta.

– A juzgar por el artículo de ese periódico, ¿el señor Andropov es un hombre de negocios?

– Los dos se criaron en Moscú. El inspector Rebus dice que se conocían…

– Ah.

Clarke se percató de que sus palabras hacían cavilar a la profesora.

– ¿Qué sucede? -inquirió.

– Tal vez eso explique algo -contestó Colwell.

– ¿Qué, doctora Colwell?

La profesora cogió el compacto del poeta, «Poema ex tempore de Alexander», se acercó a unas estanterías y se agachó ante un aparato de alta fidelidad en el que introdujo el disco y apretó la tecla. El cuarto se llenó con el rumor del público ocupando los asientos y algunos carraspeos.

– Está hacia la mitad -dijo apretando la tecla de avance, pero llegó al fin de la grabación-. Se me ha olvidado que es una sola grabación.

Rebobinó y apretó el avance rápido.

– La primera vez que lo oí -comentó Clarke-, advertí que recitó poemas en inglés y algunos en ruso.

Colwell asintió con la cabeza.

– El poema nuevo es en ruso. Ah, aquí está -volvió a su mesa y cogió un papel y un bolígrafo, concentrándose mientras escribía. Finalmente, dijo a Clarke que apretara «rebobinar» y volvieron a escuchar el poema; cuando advertía que Colwell se quedaba retrasada, Clarke pulsaba «pausa»-. Necesitaría más tiempo -dijo ella-. No es la mejor manera de traducir un poema.

– Digamos que es un trabajo inconcluso -dijo Clarke sonriente.

Colwell se pasó la mano por la melena y comenzó de nuevo. Al cabo de veinte minutos, dejó el papel y el bolígrafo en la mesa. En el disco, Todorov se dirigía en inglés al público anunciando que el siguiente poema era de Astapovo Blues.

– No dice que sea un nuevo poema -comentó Clarke.

– Nada -corroboró Colwell.

– Ni lo presentó.

Colwell negó con la cabeza y volvió a echarse el pelo hacia atrás.

– Yo no creo que muchos advirtieran que era un poema nuevo.

– ¿Por qué está segura de que era nuevo?

– En su piso no había ningún borrador, pero yo conozco muy bien su obra publicada.

Clarke asintió con la cabeza y tendió la mano.

– ¿Me permite? -dijo. La profesora se mostraba reacia, pero finalmente tendió la libreta a Clarke.

– No es más que un borrador… no sé bien dónde caen las pausas…

Clarke hizo caso omiso de sus reticencias y comenzó a leer.

«La lengua del invierno lame a los hijos de Zhdanov… La lengua del diablo lame a la madre Rusia, cubriendo sus papilas con metales preciosos. Despiadado apetito… La gula no se sacia, no descansa, no ama. El deseo madura sólo para arrasar. No hay bocados aquí para quienes el hambre acosa, ni castigo para todos cuando caen las sombras del invierno… semejante pandilla de sinvergüenzas en mi país».

Clarke volvió a leerlo y miró a Colwell a la cara.

– No es muy bueno, ¿no cree?

– No está pulido -replicó la profesora a la defensiva.

– No me refiero a su traducción -añadió Clarke.

Finalmente, Colwell asintió con la cabeza.

– Pero desborda indignación -dijo.

Clarke recordó las palabras del profesor Gates: «Una auténtica furia».

– Sí -dijo-, y toda esa imaginería de la alimentación…

Colwell dijo pensativa:

– Ese artículo de prensa, ¿apareció después de la muerte de Alexander?

– Sí, pero la cena tuvo lugar unos días antes… tal vez él se enteró.

– ¿Cree, entonces, que es un poema sobre ese hombre de negocios?

– Compuesto sobre la marcha en el recital, sólo para restregárselo por las narices. Andropov hizo su fortuna con esos «metales preciosos» que menciona Todorov.

– ¿Y él sería el diablo?

– No parece muy convencida.

– Es una traducción sobre la marcha… Ahora que pienso, ciertas expresiones… Necesito más tiempo.

Clarke asintió despacio con la cabeza, y de pronto recordó algo.

– ¿Puede escuchar conmigo otro disco?

Encontró el CD en el bolso y se arrodilló ante el tocadiscos. De nuevo les costó cierto tiempo dar con el momento del recital en Word Power en que el micrófono ambulante de Charles Riordan captaba la voz en ruso.

– Escuche -dijo Clarke.

– Sólo son un par de palabras -comentó Colwell-. Contesta a una llamada en el móvil, y sólo dice «diga» y «».

– Era por estar segura -dijo Clarke con un suspiro, extrayendo el disco y levantándose. Volvió a coger la libreta-. ¿Puede prestarme el poema cierto tiempo? Mientras, usted puede seguir tratando de llegar a una versión más exacta.

– ¿Existía rencor entre Alexander y ese hombre de negocios?

– No estoy segura.

– Pero sería un móvil, ¿verdad? Y si se volvieron a ver en ese bar…

Clarke alzó una mano.

– No hay pruebas de que se vieran en el bar, por ello, le agradecería que no hablase de esto con nadie, doctora Colwell. Por no interferir la investigación.

– Comprendo -dijo la profesora asintiendo con la cabeza. Clarke arrancó la hoja de la libreta y la dobló en cuatro.

– Un consejo -añadió después de doblarla-. El último verso del poema, que es una cita de Robert Burns, más que «una pandilla de sinvergüenzas» es una «pandilla de granujas».

Capítulo 39

Rebus se sentó junto al lecho de Morris Gerald Cafferty.

Había mostrado su carnet de policía, preguntando a la enfermera si había tenido alguna otra visita. La enfermera negó con la cabeza.

No, porque, aparte de la presencia irritante de Rebus, Cafferty no tenía amigos. Su esposa había muerto, al hijo lo habían asesinado años atrás y su antiguo lugarteniente había «desaparecido» tras una discusión. Sólo tenía en casa al guardaespaldas, cuya mayor preocupación en aquel momento sería cómo ganarse la vida. Claro que habría contables y abogados -Stone tendría una lista- pero éstos no eran de los que hacen visitas de cortesía.

Cafferty continuaba en la unidad de cuidados intensivos, pero Rebus oyó a las enfermeras hablar de una previsible falta de camas. Tal vez le trasladasen a la sala general, o a una habitación si podían acceder a sus finanzas. De momento no le faltaban tubos, aparatos ni monitores centelleantes, conectados por cables al cráneo, para medir la actividad cerebral, más un goteo en el brazo. Le habían puesto una especie de camisón, pero Rebus se imaginaba que sería abierto por detrás; en sus brazos desnudos el vello gris parecía alambre de plata.

Rebus se puso en pie y se inclinó sobre su rostro, pensando en si el aparato registraría su proximidad, pero no observó ningún cambio en el monitor. Miró el trayecto desde el cuerpo de Cafferty hasta los aparatos y desde ellos a los enchufes de la pared. El médico había dicho que Cafferty no estaba agonizando; un motivo más para trasladarle fuera de cuidados intensivos. ¿Con qué grado de intensidad hay que cuidar de un cuerpo en estado vegetativo? Rebus miró los nudillos y las uñas de Cafferty, sus gruesas muñecas y la piel blanquecina y seca de los codos. Era un hombre robusto, pero no especialmente musculoso. En el cuello tenía unas arrugas como los círculos de un árbol recién talado y la mandíbula laxa, con la boca abierta y un tubo insertado en ella. En una mejilla se apreciaba un reguero de saliva reseca. Así, con los ojos cerrados, Cafferty parecía bastante inofensivo. El poco pelo que le quedaba estaba sucio. Aquellos gráficos a los pies de la cama no le decían nada a Rebus; eran una manera de reducir la vida del paciente a cifras y diagramas. No podía saberse si una línea ascendente era buena o mala señal.

– Despierta, cabrón -musitó Rebus al oído del gángster-. Se acabó el juego -no captó ni un parpadeo-. No te escondas dentro de ese cabezón. Te estoy esperando.

La única respuesta fue un borboteo en la garganta, un ruido que Cafferty repetía cada medio minuto aproximadamente. Rebus volvió a desplomarse en la silla. Una enfermera que entró en aquel momento le preguntó si era hermano del paciente.

– ¿Qué más da? -replicó él.

– Lo digo porque se parece a él -añadió ella dejándole a solas.

Rebus pensó que era una anécdota digna de ser compartida con el paciente, pero antes de que pudiera transmitírsela notó una vibración en el bolsillo de la camisa. Sacó el móvil y miró a derecha e izquierda por si miraba alguien.

– ¿Qué sucede, Shiv? -dijo.

– Andropov y su chófer estuvieron en el recital de la Biblioteca de Poesía y Todorov improvisó un poema dirigido a Andropov, creo.

– Interesante.

– ¿Te han dejado en paz?

Rebus tardó un instante en captar a qué se refería.

– El interrogatorio terminó. En el protector sólo había sangre, del grupo de Cafferty.

– Ah. ¿Dónde estás?

– Visitando al paciente.

– Dios, John, ¿qué van a pensar?

– No estoy pensando en asfixiarle con la almohada.

– Pero imagina que la diña mientras tú estás ahí…

– Tienes razón, sargento Clarke.

– Así que lárgate.

– ¿Dónde nos vemos?

– Yo tengo que volver a Gayfield Square.

– ¿No íbamos a buscar al chófer?

– No vamos a buscar al chófer.

– ¿Quieres decir que se lo vas a pasar a Derek Starr?

– Sí.

– Él no conoce el caso como nosotros, Siobhan.

– John, nosotros no hemos averiguado nada.

– No estoy de acuerdo. Las relaciones comienzan a esclarecerse… no me digas que no lo percibes.

Se había levantado de nuevo de la silla para inclinarse sobre el rostro de Cafferty. Un aparato lanzó un pitido agudo que hizo que Clarke lanzara un elocuente suspiro.

– Sigues junto a la cama -dijo.

– Me pareció verle parpadear. Bueno, ¿dónde nos vemos?

– Espera que hable con Starr y Macrae.

– Mejor habla con Stone.

Ella guardó silencio un instante.

– Debo de haber oído mal.

– El SCD tiene más garra que nosotros. Cuéntale la relación Todorov-Andropov.

– ¿Por qué?

– Porque puede servirle a Stone para la incriminación de Cafferty. Andropov es un hombre de negocios… y los hombres de negocios hacen tratos.

– Sabes que no voy a hacerlo.

– No sé para qué pierdo el tiempo.

– Porque piensas que necesito que Stone sea amigo mío. Él está convencido de que yo te ayudé a montar la encerrona a Cafferty, y la única manera de demostrarle lo contrario sería contarle eso.

– A veces eres muy lista cuando te interesa -hizo una pausa-. De todos modos, debes hablar con él. Si el consulado alega inmunidad diplomática, el SCD tiene más poder que nosotros.

– Lo que quiere decir…

– Que tiene acceso a la Brigada Especial y al servicio secreto.

– ¿Vas a ponerte en plan James Bond conmigo?

– Sólo hay un James Bond, Shiv -replicó él, incapaz de soltar la carcajada.

– Lo pensaré si me prometes que antes de cinco minutos te has ido del hospital -añadió ella.

– Ya me marcho -mintió él, cortando la comunicación.

Tenía la boca seca y pensó que al paciente no le importaría que tomase un poco del agua que había en un armarito junto a la cama, en una botella de plástico transparente. Cogió el vaso que había al lado y se sirvió dos veces. A continuación decidió echar un vistazo en el armarito.

No esperaba encontrar el reloj, la cartera y las llaves de Cafferty, pero ya que estaban allí abrió la cartera y vio que contenía cinco billetes de diez libras, un par de tarjetas de crédito y trozos de papel con números de teléfono, todos ellos desconocidos para él. El reloj era un Rolex, por supuesto; lo sopesó en la mano y comprobó que era auténtico. Cogió las llaves; había media docena que tintinearon en su mano mientras les daba vueltas. Las llaves de la casa. Les dio vueltas y más vueltas sin dejar de mirar a Cafferty.

– ¿Te importa? -musitó en voz baja, haciendo una pausa-. Ya me parecía…

* * *

La suerte seguía jugando a su favor: no estaba conectada la alarma ni había rastro del guardaespaldas.

Nada más abrir la puerta, lo primero que hizo fue mirar si en los rincones del techo había cámaras de seguridad. Ninguna; así que siguió hasta el estudio. Era una casa victoriana de techos altos con molduras. Cafferty había comenzado a coleccionar pintura, grandes cuadros con manchones que le hacían daño a la vista a Rebus. Pensó si alguno sería de Roddy Denholm. Las cortinas estaban echadas; las dejó así y encendió la luz. Había un televisor, un tocadiscos y tres sofás. Sobre la mesita de centro con tapa de mármol sólo quedaban un par de periódicos atrasados y unas gafas; el gángster era demasiado presumido para ponérselas fuera de casa. Vio una puerta a la derecha de la chimenea y la abrió. Era el bar de Cafferty, con capacidad para una nevera doble y varios botelleros con vinos y una estantería de alcohol y licores. Resistiendo la tentación, cerró la puerta y salió al vestíbulo. Más puertas: una gran cocina, un invernadero con mesa de billar, lavandería, el baño, el despacho y otro cuarto de estar menos lujoso. Se preguntó si realmente el gángster disfrutaba viviendo en aquella casa tan grande.

«Claro que sí», se respondió a sí mismo. La escalera era ancha y alfombrada. En el primer piso había dos dormitorios con cuarto de baño anexo; un cine casero con pantalla de plasma de cuarenta y dos pulgadas empotrada en la pared y lo que parecía un trastero, lleno de cajas y más cajas grandes de madera, casi todas vacías. Sobre una de ellas había un sombrero de mujer, álbumes de fotos y zapatos debajo. Rebus se imaginó que era cuanto quedaba de la difunta señora Cafferty. En la pared, una diana con pinchazos fuera del círculo, prueba de que alguien tenía que mejorar su puntería. Rebus se imaginó que habría caído en desuso al cambiar el destino del cuarto.

La última puerta del descansillo daba a una escalera de caracol. En el piso superior había más habitaciones: una la ocupaba una mesa de billar cubierta con una funda, y otra era una librería bastante llena. Rebus reconoció el modelo: él había comprado uno igual en Ikea. La mayoría de los libros eran tomos en rústica polvorientos, novelas de misterio para el señor y novelas rosa para la señora. Había algunos libros infantiles, seguramente del hijo de Cafferty. Se notaba que era una casa poco habitada, el parquet crujía al pisarlo. Supo que el gángster rara vez subía allí.

Volvió al piso de abajo y al despacho de Cafferty. Era una habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín trasero. También tenía las cortinas echadas, pero se aventuró a abrir una rendija para ver la casita del guardaespaldas. Había dos coches aparcados -el Bentley y un Audi- pero ni rastro de aquél. Corrió las cortinas y encendió la luz. En el centro del cuarto había un viejo escritorio lleno de papeles, facturas a simple vista. Se sentó en el sillón de cuero y comenzó a abrir cajones. Lo primero que encontró fue una pistola con una inscripción grabada en el cañón que parecía en ruso.

«¿Un regalito de tu amigo?», pensó. Pero no tenía balas en el cargador, ni las había en el cajón. Hacía tiempo que Rebus no empuñaba un arma de fuego. La sopesó, comprobó el equilibrio y volvió a dejarla en su sitio cogiéndola con el pañuelo. El siguiente cajón estaba lleno de extractos de bancos. Vio que Cafferty tenía dieciséis mil libras en la cuenta corriente, un cuarto de millón con interés en acciones de bolsa y otras cien mil en acciones personales. No encontró recibos de pago de hipoteca, lo que probablemente era prueba de que la casa era de su propiedad. En aquella zona de Edimburgo valdría millón y medio. Pero no sería el único bien del gángster; Stone había insinuado unas compañías de inversión en el extranjero. Cafferty era dueño de bares, discotecas, de una agencia de alquiler de pisos y de unos billares, y se decía que tenía parte en una empresa de taxis.

De pronto advirtió algo en un rincón: una vieja caja de caudales con cerradura de combinación, de color verde grisáceo y fabricada en Kentucky. Se acercó y no le extrañó que estuviera cerrada. La única combinación que se le ocurría probar era la de la fecha de cumpleaños de Cafferty. Dieciocho, diez, cuarenta y seis. Tiró de la manivela y la puerta se abrió.

Se agasajó con una sonrisa. No sabía por qué recordaba aquellas cifras, pero de algo le había servido.

En el interior había dos cajas de munición del calibre nueve milímetros, cuatro gruesos fajos de billetes de cincuenta y de veinte libras, libros de contabilidad, discos de ordenador y un joyero con los collares y pendientes de la difunta esposa. Rebus cogió el pasaporte de Cafferty y lo hojeó: ningún viaje a Rusia. Un certificado de nacimiento de Cafferty y los certificados de defunción de la esposa y el hijo. En el certificado de matrimonio, expedido en Edimburgo, constaba que Cafferty se había casado en 1973. Dejó todo en su sitio y examinó los discos: no tenían etiqueta ni inscripción. Además, en el despacho no había ordenador… ni había visto ninguno en toda la casa. En el estante inferior de la caja de caudales había una caja de cartón. La cogió y la abrió: una docena de discos plateados brillantes. Compactos, pensó de entrada, pero miró una a la luz y vio que estaba marcado DVD-R, 4 7G. Él no era un técnico, pero comprendió que éste podía verlo en el aparato del primer piso. Ninguno tenía etiqueta, sólo señales de colores: verde, azul, roja o amarilla.

Cerró la caja fuerte y giró la combinación, apagó la luz y subió al primer piso. El salón de cine tenía ventanas con contraventanas, con una fila de bancos de cuero y otra detrás de sofás de dos plazas. Se agachó ante los aparatos e introdujo el DVD, conectó la pantalla y tomó asiento. Tuvo que probar con tres mandos a distancia para ponerlo todo en marcha: pantalla, DVD y altavoces. Sentado en el borde del sofá de cuero se dispuso a mirar lo que parecía metraje de vigilancia.

Una habitación. Era un cuarto de estar con cuerpos tumbados. Dos de ellos se separaban y salían del encuadre; se produjo un corte, apareció un dormitorio y la cámara enfocó a los mismos personajes desvistiéndose y besándose. Eran jovenzuelos, y no los conocía, ni conocía el piso mucho menos ostentoso que la casa de Cafferty.

Bien, al gángster le gustaba ver porno de aficionados… Pulsó el avance, pero la acción continuaba con la misma pareja y su cópula. La cámara los captaba desde arriba y de lado; apretó más el avance y apareció la chica en el cuarto de baño, sentada en el váter y volviéndose a desvestir para darse una ducha. Era delgada, casi anoréxica, con cardenales en los brazos. Volvió a pulsar el avance, pero no había nada más.

El siguiente tenía una señal azul en vez de verde. Era distinto, pero en el mismo cuarto y de acción distinta pero sobre el mismo tema.

– Tu secreto perverso, Cafferty-musitó Rebus, extrayendo el disco. Probó otro con señal verde: los mismos personajes que en el primero. «John, esto parece…». Señal roja: otro piso, un fumeteo con diversos personajes; una chica bañándose y un tío masturbándose en el dormitorio.

Rebus no esperaba ninguna sorpresa de los de señal amarilla. Efectivamente, eran las mismas actividades, pero… con una diferencia: conocía el piso y a los personajes.

Eran Nancy Sievewright y Eddie Gentry en el piso de Blair Street: el piso de Alquileres MGC.

– Vaya, vaya -dijo para sus adentros.

Había escenas de una fiesta en el cuarto de estar. Bailaban, bebían y le pareció ver unas rayas de coca junto al hachís. Una mamada en el cuarto de baño, puñetazos en el vestíbulo. El siguiente disco: Sol Goodyear de visita, correspondida con un polvo en el dormitorio de Nancy y unos momentos de intimidad en el estrecho cubículo de la ducha. Después de marcharse él, ella se sentaba con el hachís que le había traído y se hacía un buen porro. Cuarto de estar, cuarto de baño, dormitorio y pasillo.

– Todo menos la cocina -dijo Rebus haciendo una pausa-. La cocina… -repitió-, y el dormitorio de Eddie Gentry.

Al llegar al último disco de la caja estaba aburrido. Era como ver los reality show de la tele pero sin anuncios que interrumpieran la monotonía. El último disco era distinto, y no tenía señal de color; pero sí sonido. En la pantalla apareció la misma habitación en que él estaba sentado, con los asientos ocupados por hombres. Hombres que fumaban puros. Hombres que bebían vino en vasos de cristal. Hombres locuaces, borrosos, contentos, mirando un DVD.

– Ese es un buen bocado -comentó uno de ellos.

Se oyeron gruñidos de aceptación, con volutas de humo. La cámara enfocó a uno de ellos, que debía de ser… Rebus se puso en pie y se acercó a la pantalla de plasma. Había un pequeño orificio en la pared encima de una esquina del televisor. No se apreciaba, o podía confundirse con un defecto de la pintura. Arrimó el ojo, pero no vio nada. Salió de la habitación y abrió la puerta del cuarto contiguo: era un cuarto de baño, con un armarito en una pared de espejos. Dentro del armarito no había nada, ni cámara, ni cables. Acercó el ojo al orificio y vio la habitación de la pantalla. Volvió a ella, y por los comentarios de los hombres no le cupo la menor duda de que contemplaban los mismos vídeos que él acababa de ver.

– Ojalá mi mujer hiciera esas cochinadas.

– A lo mejor emborrachándola con porno en vez de con chardonnay

– Pues valdría la pena.

– ¿Y no saben que los filmas, Morris?

La voz de Cafferty desde el fondo, gruñendo feliz: «Ni se lo imaginan».

– ¿No tuvo líos Chuck Berry por algo parecido?

– ¿Qué, Roger, inspirándote para hacer algo con tu mujer?

– Stuart, llevo casado más de veinte años.

– O sea que no…

Rebus se puso de rodillas delante de la pantalla. Roger y Stuart, con su vaso de vino y sus puros, bien agasajados por Cafferty, y ahora disfrutando en grupo de su hospitalidad: Roger Anderson y Stuart Janney. Los capitostes del banco First Albannach…

– A Michael le fastidiará haberse perdido esto -añadió Janney con una carcajada.

Se referiría, sin duda, a Michael Addison, pero Rebus sabía que Janney se equivocaba. Extrajo el disco y puso el de la fiesta. En la felación del cuarto de baño la donante tenía un extraño parecido con Gill Morgan, la aspirante a actriz y consentida hijastra de sir Michael. Era la misma cabeza que había visto inclinada sobre las rayas de cocaína en el cuarto de estar. Pulsó el botón de retroceso y trató de imaginarse con qué vídeo se recreaban. No apartaba la vista de los dos banqueros para captar si uno de los dos hacía algún gesto al reconocer a la hijastra de su jefe. ¿Móvil para una agresión a Cafferty por venganza? Tal vez. Pero, en principio, ¿qué es lo que hacían allí? A Rebus se le ocurrían varias posibilidades. Por los extractos, sabía que Cafferty tenía varias cuentas en el extranjero con el FAB, además iba a conseguir un importante cliente para el banco -Sergei Andropov- y quizá los dos trataban de negociar con el banco un importante crédito comercial para la compra de centenares de acres en Edimburgo.

Andropov iba a deslocalizar para sacar su fortuna de Rusia y eludir la persecución de la justicia. Quizá pensara que podía conseguir que el Parlamento escocés no accediera a su extradición y tal vez lo estaba instrumentando sobre el proyecto de una Escocia independiente. Era un país pequeño, fácil de convertirse en un pez muy gordo.

Y Cafferty le allanaba el terreno.

Había reunido a aquel grupo en plan festivo… y lo grababa en secreto. ¿Para su propia satisfacción? ¿O para utilizarlo en contra de los asistentes? Rebus no entendía que fuera a causar gran efecto en gente como Janney o Anderson, pero vio que de uno de los sofás se levantaba otro hombre y le parecía que era precisamente el que estaba sentado atrás con Cafferty.

– ¿Dónde está el lavabo? -preguntó.

– Enfrente, en el pasillo -contestó el anfitrión. Sí, claro, Cafferty no quería que utilizara el cuarto de baño contiguo, no fuera a descubrir la cámara.

– No te preguntaremos a qué vas, Jim -comentó Stuart Janney entre carcajadas de los demás.

– No es para nada sórdido, Stuart -replicó el tal Jim al salir.

Jim Bakewell, ministro de Fomento. Eso significaba que Bakewell había mentido en el Parlamento, diciéndole a Siobhan que no conocía a Cafferty hasta la noche en que se reunió con él en el hotel.

– Anda, ve a quejarte ahora al jefe de la policía, Jimbo -musitó Rebus señalando con el dedo a Bakewell.

No había mucho más en el DVD. Al cabo de media hora, los espectadores ya habían perdido interés. Otros tres de los presentes, que Rebus no conocía, tenían aspecto de hombres de negocios: rostro rubicundo y panza. ¿Constructores? ¿Contratistas? Tal vez fuesen concejales. Sabía que seguramente podría averiguarlo, a condición de llevarse el DVD, lo que no sería inconveniente mientras nadie advirtiera su desaparición. Pero si alguien descubría que había estado allí, sería una bendición para los abogados de Cafferty.

«¿Seguro, John? ¿Qué abogados?».

Efectivamente; porque ¿qué delito era filmar en pisos de propiedad alquilados? Poca cosa: el juez miraría los DVD con gran interés y después impondría al gángster una miseria de multa. Rebus desconectó todo cuidadosamente, sin dejar huellas y bajó de nuevo a la caja fuerte a dejar el estuche, quedándose con el disco. Cruzó el vestíbulo de mármol blanco y salió al aire perfumado de la noche, cerrando bien la puerta con llave. Tendría que devolver las llaves a Cafferty, pero antes tenía que reflexionar.

Giró a la izquierda de la cancela y de nuevo a la izquierda al final de la calle, camino de Bruntsfield Place, en el primer taxi que encontrara.

* * *

Le abrió Eddie Gentry, con los ojos muy pintados y la banda deportiva roja.

– Nancy no está -dijo.

– ¿Habéis arreglado cuentas?

– Tuvimos un sincero intercambio de opiniones.

Rebus sonrió.

– ¿Me invitas a entrar, Eddie? Y, por cierto, me gustó tu maqueta.

Gentry consideró las posibilidades, y al final le franqueó la entrada. Rebus le siguió al interior del piso.

– Eddie, ¿has visto alguna vez Gran Hermano? -preguntó Rebus dando la vuelta a la habitación con las manos en los bolsillos.

– La vida es muy corta.

– Cierto -dijo Rebus-. Te voy a decir una cosa que no vi cuando estuve la otra vez.

– ¿El qué?

– Han bajado el techo del piso -contestó Rebus alzando la vista.

– ¿Ah, sí?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Estaba ya así cuando tú lo alquilaste?

– Supongo.

– Habrá adornos antiguos, molduras, rosetas… ¿Por qué crees que el propietario los tapó?

– ¿Para mejor aislamiento?

– ¿En qué sentido?

Gentry se encogió de hombros.

– Se reduce el volumen del cuarto y es más fácil de calentar.

– ¿Tiene todo el piso techos falsos?

– Yo no soy arquitecto.

Rebus miró al joven a la cara y advirtió un leve temblor en la comisura de la boca. Eddie Gentry se sentía incómodo. Rebus lanzó un discreto silbido prolongado.

– Lo sabes, ¿verdad? ¿Siempre lo has sabido?

– He sabido, ¿qué?

– Que Cafferty os graba con cámaras en el techo, en las paredes… -dijo, señalando al rincón de la habitación-. ¿Ves ese agujerito? Parece que a alguien se le escapó el taladrador -el rostro de Gentry permaneció imperturbable-. Pues hay un objetivo que nos enfoca. Pero tú ya lo sabías. No me extrañaría que estuvieras encargado de poner en marcha la cámara -Gentry cruzó los brazos-. Me apostaría algo a que tu grabación en Estudios CR no resultó tan barata. ¿Te la pagó Cafferty? ¿Formaba eso parte del trato? Un poco de dinero para gastar… alquiler barato en un piso amplio… y lo único que tenías que hacer era dar fiestas -Rebus hablaba pensando sobre la marcha-. Droga facilitada por Sol Goodyear, y me imagino que sería también a buen precio. ¿Sabes por qué?

– ¿Por qué?

– Porque Sol trabaja para Cafferty. Él es traficante y tú un proxeneta…

– Que le den por saco.

– Cuidado, hijo -replicó Rebus apuntando con el dedo al joven-. ¿Te has enterado de lo que le ha ocurrido a Cafferty?

– Sí.

– Tal vez a alguien no le gustó lo que estaba haciendo. ¿Recuerdas la fiesta con Gill Morgan?

– ¿Qué?

– ¿Sólo la has grabado esa vez?

– No tengo ni idea -Rebus le miró con gesto de incredulidad-. Nunca las miraba.

– Sólo las entregabas, ¿verdad?

– ¿Acaso eso es delito?

– Yo no creo que tú estés en condiciones de afirmarlo, Eddie. ¿Lo sabe Nancy?

Gentry negó con la cabeza.

– Tú solito, ¿eh? ¿Te dijo que hacía lo mismo en otros pisos suyos?

– Antes ha mencionado Gran Hermano, ¿qué diferencia hay?

Rebus estaba casi rozando al joven cuando contestó.

– La diferencia es que ellos saben que les observan. La verdad, no sé quién es más asqueroso, si tú o Cafferty. Él observa a desconocidos, pero tú, Eddie, grabas a tus conocidos.

– ¿Hay alguna ley que lo prohíba?

– Ah, estoy seguro de que la hay. ¿Cuántas veces habéis grabado?

– Tres o cuatro nada más.

Porque Cafferty se aburría y cambiaba de piso, con nuevos inquilinos y caras y cuerpos nuevos. Rebus salió al pasillo, buscó el orificio y lo encontró. Fue al dormitorio de Nancy y también en el falso techo había uno, igual que en el cuarto de baño. Cuando volvió al cuarto de estar, Gentry estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados, desafiante, con la barbilla alzada.

– ¿Dónde está el aparato? -preguntó.

– El señor C se lo llevó.

– ¿Cuándo?

– Hace unas semanas. Ya le he dicho que sólo fueron tres o cuatro veces.

– No por eso es menos indecente. Vamos a tu cuarto.

Rebus no esperó a que le indicara el camino, abrió la puerta y le preguntó dónde estaban los cables.

– Salían del techo y se conectaban a un DVD. Si sucedía algo interesante sólo tenía que apretar el botón de grabación.

– Y ahora, tu casero lo tendrá instalado en otro piso para poder mostrar una ración de pornografía granulada a sus amigotes -dijo Rebus meneando despacio la cabeza-. No me gustaría estar en tu lugar cuando Nancy se entere.

Gentry ni se inmutó.

– Bueno, váyase. Se acabó la función -dijo. Rebus replicó acercándose a él y hablándole a la cara:

– Estás muy equivocado, Eddie, esta función no ha hecho más que empezar -salió al pasillo y se detuvo en la puerta antes de salir-. Por cierto, te mentí: esa música tuya no vale nada. Te falta talento, amigo.

Cerró la puerta a su espalda y permaneció un instante frente a la escalera, buscando el tabaco en el bolsillo.

A otra cosa.

Capítulo 40

La sala del DIC de Gayfield Square habría podido ser un estanque, porque no hacían más que dar palos al agua. Derek Starr se daba cuenta y no sabía cómo motivar a los agentes. No tenían mucho que hacer. No había nuevas pistas interesantes sobre Todorov ni sobre Riordan. Los forenses habían obtenido parte de una huella en el botellín de líquido limpiador, pero lo único que sabían es que no era de Riordan ni de nadie del banco de datos de fichados. Terry Grimm les informó de que a la casa de Riordan acudía semanalmente un equipo de limpieza de una agencia, aunque generalmente tenían orden de no tocar nada del cuarto de estar que hacía las veces de estudio. Nadie podía afirmar con certeza que fuese del pirómano. Era otro callejón sin salida. Y lo mismo sucedía con el retrato robot de la mujer con capucha que rondaba por el aparcamiento de varias plantas: los agentes habían repartido copias puerta a puerta, sin conseguir otra cosa que volver a la comisaría con dolor de pies.

Siguiendo el debido protocolo, Starr había obtenido metraje de la videovigilancia urbana de la zona de Portobello, pero sin resultados, porque todo lo grabado era tráfico de la primera hora punta. Además, sin saber cómo el pirómano había llegado a casa de Riordan, era como buscar una aguja en un pajar. El modo en que Starr miraba a Siobhan Clarke auguraba que creía que ella le ocultaba algo. Dos veces en el espacio de media hora le había preguntado qué hacía.

– Reviso las grabaciones de Riordan -contestó ella, mintiendo descaradamente.

Todd Goodyear pasaba a máquina las últimas transcripciones con cara de cansancio, mirando de vez en cuando al infinito, como deseando estar en un lugar más agradable. Clarke esperaba que Stone le llamase cuando viera en el móvil el mensaje que le había enviado. Seguía dudando de que fuese buena idea decírselo. Stone y Starr eran bastante amigos, y era muy posible que cualquier cosa que le dijera a uno de ellos lo supiera el otro. No había hablado con Starr sobre la presencia de Sergei Andropov y el chófer en la Biblioteca de Poesía.

No quedaban ya periodistas pululando ante la comisaría. La última noticia sobre las dos muertes ocupaba un párrafo de tres centímetros en las páginas interiores del Evening News. Starr celebraba otra reunión con Macrae; tal vez más tarde aquel mismo día anunciasen que la investigación había quedado dividida, dado que no existían indicios de que la muerte de Todorov tuviera relación con la de Riordan. Desharían el equipo y el caso de Riordan volvería a ser competencia de Homicidios de Leith.

A menos que Clarke lo impidiera.

Tardó otros diez minutos en decidirlo. Starr continuaba reunido, así que cogió su abrigo y se acercó a la mesa en que trabajaba Goodyear.

– ¿Va a salir? -preguntó él.

– Vamos a salir los dos -contestó ella para júbilo del joven.

Tardaron diez minutos en coche en llegar al consulado, que era una gran casona georgiana entre otras cerca de la catedral episcopaliana. Estaba en una calle bastante ancha con aparcamiento en el centro de la calzada, del que arrancó un coche en el momento en que ellos llegaban. Mientras Goodyear echaba las monedas en el parquímetro, Clarke examinó el coche que había al lado del suyo, muy parecido al que llevaba Andropov el día que acudió al Ayuntamiento y al de Nikolai Stahov en su visita al depósito de cadáveres: un viejo Mercedes negro con cristal trasero ahumado. Pero al ver que no tenía matrícula diplomática, llamó a la comisaría para comprobar. El coche estaba registrado a nombre de Boris Aksanov con domicilio en Cramond. Clarke anotó los datos y puso fin a la llamada.

– ¿Cree que nos permitirán interrogarle? -preguntó Goodyear al volver de la máquina. Ella se encogió de hombros.

– Ya veremos -dijo dirigiéndose al consulado; subió los tres peldaños de piedra y llamó al timbre. Les abrió una joven con sonrisa fija de recepcionista. Clarke ya tenía la identificación en la mano-. Quiero hablar con el señor Aksanov -dijo.

– ¿El señor Aksanov? -replicó la joven sin perder la sonrisa.

– El chófer. Su coche está ahí -añadió volviendo la cabeza.

– Pero él no está.

– ¿Está segura? -replicó Clarke mirándola fijamente.

– Claro que sí.

– ¿Y el señor Stahov?

– Tampoco está en este momento.

– ¿Cuándo estará?

– Más tarde, creo.

Clarke miró por encima del hombro de la mujer. El vestíbulo era amplio pero sin muebles, se veían desconchones en la pintura y el papel de las paredes era viejo. Una escalera curvada llevaba al piso superior, pero la vista no alcanzaba al rellano.

– ¿Y el señor Aksanov?

– No lo sé.

– ¿No está haciendo de chófer con el señor Stahov?

La joven comenzaba a hacer esfuerzos por mantener la sonrisa.

– Lo siento, pero yo no puedo…

– Aksanov es el chófer del señor Stahov, ¿no es cierto?

La mano de la joven se aferró a la madera de la puerta. Clarke vio que estaba a punto de cerrársela en las narices.

– Yo no puedo decirle nada -repetía.

– ¿Es un empleado consular el señor Aksanov? -la joven cerraba ya la puerta, despacio pero decidida-. Volveremos -añadió Clarke. La puerta se cerró y ella permaneció mirándola.

– Se le notaba el miedo en la mirada -comentó Goodyear. Clarke asintió con la cabeza.

– Y nos ha salido caro. Eché monedas para media hora.

– Cárgalo a las investigaciones -dijo Clarke, dándose la vuelta y dirigiéndose al coche, pero se detuvo junto al Mercedes y consultó su reloj. Nada más sentarse al volante, Goodyear preguntó si volvían a Gayfield Square. Ella negó con la cabeza.

– Los vigilantes de este aparcamiento son muy severos, y al Mercedes le quedan siete minutos.

– ¿Lo que significa que alguien tendrá que ir a echar monedas al parquímetro? -aventuró él. Pero Clarke volvió a negar con la cabeza.

– Eso es ilegal, Todd. Si quieren evitar una multa tendrán que cambiar de sitio el coche -añadió girando la llave de encendido.

– Yo creía que las embajadas no pagaban multa.

– Cierto. Cuando es un coche con matrícula diplomática -Clarke puso la marcha y salió del aparcamiento para detenerse junto al bordillo doce metros más allá-. Merece la pena esperar un poco, ¿no crees? -dijo.

– Así me libro de las transcripciones -comentó Goodyear.

– Todd, ¿no te gusta ya tanto el trabajo de policía?

– Creo que es mejor que vuelva a vestir el uniforme -contestó él haciendo estiramientos con los hombros-. ¿Se sabe algo del inspector Rebus?

– Han vuelto a convocarle a comisaría.

– ¿Será para imputarle?

– Le llamaron para comunicarle que no hay pruebas.

– ¿No han encontrado en el protector fibras que correspondan a su ropa?

– No.

– ¿Hay algún otro sospechoso?

– ¡Dios, Todd, yo qué sé! -el silencio que siguió duró doce segundos hasta que Clarke expulsó aire con fuerza-. Todd, lo siento…

– Soy yo quien debería disculparse -dijo el joven-. No he podido reprimir mi curiosidad.

– No; es culpa mía. Es que… podría tener problemas.

– ¿Cómo?

– Los de la SCDEA vigilaban a Cafferty, y él me encomendó que los desviara a otro lugar.

– Hostia -exclamó el joven con los ojos muy abiertos.

– Habla bien -dijo Clarke.

– Cafferty bajo vigilancia… Las cosas se ponen feas para el inspector Rebus.

Clarke se encogió de hombros.

– Vigilaban a Cafferty -repitió Goodyear, meneando despacio la cabeza. Clarke dirigió su atención a alguien que salía del consulado.

– Esto se pone bien -comentó.

Era el mismo hombre que acompañaba a Stahov en su visita al depósito de cadáveres; el mismo que aparecía en la foto del recital en Word Power. Aksanov abrió el coche y se sentó al volante. Clarke decidió girar la llave de encendido y dejar el motor al ralentí hasta ver si lo cambiaba de estacionamiento o iba a otro lugar. Al ver que dejaba atrás dos espacios libres lo tuvo claro.

– ¿Vamos a seguirle? -preguntó Goodyear abrochándose el cinturón de seguridad.

– Has acertado.

– Y luego, ¿qué?

– Estoy pensando en pararle con algún pretexto falso…

– ¿Cree que es prudente?

– Pues no lo sé. Ya veremos.

En Queensferry Street se encendió el intermitente izquierdo del Mercedes.

– ¿Sale de Edimburgo? -aventuró Goodyear.

– Aksanov vive en Cramond. Tal vez vaya allá.

Después de Queensferry Street, el Mercedes tomó Queensferry Road. Clarke miró el velocímetro y vio que alcanzaba el límite de velocidad. Vio que el siguiente semáforo cambiaba a rojo y comprobó que las luces del freno del Mercedes funcionaban perfectamente. Si iba a Cramond, probablemente seguiría hasta la rotonda de Barnton y luego giraría a la derecha. Lo que no sabía es si iba a dejarle que llegara tan lejos. En Queensferry Road había un semáforo cada cien metros. Al detenerse el Mercedes en uno de ellos, Clarke se acercó casi rozándole.

– Todd, mira en el suelo junto al asiento de atrás -dijo. Él tuvo que desabrocharse el cinturón de seguridad.

– ¿Es esto lo que quiere?

– Conéctalo a ese enchufe y baja tu parasol -añadió Clarke.

– ¿Tiene un magneto en la base?

– Exacto.

La luz parpadeante comenzó a funcionar nada más conectarla. Goodyear la sacó por la ventanilla y la acopló al techo. El semáforo seguía en rojo. Clarke hizo sonar el claxon, vio que el chófer del Mercedes miraba por el retrovisor y le hizo una señal con la mano para que lo estacionara. Al cambiar el semáforo a verde, el del Mercedes hizo lo que le había indicado subiéndose al bordillo después del cruce. Clarke lo adelantó e hizo lo propio con su coche. Los automovilistas que pasaban aminoraban la velocidad para mirar. El chófer bajó del Mercedes y aguardó en la acera. Llevaba gafas de sol, traje y corbata. Clarke se acercó a él con el carnet de policía en la mano.

– ¿Qué sucede? -preguntó él con fuerte acento extranjero.

– ¿El señor Aksanov? Nos vimos en el depósito de cadáveres…

– Le he preguntado qué sucede.

– Tiene que acompañarme a la comisaría.

– ¿Qué es lo que he hecho? -dijo sacando un móvil del bolsillo-. Hablaré con mi consulado.

– No le servirá de nada -dijo ella-. No conduce un coche oficial, lo que me hace pensar que trabaja de autónomo. No goza de inmunidad, señor Aksanov.

– Soy chófer para el consulado.

– Pero no del consulado. Suba al coche -añadió Clarke en tono tajante. El ruso seguía con el móvil en la mano.

– ¿Y si me niego?

– Le acusaré de obstrucción a la autoridad… y de lo que se me ocurra.

– Yo no he hecho nada.

– Eso es lo que queremos aclarar… pero en la comisaría.

– ¿Y mi coche…?

– Déjelo ahí; no se preocupe. Le traeremos después. Se lo prometo -añadió forzando una amable sonrisa.

* * *

– ¿Cómo comenzó a hacer de chófer para Sergei Andropov? -preguntó Clarke.

– Me gano la vida trabajando de chófer.

Estaban en un cuarto de interrogatorios de la comisaría del West End porque Clarke no quiso llevar al ruso a Gayfield Square. Había enviado a Goodyear a por café. Aunque la mesa tenía grabadora no la puso en marcha ni utilizó la libreta de anotaciones. Aksanov solicitó fumar y ella lo permitió.

– Habla usted bien inglés, incluso con cierto acento local.

– Estoy casado con una chica de Edimburgo. Llevo aquí casi cinco años -respondió él inhalando el humo y expulsándolo hacia el techo.

– ¿Es ella también amante de la poesía? -Aksanov miró a Clarke-. ¿Y bien? -insistió.

– Ella lee libros… casi todo, novelas.

– Entonces, ¿es a usted a quien le gusta la poesía? -el ruso se encogió de hombros-. ¿Ha leído algo de Seamus Heaney últimamente? ¿O de Robert Burns?

– ¿Por qué me pregunta esto?

– Porque le vieron en un recital de poesía dos veces hace dos semanas. ¿O es simplemente que le gusta Alexander Todorov?

– Dicen que es el mejor poeta ruso.

– ¿Está de acuerdo? -Aksanov volvió a encogerse de hombros y miró la punta del cigarrillo-. ¿Compró su último libro?

– No sé por qué esto es asunto suyo.

– ¿Recuerda el título?

– No tengo por qué responderle.

– Señor Aksanov, estoy investigando dos asesinatos.

– ¿Y yo qué tengo que ver? -el ruso comenzaba a enojarse, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró Goodyear con los cafés.

– Sólo con dos terrones de azúcar -dijo poniendo uno delante de Aksanov-. Con leche y sin azúcar -añadió tendiendo el segundo vaso de plástico a Clarke. Ella dio las gracias con una inclinación de cabeza e hizo una ligera señal que Goodyear captó, dirigiéndose a la pared del fondo en la que se recostó con las manos juntas delante. Aksanov aplastó la colilla y estaba a punto de encender otro cigarrillo.

– La segunda vez que asistió -dijo ella-, llevó a Sergei Andropov.

– ¿Ah, sí?

– Hay testigos -el ruso se encogió de nuevo de hombros, esta vez exageradamente y torciendo el gesto-. ¿Lo niega? -inquirió Clarke.

– No he dicho nada.

– Eso me hace pensar que oculta algo. ¿Estaba de servicio la noche en que murió el señor Todorov?

– No lo recuerdo.

– Sólo le pido que recuerde hechos de hace poco más de una semana.

– Algunas veces trabajo de noche, otras no.

– Andropov fue a su hotel y tuvo un encuentro en el bar.

– No puedo decirle nada.

– ¿Por qué fue a esos recitales de poesía, señor Aksanov? -preguntó Clarke pausadamente-. ¿Le pidió Andropov que fuese? ¿Le pidió que le llevase?

– ¡Yo no he hecho nada, impúteme si quiere!

– ¿Es lo que desea?

– Lo que deseo es irme de aquí.

En los dedos que sostenían el cigarrillo se advirtió un leve temblor.

– ¿Recuerda el recital de la Biblioteca de Poesía? -preguntó Clarke en tono monocorde y moderado-. ¿Recuerda al hombre que lo grabó? También él ha sido asesinado.

– Yo estuve toda la noche en el hotel.

– ¿En el Caledonian? -aventuró Clarke sin estar segura.

– En Gleneagles -replicó él-. La noche del incendio.

– En realidad fue al amanecer.

– Por la noche… o al amanecer… Yo estaba en Gleneagles.

– De acuerdo -dijo ella, extrañada por su súbito nerviosismo-. ¿A quién llevó en el coche, a Andropov o a Stahov?

– A los dos. Fueron juntos y yo estuve allí todo el tiempo.

– Ya lo ha dicho.

– Porque es la verdad.

– Pero la noche en que murió el señor Todorov, ¿no recuerda si trabajó o no?

– No.

– Es muy importante, señor Aksanov. Pensamos que quien mató a Todorov iba en un coche…

– ¡Yo no tengo nada que ver! ¡Estas preguntas son intolerables!

– ¿De verdad?

– Intolerables e irracionales.

– ¿Ya lo ha terminado? -preguntó ella tras quince segundos de silencio. El ruso frunció el ceño-. El cigarrillo -añadió ella señalando el cenicero-. No ha hecho más que encenderlo.

El ruso miró un cigarrillo casi entero aplastado que seguía consumiéndose.

* * *

Tras pedir un coche patrulla que llevase a Aksanov a Queensberry Road, Clarke cruzó el pasillo hasta el lugar en que Goodyear charlaba con otros dos agentes, pero en ese momento sonó su móvil. No conocía el número.

– Diga -contestó, dando la espalda a Goodyear y los agentes.

– ¿Sargento Clarke?

– Diga, doctora Colwell. He estado a punto de llamarla.

– ¿Ah, sí?

– Porque creí que iba a necesitar una intérprete, pero no ha sido necesario. ¿Qué se le ofrece?

– Acabo de escuchar ese disco.

– ¿Sigue trabajando con el poema?

– En principio sí… pero al final escuché el disco entero.

– A mí me sucedió igual -dijo Clarke, recordando la hora que ella y Rebus habían pasado en su coche oyéndolo.

– Justo al final -añadió Colwell-. Bueno, después del recital y una vez terminadas las preguntas…

– ¿Sí?

– El micrófono capta un trozo de conversación.

– Lo recuerdo. ¿No es el poeta que murmura algo?

– Eso es lo que yo pensé y me costó entenderlo. Pero no es la voz de Alexander.

– ¿De quién, entonces?

– No tengo ni idea.

– Pero es ruso, ¿no?

– Ah, desde luego. Después de escucharlo varias veces creo que sé lo que dice.

Clarke pensó en Charles Riordan dirigiendo el micrófono hacia el público para grabar sus comentarios.

– ¿Y qué dice? -inquirió.

– Algo así como «Ojalá estuviera muerto».

Clarke se quedó helada.

– ¿Puede repetírmelo, por favor?

Capítulo 41

Rebus acudió a la cita con la doctora Colwell en su despacho y escucharon el CD.

– No parece la voz de Aksanov -dijo Clarke.

Sonó su móvil y contestó con un leve gruñido. Era la voz del inspector Calum Stone.

– ¿Quería hablar conmigo? -preguntó él.

– Le llamaré más tarde -replicó ella cortando la comunicación y meneando despacio la cabeza para que Rebus comprendiera que no era nada importante. Comenzaron a escuchar el trozo relevante de la grabación.

– Me apostaría algo a que es Andropov -dijo él, inclinándose hacia delante en la silla, con los codos apoyados en las rodillas y las manos juntas, absolutamente pendiente del disco e inmune a la presencia de Scarlett Colwell, que estaba en cuclillas a un paso de él junto al tocadiscos, con la cara velada por su melena.

– ¿Está segura de que dice eso? -preguntó Clarke.

– Totalmente -respondió Colwell, repitiéndolo en ruso. Lo había escrito en un bloc que Clarke tenía en la mano, el mismo en que había transcrito el poema.

– «¿Ojalá estuviera muerto?» -dijo Rebus-. ¿No «Quiero que lo maten» o «Voy a matarlo»?

– No tan explosivo -comentó Colwell.

– Lástima. Pero es de sobra un principio -añadió Rebus volviéndose hacia Clarke.

– De sobra -dijo ella-. Supongamos que es Andropov… ¿con quién habla? Tiene que ser con Aksanov, ¿verdad?

– Y tú le has dejado marchar.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– Podemos volver a detenerle… Es residente del país.

– Lo que no significa que el consulado no lo meta en un avión rumbo a Moscú -dijo Rebus mirándola-. ¿Sabes lo que creo? A Andropov le vendría estupendamente tener a alguien dentro del consulado. Así sabría cómo andaban las cosas en Rusia. Si pensaban procesarle, el consulado sería el primero en saberlo.

– ¿Y Aksanov sería su topo? -dijo Clarke asintiendo con la cabeza-. Aceptable, pero ¿es sólo eso?

– ¿Sicario, quieres decir?

Rebus reflexionó un instante y en ese momento advirtió que a Scarlett Colwell le rodaba una lágrima por la mejilla.

– Perdone -se disculpó-. Comprendo que es muy fuerte.

– Atrapen a quien mató a Alexander -dijo ella limpiándose la lágrima con el reverso de la mano-. Se lo ruego.

– Gracias a usted vamos cerrando el círculo -dijo él, cogiendo la traducción del poema-. A Andropov le pondría furioso que le llamara codicioso y «plaga» y le incluyera en la «pandilla de granujas».

– Lo suficiente para desear la muerte del poeta -dijo Clarke-. Pero ¿quiere eso decir que lo hiciera?

Rebus volvió a mirarla.

– Tal vez deberíamos preguntárselo -dijo.

* * *

Siobhan Clarke dedicó una hora a poner al inspector Derek Starr al corriente del caso. Aun así, él protestó quince minutos porque le hubieran «dejado al margen», antes de dar la orden de que trajeran a Sergei Andropov para interrogarle. Tuvieron que desalojar de un cuarto de interrogatorio a tres agentes instalados en él y que se quejaron por tener que trasladar sus cosas.

– Aquí huele a calzoncillos sudados -comentó Starr.

– Ah, no sé -replicó Clarke con una sonrisita.

Se había tropezado en la sala del DIC con Goodyear, quejándose también de que le hubiera abandonado en la comisaría de West End. Era cierto que tras la llamada de Colwell ella había salido a toda prisa hacia el coche, dejándole en el pasillo charlando con sus compañeros. Pese a todo, Clarke miró su ceño fruncido y le dijo clara y despacio una palabra: «acostúmbrate». A lo que él replicó que estaba deseando volver a Torphichen de uniforme.

Enviaron un coche patrulla al hotel Caledonian que cuarenta minutos más tarde regresó con un incomodado pasajero. Eran casi las ocho, con cielo oscuro y temperatura en descenso.

– ¿Tengo derecho a un abogado? -dijo Andropov de entrada.

– ¿Cree que lo necesita? -replicó Starr. Le habían prestado un reproductor de compactos y le dio unos golpecitos con el dedo.

Andropov reflexionó sobre la pregunta y se quitó el abrigo, lo puso en el respaldo de la silla y tomó asiento. Clarke estaba sentada junto a Starr, con el móvil y la libreta delante. Rogaba al cielo porque Rebus -estacionado afuera en su coche- no hiciera ningún ruido.

– Cuando quiera, sargento Clarke -dijo Starr juntando las manos.

– Señor Andropov -dijo ella-, he hablado previamente con Boris Aksanov.

– ¿Y?

– Sobre el recital en la Biblioteca de Poesía escocesa… Creo que usted estuvo allí.

– ¿Le dijo él eso?

– Hay muchos testigos, señor -hizo una pausa-. Ya sabemos que usted conoció a Alexander Todorov en Moscú, y que no eran amigos precisamente…

– Le repito: ¿quién le ha dicho eso?

Clarke hizo caso omiso de la pregunta.

– Fue usted al recital con el señor Aksanov y oyó al poeta improvisar un poema -añadió Clarke desdoblando la hoja con la traducción-: «Apetito despiadado… La gula insaciable… esa pandilla de granujas». No es precisamente una carta de amor, ¿verdad?

– Es un poema.

– Pero dirigido a usted, señor Andropov. ¿No es usted uno de los «hijos de Zhdanov»?

– Como tantos otros miles -respondió Andropov con una risita y ojos relucientes.

– Por cierto -añadió Clarke-. Debería haberle manifestado mi pesar antes que nada.

– ¿Por qué? -inquirió el ruso entrecerrando los ojos, ya más sombríos.

– Por las lesiones de su amigo. ¿Ha ido a verle al hospital?

– ¿Se refiere a Cafferty? -añadió él quitándole importancia-. Se pondrá bien.

– Y lo celebrará. Estoy segura.

– ¿Dónde demonios quiere ir a parar? -inquirió Andropov dirigiéndose a Starr, pero fue Clarke quien contestó.

– ¿Quiere, por favor, escuchar esto?

– En ese momento Starr apretó el botón de funcionamiento. Se oyó el ruido del final del recital de Todorov. Gente que se levantaba, comentarios, planes para ir a tomar unas copas, cenar… y de pronto la frase en ruso.

– ¿Conoce esa voz, señor Andropov? -preguntó Clarke al tiempo que Starr pulsaba «pausa».

– No.

– ¿Está seguro? Tal vez si el inspector Starr vuelve a pasar la grabación…

– Escuchen, ¿dónde quieren ir a parar?

– En Edimburgo tenemos una policía científica, señor Andropov, muy hábil en interpretación de pautas de voz…

– ¿Y a mí qué más me da?

– Da la casualidad de que esa voz de la grabación es la suya, expresando el deseo de ver al poeta Alexander Todorov muerto… el poeta que acababa de humillarle, el poeta que se oponía a todo lo que usted representa… -volvió a hacer una pausa-. Y esa misma noche, ese mismo hombre murió.

– ¿Quiere decir que lo maté yo? -replicó Andropov, esta vez con una carcajada más fuerte y más prolongada-. ¿Y cuándo lo hice exactamente? ¿Salí de un modo invisible del bar del hotel? ¿Hipnoticé a su ministro de Fomento para que no advirtiera mi desaparición?

– Pudieron actuar otros por cuenta de usted -terció Starr con voz glacial.

– Bueno, eso es algo que le va a costar bastante demostrar, ya que no es verdad.

– ¿Por qué acudió al recital? -preguntó Clarke. Andropov la miró y decidió que no tenía nada que perder respondiendo.

– Boris me dijo que había asistido a uno semanas atrás. Y sentí curiosidad. No había visto a Alexander recitar en público.

– El señor Aksanov no me dio precisamente la impresión de ser un amante de la poesía.

– Tal vez el consulado le pidió que fuera -dijo Andropov encogiéndose de hombros.

– ¿Por qué razón?

– Para comprobar hasta qué punto iba a mostrarse incordiante Alexander durante su estancia en Edimburgo -respondió Andropov rebulléndose en el asiento-. Alexander Todorov era un disidente profesional… se ganaba así la vida, sacando dinero a los liberales de gran corazón de Occidente.

Clarke aguardó por si Andropov añadía algo más.

– ¿Y cuando usted oyó el último poema…? -añadió en medio del silencio.

Esta vez Andropov se encogió de hombros con gesto conciliador.

– Tiene razón, me enfureció. ¿Qué le dan al mundo los poetas? ¿Aportan puestos de trabajo, energía, materias primas? No… sólo palabras. Y muchas veces bien remuneradas… se les da una fama exagerada. Alexander Todorov ha sido mimado por Occidente porque justamente sabía complacer su deseo de ver una Rusia tan corrupta y deshecha -Andropov cerró el puño derecho, pero al final no golpeó la mesa, sino que lanzó un profundo suspiro y expulsó aire ruidosamente por la nariz-. Yo dije que deseaba que muriera, pero no dejan de ser simples palabras.

– Pese a todo, ¿podría Boris Aksanov habérselas tomado en serio?

– ¿Ha visto a Boris? Él no es un asesino; es un osito.

– Los osos tienen garras -dijo Starr convencido de la oportunidad del comentario. Andropov le miró enfurecido.

– Gracias por decírmelo. Como soy ruso, no lo sabía, claro.

Starr se ruborizó y para que los presentes no se fijaran pulsó la tecla del aparato y volvió a oírse la frase. Starr tuvo que volver a pararla.

– Yo diría que existe motivo para imputarle -dijo.

– ¿De verdad? Bien, veremos lo que cualquiera de los famosos juristas de Edimburgo piensa al respecto.

– En Escocia no tenemos juristas -replicó Starr.

– Se llaman abogados -terció Clarke-. Pero lo que usted necesitaría es un procurador si le imputamos -añadió ella para que Starr lo tuviera en cuenta y no hiciera gestiones. De momento.

– ¿Y bien? -preguntó Andropov a Derek Starr. Había captado el sentido. Starr hizo una mueca pero no contestó-. Es decir, ¿puedo marcharme? -añadió el ruso dirigiendo su atención a Clarke, pero fue Starr quien espetó:

– ¡No abandone el país!

El ruso soltó otra carcajada.

– No tengo intención de marcharme de su espléndido país, inspector.

– ¿Le aguarda el cómodo gulag si vuelve al suyo? -preguntó Clarke sin poder evitarlo.

– Ese comentario la rebaja -dijo Andropov despectivo.

– ¿Va a pasarse por el hospital? -añadió ella-. Es curioso, ¿no?, que la gente que usted trata acabe muerta o en coma.

Andropov se levantó y cogió el abrigo de la silla. Starr y Clarke intercambiaron una mirada, pero a ninguno de los dos se les ocurrió algún truco para impedir su marcha. Goodyear estaba en el pasillo junto a la puerta preparado para acompañar al ruso a la salida.

– Ya hablaremos -dijo Starr a Andropov.

– Con mucho gusto, inspector.

– Y entregue el pasaporte -añadió Clarke como andanada final. Andropov le dirigió una leve reverencia y salió. Starr se levantó, cerró la puerta, rodeó la mesa y se sentó frente a Clarke, quien, fingiendo comprobar mensajes en el móvil, había cortado la comunicación con Rebus.

– Es posible que sea el chófer -dijo Starr-, pero harían falta pruebas concretas.

Clarke volvió a guardar la libreta y el móvil en el bolso.

– Andropov tiene razón en cuanto a Aksanov -dijo-. No me parece un asesino.

– En ese caso, tendremos que indagar el detalle del hotel y ver si cabe la posibilidad de que Andropov siguiera al poeta.

– Ten en cuenta que Cafferty también estaba allí.

– Pues hubo de ser uno u otro.

– El problema -dijo ella con un suspiro-, es que hay un tercer hombre, porque Jim Bakewell afirmó que estuvieron los tres en una mesa hasta después de las once… y a esa hora Todorov ya estaba muerto.

– Entonces, ¿qué? ¿Vuelta a empezar? -preguntó Starr sin disimular su exasperación.

– Bueno, le hemos acosado -replicó Clarke. Y tras un momento de reflexión añadió-: Gracias por seguir con ello, Derek.

Starr se relajó visiblemente.

– Tendrías que haberme informado antes, Siobhan. Necesito solucionar esto tanto como tú.

– Lo sé. Pero vas a dividir las investigaciones, ¿verdad?

– El inspector jefe Macrae considera que es mejor.

Ella asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo.

– ¿Trabajamos mañana? -preguntó.

– Sí, han aprobado horas extra.

– Es el último día de John Rebus -añadió ella en voz baja.

– Por cierto -dijo Starr, sin prestar atención al comentario-, ¿el agente que acompañó a Andropov es nuevo?

– Le enviaron de West End -mintió ella descaradamente.

– En el departamento hay gente cada vez más joven -comentó Starr meneando la cabeza.

* * *

– ¿Qué tal lo he hecho? -preguntó Clarke acomodándose en el asiento del pasajero.

– Tres sobre diez.

Ella le miró.

– Vaya; muchas gracias -dijo cerrando de golpe la portezuela. Rebus había aparcado el coche enfrente de la comisaría y tamborileaba con los dedos en el volante, mirando al frente.

– Casi me dieron ganas de irrumpir en pleno interrogatorio -añadió-. ¿Cómo se te ha podido pasar?

– ¿El qué?

Sólo en ese momento volvió él la cabeza hacia ella.

– La noche de la Biblioteca de Poesía Andropov estaba en la tercera fila. Tuvo necesariamente que ver el micrófono.

– ¿Y bien?

– Pues que planteaste mal las preguntas. Todorov le irrita, él exclama que ojalá muriera y no pasa nada, porque el interlocutor era su chófer. Pero luego Todorov muere y entonces el amigo Andropov tiene un problema…

– ¿La grabación?

Rebus asintió con la cabeza.

– Porque si la escuchábamos y nos lo traducían…

– Un momento -dijo Clarke pellizcándose ambos lados de la nariz y cerrando los ojos-. ¿Tienes una aspirina?

– Tal vez haya en la guantera.

Clarke la abrió y encontró un envase en el que quedaban dos pastillas. Rebus le tendió una botella de agua empezada.

– Si no te importan mis microbios… -dijo. Ella negó con la cabeza, tragó las pastillas y realizó unas rotaciones con el cuello-. Oigo sonar los cartílagos -dijo él compasivo.

– Olvídate de eso… ¿Quieres decir que Andropov no mató a Todorov?

– Suponiendo que no… ¿qué es lo que más temería? -dijo él haciendo una pausa para que ella pensara, y añadió-: Que nosotros pensásemos que había sido él.

– ¿Y que lo que dijo lo usáramos como prueba?

– Lo que nos lleva a Charles Riordan.

La mente de Clarke entró rápido en funcionamiento.

– Aksanov se puso nervioso cuando le interrogué sobre ello… y no cesó de decir que él había estado en Gleneagles todo el tiempo.

– Tal vez temiendo que le incriminásemos.

– ¿Tú crees que Andropov…?

Rebus se encogió de hombros.

– Depende de si podemos probar que salió de Gleneagles por la noche o de madrugada.

– ¿Y no habría optado por llamar a Cafferty y pedirle que interviniera?

– Es posible -dijo Rebus, sin dejar de tamborilear sobre el volante. Permanecieron en silencio casi un minuto, reflexionando-. ¿Recuerdas lo que nos costó conseguir los datos sobre los clientes del hotel Caledonian? No creo que sea más fácil en Gleneagles.

– Pero tenemos un arma secreta -añadió Clarke-. ¿Te acuerdas de la reunión del G8? Había un amigo del inspector jefe Macrae encargado de la seguridad del hotel, que incluso le invitó a una gira a las instalaciones.

– ¿Quieres decir que conocerá al director? Valdría la pena probar.

Volvieron a quedar en silencio.

– ¿Sabes lo que esto significa? -preguntó finalmente Clarke. Rebus volvió a asentir con la cabeza.

– Que seguimos sin saber quién mató a Todorov.

– Lo mires como lo mires, Andropov dijo que quería verlo muerto.

– Lo que no quiere decir que pasara a la acción. Si yo matara a todos los que maldigo, en Edimburgo quedarían algunos estudiantes y ciclistas de muestra, o de habitantes.

– ¿Yo entre ellos? -dijo ella.

– Es probable.

– ¿A pesar del tres sobre diez?

– No tientes a la suerte, sargento Clarke.

Capítulo 42

– ¿Todd Goodyear no viene con nosotros? -preguntó Rebus.

– ¿Ya se ha ganado tu estima?

Estaban en el Kay’s Bar, un término medio. La comida era decente, pero tenía también buena cerveza. Era algo más grande que el bar Oxford, pero también era más acogedor, y en él predominaba el color rojo, incluidas las columnas que separaban las mesas de la barra. Clarke pidió chili y Rebus se contentó con unos cacahuetes salados.

– ¿Has logrado que pasara desapercibido al radar de Derek Starr? -preguntó Rebus a su vez.

– El inspector Starr cree que Todd es del DIC -contestó ella robándole otro cacahuete.

– ¿Puedo meter los dedos en tu chili cuando te lo traigan?

– Ya te compraré otra bolsa.

Rebus dio un trago de IPA. Ella bebía una mezcla de zumo de lima y soda de apariencia tóxica.

– ¿Tienes algo planeado para mañana? -preguntó él.

– El equipo está de servicio todo el día.

– ¿Así que no hay fiesta para el veterano?

– Tú dijiste que no querías fiesta.

– ¿Habéis hecho colecta para comprarme algo bueno?

– Nos hemos quedado en números rojos… ¿A qué hora concluye tu suspensión de servicio?

– Hacia la hora del almuerzo, me imagino.

Rebus recordó la escena en el despacho de Corbyn… Sir Michael Addison saliendo de estampida. Sir Michael, padrastro de Gill Morgan. Gill, amiga de Nancy Sievewright. Nancy, Gill y Eddie Gentry filmados a escondidas y la grabación visionada por Roger Anderson, Stuart Janney y Jim Bakewell. Todo parecía conectado en Edimburgo. Como policía, Rebus había advertido una y otra vez cuan cierto era. Todo y todos. Todorov y Andropov, Andropov y Cafferty, las altas esferas y el hampa. También Sol Goodyear conocía a Nancy y a sus amigos. Sol era hermano de Todd Goodyear y Todd conectaba con Siobhan y con él mismo. Era como el cambio de pareja en aquellos concursos de baile de resistencia. ¿Cómo se titulaba la película? Algo de matar caballos [1]. Bailar y seguir bailando hasta que todo da igual.

El problema era que él estaba a punto de salir de escena.

Llegó el chili de Siobhan y él vio cómo desdoblaba la servilleta de papel en el regazo. Pasado mañana estaría sentado fuera de la pista de baile. Y dentro de unas semanas, más lejos aún, entre otros espectadores, ya sin participar. Lo había visto en otros policías: se jubilaban y prometían seguir en contacto, pero en cada visita a los viejos amigos se hacía más evidente lo alejados que estaban. Quedarían para tomar unas copas y charlar una tarde al mes, luego sería cada varios meses y después nada.

Una ruptura radical era lo mejor, le habían dicho. Siobhan preguntó si quería probar de su plato.

– Coge un tenedor y pruébalo.

– No tengo hambre -contestó él.

– Estás en las nubes.

– Es la edad.

– ¿Vendrás mañana a la comisaría a la hora del almuerzo?

– Nada de fiestas, ¿eh?

Ella negó con la cabeza.

– Y al final ya verás cómo solucionaremos todos los casos.

– Por supuesto que sí -añadió él con una sonrisa irónica.

– Te echaré de menos, ¿sabes? -dijo ella con la vista en el plato mientras comía.

– Durante un tiempo, tal vez -dijo él, haciendo con el vaso vacío un ademán hacia ella-. Voy a por la segunda.

– Recuerda que vas en coche.

– Pensé que podrías llevarme tú.

– ¿En tu coche?

– Después te pido un taxi.

– Qué espléndido.

– No he dicho que te lo pago -replicó Rebus dirigiéndose a la barra.

* * *

Pero sí se lo pagó, metiéndole un billete de diez libras en la mano y diciéndole «hasta mañana». Ella encontró un sitio para aparcar el Saab casi al final de Arden Street. Él estaba a punto de decirle que subiera a tomar algo cuando apareció un taxi con la luz encendida y ella le hizo señal de que parara y tendió a Rebus las llaves del coche.

– Qué suerte -dijo ella por lo del taxi. Fue en ese momento cuando él la instó a que cogiera las diez libras que ella finalmente aceptó.

– Derechita a casa -dijo Rebus, mirando cómo el taxi se alejaba y pensando si él mismo iba a seguir ese consejo.

Eran casi las diez y hacía una temperatura bastante por encima de cero. Bajó la cuesta hacia su casa mirando al ventanal de su cuarto de estar. Luces apagadas y nadie que le esperase. Pensó en Cafferty, preguntándose qué sueños tendría el gángster. ¿Se sueña cuando se está en coma? ¿Persiste alguna otra actividad? Rebus sabía que podía visitarle y sentarse a su cabecera. Tal vez una enfermera le trajese una taza de té y quizá fuese una persona de las que saben escuchar.

A Alexander Todorov le habían golpeado en el cráneo por detrás. A Cafferty le habían agredido por detrás, pero limpiamente, mientras que al poeta le habían aporreado primero. Él seguía tratando de esclarecer la relación: Andropov con toda evidencia. Andropov con sus amigos en las altas esferas… Megan MacFarlane, Jim Bakewell. Cafferty dando fiestas e invitando a beber y a cenar a Bakewell y a los banqueros; todos reunidos… Andropov dispuesto a trasladar sus negocios a Escocia, donde sus nuevos amigos le llevarían en palmitas, le defenderían. Los negocios son los negocios, claro: ¿qué importaba que Andropov estuviese a punto de ser acusado de corrupción en Rusia? Rebus se dio cuenta de que no había dejado de mirar a la desapacible ventana a oscuras de su piso.

«Hace buena noche para un paseo», dijo para sus adentros, mientras seguía cuesta abajo con las manos en los bolsillos.

Marchmont estaba tranquila, en Melville Drive no había coches. En Jawbone Walk, el camino que cruzaba los Meadows, apenas algunos peatones: estudiantes que volvían a casa. Caminó bajo los arcos hechos con mandíbulas reales de ballena y se preguntó -no por primera vez- qué propósito tendría aquello. Cuando su hija era niña jugaban a que les tragaba una ballena, como a Jonás y Pinocho… A lo lejos cantaban unos borrachos; dos vagabundos en un banco junto a unas bolsas con sus bienes materiales. El viejo centro hospitalario estaba siendo transformado en nuevos bloques de apartamentos que modificaban el perfil arquitectónico de las alturas. Siguió caminando y llegó a Forrest Road, pero en lugar de continuar recto hacia The Mound cortó por Greyfriars Bobby y bajó a Grassmarket. Todavía había muchos pubs abiertos y gente rezagada a la entrada de los albergues para los sin-techo. Cuando él vino a vivir a Edimburgo, el Grassmarket era un cuchitril; en realidad, gran parte de la Ciudad Vieja necesitaba desesperadamente una rehabilitación. Ahora se hacía difícil recordar su antiguo mal aspecto de entonces. Había quien decía que Edimburgo no cambiaba, pero era falso de todo punto, porque cambiaba constantemente.

Vio grupos de fumadores en la calle ante los pubs Beehive y Last Drop y en la tiendecita de pescado y patatas fritas había cola. Le asaltó la oleada del olor a frito y respiró hondo con fruición. En otro tiempo, en el Grassmarket se alzaba la horca; en ella murieron docenas y docenas de firmantes del pacto de la Alianza. Tal vez el fantasma de Todorov se habría unido a ellos. El camino se bifurcaba de nuevo y optó por la derecha hacia King’s Stables Road. Al pasar por delante del aparcamiento se detuvo un instante. Sólo había un coche en el nivel cero o planta baja. El dueño tendría que darse prisa porque cerrarían dentro de unos diez minutos. Estaba estacionado junto al sitio en que habían agredido a Todorov. No había ninguna mujer ofreciendo sus favores. Rebus encendió un cigarrillo y continuó caminando. No sabía adonde se dirigía. Por King’s Stables Road llegaría en un minuto a Lothian Road, frente al hotel Caledonian. ¿Seguiría alojado allí Sergei Andropov? ¿Buscaba él realmente otro enfrentamiento?

– Hace buena noche para pasear -repitió.

En ese momento pensó en los pubs de Grassmarket. Mejor retroceder sobre sus pasos, tomarse la última y coger un taxi para volver a casa. Dio la vuelta y comenzó a rehacer su camino. Al aproximarse de nuevo al aparcamiento vio el último coche que salía y paraba junto al bordillo; el conductor bajó y volvió hacia el aparcamiento, donde accionó las persianas metálicas que comenzaron a bajar con un zumbido eléctrico. El hombre no aguardó a verlas cerrarse, subió al coche y arrancó en dirección a Grassmarket.

Era el vigilante Gary Walsh, el guapo. Aparcado en el nivel cero… ¿No le había dicho a él que siempre dejaba el coche junto a la cabina de vigilancia en el primer piso? Las persianas ya se habían cerrado, pero había una ventanita a la altura del pecho. Rebus se agachó para mirar adentro. Las luces seguían encendidas; tal vez permanecieran así toda la noche. Se veía la cámara de seguridad en el rincón. Recordó que el compañero de Walsh le había dicho: «La cámara solía enfocar hacia ese sitio… pero la cambian…». A Rebus le parecía lógico: si trabajas en un aparcamiento de varios niveles, dejas el coche donde las cámaras lo enfoquen, y que se jodan los demás…

Macrae había dicho: «Hay menos de lo que parece». Todas aquellas relaciones… Cath Mills, apodada la Muerte, insinuándosele y hablando de ligues de una noche con los compañeros de trabajo… Alexander Todorov: al regreso de una jornada en Glasgow, cena con Riordan, Cafferty le invita a una copa y tiene los calzoncillos manchados de semen.

La mujer de la capucha.

«Menos de lo que parece».

«Cherchez la femme».

El poeta y la libido. Había un disco de Leonard Cohen titulado Death of a Ladies’ Man [Muerte de un mujeriego] y una de las canciones era «No vuelvas a casa empalmado», y otra: «El verdadero amor no deja huellas».

Huellas, pruebas: sangre en el suelo del aparcamiento; aceite en la ropa del muerto; manchas de semen…

«Cherchez la femme».

Tenía cerca la respuesta. Casi en la punta de la lengua.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Rebus piensa en la película Danzad, danzad, malditos, cuyo título en inglés es They Shoot Horses, Don’t They? (También matan caballos, ¿no?) (N. del T.)