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Dos escritos enviados por fax aguardaban sobre el escritorio de Cooper cuando él llegó a la comisaría aquella mañana. El primero era breve e iba directo al grano:
Huellas dactilares de llave Yale, ref: TC/H/MG/320, identificada como pertenecientes a Sarah Penelope Blakeney, 22 punto de concordancia. No hay otras huellas. Huellas de botella, ref: TC/H/MG/321, concordancia en puntos 10, 16 y 12, respectivamente con huellas halladas en Cedar House sobre escritorio (habitación 1), silla (habitación 1) y frasco de licor (habitación 1). Seguirá informe completo.
El segundo fax era más largo y bastante más interesante. Después de haberlo leído, Cooper salió en busca de PC Jenkins. Era Jenkins, recordó, quien había realizado la mayor parte del tedioso trabajo por todo Fontwell en los días siguientes a la muerte de la señora Gillespie.
– Tengo entendido que has estado ocupado -dijo Charlie Jones mientras hundía una galleta de jengibre en una taza de fuerte café con leche.
Cooper se hundió en un sillón.
– Te refieres a Hughes.
– Voy a bajar por allí dentro de media hora para hacer otro intento con él. ¿Quieres acompañarme?
– No, gracias. Ya he tenido más que suficiente de Dave Hughes y su vida de tipo rastrero, como para que me dure toda la vida. Espera hasta que los veas, Charlie. Críos, por amor de Cristo. De quince años que parece que tengan veinticinco y con una edad mental de ocho. Me asusta, de verdad que sí. Si la sociedad no hace algo para educarlos y equiparar un cerebro de hombre con un cuerpo de hombre, no tenemos ni una sola esperanza de sobrevivir. Y lo peor de todo es que no sólo se trata de nosotros. El otro día vi a un chico de diez años en la tele, empuñando una ametralladora en Somalia como parte de un ejército rebelde. He visto niños en Irlanda que arrojaban ladrillos en cualquier dirección que les indicara su fanática familia, muchachos palestinos adolescentes pavoneándose con sus armas y pasamontañas, negros surafricanos que se matan los unos a los otros poniéndose cubiertas de coche encendidas en torno al cuello porque la policía blanca piensa que es una fantástica manera de librarse de ellos, y muchachos serbios alentados a violar a las muchachas musulmanas de la forma que lo hacen sus padres. Es una completa y absoluta locura. Corrompemos a nuestros niños a costa de nuestro propio riesgo, pero por Dios que estamos haciendo un trabajillo fino de ello.
Los ojos de Charlie eran compasivos.
– No sólo ha sido una noche atareada, obviamente, sino una noche agotadora.
– Olvídate de eso de in vino veritas -dijo Cooper con acritud-. In insomnio veritas es más cierto. A veces me despierto de madrugada y veo el mundo como es de verdad. Un lugar tumultuoso, con los líderes religiosos retorciendo almas por un lado, los políticos corrompidos por el poder retorciendo mentes por el otro, y las masas ignorantes, intolerantes en medio, que aullan pidiendo sangre porque son demasiado analfabetas como para hacer cualquier otra cosa.
– Que paren el mundo que me apeo, ¿eh?
– Más o menos eso.
– ¿No hay ningún rasgo redentor, Tommy?
Cooper rió entre dientes.
– Claro, siempre y cuando nadie me haga recordar la existencia de Hughes. -Le entregó el primer fax desde el otro lado de la mesa-. Al parecer, Gillespie no salió en ningún momento del salón, y la llave es un punto muerto.
Jones parecía decepcionado.
– Necesitamos algo concreto, viejo amigo, y rápido. Me están presionando para que abandone este caso y me concentre en algo que pueda dar resultados. La opinión de consenso es que aun en el caso de que consigamos demostrar que fue un asesinato, vamos a tener un trabajo de mil demonios para procesar a alguien.
– Me pregunto dónde he oído eso antes -dijo Cooper con amargura-. Si las cosas continúan así, será mejor que hagamos las maletas y dejemos que lo intenten los anarquistas.
– ¿Qué hay de los diarios? ¿Se avanza algo por ese lado?
– La verdad es que no. El registro fue un completo fracaso, pero de todas formas ya sabía que iba a serlo. Revisé cada uno de los libros de la biblioteca la primera vez que estuvimos en Cedar House. -Frunció el entrecejo-. La pasada noche hablé con Jack y Ruth, y también ellos afirman que no sabían nada al respecto, aunque Jack recuerda que en una ocasión la señora Gillespie estaba enfadada porque dijo que estaban tocando sus libros. -Se tocó el labio inferior con un dedo-. Sé que es una hipótesis, pero digamos que esos diarios sí existían y que alguien estaba buscándolos, lo cual podría explicar por qué estaban tocándole los libros.
Charlie profirió un bufido.
– Es una hipótesis como un piano -convino-, y bastante indemostrable.
– Sí, pero quienquiera que estuviese buscándolos, los encontró, y eso podría explicar por qué se los llevaron. -Se compadeció de la expresión desconcertada de Charlie-. Porque -dijo, paciente- podrían decirnos quién la asesinó y por qué.
Charlie frunció el ceño.
– Estás aferrándote a un clavo ardiendo. Primero, convénceme de que existían.
– ¿Por qué iba a mentir James Gillespie?
– Porque está borracho -replicó Charlie-. No necesitas ninguna razón mejor que ésa.
– Entonces, ¿por qué Mathilda estaba enfadada debido a que alguien estaba tocando sus libros? Explícame eso, ¿o estás sugiriendo que Jack también miente?
Charlie acusó recibo del segundo uso de «Jack» con un suspiro interior. ¿Cuándo aprendería este necio que era su incapacidad para mantener las distancias lo que le arruinaba las oportunidades cada vez? «Poco profesional. No puede conservar la objetividad», era lo que el predecesor de Jones había escrito con respecto a la última valoración de Cooper.
– Ella tuvo que haber adivinado de quién se trataba -dijo-. El número era limitado. ¿Por qué no le regañó?
– Quizá lo hiciera. Tal vez por eso la asesinaron. -Cooper dio unos golpecitos sobre el fax con el dedo índice-. Sin embargo, la llave lo complica. Si quienquiera que haya sido estaba enterado de su existencia, podría haber entrado en la casa sin que ella lo supiera. En ese caso, el número de personas se amplía mucho más.
– Supongo que has considerado que Gillespie es nuestro hombre, y que sólo te mencionó los diarios porque pensó que todos los demás estarían enterados de su existencia.
– Sí. Pero ¿por qué iba él a llevárselos y negar todo conocimiento, si espera que los diarios demuestren que ella lo timó con el asunto de los relojes?
– Un doble farol. Los leyó, descubrió que demostraban exactamente lo contrario, así que los destruyó para mantener viva su reclamación, y luego se la cargó para tener vía libre con la señora Lascelles, que él pensaba que iba a heredar.
Cooper negó con la cabeza.
– Es una posibilidad, supongo, pero no acaba de sonarme bien. Si los robó él mismo porque sabía que destruirían cualquier probabilidad que tuviese de obtener dinero, ¿cómo podía estar seguro de que nadie más los había leído antes? Es demasiado dudoso, Charlie.
– Con franqueza, todo es demasiado dudoso -replicó el inspector con sequedad-. Si los diarios existían… si quien los buscaba sabía que existían… si había algo incriminador en ellos… si él o ella estaba enterado de dónde estaba la llave… -Guardó silencio y mojó otra vez la galleta-. Hay dos cosas que no entiendo. ¿Por qué la señora Gillespie le dejó todo su dinero a la doctora Blakeney, y por qué su asesino le puso la mordaza en la cabeza y la adornó con ortigas y margaritas silvestres? Si supiera las respuestas a esas dos preguntas, es probable que pudiera decirte quién la mató. En caso contrario, me inclino a aceptar el veredicto de suicidio.
– Creo que sé por qué le dejó su dinero a la doctora Blakeney.
– ¿Por qué?
– Conjeturo que fue un ejercicio de Poncio Pilatos. Había hecho un trabajo despreciable en la crianza de su hija y su nieta, sabía que se destruirían la una a la otra con celosas luchas internas si les dejaba el dinero a ellas, así que le pasó la carga a la única persona con la que se había llevado bien y a la que había respetado. A saber, la doctora Blakeney. Pienso que abrigaba la esperanza de que la doctora tendría éxito donde ella había fracasado.
– Disparates sentimentales -dijo el inspector con tono cordial-, y todo debido a que estás razonando hacia atrás, a partir del efecto que ves hasta la causa que imaginas que una persona normal desearía lograr. Intenta razonar hacia delante. Era una vieja puñetera, avara y maliciosa, que no sólo adquirió una fortuna mediante chantaje y creativos fraudes de seguros, sino que además aborreció y despreció a todos los que la rodeaban, durante la mayor parte de su vida. ¿Por qué, después de no haber sembrado nada más que discordia durante sesenta años, le regala de pronto una fortuna a una desconocida acomodaticia y agradable? No por el bien de la armonía, eso es seguro. -Los ojos del inspector se entrecerraron con expresión meditabunda-. Puedo aceptar la interpretación de la mordaza como una forma simbólica de atraer la atención sobre la represión definitiva de una lengua particularmente desagradable, pero no puedo aceptar que el leopardo haya cambiado de repente sus manchas cuando se trató de hacer el testamento.
– No puede hacerse caso omiso de la opinión que los Blakeney tienen del carácter de ella, Charlie. Según ellos, era una persona mucho más agradable de lo que cualquiera le concede. Yo adivino que ellos le proporcionaron espacio para respirar, no le exigieron nada, y la verdadera Mathilda floreció. -Calló durante un momento e hizo inventario-. Piensa en lo siguiente. Nosotros hemos estado entreteniéndonos con el simbolismo de la mordaza, en gran medida debido a las «ortigas y margaritas y las largas flores púrpura» de Ofelia, pero en lugar de eso, considéralo en términos prácticos. Esas mordazas se usaban para mantener calladas a las mujeres, y quizá la razón por la que ella la llevaba puesta era tan sencilla como eso. Su asesino no quería que ella alertara a los vecinos de al lado gritando como una desaforada, así que le puso ese artefacto en la cabeza y luego lo adornó con flores para conferirle un significado místico, si bien originador de confusión.
Jones cruzó los dedos debajo del mentón.
– Pero ella tuvo que haber tomado antes los barbitúricos, o habría luchado cuando le pusieron la mordaza y tendría, por tanto, arañazos en la cara. Si estaba tan drogada como para no molestarse en luchar, ¿por qué ponérsela?
– Haz lo que me has dicho que hiciera y razona hacia delante. Quieres matar a una mujer haciendo que parezca un suicidio pero los vecinos están demasiado cerca como para hacerlo con comodidad, así que necesitas una manera de mantenerla callada en caso de que los barbitúricos no sean tan eficaces como esperas. Un trabajo doblemente seguro, en otras palabras. No puedes usar cinta aislante ni esparadrapo porque dejaría marcas en la piel, y eres lo bastante astuto como para no ponerle una mordaza de tela por el riesgo de que se encuentren fragmentos de fibra en la boca durante la autopsia, así que echas mano de algo que puedes dejarle puesto y que tiene su propio significado para la víctima, y confías en la suerte para que la policía lo atribuya a un macabro ejemplo de autocondenación. Luego la llevas a la bañera, la aferras por las manos mientras le cortas las muñecas, arrojas el cuchillo al piso y la dejas morir, sabiendo que aun en el caso de que consiga recobrar el conocimiento, la mordaza evitará que grite para pedir auxilio.
Jones asintió con la cabeza.
– Suena factible pero ¿por qué molestarse con la bañera y el cuchillo Stanley? ¿Por qué no limitarse a darle una dosis masiva de pildoras y dejarla morir de ese modo?
– Porque no había las suficientes, supongo, e incluso en caso de que las hubiera, no son muy fiables. Supon que Ruth hubiese regresado a la mañana siguiente y encontrado a la anciana todavía con vida. Podría haber existido la posibilidad de hacerle un lavado de estómago y revivirla. Además, por supuesto, Ofelia se ahogó, cosa que podría haber inspirado la idea. -Sonrió, cohibido-. He leído la obra para ver si había alguna pista en ella, y te aseguro que es una obra sanguinaria. Al final no queda nadie vivo.
– ¿Encontraste alguna pista?
– No.
– No me extraña. Fue escrita hace cuatrocientos años. -Jones se dio golpecitos con el lápiz contra los dientes-. Con franqueza, no consigo ver que nada de esto cambie las cosas. Todavía estás describiendo a alguien que la conocía íntimamente, que es lo que creímos desde el principio. Las únicas dos cosas nuevas son el descubrimiento de la llave y la ausencia de los diarios. Admito que la llave podría significar que el asesino entró sin que lo invitaran, pero a pesar de eso tenía que ser alguien muy próximo a ella, o habría gritado hasta desgañitarse. Y hay muchísimos detalles íntimos implicados en el asunto: el cuchillo Stanley, los somníferos, la gran afición de ella por Shakespeare, la mordaza. Quienquiera que fuese, es probable que incluso supiera que en su jardín había ortigas y margaritas, además de dónde encontrarlas a oscuras. Y alguien tan próximo como eso significa los Blakeney, las Lascelles o el señor y la señora Spede.
Cooper cogió el segundo fax de su libreta de notas y lo desplegó sobre el escritorio.
– Según las pruebas dactilares que hemos realizado, teniendo en cuenta que le dije al laboratorio que las hicieran lo antes posible, estos resultados tendrán que ser comprobados otra vez para verificar su exactitud, han revelado identificaciones provisionales de cuatro huellas recogidas en la casa, excluyendo las de la propia señora Gillespie, la señora Spede, los Blakeney, la señora y la señorita Lascelles, y ahora James Gillespie. Las cuatro son… -pasó un dedo con lentitud página abajo-: las del reverendo Matthews, que coinciden en diez puntos con la huella hallada en el espejo del vestíbulo; las de la señora Orloff, que coinciden en dieciséis puntos con la huella recogida en la mesa de la cocina y en catorce puntos con la encontrada en la puerta de la cocina; las de la señora Spencer, que coinciden en doce puntos con la recogida en la puerta del vestíbulo; y, por último, las de la señora Jane Marriott, que coinciden en dieciocho puntos con las dos huellas encontradas en la superficie del escritorio y la recogida en el poste soporte de la escalerilla de caracol. -Alzó la mirada-. La señora Orloff es su vecina. La señora Spencer dirige la tienda local, y la señora Marriott es la recepcionista del consultorio de Fontwell. Lo que resulta interesante es que el reverendo Matthews, la señora Orloff y la señora Spencer reconocen todos sin ningún problema haber estado dentro de la casa en la semana anterior a la muerte de la señora Gillespie. La señora Marriott no. Según Jenkins, que la entrevistó cuando fue preguntando puerta por puerta, ella dijo no haberse acercado siquiera a Cedar House durante años.
Con descuidada desconsideración por las restricciones impuestas sobre sus desplazamientos por la policía de Bournemouth, Jack aguardó hasta que Sarah se hubo marchado al trabajo y luego partió hacia Fontwell en la vieja bicicleta que los parientes más próximos de Geoffrey Freeling habían abandonado en el garaje. Su coche se encontraba retenido en el aparcamiento de Freemont Road, y tenía visos de continuar allí de forma indefinida hasta que se llegara a una decisión respecto a procesarlo o no a él, aunque Jack abrigaba profundas sospechas sobre los motivos que tenían para retenerlo. Habían afirmado que se trataba de una prueba material, pero él vio la obra de la tortuosa mano de Keith detrás del inspector. «Es irrazonable esperar que la doctora Blakeney vigile a su esposo por ustedes, así que priven a Jack de sus ruedas y puede que se esté quieto.» Por una vez se sintió agradecido por la duradera parcialidad de Smollett para con su esposa.
Ruth estaba ausente del mundo en el piso de arriba, agotada por las tensiones mentales y físicas que la noche anterior habían causado estragos en sus ya demasiado magras reservas, pero le dejó una nota en la mesa de la cocina por si acaso despertaba y era presa del pánico al ver que se había marchado: «Estás a salvo con Hughes en el talego -decía-, pero no le abras la puerta a nadie, sólo por si acaso. Volveré pronto, cariños, Jack.»
– ¿Señora Marriott? -Cooper se inclinó sobre el escritorio de la recepcionista en el consultorio vacío, y le enseñó su tarjeta de identificación-. Sargento detective Cooper, de la policía de Learmouth.
Jane le sonrió automáticamente.
– ¿En qué puedo ayudarle, sargento?
– Me gustaría hablar con usted en privado, si fuera posible.
– Aquí estamos bastante en privado por el momento -dijo ella-. Lo único que tiene probabilidades de molestarnos es el teléfono. ¿Le apetecería una taza de café?
– Gracias. Con leche, dos de azúcar, por favor.
Ella se ocupó de la tetera.
– Hemos obtenido algunos resultados altamente interesantes con las pruebas de huellas dactilares -dijo Cooper a sus espaldas-. De una u otra forma, las pruebas señalan a unas cuantas personas que visitaron a la señora Gillespie antes de que muriera. Usted, por ejemplo.
Jane quedó de pronto muy quieta.
– Esperaba que no lo descubrirían -admitió pasado un momento, mientras se quitaba pelusas invisibles del jersey-. Y luego, por supuesto, nos invitaron a todos a proporcionarles muestras de nuestras huellas dactilares. Entonces resultó muy difícil saber qué hacer. ¿Debía confesar que había mentido la primera vez, o dejarlo de momento con la esperanza de que no hubiese tocado nada?
– ¿Por qué no quería que supiéramos que había estado en Cedar House?
– Porque me habrían preguntado qué razón tuve para ir allí.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Y qué fue…?
Ella volvió a mirar las tazas de café y virtió agua en ellas.
– No tenía nada que ver con la muerte de Mathilda, sargento. Era un asunto muy privado.
– Me temo que con eso no bastará, señora Marriott.
Ella empujó una taza al otro lado del escritorio y colocó el azucarero y una cuchara junto a la misma.
– ¿Me arrestará si me niego a contestar?
Él rió entre dientes con buen humor.
– No de inmediato.
– ¿Cuándo?
Él eludió la pregunta.
– Si yo le dijera que, siempre y cuando lo que me cuente no tenga nada que ver con la muerte de la señora Gillespie, no irá más allá de estas cuatro paredes, ¿confiará lo bastante en mí como para creer que mantendré mi palabra? -Le sostuvo la mirada-. No tiene ni idea del tipo de publicidad con que se enfrentará si tengo que llevarla para ser interrogada. Una vez que la prensa le clava a uno los dientes, no suelta con facilidad.
El rechoncho rostro hogareño de Jane adoptó una expresión muy cruda.
– ¡Cómo le encantaría esto a Mathilda si estuviera viva! -dijo-. Le encantaba crear problemas.
– Entonces, usted la conocía bien.
– Demasiado bien.
– ¿Y no le caía bien?
– No podía soportarla. Intenté evitarla hasta donde pude, pero eso no resultó muy fácil una vez que comencé a trabajar aquí, con las llamadas telefónicas que exigían la visita de un médico y las solicitudes para repetir una prescripción.
– ¿Y sin embargo fue a verla?
– Tenía que hacerlo. Vi a James salir de la casa el día antes de que ella muriera. -Se llevó una mano al pecho-. Fue una impresión muy grande. Pensaba que él se encontraba en Hong Kong. -Guardó silencio.
– Hábleme de eso -la animó Cooper, con suavidad.
– Usted no lo entendería -dijo Jane con convicción-. No conocía a Mathilda.
Jack estaba de muy mal humor para cuando llegó a Cedar House. Hacía años que no montaba en bicicleta, y seis kilómetros y medio por caminos rurales llenos de baches en una cosa que tendría que haber sido condenada a chatarra hacía años, le habían provocado escozor de testículos y el tipo de muslos temblorosos que habría deshonrado a un nonagenario. Abandonó la bicicleta contra un árbol de la urbanización Cedar, saltó por encima de la cerca y corrió con agilidad por la hierba hasta la ventana de la cocina. Por razones que sólo él conocía, no tenía ninguna intención de anunciar su presencia acercándose por la grava o usando el timbre de la puerta principal.
Dio unos golpecitos suaves en el cristal de la ventana, y tras uno o dos minutos apareció Joanna en la puerta que iba de la cocina al pasillo.
– ¿Qué quieres?
Él le leyó los labios más que oyó las palabras, y señaló hacia la puerta trasera.
– Déjame entrar -vocalizó las palabras con una voz apenas por encima del susurro.
Los ojos de Jane se entrecerraron mientras ella miraba hacia atrás por el corredor del tiempo.
– Verá, no puede hacer una valoración de Mathilda por lo que la gente le cuenta ahora. Han olvidado lo hermosa que era de joven, lo ingeniosa que resultaba y los muchos hombres que la deseaban. Era el mejor partido de los alrededores: su padre era miembro del Parlamento, su tío un solterón adinerado… -se encogió de hombros-, podría haberse casado con cualquiera.
– ¿Y por qué no lo hizo?
– En aquella época todos pensaron que estaba esperando algo mejor, un título quizás, o una casa solariega con acres de terreno, pero yo siempre pensé que había algo más que eso. Solía observarla en las fiestas, y para mí estaba muy claro que, aunque le gustaba coquetear y ser el centro de la atención, no podía soportar que los hombres la tocaran. -Guardó silencio.
– Continúe -la instó Cooper tras un momento.
– No fue hasta diez años después, cuando mi esposo y yo nos encontramos con James en Hong Kong y él nos contó la verdad sobre la paternidad de Joanna, cuando la cosa adquirió sentido. -Suspiró-. No es que yo llegara a entender nunca con exactitud lo que sucedió porque, por supuesto, en aquella época el abuso infantil y el incesto eran mantenidos en secreto. James creía que ella había alentado a Gerald, pero yo nunca lo pensé. Es el único aspecto que siempre me ha hecho sentir pena por ella. Creo que estaba emocionalmente mutilada a causa de eso.
– ¿Así que usted supo durante mucho tiempo que la señora Lascelles no era hija de James Gillespie?
– Sí.
– ¿Estaba enterada la señora Gillespie de que usted lo sabía?
– Oh, sí.
– ¿No le preocupaba que usted lo supiera?
– Sabía que yo no se lo diría a nadie.
– ¿Cómo podía saberlo?
– Simplemente lo sabía -replicó Jane sin más.
«¿Cómo lo había llamado James Gillespie? Seguro mutuo.»
Sin previo aviso, al cerrarse la puerta trasera a sus espaldas, la enorme mano de Jack rodeó la garganta de Joanna y la condujo de la cocina al pasillo.
– ¿Lo que le sucedió a Mathilda no te enseñó nada, perra estúpida? -dijo con una salvaje voz baja.
Cooper sacó un cigarrillo, recordó dónde estaba y volvió a guardarlo.
– ¿Era usted quien tenía amistad con el señor Gillespie, o era su esposo?
– Paul y él pasaron juntos por la guerra, pero también yo lo conozco desde hace mucho tiempo.
– ¿Por qué le causó una impresión tan grande verlo salir de Cedar House ese día?
– Siempre había abrigado la esperanza de que estuviera muerto. -Suspiró-. Sé que usted ha ido a verlo. Me lo contó Sarah. ¿No le dijo él nada?
– ¿Respecto a qué, señora Marriott?
Ella le dedicó una sonrisa cansada.
– Lo sabría si se lo hubiese dicho, sargento.
– En ese caso, no creo que lo haya hecho -replicó él con sinceridad-. Pero es obvio que usted tiene miedo de que lo haga, así que, ¿no sería mejor que lo supiera por usted? Supongo que se trata de algo de lo que sólo estaban enterados usted, él y Mathilda. Confiaba en que ella no diría nada porque usted podría revelar la verdad sobre el padre de Joanna, pero él es otra cuestión. No tiene ningún dominio sobre él, razón por la cual la conmocionó tanto ver que había vuelto a Inglaterra: fue a ver a Mathilda para averiguar si iba a hacer correr la voz. ¿Estoy en lo cierto?
Joanna manifestó tan sólo la más ligera de las alarmas antes de relajarse contra la pared y mirarlo a los ojos con una expresión de triunfo.
– Sabía que volverías.
Él no dijo nada, sólo recorrió con los ojos el hermoso semblante y volvió a maravillarse ante su absoluta perfección. Era la cara de la Piedad de Miguel Ángel, el rostro de una madre que contempla en silencio el cuerpo de su hijo adorado, un estudio de una tan sencilla pureza que le había llenado los ojos de lágrimas la primera vez que lo vio. Durante años, se había formulado preguntas sobre la mujer que había detrás de la madonna. ¿Era real? ¿O se trataba de algo fabuloso que Miguel Ángel había conjurado de su propia imaginación? Hasta que vio a Joanna, creyó que tenía que haber existido en el ojo del creador porque sólo un artista podría haber hecho una cosa de tan inconmensurable belleza. Ahora lo tenía debajo de su mano y supo que su concepción había sido tan fortuita como la suya propia. Cerró los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con manar una vez más.
Jane asintió con pesar.
– James me hizo chantaje durante cinco años después de que regresáramos de Hong Kong. Al final, le pagué más de diez mil libras, que era todo el dinero que me había dejado mi madre. -La voz le tembló-. Cesó cuando le envié copias de los recibos de mi banco donde se veía que no me quedaba nada para darle, pero me advirtió que regresaría. -Guardó silencio durante un momento, luchando para conservar el control-. No volví a tener noticias de él ni a verlo, hasta ese horrible día en que salió de Cedar House.
Cooper estudió con compasión la inclinada cabeza. Sólo podía suponer que había tenido una aventura con James Gillespie y que Mathilda lo había descubierto, pero ¿por qué resultaba tan difícil de confesar después de tantos años?
– Todo el mundo tiene algún esqueleto en el armario, señora Marriott. Los míos aún me hacen sonrojar cuando pienso en ellos. ¿Pero de verdad cree que su esposo se los echará en cara después de treinta y pico de años?
– Oh, sí -replicó ella con sinceridad-. Verá, Paul siempre quiso tener hijos y yo no pude dárselos.
Cooper aguardó a que ella continuara pero, cuando no lo hizo, la instó con suavidad.
– ¿Qué tienen que ver los hijos con esto?
– Paul tuvo una aventura con Mathilda, y Mathilda quedó embarazada. Por eso James se marchó a Hong Kong. Dijo que era la gota que colmaba el vaso, que podría haber soportado a la incestuosa bastarda de Gerald, pero no podía soportar también al hijo del amor de Paul.
Cooper estaba muy desconcertado.
– ¿Y por eso estaba haciéndole chantaje James? -Pero, no, pensó, eso no tenía sentido. Era el esposo adúltero quien pagaba el chantaje, no la esposa engañada.
– No por la aventura -dijo Jane-. Yo estaba enterada. Paul mismo me lo contó después de dejarla. Era el agente de sir William y solía alojarse con James y Mathilda en el apartamento que tenían en Londres siempre que se le presentaban asuntos que atender en la ciudad. No creo que la aventura fuese nada más que un apasionamiento breve por parte de ambos. Ella estaba aburrida de la tediosa rutina doméstica de lavar pañales y llevar la casa y él… -suspiró-, él se sintió halagado por la atención. Tiene que intentar realmente entender lo cautivadora que podía ser Mathilda, y no se trataba sólo de la belleza, ¿sabe? Tenía algo que atraía a los hombres como un imán. Pienso que se trataba de actitud lejana, de su desagrado a ser tocada. Ellos lo veían como un reto, así que cuando ella bajó la guardia ante Paul, él se dejó engañar. -Esbozó una pequeña sonrisa triste-. Y yo lo entendí, créame. Puede que a usted le suene raro pero hubo una época, cuando éramos jóvenes, en la que estuve casi enamorada de cómo era ella. Era todo lo que yo siempre quería ser y nunca fui. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Bueno, ya sabe lo atractiva que podía ser ella, Sarah se enamoró de ella del mismo modo que yo.
– Demuéstrame lo mucho que me amas, Jack. -La voz de Joanna, suave y ronca, era una caricia de amante.
Con lentitud, los dedos de él acariciaron la blanca columna de su cuello. ¿Cómo podía alguien tan repugnante ser tan hermosa? Ella convertía en una burla la maravilla de la creación. Alzó la otra mano hasta el pelo de oro plateado, y con un violento gesto se envolvió los mechones en torno a la palma y le echó la cabeza hacia atrás de un tirón con los dedos aún apretados sobre la garganta.
– Te amo un tanto así -dijo en voz baja.
– Estás haciéndome daño. -Esta vez, la voz de Joanna se alzó con alarma.
Él apretó la presa sobre el pelo.
– Pero yo disfruto haciéndote daño, Joanna. -Su voz resonó en el vacío del pasillo.
– No entiendo nada -gritó ella, su voz raspando contra los dedos de él en su laringe-. ¿Qué quieres? -Vio algo en los ojos de Jack que hizo saltar el miedo a los suyos-. Oh, Dios mío. Fuiste tú quien mató a mi madre. -Joanna abrió la boca para gritar, pero sólo un hilo de sonido salió por sus labios al hacerse más firme la presión sobre su garganta.
– Lo siento si estoy siendo particularmente torpe -dijo Cooper a modo de disculpa-, pero no acabo de ver qué podría tener James Gillespie contra usted como para impulsarla a pagarle diez mil libras. Si ya estaba enterada de la aventura por boca de su esposo… -se interrumpió-. Supongo que era algo que tenía que ver con el embarazo. ¿Es que no sabía nada de eso?
Ella apretó los labios en un esfuerzo por contener las lágrimas.
– Sí, lo sabía. Fue Paul quien nunca lo supo. -Volvió a respirar profundamente-. Es tan horrible… Lo he mantenido en secreto durante tanto tiempo… Quería decírselo pero nunca había un buen momento para hacerlo. Más o menos como en el caso de la mentira que le dije a su agente. ¿En qué momento sincerarse, según estaban las cosas? -Se llevó los dedos a los labios en un gesto de desesperación-. Ser padre. Es lo único que siempre ha querido. Recé y recé pidiendo que tuviéramos hijos propios pero, por supuesto, nunca los tuvimos… -La voz de ella se apagó hasta el silencio.
Cooper posó una mano grande, consoladora, sobre la de ella. Estaba por completo perplejo, pero sentía renuencia de presionarla con mayor ahínco por temor a que se cerrara.
– ¿Cómo se enteró usted del embarazo, si su esposo no lo sabía?
– Mathilda me lo contó. Me llamó por teléfono y me pidió que acudiera a Londres, dijo que si no lo hacía se aseguraría de que todo Fontwell se enterase de lo suyo con Paul. Él le había escrito algunas cartas y dijo que las haría públicas si yo no hacía lo que ella quería.
– ¿Qué quería?
Pasaron algunos momentos de silencio antes de que Jane pudiera hablar.
– Quería que la ayudara a asesinar al bebé cuando llegara.
– ¡Buen Dios! -dijo Cooper con sentimiento. Y tenía que haberlo hecho, pensó Cooper, o James Gillespie nunca habría podido tener posibilidad de hacerle chantaje.
Se oyeron sonidos de pasos en la grava de fuera, y una llamada al timbre de la puerta principal.
– ¡Joanna! -llamó la aguda y nerviosa voz de Violet-. ¡Joanna! ¿Te encuentras bien, querida? Creí haber oído algo. -Al no recibir respuesta alguna, volvió a llamar-: ¿Hay alguien contigo? Contesta, por favor. -Su voz aumentó todavía más-. ¡Duncan! ¡Duncan! -llamó-. Está pasando algo malo. Sé que es así. Tienes que llamar a la policía. Yo voy a buscar ayuda. -Sus pasos se alejaron con precipitación mientras ella corría hacia la puerta de la verja.
Jack bajó una mirada fija al rostro demacrado y obsesionado de Joanna, y luego la dejó con sorprendente suavidad en la silla más cercana.
– No te lo mereces, pero has tenido más suerte que tu madre -fue todo lo que dijo, antes de alejarse hacia la cocina y la puerta trasera.
Joanna Lascelles estaba aún gritando cuando Duncan Orloff, en un estado de pánico absoluto, usó un acotillo para romper la puerta principal y enfrentarse con lo que fuera que le aguardaba en el vestíbulo de Cedar House.
– ¿Y la ayudó usted? -preguntó Cooper con una calma que desmentía sus verdaderos sentimientos.
Ella parecía desgraciada.
– No lo sé… No sé lo que hizo ella. -Se retorció las manos con angustia-. No dijo las cosas con esas mismas palabras. Sólo me pidió que robara algunas pastillas para dormir… barbitúricos… del dispensario de mi padre. Dijo que eran para ella porque no podía dormir. Yo tuve la esperanza… pensé… que iba a suicidarse… y me alegré. A esas alturas la odiaba.
– ¿Así que le llevó las pastillas?
– Sí.
– Aunque ella no se suicidó.
– No.
– Pero acaba de decir que ella quería que usted la ayudara a matar al bebé.
– Eso es lo que pensé durante diez años. -Las lágrimas largamente contenidas manaron a través de sus párpados-. Verá, sólo estaba Joanna. El otro bebé puede que nunca haya existido. Yo no creía que hubiese existido jamás. -Se llevó una mano temblorosa a la cara-. Pensaba que la había ayudado a matarlo… y luego, en Hong Kong, James no dejó de preguntarme cómo podría haberse suicidado Gerald con barbitúricos, porque ningún médico se los habría recetado, y me di cuenta de que era a Gerald a quien ella quería matar desde el principio, y yo le había proporcionado los medios para hacerlo. -Sacó un pañuelo y se sonó la nariz-. Quedé tan conmocionada que James adivinó lo que había hecho. Aunque creo que siempre lo ha sabido. En muchos sentidos, él y Mathilda eran muy parecidos.
Cooper buscaba con desesperación dividir esta historia en secciones manejables. Había demasiadas preguntas sin responder.
– ¿Por qué ningún médico le habría prescrito barbitúricos a Gerald Cavendish? Comprobé el informe del juez de primera instancia. No había ninguna pista de asesinato, sólo una alternativa entre accidente y suicidio.
– Gerald era… -Jane buscó la palabra adecuada-, débil mental, supongo, como los Spede, pero hoy los llaman retrasados educacionales. Por eso, la propiedad fue mantenida intacta para William. El abuelo de Mathilda tenía miedo de que Gerald se la regalara al primero que la pidiese. Pero nunca he entendido realmente cómo Mathilda llegó a dormir con él. Era una persona muy patética. Siempre he supuesto que su padre la obligó a ello para proteger de alguna forma su herencia, pero James dijo que era idea de Mathilda. Yo no lo creo. James la odiaba tanto que habría dicho cualquier cosa para denigrarla.
Cooper sacudió la cabeza con asombro. ¡Qué apacible había sido su propia vida comparada con las agonías de esta alma maternal de pelo gris que daba la impresión de una inocencia absoluta!
– ¿Por qué fueron a visitar a James Gillespie a Hong Kong, si su esposo había tenido una aventura con la señora Gillespie? La verdad es que no podía haber mucho afecto entre ustedes tres.
– No fuimos a visitarlo, o al menos no en sentido estricto. No teníamos ni idea de que James se había marchado a Hong Kong. Mathilda nunca nos lo dijo… ¿por qué iba a hacerlo?… y después de esa aventura nos marchamos de aquí y fuimos a vivir a Southampton. Yo me puse a trabajar de profesora y Paul lo hizo para una compañía naviera. Lo dejamos todo a nuestras espaldas, y entonces Paul tuvo que ir a Hong Kong por negocios y me llevó consigo de vacaciones. -Sacudió la cabeza-. Y casi la primera persona con quien nos encontramos al llegar fue James. La comunidad de expatriados era muy pequeña -alzó las manos en un gesto de impotencia-, era inevitable que nos encontráramos con él. Si hubiésemos sabido que estaba allí, no habríamos ido jamás. El destino es muy cruel, sargento.
Eso no podía discutírselo.
– Entonces, ¿por qué volvieron a vivir aquí, señora Marriott, sabiendo que la señora Gillespie estaba en Cedar House? ¿No estaban tentando al destino una segunda vez?
– Sí -fue la sencilla respuesta de ella-, pero ¿qué podía hacer yo? Paul no sabe nada de todo esto, sargento, y está muriéndose… lentamente… de enfisema. Conservamos nuestra casa de aquí… era la casa de sus padres y él le tenía demasiado cariño como para venderla, así que la alquilamos… y luego, hace cinco años, él se jubiló por razones de salud y me imploró que por favor regresáramos a casa. -Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas-. Dijo que no tenía que preocuparme respecto a Mathilda, que lo único que había sentido por ella era compasión, mientras que la única mujer a quien había amado era yo. ¿Cómo podía contarle entonces lo que de verdad había sucedido? Todavía pensaba que su bebé estaba muerto. -Se llevó el pañuelo a los llorosos ojos-. Hasta que acudí a Cedar House y le pregunté a Mathilda por James, ella no me dijo que había dado el bebé en adopción. -Ocultó el rostro entre las manos-. Era un varón y todavía está vivo en alguna parte.
Cooper meditó las tristes ironías de la vida. ¿Era la providencia, Dios o alguna selección al azar lo que hacía que algunas mujeres fuesen fértiles y otras estériles? Con profunda reticencia la llevó de vuelta al día en que Mathilda había muerto, sabiendo que había pocas probabilidades de que lo que ella le dijese pudiera llegar a mantenerse en secreto.
Estoy otra vez embarazada, morbosa y repugnantemente embarazada. Apenas seis meses después de dar a luz una bastarda, llevo otro en el vientre. Tal vez las cóleras de borracho de James conseguirán algún buen propósito provocándome un aborto. Llora y se enfurece por turnos, gritándome insultos como una pescadera, con la intención, al parecer, de proclamar mi «puterío» a todo el edificio. ¿Y todo por qué? ¿Por una breve aventura carente de amor con Paul Marriott, cuyo torpe manoseo lleno de disculpas me resultó casi insoportable? Entonces, ¿porqué, Mathilda?
Porque estos son días en los que podría beber sangre, y hacer cosas tan amargas que la tierra temblaría de mirarlas. La mojigatería de Paul me fastidiaba. Hablaba de la «querida Jane» como si le importara. Sobre todo pienso en la muerte: la muerte del bebé, la muerte de James, la muerte de Gerald, la muerte de mi padre. Es, al fin y al cabo, una solución tan definitiva… Mi padre conspira para mantenerme en Londres. Dice que Gerald ha jurado que se casará con Grace si yo regreso. Lo peor de esto es que yo le creo. Gerald me tiene ahora un miedo muy, muy grande.
Le pagué a un detective privado para que le tomara fotografías a James. ¡Y, vaya, vaya, qué fotografías! «La mofeta, y no el caballo sucio, sale a trotar con un apetito tan desenfrenado.» Y también en un lavabo público. Si he de decir la verdad, estoy deseando con toda mi alma enseñárselas. Lo que yo hice fue meramente pecaminoso. Lo que hace James es criminal. No se hablará más de divorcio, eso es seguro, y se marchará a Hong Kong sin chistar. Él no desea más que yo que se hagan públicas sus actividades sexuales.
Realmente, Mathilda, tienes que aprender a usar el chantaje con mejores finalidades que en el caso de Gerald y tu padre…