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SEGUNDO DÍA

Jueves, 16 de noviembre de 2006

Capítulo 3

La Biblioteca de Poesía Escocesa estaba en una de las innumerables costanillas y callejuelas que desembocan en Canongate. Rebus y Clarke no la encontraron y acabaron en el Parlamento y el Palacio de Holyrood. Rodaron cuesta arriba más despacio y tampoco la encontraron.

– De todos modos, no hay donde aparcar -protestó Clarke. Iban en su coche y era a Rebus a quien correspondía avistar el callejón Crighton’s.

– Creo que lo hemos pasado -dijo él estirando el cuello-. Para el coche y echaremos un vistazo.

Siobhan dejó puestas las luces de emergencia, cerró el coche y dobló prudentemente el retrovisor.

– Si me ponen una multa la pagas tú -dijo.

– Shiv, es un servicio policial. La recurriremos.

La Biblioteca de Poesía era un edificio moderno muy bien escondido entre bloques de pisos. En el mostrador, una empleada les dirigió una amplia sonrisa que se desvaneció cuando Rebus mostró el carnet de policía.

– Se trata de un recital de poesía, hace dos días: de Alexander Todorov.

– Ah, sí -dijo la mujer-, una maravilla. Tenemos ejemplares para la venta.

– ¿Estaba solo en Edimburgo? ¿Tenía familia o algo parecido…?

La mujer entrecerró los ojos y apretó la mano contra la rebeca.

– ¿Ha ocurrido algo?

Fue Clarke quien contestó.

– Lamentablemente, el señor Todorov sufrió anoche una agresión.

– ¡Santo cielo! -exclamó la bibliotecaria conteniendo la respiración-. ¿Está…?

– Más muerto que mi abuela -añadió Rebus-. Tenemos que hablar con alguien de su familia, o al menos con una persona que le identifique.

– Alexander era invitado del PEN y de la universidad. Llevaba un par de meses en Edimburgo… -dijo la mujer temblorosa, con voz quebrada.

– ¿El PEN?

– Es una asociación de escritores… muy activa en derechos humanos.

– ¿Dónde residía?

– La universidad le procuró un piso en Buccleuch Place.

– ¿Tenía familia? ¿Estaba casado…?

La mujer negó con la cabeza.

– Creo que era viudo. Y sin hijos, me parece, por suerte… en este caso.

Rebus pensó un instante.

– ¿Quién organizó aquí el acto? ¿La universidad, el consulado…?

– Scarlett Colwell.

– ¿Su traductora? -preguntó Clarke, recibiendo el asentimiento de la mujer.

– Scarlett es miembro del departamento de Ruso -dijo la bibliotecaria removiendo papeles en la mesa-. Tengo su número de teléfono por aquí… Qué cosa tan horrible. No saben qué disgusto…

– ¿No hubo ningún incidente durante el recital? -preguntó Rebus como quien no quiere la cosa,

– ¿Incidente? -la mujer, al ver que el policía no daba ninguna explicación, negó con la cabeza-. Fue todo sobre ruedas. Un alarde en la metáfora y en el ritmo… incluso cuando recitaba en ruso se sentía la pasión -dijo, rememorándolo un instante, antes de añadir con un suspiro-: Después Alexander firmó complacido unos ejemplares de su libro.

– Tal como lo dice -comentó Clarke-, no parece que siempre lo hiciera.

– Alexander Todorov era un poeta, un gran poeta -añadió como si aquello lo explicase todo-. Ah, aquí lo tengo -dijo mostrando un trozo de papel, aunque reacia al parecer a entregárselo. Clarke apuntó el número en su móvil y dio las gracias a la bibliotecaria.

Rebus examinó el lugar.

– ¿Dónde se celebró exactamente el acto?

– Arriba. Tenemos un salón de actos para más de setenta personas.

– Me imagino que no lo filmarían.

– ¿Filmarlo?

– Para la posteridad.

– ¿Por qué lo pregunta?

Rebus se limitó a encogerse de hombros.

– Un técnico de un estudio de música hizo una grabación sonora -dijo la mujer.

– ¿Su nombre? -preguntó Clarke sacando la libreta.

– Abigail Thomas -contestó la bibliotecaria, e inmediatamente se dio cuenta de su error-. Ah, ¿se refiere al nombre de quien hizo la grabación? Charlie… no recuerdo qué -Abigail Thomas cerró los ojos esforzándose por recordar y los abrió de pronto-. Charlie Riordan. Tiene el estudio en Leith.

– Gracias, señorita Thomas -dijo Rebus, y añadió-: ¿Se le ocurre alguien con quien podamos contactar?

– Pueden hablar con el PEN.

– ¿No asistió al recital alguien del consulado?

– No creo.

– ¿Ah, no?

– Alexander no ocultaba su oposición a la actual situación política rusa. Hace unas semanas intervino en el debate de Question Time.

– ¿El programa de televisión? -preguntó Clarke-. Yo lo veo a veces.

– En ese caso, debía de hablar inglés bastante bien -observó Rebus.

– Cuando quería, sí -respondió la bibliotecaria con sonrisa taimada-. Si lo que decía su interlocutor no le gustaba, su fluidez parecía traicionarle.

– Debía de ser todo un personaje -comentó Rebus. Vio que junto a la escalera había expuesto un montón de los libros de Todorov en una mesa-. ¿Están a la venta? -preguntó.

– Por supuesto. ¿Quiere comprar uno?

– ¿Están firmados? -vio que la mujer asentía con la cabeza-. Entonces me llevo seis -dijo sacando la cartera mientras la bibliotecaria se levantaba para servírselos. Al notar que Siobhan le miraba, vocalizó algo hacia ella.

– Algo muy parecido a eBay.

* * *

En el coche no había multa pero fueron objeto de la mirada airada de otros automovilistas por entorpecer el tráfico. Rebus tiró la bolsa con los libros en el asiento de atrás.

– ¿Le avisamos nuestra visita?

– Sería lo mejor -contestó Clarke marcando el número en su móvil y acercándoselo al oído-. Dime una cosa, ¿tú tienes idea de vender algo a través de eBay?

– Puedo aprender -contestó Rebus-. Dile que nos encontraremos en casa del poeta, no vaya a ser que esté allí borracho y ése del depósito sea uno que se le parece -añadió llevándose el puño a la boca para cortar un bostezo.

– ¿Has dormido poco? -preguntó Siobhan.

– Probablemente igual que tú -respondió él.

A la llamada de Siobhan respondió la centralita de la universidad. Preguntó por Scarlett Colwell y pasaron la llamada.

– ¿Señorita Colwell? -hizo una pausa-. Perdón, doctora Colwell -dijo poniendo los ojos en blanco para regocijo de Rebus.

– Pregúntale si puede curarme la gota -musitó él. Siobhan le propinó un puñetazo en el hombro mientras daba a la doctora Scarlett Colwell la mala noticia.

Dos minutos más tarde iban camino de Buccleuch Place, un edificio de estilo georgiano de seis plantas enfrente de los más modernos (y más feos) de la universidad. Uno muy alto, en concreto, se había ganado la mayor parte de los votos para el derribo de los habitantes de Edimburgo. Y el caso es que el propio edificio, tal vez sintiendo la hostilidad, comenzaba a deteriorarse y había perdido varios trozos de revestimiento.

– Tú no has estudiado aquí, ¿a que no? -preguntó Rebus mientras el coche de Siobhan cruzaba entre la edificaciones.

– No -contestó ella aparcando en un espacio libre-. ¿Y tú?

Rebus lanzó un resoplido.

– Shiv, yo soy un dinosaurio… en la Edad de Bronce te admitían en la policía sin título ni birrete.

– En la Edad de Bronce, ¿no se habían extinguido los dinosaurios?

– Como no he ido a la universidad eso es una de las cosas que ignoro. ¿Tú crees que podremos pillar un café?

– ¿En el piso? -preguntó ella y Rebus asintió con la cabeza-. ¿Beberías café de un muerto?

– He bebido cosas peores.

– No lo dudo -replicó Siobhan ya fuera del coche-. Ésa debe de ser.

Estaba en lo alto de una escalinata con la puerta de entrada abierta. Les dirigió un saludo con la mano al que ambos correspondieron; Clarke porque era lo correcto y Rebus porque Scarlett Colwell era guapa. Tenía una melena ondulada castaño rojizo, ojos oscuros y buenas curvas. Llevaba una minifalda verde ceñida, leotardos negros y botas marrones de media caña. Su chaqueta de Caperucita ecuestre le llegaba a la cintura. Una racha de viento le hizo apartarse el pelo de los ojos y a Rebus le pareció que entraban en el anuncio del chocolate Cadbury’s. Vio que tenía algo corrido el maquillaje; prueba de que había llorado al recibir la noticia, pero les saludó sin gazmoñerías al hacer las presentaciones.

La siguieron a lo largo de cuatro tramos de escalera hasta el último piso, donde Colwell sacó la llave de la puerta del alojamiento de Alexander Todorov, a donde llegó Rebus después de recobrar el aliento en el tercer descansillo en el momento en que la estaba abriendo. El apartamento no era gran cosa: un pequeño recibidor que comunicaba el cuarto de estar con una cocinita anexa; una ducha reducida y el váter aparte, más un dormitorio con vistas a los Meadows. Por ser la buhardilla del edificio, el techo era muy inclinado, y Rebus pensó si el poeta en alguna ocasión, al incorporarse de golpe en la cama, no se habría dado un cabezazo. El lugar presentaba un aspecto vacío y desolado, como marcado por la desaparición de su último inquilino.

– Lo sentimos profundamente -dijo Siobhan Clarke cuando pasaron al cuarto de estar.

Rebus miró en derredor: una papelera llena de poemas arrugados, una botella de coñac vacía junto al destartalado sofá, un plano de los autobuses de Edimburgo sujeto con chinchetas a la pared encima de una mesa de comer plegable en la que había una máquina de escribir eléctrica. No se veía ordenador, televisor ni aparato de música; sólo una radio portátil a la que le faltaba la antena. Libros por todas partes, ingleses, rusos y de otros idiomas. En el sofá había un diccionario de griego y latas de cerveza vacías en un estante para bibelots. En la repisa de la chimenea, invitaciones a fiestas del último mes. En el recibidor había un teléfono en el suelo conectado fuera. Rebus preguntó si acaso el poeta tenía un móvil. Al ver a Colwell negar con la cabeza, sacudiendo su melena, se dijo que la otra pregunta que se le ocurría la contestaría de igual modo. Un carraspeo de Siobhan Clarke le disuadió de hacerlo y su pregunta fue:

– ¿Tampoco tenía ordenador?

– Le ofrecí el de mi despacho para que lo usara -respondió Colwell-, pero Alexander repudiaba la tecnología.

– ¿Lo conocía usted bastante?

– Era su traductora. Cuando anunciaron la beca, yo hice cuanto pude porque se la concedieran.

– ¿Dónde vivía antes de venir a Edimburgo?

– Vivió un tiempo en París, y antes en Colonia, en Stanford, Melbourne, Ottawa… -contestó ella esbozando una sonrisa-. Estaba muy orgulloso de las estampillas en su pasaporte.

– Por cierto -interrumpió Clarke-, le habían vaciado los bolsillos… ¿sabe qué solía llevar encima?

– Una liberta y bolígrafo… y algo de dinero, supongo.

– ¿Y tarjetas de crédito?

– Tenía la tarjeta de un banco. Creo que abrió una cuenta en el First Albannach. Por aquí tiene que haber extractos en algún sitio -añadió mirando a su alrededor-. ¿Dice que le atracaron?

– Desde luego, sufrió una agresión.

– ¿Qué clase de hombre era, doctora Colwell? -preguntó Rebus-. Si alguien le agredía en la calle, ¿se habría peleado para defenderse?

– Ah, yo creo que sí. Era fuerte. Le gustaba el vino y las discusiones interesantes.

– ¿Tenía mal genio?

– No, en realidad.

– Pero dice que le gustaba discutir.

– En el sentido de que disfrutaba con el debate -puntualizó Colwell.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– En la Biblioteca de Poesía. Después fue al pub, pero yo tenía que volver a casa… debía corregir unos ejercicios antes de las vacaciones de Navidad.

– ¿Quién le acompañó al pub?

– Algunos poetas escoceses que había entre el público: Ron Butlin, Andre Greig… Creo que estaba también Abigail Thomas, aunque sólo fuese para pagar las bebidas… Alexander era un desastre con el dinero.

Rebus y Clarke cruzaron una mirada: tendrían que hablar otra vez con la bibliotecaria. Rebus emitió una tosecilla previa a su siguiente pregunta.

– ¿Querría identificar el cadáver, doctora Colwell?

Scarlett Colwell se puso pálida.

– Usted parece ser la persona más allegada -arguyó Rebus-, a menos que haya algún familiar que podamos localizar.

Pero Colwell ya lo había decidido.

– De acuerdo. Lo haré yo.

– Podemos llevarla ahora, si no le importa -añadió Clarke.

Colwell asintió despacio con la cabeza mirando al vacío. Rebus hizo un gesto a Clarke.

– Ve a la comisaría a ver si Hawes y Tibbet pueden venir aquí a echar un vistazo, por si aparecen el pasaporte, dinero, la tarjeta, la libreta… si no están, alguien los habrá cogido o tirado.

– Y las llaves -añadió Clarke.

– Correcto -Rebus recorrió de nuevo el cuarto con la mirada-. Es difícil saber si ya han registrado el piso… a menos que usted afirme lo contrario, doctora Colwell.

Colwell negó con la cabeza otra vez y se apartó un mechón de pelo del ojo.

– Siempre ha estado así -dijo.

– Entonces, no es necesario avisar a la Científica -dijo Rebus a Clarke-. Sólo Hawes y Tibbet.

Clarke asintió con la cabeza mientras sacaba el móvil. Rebus no había oído algo que había dicho Colwell.

– Dentro de una hora tengo clase -repitió ella.

– Estará de vuelta con tiempo de sobra -dijo él, sin tomarlo realmente en consideración. Estiró el brazo hacia Clarke con la mano abierta-. Las llaves.

– ¿Cómo dices?

– Tú te quedas aquí para recibir a Hawes y Tibbet. Yo acompaño a la doctora Colwell al depósito.

Clarke le miró fijamente un instante hasta que al final cedió.

– Que uno de los dos te lleve después a Cowgate -añadió Rebus para endulzarle la píldora.

Capítulo 4

La identificación fue instantánea, a pesar de que el sudario ocultaba casi todo el cuerpo y tapaba la labor de los patólogos. Colwell apoyó la frente un instante en el hombro de Rebus y dejó escapar dos lágrimas. Rebus lamentó no tener un pañuelo limpio, pero ella buscó uno en su bolso en bandolera, se enjugó los ojos y se sonó. Asistía a la identificación el profesor Gates, que, vestido con un terno que le habría sentado de maravilla cuatro o cinco años atrás, con la cabeza gacha, siguiendo el protocolo, extendió las manos con actitud expectante.

– Sí, es Alexander -dijo finalmente Colwell.

– ¿Está segura? -insistió Rebus.

– Completamente.

– Doctora Colwell -dijo Gates alzando la cabeza-, ¿le apetece tal vez una taza de té antes de abordar el papeleo?

– Son dos simples formularios -añadió Rebus en voz baja.

Colwell asintió despacio con la cabeza y pasaron los tres al despacho del patólogo, un cuarto claustrofóbico sin luz natural y con olor a la humedad que llegaba del cubículo de la ducha de una puerta contigua. Acababa de entrar el turno de día y Rebus no conocía al hombre que trajo el té. Gates lo llamó Kevin, diciéndole que cerrara la puerta al salir, y luego abrió la carpeta de encima de la mesa.

– Por cierto -dijo-, ¿era aficionado el señor Todorov a los automóviles?

– No creo que supiera diferenciar el motor del maletero -respondió Colwell esbozando una sonrisa-. En cierta ocasión me pidió que le cambiara la bombilla de la lámpara de su escritorio.

Gates correspondió con otra sonrisa y dirigió su atención a Rebus.

– El equipo de la Científica preguntó si tal vez trabajaba de mecánico, porque había restos de aceite en el dobladillo de la chaqueta y en las rodilleras del pantalón.

Rebus rememoró el escenario del crimen.

– Quizás había aceite en el suelo -comentó.

– En King’s Stables Road -añadió el patólogo-, transformaron muchas caballerizas en cocheras, ¿verdad?

Rebus asintió con la cabeza y miró a Colwell para observar su reacción.

– Estoy bien -dijo ella-. Ya no voy a lloriquear.

– ¿Quién se lo comentó? -preguntó Rebus a Gates.

– Ray Duff.

– Ray es competente -dijo Rebus. Sabía de sobra que Ray Duff era el mejor elemento del equipo de Escenario del Crimen.

– ¿Qué se apuesta a que ahora está en el escenario del crimen comprobando si hay aceite? -añadió Gates.

Rebus asintió con la cabeza y se llevó el vaso de té a los labios.

– Ahora que sabemos que la víctima es realmente Alexander -dijo Colwell rompiendo el silencio-, ¿tengo que guardarlo en secreto? Me refiero a si es algo que no quieren que divulgue la prensa.

Gates lanzó un fuerte resoplido.

– Doctora Colwell, es imposible que el cuarto poder no se entere. En la policía de Lothian y Borders hay más filtraciones que en un colador, igual que en este edificio -añadió alzando la cabeza hacia la puerta-. ¿No es cierto, Kevin?

Al otro lado oyeron los pasos del interpelado alejándose por el pasillo. Gates sonrió satisfecho y cogió el teléfono que comenzó a sonar.

Rebus sabía que sería Siobhan Clarke que esperaba en recepción.

* * *

Tras dejar a Colwell en la universidad, Rebus invitó a Clarke a almorzar. Al hacer el ofrecimiento ella lo miró y le preguntó si le pasaba algo. Él negó con la cabeza y Clarke añadió que sería porque quería pedirle algún favor.

– Quién sabe si una vez me jubile podré hacerlo muchas veces -dijo él.

Fueron a la planta de arriba de un bistró de West Nicholson Street, donde el plato del día era pastel de venado con patatas fritas y guisantes, que Rebus regó con un cuarto de la botella de salsa HP. Se contentó con media pinta de Deuchar’s y cuatro caladas a un cigarrillo antes de entrar, y entre bocado y bocado le comentó la observación de Ray Duff y le preguntó si no había nada sospechoso en el piso de Todorov.

– ¿Crees que el joven Colin está enamorado de Phyllida? -preguntó ella pensativa.

Phyllida Hawes y Colin Tibbet eran agentes de Homicidios de la comisaría de Gayfield Square a las órdenes de Rebus y Clarke. Los cuatro habían trabajado hasta hacía poco bajo la torva mirada del inspector Derek Starr, pero éste, en puertas de un futuro ascenso que consideraba un derecho, estaba trasladado temporalmente a la jefatura de Fettes Avenue. Corría el rumor de que cuando Rebus se jubilara Clarke ocuparía su puesto de inspectora. Era un rumor del que la propia Clarke trataba de no hacer caso.

– ¿Por qué lo preguntas? -replicó Rebus, alzando el vaso y viendo que estaba casi vacío.

– Parecen encontrarse muy a gusto los dos juntos.

– ¿Y nosotros no? -dijo Rebus, mirándola con cara de sorpresa y pena.

– Estamos bien -replicó ella con una sonrisa-. Es que yo creo que han salido los dos un par de veces y no lo dicen a nadie.

– ¿Y piensas que ahora estarán arrullándose en la cama del muerto?

Clarke arrugó la nariz al pensarlo. Y medio minuto más tarde añadió:

– Estoy pensando en cómo enfocarlo.

– ¿Te refieres a cuando yo esté fuera de juego y la jefa seas tú? -dijo Rebus, dejando el tenedor, con mirada feroz.

– Eres tú quien dice que no deje cabos sueltos -protestó ella.

– Puede que sí, pero no me tengo por columnista del consultorio sentimental -levantó de nuevo el vaso y vio que estaba vacío.

– ¿Quieres café? -preguntó ella como si fuera una oferta de paz. Él negó con la cabeza y comenzó a palparse los bolsillos.

– Lo que necesito es un buen cigarrillo -encontró el paquete y se levantó de la mesa-. Mientras tú tomas el café yo espero fuera.

– ¿Qué haremos esta tarde?

Rebus reflexionó un instante.

– Avanzaremos más si nos separamos… tú ve a ver a la bibliotecaria y yo iré a King’s Stables Road.

– Muy bien -dijo ella, sin molestarse en ocultar que realmente no se lo parecía. Rebus se detuvo un instante como si fuera a decir algo y a continuación balanceó el cigarrillo hacia ella y salió a la calle.

– Y gracias por el almuerzo -dijo ella cuando él ya estaba lejos para oírlo.

* * *

Rebus pensó que sabía el motivo por el que no podían mantener cinco minutos de conversación sin enzarzarse. Vivían momentos de tensión ahora que él estaba a punto de dejar el campo de batalla y ella iba camino del ascenso. Eran muchos años trabajando juntos y siendo amigos casi desde el principio… era lógico que fueran momentos de tensión.

Todos daban por supuesto que ellos dos se habían acostado en algún momento dado, pero lo cierto era que ninguno de los dos se lo habría permitido. ¿Cómo iban a trabajar como compañeros si sucedía tal cosa? Habría tenido que ser todo o nada, y a los dos les gustaba demasiado su trabajo como para consentir el menor obstáculo. Él le había hecho prometer que no habría una fiesta en su última semana de servicio en el DIC. Su jefe en Gayfield Square había incluso ofrecido organizar algo en la oficina, pero él se había negado diciendo que no con la cabeza.

– Eres el que más tiempo lleva de servicio en el DIC -insistió el inspector jefe Macrae.

– Entonces son los compañeros que han trabajado conmigo quienes merecen el festejo -replicó Rebus.

El extremo de Raeburn Wynd seguía acordonado, pero un curioso se agachó y cruzó la cinta azul y blanca, reacio a aceptar que alguien pudiera imponerle restricciones de peatón en Edimburgo; o eso pensó Rebus por el gesto displicente que hizo con la mano cuando Ray Duff le dijo que estaba contaminando el escenario del crimen. Duff meneó la cabeza, más compungido que otra cosa cuando Rebus se acercó a él.

– Gates dijo que te encontraría aquí -dijo, y Duff puso los ojos en blanco.

– Y ahora tú me pisas el locus.

Rebus hizo una mueca. Duff estaba en cuclillas junto a su instrumental, una caja de herramientas de plástico rojo reforzado comprada en B &Q con innumerables cajones que se abrían como un acordeón; pero Duff ya los cerraba.

– Sabía que te dejarías caer por aquí -comentó Duff.

– No me digas.

– De verdad -replicó Duff riendo.

– ¿Hay algo interesante? -preguntó Rebus.

Duff cerró la caja de herramientas y se puso en pie con ella en la mano.

– He recorrido la cuesta hasta el final y he comprobado todas las cocheras. Si le agredieron arriba, habría rastros de sangre -añadió con una pisada fuerte para reforzar su argumentación.

– ¿Y?

– Hay restos de sangre en otro sitio, John -respondió haciendo un gesto para que le siguiera, caminando por King’s Stables Road-. ¿Ves algo?

Rebus escrutó la acera y advirtió un rastro de salpicaduras con intervalos. Estaba casi descolorida pero se veía.

– ¿Cómo no advertimos esto anoche?

Duff se encogió de hombros. Tenía el coche aparcado junto a la acera; lo abrió y guardó su caja de instrumental.

– ¿Cuánto trecho has examinado? -preguntó Rebus.

– Me disponía a hacerlo cuando llegaste tú.

– Pues vamos a comprobarlo.

Comenzaron a caminar escrutando señales esporádicas de gotas.

– ¿Vas a incorporarte a la SCRU? -preguntó Duff.

– ¿Tú crees que me querrían en la SCRU?

La SCRU era la Unidad de Revisión de Crímenes Graves formada por agentes jubilados cuya misión era examinar los casos no cerrados.

– ¿Te has enterado de lo que resolvimos la semana pasada? -preguntó Duff-. Obtuvimos ADN de una huella dactilar sudada. Ese tipo de detección puede ser útil en casos no resueltos; con una ampliación del ADN se pueden comparar muchos ADN.

– Lástima que yo no pueda descifrar lo que dices.

Duff contuvo la risa.

– El mundo cambia, John. Y más rápido de lo que muchos podemos asumir.

– ¿Quieres decir que me una al basurero?

Duff se encogió de hombros. Habían recorrido unos cien metros y se encontraban en la entrada de un aparcamiento de varias plantas con dos barreras, a elección de los automovilistas. Tras pagar la tarifa, se introducía el recibo en la ranura y se alzaba la barrera.

– ¿Habéis identificado a la víctima? -preguntó Duff mirando el suelo para detectar el rastro.

– Era un poeta ruso.

– ¿Llevaba coche?

– Era incapaz de cambiar una bombilla, Ray.

– En los aparcamientos siempre quedan restos de aceite.

Rebus advirtió que había intercomunicadores junto a ambas barreras. Pulsó un botón y aguardó. Transcurrido un instante se oyó crepitar el altavoz.

– ¿Qué desea?

– ¿Podría ayudarme…?

– ¿Busca alguna calle? Mire, amigo, esto es un aparcamiento. Lo único que aceptamos son coches.

Rebus tardó un instante en hacerse cargo de la situación.

– ¿Puede verme?

Claro: había una cámara de videovigilancia en un rincón elevado enfocada hacia la salida. La señaló con un gesto.

– ¿Tiene algún problema con el coche? -preguntó la voz.

– Soy policía -contestó Rebus-. Quiero hablar con usted.

– ¿De qué?

– ¿Dónde está?

– En la primera planta -respondió finalmente la voz-. ¿Es por el accidente que tuve?

– Depende… ¿atropello a alguien y lo mató?

– Dios, no.

– Entonces no se preocupe. Subimos dentro de un minuto -dijo Rebus acercándose a donde Ray Duff estaba a cuatro patas mirando debajo de un BMW dentro del aparcamiento.

– No me gustan estos BMW nuevos -comentó Duff al advertir la presencia de Rebus a su espalda.

– ¿Has descubierto algo?

– Creo que hay sangre debajo… y bastante. Creo incluso que el rastro acaba aquí.

Rebus dio la vuelta alrededor del vehículo. El boleto del parabrisas indicaba que había entrado a las once de la mañana.

– ¿Hay algo debajo del coche de al lado? -añadió Duff.

Rebus dio la vuelta alrededor del gran Lexus pero no vio nada; no había más remedio que arrodillarse. Sí, había un trozo de cordel o de alambre. Estiró el brazo para agarrarlo hasta que lo consiguió. Se puso en pie con ello colgando entre el pulgar y el índice: una cadenita de plata.

– Ray, trae tu instrumental -dijo.

Capítulo 5

Clarke decidió que no valía la pena ir a ver a la bibliotecaria y la llamó desde el piso de Todorov mientras Hawes y Tibbet hacían el registro. Acababa de marcar el número cuando Hawes salió del dormitorio enarbolando el pasaporte del muerto.

– Estaba debajo del colchón -dijo-. Lo encontré a la primera.

Clarke asintió con la cabeza y salió al pasillo para que no oyera lo que hablaba.

– ¿Señorita Thomas? -preguntó-. Soy la sargento Clarke. Perdone que vuelva a molestarla…

Tres minutos más tarde regresaba al cuarto de estar con un par de nombres: efectivamente, Abigail Thomas había acompañado a Todorov al pub después del recital, pero ella sólo había tomado una copa y decía que el poeta no se habría dado por satisfecho sin antes pasar por otros cuatro o cinco pubs.

– Sé que estaba en buenas manos con el señor Riordan -añadió.

– ¿El ingeniero de sonido?

– Sí.

– ¿No había otras personas? ¿Ningún otro poeta?

– Sólo nosotros tres, y ya le digo que yo no me quedé mucho tiempo…

Colin Tibbet había terminado de registrar los cajones del escritorio y de la cocina y comenzó a inclinar el sofá para comprobar si había algo más que polvo. Clarke cogió un libro del suelo. Era otro ejemplar de Astapovo Blues. Había leído un par de minutos en Internet la biografía del conde Tolstoi y sabía que su vida había concluido en la vía muerta de una estación, rechazado por una esposa que se negaba a adaptarse a su vida austera. Esta información le había ayudado a entender mejor el sentido del último poema del libro «Codex Coda» y el verso de «una muerte fría y limpia». Comprobó que Todorov no había acabado los poemas del libro porque en todos ellos había enmiendas a lápiz. Recogió las hojas tiradas en la papelera.

La ciudad es invisible

El aire clama estragos

Cargado como un

El resto de la hoja era una serie de signos de puntuación. En la mesa había una carpeta vacía; un libro de sudokus difíciles, todos acabados; bolígrafos y lápices y un estuche de grafista con instrucciones. Se acercó a la pared, miró el plano de autobuses de Edimburgo y vio un trazo desde King’s Stables Road hasta Buccleuch Place. Podía haber optado por una docena de itinerarios y quizá fuera una ruta de pubs o que anduvo sin saber dónde ir. No podía realmente interpretarse como el itinerario hacia la residencia, porque podía haber salido de casa, cruzar George Square, dirigirse a Candelmaker Row y bajar por la empinada costanilla hasta Grassmarket. Allí había muchos pubs y King’s Stables Road quedaba cerca a mano derecha… Sonó su móvil: era el inspector Rebus.

– Phyl ha encontrado el pasaporte -dijo ella.

– Y yo acabo de encontrar en el suelo del aparcamiento la cadenita que llevaba al cuello.

– ¿Entonces le mataron allí y dejaron el cadáver en la calle?

– A juzgar por el rastro de sangre…

– O fue tambaleándose hasta derrumbarse allí.

– Es otra posibilidad -comentó Rebus-. Pero, entonces, ¿qué hacía en el aparcamiento? ¿Estás en el piso?

– Iba ya a marcharme.

– Antes incluye en la lista de registro las llaves de un coche y permiso de conducir. Y pregunta a Scarlett Colwell si Todorov disponía de un vehículo. Estoy seguro de que dirá que no, pero es igual.

– ¿No hay ningún coche abandonado en el aparcamiento?

– Buena idea, Shiv. Haré que lo comprueben. Te llamo más tarde.

Concluida la comunicación, ella esbozó una sonrisa; hacía meses que no veía a Rebus tan animado. Y volvió a preguntarse qué demonios haría después de jubilarse. Respuesta: lo más probable, fastidiarla llamándola a diario para saber si tenía muchos casos.

Clarke localizó desde el móvil a la doctora Colwell, que no había desconectado el suyo.

– Lo siento si he interrumpido su clase -dijo excusándose.

– He mandado a los alumnos a casa.

– Es comprensible. Tal vez debería tomarse el día libre. Ha debido de afectarle la noticia.

– ¿Y para qué? Mi novio está en Londres y me vería yo sola en casa.

– Siempre puede llamar a una amiga -replicó Clarke levantando la vista al advertir que Hawes volvía a entrar, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros: ninguna agenda, llaves ni tarjeta bancaria. Tibbet tampoco había encontrado nada y se había sentado en un sillón leyendo con el ceño fruncido un poema de Astapovo Blues-. Bien -añadió Clarke-, llamo para preguntarle si Alexander tenía coche.

– No.

– ¿Sabía conducir?

– No tengo ni idea. Desde luego, yo no habría subido a un vehículo con él al volante.

Clarke señaló con la cabeza el plano marcado; era lógico que Todorov tomara autobuses.

– Gracias, de todos modos -dijo.

– ¿Ha hablado con Abi Thomas? -preguntó Colwell de pronto.

– Ella le acompañó al pub.

– Cómo no.

– Pero sólo se tomó una copa.

– ¿Ah, sí?

– Se diría que no lo cree, doctora Colwell.

– Abi Thomas se ruborizaba con sólo leer algún poema de Alexander… imagínese cómo se sentiría arrimada a él en la mesa de un rincón de un pub con poca luz.

– Bien, gracias por la información… -pero Clarke hablaba a un aparato mudo. Lo miró y advirtió dos pares de ojos clavados en ella. Hawes y Tibbet.

– Creo que no vamos a encontrar nada aquí, Siobhan -dijo Hawes mientras su compañero cloqueaba su asentimiento. Era dos centímetros más bajo que ella y varios centímetros menos listo, pero sabía avenirse a que ella se explicara por los dos.

– ¿Volvemos a la comisaría? -preguntó Clarke, recibiendo entusiastas asentimientos de cabeza-. De acuerdo -añadió-, pero antes haremos otro registro para buscar las llaves de un coche o cualquier otra cosa que apunte a que el difunto utilizara un aparcamiento de pago.

Dicho lo cual cogió el libro de Tibbet, ocupó su sitio y volvió a mirar si había pasado algo por alto en «Codex Coda».

* * *

El equipo de la policía científica intentó inútilmente desplazar a un lado el BMW. Se plantearon levantarlo con gatos o alzarlo con una grúa. El aparcamiento rebosaba de actividad y una fila de agentes con mono blanco se desplazaba en formación, de rodillas, examinando el suelo por si localizaban alguna otra pista.

Todd Goodyear, que era uno de ellos, saludó a Rebus con una inclinación de cabeza. Hacían una grabación de vídeo y tomaban fotos, y afuera había otro equipo examinando el itinerario desde el aparcamiento hasta la cuesta. Todos procuraban disimular su azoramiento por no haber descubierto el rastro la noche del crimen y dirigían miradas airadas a Ray Duff cuando éste les daba la espalda.

Con esa escena se encontró la propietaria del BMW a su regreso, cartera y bolsas de compra en mano. A Todd Goodyear le ordenaron levantarse y tomarle una breve declaración.

– Muy breve -comentó Tam Banks, que estaba deseando que su equipo comenzase a examinar si había algo debajo del coche.

Rebus estaba junto al vigilante de seguridad del aparcamiento que acababa de hacer una ronda en las otras plantas. Se llamaba Joe Wills y no parecía ser el dueño del uniforme que vestía. Le dijo que no resultaría fácil distinguir un coche abandonado entre tantos otros.

– ¿Tienen abierto las veinticuatro horas? -preguntó Rebus.

Wills negó con la cabeza.

– Cerramos a las once.

– ¿Y no comprueban si queda algún coche?

Wills se encogió de hombros de un modo displicente. Rebus se imaginó que no estaba muy satisfecho con el trabajo. El vigilante añadió que ni siquiera podía asegurarle que alguno de los espacios hubiera quedado ocupado toda la noche.

– Hacemos una comprobación de matrículas cada quince días -dijo.

– Así que un coche robado, por poner un ejemplo, ¿puede estar ahí dos semanas sin que sospechen nada?

– Esa es la política de la casa.

A Rebus le pareció que aquel hombre era un bebedor empedernido: barba grisácea, pelo sucio y ojos enrojecidos. Seguramente tendría una botella de algo escondida en la cabina de control para echar un chorro en los tés y cafés de la jornada.

– ¿Qué turnos hacen?

– De siete a tres y de tres a once. Yo prefiero el de la mañana. Cinco días seguidos y dos libres. Los fines de semana los suele hacer otro.

Rebus miró el reloj; quedaban veinte minutos para el cambio de turno.

– Su compañero no tardará en entrar. ¿Es él quien estaba de turno de noche?

– Gary -contestó Wills asintiendo con la cabeza.

– ¿No ha hablado con él desde ayer?

Wills se encogió de hombros.

– Yo lo único que sé de Gary es que vive en Shandon, es del Hearts y su mujer es una preciosidad, una «fuera de serie».

– Bueno, algo es algo -musitó Rebus-. Enséñeme el control de las cámaras de videovigilancia.

– ¿Para qué? -inquirió el hombre con ojos vidriosos.

– Para ver si se ha grabado algo -por la cara que puso Wills, supo lo que iba a replicar.

– ¿Grabado…?

Se dirigieron a la rampa de salida. La guarida de Wills era una garita con ventanas grasientas en la que sonaba una radio. Cinco pantallas en blanco y negro, parpadeantes, y una sexta apagada.

– La de la planta de arriba funciona mal -dijo Wills.

Rebus miró las otras cinco. Las imágenes eran borrosas y no se leían las matrículas. Las de la planta inferior tampoco eran nítidas.

– ¿Para qué demonios sirven? -dijo sin poderlo evitar.

– Los jefes creen que a los clientes les da cierta seguridad.

– Pues es bien falso, como lo prueba ese pobre desgraciado que ha acabado en el depósito -replicó Rebus dando la espalda a las cámaras.

– Una de ellas enfocaba precisamente a ese sitio, pero las mueven -dijo Wills.

– ¿Y no hay grabaciones?

– Se cargan una vez al mes -respondió Wills señalando con la cabeza un espacio polvoriento debajo de los monitores-. No nos preocupa demasiado. Lo único que les interesa a los jefes es que nadie se vaya sin pagar. Es un buen sistema; sucede pocas veces -Wills hizo un gesto pensativo-. Hay una escalera que va de la planta superior hasta la calle. Allí atracaron a un cliente el año pasado.

– ¿Ah, sí?

– Yo dije en su momento que debían poner una cámara en la escalera, pero no hicieron nada.

– Al menos se lo advirtió…

– No sé para qué me molesto… Nos queda poco en este empleo. Van a sustituirnos por uno que hace la ronda en moto entre seis aparcamientos.

Rebus miró en la reducida cabina. El hervidor, tazas, novelas y revistas manoseadas y la radio en una mesa frente a los monitores. Se imaginó que los vigilantes pasarían la mayor parte del tiempo de espaldas a ellos. ¿Por qué no iban a hacerlo? Sueldo mínimo, sin seguro y jefes absentistas; una o dos llamadas por el intercomunicador al día de algún cliente que había perdido el tíquet o que no tenía cambio. Había una estantería con discos compactos de grupos que a Rebus casi no le sonaban: Kaiser Chiefs, Razorlight, Killers, Strokes, White Stripes…

– No tiene reproductor de CD -comentó.

– Son de Gary -respondió Wills-. Él trae uno pequeño.

– ¿Con auriculares? -dijo Rebus; Wills asintió-. Estupendo -musitó-. ¿Trabajaba aquí el año pasado, señor Wills?

– El mes que viene hará tres años que trabajo aquí.

– ¿Y su compañero?

– Ocho o nueve meses. Yo probé su turno pero no me adaptaba. Me gusta tener la tarde y la noche libres.

– ¿Es preferible para tomar unas copas? -dijo Rebus para tirarle de la lengua, pero el rostro de Wills se endureció y ello animó a Rebus a insistir-. ¿Ha tenido algún lío, señor Wills?

– ¿A qué se refiere?

– Con la policía.

Wills se rascó morosamente la caspa.

– Hace mucho tiempo -dijo finalmente-. Los jefes están al corriente.

– ¿Por una pelea?

– Por robo -replicó Wills-. Hace ya veinte años.

– ¿Y su coche? Me dijo que tuvo un golpe.

Wills miraba a través del cristal.

– Ahí llega Gary -dijo. Un coche de color claro se detuvo ante la cabina; el conductor se bajó y lo cerró.

La puerta se abrió de golpe.

– ¿Qué demonios sucede ahí abajo, Joe?

El vigilante Gary no vestía el uniforme y Rebus pensó que llevaría la chaqueta en la bolsa junto con un bocadillo. Era más joven que Wills, mucho más delgado y quince centímetros más alto. Dejó los periódicos en la mesa pero no pudo entrar por falta de espacio. Se quitó el abrigo, descubriendo una camisa blanca impecable sin corbata, que probablemente llevaba guardada en el bolsillo.

– Soy el inspector Rebus. Anoche apalearon gravemente a un hombre.

– En el nivel cero -añadió Wills.

– ¿Ha muerto? -preguntó el recién llegado con ojos de sorpresa. Wills se pasó el dedo por la garganta con un sonido elocuente-. Maldita sea. ¿Lo sabe la Muerte?

Wills negó con la cabeza y vio que Rebus necesitaba una explicación.

– Llamamos así a una jefa -dijo-. Es a la única que vemos, y lleva un abrigo largo con una capucha puntiaguda.

Ahora lo entendía. Asintió con la cabeza.

– Tengo que tomarle declaración -dijo al recién llegado. Wills mostró de pronto intención de marcharse, recogió sus cosas y las guardó en la bolsa de supermercado.

– Ocurrió en tu turno, Gary -dijo con un chasquido de reproche-. No le va a gustar a la Muerte.

– Vaya novedad -replicó Gary apartándose para dejar paso a Wills. Rebus también salió para respirar.

– Ya hablaremos -dijo al vigilante que se alejaba.

Wills saludó con la mano sin volverse y Rebus centró su atención en Gary. Se le podía calificar de larguirucho, con hombros caídos como consciente de su estatura; rostro largo con maxilar cuadrado y pómulos marcados y pelo oscuro espeso. A Rebus casi se le escapó: «Tendrías que estar en un escenario con un grupo de música, no en este empleo sin futuro». Pero quizá Gary no pensaba lo mismo. Era guapo, lo que explicaba lo de la mujer «fuera de serie». De todas maneras, Rebus no podía juzgar los parámetros de Wills.

En veinte minutos de interrogatorio no obtuvo más que repeticiones: nombre, Gary Walsh; una casita en Shandon; trabajaba allí hacía nueve meses; antes había intentado ser taxista pero no le gustaba el turno de noche; y no había oído ni visto nada raro aquella noche.

– ¿Qué hace cuándo llegan las once? -preguntó Rebus.

– Cerramos las persianas metálicas de la entrada y la salida.

– ¿Y nadie puede salir ni entrar? -Walsh negó con la cabeza-. ¿Comprueban si queda alguien dentro? -el hombre asintió con la cabeza-. ¿Había algún coche en el nivel cero?

– No lo recuerdo.

– ¿Siempre aparca junto a la cabina?

– Sí.

– Pero cuando se marcha, ¿sale por el nivel cero? -el vigilante asintió con la cabeza-. ¿Y no vio nada?

– Ni oí nada.

– ¿No habría sangre en el suelo?

El vigilante se encogió de hombros.

– Veo que le gusta la música, señor Walsh.

– Me encanta.

– Para escucharla reclinado en la silla, con los pies en alto, auriculares y ojos cerrados… Vaya vigilante de seguridad.

Rebus miró de nuevo los monitores sin hacer caso del ceño fruncido de Walsh. Había dos cámaras en el nivel cero: una en las barreras de salida y la otra dirigida hacia el fondo. Con la cámara de un móvil se vería mejor.

– Siento no poder ayudarle más -dijo Walsh en tono antipático-. ¿Quién era el difunto?

– Un poeta ruso llamado Todorov.

Walsh permaneció un instante pensativo.

– Yo no leo poesía.

– Pues anímese -replicó Rebus-. Aunque hay una buena lista de espera.

Capítulo 6

Los estudios CR ocupaban la primera planta de un almacén reconvertido de Constitution Street. Clarke notó al estrechar la mano regordeta de Charles Riordan una especie de residuo húmedo perenne en la palma. Llevaba anillos en la derecha, pero no en la izquierda, y un grueso reloj de oro adornaba su muñeca. Observó también sudor en los sobacos de su camisa malva. Se había subido las mangas, dejando a la vista sus brazos cubiertos de vello negro ensortijado. Su manera de moverse le dio a entender que le gustaba parecer constantemente ocupado. Había una mesa de recepción a la entrada y una especie de técnico pulsando botones en un cuadro de control, con los ojos clavados en una pantalla en la que se veían lo que ella imaginó que serían ondas acústicas,

– El Reino del Ruido -dijo Riordan.

– Impresionante -comentó Clarke. A través de un cristal veía dos cabinas vacías-. Pero no hay mucho sitio para una banda.

– Podemos grabar a cantautores -replicó Riordan-. Un intérprete con su guitarra… y poco más. Pero trabajamos sobre todo la alocución: anuncios radiofónicos, audiolibros, superposición hablada en televisión…

«Un reino muy especializado», pensó Clarke. Preguntó si había un despacho donde hablar, pero Riordan abrió los brazos. El reducido reino de un especialista.

– Bien, como le dije por teléfono…

– ¡Ah, sí, claro! -exclamó Riordan-. ¡No puedo creer que haya muerto!

Ni la recepcionista ni el técnico se inmutaron; Riordan se lo habría dicho nada más colgar el teléfono.

– Intentamos reconstruir los últimos movimientos del señor Todorov -añadió Clarke abriendo la libreta para impresionar-. Creo que usted tomó anoche unas copas con él.

– No fue la única vez que estuve con él, cielo -dijo Riordan casi como jactándose. Se quitó las gafas de sol, descubriendo unos ojos grandes con ojeras-. Yo le invité a cenar.

– ¿Anoche? -Clarke vio que asentía con la cabeza-. ¿Dónde?

– En West Maitland Street. Nos tomamos un par de cervezas cerca de Haymarket. Él había pasado el día en Glasgow.

– ¿Sabe por qué motivo?

– Porque quería conocer la ciudad. Quería palpar la diferencia entre las dos ciudades por si encontraba una explicación del país. ¡Que la suerte le asistiera! Yo, que llevo viviendo casi toda mi vida aquí, aún no lo entiendo -añadió Riordan meneando despacio la cabeza-. Él se dedicó a explicarme su teoría sobre los escoceses, pero me entró por un oído y me salió por el otro.

Clarke advirtió que la recepcionista y el técnico intercambiaban una mirada y supuso que no era la primera vez que oían aquello.

– Así que pasó el día en Glasgow -repitió-. ¿A qué hora se vieron?

– Hacia las ocho. Dejó que pasase la hora punta para sacar un billete más barato. Le esperé en la estación y fuimos a un par de pubs. No eran las primeras copas que se tomaba.

– ¿Estaba bebido?

– Estaba voluble. Alex cuando bebía se volvía más intelectual, lo que era una lata porque no se le podía seguir en la conversación.

– ¿Qué hicieron después de cenar?

– Poca cosa. Yo me fui a casa y él dijo que tenía más sed. Conociéndole, seguro que iría a Mather’s.

– ¿En Queensferry Street?

– Pero pudo muy bien seguir hasta el hotel Caledonian.

O sea que Todorov se habría dirigido a la derecha de Princes Street, a tiro de piedra de King’s Stables Road.

– ¿A qué hora fue eso?

– Sería hacia las diez.

– Tengo entendido que en la Biblioteca de Poesía Escocesa grabó el recital del señor Todorov la tarde anterior.

– Exacto. He grabado a muchos poetas.

– Charlie ha grabado mucho de todo -añadió el técnico, y Riordan rió nervioso.

– Se refiere a mi proyecto… Estoy haciendo una especie de panorama sonoro de Edimburgo. Desde recitales de poesía hasta conversaciones en pubs, ruidos callejeros, el canal de Leith al salir el sol, muchedumbres en el fútbol, el tráfico en Princes Street, la playa de Portobello, gente paseando con perros por Hermitage… Cientos de horas de grabación.

– Miles de horas, más bien -terció el técnico.

Clarke trató de centrarse en el asunto.

– ¿Conocía de antes al señor Todorov?

– Grabé un recital suyo en un café.

– ¿En cuál?

Riordan se encogió de hombros.

– Era para una librería llamada Word Power.

Clarke la había visto aquella misma tarde enfrente del pub en el que había almorzado con Rebus. Recordó un verso de uno de los poemas de Todorov -«Nada cuadra»- y volvió a pensar qué equivocado estaba.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Tres semanas. Esa noche tomamos también una copa.

Clarke dio unos golpecitos en la libreta con el bolígrafo.

– ¿Tiene el recibo del restaurante?

– Es posible -respondió Riordan sacando la cartera del bolsillo.

– Es la primera vez que la veo este año -comentó el técnico, motivando una carcajada de la recepcionista, que jugueteaba con un bolígrafo entre los dientes. Clarke se imaginó que eran pareja, tal vez sin que lo supiera el jefe. Riordan sacó unos cuantos recibos.

– Por cierto -musitó-, tengo que entregar algunos al contable… Ah, aquí está -añadió tendiéndoselo-. ¿Puede decirme para qué lo quiere?

– Para ver la hora, señor. Las nueve cuarenta y ocho… tal como dijo -Clarke guardó el papel en la parte de atrás de su libreta.

– No me ha preguntado -añadió Riordan risueño-, por qué nos vimos.

– Muy bien. ¿Por qué?

– Alex quería una copia de su actuación. Pensaba que había estado bien.

Clarke pensó en el piso del poeta.

– ¿Le pidió un formato determinado?

– Lo pasé a un CD.

– Él no tenía reproductor de CD.

Riordan se encogió de hombros.

– Pero hay mucha gente que sí tiene -replicó.

Cierto, pero el CD en cuestión no había aparecido; se lo habrían robado con el resto de pertenencias…

– ¿Podría hacerme una copia, señor Riordan? -preguntó Clarke.

– ¿De qué va a servirle?

– No lo sé, pero me gustaría oírle en acción, por así decir.

– Tengo el disco maestro en el estudio de casa. Se lo puedo grabar mañana.

– Mi comisaría está en Gayfield Square… ¿podría enviármelo?

– Se lo llevará uno de los niños -dijo Riordan mirando al técnico y a la recepcionista.

– Gracias por su ayuda -dijo Clarke.

* * *

Cuando en marzo prohibieron fumar, Rebus pensó en el desastre que aquello iba a suponer para locales que, como el bar Oxford, eran pubs tradicionales que ofrecían servicio de necesidades básicas al corredor de apuestas, tal como una pinta de cerveza, un cigarrillo y las carreras de caballos en la tele. No obstante, la mayoría de sus guaridas predilectas habían sobrevivido, aunque con menos clientela. Los fumadores empedernidos habían formado un grupo irreductible que se juntaba en la acera para hablar y contar chismes. Aquella noche la charla era la mezcla habitual: uno daba su opinión sobre un bar de tapas recién inaugurado, la mujer que estaba a su lado preguntaba cuál era la hora menos agobiante para ir a Ikea, uno que fumaba en pipa argumentaba sobre la plena independencia y su interlocutor inglés replicaba en broma que al sur le alegraría que se separaran «¡y se acabaron las limosnas!».

– La única limosna que necesitamos es el petróleo del Mar del Norte -dijo el fumador de pipa.

– No durará veinte años. Dentro de veinte años estarán otra vez pidiendo limosna.

– Dentro de veinte años seremos Noruega.

– O Albania.

– Pero si los laboristas pierden los escaños escoceses en Westminster -terció otro fumador-, no volverán a votarles al sur de la frontera.

– Tiene razón -comentó el inglés.

– ¿Nada más abrir o antes de que cierren? -preguntó la mujer de Ikea.

– … Trocitos de calamar con tomate -decía su vecino-. No está mal si le coges el gusto.

Rebus aplastó la colilla y entró al bar. Le esperaba la ronda de bebidas con el cambio. Colin Tibbet llegó para ayudarle.

– Puedes quitarte la corbata, ¿sabes? -dijo Rebus en broma-. No estamos en la comisaría.

Tibbet sonrió sin decir nada. Rebus se guardó el cambio y cogió los dos vasos. Le agradaba que Phyllida Hawes bebiera cerveza. Tibbet tomaba un zumo de naranja y Clarke un vaso de vino blanco. Estaban en la mesa del fondo y Clarke había puesto encima su libreta. Hawes, sin decir nada, alzó el vaso hacia Rebus al sentarse él en la silla.

– Han tardado bastante en servirme -dijo a guisa de disculpa.

– Habrás aprovechado para fumarte un pitillo -le recriminó Clarke, sin que él se inmutara.

– Bien, ¿qué tenemos? -preguntó.

Lo único que tenían era el detalle de las dos o tres últimas horas de la vida de Todorov, una lista más amplia de las cosas que faltaban -presuntamente robadas al muerto- y un nuevo escenario del crimen: el aparcamiento.

– ¿Hay algún dato que apunte -dijo Colin Tibbet-, a que realmente nos enfrentamos con algo que no sea un atraco particularmente brutal?

– Pues no -respondió Clarke, cruzando la mirada con Rebus, quien asintió con un lento parpadeo.

Pero no acababa de estar claro; Clarke lo advertía también. El móvil de Rebus, que estaba en la mesa, comenzó a vibrar haciendo temblar el vaso próximo a él. Lo cogió y se apartó para tener más cobertura o evitar el barullo del local. En el salón de atrás había más gente: tres turistas desconcertados en un rincón que miraban con exagerado interés los diversos objetos y anuncios de la pared, y dos hombres con traje inclinados sobre otra mesa, discutiendo algo en voz muy baja. La televisión emitía un concurso.

– Podíamos formar un grupo los cuatro -dijo Tibbet, y Hawes manifestó su sorpresa-. En Jefatura, una semana antes de Navidad, van a formar uno para un concurso en un pub -añadió él.

– Para entonces -terció Clarke-, seremos un equipo de tres.

– ¿Sabes algo del ascenso? -preguntó Hawes. Clarke negó con la cabeza-. Se lo toman con tranquilidad -añadió pinchando más.

Rebus regresó.

– ¿A que no sabéis una cosa? -dijo sentándose-. Era Howendall, con novedades. Los análisis demuestran que el poeta ruso eyaculó en algún momento durante el día. Por lo visto han descubierto manchas en los calzoncillos.

– Tal vez ligó en Glasgow -aventuró Clarke.

– Quizá -dijo Rebus.

– ¿Él y ese especialista en sonido? -sugirió Hawes.

– Todorov estaba casado -dijo Clarke.

– Pero con los poetas nunca se sabe -añadió Rebus-. Pudo ser bastante después de la cena, desde luego.

– En cualquier momento antes de que lo atracasen -Clarke y Rebus intercambiaron otra mirada.

Tibbet se rebulló en la silla.

– O tal vez fue… Bueno, ya sabéis -añadió con un carraspeo, ruborizándose.

– ¿Qué? -preguntó Clarke.

– Ya sabe… -repitió Tibbet.

– Creo que Colin se refiere a la masturbación -exclamó Hawes. La mirada de agradecimiento que Tibbet le dirigió fue de antología.

– ¿John? -dijo el camarero, y Rebus se volvió-. ¿Ha visto esto? -preguntó, mostrándole un ejemplar del Evening News con un titular que decía Muerte de un poeta y un subtítulo en negrita: «¡El disidente que osó decir nyet!». Había una foto de archivo de Alexander Todorov; seguramente tomada en el parque de Princes Street porque se veía el castillo al fondo. Llevaba una bufanda escocesa y era probablemente su primera jornada en el país. Un hombre con sólo dos meses de vida.

– Se fue de la lengua -comentó Rebus cogiendo el diario-. ¿Vale como metáfora? -añadió para la concurrencia.