174008.fb2 La Mordaza De La Chismosa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Capítulo 12

El coche del sargento detective Cooper apenas acababa de detenerse en el sendero de Mill House aquella noche, cuando Jack abrió de golpe la puerta del acompañante y se instaló en el asiento.

– Hágame un favor, viejo amigo; eche marcha atrás con el menor ruido posible y lléveme a dos o tres kilómetros por la carretera. -Asintió con aprobación cuando Cooper puso la marcha-. Y la próxima vez, telefonee antes de venir; buen chico.

Cooper, al parecer sin preocuparse por este comportamiento algo irrespetuoso para con un oficial de la ley, salió marcha atrás por la verja mientras hacía girar el volante con suavidad para evitar hiciera crujir la grava.

– ¿No se fía ella de mí? -preguntó mientras cambiaba la marcha a primera y se alejaba por la carretera en dirección a Fontwell.

– No de usted personalmente. De la policía. Hay un descanso de carretera a unos ochocientos metros más adelante. Pare allí y yo regresaré andando.

– ¿Ha dicho algo?

Jack no dijo nada y Cooper le lanzó una mirada de soslayo. Su rostro parecía demacrado en la luz reflejada de los focos, pero estaba demasiado oscuro como para verle la expresión.

– Está usted obligado por la ley a ayudar a la policía en sus investigaciones, señor Blakeney.

– Me llamo Jack -dijo él-. ¿Cuál es su nombre de pila, sargento?

– Justo el que esperaría usted -replicó Cooper con tono seco-. Thomas. El buen viejo Tommy Cooper.

Los dientes de Jack relumbraron en una sonrisa.

– Es duro.

– Duro es la palabra. La gente espera que sea un actor. ¿Dónde está ese descanso de carretera?

– A unos cien metros más o menos. -Miró a través del parabrisas-. Ahora nos acercamos, por su derecha.

Cooper atravesó la carretera y detuvo el coche, colocando una mano sobre el brazo de Jack para retenerlo mientras apagaba el motor y las luces.

– Cinco minutos -dijo-. Realmente necesito hacerle algunas preguntas.

Jack soltó el cierre de la puerta.

– De acuerdo, pero le advierto que hay muy poco que pueda decirle aparte de que Ruth tiene un terror mortal y una extrema reticencia a tener nada más que ver con la policía.

– Puede que no le quede elección. Podríamos decidir procesarla.

– ¿Por qué? ¿Por robarle a un miembro de su familia que ni siquiera se molestó en denunciar las pocas baratijas que desaparecieron? No puede procesar a Ruth por eso, Tommy. Y, en cualquier caso, Sarah, como heredera, insistirá en que se retire cualquier cargo. Su posición ya es lo bastante delicada sin necesidad de imponerle un historial criminal a una niña a la que han desheredado.

Cooper suspiró.

– Llámeme Cooper -dijo-. La mayoría de la gente lo hace. Tommy es algo más embarazoso que un nombre. -Sacó un cigarrillo-. ¿Por qué llama niña a la señorita Lascelles? Es una mujer joven, Jack. Tiene diecisiete años y es legalmente responsable de sus actos. Si la procesan, lo harán en un tribunal para adultos. La verdad es que no debería de permitir que los sentimientos enturbien su capacidad de juicio. Aquí no estamos hablando sólo de baratijas. Le quitó quinientas libras a su abuela hace un mes, y no se le movió una pestaña mientras lo hacía. Y el día del asesinato robó unos pendientes que valían dos mil libras.

– ¿Denunció Mathilda el dinero robado?

– No -admitió Cooper.

– En ese caso, le aseguro que Sarah no lo hará.

Cooper volvió a suspirar.

– Calculo que ha estado hablando con un abogado, que le aconsejó mantener la boca cerrada, supongo, y que no importa lo que Hughes le haga a otras chicas. -Frotó una cerilla y la llevó al extremo del cigarrillo, contemplando a Jack en la luz rojiza. El enojo se hacía evidente en cada línea del rostro del hombre, en la forma agresiva con que sobresalía la mandíbula, en los labios comprimidos y en los ojos entrecerrados. Parecía estar ejerciendo un control enorme para dominarse. Con un golpecito de la uña del dedo, Cooper extinguió la cerilla y volvió a sumir el coche en la oscuridad. Sólo quedó el resplandor del tabaco que se quemaba-. Hughes está trabajando según un modelo fijo -comentó-. Esta mañana le expliqué a su esposa todo lo que habíamos podido averiguar. En esencia…

– Me lo ha contado -lo interrumpió Jack-. Ya sé lo que está haciendo.

– Bien -dijo Cooper con tono ligero-, en ese caso sabrá lo importante que es detenerlo. Habrá otras Ruth, no crea que no, y lo que sea que les hace a esas chicas para obligarlas a trabajar para él, irá haciéndose más extremo a medida que pase el tiempo. Ésa es la naturaleza de la bestia. -Chupó el cigarrillo-. No las fuerza, ¿verdad?

– El policía es usted, Cooper. Arreste al tipo y pregúnteselo.

– Eso es exactamente lo que planeamos hacer. Mañana. Pero tendremos una mano mucho más fuerte si sabemos sobre qué debemos preguntar. En este momento damos traspiés en la oscuridad.

Jack no dijo nada.

– Podría obtener una orden para arrestar a la señorita Lascelles y llevarla a la comisaría. ¿Cómo cree que soportaría la presión psicológica? Puede que usted no se haya dado cuenta, pero ella es diferente de las otras muchachas que Hughes ha utilizado. No tiene unos padres en los que pueda confiar para que la protejan.

– Sarah y yo lo haremos -dijo Jack con aspereza-. En este momento somos sus tutores.

– Pero no tienen ningún derecho legal. Nosotros podríamos insistir en que su madre estuviera presente durante el interrogatorio, y si tiene algún interés para usted le diré que lo único que anoche le preocupaba a la señora Lascelles era si la expulsión de su hija tenía algo que ver con el asesinato de la señora Gillespie. Ella misma haría hablar a Ruth para nosotros si pensara que eso la ayudaría a poner las manos encima del dinero de la anciana.

Jack profirió una débil carcajada.

– Sólo está hablando por hablar, Cooper. Es usted una persona demasiado buena como para hacer nada parecido, y los dos lo sabemos. Créame, lo llevaría sobre la conciencia de por vida si aumentara el daño que ya se le ha causado a esa pobre criatura.

– Es grave, entonces.

– Yo diría que eso ha sido una suposición acertada, sí.

– Tiene que contármelo, Jack. No llegaremos a ninguna parte con Hughes si no me lo cuenta.

– No puedo. Le di mi palabra a Ruth.

– Rómpala.

Jack negó con la cabeza.

– No. Según mis reglas, una palabra, una vez empeñada, no puede dejar de cumplirse.-Pensó durante un momento-. Sin embargo, hay una cosa que sí puedo hacer. Usted me lo deja a mí y yo se lo entrego a usted. ¿Que le parece eso como idea?

Cooper parecía lamentarlo de verdad.

– Se lo conoce como ayuda e instigación. Estaría despidiéndome de mi jubilación.

Jack profirió una carcajada en voz baja.

– Piense en ello -dijo mientras asía el cierre de la puerta y la abría-. Es mi mejor oferta. -El humo del cigarrillo de Cooper se arremolinó en torno a él al salir del coche-. Lo único que necesitaré será una dirección, Tommy. Cuando esté dispuesto, transmítamela por teléfono. -Cerró la puerta de golpe y se alejó a paso ligero en la oscuridad.

Violet Orloff entró de puntillas en el dormitorio de su esposo y lo miró con el entrecejo fruncido de ansiedad. Él estaba envuelto en metros de bata de lana estampada y reclinado como un gordo Buda viejo contra las almohadas, con una jarra de cacao en una mano, un bocadillo de queso en la otra, y el Daily Telegraph atravesado sobre las rodillas.

– Está llorando otra vez.

Duncan la miró por encima de las gafas bifocales.

– No es asunto nuestro, querida -le dijo con firmeza.

– Pero es que puedo oírla. Está sollozando como si se le partiera el corazón.

– No es asunto nuestro.

– Excepto que no dejo de pensar que… supon que hubiésemos hecho algo cuando oímos llorar a Mathilda, ¿estaría muerta, ahora? Me siento muy mal por eso, Duncan.

Él suspiró.

– Me niego a sentirme culpable porque las crueldades de Mathilda para con su familia, imaginarias o reales, hayan provocado que una de ellas la matara. No había nada que pudiéramos hacer para evitarlo entonces y, como tú no dejas de recordarme, nada hay que podamos hacer ahora para traerla de vuelta.

– Pero, Duncan -gimió Violet-, si nosotros sabemos que fueron o Joanna o Ruth, tenemos que decírselo a la policía.

Él frunció el entrecejo.

– No seas tonta, Violet. No sabemos quién lo hizo ni, francamente, nos interesa. La lógica dice que tuvo que ser alguien que tuviera llave o alguien en quien ella confiara lo bastante como para dejarlo entrar en la casa, y la policía no necesita que yo le diga eso. -El fruncimiento de ceño se hizo más pronunciado-. ¿Por qué no dejas de intentar que me entrometa? Es casi como si quisieras que Joanna y Ruth fueran arrestadas.

– No las dos. No lo hicieron juntas, ¿verdad? -Hizo una mueca burlona horrible, contorsionando su cara en una absurda caricatura-. Pero Joanna está llorando otra vez, y creo que deberíamos de hacer algo. Mathilda siempre decía que la casa estaba llena de fantasmas. Tal vez ella ha regresado.

Duncan la miró fijamente con franca alarma.

– No estarás enferma, ¿verdad?

– Por supuesto que no estoy enferma -replicó ella con enojo-. Creo que me daré una vuelta por la casa, veré si está bien, hablaré con ella. Nunca se sabe, puede que decida sincerarse conmigo. -Describiendo un arco con un brazo volvió a alejarse de puntillas, y momentos después él oyó que la puerta delantera se abría.

Duncan sacudió la cabeza con perplejidad al volver al crucigrama. ¿Era esto el comienzo de la senilidad? Violet era o muy valiente o muy estúpida si se metía con el estado emocional de una mujer perturbada que, como estaba bastante claro, había detestado a su madre lo bastante como para matarla. Sólo podía imaginar cuál sería la reacción de Joanna hacia su esposa cuando ella le dijera que sabía más de lo que le había contado a la policía. El pensamiento lo preocupó lo suficiente como para sacarlo del cálido lecho y hacer que se pusiera las zapatillas, antes de bajar en seguimiento de Violet.

Pero lo que fuera que había trastornado a Joanna Lascelles, aquella noche iba a permanecer en el misterio para los Orloff. Se negó a abrir la puerta a los timbrazos de Violet, y no fue hasta el domingo por la mañana, en la iglesia, cuando oyeron rumores sobre que Jack Blakeney había vuelto con su esposa, y que Ruth tenía demasiado miedo como para regresar a Cedar House con su madre, y que había preferido vivir con los Blakeney. Southcliffe, se decía, le había pedido que se marchara debido al escándalo que estaba a punto de estallar en la familia Lascelles. Esta vez, las lenguas que se agitaban furiosamente centraban las sospechas en Joanna.

Si Cooper era honrado consigo mismo, podía ver el atractivo que Dave Hughes tenía para las muchachas de clase media. Era un «objeto tosco», apuesto, de elevada estatura, con el aspecto limpio y musculoso de un Chippendale [3], pelo oscuro largo hasta los hombros, ojos de color azul brillante, y sonrisa simpática. Inofensivo fue la palabra que se le ocurrió de inmediato, y sólo de forma gradual en la atmósfera encerrada de la sala de interrogatorio de la policía de Bournemouth, los dientes comenzaron con lentitud a verse detrás de la sonrisa. Lo que uno veía, comprendió Cooper, era un envoltorio muy profesional. Lo que había debajo de la superficie resultaba muy vago y difícil de determinar.

El detective inspector jefe Charlie Jones era otro caso en que el envoltorio ocultaba al verdadero hombre. A Cooper le hizo gracia ver lo gravemente que Hughes subestimaba el triste rostro de pequinés que lo contemplaba con un aire de disculpa y tan buenos modales. Charlie ocupó el asiento que había frente a Hughes y rebuscó en el maletín con gesto bastante impotente.

– Ha sido muy amable por su parte acudir -dijo-. Me doy cuenta de que el tiempo es valioso. Le estamos agradecidos por su cooperación, señor Hughes.

Hughes se encogió de hombros con afabilidad.

– De haber sabido que tenía elección, es probable que no hubiese venido. ¿De qué se trata?

Charlie sacó un trozo de papel arrugado y lo alisó sobre la mesa.

– De la señorita Lascelles. Ella dice que usted es su amante.

Hughes volvió a encogerse de hombros.

– Claro. Conozco a Ruth. Tiene diecisiete años. ¿Desde cuándo son un delito las relaciones sexuales con una chica de diecisiete?

– No lo son.

– Entonces, ¿por qué tanto lío?

– Por robo. Ella ha estado robando.

Hughes adoptó un aire de adecuada sorpresa pero no dijo nada.

– ¿Sabía usted que estaba robando?

Él negó con la cabeza.

– Ella siempre me decía que su abuela le daba dinero. Yo le creía. La vieja perra nadaba en pasta.

– ¿Nadaba? Entonces sabe que está muerta.

– Claro. Ruth me dijo que se había suicidado.

Charlie pasó un dedo hacia abajo por la página.

– Ruth declaró que usted le había dicho que robara cepillos de pelo de dorso de plata, joyas y valiosas primeras ediciones de la biblioteca de la señora Gillespie. Objetos similares, de hecho, a los que la señorita Julia Sefton dice que usted le indicó que les robara a sus padres. Pequeñas cosas que no fueran a ser echadas en falta pero de las que pudiera disponerse con mucha facilidad para obtener dinero efectivo. ¿Quién las vendía, señor Hughes? ¿Usted o Ruth?

– Hágame un favor, inspector. ¿Parezco el tipo de idiota que actuaría como intermediario de cosas robadas para una putilla demasiado privilegiada de clase media que me denunciaría en un abrir y cerrar de ojos en cuando la dejaran con el culo al aire? Jesús -dijo con asco-, concédame algún mérito de sentido común. Se lían conmigo sólo porque se aburren hasta la muerte con los tipejos a los que sus padres aprueban. Y eso debería de decirle algo sobre el tipo de chicas que son. En el lugar del que vengo las llaman zorras, y llevan el robo en la sangre junto con el puteo. Si Ruth está diciendo que yo la metí en eso, está mintiendo para salir del lío… Es condenadamente fácil, ¿no le parece? Yo sólo soy escoria de un grupo de ocupas, y ella es la señorita Lascelles del colegio femenino Southcliffe. ¿Quién va a creerme?

Charlie sonrió con aire lúgubre.

– Oh, bueno -murmuró-, creer no es realmente el problema, ¿verdad? Los dos sabemos que usted está mintiendo y que Ruth dice la verdad, pero la pregunta es si podemos persuadirla de que acuda al tribunal y cuente toda la verdad. En ese caso hizo usted una mala elección, señor Hughes. Verá, ella no tiene padre, sólo madre, y es probable que usted sepa tanto como yo que las mujeres son muchísimo más duras con sus hijas de lo que los hombres podrán serlo jamás. La señora Lascelles no protegerá a Ruth del modo que el padre de Julia la protegió a ella. Aparte de cualquier otra cosa, aborrece con toda su alma a la muchacha. Habría sido diferente, según sospecho, si la señora Gillespie estuviera viva, porque es probable que ella hubiese acallado el asunto por el bien de la familia, pero como no lo está, no veo a nadie que pueda salir en defensa de Ruth.

Hughes sonrió.

– Bueno, adelante, pues. Procesen a la putilla ladrona. No tiene nada que ver conmigo.

Ahora le tocó a Charlie parecer sorprendido.

– ¿No le gusta, ella?

– Estaba bien para un polvo de vez en cuando, nada del otro mundo, pero estaba bien. Mire, como ya le he dicho, ellas sólo se lían conmigo porque quieren vengarse de los suyos. ¿Qué se supone que debo hacer yo, entonces? ¿Arrancarme los pelos de gratitud por el uso de sus muy ordinarios cuerpos? Puedo conseguirlas igual de buenas, si no mejores, en el club nocturno, cualquier sábado. -Volvió a sonreír, una cautivadora mirada malévola garantizada para derretir corazones femeninos, pero que se perdió por completo en Jones y Cooper-. Yo hago la faena, les proporciono sus emociones, y sólo me quejo cuando intentan culparme de sus jodidos robos. Me pongo realmente verde, si quiere que le diga la verdad. Son unos mamones tan jodidos, todos ustedes… Una cara bonita, un acento cursi, una historia llorosa y, bingo, traed a Dave Hughes aquí y ponedlo a caldo. Lo que pasa es que ustedes no aceptan que ellas son unas zorras, iguales que las golfas de la calle del barrio de luces rojas.

Charlie parecía pensativo.

– Ésta es la segunda vez que llama usted zorra a la señorita Lascelles. ¿Cuál es su definición de zorra, señor Hughes?

– La misma que la suya, supongo.

– Una mujer vulgar, basta, que vende su cuerpo por dinero. Yo no diría que ésa es una descripción de la señorita Lascelles.

Hughes parecía divertido.

– Una zorra es una tía fácil. Ruth fue tan fácil que resultó patética.

– Ha dicho que no era nada del otro mundo para polvos -prosiguió Charlie, imperturbable-. Reconocer eso es algo muy revelador, ¿no cree?

– ¿Por qué?

– Dice más sobre usted que sobre ella. ¿No le gustaba a ella? ¿Es que tuvo que forzarla? ¿Qué es lo que a usted le gusta hacer, y que ella no quería practicar porque usted no le gustaba lo bastante? Eso me resulta fascinante.

– Las he tenido mejores, eso es lo único que quise decir.

– ¿Mejores qué, Hughes?

– Amantes, por amor de Cristo. Mujeres que saben lo que están haciendo. Mujeres que se conducen y me manejan a mí con más jodida fineza. Tirarse a Ruth era como tirarse a una muerta. Era yo el que tenía que hacer todo el trabajo mientras ella se quedaba acostada diciéndome lo mucho que me amaba. Eso me fastidiaba, de verdad que sí.

Charlie frunció el entrecejo.

– ¿Por qué se molestaba en verla, entonces?

Hughes sonrió con cinismo ante la trampa demasiado patente.

– ¿Por qué no? Era libre, estaba disponible, y yo me pongo cachondo como cualquier hombre. ¿Va a acusarme por hacer lo que es natural?

Charlie pensó durante un momento.

– ¿Entró alguna vez en Cedar House?

– ¿La casa de la vieja? -Negó con la cabeza-. Ni hablar. Se habría vuelto loca de atar si hubiese sabido con quién estaba liada Ruth. Yo no voy buscando líos, aunque usted se asombraría de las chicas. La mitad de ellas piensan que sus padres van a recibirme con los brazos abiertos. -Imitó la dicción de las clases altas-. Mamá, papá, me gustaría presentaros a mi nuevo novio, Dave. -Otra vez la sonrisa aniñada-. Son tan condenadamente estúpidas, que no lo creería.

– Ha habido muchas de estas chicas, entonces. Pensábamos que podría ser así.

Hughes inclinó la silla hacia atrás, relajado, complaciente, increíblemente confiado.

– Yo les gusto, inspector. Es un talento que tengo. Pero no me pregunte de dónde viene, porque no podría decírselo. Tal vez el irlandés que llevo dentro.

– Por el lado de su madre, supongo.

– ¿Cómo lo ha adivinado?

– Es usted típico, señor Hughes. Probablemente el hijo ilegítimo de una puta que se tiraba cualquier cosa por dinero, si su extremo prejuicio contra las prostitutas es algo por lo que pueda juzgarse. No sabría quién fue su padre porque podría haber sido cualquiera de los cincuenta que se la follaron durante la semana en que usted fue concebido. De ahí su desprecio y odio hacia las mujeres y su incapacidad para llevar una relación adulta. No tuvo ningún modelo masculino del que aprender o al que emular. Dígame -murmuró-, ¿el obtenerlo gratis le hace sentir superior al triste hombrecillo anónimo que pagó por engendrarlo? ¿Por eso resulta tan importante?

Los ojos azules se entrecerraron con enojo.

– No tengo por qué escuchar esto.

– Me temo que sí. Verá, estoy muy interesado en su aversión patológica hacia las mujeres. No puede hablar de ellas sin mostrarse ofensivo. Eso no es normal, señor Hughes, y puesto que el sargento Cooper y yo estamos investigando un crimen extraordinariamente anormal, su actitud me alarma. Permítame que le dé la definición de trastorno psicopático de la personalidad. -Volvió a consultar la hoja de papel-. Se manifiesta en deficiencia o ausencia de actividad laboral, delincuencia persistente, promiscuidad sexual y comportamiento sexual agresivo. Las personas que padecen este trastorno son irresponsables y en extremo insensibles; no sienten ninguna culpabilidad por sus actos antisociales y les resulta difícil establecer relaciones duraderas. -Alzó la mirada-. Es una descripción bastante buena de usted, ¿no le parece? ¿Lo han tratado alguna vez por este tipo de trastorno?

– No, con toda la jodida seguridad que no -replicó él, furioso-. Jesús, ¿qué es esta basura, en todo caso? ¿Desde cuándo el robo ha sido un delito anormal?

– No estamos hablando de robo.

Hughes adoptó una repentina actitud cautelosa.

– ¿De qué estamos hablando?

– De las cosas que usted les hace a las chicas.

– No le entiendo.

Charlie se inclinó agresivamente hacia delante, con los ojos como pedernal.

– Oh, sí que lo sabe, asqueroso chalado. Usted es un pervertido, Hughes, y cuando lo encierren y el resto de los prisioneros descubra por qué lo han metido en la cárcel, sabrá cómo es hallarse en el extremo receptor del comportamiento agresivo. Lo matarán a palizas, orinarán sobre su comida, y usarán la navaja de afeitar con usted si pueden pillarlo solo en las duchas. Es una de las rarezas de la vida carcelaria. Los prisioneros comunes odian a los delincuentes sexuales, en particular a los delincuentes sexuales a los que sólo se les pone dura con las niñas. Cualquier cosa que hablan hecho ellos palidece hasta la insignificancia al lado de lo que usted y la gente como usted les hacen a las crías indefensas.

– ¡Jesús! Yo no me lo hago con crías. Odio a las jodidas crías.

– Julia Sefton acababa de cumplir los dieciséis cuando usted se la tiró. Casi podría haber sido hija suya.

– Eso no es un delito. No soy el primer hombre que ha dormido con una chica lo bastante joven como para ser su hija. Sea realista, inspector.

– Pero usted siempre se liga muchachas jóvenes. ¿Qué tienen las chicas jóvenes que tanto lo excita?

– Yo no me las ligo a ellas. Son ellas las que se me ligan a mí.

– ¿Lo asustan las mujeres de más edad? Ésa es la pauta habitual de los chalados. Tienen que arreglárselas con niñas porque las mujeres maduras los aterrorizan.

– ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Yo no me lo hago con niñas.

De modo abrupto, Jones cambió de tema.

– El sábado seis de noviembre, el mismo día en que la señora Gillespie se suicidó, Ruth le robó a su abuela unos pendientes de diamante. ¿Llevó usted a Ruth allí ese día?

Pareció que Hughes estaba a punto de negarlo, y luego se encogió de hombros.

– Me pidió que la llevara.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué le pidió que la llevara? ¿Qué quería hacer allí?

Hughes adoptó una expresión vaga.

– No me lo dijo. Pero yo no entré en ningún momento en la jodida casa, y no sabía que tenía planeado robar ningunos jodidos pendientes.

– Así que ella le telefoneó a la casa donde vive como ocupa, le pidió que fuera con el coche hasta Southcliffe a recogerla y que la llevara a Fontwell y luego de vuelta a Southcliffe, sin explicarle por qué.

– Sí.

– ¿Y eso es lo único que hizo usted? ¿Actuó como su chófer y fue de un lado a otro y esperó fuera de Cedar House mientras ella entraba?

– Sí.

– Pero usted ha admitido que ella no le gustaba. De hecho, la despreciaba. ¿Por qué tomarse tantas molestias por alguien que no le gustaba?

– Valía la pena por un polvo.

– ¿Con una muerta?

Hughes sonrió.

– Ese día estaba cachondo.

– Ella le ha dicho a mi sargento que estuvo ausente del colegio durante más de seis horas. Desde Southcliffe a Fontwell hay cuarenta y ocho kilómetros, así que digamos que tardó cuarenta y cinco minutos en cada viaje. Eso deja cuatro horas y media sin justificar. ¿Quiere decir que se quedó sentado dentro de su furgoneta en Fontwell durante cuatro horas y media haciendo girar los pulgares mientras Ruth estaba dentro con su abuela?

– No fue tanto rato. Nos detuvimos en el camino de vuelta para echar un polvo.

– ¿Dónde aparcó exactamente en Fontwell?

– Ahora no puedo recordarlo. Siempre estaba esperándola en un sitio u otro.

Charlie apoyó un dedo sobre la hoja de papel arrugada.

– Según el tabernero del Three Pigeons, su furgoneta estuvo aparcada en su patio delantero aquella tarde. Después de diez minutos usted se alejó, pero lo vio detenerse junto a la iglesia para recoger a alguien. Debemos suponer que se trataba de Ruth, a menos que ahora vaya a decirnos que llevó a una tercera persona a Fontwell el día en que se suicidó la señora Gillespie.

La expresión cauta volvió a los ojos de Hughes.

– Era Ruth.

– De acuerdo. En ese caso, ¿qué estuvieron haciendo Ruth y usted durante cuatro horas y media, señor Hughes? Desde luego no estaba echándole un polvo. No hacen falta cuatro horas y media para echarle un polvo a una muerta. O quizá sí que le hacen falta a alguien que padece un trastorno psicopático de personalidad. Tal vez le hace falta todo ese tiempo para que se le levante.

Hughes se negó a dejarse picar.

– Supongo que no hay ninguna razón para que proteja a esa perra tonta. De acuerdo, me pidió que la llevara a un joyero que hay en un callejón de alguna parte de Southampton. No pregunté por qué, me limité a hacerlo. Pero no puede joderme por eso. Lo único que hice fue servir de taxi. Si ella robó unos pendientes y luego los vendió, yo no sabía nada. Yo sólo era el tonto que hacía funcionar las ruedas.

– Según la señorita Lascelles, le dio el dinero a usted en cuanto vendió los pendientes. Dijo que eran seiscientas cincuenta libras en metálico, y que luego usted la llevó directamente al colegio a tiempo para asistir a la clase de física.

Hughes no dijo nada.

– Usted sacó provecho de un delito, señor Hughes. Eso es ilegal.

– Ruth está mintiendo. Ella nunca me dio el dinero y, aun en el caso de que lo hiciera, primero tendría que demostrar que yo sabía que ella había robado algo. Ella le dirá que fue todo idea suya. Mire, no negaré que me daba dinero de vez en cuando, pero decía que el dinero era suyo y yo le creí. ¿Por qué no iba a hacerlo? La abuela estaba nadando en pasta. Cabía dentro de lo razonable que a Ruth también le sobrara. -Volvió a sonreír-. ¿Y qué si de vez en cuando me daba dinero? ¿Cómo iba yo a saber que la estúpida perra estaba robándolo? Me debía algo por la gasolina que malgastaba haciéndole de jodido chófer durante las vacaciones.

– ¿Pero ese día no le dio dinero?

– Ya he dicho que no, y significa que no.

– ¿Llevaba dinero encima?

– Un billete de cinco, quizá.

– ¿Cuál era el nombre de la joyería del callejón de Southampton? -le preguntó Charlie de modo abrupto.

– No tengo ni idea. No entré. Tendrá que preguntárselo a Ruth. Ella sólo me dijo que fuera a una calle y parara al final.

– ¿Cómo se llamaba la calle?

– No lo sé. Ella tenía un mapa, me decía a la derecha, a la izquierda, sigue recto, para. Me limité a hacer lo que me decía. Tendrá que preguntárselo a Ruth.

– Ella no lo sabe. Dice que usted la llevó hasta allí, le dijo en qué tienda entrar, por quién preguntar y qué decir.

– Está mintiendo.

– Yo no lo creo, señor Hughes.

– Demuéstrelo.

Charlie pensó con rapidez. No tenía ninguna duda de que Hughes decía la verdad cuando afirmaba que no había entrado ni en Cedar House ni en la joyería, no en compañía de Ruth, en todo caso. El rasgo curioso de esta escoria era que no manejaba él mismo los objetos robados, sino que se limitaba a transportar a las muchachas y los objetos hasta donde hubiera alguien que lo hiciera. De esa forma, la única persona que podía llegar a implicarlo era la propia muchacha, y ella no iba a hacerlo porque, por alguna razón, le tenía demasiado miedo.

– Tengo intención de demostrarlo, señor Hughes. Comencemos por dar cuenta de sus movimientos después de volver a dejar a Ruth en el colegio. ¿Se dirigió a ese club nocturno que ha mencionado? Será caro, por lo general lo son, y la cocaína y el éxtasis no resultan baratos, cosas ambas que sospecho que usted consume. La gente lo recordará, en especial si anda tirando el dinero por ahí.

Hughes vio otra trampa y profirió una risilla.

– Ya le he dicho que no tenía dinero, inspector. Paseé un poco con la furgoneta y luego volví a casa.

– ¿A qué hora fue eso?

Él se encogió de hombros.

– No tengo ni idea.

– Así que si encuentro a alguien que diga que esa noche había una Ford Transit aparcada en las proximidades de un club nocturno de Bournemouth, dirá que no podía tratarse de la suya porque usted sólo estaba paseando.

– Pues, más o menos.

Charlie mostró los dientes con una sonrisa de predador.

– Tengo que informarle, señor Hughes, que dentro de poco será trasladado a la comisaría de policía de Learmouth donde será interrogado largo y tendido sobre el asesinato de la señora Gillespie. -Recogió todas sus notas y se las metió en el bolsillo.

– ¡Mierda! -dijo Hughes con enojo-. ¿Qué mierda está intentando echarme encima, ahora? Usted ha dicho que ella se suicidó.

– Estaba mintiendo. Fue asesinada, y tengo razones para creer que usted estuvo implicado en ese asesinato.

Hughes se puso agresivamente de pie.

– Ya le he dicho que nunca entré en la jodida casa. En cualquier caso, el tabernero es mi coartada. Él me vio en su aparcamiento y me observó cuando recogía a Ruth. ¿Cómo pude haber matado a la anciana si estuve todo el tiempo en la furgoneta?

– No la asesinaron a las dos y media. La asesinaron más tarde, esa misma noche.

– Yo no estaba allí más tarde esa noche.

– Su furgoneta sí lo estaba. El tabernero dice que usted regresó aquella noche y, como usted mismo ha dicho, usted y su furgoneta no tienen ninguna coartada para la noche del seis de noviembre. Estaba paseando por ahí, ¿recuerda?

– Yo estaba en Bournemouth, y también lo estaba la furgoneta.

– Demuéstrelo. -Charlie se puso de pie-. Hasta que lo haga, voy a retenerlo como sospechoso de asesinato.

– Lo que está haciendo es muy irregular. Presentaré una queja contra usted.

– Hágalo. En Learmouth se le permitirá hacer una llamada telefónica.

– De todas maneras, ¿por qué iba a querer matar a esa vieja vaca?

Charlie alzó una enmarañada ceja.

– Porque tiene usted un historial de aterrorizar mujeres. Esta vez fue demasiado lejos.

– Yo no las asesino, mierda.

– ¿Qué les hace?

– Me las follo, eso es todo. Y tampoco les estafo. Todavía no he tenido una sola queja.

– Que es probablemente lo que decía el destripador de Yorkshire cada vez que regresaba a su casa con el martillo y el cincel en el maletero del coche.

– Lo que está haciendo es muy irregular -volvió a decir Hughes, al tiempo que pateaba el suelo-. Yo ni siquiera conocía a la vieja perra. No quería conocerla. Jesús, bastardo, ¿cómo podría matar a alguien a quien ni siquiera conocía?

– Usted nació, ¿no es cierto?

– ¿Qué demonios se supone que significa eso?

– Nacimiento y muerte, Hughes. Son cosas que pasan al azar. Su madre no conocía a su padre pero de todas formas usted nació. El no conocer a alguien resulta irrelevante. Usted estuvo allí ese día, estaba usando a la nieta para robarle, y la señora Gillespie lo sabía. Tuvo que cerrarle la boca antes de que hablara con nosotros.

– Yo no trabajo el asunto de esa manera.

– ¿Cómo lo trabaja, señor Hughes?

Pero Hughes se negó a decir una palabra más.

He traído a Joanna y a su bebé a vivir conmigo. No podía creer la miseria en que las encontré al llegar a Londres. Joanna había renunciado a todo intento de cuidar de la niña o practicar siquiera la más elemental higiene. Está claro que no es adecuada para vivir sola y, aunque aborrezco a ese desgraciado judío con quien se casó, al menos mientras él vivía ella fingía una cierta normalidad.

Tengo mucho miedo de que el shock de la muerte de Steven la haya hecho rebasar el límite. Esta mañana estaba en la habitación de la niña y sostenía una almohada sobre la cuna. Yo le pregunté qué estaba haciendo y ella dijo: «Nada». Pero no tengo ninguna duda de que si yo hubiese entrado en la habitación cinco minutos más tarde, la almohada habría estado sobre la cara de la criatura. La parte horrible es que me vi a mí misma allí de pie, como un fantasmal reflejo en un espejo distorsionado. La impresión fue tremenda. ¿Sospecha Joanna? ¿Sospecha alguien, aparte de Jane?

No hay cura para la locura endogámica. «Los hechos innaturales crean problemas innaturales…»


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Muebles de elegante estilo decorativo diseñados por Thomas Chippendale, inglés 1718-1779. (N.de la T.)Chippendale bailarines son un grupo de hombres que bailan provocativamente principalmente para un público femenino. Son conocidos por ser musculos, no llevar camisa pero sí pajarita y puños blancos. (N de la D.)