Miércoles, 15 de noviembre de 2006
La muchacha dio un grito, uno solo; no hacía falta más, y cuando el matrimonio de mediana edad llegó al pie de Raeburn Wynd, se la encontró de rodillas, tapándose la cara con las manos, y con los hombros sacudidos por los sollozos. El hombre miró el cadáver un instante e hizo ademán de tapar los ojos a su esposa, pero ella ya se había dado la vuelta, sacó el móvil y marcó el número de emergencias. En los diez minutos que tardó en llegar el coche de policía, la joven quiso marcharse pero el hombre le explicó con suaves palabras, acariciándole el hombro, que debía esperar. La esposa se había sentado en el bordillo, a pesar del frío nocturno. Era un noviembre de Edimburgo que ya anunciaba heladas. En King's Stables Road no había tráfico. Un cartel de «prohibido el paso» impedía el tránsito desde Grassmarket hasta Lothian Road, y de noche era un paraje solitario con un aparcamiento de varias plantas en una acera y el castillo y el cementerio enfrente. La iluminación era débil y quienes pasaban por allí lo hacían alerta. Aquel matrimonio de mediana edad volvía de una audición de villancicos en la iglesia de St. Cuthbert para una cuestación del hospital infantil de Edimburgo. La mujer había comprado un ramillete de acebo, que ahora ocupaba un lugar en el suelo, a la izquierda del cadáver. Su marido no dejaba de pensar: «Un minuto más tarde y no habríamos oído nada, ya estaríamos camino de casa en el coche, con el ramillete en el asiento de atrás y música clásica en la emisora de FM».
– Quiero irme a casa -protestaba la joven entre sollozos.
Estaba de pie y tenía las rodillas arañadas. Llevaba una falda muy corta, en opinión del hombre, y su cazadora vaquera poco debía de protegerla del frío. Él había pensado -no mucho- en prestarle su chaqueta, y volvió a insistir en que debía esperar. De pronto las luces intermitentes del coche de policía que se aproximaba tiñeron de azul sus caras.
– Ahí están -dijo el hombre, pasándole el brazo por los hombros como para confortarla y apartándolo al ver que su esposa miraba.
El coche patrulla se detuvo sin apagar el motor ni las luces reflectantes y de él bajaron dos agentes de uniforme y sin gorra. Uno de ellos llevaba una linterna grande negra. Raeburn Wynd era una cuesta con una serie de antiguas caballerizas remodeladas como viviendas, con garajes en las plantas bajas que antaño albergaban a los caballos y carruajes del monarca. Era una cuesta peligrosa cuando el pavimento estaba helado.
– Tal vez resbaló y se golpeó en la cabeza -dijo el hombre-. O dormía al aire libre, o tomó unas cuantas…
– Gracias, señor -dijo uno de los agentes, por no contrariarle. Su compañero encendió la linterna y el hombre de mediana edad vio que había sangre en el suelo, sangre en las manos y en las ropas del muerto. Sangre que empapaba su pelo.
– O alguien le machacó de lo lindo -comentó el primer agente-. A menos, claro, que resbalara repetidas veces sobre un rallador de queso.
Su joven compañero hizo una mueca. Se había puesto en cuclillas para iluminar mejor el cadáver, pero volvió a levantarse.
– ¿De quién es ese ramillete? -preguntó.
– De mi esposa -contestó el hombre, pensando inmediatamente por qué no había dicho «mío» simplemente.
– Jack Palance -dijo el inspector John Rebus.
– Ya te he dicho que no lo conozco.
– Es un famoso actor de cine.
– Dime una película suya.
– Su necrológica sale en el Scotsman.
– Entonces, podrás decirme de sobra en cuál lo he visto.
La sargento Siobhan Clarke salió del coche cerrando de golpe la portezuela.
– Hacía de malo en muchas del Oeste -insistió Rebus.
Clarke mostró su carnet a uno de los agentes de uniforme y cogió la linterna que le ofrecía el más joven. La Unidad de Escenario del Crimen estaba de camino. Ya comenzaban a rezagarse algunos curiosos atraídos por las luces azules del coche patrulla. Rebus y Clarke habían estado trabajando hasta tarde en la comisaría de Gayfield Square, machacando una hipótesis -sin sospechoso principal- en un caso no resuelto, y ambos se alegraron del respiro que suponía aquella llamada. Fueron hasta allí en el destartalado Saab 900 de Rebus, quien ahora sacaba chanclas de polietileno y guantes de goma del maletero que sólo logró cerrar tras varios golpetazos.
– Tengo que venderlo -musitó.
– ¿Y quién te lo va a comprar? -replicó Clarke, poniéndose los guantes, y añadió al ver que no respondía-: ¿Eso que he visto eran unas botas de excursión?
– Tan viejas como el coche -contestó Rebus acercándose al cadáver. Ambos guardaron silencio y examinaron el cuerpo y el lugar.
– Le han hecho cisco -comentó Rebus finalmente. Se volvió hacia el agente más joven-. ¿Cómo te llamas, hijo?
– Goodyear, señor… Todd Goodyear.
– ¿Todd?
– El apellido de soltera de mi madre, señor -añadió Goodyear.
– Todd, ¿has oído hablar de Jack Palance?
– ¿El que trabajaba en Raíces profundas?
– Estás perdiendo el tiempo en la policía.
El compañero de Goodyear contuvo la risa.
– Si le dejan, el joven Todd es capaz de interrogarle a usted en vez de a un sospechoso.
– ¿Ah, sí? -terció Clarke.
El agente -por lo menos quince años mayor que su compañero y quizá con el triple de cintura- asintió con la cabeza señalando a Goodyear.
– Yo al lado de Todd soy una nulidad. Él tiene sus miras puestas en el Departamento de Investigación Criminal.
Goodyear, libreta en mano, permaneció impertérrito.
– ¿Quiere que empecemos a anotar datos? -preguntó.
Rebus miró al suelo. Había una pareja de mediana edad sentada en el bordillo cogida de las manos. Y estaba la jovencita, abrigándose con los brazos y temblando, apoyada en un muro. Más allá, el grupo de curiosos comenzaba de nuevo a aproximarse sin preocuparse de los agentes.
– Lo mejor que puedes hacer -dijo Rebus-, es apartar a esos hasta que acordonemos la zona. El doctor llegará dentro de dos minutos.
– No tiene pulsaciones -añadió Goodyear-. Lo he comprobado.
Rebus le miró furioso.
– Ya te dije que eso no les gustaría -apostilló el otro agente conteniendo la risa.
– Contamina el «locus» -dijo Clarke al agente joven, mostrándole sus manos enguantadas y los cubrezapatos de plástico. El joven puso cara de apuro.
– Primero el médico tiene que confirmar la muerte -añadió Rebus-. Entre tanto, vayan convenciendo a esa gente para que se largue a casa.
– Somos simples gorilas con ínfulas -comentó el otro agente mayor a su compañero mientras se encaminaban hacia los curiosos.
– Y esto, territorio de los VIP -añadió Clarke en voz baja, mirando de nuevo al cadáver-. No viste mala ropa; posiblemente no es un sin techo.
– ¿Comprobamos si lleva documentación?
Clarke se acercó dos pasos más y se agachó junto al cadáver, palpando con la mano enguantada los bolsillos del pantalón y de la chaqueta.
– No noto nada -dijo.
– ¿Ni siquiera compasión?
– ¿Te quitarás tu armadura cuando te jubiles? -replicó ella, alzando la vista hacia él.
Rebus musitó un «¡Qué dolor!». Su jubilación era el motivo por el que habían estado trabajando hasta tarde con cierta frecuencia: le faltaban diez días para jubilarse y no quería dejar casos con cabos sueltos.
– ¿Será un atraco frustrado? -dejó caer Clarke.
Rebus se encogió de hombros, dando a entender que no se lo parecía. Le dijo a Siobhan que iluminara el cadáver con la linterna: chaqueta negra, de cuero, camisa estampada sin corbata, probablemente azul en origen, vaqueros desgastados con cinturón de cuero negro y zapatos de ante negros. Rebus comprobó que era un rostro con arrugas y tenía el pelo canoso. ¿Cincuentón? Su estatura oscilaba entre uno setenta y tres o uno setenta y cinco. No llevaba anillos ni reloj. Para Rebus era el cadáver número… ¿cuál? Treinta o cuarenta durante sus más de treinta años en el Cuerpo. Diez días más y aquel pobre despojo sería asunto de otro; quizás antes. Hacía semanas que notaba la tensión de Siobhan Clarke: parte de ella, quizá la mejor parte, deseaba verle marcharse. Era la única manera de poder comenzar a demostrar su valía. Ahora lo miraba, como si supiera lo que estaba pensando. Él sonrió taimado.
– Aún no estoy muerto -dijo al tiempo que la furgoneta de la Unidad de Escenario del Crimen se detenía en la calzada.
El médico de guardia certificó la defunción. El equipo de la policía científica acordonó la cuesta de Raeburn Wynd por ambos extremos. Instalaron proyectores y una sábana para tapar la escena, de modo que los curiosos no vieran más que sombras de agentes moviéndose. Rebus y Clarke vistieron los mismos monos blancos desechables de la policía científica; llegó un equipo de fotógrafos después del furgón mortuorio y se materializaron vasos de té humeantes mientras a lo lejos se oían sirenas camino de otro lugar, gritos de borrachos cerca de Princes Street; quizás incluso un chillido de lechuza en el cementerio. Habían tomado declaración previa a la jovencita y al matrimonio de mediana edad y Rebus se puso a hojear los datos flanqueado por los dos agentes; ahora sabía que el mayor se llamaba Bill Dyson.
– Dicen que ya está cerca del examen final -dijo Dyson.
– A finales de la semana que viene -confirmó Rebus-. A ti no debe de faltarte mucho.
– Siete meses, y no puedo esperar. Ya tengo un buen empleo de taxista. No sé cómo se las arreglará Todd sin mí.
– Trataré de sobreponerme -replicó Goodyear alargando las palabras.
– Eso se te da bien -replicó Dyson, mientras Rebus reanudaba la lectura.
La joven que había encontrado el cadáver se llamaba Nancy Sievewright, tenía diecisiete años y volvía a casa después de visitar a una amiga que vivía en Great Stuart Street; Nancy vivía en Blair Street, junto a Cowgate. Había acabado los estudios y estaba sin trabajo, aunque esperaba ir algún día a la universidad y estudiar para ser auxiliar de odontología. La había interrogado Goodyear, y a Rebus le dio muy buena impresión: letra clara y abundancia de datos; comparadas con las anotaciones de Dyson era como pasar de la esperanza a la desesperación: una maraña de jeroglíficos. «A ver si pasan pronto estos siete meses», pensó Rebus, tratando de dilucidar si la pareja de mediana edad vivía en Frogston Road West, en el extremo sur de Edimburgo.
Había un número de teléfono, pero nada acerca de su edad y profesión. Rebus logró descifrar un «pasaban por allí» y un «ellos llamaron». Devolvió las libretas sin comentarios. A los tres volverían a interrogarles. Miró el reloj y se preguntó cuándo llegaría el forense. Entre tanto, no había mucho que hacer.
– Díganles que pueden irse.
– La chica está temblando -comentó Goodyear-. ¿La acompañamos a casa?
Rebus asintió con la cabeza y miró a Dyson.
– ¿Y la pareja? -preguntó.
– Tienen el coche aparcado en Grassmarket.
– ¿Habían salido a hacer compras tarde?
Dyson negó con la cabeza.
– Venían de un concierto de villancicos en St. Cuthbert.
– Nos podríamos haber ahorrado esta conversación -dijo Rebus-, si se hubiera molestado en ponerlo por escrito.
Mientras clavaba la mirada en el agente supo la pregunta que Dyson tenía en la punta de la lengua: «¿Para qué?». Afortunadamente, el veterano se guardó mucho de decirlo en voz alta… hasta que el otro veterano se hubo alejado suficientemente.
Rebus llegó hasta Clarke, que estaba junto a la furgoneta de la científica haciéndole preguntas al jefe del equipo, Thomas Banks, Tam para los amigos, quien lo saludó con la cabeza y preguntó si figuraba su nombre en la lista de invitados a su fiesta de despedida.
– ¿Por qué todo el mundo quiere venir a mi despedida?
– No le extrañe -añadió Tam-, que vengan hasta los peces gordos de Jefatura con estacas y martillos para estar seguros de que desaparece -añadió con un guiño a Clarke-. Me ha dicho Siobhan que se las ha arreglado para que su último servicio caiga en sábado, cuando todos estemos en casa viendo la tele mientras usted se larga.
– Es pura coincidencia, Tam -replicó Rebus-. ¿Queda té?
– Antes le hizo ascos -le reconvino Tam.
– De eso hace media hora.
– No hay segundas oportunidades, John.
– Le estaba preguntado a Tam -interrumpió Siobhan-, si su equipo podía avanzarnos algún indicio.
– Me imagino que te habrá dicho que tengas paciencia.
– Más o menos -añadió Tam, mientras comprobaba un mensaje de texto en el móvil-. Una puñalada frente a un pub de Haymarket -les leyó.
– Vaya noche -comentó Clarke, y añadió dirigiéndose a Rebus-: El doctor dice que al difunto le golpearon con fuerza y tal vez murió a consecuencia de los puntapiés; supone que el dictamen de la autopsia será trauma causado por objeto romo.
– No seré yo quien le contradiga -comentó Rebus.
– Ni yo -añadió Tam pasándose el dedo por el puente de la nariz y volviéndose hacia Rebus-. ¿Sabe quién es ese agente joven? -preguntó señalando con la cabeza al coche patrulla, donde Goodyear ayudaba a subir a Nancy Sievewright, mientras Bill Dyson tamborileaba con los dedos sobre el volante.
– No le conozco -contestó Rebus.
– A lo mejor conoció a su abuelo… -añadió Tam para hacer pensar a Rebus, quien no tardó en caer en la cuenta.
– ¿Harry Goodyear?
Tam asintió y Clarke preguntó quién era Harry Goodyear.
– Es ya historia antigua -contestó Rebus.
Lo que, como de costumbre, la dejó a ella con ganas de saber.
Cuando Rebus llevaba a casa a Siobhan Clarke sonó el móvil de ésta.
Dieron media vuelta y se dirigieron al depósito de cadáveres de Edimburgo en Cowgate, donde vieron una furgoneta blanca sin distintivos junto al muelle de descarga. Rebus aparcó junto a ella y entró en el edificio. El turno de noche lo formaban dos hombres: uno de unos cuarenta años y, a juicio de Rebus, con aspecto de ex presidiario, por el cuello de cuyo mono asomaba un tatuaje azul desdibujado hasta media garganta que Rebus tardó un instante en comprender que era algún tipo de serpiente. El otro hombre era mucho más joven, desgarbado y con gafas.
– Me imagino que tú eres el poeta -aventuró Rebus.
– Lord Byron, lo llamamos -dijo el otro con voz áspera.
– Por eso le reconocí -añadió el joven-. Estuve en un recital que dio ayer… -miró el reloj-. Anteayer, en realidad -esto recordó a Rebus que era más de media noche-. Y vestía tal cual.
– Por el rostro no resulta fácil identificarle -terció Clarke, haciendo de abogada del diablo. El joven asintió con la cabeza.
– De todos modos… El pelo, la chaqueta y el cinturón…
– ¿Cómo se llama? -preguntó Rebus.
– Todorov, Alexander Todorov. Es ruso. Tengo un libro suyo en la sala de personal. Me lo firmó él.
– Te costaría unas cuantas libras -comentó el compañero, inopinadamente interesado.
– ¿Puede enseñárnoslo? -preguntó Rebus. El joven asintió con la cabeza y se dirigió remiso al pasillo. Rebus miró las filas de puertas de refrigeradores-. ¿En cuál está?
– En el número tres -contestó el ayudante dando unos golpecitos con los nudillos sobre la puerta en cuestión con una etiqueta sin nombre-. Seguro que Lord Byron no se equivoca… es listo.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?
– Un par de meses. Se llama Chris Simpson.
Rebus cogió un ejemplar del Evening News.
– La cosa está fea para el Hearts -comentó el ayudante-. Pressley ya no es capitán y hay un entrenador provisional.
– La sargento Clarke estará encantada -comentó Rebus, alzando el periódico para que Siobhan viese la primera página: una agresión a un adolescente sij agredido en Pilrig Park, al que habían rapado.
– Gracias a Dios que no es de nuestro distrito -comentó ella.
Al oír pasos se volvieron los tres; era Chris Simpson que regresaba con un libro fino de tapas duras. Rebus lo cogió y miró la contraportada. El rostro serio del poeta parecía mirarle. Se lo mostró a Clarke, quien se encogió de hombros.
– Sí que parece la misma chaqueta -comentó Rebus-, pero lleva una especie de cadena al cuello.
– En el recital la llevaba -asintió Simpson.
– ¿Y el cadáver que ha ingresado esta noche?
– Ya advertí de que no. Tal vez se la quitaron… me refiero al asesino.
– O tal vez no sea él. ¿Cuántos días hacía que Todorov estaba en Edimburgo?
– Vino con una especie de beca. Hacía mucho tiempo que no vivía en Rusia… Él se consideraba un exiliado.
Rebus hojeó el libro. El título era Astapovo Blues, y los poemas en inglés llevaban títulos como «Raskolnikov», «Leonide» y «Mind Gulag».
– ¿Qué significa el título? -preguntó Rebus a Simpson.
– Es el pueblo en que murió Tolstoi.
El otro celador infló los carrillos.
– Ya le dije que era listo.
Rebus tendió el libro a Clarke, quien miró la guarda donde Todorov había escrito la dedicatoria: «Al apreciado Chris, para que conserve la fe como yo he hecho y he dejado de hacer».
– ¿Qué quiso decir con esto? -preguntó.
– Yo le dije que quería ser poeta y él me aseguró que eso quería decir que ya lo era. Creo que quiere decir mantener la fe en la poesía, pero no en Rusia -contestó el joven ruborizándose.
– ¿Dónde fue el recital? -preguntó Rebus.
– En la Biblioteca de la Poesía Escocesa… cerca de Canongate.
– ¿Le acompañaba alguien? ¿Su esposa, o alguien de la editorial?
Simpson contestó que no lo sabía.
– Es famoso, ¿saben? Se habló de su candidatura al premio Nobel.
Clarke cerró el libro.
– Bueno, podemos preguntar en el consulado ruso -comentó, y Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llegar un coche.
– Al menos ya está aquí uno de los dos forenses -dijo el otro celador-. Lord Byron, prepara el laboratorio.
Simpson tendió la mano reclamando el libro, pero Clarke lo agitó en el aire.
– ¿Le importa dejármelo, señor Simpson? Le prometo que no irá a parar a eBay.
El joven parecía reacio, pero su compañero le animó para que cediera y Clarke puso fin a su indecisión guardándose el libro en el bolsillo del abrigo. Rebus volvió la cabeza hacia la puerta de entrada, que se abrió de golpe para dar paso al profesor Gates con ojos de sueño. Casi detrás de él entró el doctor Curt; los dos patólogos trabajaban juntos con tanta frecuencia que a Rebus llegaban a parecerle una sola persona. Costaba imaginar que al margen de su trabajo llevaran vidas distintas e independientes.
– Ah, John -dijo Gates tendiendo una mano tan fría como la sala-. Empieza a apretar el frío. Y también está la sargento Clarke… deseando, qué duda cabe, perder la sombra de su mentor.
Clarke se sintió mortificada, pero no dijo nada; no valía la pena discutir el asunto, pues por lo que a ella respectaba hacía tiempo que había salido de la sombra de Rebus. Éste le dirigió una sonrisa comprensiva antes de estrechar la mano del pálido Curt, quien había sufrido un amago de cáncer hacía casi un año que le había robado parte de su energía; aunque había dejado de fumar.
– ¿Cómo está, John? -dijo Curt.
Rebus pensó que más bien era él quien habría debido preguntárselo, pero le contestó con una inclinación de cabeza.
– Yo digo que está en el dos -dijo Gates volviéndose hacia su colega-. ¿Apuesta o no?
– En realidad está en el número tres -dijo Clarke-. Creemos que puede ser un poeta ruso.
– ¿No será Todorov? -inquirió Curt enarcando una ceja. Clarke le enseñó el libro y el doctor elevó aún más la ceja.
– No se me había ocurrido que fuese amante de la poesía, doctor -comentó Rebus.
– ¿Se trata de un incidente diplomático? -terció Gates con un resoplido-. ¿Hay que buscar puntas de paraguas envenenadas?
– Se diría que le agredió un loco -añadió Rebus-. A no ser que haya un veneno que despelleje el rostro.
– Fasciitis necrótica -musitó Curt.
– Causada por Streptococcus pyogenes -añadió Gates-. Pero no creo que hayamos visto un solo caso.
Esto decepcionó profundamente a Rebus.
Trauma causado por objeto romo: el médico de guardia de la policía no se había equivocado.
Rebus estaba sentado en su sala de estar con las luces apagadas, fumando un pitillo. Después de la prohibición de fumar en los lugares de trabajo y en los pubs, el gobierno se proponía prohibirlo también en casa. Rebus se preguntaba cómo se las arreglaría para hacer cumplir la ley. En el reproductor de CD tenía puesto un álbum de John Hiatt a bajo volumen, del que sonaba la canción «Lift Up Every Stone» [Levanta todas las piedras]. Eso era lo que había hecho él todos aquellos años en el Cuerpo, si bien Hiatt construía un muro con las piedras y él sólo miraba los bichitos negros que echaban a correr al levantarlas. Se preguntó si la letra sería un poema, y qué habría hecho el poeta ruso con la versión que él hacía. Habían llamado al consulado pero no obtuvieron respuesta alguna, ni siquiera de un contestador automático, y decidieron dejarlo. Siobhan estuvo dando cabezadas durante la autopsia, para gran irritación de Gates. La culpa era de Rebus por haberla retenido hasta tarde en la comisaría, intentando que se interesara por aquellos casos no cerrados que a él aún le reconcomían, como si esperara que eso sirviera para conservar su recuerdo.
Rebus dejó a Siobhan en casa y cruzó en coche las calles silenciosas casi al alba hasta Marchmont: un feliz hueco para aparcar, y a su piso en el segundo. En la sala de estar había un mirador donde tenía su sillón. Se había prometido llegar hasta el dormitorio, pero debajo del sofá tenía un edredón extra por si acaso. Y también una botella de whisky -Highland Park de dieciocho años- comprada el último fin de semana, en la que quedaban un par de vasos. Tabaco, priva y suave música nocturna. En otro tiempo le habrían servido de buen consuelo, pero ahora se preguntaba si le bastarían cuando dejase el trabajo. ¿Qué otra cosa tenía?
Una hija en Inglaterra que vivía con un profesor universitario. Una ex mujer que se había ido a vivir a Italia. El pub.
No se veía conduciendo un taxi o haciendo indagaciones previas para abogados defensores. No concebía «empezar de cero» como otros, retirándose a vivir en Marbella, Florida o Bulgaria. Algunos habían invertido la pensión en propiedades y alquilaban pisos a estudiantes; un inspector jefe conocido suyo había hecho así un dineral, pero a él no le apetecía por el engorro: tendría que estar dando constantemente la tabarra a los estudiantes por quemaduras de cigarrillo en la moqueta o por tener el fregadero repleto.
¿Deportes? Ninguno.
¿Aficiones y pasatiempos? Lo que había hecho hasta ahora.
«Estás un poco depre esta noche, ¿eh, John?», dijo en voz alta. A continuación contuvo la risa, consciente de que podía estar depre por ganar para Escocia la medalla de oro olímpica de gruñones. Al menos a él no iban a recoserle después de una autopsia para meterle en el cajón número tres. Había repasado mentalmente una lista de malhechores que, según le constaba, se habían excedido al dar una paliza; la mayoría cumplía condena o estaban sedados en el departamento de psicópatas. Ya lo había dicho el propio Gates: «Auténtica furia». «O furias, en plural», había añadido Curt.
Cierto; podía haber más de un agresor. La víctima había recibido un golpe tan fuerte en la nuca que le había fracturado el cráneo, con un martillo, cachiporra o bate de béisbol, o algo similar. Rebus pensaba que habría sido el primer golpe. La víctima debió de quedar desnucada, de modo que no suponía ninguna amenaza para el agresor. ¿Por qué, entonces, tantos golpes en la cara? Tal como especulaba Gates, un atracador corriente no hace eso. Le habría vaciado los bolsillos y habría huido. Le habían quitado un anillo y en la muñeca izquierda había una marca alargada, señal de que usaba reloj de pulsera. En la parte de atrás del cuello, un rasguño era indicio de que probablemente le habían quitado la cadena de un tirón.
– ¿No ha quedado nada en el escenario del crimen? -preguntó Curt cogiendo el serrucho torácico.
Rebus negó con la cabeza.
– Supongamos que la víctima hubiera opuesto alguna resistencia… tal vez demasiada. O hubiera una connotación racista; ¿le habría delatado su acento?
– La víctima cenó copiosamente -señaló finalmente Gates, al abrir el estómago-. Gambas buhna, si no me equivoco, regadas con cerveza. ¿Y… no nota un olorcillo a coñac o whisky, doctor Curt?
– Sin lugar a dudas.
La autopsia siguió su curso mientras Siobhan Clarke hacía esfuerzos por no dormirse y Rebus, a su lado, observaba la labor de los patólogos.
No había rasguños en los nudillos ni restos de piel en las uñas; nada que apuntase a que la víctima había opuesto resistencia. La ropa, de grandes almacenes, sería enviada al laboratorio forense. Una vez limpio de sangre, el rostro era ya más parecido al del libro de poemas. Durante una de las breves cabezadas de Siobhan, Rebus se lo sacó del bolsillo y leyó en la solapa el resumen biográfico de Todorov: nacido en 1960 en el barrio moscovita de Zhdanov, ex profesor de literatura, galardonado con numerosos premios y autor de seis poemarios para adultos y uno para niños.
Sentado en el sillón junto al mirador, Rebus intentó recordar qué restaurantes indios había cerca de King's Stables Road. Por la mañana lo consultaría en el listín telefónico.
– No, John -dijo-, ya es mañana.
En la gasolinera que estaba de servicio toda la noche cogió un Evening Post para repasar los titulares. Continuaba el juicio de Marmion en la Audiencia; tiroteo en un pub de Gracemount, con un muerto y un afortunado vivo. El adolescente sij se había librado con golpes y rasguños, pero el pelo era sagrado en su religión; eso debían de saberlo o imaginarlo los agresores.
Y había muerto Jack Palance. No sabía cómo era en la vida real, pero en las películas siempre hacía papeles de duro. Se sirvió otro Highland Park y alzó el vaso en gesto de brindis.
– Por los tipos duros -dijo apurándolo de un trago.
Siobhan Clarke llegó al final de la lista de restaurantes del listín telefónico. Había subrayado media docena de posibilidades, aunque realmente todos los restaurantes indios eran posibles… Edimburgo era una ciudad pequeña y fácil de recorrer. Ellos comenzarían a partir de los más cercanos al lugar del crimen. Enchufó el portátil y buscó en Internet las entradas del nombre Todorov; había miles e incluso aparecía en Wikipedia. Parte de la información figuraba en ruso; algunos artículos eran de Estados Unidos, donde el poeta había impartido cursillos universitarios. Encontró también reseñas de Astapovo Blues y por ellas supo que los poemas versaban sobre autores rusos clásicos, pero eran también críticas a la actual política de su propio país, a pesar de que él no residía en Rusia desde hacía diez años. No era de extrañar que se autodenominara exiliado, y que con sus opiniones sobre la Rusia de después de la glasnost se hubiese ganado las iras y el desprecio del Politburó. En una entrevista le preguntaron si se consideraba disidente y contestó: «Un disidente constructivo».
Siobhan dio otro sorbo de café tibio. «Aquí tienes tu caso, chica», pensó. Pronto Rebus no estaría, aunque trataba de no pensar mucho en ello; habían trabajado tantos años juntos que casi podían saber los dos lo que pensaba el otro. Le echaría de menos, pero era evidente que tenía que empezar a planificar su futuro sin él. Sí, claro, se verían para tomar una copa, para cenar alguna vez; le contaría chismes y anécdotas. Él seguramente le daría la lata con aquellos casos sin cerrar que ahora le quería endosar…
En la tele aparecieron las Noticias 24 horas de la BBC sin sonido. Había hecho un par de llamadas para comprobar si alguien había denunciado la desaparición del poeta. No había gran cosa que hacer y finalmente apagó la televisión y el ordenador y fue al baño. Tenía que cambiar la bombilla; se desnudó a oscuras, se cepilló los dientes y se dio cuenta de que enjuagaba el cepillo bajo el grifo del agua caliente. Con la luz de la mesilla tapada con un pañuelo rosa, mulló las almohadas y alzó las rodillas para apoyar sobre ellas Astapovo Blues. Eran cuarenta y tantas páginas, pero a Chris Simpson le habían costado sus buenas diez libras.
Mantiene la fe como yo he hecho y no he hecho…
El primer poema del libro terminaba diciendo:
Mientras el país sangraba y lloraba, sangraba y lloraba
Él apartó la mirada,
Para no verse obligado a testimoniar.
Volvió a la página del título y vio que estaba traducido del ruso por el propio Todorov «con ayuda de Scarlett Colwell». Se recostó en la almohada y pasó página hasta el segundo poema. A la tercera de las cuatro estrofas se había dormido.