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Abrí la puerta de mi departamento y recogí las dos o tres cuentas y la hoja de expensas que habían pasado bajo la puerta. No había mensajes en el contestador de mi teléfono. Ni siquiera de Luciana. ¿Por fin me había dejado en paz? Quizá ese silencio tuviera un significado más drástico: que ya no me consideraba alguien en quien podía confiar, que la había defraudado. No había logrado convencerme, atraerme a su fe, y ahora me repudiaba. Podía imaginarla encerrada otra vez en su departamento, a solas con su obsesión, refugiada en el circuito familiar y perfecto de sus temores. Fui hasta mi cuarto, prendí el televisor y busqué los canales de noticias, pero ninguno parecía haberse enterado todavía de los incendios. A las dos de la mañana, vencido por el sueño, apagué la luz y dormí casi hasta el mediodía.
Apenas me desperté bajé al bar para leer los diarios. Las noticias no eran mucho más extensas que las de quince días atrás y me pregunté si solamente a mí me intrigaría este asunto. Habían sido en realidad tres los incendios: dos en el barrio de Flores, casi simultáneos, y bastante cercanos entre sí -los que había visto desde el avión- y uno algo más tarde en Montserrat. En los tres casos eran, otra vez, mueblerías, y se habían iniciado de la misma manera, simple pero efectiva: un poco de nafta arrojada bajo la puerta y un fósforo encendido. Había ahora al menos un sospechoso: distintos testigos aseguraban haber visto a un chino que escapaba en bicicleta con un bidón de nafta en la mano. Busqué la noticia en otro de los diarios: también se hablaba aquí del hombre de rasgos orientales. En un recuadro separado se recordaba la vinculación con los incendios de quince días atrás y se arriesgaba una hipótesis: estaría contratado por la mafia china para incendiar mueblerías que no tuvieran seguro. Buscaban así arruinar a los dueños y lograr que vendieran sus locales a precios más bajos, para cadenas de supermercados asiáticos. Aparté el diario con una mezcla de estupor e incredulidad. Otra vez, pensé, el color local me había derrotado: ¿cómo podía competir mi grupo de artistas incendiarios contra un chino en pedales? Pensé en un reflejo de resistencia que no debía dejarme intimidar por la realidad argentina, que debía tomar la lección del maestro y sobreponerme a ella, pero misteriosamente algo se había abatido en mí al leer esta noticia y también la novela que había imaginado me parecía ahora ridícula e insostenible. Me pregunté si no sería mejor abandonar toda la idea.
Pasé el resto de la tarde en un desánimo letárgico y pensé en J con más frecuencia de lo que hubiera imaginado. Las alacenas y la heladera habían quedado vacías y al caer la noche me forcé a salir para resolver mi provisión de la semana. Al regresar volví a encender el televisor y busqué los noticieros. Ahora sí los incendios habían llegado a la televisión y el misterioso chino se había transformado en el personaje del día. En uno de los canales mostraban un tosco identikit y en placas sucesivas los frentes de los locales incendiados. En otro entrevistaban a los dueños, que mostraban los muebles reducidos a cenizas, las paredes negras de humo y movían la cabeza apesadumbrados. Todo esto me parecía ahora indiferente, ajeno, como si ya no se tratara de mis incendios, como si la realidad hubiera sido hábilmente falseada para adecuarla a las cámaras. Pasé de a uno los canales hasta dar con una película pero me quedé dormido antes de la mitad. En medio del sueño, como una punzada insistente y dolorosa, me despertó poco antes de medianoche el sonido del teléfono. Era Luciana, que me gritaba algo que tardé un instante en comprender. ¿Qué vas a decirme ahora?, repetía, entrecortada por el llanto: Esto era lo que estaba planeando. Entendí, después de un instante, que me pedía que encendiera el televisor y busqué el control remoto con el teléfono en la mano. Todos los canales estaban transmitiendo la misma noticia: un incendio pavoroso había alcanzado la planta alta de un geriátrico. El fuego se había iniciado en una tienda de muebles antiguos que ocupaba la planta baja. La tienda de muebles antiguos, me gritaba Luciana, incendió la tienda bajo el geriátrico. La vidriera había estallado y las llamas envolvían a un árbol enorme de la vereda. El tronco se había convertido en una tea por donde subía el fuego a lo alto. Todavía algunas ramas ardían arriba contra los balcones. Los bomberos habían logrado entrar pero sólo habían sacado hasta ahora cadáveres: muchos de los ancianos ni siquiera podían bajarse por sí mismos de las camas y el humo los había asfixiado.
– Me llamaron desde el hospital: mi abuela está en la primera lista de muertos. Tengo que ir a reconocerla yo, porque Valentina todavía es menor de edad. Pero yo no puedo. ¡No puedo! -gritó desesperada-. No resistiría otra vez la morgue, la funeraria, el desfile de cajones. No quiero ver más cajones. No quiero tener que elegir otra vez.
Volvió a llorar, un llanto arrasado que por un momento me pareció que se transformaría en un aullido.
– Yo te voy a acompañar -le dije-. Esto es lo que vamos a hacer -y traté de que mi voz tuviera el tono imperativo y práctico con el que los padres tratan de calmar a los niños angustiados-. El reconocimiento no es tan urgente, lo principal es que te tranquilices. Tomate ahora una pastilla. ¿Tenés algo en tu casa?
– Tengo, sí -me dijo, aspirando entre llantos-. Ya tomé una, antes de llamarte.
– Muy bien: tomá entonces una más. Sólo una más, y esperá a que yo llegue. No hagas ninguna otra cosa entretanto. Apagá el televisor y quedate en la cama. Voy a estar ahí cuanto antes.
Le pregunté si estaba con su hermana y su voz bajó a un susurro.
– Le conté. El mismo día que nos encontramos, cuando salió de la casa de él. Le conté todo y no me creyó. Le dije que Bruno tampoco me había creído y ahora estaba muerto. Acaba de ver el incendio, estaba conmigo cuando llamaron, vimos juntas cómo bajaban los cuerpos en las camillas, pero tampoco ahora me cree. No se da cuenta -y su voz se quebró, aterrada-. No se da cuenta de que ella es la próxima.
– No pienses en eso ahora. Prometeme que no vas a pensar en nada más ahora, hasta que yo llegue. Sólo en tratar de dormir.
Colgué y me quedé por unos segundos con la vista clavada en el televisor. Habían sacado ya catorce cadáveres del geriátrico y la cuenta todavía no se había detenido. Yo tampoco podía creerlo. Era, simplemente, demasiado monstruoso. Pero por otro lado, ¿no era esta multiplicación de cuerpos el enmascaramiento perfecto? El nombre de la abuela de Luciana a la vez mezclado y oculto en esa lista creciente de muertos. Nadie lo investigaría como un caso particular: su muerte quedaría para siempre disuelta, desvanecida, en la tragedia general. Ni siquiera se tomaría como un incendio deliberado, sino como un accidente, una consecuencia trágica de la quema de mueblerías. Quizá incluso se lo harían pagar al chino, si es que de verdad existía y lo encontraban. ¿Era Kloster capaz de planear y ejecutar algo así? Sí por lo menos en sus novelas. Casi podía imaginar la réplica despectiva de Kloster: ¿quiere usted mandarme a la cárcel por mis novelas? Tuve entonces un impulso fatal, equivocado, del que me arrepiento cada día. El impulso de actuar. De interponerme. Marqué el número de Kloster. No contestaba nadie y tampoco se accionaba en la repetición lenta del ring ningún contestador automático. Me vestí lo más rápido posible y tomé un taxi en la puerta de mi edificio. Atravesamos la noche en un silencio que sólo interrumpía el ulular de los carros de bomberos a lo lejos. La radio dentro del auto transmitía las noticias de los incendios que se sucedían como un contagio febril en toda la ciudad y cada tanto volvía a repasar morbosamente la lista de muertos en el geriátrico. Me bajé frente a la puerta de la casa de Kloster. Las ventanas de arriba estaban cerradas, y no se filtraba por las rendijas ninguna línea de luz. Toqué el timbre, inútilmente, dos o tres veces. Recordé entonces lo que me había dicho una vez Luciana sobre los hábitos de Kloster y sus prácticas nocturnas de natación. Fui hasta el bar donde me había reunido con ella y pregunté a uno de los mozos por un club cercano que tuviera pileta de natación. Sólo tenía que rodear la manzana. Caminé lo más rápido posible hasta dar con la fachada. El club tenía una escalinata de mármol y una puerta giratoria con una placa de bronce a un costado. Toqué un timbre en la mesa de entradas y del interior de un cuartito salió un ordenanza de aspecto cansado. Le pregunté por el natatorio y me señaló un cartel con los horarios: cerraba a medianoche. En un último intento le describí a Kloster y le pregunté si lo había visto.
Asintió con la cabeza y me indicó la escalera que conducía al bar y a las mesas de pool. Subí los dos tramos de escalones y me encontré en un gran salón con forma de U, con una muchedumbre silenciosa y concentrada de jugadores de poker distribuidos en torno a las mesas redondas y llenas de humo. Me miraron en un relámpago de recelo cuando me asomé desde la escalera, pero cuando se aseguraron de que no había nada que temer volvieron a sus naipes. Recién entonces comprendí por qué aquel club permanecía abierto a medianoche: era un garito apenas disimulado. En la barra un televisor sin sonido permanecía clavado en un canal de deportes. Había una mesa de ping pong, de la que ya habían sacado las redes, y detrás dos o tres mesas de pool. En la última, contra un ventanal que daba a la calle, vi a Kloster, que jugaba solo, con un vaso apoyado en el borde de la mesa. Me acerqué a él. Tenía el pelo echado hacia atrás y todavía mojado, como si no hiciera mucho que hubiera salido del vestuario, y los rasgos de su cara bajo la lámpara de la mesa se veían límpidos, tajantes. Estaba ensimismado en el cálculo de una trayectoria, con el taco apoyado en el mentón y recién cuando se movió hacia una esquina y lo levantó para preparar el golpe reparó en mí.
– ¿Qué hace usted por aquí? ¿Un trabajo de campo sobre los juegos de azar? ¿O vino a jugar con los muchachos?
Me miraba de una manera serena y apenas intrigada mientras repasaba con la tiza la punta del taco.
– En realidad lo estaba buscando a usted. Creí que lo encontraría en la pileta, pero me dijeron que estaba aquí.
– Siempre subo un rato después de nadar. Sobre todo desde que descubrí este juego. Yo lo despreciaba bastante en mi juventud, lo consideraba, ya sabe, un juego de fanfarrones de bar. Pero tiene sin embargo sus metáforas interesantes, su pequeña filosofía. ¿Intentó jugarlo seriamente alguna vez?
Negué con la cabeza.
– Es geometría en principio, por supuesto. Y de la más clásica: acción y reacción. El reino de la causalidad, podría decir usted. Cualquiera puede señalar desde afuera de la mesa una trayectoria obvia para cada jugada. Y así juegan los principiantes: eligen la trayectoria más directa, sólo se fijan en hundir la próxima bola. Pero apenas usted empieza a entender el juego se da cuenta de que lo que verdaderamente importa es controlar la trayectoria de la blanca después del impacto. Y esto ya es un arte bastante más difícil, hay que anticipar todos los posibles choques, las reacciones en cadena. Porque el verdadero propósito, la astucia del juego, no es hundir la bola sino hundirla y dejar la blanca libre y ubicada para volver a golpear otra vez. Por eso, de todas las trayectorias posibles, los profesionales eligen a veces la más indirecta, la más inesperada, porque siempre están pensando una jugada más adelante. No quieren solamente golpear, sino golpear y no dejar de golpear, hasta hundirlas a todas. Geometría, sí, pero una geometría encarnizada. -Se dirigió hacia la esquina de la mesa donde había dejado su vaso, tomó un sorbo, y volvió a mirarme, con las cejas algo arqueadas-. Y bien, ¿cuál es la cuestión tan urgente que lo trajo hasta aquí y que no podía esperar hasta mañana?
– Entonces, ¿no se enteró del incendio? ¿No sabe nada? -y traté de detectar en su cara el menor signo de simulación. Pero Kloster permaneció imperturbable, como si realmente no supiera todavía de qué le estaba hablando.
– Me enteré de que hubo algunos incendios ayer, una historia de mueblerías. Pero no estoy demasiado pendiente de las noticias -dijo.
– Hace dos horas incendiaron otra. Una tienda de muebles antiguos debajo de un geriátrico. El geriátrico de la abuela de Luciana. Todavía están sacando los cuerpos a la calle. La abuela de Luciana estaba en la primera lista de muertos.
Kloster pareció asimilar poco a poco la información, y permaneció por un instante consternado, como si estuviera haciendo el esfuerzo de confrontarla con otro recorrido de su pensamiento. Cruzó el taco sobre la mesa y me pareció ver en el movimiento de su mano un temblor ligero. Se dio vuelta hacia mí con la expresión oscurecida.
– ¿Cuántos muertos? -dijo.
– Todavía no se sabe -respondí-. Habían sacado hasta ahora catorce cadáveres. Pero es probable que mueran varios más durante la noche en los hospitales.
Kloster asintió, inclinó hacia abajo la cabeza y abrió la mano como una visera para oprimirse las sienes. Caminó así de un lado a otro de la mesa, muy lentamente, con los ojos ocultos por el dorso de la mano. ¿Podía estar fingiendo esa conmoción? Parecía verdaderamente afectado por la noticia, pero en algún otro sentido que yo no lograba descifrar. Alzó por fin otra vez la mirada, pero no la dirigió hacia mí, sino a un punto impreciso, como si hablara para sí mismo.
– Un incendio -dijo, todavía sin mirarme, detenido en esa reflexión trabajosa-. Fuego, claro que sí. Y ya veo también por qué vino a buscarme hasta aquí. -Bajó los ojos de pronto hacia mí en una mirada fulminante de desprecio-. Usted cree que salí de mi casa hace un par de horas con mi bolso, le prendí fuego a ese geriátrico y me vine después a nadar tranquilamente mis cien piletas, mientras los viejitos ardían y se carbonizaban. Eso es lo que cree, ¿no es cierto?
Hice un gesto de incertidumbre.
– Luciana lo vio hace dos semanas, detenido frente al edificio de ese geriátrico y mirando hacia los balcones. Fue por eso que vino a buscarme, creía que usted planeaba algo contra su abuela.
Kloster me midió con la mirada, pero sin que el gesto de desprecio se desvaneciera del todo, como si lo impacientara que aquello fuera lo único que yo pudiera oponerle.
– Es posible, es muy posible. En mi novela también debía imaginar una muerte en un asilo de ancianos. Hice una recorrida por varios, en distintos barrios. Algunos los miré sólo por afuera y tomé notas mentales. En uno o dos fingí incluso que quería internar a un familiar y los visité por adentro. Se sorprendería de la facilidad con que le abren a uno las puertas. Quería encontrar algún detalle para una muerte que fuera convenientemente ingeniosa. Pero yo estaba pensando siempre en una muerte, una persona. No se me había ocurrido esta solución a la vez tan simple y brutal: arrasar con todo. Digámoslo así, a mí también me sorprende cada vez. El modo. Aunque bien mirado, el fuego era una elección bastante obvia.
Había ahora algo extraviado en su forma de hablar, como si se estuviera refiriendo a una tercera persona. Me volvió a mirar, aunque sus ojos estaban erráticos, y volvió a caminar, en lo que parecía una lucha furiosa con sí mismo.
– Pero todos esos muertos… por supuesto son inocentes -dijo-. Eso no debía pasar. No debía pasar de ningún modo. Es hora de detenerlo. Y a la vez, es demasiado tarde. Ya no sabría cómo detenerlo.
Se acercó a mí y ahora su expresión había cambiado otra vez, como si quisiera presentarme su cara totalmente desnuda, y se pusiera a mi merced para que yo lo juzgara.
– Otra vez le pregunto: ¿cree que fui yo? ¿Cree que soy yo cada vez?
Retrocedí un paso, sin poder evitarlo. Los ojos de Kloster tenían algo desvastado y aterrador, como si en las pupilas ardiera una clase de locura mucho más arraigada y oscura que la de Luciana.
– No, no lo creo -dije-. Aunque ya no sé qué creer.
– Pero debería creerlo -dijo Kloster, con un tono sombrío-. Debería creerlo, aunque por otras razones. Hace unas horas, antes de venir aquí, yo había empezado a escribir justamente esa escena, la muerte en el asilo. Dejé la idea en borrador, sobre mi escritorio. Y ya ve, ocurrió otra vez. Sólo cambia la forma. Como si quisiera dejar su sello. O burlarse de mí. Una corrección de estilo. Cada vez ocurrió así. Sólo tenía que escribirlo. Al principio traté de convencerme a mí mismo de que debían ser coincidencias. Coincidencias por supuesto muy extrañas. Demasiado exactas. Pero el dictado… ya había empezado. Supongo que podría decir que es una obra en colaboración.
– En colaboración… ¿con quién?
Kloster me miró con recelo, como si hubiera llegado demasiado lejos y de pronto dudara de que pudiera confiarme aquello. O quizá, porque era la primera vez que se decidía a contarlo.
– Traté de decírselo, la primera vez que hablamos, cuando reconocí que yo tampoco creía que las muertes fueran del todo casuales. Pero no hubiera podido en ese momento ponerlo en palabras. Era la única explicación posible, y a la vez, la única que nadie hubiera creído. Ni siquiera yo la creía del todo… antes de que pasara esto. Posiblemente usted no la crea ahora tampoco. Pero recordará que le mencioné el prefacio a los Cuadernos de notas de Henry James.
– Sí, me acuerdo perfectamente: me dijo que había tomado de allí la idea de dictar sus novelas.
– Hay algo más en ese libro. Algo que se revela en unas anotaciones íntimas entre apunte y apunte, y que yo nunca hubiera imaginado del irónico y cosmopolita Henry James. Tenía, o creía tener, un espíritu protector, un «buen ángel». A veces lo llama su «demonio de paciencia», otras veces su daimon. O también el «bendito Genio», o «mon bon». Lo invoca, lo espera, lo percibe a veces sentado cerca de sí. Dice incluso que puede sentir su aliento cerca de su mejilla. A él se encomienda, a él le reclama cuando no llega la inspiración, a él aguarda cada vez que se instala en un nuevo cuarto a escribir. Un espíritu tutelar que lo acompañó toda su vida… hasta que empezó a dictar. Eso es quizá lo más notable en los cuadernos: la desaparición de toda referencia a su ángel a partir de la fecha en que otra persona entró a su cuarto de trabajo. A partir de que las palabras dictadas en voz alta reemplazaron al ruego en silencio. Como si esa colaboración secreta se hubiera interrumpido para siempre. Recuerdo que cuando leía estas invocaciones al buen ángel no podía evitar sonreírme: apenas podía imaginar al venerable y distinguido James rogando como si fuera un niño a un amigo invisible. Me parecía pueril, a la vez ridículo y conmovedor, como si estuviera espiando por una ventana algo que no debía saber. Sí, me reía de todo esto y lo olvidé casi de inmediato. Hasta que empecé yo mismo a dictar. Y al revés de James, tuve con el dictado, a través del dictado, mi propia visitación. Sólo que no era un buen ángel.
Tomó otro sorbo de su vaso y su mirada se perdió por un momento, hasta que apoyó otra vez el vaso sobre el borde de la mesa y volvió a mirarme, con esa expresión desguarnecida.
– Creo que ya le conté de esa mañana: había empezado a dictarle a Luciana después de varios días de enmudecimiento, de parálisis, y tuve de pronto un rapto, una sensación de transporte. Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien más me dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados, menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar. Thomas Mann cuenta que al escribir Muerte en Venecia tuvo la sensación de un caminar absoluto, la impresión, por primera vez en su vida, de ser «llevado en el aire». Yo también sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévolamente en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.
Alzó un poco la cabeza y la movió de una manera casi imperceptible, como si se reprobara en silencio y quisiera apartar para siempre la escena de su memoria.
– Mucho después, a la noche, leí otra vez esas páginas que le había dictado. Eran de otro, sin duda. Yo nunca hubiera podido escribir algo así. Sin fallas, sin vacilaciones. Un lenguaje primordial, con una fuerza terrible y primitiva que se abría paso a lo más hondo del mal. Me dio terror verlas allí escritas, fijadas en la tinta sobre el papel, como si fueran la evidencia incontrastable de que aquello había sido real. No pude volver a tocar esa novela, como si estuviera contaminada fatalmente por esa otra escritura. Quedó allí, abandonada, con la última frase que le había dictado a Luciana antes de que se levantara para hacer café. La guardé en un cajón y traté de olvidarme, de negar con todos los argumentos racionales lo que me había ocurrido. Después… tuve esa sucesión de catástrofes. Perdí a mi hija, perdí mi vida. Quedé fuera del mundo, vacío de toda idea. Sólo podía pasar esa cinta, una y otra vez. Creí que nunca volvería a escribir. Hasta que fui, en el verano, a esa playa. Y vi desaparecer el cuerpo aquel en el mar. Como un signo escrito en el agua. Cualquiera hubiera dicho que fue un accidente, por supuesto, y también así lo creí yo en ese momento. Pero igualmente pude leer lo que ese signo decía para mí. Supe cuál era la historia que debía escribir. No sabía, no hubiera imaginado, que ya era su obra, el comienzo de su obra. Volví a Buenos Aires al día siguiente: sólo quería empezar. Tenía de pronto una inesperada claridad. Veía en el fondo del túnel la luz todavía diminuta, pero inconfundible, de mi tema. No era tan distinto al fin y al cabo del de la novela sobre los cainitas que había abandonado. Sólo que transcurriría en la época contemporánea. Habría una chica, lo suficientemente parecida a Luciana. Y alguien que había perdido una hija, como yo. Esa chica tendría una familia, con los mismos integrantes que la de Luciana. A diferencia de todas mis otras novelas, en ésta quería mantener algunas semejanzas, porque sentía que la fuente secreta, la herida que necesitaba soplar, era la mía. No quería olvidarme, ni dejarme arrastrar, como en mis otros textos, por los vaivenes de la imaginación. El tema, por supuesto, sería el castigo. Las proporciones del castigo. Ojo por ojo, dice la ley del Talión, pero ¿qué ocurre si un ojo es más pequeño que el otro? Yo había perdido a mi hija, pero Luciana no tenía hijos. ¿Podía equipararse acaso mi hija con ese novio pasajero, con el que ni siquiera parecía llevarse muy bien? Le preguntaba a mi dolor y mi dolor clamaba que no. Me puse a escribir con una determinación espartana, pero algo parecía estar también seco, extinguido, dentro de mí, como si la muerte de mi hija me hubiera exiliado no sólo de lo humano, sino también de mi propia escritura. Las pocas líneas que alcanzaba a borronear cada día me resultaban irreconocibles, no lograba dar con el principio, con el tono, con las palabras. Entonces, a mi manera, lo invoqué. Lo invoqué noche tras noche, hasta que de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Había regresado. Lo sentía otra vez sobre mi hombro. Y lo dejé hacer. Dejé, otra vez, que me dictara. Que me diera el impulso, el fíat, que hiciera vibrar el diapasón. Fue como un deshielo lentísimo, como si la piedra en la que me había convertido empezara a supurar. Pero estaba otra vez escribiendo, y sabía muy bien a quién se lo debía. Para mis adentros lo llamaba «mi Sredni Vashtar». Y aún invisible, su voz monstruosa era para mí tan reconocible como la respiración cercana de alguien familiar. Era no sólo real sino casi palpable y me parecía que también cualquiera podría señalar en las páginas las frases que le pertenecían. Que eran, al principio, casi todas. Pero el mismo movimiento de la mano, como si fuera un mágico ejercicio muscular, me trajo de a poco mi vieja habilidad, me devolvió algo de mi antiguo ser. El había hecho circular la electricidad, y el muerto volvía a vivir. Volví en mí y a mí. Recobré mi viejo orgullo, el único que tengo, y ya no quise más su compañía. Preferí volver a mis largas vigilias, a mis vacilaciones de siempre, a mis circunloquios, a mi propia imaginación. No fue fácil quitármelo de encima. Lo sentía a horcajadas sobre mi cuello, como el viejo del mar. Y por supuesto sus frases siempre eran mejores. Primordiales, salvajes, directas. Pero logré rechazarlas una por una, a pesar de la tentación. Y en algún momento sentí que volvía a quedarme solo. Creí que había logrado por fin deshacerme de él.
– ¿Cuándo fue esto?
– Casi un año después, poco antes de escribir la escena de la muerte de los padres. Yo había imaginado que morirían en su casa en la playa, en unas vacaciones de invierno, por el escape de monóxido de carbono de una estufa. Todos los años sucede algún accidente así. No había considerado ninguna otra posibilidad. Al volver a escribir por mí mismo, algo más había ocurrido: parte de mi rencor se había disuelto, la vida se había reanudado, empezaba a olvidarme de Luciana. La novela ya no era una muñeca de vudú donde clavar mis alfileres. La escritura, otra vez, me había llevado a una deriva benéfica, donde esos padres ya no eran los padres de Luciana y podía considerarlos artísticamente, e imaginar la muerte que mejor les conviniera, como a otro par cualquiera de personajes de otra cualquiera de mis novelas. Al fin y al cabo, había pasado toda una vida imaginando muertes. Y quizá porque ya no tenía las mismas ansias de venganza, imaginé un final indoloro, durante el sueño, los dos juntos en la cama matrimonial. Escribí la escena con una tranquilidad de espíritu total. Entonces, un par de semanas más tarde, me llegó la carta de Luciana. Sus padres habían muerto de verdad. La carta era confusa, en realidad una súplica de perdón por aquella primera demanda que había empezado todo, pero mencionaba la muerte de sus padres, como si fuera algo que yo necesariamente tuviera que saber. Y aparecía la fecha de las muertes: el día después de que yo había escrito la escena. Quedé, por supuesto, anonadado. Busqué la noticia en los diarios de quince días atrás. Allí estaban los detalles. Las circunstancias habían sido algo distintas, pero como si sólo se tratara de una diferencia de estilo: una muerte mucho más horrenda pero, a su manera, natural.
– Cuando usted dice natural -lo interrumpí, porque recordé de pronto lo que yo mismo había pensado, lo que había estado a punto de ver en el sótano del diario- se refiere acaso…
– Al sentido más literal. A que no necesitó de calefones ni de hornallas. De nada que tuviera que ver con la civilización. El veneno de una planta. Una muerte simple, primitiva: me di cuenta de inmediato que había sido ideada por él. Y quedé, como comprenderá, absolutamente impresionado. Una cosa era percibir su presencia en el susurro, en la extraña comunión de ese dictado privado, o en las líneas al fin y al cabo inocentes de un texto, y otra, muy distinta, era admitir que pudiera existir fuera de mí y llegar a matar por su cuenta en la vida real. No di ese paso. Aunque la evidencia estaba allí, frente a mis ojos, no pude llegar a creer que había una conexión de causalidad, que la realidad hubiera respondido a mi texto. En esos últimos meses, como le dije, había vuelto en mí. Las pocas líneas que lograba asentar trabajosamente cada día me habían devuelto de a poco a mi antiguo ser. Y mi antiguo ser había sido siempre escéptico y aun despectivo con todo aquello que no fuera racional. Yo era, al fin y al cabo, el que había empezado una carrera científica, el que había escrito pasajes enteros de burla contra cualquier idea de religión. Para mis adentros, había decidido considerar todo el episodio del dictado como un rapto pasajero, una perturbación mental después del duelo. Aquello sí podía admitirlo: que había enloquecido de dolor. Aun así, aunque me negara a creer, había quedado consternado y dejé en ese punto a la novela. Quedó abandonada, en un cajón durante años. No fue exactamente un temor supersticioso, sino algo más íntimo: el motor secreto, el ansia de venganza dentro de mí, se había extinguido. Al morir los padres de Luciana yo había tenido, finalmente, aunque suene monstruoso, mi reparación. Aquello que había sido mi herida y mi llama se había mitigado y después del primer momento de estupor por la coincidencia me sentí en paz, una paz quizá algo culposa, porque no dejaba de tener la impresión de que al haber anticipado y preparado esas muertes en mi imaginación, de un modo indirecto y misterioso las había propiciado. En todo caso, las proporciones me parecían ahora justas y estuve a punto de escribirle a Luciana en respuesta. Verdaderamente, ya no sentía por ella ningún rencor.
– Y sin embargo, en algún momento volvió a abrir el cajón.
Kloster asintió con un movimiento lento de cabeza.
– Pasaron los años, tres, cuatro, ya no recuerdo. No volví a pensar en nada de esto y publiqué entre tanto otros libros. Hasta que un día leí en un diario un pequeño artículo sobre los sueños premonitorios. Usted sabe, a la noche alguien sueña que un ser querido muere y al día siguiente la premonición se cumple, como si el sueño fuera realmente una anticipación, la flecha que parte hacia el blanco. El artículo estaba escrito por un profesor de estadística, en un tono burlón. Hacía una cuenta muy simple de cálculo de probabilidades y mostraba que la probabilidad de que un sueño premonitorio se cumpla es muy baja, pero no tan baja como para que en una ciudad grande, como Tokio o Buenos Aires, rutinariamente ocurra esta coincidencia entre los dos sucesos: el sueño de algún X y la muerte de su ser querido Y. Por supuesto que para quien tuvo el sueño la consecuencia resulta impresionante y no puede ver sino un fenómeno psíquico, un poder sobrenatural, pero para alguien que pudiera mirar la enorme ciudad desde arriba en la noche y llevara el cómputo de los sueños, no habría más sorpresa que la de quien canta las bolillas en la lotería cuando alguien grita su número. El artículo era muy convincente y me hizo pensar de otra manera sobre esa escena que había escrito y la muerte de los padres de Luciana. Casi me avergonzaba por haber cedido a la superstición, en el fondo tan arrogante, de creer que mi escritura pudiera haber tenido aquel efecto sobre la realidad. A la distancia, me parecía ahora clarísimo que no había sido sino una coincidencia entre dos sucesos independientes, como los llamaba ese profesor. Aquella noche un ejército de escritores habría estado, como yo, imaginando una u otra muerte. Me había tocado a mí que ocurrieran a continuación en la realidad. Un número de lotería en el mar de las estadísticas, que me había sido asignado al azar. Volví a abrir el cajón. Volví a leer la novela hasta ese punto. Y fue otra cosa la que ahora me sorprendió. Aquellas páginas, aquella novela… era lo mejor que había escrito nunca. Algo más extraño aún: ya no podía distinguir que hubiera, o que nunca hubiera habido, dos escrituras. Ya no hubiera podido señalar cuáles de las frases me habían sido dictadas. En realidad, todo el texto me parecía a la vez familiar y escrito por otro, pero esto ya me había ocurrido otras veces, al reabrir viejos libros míos y encontrar fragmentos irreconocibles. Lo que quiero decirle es que decidí creer, quise creer, que cada una de esas páginas las había escrito yo. Que cada idea era sólo mía. Quise apoderarme de la novela. Pero en verdad debería decir que ella se apoderó otra vez de mí. No me pude resistir a continuarla. Me daba cuenta de que sería, sin duda, mi obra mayor. Quizá la única verdaderamente grande. Ya ve, cedí a esa otra superstición arrogante, la de querer hacer algo «grande». Como sea, volví a ella otra vez, cada noche. Y llegó el momento de imaginar la muerte del hermano.
– ¿Aun cuando ya sabía lo que podía desencadenar?
– En la novela, la venganza debía continuar -dijo Kloster, como si ya fuera demasiado tarde para arrepentirse-. Pero tuve, sí, una vacilación. Tuve meses enteros de dudas, de escrúpulos morales. Sentí, como en el relato de De Quincey, la separación delgada, en el borde del abismo, entre ser un diletante del asesinato y lo que significa convertirse realmente en asesino. Hasta que me pareció encontrar la manera. Fue una iluminación equivocada. Creí que bastaba con imaginar una muerte muy improbable, de coincidencias extremas, para que no pudiera replicarse en la realidad. Luciana me había contado alguna vez que su hermano, mientras estudiaba Medicina, había hecho una pasantía en el servicio penitenciario. Esto era todo lo que sabía de él. Por otra parte, yo había tenido, como usted sabe, correspondencia con algunos presos de distintas cárceles. Uní estos dos extremos e imaginé que uno de los reclusos en una cárcel de alta seguridad fingía una convulsión para ser llevado a la enfermería. Esa noche estaría de guardia el hermano de Luciana, ya convertido en médico residente, y el preso lo mataría con una faca en un intento de fuga. Todavía, al escribir la escena, añadí otros detalles con lo poco que sabía del interior de las cárceles, para que el encadenamiento de hechos pareciera más verosímil pero fuera, sutilmente, más improbable. Y sin embargo, volvió a ocurrir. Otra vez de una manera un poco diferente. Otra vez como si fuera una versión corregida por alguien más audaz, y más cruel. Y como si fuera parte de la burla, con una secuencia de hechos todavía más insólitos. El preso no había intentado fugarse: le abrían la puerta gentilmente sus propios carceleros, para que saliera a robar. El hermano de Luciana ya no trabajaba en la cárcel, pero en su paso por la enfermería había conocido, entre todas las mujeres de todos los presos, justo a la de éste, el más sanguinario. Me enteré como usted, como todos, primero por los diarios. Esa mañana leí, y volví a leer sin poder creerlo, el nombre del hermano de Luciana. Coincidía la edad, coincidía la profesión, podía ver en la foto el parecido. Había ocurrido sí, otra vez.
– Y había también, otra vez, un elemento salvaje, primitivo -dije, reconociendo por fin la conexión que se me había escapado-: lo había matado con las manos desnudas, sin usar el arma.
– Exactamente: era su sello, lo advertí de inmediato. Empezaba a entender sus métodos, sus predilecciones: el oleaje embravecido del mar, el veneno natural de los hongos, la crueldad de un hombre lanzado sobre otro como en el principio de los tiempos, a zarpas y dientes, como una bestia humana. Unos días después vino a verme ese comisario, Ramoneda, y me mostró las cartas anónimas. Unas cartas burdas, pero aun así precisas, efectivas. Estuve a punto de contarle todo, tal como se lo cuento ahora a usted. Pero él tenía su propia teoría. Vio un libro de Poe en mi biblioteca y empezó a hablarme de El corazón delator. Del deseo de confesar que había visto una y otra vez en los asesinos. Me di cuenta, por la manera en que me hablaba de Luciana, que sospechaba de ella. Me preguntó si yo tenía alguna muestra de su letra manuscrita. Le di la carta que había recibido unos años antes, donde me pedía perdón. La leyó con cuidado y mientras cotejaba la caligrafía me confió que Luciana había estado internada en una clínica, con un síndrome que llaman de culpabilidad morbosa. Son pacientes que guardan en secreto una culpa por algún daño que han hecho y no fue castigado. Buscan indirectamente, de distintos modos, castigarse a sí mismos. Me dijo que Luciana estaba obsesionada con la idea de que había tenido algo que ver con la muerte de mi hija. Escuchar eso, tantos años después, me dio una clase de alegría tardía y amarga. Yo había deseado que no pudiera dejar de pensar en Pauli, cada día de su vida, y ese deseo también me había sido concedido. Ramoneda no dijo nada más, y me pareció muy claro que fueran cuales fuesen sus sospechas, se las guardaría para sí, sin hacer nada. Después de todo, ya tenía a sus culpables y la presión de todo un gobierno para que cerrara el caso y acallara el escándalo de la fuga. Pero después que se fue, yo me encontré pensando si aquélla no sería otra explicación posible. Una explicación, al fin y al cabo, racional. Volví a mirar cada una de las muertes bajo esta nueva luz. También Luciana habría podido mezclar alguna sustancia en el café de su novio: estudiaba biología, sabría muy bien qué elegir y estaba sentada cada día a su lado. También Luciana, al año siguiente, podría haber sembrado en el bosquecito los hongos venenosos, en la misma clase de viaje relámpago a Villa Gesell con que quiere acusarme a mí. ¿No era ella acaso la que sabía todo sobre hongos? Y también Luciana, finalmente, podría haber escrito las cartas anónimas. Era muy probable que supiera de la relación de su hermano con esa mujer. Y sin embargo, tuve que descartar esta posibilidad antes de llegar muy lejos: lo que Luciana nunca hubiera podido lograr era ese sincronismo enloquecedor entre las fechas de las muertes y el avance de mi novela. Pero aun así, haber pensado en otra hipótesis, y en una que había venido, imprevistamente, desde afuera, me hizo recobrar la esperanza de que hubiera espacio para una explicación racional, aunque a mí no se me ocurriera. Ya ve, había todavía algo en mí que no quería rendirse. No podía admitir, intelectualmente, que aquello, que ya había ocurrido dos veces, pudiera seguir ocurriendo. Quise entonces desafiarlo. Procedí como lo haría el escéptico que pasa a propósito debajo de una escalera. Decidí escribir una muerte más, para ponerlo a prueba. La prueba científica de la repetición. Ésta fue en todo caso la justificación que me di a mí mismo en ese momento, pero sé que había algo más. No me importa decírselo ahora: no quería dejar de escribir esa novela. Aun cuando sabía que podía exponer a un peligro de muerte a otra persona. Aun así, no podía resignarme a la idea de abandonarla. De manera que empecé a imaginar la próxima muerte. Como le dije, visité distintos asilos y pensé en una serie de variantes ingeniosas. Pero en realidad yo quería dar con una muerte que fuera lo opuesto a su estilo. Que fuera antagónica a todo lo que era él. La idea, curiosamente, me la dio usted, en esa charla que tuvimos. Fue cuando hablamos de la abuela de Luciana y usted me dijo que por supuesto no contaría en contra de mí si ella muriera de muerte natural. Apenas lo escuché supe que aquello tenía que ser. Simple y perfecto. Una muerte natural. Que a la vez, me daba también alguna tranquilidad de conciencia. No estaba ya imaginando y escribiendo un crimen, sino una muerte piadosa para una persona que desde hacía años estaba postrada. Hoy por la tarde al fin me había decidido a escribir el primer borrador. Una muerte. Una persona. Eso es todo lo que quise hacer. ¿Al menos eso me cree?
Kloster me miró a los ojos, como si esperara una respuesta inmediata de mí.
– No importa lo que yo crea -dije-. Lo que importa es lo que Luciana cree. Me llamó esta noche, después del incendio: por eso estoy aquí. Está desesperada, y creo que al borde de la locura. Le prometí que iría a verla. Pero quisiera ir con usted.
– ¿Conmigo? -y Kloster hizo una mueca, como si sólo considerar la idea le resultara un esfuerzo desagradable-. No veo en qué ayudaría. Más bien podría empeorar las cosas.
– Quiero que escuche de usted mismo algo de lo que me dijo recién a mí. Aunque sea esta mínima parte: que desde la muerte de sus padres, ya no le guarda rencor. Yo creo que eso solo, dicho por usted, para ella cambiaría todo.
– ¿Y después nos daríamos un gran abrazo cristiano de reconciliación? Muchacho, usted sí que es ingenuo. ¿No se da cuenta todavía de que ya no depende de mí? Hace diez años, en mi desesperación, mi ateísmo se quebró y yo también recé. Recé cada noche a un dios oscuro, desconocido. Esa plegaria fue escuchada y se está cumpliendo lentamente, tal como yo lo había pedido. Salió de mí, pero ya no puedo hacer que vuelva a mí. Porque el castigo, todo el castigo, ya fue escrito. Escrito está.
– ¿Cómo puede saber cuánto está escrito? ¿Cómo puede saber si un gesto de perdón ahora no podría cambiarlo todo? Y si lo que me contó sobre su novela se estuviera cumpliendo tal como dice, hay algo elemental que usted sí podría hacer: dejar de escribirla, abandonarla ya mismo.
– Podría incluso quemarla, pero no significa que fuera a detener nada. Está fuera de mí. Y creo que ahora se anticipa a mí: esta última vez no esperó a que la escena estuviera totalmente escrita y terminada.
– ¿Quiere decir entonces que se niega a venir conmigo?
– Al contrario: ya le dije que quisiera detener esto, si sólo supiera cómo. Estoy dispuesto a ensayar el acto de perdón que a usted le parezca. Pero soy escéptico en cuanto al resultado. Ni siquiera sabemos si ella querrá verme otra vez frente a frente.
– ¿Por qué no se lo preguntamos? ¿Hay aquí un teléfono desde donde pueda llamarla?
Kloster me señaló la barra y le hizo por encima de mí un gesto al mozo para que me dejara hablar. El mozo extendió el brazo de mala gana e hizo emerger un teléfono antiguo de baquelita, con un cable grueso en espiral. Me corrí a una de las banquetas del extremo y disqué los dígitos del número de Luciana, esperando con paciencia a que el disco volviera cada vez a su lugar. Escuché del otro lado una voz adormilada. -¿Luciana?
– No: Valentina. Luciana se fue a acostar. Pero me dijo que la despertara si llamabas.
Hubo un ruido en la línea, como si hubieran levantado otro teléfono en una habitación cercana, y escuché la voz de Luciana, muy débil y transformada, como si hubiera perdido un elemento de voluntad.
– Dijiste que ibas a venir -había un reproche desmayado en su voz, como si ya no le sorprendiera que todo la abandonara-. Te estaba esperando. Porque yo… – y repitió con voz extraviada y en un susurro, como si no hubiera logrado moverse de ese único pensamiento- no puedo ocuparme del ataúd.
– Estoy con Kloster -dije-. Quiero ir con él, para que escuches lo que tiene para decirte.
– ¿Venir con Kloster? ¿Ahora? ¿Aquí? -Parecía que la idea no lograba atravesar la primera defensa de la incredulidad. O en realidad, me pareció percibir, había algo inerme y desorientado en su voz, como si ya no pudiera razonar de una manera coherente y se aferrara a esas preguntas, de las que también finalmente resbalaba sin lograr asirse. De pronto rió, con una risa amarga, y su voz pareció recobrar por un momento la ilación-. Sí, sí, ¿por qué no? A conversar los tres, como viejos amigos. ¿No es gracioso? La primera vez que fui a verte todavía creía que había una pequeñísima esperanza. Que podría convencerte. Tenía un plan, algo que había pensado en todos estos años. Sólo necesitaba una ayuda de tu parte. Había aprendido de él. Lo había pensado todo, hasta el último detalle. Creí que podía anticiparme, antes de que fuera demasiado tarde. No quería morir-dijo, en un tono desgarrado, y escuché que rompía a llorar en silencio. Transcurrió un instante antes de que su voz retornara en un reproche, con el tono velado de una acusación-. Lo único que no pensé, lo único que nunca hubiera imaginado, es que vos pudieras creerle a él.
– No le creo -dije-. Ya no sé qué creer. Pero sí me parece que deberías escucharlo. Sería sólo un momento.
Hubo un largo silencio del otro lado, como si Luciana se esforzara por pensar en las implicaciones y los peligros de la visita, o lo considerara todo por una vez bajo otra perspectiva.
– ¿Por qué no? -repitió por fin, pero ahora con un tono extrañamente desapegado, indiferente, como si ya nada pudiera tocarla. O quizá (pero esto sólo pude pensarlo después) había concebido otro plan, en el que ya no me necesitaba, y esta súbita aceptación, esta docilidad imprevista, era su forma de ponerlo en marcha-. Vernos frente a frente otra vez. Como gente civilizada. Me gustaría enterarme, supongo, de qué manera te convenció.
– Sería sólo un momento. Y después me voy a ocupar yo mismo del ataúd.
– ¿Te ocuparías del ataúd? ¿Harías eso por mí? -y su voz dio un vuelco de gratitud, como una niña agradecida por un favor inesperado e inmenso.
– Claro que sí. Vos deberías descansar el resto de la noche.
– Descansar… -dijo con añoranza- tengo que descansar, sí. Estoy muy cansada -y pareció ensimismarse en un oscuro silencio-. Pero está Valentina. Es peligroso que me duerma otra vez porque tengo que cuidar a Valentina. Soy la única que puede cuidarla.
– Nada le va a pasar a Valentina -dije y sentí la impostación y la debilidad de mi propio intento de tranquilizarla. Demasiado había ocurrido ya desde la última vez que le había dicho una frase parecida.
– No quiero que él la vea -me dijo en un susurro-. No quiero que ella lo vea otra vez.
– Voy a estar yo -le dije-. Y no tiene por qué verla.
– Yo sé lo que él quiere. Yo sé a qué viene -dijo, como si un desvarío la dominara otra vez-. Pero quisiera que Valentina, al menos, pudiera salvarse.
– Tengo que cortar ahora -dije, para interrumpirla. Temía, sobre todo, que fuera a cambiar de opinión-. En diez minutos vamos a estar ahí.
Colgué y le hice una seña de asentimiento a Kloster, que dejó el taco cuidadosamente apoyado en la pared y me siguió hacia la escalera sin decir una palabra.