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Apenas salí a la calle busqué un teléfono público. No llevaba encima mi agenda pero llamé a Informaciones y pedí el teléfono de Luciana por su nombre y dirección. Después de unos segundos la voz de una máquina me dictó los dígitos y los marqué de inmediato, antes de que desaparecieran en mi memoria.
– Acabo de hablar con Kloster -le dije, apenas escuché su voz-. Me despidió porque estaba por recibir a una chica de un periódico escolar. ¿Es posible que sea tu hermana?
Hubo del otro lado un silencio de incertidumbre y vértigo que duró sólo un instante.
– Sí, Dios mío, sí -dijo con voz desmayada-. Pensé que se le había quitado esa idea de la cabeza. Pero evidentemente hizo todo a mis espaldas. Salió recién, no quiso decirme adónde iba pero alcancé a ver que ponía un libro de Kloster en el bolso. Un libro que ya había leído, eso me pareció extraño. Seguramente lo lleva para que se lo firme -su voz dio un vuelco de desesperación-. Podría tomar un taxi, pero ya es tarde, no creo que pueda alcanzarla. ¿Desde dónde me estás llamando ahora?
– Estoy a la vuelta de la casa de él, en un teléfono público.
– Entonces tal vez todavía vos podrías esperarla y detenerla… Hasta que yo llegue. ¿Harías eso por mí? Ahora mismo bajo a tomar un taxi.
– No, no voy a hacer nada de eso -dije con mi tono más firme-. Antes tendríamos que hablar otra vez vos y yo. Estoy seguro de que Kloster no va a intentar nada estúpido en su propia casa. Hay un bar en la esquina y creo que desde allí se ve la entrada de la casa. Lo que puedo hacer, en todo caso, es quedarme a vigilar la puerta hasta que llegues y volvamos a conversar. Voy a esperarte sentado junto a una ventana.
– Está bien -se resignó-. Ya salgo. Sólo espero que Kloster no te haya convencido también a vos.
Entré en el bar, que a esa hora estaba casi vacío, y me senté junto a una de las ventanas de la ochava, desde donde alcanzaba a ver, en la vereda de enfrente, la puerta de Kloster. No había ni siquiera pedido mi café cuando vi pasar, casi pegado al vidrio, un bolsito en bandolera que hubiera reconocido en cualquier lugar. Estiré la cabeza para mirar hacia fuera pero la chica había cruzado y un colectivo detenido en el semáforo me impedía seguirla a través de la calle. Cuando el colectivo finalmente arrancó ya no había rastros de Valentina y el portón de Kloster se estaba cerrando. No había podido ver de ella más que ese bolsito heredado de Luciana, y una manga de su abrigo azul oscuro.
Una media hora después llegó Luciana. Al traspasar la puerta batiente, hizo en el reflejo del vidrio un gesto furtivo y desesperado por acomodarse el pelo; imaginé que mi llamado la había arrancado de la cama y recién ahora había reparado en su aspecto. Tenía la cara desencajada, sin maquillaje, y los ojos vidriosos y demasiado fijos, como si estuviera bajo los efectos de un medicamento.
– ¿Ya entró? -me preguntó, antes de saludarme.
Yo, que me había puesto de pie, le cedí mi lugar para que pudiera vigilar por sí misma y me senté del otro lado frente a ella.
– Hace un rato, sí. En realidad apenas pude verla, pero supongo que era ella: tenía el bolsito que usabas vos y un abrigo azul oscuro.
Luciana asintió con la cabeza.
– Un tapado largo. También era mío y se lo pasé. ¿A qué hora entró?
– Hace unos diez minutos. Pero ya te dije, no va a pasarle nada. Acabo de hablar con él.
– Y te convenció. -Me miró a los ojos, sin dejar que mi mirada escapara, como si se propusiera encontrar allí la verdadera respuesta-. Ahora le crees a él.
– No dije eso -le respondí incómodo-. Pero estoy seguro de que no haría nada tan directo. Y menos en su propia casa.
– Puede hacerle otras cosas -dijo con un tono sombrío-. Valentina ni siquiera se imagina: es solamente una adolescente atropellada. No sabe nada de él. No sé qué imagen se hizo a través de sus libros. Pero no te olvides de que yo lo conozco, y conozco también su lado envolvente.
– Sobre eso en realidad quería hablarte. La versión que cuenta él sobre lo que pasó entre los dos es bastante distinta.
Vi que el cuerpo de ella se retraía a un primer estado de cautela.
– Supongo que un escritor puede inventar cualquier historia. ¿Qué fue lo que te dijo?
– Que cuando empezaste a trabajar con él en ningún momento se le ocurrió intentar nada extraño. Que estaba demasiado contento con el arreglo que tenían y con la manera en que avanzaba su trabajo como para arruinarlo todo tratando de ir más allá. Que le parecías linda pero que no sentía por vos una atracción física. Me dijo que fuiste vos la que hizo todo para que él se fijara. Me contó de una vez que te dictaba sobre la cicatriz en el brazo de una mujer. Me dijo que te habías desnudado el hombro y le mostraste la marca de tu vacuna para que él te tocara.
– Le enseñé la marca que tengo, es verdad. Pero nunca le pedí que me la tocara. Y no me pareció que hubiera nada malo en eso. Ni siquiera me acordaba, me parece increíble que él quiera ahora darle otro sentido.
– Me dijo que fue la primera vez que te tocó. Y que vos parecías orgullosa de haber conseguido llamarle la atención. Me contó también que después le dejaste que te hiciera masajes en el cuello.
– Bueno, veo que se convirtieron en verdaderos amigos. ¿Cómo conseguiste que te hablara de eso? Una vez me preguntó por mi dolor de cuello. Incliné la cabeza para mostrarle y él me empezó a hacer un masaje. Es verdad que no me opuse: no creí que tuviera ninguna otra intención. Confiaba en él. Ya te dije que para mí era como mi padre: no creí que pudiera pensar ninguna otra cosa. Pero fue sólo una vez.
– Una vez… y otra vez. Me dijo además que la segunda vez se detuvo porque no tenías corpiño.
– Puede ser que hayan sido dos veces. Y yo no usaba demasiado corpiño en esa época.
– Conmigo sí -observé.
– Porque tenía muy claro que de vos sí tenía que cuidarme. Pero nunca hubiera pensado que él se estuviera formando otras ideas. Hasta que volvió de su viaje y lo vi de pronto convertido en otra persona nada de esto se me había cruzado por la cabeza. ¿Pero a dónde querés llegar? Aun si le hubiera dado un pie, que no se lo di, aun si me hubiera equivocado en iniciarle un juicio: ¿eso justifica lo que ocurrió después? ¿Justifica la muerte de toda mi familia?
– Claro que no -reconocí-. No justifica la muerte de nadie. Sólo quería saber si hasta aquí, en esta parte de la historia, él me dijo la verdad.
– Todo eso ocurrió -dijo, apartando la mirada-, pero él sacó la conclusión equivocada. Igualmente, ya te dije que mil veces me arrepentí de haber hecho esa demanda. Pero no puedo creer que éste sea el castigo que tengo que pagar.
– En realidad te hace responsable de la muerte de su hija. En eso tenías razón.
Le conté lo que me había revelado Kloster sobre la relación con su mujer, de los temores que lo acompañaban desde que había nacido Pauli, y el pacto no dicho que tenían en los últimos años. Luciana, que no parecía saber ni haber imaginado nunca nada de esto, iba de asombro en asombro. Le conté de la reacción y el estallido de la mujer de Kloster al leer la acusación que encabezaba su carta, la decisión inmediata de divorciarse y el recurso con que había apartado a Kloster de su hija, utilizando justamente esa acusación. Le conté del confinamiento de Kloster en un hotel, a la espera de que lo dejaran volver a ver a su hija y de lo que había ocurrido finalmente el día de la visita. Traté de repetir con las palabras exactas el relato de Kloster sobre esa tarde, desde que había llamado por teléfono hasta que encontró el cadáver de su hija sumergido en la bañera. Le conté de la cripta, de la galería de fotos y de la filmación de la hija con el ramito de flores. Cuando terminé los ojos de Luciana estaban brillantes de lágrimas.
– Pero yo no tuve la culpa de nada de esto -gimió.
– Claro que no -dije-. Pero él cree que sí.
– Pero si fue la mujer… Fue su mujer en todo caso -dijo con impotencia.
– Él piensa que lo que quebró el pacto fue tu carta. Estaba seguro de que hubiera podido mantener ese acuerdo entre ellos todavía unos años, hasta que Pauli creciera lo suficiente. Así me lo dijo: cree que su hija todavía estaría viva si su mujer no hubiera leído esa carta. Y hay algo más en lo que tenías razón: que lo encontraras en Villa Gesell ese verano no fue casual. Me dijo que no podía tolerar la idea de que vos siguieras tu vida como si nada hubiera ocurrido mientras su hija estaba muerta. Que quería estar allí para hacerte recordar. Para que la recordaras cada día, como él. Que tu vida también se detuviera, como se había detenido la de él.
– Si fuera nada más que eso… hace mucho que ya lo consiguió. Pero ya ves: reconoció que quería vengarse. Eso es en el fondo lo que yo quería saber. Porque no creo que te haya confesado uno por uno los crímenes, ¿no es cierto?
– No. Sólo me dijo que aquel día en la playa vio al irse, desde la costanera, cómo tu novio desaparecía en el mar. Y cuando se enteró al día siguiente de que se había ahogado le pareció ver en esa muerte que se cumplía la ley de ojo por ojo, diente por diente. Me dijo que aquello Te había dado la idea para una novela sobre la justicia y las proporciones del castigo.
– Pero no le alcanzó, Dios mío, esa muerte no le alcanzó.
Sus ojos volvieron a mirar a través de la calle mientras su mano tanteaba dentro de un bolsillo en busca de un pañuelo. Consultó otra vez su reloj y se llevó el pañuelo a los ojos.
– Es posible -acepté yo-. Pero él dice que desde aquel día se dedicó únicamente a esa novela. Una novela en la que ustedes dos son los personajes. Me aseguró que nunca más te vio y que no se había enterado de la muerte de tus padres hasta que recibió tu carta.
Negó con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana.
– Es mentira: estaba ahí, en el cementerio, el día que los enterramos.
– Se lo pregunté: va todos los días, a visitar la tumba de su hija. Me dijo que él no te había visto.
Dio vuelta la cara hacia mí, irritada.
– Supongo que no podía esperar que reconociera nada. Y que tuviera una mentira inventada para cada cosa.
– En realidad lo que más me desconcertó es que en todo momento parecía decirme la verdad. Me hablaba como si no tuviera nada que ocultarme. Dijo incluso algo que podría haberme escondido, en relación con la muerte de tu hermano. Algo que no sabíamos: que tuvo correspondencia en distintas épocas con presos de ese penal. Me contó que la policía había hecho averiguaciones sobre esto y que le dio a ese comisario Ramoneda las cartas que había guardado.
– Pero pudo haber otras que tiró, que se cuidó de tirar -me interrumpió Luciana-. Pudo haberse enterado, a través de otros presos, de que este asesino salía a robar. Y si había seguido a mi hermano y sabía de la relación con esa mujer, sólo faltaba enviar los anónimos para provocarlo. Porque esos mensajes, los escribió él. Lo supe apenas los vi. A mí no podría engañarme.
– Me dijo que había conversado con Ramoneda sobre novelas policiales y que en un momento el comisario le mostró los anónimos y le pidió una opinión sobre la clase de persona que podría haberlos escrito. Aparentemente el comisario pensaba más bien que quizá los hubieras escrito vos.
Aquello la enmudeció por un momento y pude ver que sus manos temblaban de indignación.
– ¿Te das cuenta? -murmuró-. ¿Te das cuenta cómo logra dar vuelta todo y a todos? ¿Te quiso hacer creer que pude ser yo?
– En realidad no. Justamente, eso es lo que me pareció más curioso. Kloster parece creer que hay otra explicación posible: supongo que será la que escribe en su novela. Me dijo que yo nunca la creería.
– No hay ninguna otra explicación: es él. No entiendo cómo podés todavía dudar. Va a seguir y seguir, hasta dejarme sola. Hasta que sea la última. Esa es la venganza que busca. La que marcó en la página de la Biblia: siete por uno. Y ahora, mientras hablamos, Valentina está allá adentro, ahora mismo está con él. Jamás podría perdonarme si algo le pasara a ella. Creo que no voy a esperar ni un minuto más -dijo, e hizo un primer movimiento como si fuera a levantarse. Le hice un gesto imperioso para que se detuviera.
– Cuando le mencioné esa frase de la Biblia me dijo que era un error interpretarla así. El número siete sería más bien un símbolo de lo completo, de lo perfectamente acabado. La venganza que correspondería a Dios. Aun si fuera él quien está detrás de estas muertes, quizá su medida ya esté completa.
– En la novela que me dictaba sobre esa secta el número siete no era ninguna metáfora. Mataban uno por uno a siete miembros de una familia. Eso es lo que planea para mí desde el principio y por eso nunca publicó esa novela, para no delatarse a sí mismo. ¿Le preguntaste por qué estaba parado frente al geriátrico de mi abuela?
Negué con la cabeza.
– No podía hacer un interrogatorio policial -dije, un poco molesto-. Sólo traté de que hablara. Y creí que había logrado bastante.
Algo en mi tono la hizo recapacitar, como si por primera vez reparara en que había sido injusta conmigo.
– Perdoname, tenés razón -dijo-. ¿Cómo lograste que te recibiera?
– Le dije que estaba escribiendo una novela sobre esta sucesión extraña de muertes a tu alrededor, y que quería conocer la versión de él. Me pareció que era a la vez una manera de darle a saber que alguien más se entera de lo que te está ocurriendo.
Advertí que Luciana dejaba de escucharme y miraba en dirección a la puerta de Kloster.
– Gracias a Dios -murmuró-. Ahí la veo, acaba de salir.
Miré hacia atrás por la ventana, pero la había perdido por segunda vez. Evidentemente, se estaba alejando en la otra dirección, aunque Luciana, desde su posición, todavía podía seguirla con la mirada.
– Creo que está yendo a tomar el subte -dijo.
– Sana y salva, espero -dije-. Ahora podemos irnos nosotros también -y le hice un gesto al mozo para que nos trajera la cuenta.
– Esta misma noche voy a contarle. Todo. Tiene que saber quién es él, antes de que sea demasiado tarde. ¿Puedo llamarte en estos días si detecto algo extraño con ella? Me doy cuenta de que se me va de las manos, que ya no puedo vigilarla.
– Me voy mañana a Salinas -le dije-. A dictar un seminario. Voy a estar quince días afuera.
Quedó enmudecida por un momento, como si le hubiera dicho algo inesperado y particularmente brutal. Me miró y pude ver por un instante el desamparo en sus ojos, con todas las defensas caídas, y el abismo de la locura demasiado cercano. En un movimiento espasmódico, casi involuntario, sus manos aferraron las mías a través de la mesa. No parecía darse cuenta de la fuerza desesperada con que me las apretaba, ni cómo se hundían sus uñas en mis palmas.
– Por favor, no me dejes sola con esto -me dijo, con la voz ronca-. Desde que lo vi frente al geriátrico tengo pesadillas todas las noches. Sé que algo muy malo está por pasarnos.
Me liberé lentamente de sus manos y me puse de pie. Sólo quería irme cuanto antes.
– Nada más va a ocurrir -dije-. Ahora él sabe que alguien más sabe.