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Martes, 21 de noviembre de 2006
El aire quemaba aún y el olor a chamusquina era agobiante. Siobhan Clarke se protegía la boca y la nariz con un pañuelo. Rebus apagó con el pie los restos de su desayuno: la colilla.
– La madre que… -atinó a decir.
Fue Todd Goodyear quien primero se enteró y quien llamó a Clarke, y ella, a medio camino, decidió llamar a Rebus. Ahora estaban los dos en la calzada, en Joppa, mientras los bomberos recogían sus mangueras: la casa de Charles Riordan era un cascarón sin techo y con ventanas sin cristales.
– ¿Se puede entrar ya? -preguntó Clarke a los bomberos.
– ¿A qué tanta prisa?
– Era una pregunta.
– Dígaselo al jefe.
Algunos bomberos sudorosos se limpiaban tiznones de la frente tras quitarse la mascarilla y la botella de oxígeno; hablaban unos con otros como una banda después de un atraco, recordando su intervención. Un vecino les había traído agua y zumo, otros se asomaban a la puerta y al jardín y varios más alejados iban y venían y hacían comentarios en voz baja. Era competencia de la división D de Leith y los dos uniformados del coche patrulla preguntaron a Clarke cuál era el interés en aquel siniestro de Gayfield Square.
– El propietario era testigo de un caso nuestro -se limitó ella a contestar. Los policías, no muy conformes con la respuesta, se mantenían ahora distanciados con el móvil al oído.
– ¿Se sabe si estaba en casa? -preguntó Rebus a Clarke. Ella se encogió de hombros.
– ¿Te acuerdas lo que hablamos anoche…? -dijo ella.
– ¿Te refieres a la discusión que tuvimos a propósito de que yo veía más de lo que parecía en la muerte de Todorov?
– No me lo restriegues por las narices.
Rebus optó por hacer de abogado del diablo.
– Podría ser un accidente, por supuesto. Y, oye, a lo mejor está sano y salvo en su estudio.
– He llamado, pero no contesta nadie todavía. Una vecina dice que ése es su coche -añadió señalando con la cabeza un TVR aparcado junto al bordillo-. Lo aparcó anoche, y dice que sabe que es el suyo por lo ruidoso que era.
El parabrisas del TVR estaba cubierto de ceniza. Rebus vio a dos bomberos caminar con precaución sobre unas vigas de madera para entrar en los restos de la casa. En el vestíbulo aún quedaban unas estanterías.
– Estará a punto de llegar el inspector para el peritaje -comentó Rebus.
– «La» inspectora -espetó Clarke.
– El progreso se impone…
Apareció la dotación de una ambulancia consultando sus relojes y poco dispuestos a perder tiempo. En ese momento, Todd Goodyear, vestido de civil, se les acercó apresuradamente; saludó a Rebus y comenzó a pasar hacia atrás páginas de su libreta.
– No ves muchos casos así todos los meses, ¿eh? -comentó Rebus sin poderlo evitar, al tiempo que Clarke le dirigía una mirada de aviso.
– He hablado con los vecinos contiguos de la casa -explicó Goodyear a Clarke-. Están muy afectados, naturalmente, por miedo a que se produzca una explosión, y quieren volver a entrar en sus casas para salvar pertenencias, pero los bomberos no se lo permiten. Por lo visto, Riordan llegó a las once y media; pero a partir de ese momento no han oído nada.
– Con tanta insonorización…
Goodyear asintió entusiasta con la cabeza.
– Sería un milagro que hubiesen oído algo -comentó-. Un bombero dice que seguramente un factor muy a tener en cuenta es que los altavoces son muy inflamables.
– ¿Riordan no recibió visitas anoche? -preguntó Clarke.
Goodyear negó con la cabeza sin poder evitar mirar hacia Rebus, como si esperase algún elogio o valoración.
– Vas de paisano -se limitó a comentar Rebus.
El agente miró sucesivamente a uno y a otro. Clarke se aclaró la garganta antes de hablar.
– Creo que, si trabaja con nosotros, así pasa más desapercibido…
Rebus la miró fijamente antes de asentir con la cabeza, aunque sabía que mentía. Lo de ir vestido de paisano había sido idea de Goodyear y ella le echaba un capote. Antes de que pudiera decir palabra vieron que llegaba un coche rojo con luces intermitentes que paró delante de la casa.
– La inspectora -dijo Clarke.
La mujer que bajó del coche era elegante y dinámica y les dio la impresión de que gozaba del respecto del cuerpo de bomberos, quienes comenzaron a señalar con el dedo partes del edificio chamuscado, dando explicaciones, seguidos de cerca por los dos policías uniformados de Leith.
– ¿Crees que debemos presentarnos? -preguntó Clarke a Rebus.
– Más tarde o más temprano -respondió él, pero ella adoptó una decisión repentina y echó a andar hacia el grupo. Rebus la siguió, pero hizo una seña a Goodyear para que no les acompañara. El joven se quedó bajando y subiendo de la acera indeciso; inconforme, al parecer. Rebus había intervenido en muchos casos de incendio, incluido uno en que acabó siendo acusado de pirómano. Aquella ocasión había sido también una fatalidad… La identificación de las víctimas no era una tarea muy agradable para los forenses. Él mismo, en cierta ocasión, estuvo a punto de prender fuego a su piso al quedarse dormido en el sofá con el cigarrillo encendido en los labios; menos mal que le despertaron el fuego lento de la tela y las plumas y el intenso olor a humo. Es fácil que suceda…
Clarke dio la mano a la inspectora. Los bomberos la miraron con mala cara, convencidos de que los de Homicidios tenían que dejarles desarrollar su trabajo. Era una reacción natural y Rebus lo entendía. De todos modos, encendió otro cigarrillo a sabiendas de que iba a llamar la atención.
– Eso es un riesgo -musitó uno de los bomberos concienciado con su deber.
La inspectora, por nombre Katie Glass, explicó a Clarke el procedimiento a seguir: comprobar si había víctimas, sellar los escapes de gas y verificar lo obvio.
– Es decir, desde comprobar si dejaron una sartén al fuego hasta cualquier cortocircuito.
Clarke asintió con la cabeza a las explicaciones de Glass y a continuación le explicó la relación que había entre la investigación en curso y el dueño de la casa incendiada, consciente de que los dos agentes de Leith escuchaban.
– ¿Y eso les inclina a sospechar algo? -preguntó Glass-. Muy bien, pero a mí me gusta entrar en el escenario de los siniestros con mente abierta, porque los prejuicios inducen a dejar detalles sin comprobar -añadió avanzando hacia la puerta del jardín flanqueada por los bomberos, mientras Rebus y Clarke permanecían a la expectativa.
– En Portobello hay un café -dijo Rebus dirigiendo una última mirada hacia la carcasa chamuscada-. ¿Te apetece desayunar?
Fueron a Gayfield Square, donde Hawes y Tibbet les recibieron con el ceño fruncido por considerarse relegados. Pero pronto se animaron al saber lo del incendio y preguntaron si podían dejar de buscar en el AAH. Goodyear preguntó qué era.
– El Archivo de Atracadores Habituales -contestó Hawes.
– No es el término oficial -añadió Tibbet, dando con la palma de la mano sobre un montón de archivadores.
– Pensé que estaría informatizado -comentó Goodyear.
– Si te animas tú a hacerlo…
Pero Goodyear desechó la posibilidad con un ademán. Clarke se sentó a su mesa, dando golpecitos con el bolígrafo.
– ¿Y ahora qué, jefa? -preguntó Rebus, ganándose una mirada de censura por parte de ella.
– Tendré que hablar otra vez con Macrae -respondió Clarke finalmente, constatando que no había nadie en el despacho del inspector jefe-. ¿No ha venido por aquí? -preguntó. Hawes se encogió de hombros.
– Nosotros al llegar no lo hemos visto.
– ¿Habéis venido juntos? -preguntó Rebus, haciéndose el inocente y ganándose esta vez la mirada furibunda de Colin Tibbet.
– Esto lo cambia todo -dejó escapar Clarke en voz baja.
– A menos que fuese un accidente -puntualizó Rebus.
– Primero Todorov y ahora el último que lo vio la noche del crimen…
Era Goodyear el que había hablado, pero Clarke asintió con la cabeza.
– Podría ser una lamentable coincidencia -arguyó Rebus, y Clarke le miró.
– ¡Por Dios, John, tú eras quien veía una conspiración, y ahora que parece perfilarse una relación, nos echas un jarro de agua fría!
– ¿No es lo que se hace cuando hay fuego? -al ver que Clarke se ruborizaba comprendió que se había pasado-. Vale, tú tienes razón, pero has de hablarlo con Macrae y, mientras, hay que esperar a ver si encuentran un cadáver. Y suponiendo que lo encuentren, tendremos que aguardar a ver qué dicen Gates y Curt -hizo una pausa-. Es el llamado «reglamento», como bien sabes.
Clarke sabía que tenía razón, y Rebus vio que relajaba un poco los hombros y dejaba caer el bolígrafo sobre la mesa, donde rodó hasta detenerse.
– Por una vez John está en lo cierto, aunque me cueste decirlo -espetó sonriendo y acompañándolo de un esbozo de reverencia.
– Alguna vez tenía que suceder en mi carrera -replicó él-. Supongo que más vale tarde que nunca.
Sonrieron todos y Rebus reaccionó en ese preciso momento. Llevaban días arrastrando la investigación, pero a partir de ahora todo cambiaba: pese a los ceños fruncidos y las puyas, formaban un equipo.
Y así los encontró Macrae al entrar en la sala del DIC. Él mismo captó un cambio de ambiente. Clarke le informó a grandes rasgos de los hechos. Sonó el teléfono de la mesa de Hawes, y Rebus se preguntó si no sería alguien que respondía a la solicitud de colaboración ciudadana. Pensó otra vez en la prostituta que deambulaba por una calle cortada al tráfico y en Cath Mills atiborrándose de Rioja. Todorov tenía éxito con las mujeres y, desde luego, era mujeriego. ¿Podría una extraña haberle tendido una trampa mortal con el pretexto del sexo? Era como una novela de Le Carré…
Hawes dejó el teléfono y se acercó a la mesa de Rebus.
– Han encontrado el cadáver -dijo lacónica.
Rebus llamó a la puerta del despacho de Macrae para dar la noticia y Clarke dijo al jefe que la disculpase y volvió a la sala para que Hawes le diera detalles.
– Creen que es varón. Apareció bajo un trozo del techo derrumbado del cuarto de estar.
– O sea, el estudio -terció Goodyear, recordando a todos que él también había estado en casa de Riordan.
– Ahora hay un equipo de los bomberos haciendo fotos y verificaciones y el cadáver va camino del depósito -añadió Hawes.
Para guardarlo en el cuarto de descomposición, a Rebus no le cabía la menor duda. Y pensó cómo reaccionaría Todd Goodyear ante el espectáculo de un muerto achicharrado.
– Vamos allí -dijo Clarke a Rebus, pero él negó con la cabeza.
– Que te acompañe Todd -dijo-. Eso forma parte del aprendizaje.
Hawes llamó por teléfono a Estudios CR para darles la noticia y que le confirmasen que Riordan no se había presentado aquella mañana. Colin Tibbet quedó encargado de apremiar a Richard Brown, del hotel Caledonian. ¿Cuánto se tardaría en revisar las notas de cargo a la cuenta de los clientes de toda una noche? Si Rebus no se equivocaba, seguro que Browning lo haría, pensando que el CID dejaría de agobiarles. Cuando por la puerta asomó una cara, fue Rebus el único que permaneció impasible.
– Abajo hay una visita -dijo el sargento-, que viene a entregar una lista de rusos… ¿No será la primera alineación del Hearst para el sábado?
Pero Rebus sabía quién era y lo que traía: Nikolai Stahov del consulado, con el listado de ciudadanos rusos residentes en Edimburgo. Sí, también Stahov se había hecho el remolón, y Rebus dudaba de que aquella lista les sirviera de mucho, porque las circunstancias habían cambiado desde que la pidieron. De todos modos, a falta de algo mejor que hacer, asintió con la cabeza y dijo que bajaba inmediatamente.
Pero al abrir la puerta de recepción el hombre que miraba los anuncios y avisos en las paredes no era Stahov. Era Stuart Janney.
– Señor Janney -dijo Rebus tendiéndole la mano y procurando ocultar su sorpresa.
– Inspector…
– Rebus -añadió él. Janney asintió con la cabeza con gesto de disculpa por no recordarlo.
– Traigo un mensaje -dijo sacando un sobre del bolsillo-, pero no esperaba que lo recogiera alguien de su graduación.
– Yo tampoco sabía que usted hacía recados para el consulado ruso.
Janney esbozó una sonrisa.
– Me tropecé con Nikolai en Gleneagles y dio la casualidad de que él llevaba el mensaje encima y me mencionó que tenía que entregarlo.
– ¿Y usted se ofreció a ahorrarle la molestia?
– No tiene importancia -replicó Janney encogiéndose de hombros.
– ¿Qué tal el golf?
– Yo no jugué. El banco hizo una presentación que por cierto coincidió con la visita de nuestros amigos rusos.
– Sí que es coincidencia. Se diría que los persiguen.
Janney se echó a reír inclinando hacia atrás la cabeza.
– Los negocios son los negocios, inspector, y buenos para Escocia, no lo olvidemos.
– Ya lo creo. Y por eso es tan amigo del SNP, ¿no? ¿Cree que ganarán las elecciones en mayo?
– Como le dije en la primera ocasión que nos vimos, el banco está obligado a ser neutral. Por otro lado, los nacionalistas están haciendo una buena campaña. La independencia, por muy lejana que esté, es inevitable.
– ¿Y buena para los negocios?
Janney se encogió de hombros.
– Ellos prometen reducir el impuesto de sociedades.
Rebus miró el sobre cerrado.
– ¿Le mencionó el camarada Stahov lo que contiene? -preguntó.
– Nombres de ciudadanos rusos residentes en Edimburgo. Me dijo que guardaba relación con el caso Todorov, aunque yo no entiendo qué relación puede haber…
Janney dejó la frase en el aire, como esperando una explicación de Rebus, pero éste se contentó con guardarse el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta.
– ¿Y los extractos bancarios del señor Todorov? -preguntó-. ¿Avanza la recopilación?
– Ya le dije, inspector, que hay que seguir los cauces. A veces, al no existir albacea, las ruedas giran despacio…
– Bien, ¿han hecho negocios?
– ¿Negocios? -replicó Janney.
– Con los rusos. ¿O es indiscreción por mi parte?
– No se trata de indiscreción… Nuestro único interés es que ellos no se lleven una mala impresión.
– ¿Sobre Escocia? La realidad es que ha muerto un hombre, señor Janney.
Se abrió la puerta junto al mostrador de recepción y apareció el inspector jefe Macrae. Iba con abrigo y bufanda, listo para marcharse.
– ¿Alguna noticia sobre el incendio? -preguntó a Rebus.
– No, señor -contestó él.
– ¿Ningún dato de la autopsia?
– Aún no.
– ¿Sigue creyendo que está relacionado con el caso del poeta?
– Señor, le presento al señor Janney, del First Albannach Bank.
Se dieron la mano y Rebus esperó que su jefe captara su intención, pero, por si acaso, añadió que Janney tenía que entregarles datos sobre la cuenta bancaria de Todorov.
– ¿He de entender -dijo Janney-, que alguien más ha muerto?
– Un amigo de Todorov en un incendio -vociferó Macrae.
– Dios mío.
– Bien, le dejo -interrumpió Rebus tendiendo la mano al banquero-, gracias de nuevo por su visita.
– Vaya, usted, vaya. Debe de andar muy ocupado -dijo Janney.
– No puede imaginárselo -replicó Rebus con una sonrisa.
Janney y Macrae se dieron la mano, y por un instante pareció que ambos iban a salir juntos. A Rebus no le agradaba en absoluto la idea de que Macrae se fuera de la lengua y le retuvo con el pretexto de que quería comentarle algo. Janney salió solo y Rebus esperó a que se cerrara la puerta, pero fue Macrae quien tomó la palabra.
– ¿Qué le parece Goodyear? -preguntó.
– Es competente.
Macrae parecía esperar algún otro comentario, pero Rebus se limitó a encogerse de hombros.
– Eso mismo dice Siobhan -Macrae hizo una pausa-. Cuando se jubile habrá varios cambios en el equipo.
– Claro, señor.
– Creo que Siobhan está casi a punto para ascender a inspectora.
– Hace años que está a punto.
Macrae asintió con la cabeza pensando en otra cosa.
– ¿Qué es lo que quería decirme? -preguntó finalmente.
– Ya se lo comentaré en otro momento, señor -respondió él.
Vio alejarse al jefe camino de la salida y pensó en salir al aparcamiento a fumar un pitillo, pero optó por subir a la planta del DIC para abrir el sobre y leer los nombres. Eran veintitantos, sin dato alguno; ni direcciones ni ocupaciones. Stahov había sido escrupuloso al extremo de añadir su propio nombre al final, quizás en broma, sabiendo que probablemente aquella hoja no iba a servir de nada para las pesquisas. Al abrir la puerta de Homicidios vio que Hawes y Tibbet estaban de pie, como a la espera para decirle algo.
– Venga, cantad -dijo.
Tibbet tenía en la mano otra hoja de papel.
– Ha llegado un fax del Caledonian. Aquella noche varios clientes del hotel pagaron copas de coñac en el bar.
– ¿Hay algún ruso? -preguntó Rebus.
– Eche un vistazo.
Rebus cogió el fax y vio tres nombres. Dos eran de desconocidos pero no parecían extranjeros. Y el tercero, tampoco extranjero, le hizo silbar los oídos: señor M. Cafferty. M de Morris. Morris Gerald Cafferty.
– Big Ger -añadió Hawes; sin necesidad, por otra parte.
La única duda por parte de Rebus era: ¿traerle a comisaría o interrogarle en casa?
– Lo decido yo, no tú -le previno Clarke, que había vuelto del depósito media hora antes y tenía dolor de cabeza.
Tibbet le preparó un café y Rebus vio que se echaba en la palma de la mano dos tabletas de un frasquito. Todd Goodyear había vomitado una sola vez en el aparcamiento del depósito, aunque sufrió un nuevo amago por el camino de vuelta a Gayfield Square al cruzar frente a unos operarios que asfaltaban la calzada.
– Fue el olor -comentó.
Ahora estaba pálido y tembloroso, pero no cesaba de repetir sin que nadie se lo preguntara que se encontraba bien. Clarke les había convocado en corro para explicarles lo que habían dicho Gates y Curt: era un varón, de uno setenta y cinco, con anillos en dos dedos de la mano derecha, reloj de oro en la muñeca y el maxilar fracturado.
– Tal vez le cayó encima una viga del techo -comentó ella. La víctima no había estado atada a ningún mueble ni presentaba señales de atadura en manos y pies-. Apareció hecho un ovillo en el suelo del cuarto de estar. Causa probable de la muerte: asfixia por inhalación de humo. Gates hizo hincapié en que eran datos provisionales…
– De todos modos es una muerte sospechosa -comentó Rebus.
– Y es de nuestra competencia -dijo Hawes.
– ¿Y la identificación? -preguntó Tibbet.
– Por la ficha dentaria, si hay suerte.
– O los anillos -aventuró Goodyear.
– Aunque fueran de Riordan -dijo Rebus-, no significa que fuese el último en llevarlos puestos. Hace diez o doce años tuve un caso de uno que fingió suicidio.
Goodyear asintió despacio con la cabeza, cayendo en la cuenta. Tras lo cual, Rebus dio la noticia antes de plantear la pregunta.
Clarke se sentó con el fax en una mano y sujetándose la cabeza con la otra.
– Esto -dijo ella-, se pone cada vez mejor. ¿Cuarto de interrogatorio número 3? -preguntó alzando la mirada hacia Rebus.
– Cuarto número 3 -respondió él-, y no olvides abrigarte.
A pesar del frío, Cafferty estaba sentado con la silla separada de la mesa, una pierna cruzada sobre la otra y las manos en la nuca como si estuviera en el salón de su casa.
– Siobhan -dijo al verla entrar-, es un verdadero placer, como siempre. Rebus, ¿ve qué seria está? La ha entrenado a la perfección.
Rebus cerró la puerta y se situó junto a la pared, mientras Clarke tomaba asiento frente a Cafferty. Él le dirigió una leve inclinación de su voluminosa cabeza sin apartar las manos de la nuca.
– Ya me imaginaba que me harían venir -dijo.
– ¿Así que se lo esperaba? -añadió Clarke, dejando en la mesa un bloc en blanco y quitando el capuchón al bolígrafo.
– Con el inspector Rebus a pocos días del desguace -replicó el gángster mirando hacia Rebus-, sabía que inventarían cualquier pretexto para fastidiarme.
– Bueno, la verdad es que se trata de algo más que un pretexto…
– Siobhan, ¿sabe que John se pasa noches y noches sentado en el coche delante de mi casa para comprobar si estoy acostado? Yo diría que esa clase de protección es ir más allá del cumplimiento del deber.
Clarke prosiguió inflexible con sus preámbulos y puso el bolígrafo en la mesa, pero tuvo que impedir que cayera al suelo rodando.
– Háblenos de Alexander Todorov -dijo.
– ¿Cómo dice?
– El hombre al que invitó a un coñac de diez libras el miércoles por la noche.
– En el bar del hotel Caledonian -añadió Rebus.
– ¡Ah! ¿El polaco?
– El ruso -puntualizó Clarke.
– Tú sólo vives a dos kilómetros de allí -insistió Rebus-. No sé yo para qué necesitas habitación en un hotel.
– ¿No será para estar lejos de su presencia? -replicó Cafferty, haciendo un gesto ostensible de reflexionar-. O porque puedo pagármela.
– Y luego se sienta en la barra e invita a copas a desconocidos -añadió Clarke.
Cafferty apartó las manos de la nuca para esbozar un ademán con el dedo estirado.
– La diferencia entre Rebus y yo es que él se pasa la noche en la barra sin invitar a copas a nadie -espetó conteniendo la risa-. ¿Y sólo por eso me han hecho venir aquí? ¿Porque invito a una copa a un pobre inmigrante?
– ¿Cuántos «pobres inmigrantes» calculas que entran en ese bar? -inquirió Rebus.
Cafferty fingió reflexionar cerrando sus ojillos hundidos y volviéndolos a abrir. Eran como piedrecillas negras en su cara pálida.
– Tiene razón -admitió-. Pero, para mí, aquel hombre era un extranjero. ¿Dónde está y qué ha hecho?
– Está asesinado -replicó Rebus conteniéndose a duras penas-. Y da la casualidad que tú eres el último que lo vio vivo.
– Eh, un momento -Cafferty miró sucesivamente a uno y otro-. ¿Es ese poeta que sale en los periódicos?
– Agredido en King’s Stables Road, unos quince o veinte minutos después de tomar una copa contigo. ¿Cuál fue la desavenencia?
Cafferty hizo caso omiso de la pregunta de Rebus y se dirigió a Clarke.
– ¿Necesito un abogado?
– De momento no -respondió ella sin énfasis, y Cafferty volvió a sonreír.
– Siobhan, ¿no le hace pensar por qué le pregunto a usted y no a Rebus? Al fin y al cabo, es su superior -añadió volviéndose hacia Rebus-. Pero le faltan pocos días para ir al desguace, como dije, y Siobhan está en pleno ascenso. Si están los dos investigando un caso, me imagino que el viejo Macrae, con buen sentido, se lo habrá encargado a Shiv.
– Sólo soy Shiv para mis amigos.
– Perdone, Siobhan.
– Y para usted soy la sargento Clarke de homicidios.
Cafferty lanzó un silbido y se dio una palmada en el muslo.
– Entrenada a la perfección -repitió-.Y tan deliciosa, además.
– ¿Qué hacía en el hotel Caledonian? -preguntó Clarke como si no hubiera hecho el comentario.
– Tomar una copa.
– ¿Y tenía habitación allí?
– Resulta fatal encontrar taxi para volver a casa.
– ¿Dónde se encontró con Alexander Todorov?
– En la barra…
– ¿Estaba solo?
– Pero porque me apetecía… Yo, a diferencia del inspector Rebus, tengo muchos amigos con quienes puedo tomar una copa y pasarlo bien. Seguro que con usted también sería agradable tomar una copa, sargento Clarke, con tal de que no esté el gruñón.
– ¿Y se encontró a Todorov a su lado por casualidad? -aventuró Clarke.
– Yo estaba en un taburete en la barra y él, de pie, aguardando a que le sirvieran. Mientras el camarero preparaba un cóctel entablamos conversación, y como el hombre me cayó bien dije que cargaran su bebida a mi cuenta -explicó Cafferty encogiendo exageradamente los hombros-. Él se la echó al coleto, dio las gracias y se largó.
– ¿No correspondió a la invitación? -preguntó Rebus, coligiendo que si el poeta era un bebedor de la vieja escuela, habría debido hacerlo por cortesía.
– En realidad, se ofreció a hacerlo, pero yo le dije que estaba servido.
– Esperemos que la cámara de seguridad confirme lo que dices -comentó Rebus.
Por primera vez la máscara de Cafferty pareció quebrarse, pero fue una brevísima inquietud.
– Claro que sí -replicó.
Rebus asintió despacio con la cabeza mientras Clarke apagaba una sonrisa. Era un gozo poder poner nervioso a Cafferty.
– A la víctima la aporrearon brutalmente -prosiguió Rebus-. Si lo hubiera pensado en un principio, tenías que ser tú el sospechoso.
– A usted siempre le gustó sospechar de todos -dijo Cafferty mirando a Clarke, quien de momento sólo había trazado unos garabatos en la página de su libreta-. Tres y cuatro veces por semana se para delante de mi casa con ese viejo cacharro. Hay quien lo considera «acoso»… ¿Usted qué piensa, sargento Clarke? ¿Debo solicitar una orden de alejamiento?
– ¿De qué hablasteis?
– ¿Otra vez con el ruso? -dijo Cafferty en tono desabrido-. Que yo recuerde, dijo algo así como que Edimburgo era una ciudad fría. Probablemente yo le di toda la razón.
– Quizá se refería a la gente más que al clima.
– Aun así, tendría razón. No me refiero a usted, desde luego, sargento Clarke… Usted es un rayito de sol. Pero quienes vivimos aquí desde siempre, seguramente dejamos algo que desear, ¿no cree, inspector Rebus? Un amigo me dijo una vez que es porque siempre nos invadieron… una invasión silenciosa, desde luego, bastante agradable, a veces lenta y nada violenta, pero eso nos ha hecho… quisquillosos. Algunos más que otros -añadió mirando a Rebus.
– Todavía no nos has explicado por qué tenías habitación en el hotel -sentenció Rebus.
– Pues yo creo que sí -replicó Cafferty.
– Será porque piensas que somos tontos.
– Bueno, «tontos» sería exagerar-dijo Cafferty conteniendo la risa. Rebus metió las manos en los bolsillos del pantalón para ocultar sus puños crispados-. Escuche -prosiguió como cansado del juego-: le pagué una copa a un desconocido y alguien se lo cargó. Punto.
– No hasta que sepamos quién y por qué -replicó Rebus.
– ¿De qué más hablaron? -inquirió Clarke. Cafferty puso los ojos en blanco.
– Él comentó que Edimburgo era frío; yo dije que sí. Él dijo que Glasgow era más cálido y yo dije que era posible. Le sirvieron la copa y brindamos… Ahora que lo pienso llevaba algo. ¿Qué era? Creo que un disco compacto.
El que le había entregado Charles Riordan. Dos muertos que habían cenado juntos. Rebus cerrando y abriendo los puños. Abrir y cerrar. Se dio cuenta de que Cafferty siempre aparecía implicado en los peores asuntos, en todas las chapuzas, en todos los casos en que no había sospechoso y no se resolvían. Aquel hombre era, no ya la arena en la ostra, sino una contaminación que afectaba a todo cuanto alcanzaba.
«Y la verdad es que no hay forma de encerrarlo».
A menos que hubiera un Dios que le concediera una última oportunidad.
– El disco no apareció con el cadáver -dijo Clarke.
– Pues en el bar no se lo dejó -afirmó Cafferty-. Le vi guardárselo en el bolsillo -añadió dándose una palmadita en el costado derecho.
– ¿Conociste a algún otro ruso en el bar esa noche? -preguntó Rebus.
– Ahora que lo dice sí que oí hablar raro. Yo pensé que sería gaélico o algo así y decidí que en cuanto empezaran con las canciones tradicionales me largaba a la cama.
– ¿Habló Todorov con alguno de ellos?
– ¿Cómo puedo yo saberlo?
– Porque estuviste con él.
– ¡Tomé una copa con él! -exclamó Cafferty dando un palmetazo con las dos manos en la mesa.
– No te repitas.
«¡Volveré a ponerte nervioso, cabrón!».
– O sea que fue la última persona que habló con él antes de morir -apostilló Clarke.
– ¿Está insinuando que le seguí? ¿Qué me lo cargué? Vale, veamos esa grabación de seguridad que dicen… que venga el camarero y diga hasta qué hora estuve en el bar. Habrán mirado mi cuenta… ¿A qué hora la firmé? No me moví de la barra hasta después de medianoche. Hay testigos de sobra… una cuenta con la firma y una grabación de la cámara de seguridad -añadió alzando triunfalmente tres dedos.
En el cuarto de interrogatorios número 3 se hizo un silencio. Rebus se apartó de la pared y dio dos pasos hasta la silla de Cafferty.
– En ese bar sucedió algo, ¿no es verdad? -dijo apenas en un susurro.
– A veces envidio su fantasía, Rebus. En serio.
De pronto llamaron a la puerta. Clarke dejó de contener la respiración y dijo «adelante». Todd Goodyear apareció nervioso en el umbral.
– ¿Qué quieres? -espetó Rebus.
– Novedades de la inspectora de incendios -dijo Goodyear mirando al gángster pero dirigiéndose a Clarke.
– ¿Está aquí? -preguntó ella.
– En la sala del departamento -contestó él.
– Uno nuevo -dijo Cafferty mirando a Goodyear de arriba abajo-. ¿Cómo se llama, hijo?
– Agente Goodyear.
– ¿Un agente raso sin uniforme? -dijo Cafferty sonriendo-. El Departamento de Homicidios debe de andar en apuros. ¿Es su sustituto, Rebus?
– Gracias, Goodyear -dijo Rebus con sequedad y una inclinación de cabeza para que el joven saliera, pero Cafferty decidió intervenir.
– Yo conocía a un bala perdida llamado Goodyear… -dijo sonriendo.
– ¿A cuál? -inquirió súbitamente Todd Goodyear. La sonrisa de Cafferty se transformó en carcajada.
– Ah, es verdad: estaba el viejo Harry, que tenía un pub en Rose Street. Pero yo me refería a una época más reciente.
– A Solomon Goodyear -espetó Todd.
– Efectivamente -añadió Cafferty con ojos brillantes-. Ese que llaman Sol.
– Mi hermano.
Cafferty asintió despacio con la cabeza. Rebus hizo seña a Goodyear para que se largase, pero la mirada de Cafferty tenía paralizado al joven.
– Ahora que recuerdo, Sol tenía un hermano… aunque nunca hablaba de él. ¿Es usted por casualidad la oveja negra, agente Goodyear? -añadió con otra carcajada.
– Dígale a la inspectora que estaremos con ella dentro de un minuto -terció Clarke, pero Goodyear permaneció inmóvil.
– ¡Todd!
Que Rebus le llamara por el nombre de pila rompió el embrujo. Goodyear asintió con la cabeza y salió cerrando la puerta.
– Buen chico -comentó Cafferty pensativo-. Debe de ser el perrillo faldero que tiene previsto usted, sargento Clarke, para cuando Rebus se pierda en el ocaso, igual que lo fue usted de él -como ninguno de los dos dijo nada, Cafferty optó por aprovechar para marcharse. Irguió la espalda, estiró los brazos sobre sus costados y se dispuso a levantarse-. ¿Hemos acabado?
– De momento -contestó Clarke.
– ¿No quieren que haga una declaración o algo por el estilo?
– Valdría menos que el papel en que se escribiera -gruñó Rebus.
– Averigüe lo que quiera mientras pueda -añadió Cafferty mirando cara a cara a su viejo adversario-. ¿Hasta la noche, tal vez… a la misma hora, en el mismo sitio? Pensaré en usted, muerto de frío en el coche. Por cierto, ha sido un detalle quitar la calefacción aquí… Tanto más confortable estaré en mi habitación del hotel.
– Hablando del Caledonian -añadió Clarke-, tomó muchas copas aquella noche: once, según la cuenta.
– Tendría sed… o me sentía generoso -replicó mirándola-. Yo soy así, Siobhan, cuando la ocasión lo merece. Pero ya lo sabe, ¿verdad?
– Sé muchas cosas, señor Cafferty.
– Ah, no lo dudo. Tal vez podemos hablarlo mientras me lleva en coche al centro.
– En la acera de enfrente hay una parada de autobús -apostilló Rebus.
– Algo sucedió en ese bar -repitió Rebus mientras volvían a la sala del DIC.
– Ya lo has dicho.
– Cafferty estaba allí por algo. Él no se ha gastado una libra en su vida, ¿qué hace alojado en uno de los hoteles más caros de Edimburgo?
– No creo que nos lo diga.
– Y su estancia coincide con la de los oligarcas -ella le miró y se encogió de hombros-. Búscalo en el diccionario. Me parece que es algo relacionado con el gasóleo.
– Significa un reducido grupo de gente poderosa, ¿no? -replicó Clarke mirándole.
– Sí -respondió Rebus.
– No obstante, John, tenemos a esa mujer del aparcamiento…
– Actuaría por cuenta de Cafferty. Él fue dueño de unos cuantos burdeles.
– O podría no tener nada que ver. Voy a ordenar a Hawes y a Tibbet que hablen con los testigos a ver si la foto robot les refresca la memoria. Entre tanto, hay otro asunto más urgente, el de: ¿qué demonios haces hostigando por tu cuenta a Big Ger Cafferty?
– Prefiero que digas «vigilando» en vez de hostigando -ella estuvo a punto de replicar pero él levantó la mano-. Pues sí, anoche estuve allí y vi que estaba en casa.
– ¿Y?
– Tiene alquilada una habitación en el Caledonian, pero no pasa mucho tiempo en ella -llegaron a la puerta de DIC-. Y eso quiere decir que trama algo -añadió Rebus abriendo la puerta y entrando.
A Katie Glass le habían ofrecido una taza de té muy oscuro que tenía en la mano y miraba con prevención.
– El agente Tibbet siempre lo hace fuerte -le advirtió Rebus-. No se refrene si quiere intoxicarse de tanino.
– Me abstendré -dijo ella dejando la taza en la esquina de un escritorio. Rebus se presentó y le estrechó la mano, Clarke le dio las gracias por su presencia y le preguntó si había descubierto algo.
– Aún no se puede asegurar -contestó Glass eludiendo la pregunta.
– Pero… -añadió Rebus, convencido de que había algo.
– Quizás hemos descubierto el origen del fuego: unos frasquitos con cierto producto químico.
– ¿Qué clase de producto? -inquirió Clarke cruzando los brazos. Estaban los tres de pie y Hawes y Tibbet escuchaban desde sus mesas. Todd Goodyear permanecía de pie junto a una ventana, mirando al aparcamiento, y Rebus pensó si observaría la marcha de Cafferty.
– Está en manos del laboratorio -añadió la inspectora de incendios-. Yo diría que es muy posible que sea algún tipo de líquido limpiador.
– ¿Limpiador casero?
Glass negó con la cabeza.
– Eran frascos muy pequeños, pero él tenía muchas cintas magnetofónicas en casa…
– Limpiador de casetes para eliminar la oxidación del cabezal -terció Rebus.
– Muy bien pensado -comentó Glass.
– Yo era un maniático de la grabación.
– Bueno, parece que alguien taponó un frasco con papel. Apareció entre un montón de estuches de casete derretidos.
– ¿En el cuarto de estar?
Glass asintió con la cabeza.
– ¿Luego cree que es deliberado?
La inspectora de incendios se encogió de hombros.
– Mire, si se quiere matar a alguien prendiendo fuego, se compra gasolina o algo por el estilo y se esparce por el piso. Y lo que encontramos fue un frasquito de algo inflamable con un tapón de rollo de váter.
– Creo que la entiendo -dijo Rebus-. Quizá no fuese Riordan el objetivo… -hizo una pausa para ver si alguien lo decía-, sino las cintas.
– ¿Las cintas? -dijo Hawes arrugando la frente.
– Para hacerlas arder.
– ¿Por qué exactamente?
– Porque Riordan tenía algo que otros querían.
– O algo que no querían que tuviera otra persona -añadió Clarke, pasándose un dedo por la barbilla-. ¿Quedan restos de esas cintas, Katie?
Glass volvió a encogerse de hombros.
– De las cintas en sí no queda casi nada; queda parte de los estuches.
– ¿Y son legibles los rótulos?
– Es posible -contestó Glass-. Hay un montón de material casi sin afectar por el fuego… aunque no sé si se podrá oír debido al calor, al humo y al agua. También hemos recuperado parte de los aparatos del difunto, y quizás el disco duro no esté estropeado -añadió en un tono no muy entusiasta.
Rebus captó una mirada de Siobhan Clarke.
– Eso es asunto para Ray Duff -dijo.
Goodyear se apartó de la ventana con ánimo de enterarse de lo que hablaban.
– ¿Quién es Ray Duff? -preguntó.
– Es del laboratorio de la policía científica -dijo Clarke sin dejar de mirar a Rebus-. ¿Y no podría ayudarnos el ingeniero del estudio de Riordan?
– Quizá tiene copias de seguridad -dijo Tibbet con voz de pito.
– Bien -añadió Glass cruzando los brazos-, ¿envío el material aquí, al laboratorio forense o al estudio del difunto? De todos modos tendré que comunicarlo a sus colegas de la división D.
Rebus reflexionó un instante y al final dijo tras un resoplido:
– La sargento Clarke es la encargada del caso.
Freddie, el camarero, estaba de servicio. Rebus había aguardado unos minutos afuera del hotel Caledonian fumando un cigarrillo y contemplando la coreografía del tránsito rodado. En el aparcamiento para taxis había dos con sus respectivos conductores charlando. El portero con librea del hotel daba indicaciones a una pareja de turistas y otra pareja, seguramente también de turistas, hacía una foto del recargado reloj de la esquina de los almacenes Fraser. En Edimburgo los hoteles no daban abasto para albergar a tanto turista y había en marcha proyectos para construir más, algunos ya en obras. Que él recordara, habían inaugurado cinco o seis en los últimos diez años; y ahora, más. Le daba la impresión de que Edimburgo era una ciudad en auge; cada vez había más gente que quería trabajar allí, hacer un viaje para visitarla o acudir a hacer negocios. La construcción del nuevo Parlamento había propiciado muchas oportunidades. Había quien opinaba que la independencia sería un desastre y quien decía que sería una gran mejora que solucionaría el contencioso de los traspasos. Era curioso que un ejecutivo irreductible como Stuart Janney tuviera tan estrecha relación con una nacionalista como Megan MacFarlane. Pero más curiosos aún eran aquellos rusos. Rusia era un país enorme y rico en toda clase de recursos, donde cabían docenas de Escocias. ¿Por qué habían venido? Aquello le intrigaba.
Terminó el pitillo, entró en el hotel y se sentó en un taburete del bar dirigiendo a Freddie un bastante afable «Buenas tardes». El camarero pensó unos segundos que era un cliente, pues le resultaba una cara conocida. Puso un posavasos delante de Rebus y le preguntó qué tomaba.
– Lo de siempre -contestó él en broma para turbación de Freddie, y a continuación meneó la cabeza de un lado a otro-. Soy el poli del viernes. Tomaré un whisky con un poco de agua, si paga la casa.
El joven dudó un instante, pero finalmente se volvió hacia el botellero.
– Que sea un malta -puntualizó Rebus-. Esto es como una tumba a esta hora -comentó al ver que no había ni un solo cliente en el bar.
– Yo hago doble turno… Me gusta la tranquilidad.
– A mí también. Y así podemos hablar más a gusto.
– ¿Hablar?
– Nos han entregado las cuentas del bar de la noche en que estuvo aquí ese ruso. ¿Lo recuerdas? Se sentó ahí y un cliente del hotel le invitó a un coñac. El cliente se llama Morris Gerald Cafferty.
Freddie dejó el whisky delante de Rebus y llenó un jarrito de cristal con agua del grifo. Rebus echó un chorrito al whisky y le dio las gracias.
– ¿Conoces al señor Cafferty? -insistió-. Cuando hablamos el otro día dijiste que no. Tal vez eso explique que quisieras engañarme diciendo que Todorov quizás hablaba ruso con el que le invitó a una copa. No te lo reprocho, Freddie. Cafferty no es una persona con la que convenga ponerse a malas -hizo una pausa-. A mí me sucede lo mismo.
– Fue un error. Era una noche de mucho ajetreo. Estuvo Joseph Bonner con un grupo de cinco… Y en otra mesa, lady Hellen Wood y seis personas más…
– Recuerdas muy bien los nombres, ¿eh, Freddie? -comentó Rebus con una sonrisa-. Pero a mí quien me interesa es Cafferty.
– Sí, a ese señor lo conozco -dijo finalmente el camarero. Rebus amplió su sonrisa.
– Quizá se aloja aquí porque que le llaman «señor», muy al contrario que en otros sectores de la ciudad, te lo aseguro.
– Sí, sé que estuvo metido en líos hace años.
– Es de dominio público -apostilló Rebus-. ¿No te lo mencionaría él mismo y te animaría a que compraras ese libro sobre su vida que publicaron el año pasado?
Freddie no pudo contener una sonrisa.
– Me regaló él un ejemplar dedicado.
– Es su manera de ser generoso. ¿Viene aquí casi todos los días?
– Llegó al hotel hace una semana y se marcha dentro de un par de días.
– Es curioso -comentó Rebus fingiendo examinar el líquido del vaso-, igual que los rusos.
– ¿Ah, sí? -replicó el camarero en un tono que daba a entender que sabía perfectamente a qué se refería Rebus.
– Quisiera recordarte -añadió Rebus endureciendo la voz-, que estoy investigando un asesinato… dos, en realidad. La noche que ese poeta entró aquí, había cenado y tomado una copa con otro hombre que ahora está muerto. La cosa se pone seria, Freddie… tenlo en cuenta. No quieres decir nada. Muy bien; daré orden de que envíen un coche patrulla a recogerte. Te esposaremos y te alojaremos en una de esas cómodas celdas mientras preparamos el cuarto de interrogatorio… -hizo una pausa para mayor efecto-. No pretendo más que ser amable, Freddie, y hago cuanto puedo por ser «discreto» y «considerado con la gente». Pero todo puede cambiar -añadió apurando de un trago el whisky.
– ¿Le sirvo otro? -preguntó el camarero, para dar a entender que estaba dispuesto a colaborar. Rebus negó con la cabeza.
– Háblame de Cafferty -dijo.
– Viene al bar casi todas las tardes. Tiene razón en lo de los rusos… si ellos no están por aquí, él no se queda mucho rato. Y sé que también se acerca al restaurante, echa una ojeada y si no están se va.
– ¿Y cuando están?
– Se sienta en una mesa cerca de ellos. Y aquí hace lo mismo. Me da la impresión de que no eran conocidos suyos, pero ahora ya va conociendo a algunos.
– ¿Y charlan en plan amistoso?
– Bueno, no… ellos no hablan mucho inglés, pero disponen todos de intérprete, que suele ser una rubia guapa…
Rebus pensó en el día que había visto a Andropov fuera del hotel y en el Ayuntamiento: no iba acompañado por ninguna rubia.
– No todos necesitan intérprete -dijo. Freddie asintió con la cabeza.
– El señor Andropov habla inglés bastante bien -dijo.
– Lo que quiere decir que seguramente lo habla mejor que Cafferty.
– A veces me da esa impresión. Y además, me parece que deben de conocerse de antes.
– ¿A qué te refieres?
– La primera vez que coincidieron aquí fue como si no necesitasen presentaciones. Cuando el señor Andropov dio la mano al señor Cafferty, le agarró del brazo al mismo tiempo… No sé, como si ya se conocieran -explicó Freddie encogiéndose de hombros.
– ¿Qué es lo que sabes de Andropov? -preguntó Rebus. Freddie volvió a encogerse de hombros.
– Da buenas propinas y no bebe mucho… generalmente botellas de agua, y cuando pide whisky insiste siempre en que sea escocés.
– Me refiero a si sabes algo de su vida.
– Nada.
– Yo tampoco -dijo Rebus-. ¿Cuántas veces has visto a Cafferty con Andropov?
– Yo, un par de veces… Jimmy, el otro camarero, dice que los vio hablando una vez.
– ¿De qué hablan?
– Ni idea.
– Más te vale no mentirme, Freddie.
– No le miento.
– Has dicho que Andropov habla mejor inglés que Cafferty.
– Pero no por oírles hablar.
Rebus se mordió el labio inferior.
– ¿De qué te habla a ti Cafferty?
– De Edimburgo más que nada… de cómo era antes y de cómo ha cambiado…
– Qué interesante. ¿No te habla de los rusos?
Freddie negó con la cabeza.
– Dice que el mejor momento de su vida fue el día que se hizo «legal».
– Sí, tan legal como un Rolex de veinte libras.
– A mí hace tiempo me quisieron vender uno de ésos -contestó el camarero pensativo-. Una cosa que he notado en esos caballeros rusos son los buenos relojes que llevan… y trajes muy bien cortados. Pero los zapatos no son gran cosa. Es algo que no entiendo. La gente debería cuidarse los pies -dijo, y, considerando que Rebus necesitaba una explicación, añadió-: Mi novia es podóloga.
– Debe de ser deslumbrante la conversación en la cama -musitó Rebus mirando el bar vacío e imaginándoselo lleno de peces gordos rusos con sus respectivas intérpretes.
Y con Big Ger Cafferty.
– La noche en que estuvo aquí el poeta -continuó-, tomó una copa con Cafferty y luego se fue…
– Exacto.
– ¿Y Cafferty qué hizo? -añadió Rebus, pensando en la cuenta de once consumiciones. Freddie pensó un instante.
– Creo que se quedó un rato más… sí, estuvo aquí hasta que cerré, más o menos.
– ¿Más o menos?
– Bueno, tal vez fuese al servicio. En realidad, se acercó a la mesa del señor Andropov. Había otro hombre; un político, creo.
– ¿Crees?
– Cuando aparecen en la tele yo quito el sonido.
– ¿Pero a ese hombre le reconociste?
– Ya le digo, creo que tiene algo que ver con el Parlamento.
– ¿En qué mesa estaban? -el camarero la señaló y Rebus se bajó del taburete para acercarse a ella-. Y Andropov, ¿dónde estaba sentado?
– Un poco más allá… Ahí.
Desde donde Rebus había tomado asiento no se veía más que la punta de la barra: el taburete del que acababa de levantarse; el que había ocupado Todorov quedaba oculto. Se levantó y volvió a la barra.
– ¿Seguro que aquí no tenéis cámaras de seguridad?
– No hacen falta.
Rebus reflexionó un instante.
– Escucha; hazme un favor -dijo-. Cuando tengas un rato libre busca un ordenador.
– Hay uno en el Centro de Negocios.
– Entra en la página del Parlamento. Verás unas ciento veinte caras… a ver si lo localizas.
– Mis ratos de descanso son de veinte minutos.
Rebus hizo caso omiso de la observación y le dio su tarjeta de visita.
– Llámame en cuanto tengas ese nombre.
En aquel preciso momento se abrió la puerta y entraron dos hombres trajeados con cara de satisfacción por algún negocio.
– ¡Una botella de Krug! -exclamó uno de ellos sin respetar que Freddie estaba ocupado con otro cliente. El camarero miró a Rebus y éste asintió con la cabeza para darle a entender que los atendiera.
– Me apuesto algo a que ni dan propina -comentó Rebus casi en un suspiro.
– Tal vez no -replicó Freddie-, pero al menos pagan la consumición.
Clarke decidió salir fuera a contestar la llamada, para que Goodyear no la oyera decirle a Rebus si se estaba volviendo senil.
– Ya nos han dado un aviso -le replicó con un susurro-. ¿En base a qué vamos a obligarle a venir?
– Cualquiera que tome copas con Cafferty es de poco fiar -contestó Rebus. Ella lanzó un suspiro con ánimo de que él lo oyera.
– No quiero que te acerques a menos de cien metros de la delegación rusa si no contamos con algo más concreto.
– Tú siempre impidiéndome jugar.
– Cuando seas mayor lo entenderás -replicó ella cortando la comunicación y regresando a la sala del DIC donde Todd Goodyear acababa de enchufar el reproductor de casetes de uno de los cuartos de interrogatorio. Tenían dos bolsas con material de la casa de Riordan, equivalente al contenido de dos bolsas para recoger pruebas, entregadas por Katie Glass y que Goodyear había subido del maletero del coche de la inspectora.
– Tiene un Prius -comentó el joven.
Al abrir las bolsas el olor a plástico quemado llenó el departamento, pero había algunas cintas intactas y un par de grabaciones digitales. Goodyear había introducido un casete y al entrar Clarke pulsó el botón de reproducción. El aparato no disponía de altavoz potente y se agacharon los dos sobre él para oír mejor. Clarke oyó unos ruidos y voces distantes ininteligibles.
– Es un pub o un café -comentó Goodyear. El barullo continuó unos minutos interrumpido por una tos más próxima al micrófono.
– Seguramente Riordan -aventuró Clarke.
Aburrida de esperar le dijo a Goodyear que pulsara avance rápido. Se oyeron los mismos ruidos y charla anodina.
– No es bailable -comentó Goodyear.
Clarke le dijo que sacara la cinta y le diera la vuelta. El sonido era ahora como de una estación de ferrocarril. Se oyó el silbato del jefe de estación seguido del ruido de un tren que se pone en marcha. El micrófono cambió de orientación hacia el andén y se oyeron diversas voces de gente andando y parándose, seguramente para mirar el panel de salidas y llegadas. Oyeron un estornudo y a Riordan decir «Salud». A continuación, una conversación entre dos mujeres sobre sus respectivos cónyuges, seguida por el micrófono hasta el quiosco, donde ellas hicieron comentarios sobre los bocadillos que les parecían más apetitosos. Hecha la compra, volvieron a su cotilleo previo sobre sus respectivas parejas mientras aguardaban cola para tomar café en otro quiosco. Clarke oyó la cafetera y el repentino anuncio por los altavoces ahogando la charla y mencionando las ciudades de Inverkeithing y Dunfermline.
– Debe de ser la estación de Waverley -comentó.
– Podría ser Haymarket -comentó Goodyear.
– En Haymarket no hay quiosco de bocadillos.
– Me rindo ante sus conocimientos.
– Debes hacerlo aunque esté equivocada.
El joven hizo con la mano un gesto florido de avenencia y ella sonrió.
– Lo de ese hombre era auténtica obsesión -comentó Clarke, y Goodyear asintió con la cabeza.
– ¿Cree realmente que su muerte está relacionada con Todorov? -preguntó.
– De momento, es una coincidencia… pero en Edimburgo hay muy pocos asesinatos y resulta que en cuestión de días tenemos dos, y que las víctimas se conocen.
– Lo que quiere decir que realmente no cree que sea coincidencia.
– Lo que sucede es que Joppa es jurisdicción de la división D y nosotros somos la B. Si no argumentamos que el caso es nuestro, se encargará el CID de Leith.
– Tendremos que argumentarlo.
– Lo que significa convencer al inspector jefe Macrae de que existe una relación -añadió Clarke parando la cinta y expulsándola-. ¿Sabes si son todas así?
– Sólo hay un modo de saberlo.
– Tal vez haya horas y horas de grabación.
– A saber. Quizás el fuego ha dañado muchas. Lo mejor sería que alguien las escuche primero y si aparece algo difícil, llevarlo a la científica o al estudio de Riordan.
– Cierto -dijo Clarke.
No acababa de compartir el entusiasmo de Goodyear, pero pensó en sus primeros tiempos de agente uniformada… No hacía tanto, en realidad. También ella era tan dispuesta como Goodyear, convencida de que su intervención en los casos sería importante y, de vez en cuando, quizá, «trascendental». Lo había sido en alguna ocasión, pero el mérito se lo había llevado alguien de mayor antigüedad; no Rebus, ella rememoraba la época anterior a su trabajo a dúo, cuando era agente en la comisaría de St. Leonard, donde no cesaban de repetirle que el servicio consistía en trabajar en equipo y que no había lugar para el ego ni para figurar. Fue después cuando llegó Rebus porque un incendio destruyó su comisaría por culpa de un cable eléctrico viejo. No pudo contener una sonrisa al pensarlo.
Un cable viejo: una buena descripción de Rebus en ocasiones. Rebus, que trajo a St. Leonard su reticencia por el «trabajo en equipo» y sus más de veinte años de evitar riesgos, cruzar límites y quebrantar reglas.
Y como mínimo una obsesión de venganza personal contra un individuo.
Goodyear sugirió escuchar una de las pequeñas grabaciones digitales. Faltaban los altavoces, pero los auriculares de su iPod se ajustaban al enchufe. A Clarke no le apetecía meterse en los oídos aquellos diminutos terminales y le dijo que lo escuchara él. Pero al cabo de medio minuto, tras pulsar varias teclas y probar configuraciones, Goodyear se dio por vencido.
– Esto es para nuestro amigo especialista -dijo acercándose al otro aparato.
– Quería preguntarte -dijo Clarke-, ¿qué sentiste al ver a Cafferty?
Goodyear reflexionó un instante.
– Con sólo verle -dijo finalmente-, se da uno cuenta de que es malvado. Se le nota en los ojos, en la forma de mirar, en su actitud…
– ¿Juzgas a las personas por su aspecto?
– No siempre -respondió él manipulando más botones, sin quitarse los auriculares y alzando un dedo para indicarle que oía algo. Tras un momento de escucha miró a Clarke-. No se lo va a creer -añadió quitándose los auriculares y tendiéndoselos. Ella los sostuvo a ambos lados de la cabeza cerca de los oídos. Tras rebobinar Goodyear parte de la grabación, oyó unas voces. Hablaban en tono quedo, pero se entendía lo que decían:
«Cuando se separaron, el señor Todorov fue directamente al bar del Caledonian y estuvo allí hablando con alguien…»
– ¡Esa soy yo! -exclamó-. ¡Nos grababa!
– Nos mintió. La gente suele hacerlo.
Clarke le miró con el ceño fruncido, escuchó un poco más y luego le dijo que apretara el botón de avance. Goodyear lo hizo, pero no se oía nada.
– Rebobina -ordenó ella.
¿Qué esperaba oír? ¿Los últimos momentos de Riordan grabados para la posteridad? ¿La voz de su agresor? ¿Algo que hiciera justicia al difunto Riordan?
No se oía nada.
– Más atrás.
Se oyó a Clarke y a Goodyear interrogando a Riordan en el cuarto de estar.
– Somos lo último que grabó -comentó ella.
– ¿Eso nos hace sospechosos?
– Otra gracia más y vuelves a vestir el traje de lanilla.
Goodyear puso cara de contrito.
– Traje de lanilla -repitió-. Es la primera vez que lo oigo.
– Se me ha pegado de Rebus -dijo Clarke. Tantas cosas se le habían pegado… y no todas positivas.
– Creo que no le caigo bien -dijo Goodyear.
– Nadie le cae bien.
– Usted sí -replicó Goodyear.
– Me tolera, que es muy distinto -puntualizó Clarke, mirando la grabadora-. No acabo de creerme que nos grabara.
– La verdad es que de no haber sido grabados por el señor Riordan habríamos quedado entre la minoría.
– Es cierto.
Goodyear cogió otra bolsa de plástico transparente y la meneó.
– Hay muchas más por escuchar.
Clarke asintió con la cabeza, se inclinó y le dio unos golpecitos en el hombro.
– Muchas para que las escuches, Todd -dijo.
– ¿Forma parte del aprendizaje?
– Parte del aprendizaje.
– ¿Hacemos algo esta noche? -preguntó Phyllida Hawes, que iba al volante, con Colin Tibbet de pasajero.
Le fastidiaba verle aferrado al asidero de la portezuela, como dispuesto a saltar del coche si ella perdía el control. A veces le pinchaba expresamente acelerando con brusquedad hacia el vehículo que les precedía o girando de golpe sin poner el intermitente. Se lo merecía por no confiar en ella. Él le dijo en cierta ocasión que conducía como si acabara de robar el coche.
– Podemos ir a tomar una copa -dijo él.
– Para variar.
– O podemos no ir a tomar una copa -añadió él pensativo-. ¿Chino o indonesio?
– Con ideas tan brutales, Col, tendrías que estar presidiendo un panel de expertos.
– Estás enfadada -dijo él.
– ¿Ah, sí? -replicó ella con frialdad.
– Perdona.
Era otra cosa que empezaba a fastidiarle: en vez de discutir, él le daba la razón en todo. Hacía dos meses que Hawes había tenido un amante, un amante con el que cohabitaba. Colin había tenido ligues de una noche y una novia que le duró casi un mes. Pero hacía tres semanas los dos acabaron en la cama tras una noche de borrachera y no lo habían superado desde que se despertaron horrorizados al verse las caras juntas sobre la almohada.
Fue algo involuntario. Mejor era olvidarlo y no hablar de ello. Como si no hubiera ocurrido…
Pero ¿cómo podían hacerlo? Había ocurrido y muy a pesar suyo, ella deseaba que ocurriera otra vez. Había dado a entender a Colin su aburrimiento con la esperanza de que él pusiera remedio, pero Colin era una especie de esponja que lo absorbía todo.
– No me sorprendería -dijo él-, que Shiv nos invitara hoy a una copa, por mor del espíritu de equipo. Es lo que hacen los buenos jefes.
– Quieres decir que es mejor que tener que aguantar a John Rebus a solas.
– No te falta razón.
– Por otro lado -añadió ella-, puede que quiera estar a solas con el joven Todd.
Colin se volvió hacia ella.
– No lo dirás en serio.
– Las mujeres son imprevisibles, Colin.
– Ya lo he advertido. ¿Por qué crees que lo ha integrado en el equipo?
– A lo mejor ha sucumbido a sus encantos.
– No; hablo en serio.
– El caso se lo han encargado a ella, y puede reclutar a quien quiera. Y Todd estaba deseando entrar en el DIC.
– ¿La convenció fácilmente? -inquirió Tibbet arrugando la frente.
– Eso no quiere decir que sea fácil convencerla para que te proponga para el ascenso.
– No lo decía por eso -replicó Tibbet mirando por la ventanilla-. Es la primera a la derecha, ¿no?
Hawes, sin poner el intermitente, dobló cuando ya se les echaba encima un autobús.
– No deberías hacer eso -comentó Tibbet.
– Lo sé -replicó Phyllida con una sonrisita-. Pero cuando conduces un coche que acabas de robar…
Por orden de Shiv iban al piso de Nancy Sievewright, a interrogarla sobre la mujer de la capucha. Era la palabra exacta que les había dicho: «capucha» y no «capuchón».
– Capucha o capuchón, Phyl, ¿qué más da? -comentó Tibbet-. La verdad es que Shiv lleva un par de semanas muy puntillosa.
– Es ahí a la izquierda -dijo Colin Tibbet-. Más adelante hay un sitio.
– Que seguramente no habría visto de no ser por ti, agente Tibbet.
Él no replicó.
El portal estaba abierto y optaron por prescindir del intercomunicador. Una vez dentro era un espacio frío y oscuro. Los azulejos blancos de las paredes estaban rotos y con manchas de pintadas. Oyeron voces más arriba en la escalera: una de mujer estridente y otra de hombre más grave, discreta y suplicante.
– ¡Lárguese de aquí! ¿Se lo tengo que repetir?
– Creo que sabes muy bien por qué vengo.
– ¡Me importa un pito!
La pareja no pareció darse cuenta de que ellos dos subían la escalera.
– Escucha, explícame simplemente… -decía el hombre.
Interrupción de Colin Tibbet, mostrándole su carnet de policía.
– ¿Sucede algo?
– ¡Dios!, ¿y ahora qué pasa? -exclamó el hombre.
– Eso es precisamente lo que acabo de preguntarle, señor.
– Usted es el señor Anderson, ¿verdad? -terció Hawes-. Mi compañero y yo les tomamos declaración a usted y a su esposa.
– Ah, sí -contestó Anderson, pasando de la indignación a un gesto de preocupación.
Hawes vio que en el rellano superior había una puerta abierta. Tenía que ser la del piso de Nancy Sievewright. Miró a la muchacha anoréxica y vestida de cualquier manera.
– A ti también te interrogamos, Nancy -dijo. Sievewright asintió con la cabeza.
– Dos pájaros de un tiro -comentó Colin Tibbet.
– No sabía -añadió Hawes-, que se conocían.
– ¡No nos conocemos! -vociferó Nancy Sievewright-. ¡Es él que no para de venir por aquí!
– Eso no es cierto -gruñó Anderson. Hawes miró a Tibbet. Sabían lo que tenían que hacer.
– Vamos adentro -dijo Hawes a Sievewright.
– Y usted, haga el favor de bajar conmigo, señor -añadió Tibbet a Anderson-. Tenemos que hacerle unas preguntas.
Sievewright entró a zancadas en su piso y fue directa a la exigua cocina a coger el hervidor y llenarlo.
– Pensaba que serían los otros dos los que vendrían -dijo. Hawes intuyó que se refería a Rebus y Clarke.
– ¿Por qué anda rondando por aquí ese hombre? -preguntó.
Sievewright se recolocó un mechón de pelo sobre la oreja.
– No tengo ni idea. Dice que lo hace por comprobar si estoy bien. Pero yo le digo que estoy bien, ¡y él vuelve! Yo creo que merodea hasta que ve que estoy sola en el piso… -añadió retorciendo y enmarañándose el mechón-. Que le den por saco -exclamó con desdén, buscando entre las tazas del fregadero la menos sucia.
– Puede hacer una denuncia alegando acoso -dijo Hawes.
– ¿Cree que eso le disuadiría?
– Tal vez -contestó Hawes, tan poco convencida como la joven. Sievewright lavó la taza elegida y echó en ella una bolsita de té, al tiempo que daba unos golpecitos en el hervidor como animándole a bullir.
– ¿Es una visita de cortesía? -preguntó al fin.
Hawes la obsequió con una sonrisa amistosa.
– No exactamente. Han surgido nuevos datos -dijo.
– Han detenido a alguien.
– No.
– ¿Y de qué datos se trata?
– Una mujer con capucha que fue vista cerca de la salida del aparcamiento -contestó Hawes, mostrándole el retrato-robot-. Si seguía allí, tuvo que pasar a su lado.
– Yo no vi a nadie… ¡Ya lo dije!
– Tranquila, Nancy -replicó Hawes, al quite-. Cálmese.
– Estoy calmada.
– Es buena idea tomar un té.
– Creo que el hervidor se ha estropeado -dijo Sievewright aplicando sobre él la palma de la mano.
– No, oigo que funciona -dijo Hawes.
Sievewright miró la superficie brillante del hervidor.
– A veces probamos a ver quién aguanta más tocándolo hasta que hierve.
– ¿Prueban?
– Eddie y yo. Siempre gano yo -respondió ella con una sonrisita.
– Eddie es…
– Mi compañero de piso -respondió ella mirándola-. No somos pareja.
Oyeron el ruido de la cancela de entrada, se volvieron, miraron hacia abajo y vieron que estaba Colin Tibbet solo.
– Se ha marchado -dijo Tibbet.
– Menos mal -murmuró Sievewright.
– ¿Te ha dicho algo? -preguntó Hawes a su compañero.
– Dice que está seguro que ni él ni su esposa vieron ninguna mujer con capucha. Me ha dicho si no sería un fantasma…
– Me refiero -añadió Hawes con voz monocorde-, a si te ha dicho por qué molesta tanto a Nancy.
Tibbet se encogió de hombros.
– Dice que como se llevó tan fuerte impresión quiere saber si se encuentra bien, «si no va a tener secuelas», creo que dijo exactamente.
Sievewright, con la mano en el hervidor, lanzó una exclamación desdeñosa.
– Muy noble por su parte -comentó Hawes-. ¿Y el hecho de que Nancy rehúse sus atenciones?
– Ha prometido no volver.
– Lo dudo -comentó Sievewright con sorna.
– Está a punto de hervir -dijo Tibbet al ver que no apartaba la mano. Ella le respondió con una especie de mueca sonriente.
– ¿Quieren tomar un té? -ofreció Nancy Sievewright.
El titular de la página cinco del Evening News era «Das kapitalists» y el artículo describía la cena en uno de los restaurantes con estrellas de la guía Michelín de Edimburgo. El grupo ruso había reservado el local donde catorce comensales se atiborraron de foie-gras, centollos, langosta, ternera, solomillo, quesos y postres, todo ello regado con champán por valor de varios miles de libras, borgoña blanco y burdeos tinto de antes de la guerra fría. Una cuenta de seis mil libras. El periodista destacaba que el champán consumido -Roederer Cristal- era el preferido de los zares antes de la Revolución. No se daba el nombre de ningún comensal, pero Rebus no pudo por menos de pensar si Cafferty no habría formado parte de los invitados. Otro artículo en la página contigua señalaba que disminuía la tasa de homicidios, de un diez por ciento el año anterior y de doce el precedente.
Estaban sentados a una mesa grande de un rincón en un pub de Rose Street. El lugar comenzaba a cargarse de ruido: el Celtic estaba a punto de lanzar un penalti contra el Manchester United en la Liga de Campeones y el enorme televisor era el foco de atención de casi todos los clientes. Rebus cerró el periódico y se lo entregó con un pase a Goodyear, que estaba sentado frente a él, y, pensando en que se había perdido lo último del informe de Phyllida Hawes, le hizo repetir lo que había dicho Anderson: «Si no va a tener secuelas».
– Yo le daré a él «secuelas» -farfulló-. Y no podrá decir que no le avisé.
– De momento, no hay más que un testigo de la misteriosa mujer -dijo Colin Tibbet que, al ver que Goodyear se había quitado la corbata, hacía ahora lo propio.
– Eso no quiere decir que no exista -replicó Clarke-. Aunque no sea cómplice, podría haber visto algo. En un poema de Todorov hay un verso que habla de apartar la vista para no testificar.
– ¿Y qué se supone que significa? -preguntó Rebus.
– Que podría estar mintiendo por algún motivo. A la gente no le gusta verse implicada.
– A veces tienen sobrados motivos para ello -comentó Hawes.
– ¿Sigue en pie la hipótesis de que Nancy Sievewright oculta algo? -planteó Clarke.
– Esa amiga suya nos contó un cuento -dijo Tibbet.
– Entonces habría que revisar su declaración.
– ¿Han revelado algo más las cintas? -preguntó Hawes. Clarke negó con la cabeza y miró a Goodyear.
– Sólo que al difunto le gustaba escuchar las conversaciones de la gente -dijo-, aunque tuviera que seguirla por la calle.
– Un tipo algo chalado, ¿no?
– No deja de ser cierto -comentó Clarke.
– ¡Por Dios bendito, hay un trasfondo que no tenéis en cuenta: el último sitio en que estuvo Todorov antes de morir… una copa con Big Ger Cafferty y esos rusos a pocos metros! -exclamó Rebus pasándose una mano por la frente.
– ¿Puedo pedir una cosa?
Rebus miró a Goodyear.
– ¿Qué quieres pedir, joven Todd?
– Que no se pronuncie el nombre de Dios en vano.
– ¿Me tomas el pelo?
Goodyear negó con la cabeza.
– Lo consideraría un gran favor.
– ¿A qué iglesia vas, Todd? -preguntó Tibbet.
– A St. Fothad de Saughtonhall.
– ¿Vives allí?
– Me crié allí -replicó Goodyear.
– Yo iba a la iglesia -añadió Tibbet-, pero dejé de hacerlo a los catorce años. Mi madre murió de cáncer y lo consideré una tontería.
– Dios es la única fuente de salud por mucho que la quebrantemos -recitó Goodyear sonriendo-. Es de un poema; no de Todorov, pero para mí tiene sentido.
– Rayos y centellas -dijo Rebus-. Poemas y citas de la Iglesia de Escocia. No he venido al pub a oír sermones.
– No es el único -dijo Goodyear-. Muchos escoceses tratan de ocultar su ingenio porque aquí no se confía en la gente ingeniosa.
Tibbet asintió con la cabeza.
– Se supone que somos la prole de Jock Tamson.
– Y no se consiente que haya nadie distinto -apostilló Goodyear asintiendo igualmente con la cabeza hacia él.
– ¿Ves lo que vas a perderte con la jubilación? -dijo Clarke mirando a Rebus-. El debate intelectual.
– Menos mal que me jubilo a tiempo -dijo él poniéndose en pie-. Disculpen ustedes, lumbreras, tengo una clase con el profesor Nicotina.
Pasaba mucha gente por Rose Street: unas chicas de parranda, vestidas todas con una camiseta con la misma leyenda «Cuatro bodas y una juerga», le lanzaron besos al pasar a su lado, pero a continuación les bloquearon el camino una pandilla de chicos que venía en dirección contraria; una despedida de soltero, al parecer, con el novio pringado de crema de afeitar, huevos y harina. Pasaban oficinistas camino de casa después de tomarse dos copas, familias de turistas de actitud indecisa ante aquellos dos grupos de solteros de uno y otro sexo, y gente que se apresuraba para ver el partido.
Se abrió la puerta a espaldas de Rebus y salió Todd Goodyear.
– Creí que no fumabas-dijo él.
– Me voy a casa -dijo Goodyear acabando de embutirse la chaqueta-. He dejado dinero en la mesa para la próxima ronda.
– Tienes un compromiso, ¿no?
– La novia.
– ¿Cómo se llama?
Goodyear se mostró dubitativo, pero no encontró una excusa válida para no decirle su nombre a Rebus.
– Sonia -dijo-. Trabaja en la Científica.
– ¿Era ella la que fue con el equipo del miércoles?
Goodyear asintió con la cabeza.
– Es una rubia, baja, de veintitantos años.
– No me fijé -dijo Rebus. Goodyear sintió tentaciones de tomárselo como un agravio, pero cambió de idea.
– Usted también iba a la iglesia, ¿verdad?
– ¿Quién te dijo eso?
– Es un comentario que oí.
– Es preferible no dar crédito a rumores.
– De todos modos, me da la impresión de que es verdad.
– Es posible -replicó Rebus exhalando el humo-. Hace años probé unas cuantas iglesias pero no encontré respuestas.
Goodyear asintió despacio con la cabeza.
– Lo que comentó Colin dice mucho sobre las experiencias de la gente, ¿no es cierto? Muere un ser querido y se lo reprochamos a Dios. ¿Es eso lo que sucedió con usted?
– A mí no me sucedió nada -replicó Rebus imperturbable, mirando cómo las jóvenes se alejaban camino de otro pub. Los chicos miraban también y un par de ellos hablaban de seguirlas.
– Perdone… mi intromisión -se disculpó Goodyear.
– No hay de qué.
– ¿Va a echar de menos el trabajo?
Rebus puso los ojos en blanco.
– Ya estamos -dijo en tono de fastidio mirando al cielo-. Yo lo único que quiero es fumarme tranquilo un pitillo y ahora me sometes a interrogatorio.
– Bueno, será mejor que me vaya -dijo Goodyear a guisa de disculpa, sonriendo.
– Un momento.
– Diga.
Rebus examinó la punta del cigarrillo.
– Cafferty en el cuarto de interrogatorios… ¿era la primera vez que le veías? -Goodyear asintió con la cabeza-. Él conoció a tu hermano y a tu abuelo; por cierto -Rebus miró a un extremo y otro de la calle-, el pub de tu abuelo estaba una manzana más allá, ¿no? Pero del nombre no me acuerdo…
– Breezer’s.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– En el juicio, yo subí al estrado a testificar.
– No lo sabía.
– Lo detuvimos tres, pero fui yo quien dio testimonio.
– ¿Se ha encontrado alguna vez en la misma situación con Cafferty?
– Estuvo dos veces en la cárcel -contestó Rebus escupiendo en el suelo-. Shiv me ha dicho que tu hermano tuvo una pelea. ¿Se encuentra bien ya?
– Eso creo -respondió Goodyear inquieto-. Bueno, me marcho.
– Muy bien. Hasta mañana.
– Bien, buenas noches.
– Buenas noches -repitió Rebus viéndole alejarse.
No parecía mal chico, y era un policía bastante aceptable. Tal vez Shiv lograra hacer algo de él… Recordaba muy bien a Harry Goodyear. Su pub era famoso; allí se traficaba con speed, coca y algo de hachís, y el propio Harry trapicheaba y tenía constantes problemas. Él pensó por entonces cómo habría obtenido la licencia de apertura. Seguramente por algún soborno en el Ayuntamiento. Algún conocido comprado. Había una época en que el propio Cafferty tenía sobornados a varios concejales. Con ello jugaba con ventaja y hasta le salía barato. A él también intentó sobornarle, pero no iba a funcionar. Él ya había aprendido la lección.
– Yo no tengo la culpa de que el abuelo de Goodyear muriera en la cárcel.
Aplastó la colilla y se volvió hacia la puerta, pero se lo pensó mejor. ¿Qué le esperaba allí dentro? Otra copa en una mesa con jóvenes, Shiv, Phyl y Col, hablando del caso y lanzando ideas. ¿Y él qué podía realmente aportar? Sacó otro cigarrillo, lo encendió y echó a andar.
Dobló a la izquierda hacia Frederick Street y luego a la derecha en Princes Street. Desde abajo se veía el Castillo iluminado, con su silueta recortada contra el cielo nocturno. Ya estaban montando las máquinas de la feria en el parque de Princes Street y al pie del Mound, los puestos y las casetas del mercadillo. En vísperas de Navidad se llenaría de gente que acudiría a comprar. Le pareció oír música: quizás es que hacían pruebas en la pista de patinaje al aire libre. Grupos de niños se le cruzaban por la acera sin prestarle la menor atención. «¿Cuándo me convierto en el hombre invisible?», se preguntó. Miró su reflejo en un escaparate y vio un armatoste pesado. Pese a todo, aquellos críos pasaban por su lado como si no formara parte de su mundo.
«¿Sentirán esto los fantasmas?», pensó.
Cruzó en el semáforo y abrió la puerta del hotel Caledonian. Había bastante gente, sonaba música de jazz y Freddie estaba ocupado con la coctelera. Una camarera aguardaba para llevar la bandeja con bebidas a una mesa en la que todo eran risas, ocupada por gente con aspecto pudiente y tranquilo; algunos hablaban por el móvil como si lo hicieran con quien tenían a su lado. Rebus sintió una punzada de irritación al ver que su taburete estaba ocupado. En realidad, lo estaban todos. Aguardó a que el camarero terminara de servir. La camarera se dirigió a la mesa balanceando la bandeja y Freddie le vio. Por el ceño que puso, Rebus comprendió que la situación había cambiado. La barra estaba ocupada y el camarero no estaba dispuesto a hablar.
– Lo de siempre, por favor -dijo de todos modos, y añadió-: No exagerabas con lo del segundo turno.
Esta vez, cuando le puso el whisky delante, iba acompañado de la nota. Rebus sonrió para darle a entender que lo aceptaba. Echó unas gotas de agua en el vaso y lo agitó, oliendo el contenido y mirando el local.
– Se han marchado, si es lo que está pensando -dijo Freddie.
– ¿Quiénes?
– Los rusos. Se fueron esta tarde; de vuelta a Moscú, por lo visto.
Rebus hizo un esfuerzo por no mostrarse defraudado por la noticia.
– Lo que estaba pensando es si has averiguado ese nombre -dijo.
El camarero asintió despacio con la cabeza.
– Iba a llamarle mañana.
Llegó la camarera con otra comanda y él se dispuso a servirla. Dos buenas copas de vino tinto y una copa del champán de la casa. Rebus se puso a escuchar lo que hablaban dos a su lado; eran hombres de negocios con acento irlandés que no apartaban la vista del televisor que emitía sin sonido. Les había fallado un negocio y ahogaban sus penas.
– Quiera Dios que tengan una agonía lenta.
Parecía ser el brindis. Una de las cosas que más le gustaban a Rebus de los bares era la ocasión de escuchar a otros hablar de sus vidas. ¿No era así en cierto modo una especie de mirón no muy distinto a Charlie Riordan?
– Si podemos machacarlos… -dijo el otro irlandés.
Freddie dejó la botella de champán en la cubitera y desde el otro extremo de la barra volvió hacia Rebus.
– Es el ministro de Fomento -dijo-. Menos mal que en la página del Parlamento aparecen primero los ministros, porque si no habría tardado…
– ¿Cómo se llama?
– James Bakewell.
A Rebus le sonaba aquel nombre.
– Le vi en la tele hace unas semanas -añadió Freddie.
– ¿En Question Time? -aventuró Rebus. El camarero asintió con la cabeza. Sí, claro, él también había visto a Bakewell, machacando el tema con Megan MacFarlane, mientras Todorov callaba sentado entre los dos. Todos le llamaban Jim…-. ¿Y estaba aquí la misma noche de Sergei Andropov y el poeta?
Freddie continuó asintiendo con la cabeza.
Y también la misma noche que Morris Gerald Cafferty. Rebus apoyó a conciencia las manos en la barra. Le daba vueltas la cabeza. Freddie se alejó para servir otras bebidas. Rebus pensó en el vídeo de Question Time. Jim Bakewell era un socialista de la vieja escuela que había ingresado sin pulir del todo en el Nuevo Laborismo. O prescindía totalmente de asesores de imagen o no tenía otra: unos cincuenta años, abundante pelo oscuro y gafas de fina montura metálica; mandíbula cuadrada, ojos azules y aire feo acomplejado. Era muy respetado en Escocia por haber renunciado a un escaño en Westminster para seguir en el Parlamento escocés. Eso le hacía una excepción, desde luego. Rebus pensaba que a muchos políticos de valía seguía atrayéndoles Londres. Freddie no le había dicho nada de guardaespaldas, y a Rebus le parecía también raro. Si Bakewell se hubiese reunido con los rusos en plan oficial, seguro que habría acudido con secretarios y asesores. El ministro de Fomento… tomando copas por la noche con hombres de negocios extranjeros… Big Ger Cafferty uniéndose a la fiesta sin estar invitado… Muchas preguntas le martilleaban el cráneo; era como si al cerebro se le acelerara el pulso. Terminó el whisky, dejó el dinero en la barra y decidió irse a casa. Sonó el zumbador del móvil de mensajes de texto. Siobhan preguntándole dónde había ido.
– Sí que has tardado -musitó casi para sus adentros al pasar junto a los irlandeses.
Uno de ellos se inclinó sobre el otro y comentó con voz estentórea:
– Bien que me alegraría si se muriera el día de Navidad.
Tenía dos alternativas para salir del hotel: por la puerta del bar o a través de recepción. No sabía con certeza por qué optó por esta última. Cuando cruzaba el vestíbulo vio a dos hombres que salían de la puerta giratoria. Al primero lo conocía: era el chófer de Andropov.
El otro era el propio Andropov, quien, al verle, entrecerró los ojos como tratando de recordar de qué se conocían. Rebus le dirigió una leve inclinación de cabeza al aproximarse.
– Creí que se había marchado -dijo como sin darle importancia.
– Me quedo unos días más -respondió el ruso lacónico, y Rebus se percató de que no le reconocía.
– Soy amigo de Cafferty -mintió a guisa de explicación.
– Ah, sí.
El chófer permaneció al lado de Rebus con las manos juntas delante y las piernas abiertas. Conductor y guardaespaldas.
– ¿Unos días más de negocios o de recreo? -preguntó Rebus a Andropov.
– Para mí los negocios son ya un placer -parecía una frase hecha a la que recurría para suscitar risas o sonrisas, y Rebus hizo un esfuerzo por corresponder.
– ¿Ha visto hoy al señor Cafferty? -añadió como quien no quiere la cosa.
– Perdone, no recuerdo su nombre…
– Me llamo John -contestó Rebus.
– ¿Y cuál es su relación con Cafferty?
– Eso mismo me preguntaba de usted, señor Andropov -espetó Rebus al ver que le había descubierto-. Es muy bonito codearse con lo mejor de lo mejor y verse adulado por políticos de todo pelaje… pero cuando se empieza a cortejar a un criminal como Cafferty se disparan todas las alarmas.
– Usted es el que estaba en el Ayuntamiento -dijo Andropov esgrimiendo un dedo enguantado-. Y el que acecha frente al hotel.
– Soy policía, señor Andropov -replicó Rebus enseñándole el carnet, que Andropov examinó.
– ¿He hecho algo malo, inspector?
– Hace una semana tuvo una charla con Jim Bakewell y Morris Gerald Cafferty.
– ¿Y bien?
– Había otro hombre en la barra, un poeta llamado Todorov. Menos de veinte minutos después de salir de aquí fue asesinado.
Andropov asintió con la cabeza.
– Una gran desgracia. El mundo necesita poetas, inspector. Son, como ellos dicen, «legisladores anónimos».
– Yo diría que en eso se enfrentan a una nutrida competencia.
Andropov optó por ignorar el comentario y replicó:
– Me han dicho que la policía estaría enfocando la investigación de la muerte de Alexander no como una simple agresión callejera. Dígame, inspector, ¿qué cree que ocurrió?
– Eso será mejor que se lo explique en mi comisaría. ¿Le parece bien pasarse por ella, señor Andropov?
– No veo qué interés podría haber.
– Supongo que se niega.
– Permita que le dé mi propia hipótesis -dijo Andropov acercándose un paso, movimiento que imitó su chófer-. Cherchez la femme, inspector.
– ¿A qué se refiere exactamente?
– ¿No habla francés?
– Sé qué quiere decir, pero no entiendo qué es lo que insinúa.
– En Moscú, Alexander Todorov tenía cierta fama. Fue expulsado de su puesto de profesor por acusaciones de conducta inadecuada. Con las estudiantes, ¿entiende? Y, por lo visto, cuanto más jóvenes mejor. Bien, si me disculpa…
Andropov encaminó sus pasos hacia el bar.
– ¿Va a reunirse de nuevo con su amigo el gángster? -dijo Rebus. Pero Andropov hizo caso omiso y siguió andando. No así el chófer, que decidió que Rebus merecía una mirada de despedida torva y amenazadora que venía a decir «si te encuentro en un callejón a oscuras…».
La mirada con que le obsequió Rebus transmitía algo no menos amenazador: «Os tengo en la lista, a ti y a tu jefe, amiguito».
Fuera de nuevo, en la fresca noche, decidió ir a casa caminando. Tenía el pulso acelerado y la boca seca. Recorrió unos cien metros y paró el primer taxi que vio.