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Capítulo 20

Jane Marriott colgó el receptor del teléfono y se llevó una temblorosa mano a los labios. Atravesó el salón donde su inválido esposo dormitaba plácidamente al brillante sol invernal que entraba por la ventana. Se sentó junto a él y le tomó una mano.

– Era el sargento Cooper -le dijo-. James Gillespie fue hallado muerto en su apartamento, esta mañana. Piensan que ha sido un ataque cardíaco.

Paul no dijo nada, sino que se limitó a mirar con ojos fijos hacia el jardín.

– Dice que ya no hay nada por lo que preocuparse, que nadie tiene por qué saber nunca nada. También ha dicho… -hizo una breve pausa-, también ha dicho que la criatura era una niña. Mathilda mintió respecto a que tenías un hijo varón. -Se lo había contado todo tras regresar del consultorio el día en que el sargento Cooper la interrogó.

Una lágrima manó entre sus párpados.

– Lo lamento.

– ¿Por James?

– Por… todo. Si lo hubiese sabido… -Guardó silencio.

– ¿Habría cambiado algo, Paul?

– Podríamos haber compartido la carga, en lugar de soportarla tú sola.

– Eso me habría destrozado -replicó ella con sinceridad-. No podría haber soportado que supieras que Mathilda había tenido una criatura tuya. -Estudió el rostro de él con atención-. A medida que pasara el tiempo, habrías pensado más en ella y menos en mí.

– No. -La mano de mármol de él se aferró a la de ella-. Mathilda fue, en todos los sentidos posibles, una locura breve así que, aunque hubiese sabido de la existencia de la criatura, no habría cambiado nada. Sólo te he amado a tí en la vida. -Se le humedecieron los ojos-. En cualquier caso, querida mía, pienso que tu primer instinto fue correcto, y que Mathilda habría matado al bebé. Ninguno de nosotros puede depositar fe alguna en lo que dijo. Mentía con mayor frecuencia que decía la verdad.

– Excepto por el hecho de que le dejó el dinero a Sarah -dijo Jane con precipitación-, y el sargento Cooper dice que el bebé fue una niña. Supon que Sarah… -Se interrumpió y le apretó la mano para darle ánimos-. Nunca es demasiado tarde, Paul. ¿Crees que se le haría algún daño si se le formularan algunas preguntas diplomáticas?

Él apartó la mirada de los anhelantes ojos de ella y, sobre los anteriores pasos de Cooper, siguió el rastro de la inconstancia de la fortuna. Había pasado su vida pensando que no tenía hijos y ahora, a los setenta años de edad, Jane le había dicho que era padre. Pero ¿de quién? ¿De un hijo? ¿De una hija? ¿O había mentido Mathilda sobre esto como había mentido sobre tantas otras cosas? Por él mismo, apenas si importaba -hacía tiempo que se había reconciliado con el hecho de no tener hijos-, pero para Jane, Mathilda siempre proyectaría una larga y malévola sombra. No había ninguna garantía de que Sarah Blakeney fuera su hija, ninguna garantía de que la hija o el hijo, si existía, fuera a acoger con placer la intrusión de unos padres en su vida, y no podía soportar ver las esperanzas de Jane destrozadas en esto de una forma tan inexorable como su esperanza en la fidelidad de él se había visto destrozada. En definitiva, ¿no era mejor vivir con la ilusión de felicidad que con la horrible certeza de la confianza traicionada?

– Debes prometerme que nunca dirás nada. -Recostó la cabeza en el respaldo del sillón y luchó para respirar-. Si yo soy su padre, Mathilda nunca se lo dijo, ya que de lo contrario estoy seguro de que habría acudido aquí por su propia cuenta. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Ella ya tiene un padre que la quiere y ha hecho un buen trabajo… un trabajo muy bueno… al criarla. No la obligues a escoger entre nosotros, adorada mía. Los rechazos son demasiado dolorosos.

Jane le apartó el pelo ralo de la frente.

– Tal vez, después de todo, algunos secretos es mejor conservarlos. ¿Compartiremos éste y soñaremos un poco de vez en cuando?

Era una mujer sabia y generosa que, sólo en ocasiones, reconocía que era la naturaleza traicionera de Mathilda la que le había proporcionado una penetración de sí misma y de Paul que no había tenido antes. Al fin y al cabo, pensaba, ahora había menos cosas que lamentar de las que había para celebrar.

Joanna estaba sentada donde siempre se había sentado su madre, en la silla de respaldo rígido que había junto a las puertaventana. Inclinó la cabeza ligeramente de lado para mirar al sargento Cooper.

– ¿Sabe la doctora Blakeney que está contándome usted esto?

Él negó con la cabeza.

– No. Más bien abrigo la esperanza de que dé usted el primer paso abandonando la impugnación del testamento si ella hace honor a las intenciones que su madre declaró en la carta enviada a Ruth. Un poco de aceite en las aguas turbulentas, señora Lascelles, ayuda muchísimo, y redundará en beneficio de todos si usted deja este triste asunto a sus espaldas y regresa a Londres, donde le corresponde.

– En beneficio de la doctora Blakeney, sin duda, no en el mío.

– Estaba pensando más en su hija. Es todavía muy joven, y la muerte de su abuela la ha afligido muchísimo más de lo que usted piensa. Sería… -buscó las palabras adecuadas-, algo que la ayudaría, si buscara usted un acuerdo amistoso en lugar de una continuada y dolorosa confrontación. Los abogados tienen la desagradable costumbre de desenterrar cosas que están mejor enterradas.

Ella se puso de pie.

– La verdad es que no deseo hablar más de esto, sargento. No es asunto suyo. -Los ojos pálidos se endurecieron, perdiendo atractivo-. Los Blakeney lo han seducido igual que sedujeron a mi madre, y sólo por esa razón yo no negociaré amistosamente con ellos. Todavía me resulta incomprensible que no haya usted acusado a Jack Blakeney de agresión, o, ya que estamos, a Ruth de robo, y tengo intención de hacer que mi abogado saque a relucir esas dos cosas ante su jefe de policía. Para mí está muy claro que la doctora Blakeney, hábilmente instigada por mi hija, los está usando a su esposo y a usted para presionarme con el fin de que abandone esta casa y poder obtener la posesión de ella por hallarse vacía. No le daré esa satisfacción. Cuanto más tiempo me quede aquí, más poderoso será mi derecho a ella.

Cooper rió entre dientes.

– ¿Tiene siquiera un abogado, señora Lascelles? Espero que no, porque estaría malgastando su dinero si ése es el tipo de consejo que le da. -Señaló la silla-. Siéntese -ordenó-, y agradézcales a su hija y a la doctora Blakeney que yo no vaya a detenerla ahora por posesión ilegal de heroína. Me gustaría hacerlo, no crea que no, pero como he dicho antes, redundará en beneficio de todos, y no menos de usted, si Dorset se queda sin su presencia. Debería, según lo correcto, poner todo lo que sé en conocimiento de la policía metropolitana, pero no lo haré. De todas maneras se enterarán bastante pronto porque, incluso con la importante suma que le pague la doctora Blakeney, será bastante incapaz de arreglárselas. Ya no habrá más cheques mensuales, señora Lascelles, porque ya no quedará ninguna anciana a la que aterrorizar. ¿Qué le hizo para obligarla a pagar?

Ella estaba mirando por la ventana, y pasó largo rato antes de que contestara.

– No tuve que hacer nada, excepto ser su hija. Supuso que era como ella, y eso hizo que me tuviera miedo.

– No le entiendo.

Se volvió para clavarle una mirada extrañamente penetrante.

– Yo la vi asesinar a su padre. La aterrorizaba que yo fuera a hacer lo mismo.

– ¿Lo habría hecho?

Ella sonrió de pronto y su belleza lo deslumhró.

– Yo soy como Hamlet, sargento, «estoy loco sólo al nornoroeste». Es probable que no me crea, pero siempre he tenido más miedo de que ella fuera a matarme a mí. Estos últimos tiempos he dormido muy bien.

– ¿Regresará a Londres?

Ella se encogió de hombros.

– Por supuesto. «Cuando un hombre está harto de Londres, está harto de la vida.» ¿Ha leído a Samuel Johnson, sargento? Era un escritor mucho mejor que Shakespeare.

– Ahora lo haré, señora Lascelles.

Se volvió hacia la ventana y la maravillosa vista del cedro del Líbano que dominaba el jardín.

– Supongo que si lucho contra la doctora Blakeney, usted le dirá lo que sabe a la policía metropolitana.

– Me temo que sí.

Ella profirió una risa hueca.

– Mi madre fue siempre muy buena en el chantaje. Es una lástima que usted no llegara a conocerla. ¿Cuidarán los Blakeney de Ruth, sargento? No querría que se muriese de hambre.

Lo cual era, pensó Cooper, lo máximo que podía aproximarse a expresar afecto por su hija.

– Desde luego, planean tenerla con ellos a corto plazo -respondió.

(«Ruth necesitará todo nuestro apoyo emocional -había dicho Sarah-, y eso incluye el suyo, Cooper, si queremos que soporte el aborto y el juicio de Dave Hughes.» «¿Y si absuelven a Hughes?», preguntó Cooper. «No lo absolverán -había contestado Sarah con firmeza-. Otras tres chicas han accedido a declarar contra él. Las mujeres tienen mucho valor, ¿sabe?, cuando no se las inmoviliza contra el suelo con un cuchillo en la garganta.»)

– ¿Y a largo plazo? -preguntó Joanna.

– Suponiendo que el testamento no sea impugnado, la doctora Blakeney determinará un fondo en fideicomiso para Ruth al mismo tiempo que le haga entrega a usted del dinero que su madre tenía intención de darle.

– ¿Venderá el jardín para hacerlo?

– No lo sé. Esta mañana me dijo que Cedar House sería un buen hogar de ancianos.

Joanna se aferró los brazos con enojo.

– Mi madre tiene que estar revolviéndose en la tumba al pensar que las ancianas de Fontwell serán cuidadas a expensas de ella. No podía soportar a ninguna de ellas.

Cooper sonrió para sí. La verdad es que había una hermosa ironía en todo ello, particularmente dado que la primera clienta sería, con toda probabilidad, la pobre y aturdida Violet Orloff.

Jack observaba a Sarah de reojo mientras estaba sentado ante su caballete dándole los últimos retoques al retrato de Joanna. Ella tenía la vista perdida en el boscoso horizonte del otro lado de la ventana, con la frente apoyada sobre el cristal frío.

– Un penique por ellos -dijo él al fin.

– ¿Perdón? -Se volvió a mirarlo.

– ¿En qué estás pensando?

– Oh, en nada, sólo… -sacudió la cabeza-, nada.

– ¿Bebés? -sugirió él, con su habitual deje de ironía.

Ella avanzó hasta el centro de la habitación y contempló el cuadro de Mathilda.

– Vale, sí, pero no tienes por qué preocuparte. No lo hacía con esperanzada expectación. Estaba pensando que tú has tenido razón desde el principio y que tener bebés es una estupidez. No te dan más que dolor de cabeza, francamente. Prefiero jugar sobre seguro y ahorrarme la angustia.

– Lástima -murmuró él, mientras limpiaba el pincel metiéndolo en trementina, y lo secaba con toallas de papel-. Justo cuando yo estaba haciéndome a la idea.

Ella habló con una voz deliberadamente ligera.

– Puedo aceptar tus bromas sobre la mayor parte de las cosas, Jack, pero no en lo que respecta a los niños. Sally Bennedict destruyó cualquier credibilidad que tú pudieras tener sobre eso, el día en que destruyó tu pequeño error.

– Sólo por curiosidad, ¿estás señalándome porque soy un hombre, o planeas usar ese mismo truco culpabilizador con Ruth en los años venideros? -preguntó Jack pensativo.

– Es diferente.

– ¿Lo es? Yo no veo por qué.

– Ruth no estaba siéndole infiel a su marido -masculló ella con los dientes apretados.

– Entonces no estamos hablando de hijos, Sarah, ni de si yo tengo o no derecho a cambiar de opinión. Estamos hablando de infidelidad. Son dos cosas por completo distintas.

– Quizás en tu opinión. No en la mía. El comprometerte con una persona no es diferente del comprometerte con una creencia. ¿Por qué, si no podías soportar dejar embarazada a tu esposa, fuiste tan descuidado como para dejar embarazada a tu amante? -Dos manchas de color aparecieron en lo alto de sus pómulos, y ella se volvió de espaldas con gesto abrupto-. Dejemos que lo pasado quede en el pasado. No quiero hablar más de ello.

– ¿Por qué no? -inquirió él-. Yo estoy pasándomelo de miedo. -Entrelazó los dedos en la nuca y le sonrió a la espalda rígida de ella-. Me has hecho pasar un infierno durante estos últimos doce meses. Me sacaste a tirones de Londres sin un «con tu permiso» ni un «¿te importa?». Me llevaste al medio de ninguna parte con un «lo tomas o lo dejas, Jack, sólo eres mi mierda de marido». -Los ojos de él se entrecerraron-. He tolerado al gallito Robin Hewitt pavoneándose por mi cocina, sonriéndote burlonamente a tí y tratándome como a un vómito de perro. He sonreído mientras enanos mentales se meaban en mi obra porque no soy más que el holgazán al que nada le gusta más que vivir a expensas de su esposa. Y encima de todo eso, he tenido que oír a Keith Smollett dándome una conferencia sobre tus virtudes. En todo ese tiempo, sólo una persona, y esto te incluye a tí, me trató alguna vez como si fuera humano, y ésa fue Mathilda. De no haber sido por ella, me habría marchado en septiembre y te habría dejado cocerte en tu propio jugo de satisfacción personal.

Ella continuó de espaldas a él.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque, como ella no dejaba de recordarme, soy tu esposo -gruñó él-. Jesús, Sarah, si no hubiese pensado que lo que teníamos valía algo, ¿por qué me habría casado contigo, para empezar? No tenía que hacerlo, por amor de Cristo. Nadie me puso una pistola en la cabeza. Quería hacerlo.

– Entonces, ¿por qué…? -No continuó.

– ¿Por qué dejé embarazada a Sally? No lo hice. Nunca dormí con esa horrible mujerzuela. Pinté su retrato porque ella pensó que tendría éxito después de que el marchante de Bond Street confirmara mi primera y única venta. -Profirió una carcajada hueca-. Quería enganchar su vagón a una estrella naciente, de la forma en que lo había enganchado a todas las otras estrellas nacientes que había conocido en su vida. Lo cual es lo que pinté, por supuesto: un parásito holgazán con pretensiones de grandeza. Me ha odiado desde entonces. Si me hubieras dicho que afirmaba que yo era el padre de su bebé no deseado, te habría aclarado las cosas, pero no confiabas en mí lo suficiente como para decírmelo. -Su voz se endureció-. Aunque es tan seguro como el infierno que confiaste en ella, y ni siquiera te caía bien esa maldita mujer.

– Era muy convincente.

– ¡Por supuesto que era muy convincente! -rugió él-. Es una jodida actriz, y uso la palabra adrede. ¿Cuándo vas a abrir los ojos, mujer, y ver a la gente en su totalidad, con sus aspectos oscuros y sus aspectos luminosos, con sus fortalezas y sus debilidades? Maldición, tendrías que haberte dejado llevar por la pasión, haberme arrancado los miserables ojos con las uñas, cortado los cojones… cualquier cosa… si pensabas que te había sido infiel. -Su voz se suavizó-. ¿Es que no me amas lo bastante como para odiarme, Sarah?

– Eres un bastardo, Blakeney -dijo ella al tiempo que se volvía y lo recorría de pies a cabeza con ojos resplandecientes-. Nunca sabrás lo infeliz que he sido.

– ¿Y tienes el valor de acusarme de ser egocéntrico? ¿Qué hay de mi infelicidad?

– La tuya se cura fácilmente.

– Te aseguro que no.

– Te aseguro que sí.

– ¿Cómo?

– Un poco de masaje para relajar la rigidez, y un beso para que mejore.

– Ah -dijo él, meditativo-, bueno, desde luego no es un mal comienzo. Pero ten en cuenta que el estado es crónico y que necesita repetidas aplicaciones. No quiero sufrir una recaída.

– Pero te costará caro.

Él la contempló con los párpados medio cerrados.

– Ya me parecía a mí que sonaba demasiado bien como para ser verdad. -Se metió la mano en el bolsillo-. ¿Cuánto?

Ella le dio un leve azote en la cabeza.

– Sólo información. ¿Por qué se peleó Mathilda con Jane Marriott la mañana del día en que murió? ¿Por qué lloró Mathilda cuando le enseñaste su retrato? Y, ¿por qué Mathilda me dejó su dinero? Sé que todas esas cosas están relacionadas, Jack, y sé que Cooper conoce la respuesta. Lo vi en sus ojos anoche.

– Supongo que no habrá masaje si no obtienes la respuesta.

– No para tí. Se lo ofreceré a Cooper. Uno de los dos acabará por decírmelo antes o después.

– Matarías al pobre viejo. Le entran espasmos si le tocas una mano. -La atrajo a su regazo-. No facilitará en nada las cosas si te lo digo -le advirtió-. De hecho, las dificultará todavía más. Te conozco demasiado bien. -Cualquiera fuese la culpa que ella sentía ahora, pensó, no sería nada comparada con las agonías de preguntarse si, sin saberlo, había hecho que Mathilda la creyese adoptada. ¿Y qué haría eso con la relación que tenía con Jane Marriott? Conociendo a Sarah, se sentiría doblemente obligada a contarle la verdad a Jane, y alejaría a la pobre mujer con un empacho de sinceridad-. Le hice una promesa a Mathilda, Sarah. De verdad que no quiero romperla.

– La rompiste cuando se lo contaste a Cooper -señaló ella.

– Lo sé, y no estoy contento de haberlo hecho, no más contento que por haber roto la promesa que le hice a Ruth. -Suspiró-. Pero en realidad no tenía opción. Él y el inspector estaban convencidos de que el testamento era el móvil del asesinato de Mathilda, y yo tenía que explicarles por qué lo había hecho.

Sarah contempló el retrato de Mathilda.

– Lo hizo porque estaba pagando por su rito de paso a la inmortalidad y no confiaba ni en Joanna ni en Ruth para que entregaran los bienes en su nombre. Ellas habrían despilfarrado el dinero, mientras que confió en mí para aumentarlo. -Su voz sonaba amarga, pensó Jack-. Me conocía lo bastante bien como para saber que yo no gastaría un legado en mi propia persona, en particular uno al que no creía tener derecho ninguno.

– No era tan cínica, Sarah. No hizo ningún secreto del cariño que te tenía.

Pero Sarah continuaba absorta en el retrato.

– No me has explicado -dijo de pronto- por qué fuiste a ver a Sally aquel fin de semana. -Se volvió a mirarlo-. Pero eso fue una mentira, ¿no es cierto? Fuiste a alguna otra parte. -Posó sus pequeñas manos sobre los hombros de él-. ¿Adonde, Jack? -Lo sacudió al no contestarle él-. Tuvo algo que ver con el llanto de Mathilda y, según supongo, también con su testamento, aunque en ese momento no lo sabías. -Él casi podía oír el funcionamiento del cerebro de ella-. Y, fuera lo que fuere, requería que te ausentaras durante ese fin de semana sin que yo supiera adonde ibas. -Estudió el rostro de él-. Pero por lo que ella sabía, iba a vivir otros veinte años, así que, ¿por qué contarte ahora algo que no tendría impacto ninguno hasta después de su muerte?

– No tenía intención de decírmelo. Fui un muy reticente receptor de su confesión. -Suspiró. Antes o después, comprendió, Sarah descubriría que había ido a ver al padre de ella y por qué lo había hecho-. Alrededor de un año después del nacimiento de Joanna, ella tuvo una segunda hija de Paul Marriott, la cual entregó en adopción. Por toda una serie de razones, ella se convenció de que tú eras su hija perdida, y me dijo que cambiaría su testamento a tu favor. -En sus labios apareció una sonrisa torcida-. Me quedé tan impresionado que no sabía qué hacer. ¿No decir nada y permitir que heredaras de forma fraudulenta? ¿Decirle la verdad y destrozar sus ilusiones? Decidí aplazar la decisión mientras iba a ver si tu padre tenía algo que yo pudiera enseñarle. -Sacudió la cabeza con aire irónico-. Pero cuando regresé Mathilda estaba muerta, la policía andaba buscando un móvil de asesinato, y yo era el único que sabía que Mathilda te había dejado una fortuna. Fue una pesadilla. Lo único que podía ver era que tú y yo seríamos arrestados por conspiración, a menos que mantuviera la boca cerrada. No podíamos demostrar que yo no te había dicho nada sobre el testamento, y no tenías ninguna coartada. -Profirió una risa profunda-. Entonces, como llovida de la nada, me presentaste mi orden de marcha, y me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era aferrarla con ambas manos y dejarte pensando que era un miserable bastardo. Estabas tan herida y enojada que, por una vez en tu vida, no intentaste ocultar tus emociones, y Cooper recibió una fuerte dosis de sinceridad transparente. Le mostraste todo, desde conmoción por el testamento hasta perplejidad porque yo hubiera sido capaz de pintar el retrato de Mathilda sin que tú lo supieras. -Volvió a reír-. Nos sacaste a los dos del atolladero sin siquiera darte cuenta de lo que estabas haciendo.

– Muchísimas gracias -dijo ella con acritud-. ¿Y qué habría pasado si me hubiese sentido loca de contento al verte marchar?

El rostro de él se dividió en una sonrisa maliciosa.

– Bueno, sólo por si acaso, me garanticé una póliza de seguros al mudarme a casa de Joanna. Ella es más guapa que tú, así que estabas condenada a sentir celos.

– Una mierda. -Pero no explicó si era la belleza o los celos lo que provocaba la imprecación-. ¿Le dijo Mathilda a Jane que había tenido una hija de Paul? ¿Por eso se pelearon?

Él asintió con la cabeza.

– Pero a ella le dijo que era un varón.

Ahora le tocó a Sarah el turno de suspirar.

– Entonces dudo de que sea siquiera verdad. Podría haber fantaseado sobre un bebé con la misma facilidad con que fantaseó sobre el suicidio de su tío… -se encogió de hombros-, o haberse hecho un aborto, o haber ahogado a la pobre criatura cuando nació. Creo que era muy propio de ella resucitar la fantasía con el fin de crear una legataria que se sintiera por completo culpable y azorada, de cuyos hilos poder tirar después de su muerte. -Se volvió para examinar el retrato una vez más-. Solía abusar de nosotros, de una u otra forma, y no estoy segura de querer que continúe manipulándome. ¿Qué les digo a Jane y Paul, si me preguntan por qué me dejó su dinero?

– Nada -fue la sencilla respuesta de él-, porque el secreto no es tuyo sino mío. Duncan le hizo un buen favor al destruir sus diarios. Te deja en libertad de construirle un memorial de la manera o con la forma que quieras. Dentro de diez años, Fontwell la verá sólo como una generosa benefactora porque no habrá prueba ninguna que demuestre lo contrario. -Le tomó el rostro entre las manos-. No la abandones ahora, tesoro. Cualesquiera fuesen sus motivos e independientemente de lo que haya hecho, te confió a tí su redención.

– Debería de habértela confiado a tí, Jack. Creo que es probable que te quisiera más a tí que a nadie en toda su vida. -Las lágrimas destellaron en sus pestañas-. ¿Se merece que la gente piense bien de ella?

Él enjugó las lágrimas de su esposa con las puntas de los dedos.

– Merece un poco de lástima, Sarah. Al final, eso es todo lo que merece cualquiera de nosotros.

Este es el diario de Mathilda Beryl Cavendish. Es mi historia, para que la lea la gente cuando yo haya muerto. Si alguien la encuentra debe llevarla a la policía y asegurarse de que mi padre sea ahorcado. Hoy me hizo hacer algo malo, y cuando le dije que iba a contárselo al vicario, me encerró en el armario con la mordaza de la chismosa en la cabeza. YO ESTABA SANGRANDO. Grita mucho y dice que es culpa de mi madre por morirse. Bueno, también yo pienso que es culpa de mi madre.

Ayer fue mi cumpleaños. Mi padre dice que soy lo bastante mayor y que a mi madre no le importaría. Ella estaba enterada de las necesidades de los hombres. No debo contárselo a NADIE, o él me pondrá la mordaza. UNA Y OTRA VEZ.

Mi madre no debería de haber hecho nunca cosas así, y entonces mi padre no me las haría a mí. Sólo tengo diez años.

LA ODIO. LA ODIO. LA ODIO.