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NOVENO DÍA

Sábado, 25 de noviembre de 2006

Capítulo 43

A primera hora de la mañana Rebus recogió el ticket de la máquina y aguardó a que se alzase la barrera. Había entrado por el último nivel del aparcamiento en Castle Terrace, pero siguió los indicadores hasta el segundo nivel. Había muchos espacios libres junto a la cabina de vigilancia. Se dirigió a la puerta y llamó antes de entrar.

– ¿Qué sucede? -preguntó Joe Wills con una taza de té negro entre las manos, entrecerrando los ojos al ver a Rebus.

– Buenas, de nuevo, señor Wills. Una noche agitada, ¿eh?

Wills estaba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos y llorosos y aún no se había puesto la corbata.

– Estaba tomando unas copas -dijo el hombre-, y la Muerte me cazó por el móvil. Bill Prentice se tuvo que marchar enfermo y me pidió si yo podía hacer el turno de mañana…

– Y a pesar de todo, no se negó. Eso es lo que se llama lealtad a la empresa.

Rebus vio el periódico en la mesa. El Polonio 210 era el veneno que había matado a Litvinenko. Era la primera vez que Rebus oía hablar de aquel producto.

– ¿Qué se le ofrece? -inquirió Joe Wills-. Creía que habían terminado -Rebus advirtió que la taza de Wills tenía el emblema de una emisora local, Talk 107-. No llevará leche por causalidad…

Pero Rebus tenía centrada su atención en los monitores de las cámaras de seguridad.

– ¿Viene a trabajar en coche, señor Wills?

– A veces.

– Si no recuerdo mal me dijo que tuvo una «piña».

– Pero el coche funciona.

– ¿Lo tiene aquí?

– No.

– ¿Por qué no? -Rebus alzó un dedo-. Por no arriesgarse a un control de alcoholemia, ¿no es cierto? -Wills asintió con la cabeza-. Muy prudente, caballero. Pero cuando viene al trabajo en coche, ¿lo deja a la vista?

– Claro -contestó Wills dando un sorbo al té y haciendo una mueca por lo amargo que estaba.

– Enfocado por una de las cámaras -añadió Rebus señalando con la cabeza la batería de monitores-. ¿Siempre aparca en el mismo sitio?

– Depende.

– ¿Y su compañero? ¿Me equivoco si pienso que el señor Walsh prefiere la planta baja?

– ¿Cómo lo sabe?

Rebus no hizo caso de la pregunta.

– La primera vez que vine -dijo-, el día siguiente al asesinato, no sé si recuerda…

– Sí.

– … las cámaras de la planta baja no estaban enfocadas hacia el sitio en que se produjo la agresión -añadió señalando una de las pantallas-. Y me dijo que una de ellas solía estarlo, pero que la movían. Pero ahora veo que han vuelto a enfocarla a un sitio que… déjeme adivinar, ¿es donde aparca el señor Walsh su coche?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

Rebus forzó una sonrisa.

– Me pregunto, señor Wills, cuándo moverían la cámara -dijo inclinándose sobre el vigilante-. Apostaría a que en el último turno que hizo antes del crimen estaba enfocada hacia el mismo lugar que ahora. Pero entre uno y otro alguien la movió.

– Ya le dije que la cambian.

Rebus estaba a diez centímetros de Wills.

– Lo ve claro, ¿no? No es ninguna lumbrera, pero se lo imaginó antes que todos nosotros. ¿Se lo ha dicho a alguien, señor Wills? ¿O se le da bien guardar secretos? Tal vez sólo desea una vida tranquila, con sus copas por la noche y un poco de leche para el té. No va a delatar a un compañero, ¿verdad? Pero le voy a dar un consejo, señor Wills, y va en su propio interés seguirlo -Rebus hizo una pausa para asegurarse de que el hombre prestaba atención-. No se le ocurra decir ni pío a su compañero, porque si lo hace y yo me entero le meteré a usted en la cárcel en vez de a él. ¿Entendido?

Wills había dejado de rebullirse y ahora la taza le temblaba ligeramente en las manos.

– ¿Lo ha entendido bien? -insistió Rebus. El vigilante asintió levemente con la cabeza, pero Rebus no había acabado-. Dirección -añadió dejando la libreta en la mesa-. Escríbala ahí -vio cómo Joe Wills dejaba la taza y hacía lo que le decía. Los compactos de Walsh estaban en el sitio habitual, pero Rebus no pensaba que Wills los escuchara-. Y otra cosa -añadió, recogiendo el bloc-, cuando el Saab llegue a la barrera de salida quiero que la levante. Lo que cobran en este aparcamiento es un verdadero robo.

* * *

Shandon estaba en el sector oeste de Edimburgo, entre el canal y Slateford Road. Poco más de quince minutos en coche, sobre todo el fin de semana. Rebus puso en marcha el reproductor de compactos y lo que sonó fue Eddie Gentry. Extrajo el disco y lo tiró sobre el asiento trasero, sustituyéndolo por Tom Waits; pero la peculiar voz ronca de Waits era demasiado incordiante y optó por el silencio. Gary Walsh vivía en el número 28, un adosado de una calle estrecha. Había sitio junto al coche de Walsh; aparcó allí el Saab y lo cerró. Las ventanas del piso de arriba del número 28 tenían las cortinas echadas. Lógico: cuando se trabaja en turno de noche se duerme hasta tarde. Rebus optó por no tocar el timbre y llamó con los nudillos. Al abrirse la puerta apareció una mujer totalmente maquillada. Su pelo era impecable y estaba ya vestida para ir al trabajo, salvo el calzado.

– ¿La señora Walsh? -preguntó.

– Sí.

– Soy el inspector Rebus.

Mientras ella examinaba el carnet él la examinó a ella. Tendría treinta y tantos años o algo más de cuarenta, o sea mayor que su pareja. A Gary Walsh debían de gustarle las mujeres mayores, pero cuando Joe Wills había definido a la señora Walsh como una «fuera de serie» no había mentido. Estaba bien conservada y llena de vida. «Madura» era el apelativo en que pensó Rebus. Por otro lado, su aspecto no duraría mucho, porque nada permanece maduro indefinidamente.

– ¿Puedo pasar? -inquirió.

– ¿De qué se trata?

– Del homicidio, señora Walsh -la mujer abrió sorprendida sus ojos verdes-. El que ocurrió en el trabajo de su esposo.

– Gary no me dijo nada.

– Me refiero al del poeta ruso hallado cadáver al final de Raeburn Wynd.

– Sí, lo leí en el periódico…

– Pero la agresión se inició en el aparcamiento -la mujer divagó levemente con la mirada-. Fue el miércoles por la noche, poco antes de que su marido acabara el turno -hizo una pausa-. No sabía nada, ¿verdad?

– Él no me dijo nada -respondió ella algo pálida. Rebus buscó en su libreta y sacó un recorte de prensa con la foto del poeta de una solapa del poemario.

– Se llamaba Alexander Todorov, señora Walsh.

Ella había retrocedido hacia el interior, con la puerta a medio cerrar. Rebus aguardó un instante, la abrió del todo y entró tras ella. Era un recibidor pequeño, con media docena de abrigos colgados de perchas junto a la escalera. Había dos puertas: la cocina y el cuarto de estar, donde ella se había sentado en el borde del sofá para abrocharse en los tobillos los zapatos de tacón alto.

– Voy a llegar tarde -musitó.

– ¿Dónde trabaja? -preguntó Rebus examinando el cuarto: un televisor grande, un tocadiscos grande y estanterías a rebosar de compactos y casetes.

– En una perfumería -contestó ella.

– Supongo que cinco minutos no tendrán importancia…

– Gary está durmiendo… puede volver más tarde. Pero él tiene que llevar el coche al taller a que le arreglen el tocadiscos… -añadió disminuyendo el tono de voz.

– ¿Qué sucede, señora Walsh?

La mujer se había puesto en pie restregándose las manos. Rebus dudaba que su inquietud fuese por culpa de los zapatos.

– Por cierto, tiene una trenca muy bonita -añadió, y ella le miró como si hablase en un idioma desconocido-. Esa negra con capucha que hay en el vestíbulo -prosiguió con una sonrisa-, y parece muy confortable. ¿Preparada para contármelo, señora Walsh?

– No hay nada que contar -replicó ella mirando a su alrededor como buscando escapatoria-. Tenemos que arreglar el coche…

– Eso ya lo ha dicho -replicó Rebus entornando los ojos y mirando por la ventana hacia el Ford Escort-. ¿Qué es lo que ha recordado, señora Walsh? Tal vez debamos despertar a Gary, ¿no cree?

– Tengo que ir a mi trabajo.

– Antes tiene que contestar a unas preguntas.

«Menos de lo que parece»: aquellas palabras le rondaban sin cesar por la cabeza. Todorov le había conducido hasta Cafferty y Andropov, y se había aferrado a ello porque eran los que le interesaban, porque eran los que él quería que fuesen culpables. Veía conspiraciones y tapaderas donde no las había. Andropov se había atemorizado por un exabrupto, pero no significaba que hubiera matado al poeta.

– ¿Cómo se enteró de lo de Gary y Cath Mills? -preguntó midiendo las palabras. Cath Mills… le había confesado aquella noche en el bar que «casi» había dejado los ligues de una noche.

La esposa de Walsh puso cara de horror y se derrumbó en el sofá con el rostro hundido entre las manos, descabalando su perfecto maquillaje, y comenzó a musitar repetidas veces «¡Oh, Dios!», para finalmente decir:

– Él no dejaba de decirme que había sido sólo una vez… sólo una vez, y sin querer. «De verdad, que sin querer». Un tremendo desliz.

– Pero usted sabía que no -añadió Rebus. Claro, Gary Walsh caería de nuevo en la tentación, volvería a engañarla. Era joven, un guaperas de aspecto roquero, y su esposa se hacía más vieja cada día que pasaba, aunque ocultase los estragos del tiempo con el maquillaje-. Fue un remedio muy desesperado -dijo Rebus despacio-, ponerse esa capucha para que entendiera la alusión, merodear por la acera y ofrecerse a desconocidos…

La mujer no cesaba de sollozar y sus lágrimas le corrían el maquillaje por las mejillas.

Alexander Todorov pasó por el lugar que no debía en el momento erróneo. Una mujer voluptuosa le ofrece sexo sin condiciones y le arrastra dentro del aparcamiento hasta el lugar que enfoca la cámara, donde está el coche de Gary Walsh. Pero eso Todorov no lo sabía. Se trataba de joder con un desconocido para hacer pagar al marido sus infidelidades.

– ¿Lo hicieron apoyados en el coche? -preguntó-. ¿Tal vez sobre el capó? -añadió sin dejar de mirar al Ford Escort, discurriendo sobre huellas digitales, sangre, semen, incluso.

– Dentro de él -contestó ella casi con un suspiro.

– ¿Dentro?

– Yo tengo un juego de llaves.

– ¿Era ahí donde…? -no tuvo que concluir la pregunta. Ella asentía con la cabeza, confirmando que era el lugar en que Walsh y la Muerte consumaban sus ardores.

– No fue idea mía -dijo ella, y Rebus tuvo que esforzarse por entenderlo.

– ¿Fue el hombre que eligió quien quiso hacerlo dentro del coche? -inquirió. Ella asintió de nuevo con la cabeza.

– Sería algo más cómodo, digo yo -comentó. Pero una idea le cruzó por la mente. El CD que faltaba… el último recital de Todorov grabado por Charles Riordan… «El coche al taller… para arreglar el aparato».

– ¿Qué sucede con el reproductor de compactos, señora Walsh? -preguntó Rebus con voz pausada-. Es por ese disco, ¿verdad? ¿Quiso escucharlo mientras estaban…?

Ella le miró a través del desastre del maquillaje.

– Se ha atascado en el aparato. Pero yo no sabía, yo no sabía…

– ¿No sabía que estaba muerto?

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y Rebus la creyó. Ella sólo quería un hombre, el que fuera, y cuando terminó lo borró de su mente. No le preguntó nombre, ni nacionalidad y probablemente ni le miraría la cara. Tal vez se había tomado dos copas de algo fuerte para darse valor. Y su marido no había querido hablar de ello después… no le había contado nada.

Rebus permaneció junto a la ventana reflexionando. Tantos conflictos domésticos a lo largo de los años, cónyuges que maltratan a cónyuges, mienten, engañan y acumulan odio y rencor. «Una auténtica furia…» Violencia súbita reprimida, elucubraciones mentales, luchas de poder. El amor que se agria o se pudre con el paso de los años.

Y ahora aparecía Gary Walsh somnoliento, bajando la escalera y llamando a su mujer.

– ¿Todavía estás aquí?

Cruzó el vestíbulo y entró en el cuarto de estar, descalzo, con unos vaqueros desteñidos y el torso desnudo, restregándose con una mano el pecho lampiño y los ojos con la otra, parpadeando al ver que había un desconocido y mirando en busca de una explicación a su mujer, que lloraba con el rostro contraído y la barbilla mojada en lágrimas. A continuación miró a Rebus y volvió la vista hacia la puerta como pensando escapar.

– ¿Sin zapatos, Gary? -dijo Rebus burlón.

– Con botas de buzo correría más que usted, cabrón -replicó Walsh con desdén.

– Vaya, la furia repentina que andábamos buscando -dijo Rebus con un esbozo de sonrisa-. ¿No le contó a su esposa qué le sucedió a Alexander Todorov cuando le dio alcance?

– Se quedó dormido en el coche -dijo la señora Walsh, recordando la escena, con los ojos enrojecidos clavados en su joven marido-. Vi que estaba borracho… no se excitaba… y lo dejé.

Gary apoyó la cabeza en el marco de la puerta, con las manos a la espalda agarradas al montante.

– No sé de qué habla -farfulló finalmente-. De verdad que no.

Rebus tenía el móvil en la mano marcando el número preciso sin quitar ojo de Walsh, que hacía lo propio pensando en echar a correr. Rebus se llevó el aparato al oído.

– ¿Siobhan? -dijo-. Una noticia para alegrar la mañana.

Cuando Rebus comenzó a dar la dirección Gary Walsh se dio la vuelta y lo rebasó decidido a alcanzar la puerta entreabierta y ganar la libertad que había más allá de la abertura, pero el peso del cuerpo de Rebus cayó sobre él por detrás aplastándole casi, la puerta se cerró y él quedó de rodillas, sin respiración, tosiendo y sangrando por la nariz. Su esposa no parecía percatarse de nada, absorta como estaba en su propio drama, sentada en el borde del sofá con la cabeza hundida entre las manos. Rebus recogió el móvil de la alfombra, notando la adrenalina recorrer su cuerpo y los latidos de su corazón. Realmente, era uno de los incentivos del trabajo que iba a echar de menos…

– Perdona la interrupción -dijo a Clarke-. He tropezado con uno.

Capítulo 44

El equipo de la Científica acudió a examinar el Ford Escort y el mecánico extrajo el CD atascado en cuestión de minutos. En el aparato de Gayfield Square sonó perfectamente. La única inscripción que llevaba era el nombre de Riordan, igual que la copia que el propio Riordan había hecho para Siobhan Clarke. Más buenas noticias: por lo visto la caja de herramientas del maletero iba a serles útil. Walsh había limpiado la sangre del martillo, pero quedaban otras manchas. El equipo de Ray Duff y los del laboratorio de Howdenhall escrutarían el resto del coche, por dentro y por fuera, para descubrir huellas dactilares y otros rastros. Era, como admitió incluso Derek Starr, «un resultado». Starr no había esperado mucho de aquella jornada, salvo las horas extra, y ahora daba saltos de contento y había llamado al jefe de policía a su casa antes de que nadie se le adelantara, para gran frustración del inspector jefe Macrae (a quien Starr destinó su segunda llamada).

Gary Walsh estaba en el cuarto de interrogatorio número 1 y Louisa Walsh en el número 2, declarando por separado. La resistencia del hombre fue cediendo poco a poco a medida que le fueron confrontando con las pruebas: el martillo, la sangre y el desplazamiento de la cámara para fingir que él no había visto la agresión. Obtuvieron un mandamiento judicial de registro y los agentes preguntaron a Walsh si encontrarían las pertenencias robadas a Alexander Todorov escondidas en algún sitio de la casa o en el lugar de trabajo, pero él negó con la cabeza.

«Yo no quería matarlo, sólo echarlo del coche… Dormía como un bendito después de fornicar con mi mujer… Apestaba a alcohol, a sudor y a su perfume… Le di unos golpes y él salió tambaleándose del aparcamiento… Yo subí a mi coche y arranqué, pero vi que había hecho algo en el reproductor de compactos, que no funcionaba… Fue la última gota… Lo vi al final de la callejuela y no supe lo que hacía… Perdí los nervios, sí, y todo por culpa de él… Se me ocurrió quitarle lo que llevaba para que pareciera un atraco. Están al pie del Castillo; las tiré por encima de la tapia…»

– Pues bien -comentó Siobhan Clarke-, después de tanta indagación, resulta que es un drama doméstico.

Lo dijo en un tono de hastío y desolación. Rebus sonrió solidario. Estaba de nuevo en la comisaría de Gayfield Square con permiso del inspector Derek Starr, quien dijo que «asumía toda responsabilidad».

– Qué gracioso -comentó Rebus.

– Tiene un rollo con una -prosiguió Clarke, más para sí misma que para Rebus-, se lo dice a la mujer y ésta se venga. ¿El marido se sale de sus casillas y el pobre desgraciado al que ella atrae para fornicar acaba en la mesa del depósito? -añadió meneando la cabeza despacio.

– Una muerte aséptica y fría -comentó Rebus.

– Eso es un verso de Todorov -dijo Clarke-. Y de «aséptica» no tiene nada.

Rebus alzó levemente los hombros.

– Andropov me dijo «cherchez la femme», tratando de enredar las cosas, pero tenía razón.

– Esa copa con Cafferty… Riordan que graba el recital… Andropov, Stahov, MacFarlane y Bakewell -dijo ella, contando con los dedos.

– No había ninguna relación -asintió Rebus-. Al final sólo se trataba de un compacto atascado y de un hombre fuera de sí.

Estaban en el pasillo de los cuartos de interrogatorio, hablando en voz baja, conscientes de que en la pared contigua tenían a Walsh y a su esposa. Clarke lanzó una risita desmayada por cuenta propia al ver que un agente uniformado entraba en el pasillo. Rebus vio que era Todd Goodyear.

– ¿Vuelves a lucir el uniforme? -dijo Rebus. Goodyear se alisó la pechera.

– Hago el turno de fin de semana en West End, pero cuando me enteré, he querido acercarme. ¿Es cierto lo que cuentan?

– Por lo visto -contestó Clarke con un suspiro.

– ¿Fue el empleado del aparcamiento? -vio cómo ella asentía con la cabeza-. ¿Y todas esas horas que dediqué a las grabaciones de Riordan…?

– Formaban parte de la investigación -dijo Rebus, dándole una palmadita en el hombro. Goodyear le miró.

– Le han levantado la suspensión de servicio -comentó.

– No se te escapa una, muchacho.

Goodyear le tendió la mano.

– Me alegro de que estén investigando sobre otros posibles agresores de Cafferty -dijo.

– No estoy seguro de estar totalmente fuera de sospecha, pero gracias de todos modos.

– Tiene que arreglar el maletero del coche.

Rebus contuvo la risa.

– Tienes toda la razón, Todd. En cuanto tenga un minuto…

Goodyear se volvió hacia Clarke. Otro apretón de manos y las gracias por haberle dado una oportunidad.

– Cumpliste muy bien, muchacho -dijo ella imitando el acento americano. Goodyear se ruborizó, le dirigió una leve inclinación de cabeza y se fue por donde había venido.

– Sólo Dios sabe las horas que trabajó con esas grabaciones del Parlamento -comentó Clarke en voz baja-. Todo para nada.

– Forma parte del rico tejido de la vida, Shiv.

– Deberías arreglar el maletero del coche.

Rebus miró con gesto exagerado el reloj.

– Apenas tiene importancia, ¿no crees? Dentro de pocas horas estaré tirando a la papelera mis trastos de investigador y todo lo demás.

– Bueno, antes de que lo hagas…

Él la miró.

– ¿Qué?

– Tú me has enseñado los tuyos, así que supongo que no te importará ver los míos.

Él cruzó los brazos y se balanceó sobre los talones.

– Explícate -dijo.

– Anoche dijimos que dejaríamos todo en limpio antes de que acabase el día.

– Efectivamente.

– Pues vamos al DIC a ver qué ha hecho el inteligente inspector jefe Macrae.

Rebus, intrigado, la siguió. La sala estaba vacía pero como si hubiera caído una bomba: el equipo Todorov/Riordan había dejado huellas.

– Ni siquiera hay nadie para tomarse una cerveza -se quejó Rebus.

– Es pronto -replicó Clarke-. Además, creí que no querías fiesta.

– Era por celebrar nuestro éxito en el caso Todorov…

– ¿Llamas «éxito» a eso?

– Es un resultado.

– ¿Y para qué sirven todos esos resultados?

Él esgrimió un dedo.

– Me marcho a tiempo… unas semanas más y estarás amargada sin remisión.

– Menos mal que me quedará el consuelo de lo distintos que éramos, ¿no? -respondió ella con otro suspiro.

– Creía que era eso lo que estabas tratando de demostrarme.

Ella sonrió finalmente y se sentó ante el ordenador.

– Lo hice según el protocolo: pedí al inspector jefe Macrae que viera si su amigo podía introducirnos en Gleneagles y prometieron enviarme por correo electrónico los datos a primera hora de hoy.

– Datos, ¿de qué exactamente?

– Los clientes que dejaron el hotel aquella noche o de madrugada antes de que a Riordan lo mataran. Los que pagaron la cuenta y los que regresaron -dijo ella manejando ágilmente el ratón. Rebus contorneó la mesa para ponerse detrás de ella y ver la pantalla.

– ¿Por quién apuestas, por Andropov o por el chófer?

– Tiene que ser uno de los dos.

Abrió el correo y se quedó boquiabierta.

– Vaya, vaya -fue el único comentario de Rebus.

* * *

Estuvieron todo el resto de la mañana y parte de la tarde recopilando datos. Tenían la información de Gleneagles, pero aún se las arreglaron para que les dijeran la matrícula del cliente. Con este dato, Graeme MacLeod, de la Unidad Central de Vigilancia Urbana -que abandonó una partida de golf a petición de Rebus- volvió a revisar las grabaciones de Joppa y Portobello, buscando ahora un vehículo en concreto, lo que facilitó la tarea. Entre tanto, Gary Walsh fue imputado de homicidio y su esposa puesta en libertad. Rebus estudió ambas declaraciones mientras Clarke dedicó su interés a un partido de rugby radiado: Australia arrasó a Escocia en Murrayfield.

Eran las cinco de la tarde cuando entraron al cuarto de interrogatorios número 1; dieron las gracias al uniformado y le despidieron. Rebus había salido a la calle media hora antes a fumar un cigarrillo y le sorprendió ver que ya oscurecía: el día había transcurrido sin que se dieran cuenta. Esa sería otra de las cosas que echaría de menos del trabajo… Pero aún tenía tiempo de disfrutar un poco.

Al cerrarse la puerta del cuarto de interrogatorios Rebus musitó unas palabras al oído de Clarke, pidiéndole dos minutos a solas con el sospechoso y asegurándole que no iba a hacer ninguna tontería. Ella no estaba muy convencida, pero accedió. Rebus aguardó a que la puerta estuviera cerrada, se acercó a la mesa y apartó la silla de patas metálicas, arrastrándola para que hiciera el máximo ruido posible.

– He intentado imaginarme -comenzó diciendo-, cuál es su relación con Sergei Andropov y he llegado a la conclusión de que se trata de que simplemente quieren su dinero sin que a usted ni al banco les importe cómo lo ha ganado…

– No somos de los que hacen negocios con malhechores, inspector -replicó Stuart Janney. Vestía un jersey de cachemira azul de cuello de cisne, pantalón de tela cruzada verde guisante y zapatos de cuero marrón sin cordones, pero era un atuendo de fin de semana en exceso rebuscado para pasar por casual.

– Pero usted se apunta un tanto -dijo Rebus-, captando a un multimillonario con todos sus bienes. El negocio es boyante en el FAB, ¿no es cierto, señor Janney? Logran beneficios de miles de millones, pero sigue siendo un mundo de tiburones en el que el pez grande devora al pequeño, como suele decirse. Todo esfuerzo es poco para mantenerse en el candelero…

– No sé exactamente adonde quiere ir a parar -dijo Janney cruzando impaciente los brazos.

– Sir Michael Addison creerá probablemente que es usted uno de sus muchachos de oro, pero no por mucho tiempo, Stuart… ¿quiere saber por qué?

Janney se reclinó en la silla, despreocupadamente, decidido a no morder el anzuelo.

– He visto el vídeo -añadió Rebus apenas en un susurro.

– ¿Qué vídeo? -replicó Janney mirándole fijamente a los ojos.

– El vídeo en que usted contempla otro vídeo. Figúrese que Cafferty tenía un agujerito en su sala de proyección. Y allí se le ve a usted pasándolo en grande visionando porno de aficionados -añadió Rebus sacando el DVD del bolsillo.

– Una indiscreción -dijo Janney.

– Para la mayoría de la gente, tal vez, pero no para usted -replicó Rebus con sonrisa glacial, haciendo que el reflejo del disco plateado diera en el rostro de Janney y le deslumbrara-. Lo que usted hizo, Stuart, es algo más que una «indiscreción» -añadió apoyando un codo en la mesa para aproximarse más a él-. En esa fiesta, en la que observa la escena del cuarto de baño, ¿sabe quién es la protagonista, la felatriz drogada? Se llama Gill Morgan. ¿Le suena a usted? Estuvo contemplando cómo la querida hijastra de su jefe esnifaba coca y repartía caricias bucales. ¿Qué va a decir la próxima vez que se tropiece con sir Mike en una comilona?

Janney empalidecía a ojos vista, como si la sangre se le fuera por los talones.

Rebus se levantó, se guardó el disco en el bolsillo, fue hasta la puerta y la abrió para que entrara Siobhan Clarke. Ella le miró, pero vio que no iba a aclararle nada, y se limitó a sentarse en la silla, dejando en la mesa una carpeta y unas fotos. Rebus la observó mientras se serenaba y le dirigía otra mirada con una sonrisa. Él asintió con la cabeza, dándole a entender: «Ahora te toca a ti».

* * *

– La noche del lunes 20 de noviembre -comenzó diciendo Clarke-, estaba alojado en el hotel Gleneagles de Perthshire, pero decidió marcharse pronto… ¿Por qué, señor Janney?

– Quería volver a Edimburgo.

– ¿Y por eso hizo las maletas a las tres de la madrugada y pidió la cuenta?

– Tenía mucho trabajo en la oficina.

– Pero no tanto -terció Rebus-, que le impidiera pasar a entregarnos la lista de residentes rusos del señor Stahov.

– Es cierto -dijo Janney, tratando aún de asimilar todo lo que le había dicho Rebus.

Clarke advirtió que el banquero estaba abrumado como consecuencia del interrogatorio de Rebus. «Bien, así pierde aplomo», pensó.

– Creo -dijo-, que nos trajo esa lista precisamente porque quería saber qué le había sucedido a Charles Riordan.

– ¿Qué?

– ¿Conoce eso de que el perro vuelve a la vomitona?

– Es una cita de Shakespeare, ¿verdad?

– No, es de la Biblia -terció Rebus-. Proverbios.

– No exactamente el escenario del crimen -prosiguió Clarke-, pero sí la oportunidad de hacer algunas preguntas para saber cómo iban las investigaciones.

– La verdad es que no sé a dónde quiere ir a parar.

Clarke hizo una pausa de cuatro segundos y miró los papeles de la carpeta.

– ¿Vive usted en Barnton, señor Janney?

– Exacto.

– Muy cerca de la carretera del puente de Forth.

– Pues sí.

– Y es el camino que tomó al volver de Gleneagles, ¿cierto?

– Creo que sí.

– Otra opción sería Stirling y la M9 -dijo Clarke.

– O -añadió Rebus-, a lo sumo podría tomar por el puente de Kincardine…

– Pero independientemente del itinerario que eligiera -prosiguió Clarke-, entraría en Edimburgo por el oeste o por el norte, que es lo más cercano a su casa -hizo otra pausa-. Por eso nos devanamos los sesos para entender qué es lo que hacía su Porsche Carrera en Portobello High Street una hora y media después de pagar la cuenta en Gleneagles -añadió acercándole la foto de la cámara de vigilancia urbana-. Comprobará que tiene la hora y el día, y su coche es el único en la calle, señor Janney. ¿Puede decirnos qué hacía allí?

– Debe de tratarse de un error… -balbució Janney desviando la mirada de la foto para concentrarla en el suelo.

– Es lo que dirá ante el tribunal, ¿verdad? -comentó Rebus irónico-. ¿Es eso lo que su carísimo abogado manifestará ante el juez y el jurado?

– Tal vez no tenía ganas de ir a casa -dijo Janney, haciendo que Rebus juntara las manos en un gesto rápido.

– ¡Sí, claro! -espetó-. Con un coche así le darían ganas de seguir costa adelante. Tal vez hasta cruzar la frontera…

– Lo que en realidad sucedió, señor Janney-terció Clarke-, es que Sergei Andropov estaba preocupado por la grabación -al mencionar «grabación» los ojos de Janney se clavaron en Rebus y éste le respondió con un guiño exagerado-. Tal vez se lo comentó, o quizá lo hiciera el chófer. El problema era que había hecho un comentario sobre Todorov y Todorov había muerto. Si la grabación salía a la luz el señor Andropov sería sospechoso y tal vez tuviera que abandonar el país o acabar siendo deportado. Y Escocia era supuestamente su refugio, su santuario. En Moscú, lo único que le esperaba era un proceso espectacular, y si se marchaba, se iban con él todos esos lucrativos negocios. Todos sus miles de millones. Por eso decidió ir a hablar con Charles Riordan. El diálogo salió mal y él acabó inconsciente…

– ¡Yo ni siquiera conocía a Charles Riordan!

– Qué curioso -dijo Rebus burlón-. Su banco es el principal promotor de una instalación de arte en la que trabajaba para el Parlamento. Sé que si preguntamos se descubrirá que usted le nombró en alguna ocasión.

– No creo que usted pretendiera matarle -añadió Clarke, tratando de moderar el tono de voz-. Sólo quería que destruyera la grabación. Le golpeó y buscó el disco, pero era como buscar una aguja en un pajar… en su casa tenía miles y miles de cintas y compactos. Así que organizó un modesto incendio, no para destruir la casa, sino para que se estropearan las grabaciones. Lo que usted quería eran la cinta y había muchas y no tenía tiempo para escucharlas todas. Metió un papel en un frasco de líquido limpiador, lo encendió y se fue.

– Esto es absurdo -dijo Janney con voz temblorosa.

– El problema -prosiguió Clarke impasible-, fue que el aislamiento de la insonorización acústica era muy combustible… Al morir Riordan, orientamos la investigación hacia un sospechoso de las dos muertes, y Andropov no estaba descartado. Así que todos sus esfuerzos han sido en vano, señor Janney. Charles Riordan murió para nada.

– Yo no lo hice.

– ¿Es eso cierto?

Janney asintió con la cabeza, mirando a todas partes menos a ellos dos.

– Muy bien -dijo Clarke-. No tiene de qué preocuparse -cerró la carpeta y recogió las fotos. Janney la miraba con cara de incrédulo. Clarke se levantó-. Pues eso es todo -añadió-. Seguiremos con el procedimiento y después se marchará.

Janney se puso en pie, apoyándose en la mesa con las manos.

– ¿El procedimiento? -inquirió.

– Es un simple formalismo, señor -dijo Rebus-. Tenemos que tomar sus huellas dactilares.

– ¿Para qué? -preguntó Janney, que se había quedado paralizado.

Fue Clarke quien contestó.

– En el frasco de disolvente quedó una huella que debe de ser del que inició el incendio.

– Pero no será suya, Stuart, ¿verdad que no? -dijo Rebus-. Usted estaba disfrutando de un recorrido en coche por la hermosa costa al amanecer.

– Una huella dactilar -la palabra surgió de la boca de Janney como un ser independiente.

– A mí también me gusta conducir -añadió Rebus-. Hoy me jubilo, así que a partir de ahora podré hacerlo con más frecuencia. Quizá pueda indicarme la ruta que siguió… ¿Por qué vuelve a sentarse, Stuart?

– ¿Desea tomar alguna cosa, señor Janney? -inquirió Clarke solícita.

Stuart Janney la miró y después a Rebus, antes de centrar toda su atención en el techo. Cuando comenzó a hablar lo hizo con voz tan ronca que no entendieron lo que decía.

– ¿Le importa repetirlo? -dijo Clarke educadamente.

– Quiero un abogado -dijo Janney.

Capítulo 45

– En el cine, cuando alguien se jubila o se va de la empresa -dijo Siobhan Clarke-, se marcha siempre con una caja bajo el brazo.

– Es cierto -dijo Rebus que había revisado su mesa sin encontrar nada de índole personal. En realidad, no tenía ni taza propia y utilizaba la que veía libre. Al final, se guardó en el bolsillo un par de bolígrafos y una bolsita de té Lempsi caducada hacía más de un año.

– Tuviste la gripe en diciembre -comentó Clarke.

– A pesar de ello arrastré mi dolido cuerpo hasta el trabajo.

– Y se pasó una semana estornudando y gruñendo -añadió Phyllida Hawes con las manos en las caderas.

– Contagiándome el virus -dijo Colin Tibbet.

– Y lo bien que lo pasamos… -afirmó Rebus con un suspiro exagerado. No se veía por ninguna parte al inspector jefe Macrae, aunque había dejado una nota advirtiéndole que depositara el carnet de policía en la mesa de su despacho. Tampoco estaba Derek Starr, que se había marchado a las seis, seguramente a un club o a una vinatería, a celebrar el éxito de la investigación y a probar las habituales estrategias de ligue conversacional-. ¿De verdad que no me habéis comprado nada, miserables cabrones?

– ¿Tú has visto a qué precio están los relojes de oro? -dijo Clarke sonriente-. Pero hemos reservado el salón de atrás del bar Oxford para esta tarde, y hay barra libre hasta cien libras… Lo que no nos bebamos te lo quedas.

Rebus quedó pensativo.

– ¿Así que eso es lo que queréis después de tantos años, que me emborrache hasta morir?

– Y hemos reservado mesa a las nueve en el Café St. Honoré… a pasmosa distancia del bar Oxford.

– Y a pasmosa distancia viceversa -añadió Hawes.

– ¿Nosotros cuatro? -preguntó Rebus.

– Quizá se dejen caer algunos más… Macrae prometió asomarse. Tam Banks y Ray Duff… el profesor Gates y el doctor Curt… y Todd y su novia.

– Si a ésos apenas los conozco… -protestó Rebus.

Clarke cruzó los brazos.

– ¡Me costó lo mío convencerles, así que no creas que ahora voy a decirles que no vengan!

– Es mi fiesta, pero con tus normas, ¿eh?

– Y viene también Shug Davidson -dijo Hawes a Clarke.

Rebus puso los ojos en blanco.

– ¡Aún soy sospechoso de la agresión a Cafferty!

– Shug no lo piensa así -dijo Clarke.

– ¿Y Calum Stone?

– No creo que quisiera venir.

– Sabes de sobra qué es lo que te he preguntado.

– ¿Nos vamos? -preguntó Hawes.

Todos miraron a Rebus, quien asintió con la cabeza. Él, realmente, quería estar cinco minutos a solas para despedirse bien del lugar. Pero pensó que daba igual. Gayfield Square no era más que una de tantas comisarías. Aquel viejo sacerdote que él había conocido años atrás decía que los policías eran como los curas, y el mundo, su confesionario. Stuart Janney tenía que confesar; pasaría una noche en el calabozo pensándoselo, y mañana o el lunes, acompañado por un abogado y frente a Siobhan Clarke, daría su versión de los hechos. Rebus se figuraba que Siobhan no se consideraba en absoluto un cura. La observó metiendo los brazos en las mangas del abrigo y comprobando que lo tenía todo en el bolso. Sus miradas se cruzaron un instante e intercambiaron una sonrisa.

Rebus fue al despacho de Macrae y dejó el carnet en la esquina de la mesa. Pensó en todas las comisarías en que había estado: Great London Road, St. Leonard’s, Craigmillar y Gayfield Square. Recordó los hombres y mujeres con los que había trabajado, la mayoría jubilados y algunos muertos hacía tiempo; los casos cerrados y los no resueltos, los días ante los tribunales, horas esperando para testificar. El papeleo y las disputas y triquiñuelas legales. Los testimonios entre lágrimas de las víctimas y sus familiares; los gestos de desdén y las negaciones de los acusados. La locura humana al desnudo, todos los pecados mortales de la Biblia a la vista y algunos más.

El lunes por la mañana no le haría falta despertador. Podía dedicar todo el día a desayunar y guardar el traje en el armario para ponérselo sólo para algún entierro. Conocía todas aquellas historias alarmantes: gente que había dejado su trabajo y una semana después estaban en el ataúd; la pérdida del trabajo equivalía a la pérdida de propósito en el esquema vital. Muchas veces había pensado si lo mejor para él no sería largarse de Edimburgo por las buenas. Con lo que sacara del piso podía comprarse una casa aceptable en cualquier sitio, la costa de Fife; o en el oeste, en una de las islas del archipiélago de las destilerías; o al sur, en el país expoliador. Pero se veía incapaz de marcharse de Edimburgo. Era el oxígeno de su sangre y aún tenía misterios por explorar. Había vivido allí desde que era policía, y las dos cosas -la profesión y la ciudad- formaban un todo. Cada crimen había acrecentado su saber, pero ese saber distaba mucho de ser completo. El pasado manchado de sangre se mezclaba con el presente salpicado de sangre; los conjurados de la Alianza y el comercio; una ciudad de bancos y burdeles, de virtud y vitriolo…

El hampa en connivencia con las altas esferas.

– ¿En qué piensas?

Era Siobhan desde la puerta.

– En nada importante -respondió.

– No me lo creo. ¿Estás listo? -añadió colgándose el bolso del hombro.

– Siempre lo estaré.

Pensó que eso sí que era verdad.

* * *

Primero fueron los cuatro al bar Oxford. Tenían reservado el salón de atrás con una cinta de «Policía. No pasar».

– Es un buen detalle -comentó Rebus, alzando la primera pinta de cerveza de la velada.

Al cabo de casi una hora se encaminaron al restaurante. Allí le esperaba una bolsa de regalos: un iPod de Siobhan que levantó las protestas de Rebus alegando que él nunca dominaría el funcionamiento.

– Ya lo he cargado -dijo ella-. Rolling Stones, los Who, Wishbone Ash… y muchos más.

– ¿John Martyn? ¿Jackie Leven?

– Incluso algo de Hawkind.

– Mi música de adiós -comentó Rebus con gesto casi de satisfacción.

De Hawes y Tibbet recibió una botella de malta de 25 años y un libro de rutas históricas de Edimburgo. Rebus dio un beso a la botella y unos golpecitos al libro y se empeñó en ponerse los auriculares en la primera parte de la cena.

– Escuchar a Jack Bruce es mucho mejor que oír lo que decís vosotros -alegó.

Regaron la cena con dos botellas de vino, regresaron al Oxford, donde les esperaban Gates, Curt y Macrae más dos botellas de champán a cuenta de la casa. Todd Goodyear y su novia Sonia fueron los últimos en llegar. Eran casi las once y Rebus iba por su cuarta pinta de cerveza. Colin Tibbet salió a que le diera el aire, con Phyllida Hawes frotándole animosamente la espalda.

– Tiene mala cara -comentó Goodyear.

– La culpa es de siete coñacs dobles.

No había música, pero no hacía falta. Las diversas conversaciones eran fluidas y sazonadas con risas. Contaron anécdotas, las mejores a cargo de los patólogos. Macrae estrechó calurosamente la mano de Rebus y le dijo que tenía que irse a casa.

– No deje de pasarse alguna vez por la comisaría -añadió al despedirse.

Derek Starr estaba de pie hablando del trabajo a un Shug Davidson con cara de aburrimiento. Que hubiese venido era prueba de que no había logrado ligar de nuevo. Cada vez que Davidson miraba hacia Rebus, éste le dirigía un guiño compasivo. Cuando llegó una bandeja con otra ronda de bebidas Rebus se encontró al lado de Sonia.

– Me ha dicho Todd que trabajas en la Científica -comentó él.

– Así es.

– Perdona que no te reconociera.

– Claro, suelo llevar capucha -dijo ella sonriente. Era bajita, quizá medía un metro cincuenta, con pelo rubio corto y ojos verdes. Lucía una especie de vestido japonés que favorecía su cuerpo delgado.

– ¿Cuánto tiempo hace que Todd y tú sois pareja?

– Algo más de un año.

Rebus miró hacia Goodyear, que estaba distribuyendo las bebidas.

– Es buen agente -comentó Rebus.

– Es muy listo. No tardará en entrar en el DIC.

– Puede que haya una vacante -dijo Rebus-. ¿Te gusta trabajar en el escenario del crimen?

– No está mal.

– Me han dicho que fuiste a Raeburn Wynd la noche en que mataron a Todorov.

Ella asintió con la cabeza.

– Y también al canal. Me llamaron.

– Te fastidiarían tus planes con Todd -dijo Rebus en tono amable.

– ¿Cómo dice? -replicó ella entornando los ojos.

– Nada -respondió Rebus, pensando que a lo mejor comenzaba a trabucar al hablar.

– Fui yo quien encontró el protector de zapatos -añadió ella, y acto seguido abrió mucho los ojos y se llevó la mano a la boca.

– No te preocupes -dijo Rebus-. Al parecer ya no soy sospechoso.

Ella se relajó y lanzó una risita.

– Pero dice mucho sobre la valía de Todd, ¿no cree?

– Por supuesto.

– Cualquier cosa que flotase en aquel tramo del canal, lo más probable es que quedase atascada debajo del puente, como él dijo.

– Y tenía razón -dijo Rebus.

– Por eso, creo que si no le admiten en el DIC es que están locos.

– Nuestra salud mental se ha puesto muchas veces en duda -comentó Rebus.

– Pero obtuvieron un resultado en el caso Todorov -añadió ella.

– Efectivamente -asintió Rebus con una sonrisa.

Goodyear charlaba con Siobhan Clarke y él le dijo algo que la hizo reír. Rebus decidió que había llegado el momento de fumarse un cigarrillo y tomó la mano de Sonia y le estampó un beso en el reverso.

– Un perfecto caballero -dijo ella mientras él se alejaba hacia la salida.

– Si tú supieras, muchacha.

Vio a Hawes y a Tibbet al fondo de la calle; Tibbet con la espalda apoyada en la pared y Hawes delante, echándole el pelo hacia atrás. Había otros dos fumadores mirando la escena.

– Hace tiempo que a mí no me sucede algo así -dijo uno de ellos.

– ¿El qué? -preguntó su interlocutor-. ¿Estar a punto de vomitar o estar con una mujer que te pasa la mano por el pelo?

Rebus secundó sus risas y encendió el cigarrillo. Al otro extremo de la calle se veían las luces de la residencia del primer ministro. Era un enclave laborista desde el traspaso de competencias, y amenazado ahora por el nacionalismo. De hecho, Rebus no recordaba una sola ocasión en que Escocia no hubiese conseguido una mayoría laborista. Él sólo había votado tres veces en su vida, y siempre a un partido distinto, pero en la época del referéndum perdió el interés. Desde entonces había conocido a muchos políticos -Megan MacFarlane y Jim Bakewell eran los últimos- y estaba convencido de que los clientes habituales del bar Oxford serían mejores legisladores. Las personas como Bakewell y MacFarlane eran una constante, y, aunque Stuart Janney fuese a la cárcel, dudaba de que eso tuviera repercusiones sobre el banco First Albannach. Seguirían trabajando con gente como Sergei Andropov y Morris Gerald Cafferty, seguirían acumulando el dinero legal con el dinero negro. A la mayoría de la gente le tenía sin cuidado cómo se creaban y se mantenían los empleos y la prosperidad. Edimburgo había crecido a partir de la industria invisible de la banca y los seguros. ¿A quién le importaban los sobornos que engrasaban la rueda? ¿Qué más daba si un grupo de hombres se reunía para ver vídeos grabados a escondidas? Andropov había dicho algo a propósito de que los poetas se consideraban legisladores anónimos, pero ¿merecían realmente ese título los hombres que lucían traje de raya diplomática?

– ¿Crees que ella intenta besarle mejor? -preguntó uno de los fumadores.

Hawes y Tibbet, con las caras juntas, perpetraban una especie de abrazo. «Que tengan suerte», pensó Rebus. La profesión de policía había interferido en su matrimonio y acabó rompiéndolo, pero no tenía por qué ser siempre así: él conocía policías casados sin problemas, e incluso algunos se casaban con compañeras del Cuerpo y parecía que les iba bien.

– Ella se lo monta muy bien -comentó el otro fumador. Se abrió la puerta a sus espaldas y salió Clarke.

– Ah, estás aquí -dijo.

– Aquí estoy -contestó Rebus.

– Estábamos preocupados por si te habías escabullido.

– Vuelvo dentro de un minuto -comentó él mostrándole el cigarrillo a medias.

Ella se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío.

– No te preocupes; no va a haber discursos -dijo.

– Muy acertado, Siobhan. Gracias.

Ella le respondió con un leve rictus de la comisura de los labios.

– ¿Qué tal está Colin? -preguntó.

– Me parece que Phyl procede a resucitarle -dijo él señalando con la cabeza hacia la pareja, que ya se había fundido en un solo ser.

– Espero que no les pese por la mañana -musitó ella.

– ¿Qué es la vida sin ciertos pesares? -le replicó uno de los fumadores.

– Pediré que pongan eso en mi epitafio -dijo el otro.

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada durante un instante sin decirse nada.

– Entra, que hace frío -dijo ella. Él asintió levemente con la cabeza, aplastó la colilla y la siguió al bar.

* * *

Era más de medianoche cuando el taxi le dejó en el hospital Western General. Al llegar al pasillo de la sala de Cafferty una enfermera le salió al paso.

– Está bebido -dijo mirándole furiosa.

– ¿Desde cuando dan el diagnóstico las enfermeras?

– Tendré que llamar a seguridad.

– ¿Para qué?

– Porque no puede visitar a un paciente en plena noche en ese estado.

– ¿Por qué no?

– Porque los pacientes duermen.

– No voy a ponerme a tocar el tambor -protestó Rebus.

La mujer señaló el techo; Rebus dirigió allí la mirada y vio una cámara enfocada hacia el lugar en que estaban.

– Le estarán viendo por el monitor y vendrá enseguida un vigilante -sentenció la enfermera.

– Por Dios bendito.

A espaldas de la enfermera se abrió la puerta -la puerta de la sala de Cafferty- y apareció un hombre.

– Deje que me ocupe yo -dijo.

– ¿Usted quién es? -preguntó la enfermera volviéndose hacia él-. ¿Quién le ha autorizado…?

Pero al ver el carnet de policía la mujer no insistió.

– Soy el inspector Stone -añadió el recién llegado-. Conozco a este hombre y yo me encargo de que no cause ningún trastorno más -dijo, y señaló con la cabeza unos asientos dispuestos allí para las visitas. Rebus pensó que no le vendría mal sentarse y no se opuso. Una vez sentado, Stone hizo una señal con la cabeza a la enfermera para que los dejara a solas, se sentó con Rebus con un asiento libre entre los dos y se guardó el carnet en el bolsillo.

– Yo también tenía uno como ése -comentó Rebus.

– ¿Qué lleva en esa bolsa? -preguntó Stone.

– Mi jubilación.

– Eso lo explica todo.

– ¿Todo, el qué? -replicó Rebus tratando de despejar su visión borrosa.

– Por una parte, lo que ha bebido.

– Seis pintas, tres chupitos y media botella de vino.

– Y aún se tiene en pie -comentó Stone meneando la cabeza sin dar crédito a la afirmación-. ¿Y qué le trae por aquí? ¿Sigue remordiéndole la conciencia por no haber acabado la tarea?

Rebus abrió el paquete de cigarrillos, pero recordó dónde estaba.

– ¿A qué se refiere? -inquirió.

– ¿Venía a desconectar los tubos de Cafferty?

– No fui yo quien le agredió en el canal.

– Tenemos un protector de zapatos manchado de sangre que dice lo contrario.

– No sabía yo que los objetos inanimados hablasen -replicó Rebus, pensando en su conversación con Sonia.

– Tienen su propio lenguaje, Rebus -añadió Stone-, y el departamento científico lo traduce.

« -pensó Rebus, despejándose ligeramente-, y son los agentes de la Científica los primeros que los recogen… agentes como la joven Sonia».

– ¿He de suponer que ha venido a visitar al paciente? -dijo.

– ¿Trata de cambiar de tema?

– No, se me acaba de ocurrir.

Stone asintió finalmente con la cabeza.

– Se ha suspendido la vigilancia hasta que recobre el conocimiento. Lo cual significa que me marcho mañana. El inspector Davidson me tendrá al tanto de lo que suceda.

– Yo no le haría mañana preguntas complicadas -dijo Rebus-. Anoche le vi marcharse tambaleándose por Young Street.

– Lo tendré en cuenta -dijo Stone levantándose-. Bueno, venga; le llevo a casa.

– Vivo al otro extremo de la ciudad -dijo Rebus-. Pediré un taxi por teléfono.

– Pues le acompañaré en la espera.

– Ya veo que no confía en mí, inspector Stone.

Stone no se molestó en contestar. Rebus dio unos pasos hacia la sala y miró por las ventanillas de la puerta. No podía saber qué cama era la de Cafferty. Y, además, había algunas con biombo.

– ¿Y si le ha desenchufado los aparatos? -preguntó Rebus-. Tendría en sus manos al chivo expiatorio perfecto.

Pero Stone negó con la cabeza y, del mismo modo que la enfermera, le señaló la cámara de videovigilancia.

– Esa cámara demostraría que no cruzó la puerta. ¿No conoce el dicho «La cámara nunca miente»?

– Lo he oído -contestó Rebus- pero prefiero no creérmelo.

Dicho lo cual recogió la bolsa y caminó pasillo adelante seguido por Stone hasta la salida.

– Hace tiempo que conoce a Cafferty -dijo éste.

– Casi veinte años.

– Su primera testificación importante contra él fue en el Tribunal Supremo de Glasgow.

– Exacto. El maldito abogado me confundió con un testigo anterior y me llamó «Sr. Stroman», y a partir de ahí fue el apodo que me puso Cafferty: Hombre de Paja.

– ¿Cómo el de El mago de Oz7.

– Ya veo que está informado de todo lo que le digo.

– De todo, no.

– Menos mal que me queda una carta en la manga.

– Me da la impresión de que no le va a dejar en paz.

– ¿A Cafferty?

Rebus vio que Stone asentía con la cabeza.

– O será que ha preparado a la sargento Clarke para que le releve -añadió Stone, aguardando una respuesta, pero Rebus no dijo nada-. Ahora que abandona el Cuerpo, ¿sabe que eso deja una brecha que nunca se llena?

– Mi engreimiento no llega a tanto.

– Tal vez suceda lo mismo con Cafferty… cuando la palme, su vacío no tardará mucho en llenarse. Hay muchos malhechores de poca monta por ahí, jóvenes y ágiles, ansiosos…

– Eso me da igual -dijo Rebus.

– Porque lo único que le estropea la fiesta es Cafferty.

Habían llegado a la entrada del hospital. Rebus sacó el móvil y se dispuso a llamar a un taxi.

– ¿De verdad que va a esperar conmigo? -preguntó.

– No tengo nada mejor que hacer -contestó Stone-. Pero sigue en pie mi ofrecimiento. A esta hora será difícil encontrar taxi.

Rebus tardó medio minuto en decidirse. Asintió con la cabeza, metió la mano en la bolsa y sacó la botella de Speyside.