174010.fb2 La muerte lenta de Luciana B. - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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EPÍLOGO

Vi a Kloster todavía una vez más, en el entierro de Luciana. Era una de esas mañanas frías y brillantes con que se anticipa en la ciudad a fin de agosto, en los brotes de los árboles podados, en el aire más ligero y fragante, algo de la inminencia de la primavera. Me había sobrepuesto a mi antigua aversión por los ritos funerarios y había logrado traspasar la puerta de esa ciudadela de panteones roídos por el tiempo y tumbas prolijas y aterrantes. Si estaba finalmente ahí, forzándome a avanzar en el mar de cruces de cemento, no era por una última obligación que le debiera a Luciana, ni tampoco para mitigar mis sentimientos de culpa -que la visión de su rectángulo de tierra sólo podían aumentar- sino porque iba en busca de una última respuesta, o más bien, de la confirmación punzante de algo que todavía me costaba creer.

Y sin embargo, lo había visto desarrollarse con todos los signos delante de mí. Lo había sorprendido en la mirada de Valentina dirigida a Kloster mientras subíamos por el ascensor, y no había logrado sumar dos más dos: había preferido creer que sólo se trataba de una admiración platónica que le habían despertado sus libros, un arrebato adolescente que a Kloster no se le ocurriría corresponder. Pero había visto después, en los instantes caóticos que siguieron a la muerte de Luciana, la rapidez enérgica con que había actuado el escritor. Lo había visto calmar y consolar a Valentina en algo que se parecía demasiado a un abrazo y organizar las cosas de tal modo que después de dar mi declaración yo había terminado en un taxi rumbo a mi casa, todavía anonadado, mientras él se quedaba a cargo de todo, y sobre todo de ella. Y si yo no me había resistido, si no había logrado oponerme, fue porque en esa cara arrasada, entre las lágrimas y la desesperación, pude percibir que Valentina lo prefería así: que quería quedarse a solas con él.

Ahora que iba a buscar la última prueba, no me importa decir que tenía también una última esperanza, la de encontrarla sola. Al repasar las escenas de esa noche terrible, a pesar de todas las evidencias, creí que quedaba un resquicio para suponer que la inclinación por él en ese momento trágico tuviera que ver con la figura paternal que proyectaba Kloster, y el aturdimiento de su dolor. Apenas ella reflexionara, apenas tuviera un momento para reflexionar, me repetía, tenía que apartarlo de sí con horror.

Pero cuando encontré por fin, después de bordear las chimeneas del crematorio, el camino hacia el sector trasero de las tumbas más recientes, allí estaban otra vez juntos, la cabeza de ella inclinada como si estuviera rezando una oración y la mano de él sobre su hombro. Nadie más había asistido al entierro, había sobre el espacio de tierra todavía sin lápida un único ramo de flores y en el silencio del cementerio se los veía como un padre y una hija que habían quedado uno para el otro solos en el mundo. Cuando me acerqué Valentina alzó la mirada y algo en sí se retrajo, como si hubiera preferido no verme. Sólo pude pensar que quizá yo le recordara demasiado las advertencias de su hermana contra la persona a la que había decidido confiarse. Me adelanté de todas maneras hacia ella para darle el pésame y Kloster tuvo que liberar su mano del hombro. Lo saludé fríamente y por un largo minuto quedamos los tres en un silencio incómodo, mirando el ramo de flores sobre la tierra oscura, recién esparcida. En un momento sentí que Kloster me tocaba el codo y me hacía una seña para que nos apartáramos. Caminamos unos pasos hacia el costado, hasta que se detuvo y se volvió para mirarme. No parecía haber en él la menor intranquilidad, ni nada parecido a la pena, ni, mucho menos, remordimientos: sólo un asomo de curiosidad, como si le interesara discutir conmigo un detalle intrigante.

– Hay algo que nunca supe -me dijo-. Luciana dejó una nota, ¿no es cierto? Un mensaje que usted guardó.

– Que guardé y entregué a la policía -le dije. Pero Kloster no pareció registrar la intención de mi tono.

– Y bien, ¿qué decía el mensaje?

– Que al menos se salve ella -dije.

Kloster quedó un instante en silencio, como si repitiera para sí las palabras en busca de un sentido profundo y de alguna manera las aprobara.

– Aunque era locura, tenía su método -dijo-: quiso ser hasta el final la guardiana de su hermana. Pobre chica: no podía estar más equivocada. Cómo pudo creer que yo le haría algún daño, cuando es la única persona por la que pude volver a sentir algo. La persona que me devolvió a la vida. Mire a su alrededor -me dijo y me hizo un gesto que abarcaba los campos de cruces y lápidas, la perspectiva vertiginosa de las tumbas en hilera-. Éste era el paisaje que visitaba todos los días. Todo verdor perecerá. Aquí es más fácil que en cualquier otro lado creerlo. Y sin embargo, si ha venido lo suficiente, sabe que aun debajo de las lápidas con el tiempo empieza a crecer el musgo. Ya ve, yo creía estar muerto, tan muerto como todos ellos, pero a pesar de todo también había para mí una esperanza. -Se dio vuelta hacia Valentina y la miró con admiración-. Es una personita extraordinaria -dijo-. Y realmente valiente: no quiso creer nada de lo que su hermana le contó de mí.

– Todavía no cumplió dieciocho años -no pude evitar decirle-: a esa edad la valentía también puede ser inconciencia.

– No cumplió los dieciocho, es verdad -dijo-. ¿No es doblemente milagroso que se haya apegado a mí? A ella no parece importarle la diferencia de edad, espero que a usted tampoco. -Me miró por un momento con un destello desafiante pero enseguida recobró el humor con un gesto benigno-. Tenemos algo en común más fuerte: ella perdió a un padre y yo perdí a una hija.

– Ella perdió a toda su familia -dije, con un temblor de indignación, pero Kloster apenas pareció notarlo, como si le hubiera señalado una diferencia no esencial.

– Los dos perdimos demasiado -dijo-: por eso quiero sobre todo ampararla. Que pueda tener una nueva vida. Cuando todo esto acabe vendrá a vivir conmigo.

– Espero que no acabe tan pronto: habrá una investigación.

– ¿Habrá una investigación? -repitió Kloster, como si no lo creyera del todo, en un tono que me pareció casi burlón-. ¿Por ese mensaje oscuro, que parece otro signo de locura? Los hechos fueron clarísimos, no creo que pueda irse mucho más allá. Los tres vimos y oímos lo mismo. Nadie la empujó.

– Usted sabía, ¿no es cierto? Cuando fingió que se dejaba convencer para que fuéramos a verla. Cuando consintió en acompañarme. Usted sabía que ella no podría resistir la confrontación.

– Creo que usted me sobreestima. ¿Cómo podía saber algo así? Pero tuve el presentimiento de que sólo empeoraría las cosas. Y eso se lo advertí. Quizá debí negarme con más fuerza. Pero esa noche me había abandonado ya toda voluntad. Me dejé conducir. Me daba cuenta de que no era yo el que escribía los hechos, sino alguien delante de mí.

– ¡Basta ya con eso! No lo creí ni la primera vez. Fue usted. Usted. Cada vez fue usted.

Había alzado cada vez más la voz y tenía el índice ahora apuntando hacia su pecho. Todo en mí se estremecía de impotencia. Me di cuenta de que Valentina había girado la cabeza para mirarnos y bajé el índice lentamente.

– Muchacho: debería cuidarse -me dijo Kloster con frialdad-. Está empezando a sonar como Luciana. Se lo voy a decir por última vez.

Esperó a que alzara hacia él la mirada y clavó en mí sus pupilas, que permanecían extrañamente serenas, impasibles.

– No pretendo que crea lo que a mí mismo me costó tanto creer, lo que incluso yo creo sólo a veces. Pero crea al menos esto: lo único que hice, en todos estos años, fue escribir palabras sobre papel.

– Usted sabía que ella había llegado a un extremo -insistí-. Usted sabía que estaba desesperada y que no resistiría verlo cara a cara.

– Fue usted el que me arrastró a esa casa, con su estúpida idea de reconciliación -me recordó Kloster con dureza, como si ya hubiera agotado su paciencia conmigo.

Nos quedamos en silencio, mirándonos uno al otro.

– Aunque no haya investigación -le dije lentamente- me voy a ocupar de escribirlo todo. Cada una de las muertes. Todo lo que Luciana me contó. Alguien tiene que saberlo.

– Me parece muy bien que los novelistas escriban novelas -dijo Kloster-. Casi le diría que me interesa ver cómo el campeón de lo aleatorio se las arregla para convertirme en el Gran Demiurgo. El que hunde bañeros sin tocarlos y sopla esporas en los bosques y saca asesinos de las cárceles y prende fuego a ciudades. ¡Y tiene incluso poderes telepáticos para ordenar suicidios! Hará de mí un superhombre antes que un asesino. Vamos: usted lo sabe. No puede escribir todo eso sin caer en el ridículo.

– Puede ser. Pero igualmente voy a escribirlo y a publicarlo. Es lo que le debo a Luciana. Y quizás sirva para protegerla a ella.

Miré en dirección a Valentina y Kloster siguió mi mirada.

– Ella no necesita ninguna protección -dijo Kloster-. Aunque la vea parecida a Luciana, por suerte también hay diferencias.

El sol de la mañana ahora entibiaba el aire y Valentina estaba quitándose su abrigo. Mientras Kloster me hablaba mis ojos recayeron instintivamente por un instante en la curva pequeña, pero aun así pronunciada, con que asomaron sus pechos de perfil, tirantes y firmes bajo el pulóver delgado y ajustado al cuerpo. ¿Podía referirse Kloster a esto? Verdaderamente parecía como si la naturaleza hubiera aprovechado su segunda oportunidad para agregar la pincelada que faltaba en el lugar preciso. Giré la cabeza, para ver si advertía en la mirada del escritor esa segunda intención. Pero sus ojos estaban perdidos en ella con otra clase de mirada, que tanto podía ser la de un padre orgulloso en la contemplación de una hija particularmente hermosa, como la de un hombre cautivado en un amor reciente. En todo caso, en ese segundo en que su guardia quedó baja, lo que sí me pareció indudable, lo único que parecía verdad, es que Kloster realmente amaba a esa chica. Tuve que repetirme a mí mismo, para no dejarme caer en esta nueva trampa, que todos los monstruos de la historia también se habían guardado un lugar y una persona para sus sentimientos tiernos. Pero aun así, sin ni siquiera proponérselo, lo había logrado otra vez. Hacerme dudar.

Kloster me volvió a mirar, y se apartó un paso hacia atrás, como si ya no hubiera demasiado que pudiéramos decirnos.

– Supongo que no puedo impedir que escriba lo que quiera. Pero quizá entonces yo también me decida a terminar mi manuscrito. Mi propia versión. Sólo lamento que todos creerán que está inspirada en los hechos. Que primero ocurrieron los hechos. Causa y efecto. Sólo usted y yo sabremos que están invertidos.

Miró alrededor, como si ya pudiera verla terminada, a los altos árboles que flanqueaban el cementerio, al cielo límpido y despejado, y otra vez a la chica que lo esperaba junto a la tumba.

– Será una novela diferente de todas las que escribí hasta ahora. No sé la suya -dijo-, pero la mía tendrá un final feliz.