174010.fb2 La muerte lenta de Luciana B. - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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DOS

Nada hubiera podido prepararme, sin embargo, para la impresión que recibí al verla. Era ella, sí, todavía Luciana, tuve que reconocer, aunque por un instante sentí que había una terrible equivocación. La terrible equivocación del tiempo. La venganza más cruel contra una mujer -lo había escrito Kloster- era dejar pasar diez años para volver a mirarla.

Podría decir que había engordado, pero eso era apenas una parte. Quizá lo más espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo, como si también ella fuera conciente de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos y abotargados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz había ocurrido sin duda en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa, o se los hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para disimularlo.

– Esto también se lo debo a Kloster -dijo.

Se había sentado en la silla giratoria de siempre y miró alrededor, creo que algo sorprendida de que aquel lugar hubiese cambiado tan poco.

– Es increíble -dijo, como si constatara una injusticia, pero a la vez, como si hubiera encontrado un refugio intacto e inesperado del pasado-. Nada cambió aquí. Hasta conservaste esa horrible alfombrita gris. Y vos… -me miró casi acusadoramente-. También estás igual que siempre. Apenas un par de canas. Ni siquiera engordaste: estoy segura de que si voy a la cocina, las alacenas están vacías y sólo encuentro café.

Supongo que era mi turno para decirle a mi vez algo amable, pero lo dejé pasar, sin encontrar las palabras, y creo que ese silencio la lastimó más que cualquier mentira.

– Entonces -me dijo, con una sonrisa irónica y desagradable-: ¿no querés saber nada de mí? ¿No querés preguntarme por mi novio? -dijo, como si me propusiera alguna clase de juego.

– ¿Qué pasó con tu novio? -pregunté automáticamente.

– Está muerto -dijo y antes de que yo pudiera contestar nada, me miró con fijeza, reteniendo mi mirada, como si le tocara mover a ella otra vez-. ¿No querés preguntarme por mis padres?

No dije nada y ella volvió a pronunciar con el mismo acento casi desafiante.

– Están muertos. ¿No querés preguntarme por mi hermano mayor? Está muerto.

Su labio inferior tembló un poco.

– Muertos, muertos, muertos. Uno tras otro. Y nadie se entera. Al principio ni siquiera yo me había dado cuenta.

– ¿Querés decir que alguien los mató?

– Kloster -pronunció en un susurro aterrado, inclinando la cabeza hacia mí, como si alguien más pudiera escucharnos-. Y no se detuvo todavía. Lo hace lentamente: ése es el secreto. Deja pasar los años.

– Kloster está matando a todos tus familiares… sin que nadie se entere -repetí con cautela, como quien sigue la corriente a una persona extraviada.

Ella asintió con seriedad, sin dejar de mirarme a los ojos, a la espera de mi próxima reacción, como si lo más importante ya estuviera dicho, y se hubiera puesto en mis manos. Pensé, naturalmente, que había sufrido alguna clase de trastorno mental por una sucesión de muertes desgraciadas. Kloster había adquirido en los últimos años una fama casi obscena: era imposible abrir los diarios sin encontrar su nombre. No había otro escritor más requerido, más omnipresente, más celebrado. Kloster podía figurar a la vez como jurado de un concurso literario o a la cabeza de una solicitada, como representante en un congreso internacional o como invitado de honor de una embajada. En esos diez años se había convertido de autor secreto en un hombre público, casi en una marca. Sus libros se vendían en toda clase de formatos, desde los Kloster de bolsillo hasta los de tapa dura en ediciones de lujo para regalos empresariales. Y aunque había vuelto a tener una cara, que aparecía en fotos bien estudiadas, hacía tiempo que yo había dejado de pensar en él como un hombre, como una persona de carne y hueso: se había desvanecido para mí en un nombre abstracto que flotaba en librerías, en afiches, en titulares. Kloster tenía en todo caso la existencia inasible y febril de una celebridad: no parecía descansar un minuto entre las giras por sus libros y la serie incesante de sus otras actividades. Y esto sin contar las horas que debía dedicar a escribir, porque sus libros seguían apareciendo uno tras otro con una frecuencia imperturbable. La posibilidad de que Kloster tuviera algo que ver con crímenes reales me parecía tan extravagante como si se los hubiera atribuido al Papa.

– ¿Pero Kloster? -solté sin querer, y aún sin salir de mi sorpresa-, ¿le queda tiempo para planear asesinatos?

Pensé, demasiado tarde, que aquello debió sonarle como una ironía y que tal vez, sin darme cuenta, la había lastimado. Pero Luciana me respondió como si acabara de darle una prueba decisiva a su favor.

– Justamente: ésa es parte de su estrategia. Que nadie lo crea posible. Cuando nos conocimos me decías de él que era un escritor secreto. En esa época despreciaba todo lo que tuviera que ver con la exposición pública, yo misma lo escuché rechazar cien veces reportajes. Pero en estos años buscó deliberadamente esa fama, porque ahora la necesita. Es su pantalla perfecta. La necesitaría, si alguien quisiera investigar -dijo con amargura-, si alguien estuviera dispuesto a creerme.

– Pero ¿qué motivo podría tener Kloster…?

– No sé. Eso es lo más desesperante. Aunque con el tiempo… me formé una idea. Lo único que podría darle sentido a todo. En realidad, hay un motivo: una demanda que le inicié cuando volví a trabajar con él. Pero visto a la distancia fue algo menor. Ni siquiera llegamos a la instancia del juicio. No puedo creer que todavía se esté vengando: es algo terriblemente desproporcionado. Cuanto más lo pienso menos puedo creer que sea la verdadera causa.

– ¿Una demanda contra Kloster? Yo pensaba que era el jefe perfecto, la última vez que te vi parecías contenta de volver a trabajar con él. ¿Qué pasó desde entonces?

La cafetera que había dejado sobre la hornalla empezó a crepitar. Fui hasta la cocina, volví con dos tazas de café y esperé a que ella se sirviera el azúcar. Revolvió con la cucharita de una manera interminable, como si intentara ordenar sus pensamientos. O quizá, estuviera midiendo hasta dónde contarme.

– ¿Qué pasó? Desde hace años que me pregunto cada día qué pasó exactamente. Es como si fuera una pesadilla: puedo contar cada cosa por separado y sólo parecería una cadena de desgracias. Pero todo empezó después de ese viaje, cuando volví a trabajar con él. El primer día estaba de buen humor. Me preguntó en un descanso, mientras preparaba el café, qué había hecho yo durante aquel mes que él no había estado. Le conté, sin ni siquiera detenerme a pensarlo, que había trabajado con vos. Al principio parecía solamente intrigado: quiso saber quién eras, y de qué trataba la novela que me habías dictado. Creo que te conocía un poco, o fingió conocerte. Le conté que te habías fracturado la mano. No era más que una conversación casual pero me pareció percibir de pronto por el tono de la voz y algo en la insistencia de las preguntas que parecía absolutamente celoso, como si diera por sentado que había pasado algo entre nosotros. Creo que varias veces estuvo a punto de preguntármelo de una manera directa. Y en los días siguientes cada tanto volvía a rondar de una u otra manera sobre ese mes en blanco. Incluso leyó uno de tus libros y volvió otra vez a sacarme el tema para burlarse de lo que escribías. Yo nunca decía nada y eso sólo parecía irritarlo más. Pero una semana después cambió de estrategia. Estuvo silencioso como nunca; apenas me hablaba y creí que estaba pensando en echarme.

– Era lo que yo imaginaba -dije-: estaba enamorado de vos.

– Esos días fueron los más difíciles. No me dictaba una palabra y sólo caminaba alrededor del cuarto, como si estuviera decidiendo otra cosa que no tenía nada que ver con su novela. Algo que tenía que ver conmigo. Y de pronto, una mañana, empezó a dictarme otra vez de manera normal, como si nada hubiera ocurrido. En realidad, no del todo normal: parecía como si tuviera un rapto de inspiración, como si estuviera poseído. Siempre me había dictado hasta entonces a lo sumo uno o dos párrafos por día y volvía a corregirlos maniáticamente, línea por línea. Pero ese día me dictó de corrido una escena larga y bastante horrorosa: una sucesión de crímenes, un degollamiento de esta secta de asesinos religiosos. Parecía transfigurado, nunca me había dictado tan rápido, yo a duras penas podía seguir el hilo. Pero pensé que todo volvía a estar bien. Me importaba mucho en esa época trabajar y estaba bastante angustiada por la posibilidad de que él quisiera despedirme. Me dictó a ese ritmo durante casi dos horas y a medida que avanzábamos parecía ponerse cada vez de mejor humor. Incluso, cuando me detuve para ir a preparar más café, hizo por primera vez en ese tiempo un par de chistes. Me puse de pie y sentí al enderezarme que el cuello se me había entumecido. Yo tenía en ese tiempo un problema cervical -me dijo, como si fuera una explicación demorada y quisiera probarme ahora su inocencia.

– Sí: me acuerdo muy bien -dije secamente-. Aunque siempre sospeché un poco de tus dolores de cuello.

– Pero los tenía -dijo, como si le importara más que nunca que le creyera. Hubo un silencio, su mirada se desvió hacia la ventana y quedó algo perdida, como si todavía pudiera ver a través de los años la escena detenida en el tiempo-. Yo había quedado de espaldas a él y cuando hice sonar el cuello sentí que uno de sus brazos me rodeaba desde atrás. Me di vuelta y él… trató de besarme. Hice un primer movimiento para liberarme pero me tenía aprisionada por el cuello y no pareció registrarlo, como si no alcanzara a entender que me estuviera resistiendo. Entonces grité. No demasiado, sólo quería que me soltara. En realidad yo estaba más sorprendida que escandalizada. Como te dije esa vez que me preguntaste: para mí era como si fuera mi padre. Él se quedó paralizado. Creo que recién entonces advirtió lo que había hecho y las consecuencias… Su mujer, aunque estaba en el piso de arriba, quizá me hubiera oído. Golpearon a la puerta. El fue a abrir; estaba muy pálido. Era Pauli, su hijita. Había escuchado el grito y preguntó mirando hacia mí qué me había pasado. Él le dijo que no se preocupara, que yo había visto una cucaracha, y le pidió que volviera a jugar a su cuarto. Quedamos otra vez solos. Yo había recogido mis cosas y le dije que no pisaría nunca más esa casa. Estaba muy nerviosa; no podía evitar que se me cayeran las lágrimas y eso me enfurecía más. Él me pidió que lo olvidáramos todo. Me dijo que había sido una terrible equivocación, pero que en todo caso no toda la culpa era suya porque yo le había dado señales. Y dijo algo todavía más hiriente… como si diera por sentado que yo me había acostado con vos. Eso me sacó completamente de quicio. Pude ver en ese momento, con claridad perfecta, lo que le había pasado por la cabeza. Antes de su viaje él me adoraba. Me lo había dejado saber de esa manera muda que tienen los hombres, pero creo que jamás se le hubiera ocurrido tocarme. Desde que había regresado, en cambio, me consideraba poco menos que una puta, con la que también él podía tirarse un lance. Volví a gritarle y creo que ya no me importaba que su mujer pudiera escucharme. Él se acercó como si quisiera hacerme callar y le dije que si me tocaba otra vez le haría un juicio. Volvió a pedirme disculpas y quiso tranquilizarme por todos los medios. Abrió la puerta y se ofreció a pagarme los días que había trabajado durante ese mes. Yo sólo quería irme cuanto antes de ahí. Cuando salí a la calle me eché a llorar: ése había sido mi primer trabajo y yo había llegado a confiar absolutamente en él. Llegué a mi casa más temprano que de costumbre y mi madre se dio cuenta de inmediato de que había estado llorando. Tuve que contarle.

Alzó la taza de café con una mano temblorosa y tomó un sorbo. Parecía haber quedado por un momento perdida en el recuerdo, con los ojos sumidos en la taza.

– ¿Y qué te dijo ella? -pregunté.

– Sólo me preguntó si yo lo había provocado de alguna manera. A ella la habían despedido de su empresa, ése fue en realidad el motivo por el que yo había empezado a trabajar, y ahora estábamos las dos sin trabajo. Su abogada laboral había ganado el juicio por indemnización y mi madre me dijo que iríamos a verla juntas porque no podíamos dejar que aquello quedara así. Acordamos que no le diríamos nada a mi padre hasta que todo terminara. Fuimos al estudio de la abogada ese mismo día. Una mujer terrible. Me daba miedo a mí. Gorda, enorme, con los ojitos achinados, rebalsaba detrás de su escritorio. Parecía el matón de un sindicato. Odiaba a los hombres, nos dijo que tenía una cruzada personal contra ellos y que nada la hacía más feliz que poder despedazarlos. Me llamaba m'hijita. Me pidió que le contara todo y se lamentó de que él no hubiera estado un poco más insistente y que hubiéramos tenido ese único episodio. Me preguntó si me habían quedado marcas o magullones del forcejeo. Tuve que decirle que no hubo en realidad ninguna clase de violencia. Me dijo que no podríamos demandarlo por acoso sexual pero que de alguna manera se las arreglaría e incluiría la palabrita al principio de la demanda, para ponerlo nervioso. El juicio, me explicó, derivaría finalmente en una demanda laboral por los aportes sociales y de jubilación que él no me pagaba. Lo que había ocurrido entre nosotros había sido adentro de un cuarto cerrado, sin testigos: sería la palabra de él contra la mía y por esa línea no podríamos avanzar demasiado. Me preguntó si él estaba casado y cuando le dije que sí pareció más contenta que nunca: me dijo que los casados eran los más asustadizos y que sólo teníamos que pensar en la cifra que le sacaríamos. Hizo en una calculadora la suma de lo que debía pagarme de acuerdo con la ley y le agregó lo que correspondía a una indemnización. Era una cantidad que me pareció fabulosa, más de lo que había ganado en todo ese año de trabajo. Me dictó para que escribiera con mi letra el texto de una carta documento. Yo le pregunté si no podíamos cambiar en el encabezamiento la fórmula de acoso sexual por otra más leve. Me dijo que de ahora en más tenía que hacerme a la idea de que él era mi enemigo y que de todos modos él rechazaría todo lo que le estábamos imputando. Fui sola hasta el Correo. Mientras esperaba en la cola tuve el presentimiento de que estaba por poner en marcha algo que tendría consecuencias irreparables, que aquella carta tenía un poder destructivo, retorcido y oculto. Nunca en mi vida me había sentido así, como si estuviera por disparar un arma. Sabía que de un modo u otro le haría un daño, más allá del dinero que debiera pagarme. Estuve a punto de retroceder y creo que si hubiera dejado pasar un día, no la habría enviado. Pero ya había llegado hasta ahí y todavía me sentía humillada. Me parecía terriblemente injusto que me hubiera quedado sin mi trabajo, cuando siempre había sido impecable con él. Hasta cierto punto me parecía correcto que él debiera pagar con algo.

– Así que enviaste la carta documento.

– Sí.

Su mirada estaba perdida otra vez. No había tomado más que aquel primer sorbo de su café y había dejado la taza a un costado. Me preguntó si podía encender un cigarrillo. Le alcancé un cenicero de la cocina y esperé a que volviera a hablar, pero el humo sólo parecía llevarla más adentro de sí, a un pliegue oscuro de su memoria.

– Enviaste la carta… ¿y qué ocurrió?

– Nunca contestó esa primera carta. Me llegó el aviso de retorno: la había recibido, la había leído, pero no hubo ninguna respuesta. Cuando había pasado casi un mes mi madre se decidió a llamar a la abogada. Mucho mejor para nosotras, le dijo ella: o bien todavía no nos tomaba en serio, o bien estaba muy mal asesorado. Pero yo tuve, otra vez, un mal presentimiento. Había trabajado durante casi un año con él. Una vez me preguntaste cómo era. Creía en ese momento que era el hombre más inteligente que iría a conocer nunca, pero a la vez había algo en él que a veces parecía a punto de emerger, algo siniestro, implacable. La última persona que quisiera tener enfrente como enemigo. Lo que yo presentía es que aquella carta había sido una declaración de guerra y que vería aparecer contra mí lo peor de él. Estaba asustada por lo que había hecho y empecé a tener algunas ideas… persecutorias.

Después de todo, él tenía mi dirección, mi teléfono. Habíamos llegado a tener cierta familiaridad, sabía muchísimas cosas de mí. Pensé que quizá no respondiera a la carta documento porque estaba planeando otra clase de respuesta, una venganza personal. Pero la abogada volvió a tranquilizarme. Si él era verdaderamente inteligente y estaba casado, me dijo, haría lo único que podía hacer: pagar. Y cuanto más demorara en contestarnos, más aumentaría la cuenta. Me dictó una segunda carta documento, idéntica a la primera, pero con una suma todavía mayor, porque reclamábamos también el sueldo que correspondía a aquel mes sin contestación. Esto pareció tener efecto inmediato. Recibimos su primera respuesta, escrita evidentemente por otro abogado. Rechazaba todo. Era una lista de negaciones. Rechazaba incluso que yo hubiera trabajado alguna vez para él o que me conociera. La abogada dijo que no debía preocuparme. Era la respuesta legal típica, sólo significaba que Kloster había entendido que las cosas iban en serio y se había buscado un abogado. Ahora debíamos esperar la primera audiencia de conciliación y pensar cuál era la suma con la que nos bajaríamos de la demanda. Yo me tranquilicé; finalmente todo parecía casi un trámite impersonal, burocrático.

– Así que fuiste a la audiencia de conciliación.

Luciana asintió con la cabeza.

– Le pedí a mi madre que me acompañara porque temía un poco volver a enfrentarme con él. Pasaron diez minutos de la hora fijada y Kloster no aparecía. La abogada nos dijo por lo bajo, como si fuera una pequeña maldad divertida, que debía estar ocupado en otro juicio más importante: el de divorcio. Nos contó entonces que una colega amiga de ella representaba a la esposa de Kloster. Aparentemente la mujer de Kloster había leído la carta documento que enviamos, con esa primera línea del acoso sexual, y había decidido separarse de inmediato. Habían presentado una demanda millonaria. Y su amiga sí que era malísima, nos dijo la abogada: Kloster quedaría en la calle. Yo escuchaba todo esto petrificada: era algo que ni siquiera hubiera pensado que podía ocurrir. Pasaron otros cinco minutos y apareció por fin el abogado de Kloster, un hombre que parecía tranquilo y civilizado. Dijo que tenía instrucciones para ofrecernos dos meses de sueldo por toda indemnización. Mi abogada rechazó aquello de plano, sin ni siquiera consultarme, y se fijó la segunda audiencia de conciliación para un mes más adelante. Eso daría a todos, dijo la mediadora, un tiempo para reflexionar y tratar de acercar posiciones. Cuando salimos le pregunté a mi madre si no deberíamos desistir de todo el asunto. Yo no había querido que las cosas llegaran tan lejos: nunca me hubiera imaginado que terminaría por destruir su matrimonio. Mi madre se enojó conmigo: no podía entender que ahora yo me compadeciera de él. Evidentemente ese matrimonio estaba destruido desde mucho antes si él había intentado aquello conmigo. No dije nada más: en realidad, más que arrepentida, yo estaba asustada. Mis peores presentimientos se estaban cumpliendo. Visto a la distancia, él sólo había querido darme un beso. Había algo desproporcionado en las consecuencias, algo fuera de control. A medida que pasaban los días estaba cada vez más intranquila: sólo quería llegar a la próxima audiencia y que terminara todo. Estaba dispuesta a enfrentar a mi madre y a mi propia abogada para que aceptáramos cualquier nueva propuesta que nos hicieran. Un día antes de la fecha me llamó la mediadora: quería avisarme que deberíamos posponer una semana la audiencia. Le pregunté, fastidiada, por qué. Me dijo que era a solicitud de la otra parte. Pregunté si ellos podían cambiar por su cuenta las fechas. Me dijo que sí, en un caso extremo, y bajó la voz. Había muerto la hijita de Kloster. Yo no podía creerlo y a la vez, extrañamente, sí lo creí, y lo acepté, en toda su desolación, como si fuera la consecuencia lógica, final, como si esto fuera lo que en realidad había empezado a ocurrir cuando envié la carta. Creo que quedé enmudecida por un rato en el teléfono hasta que logré preguntarle cómo había sido. La mediadora no sabía más que lo que le había dicho el abogado de él: aparentemente un accidente doméstico. Cuando colgué fui a mi escritorio, a buscar los dibujos que Pauli me había regalado. Había dibujado a su papá enorme y a mí en una sillita. La computadora era un cuadrado y debajo había firmado con su nombre, que lo había aprendido a escribir en esos días. En el segundo dibujo había una puerta abierta, con el papá que se asomaba lejos y chiquito en el aire y ella y yo estábamos de la mano, casi de la misma altura, como si fuéramos hermanitas. Eran unos dibujos alegres, desprevenidos de todo. Y ahora estaba muerta. Lloré durante el resto de la tarde. Creo que en realidad ya lloraba también por mí. Aunque todavía no sabía cuándo ni de qué modo presentía que aquello no quedaría así y que algo horrible iba a pasarme.

– Pero ¿por qué? Si fue un accidente, ¿por qué debería hacerte a vos responsable?

– No sé. No sé exactamente por qué. Pero lo sentí así desde un principio y creo, sobre todo, que también él lo sintió así. Es la única explicación que se me ocurre para todo lo que ocurrió después.

Hizo una pausa y prendió un segundo cigarrillo tembloroso.

– Fuiste, entonces, a la segunda audiencia -dije yo.

Asintió con la cabeza.

– Llegamos otra vez nosotras primero y nos hicieron pasar a la sala de mediaciones. Esperamos unos minutos. Yo creía que Kloster enviaría de nuevo a su abogado. Pero cuando la puerta se abrió lo vimos aparecer a él. Estaba solo. Su cara se había transformado de una manera impresionante, como si él también hubiera muerto junto con su hija. Había adelgazado muchísimo y parecía no haber dormido en varios días. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas cavadas. Estaba increíblemente pálido, como si se le hubiera retirado toda la sangre del cuerpo. Y aun así, parecía entero y resuelto, como si tuviera una misión que cumplir y no pudiera perder allí demasiado tiempo. Traía un libro bajo el brazo que reconocí de inmediato. Era la Biblia anotada de mi padre que yo le había prestado. Atravesó la sala y vino derecho hacia mí. Mi madre hizo un movimiento en la silla, como si fuera a protegerme. Creo que él ni siquiera la registró: no miraba a nadie más que a mí, con una mirada terrible, que todavía veo cada noche. Me hacía responsable, sí, sin ninguna duda. Se detuvo delante de mi silla y me extendió la Biblia, sin decirme nada. Yo la guardé rápidamente en mi bolso y él se dio vuelta, hacia la mediadora, y le preguntó a cuánto ascendía la demanda. Cuando escuchó la cifra sacó una chequera del bolsillo y la abrió sobre el escritorio. La mediadora empezó a decirle que, por supuesto, podía hacer una contrapropuesta, pero él la detuvo con una mano, como si no quisiera escuchar ni una palabra más sobre aquel asunto. Escribió tres cheques, uno para mí con el total de la suma que habíamos reclamado, y otros dos con los honorarios de la mediadora y de mi abogada. Yo firmé un escrito en el que daba por concluida la demanda. El recogió su copia, se dio vuelta sin mirar a nadie y se fue. Todo duró en total no más de diez minutos. La mediadora apenas podía creerlo: era la primera vez que cerraba un caso así.

– ¿Qué pasó después?

– Después… volví a mi casa, saqué la Biblia del bolso y la puse en un estante sobre mi escritorio, junto con mis libros de la facultad. Era una Biblia que mi padre ya no usaba, yo se la había prestado a Kloster varios meses atrás, ni siquiera me acordaba de esto. En realidad, cuando volví a pensar sobre la audiencia, se me ocurrió que había sido una excusa para acercarse hasta mí y mirarme de aquel modo. Esa mirada era algo que no podía borrarme y tuve pesadillas durante los días siguientes. Soñaba que la hijita de Kloster quería darme la mano para que jugara con ella. Y que me decía, como cuando estaba viva, que no quería quedarse sola en el cuarto de al lado. Abrí una cuenta en el banco y deposité el cheque, pero pasaron los días y no me decidía a tocar ese dinero. Pensé durante un tiempo en donarlo a una institución benéfica, pero tenía un temor supersticioso de tocarlo, aun para algo así, como si pudiera mantener las cosas quietas, detenidas, de ese modo. Creía que apenas retirara la mínima parte se desencadenarían las represalias. Empecé a obsesionarme con la idea de que Kloster estaba tramando algo terrible contra mí. Por eso había condescendido a darnos el dinero sin ninguna discusión. Llegué a hablar con mi novio sobre algo de esto, aunque nunca le conté que Kloster había querido besarme. Sólo le dije que habíamos tenido un juicio laboral, que él había perdido mucho dinero y que temía que se tomara una venganza contra mí de algún modo. En esos días Kloster publicó una novela. No era la que me estaba dictando, sino otra que había terminado antes de que yo empezara a trabajar con él. La que había corregido en su viaje a Italia.

– El día del muerto. Me acuerdo perfectamente. Salió a la par de la que te dictaba yo. Fue el primer gran éxito de Kloster.

– Yo recuerdo que se convirtió muy pronto en uno de los libros más vendidos, encabezaba las listas en los diarios, estaba en todas las vidrieras, lo veía incluso en las góndolas del supermercado. Cada vez que pasaba por una librería me hacía acordar con un estremecimiento de su nombre. Para tranquilizarme, mi novio me dijo que Kloster debía haber recuperado mucho más de esa suma y ya se habría olvidado de mí. Pero yo empecé a notar otra cosa.

– ¿Qué?

– Lo que hablábamos antes. Hasta entonces, y vos me lo habías hecho notar a mí, Kloster era un escritor que odiaba aparecer en público. Y de pronto, empezó a convertirse en alguien famoso. Parecía como si buscara a propósito aparecer en todos lados, todo el tiempo.

– Quizá tuvo que ver con que se quedó solo.

– Sí, yo también pensé al principio algo así, que estaba buscando consuelo en esa ola de reconocimiento, y ocupar el tiempo de cualquier modo para olvidar la muerte de su hija. Pero aun así, era algo totalmente contrario a su naturaleza. Esto me hizo sospechar que formaba parte de otro plan. De todas maneras, me dejé convencer por mi novio de que Kloster estaba demasiado ocupado con su libro como para volver a pensar en mí. Ese año Ramiro había terminado su carrera de Instrucción Física y había conseguido que lo contrataran como guardavidas en una de las playas de Villa Gesell. Antes de que empezara la temporada quería hacer un viaje a México. Era algo que hacía tiempo estaba planeando y me preguntó si quería acompañarlo, para olvidarme de todo aquel asunto.

Me pareció que podía ser una buena idea y usé en el viaje una parte del dinero de la indemnización. Nos demoramos visitando pueblitos casi un mes más de lo que habíamos previsto y volvimos a principios de diciembre, para la fecha en que él debía presentarse a trabajar. Yo me quedé en Buenos Aires para rendir mis finales pero mis padres, con Valentina y Bruno, ya estaban también en Gesell y apenas terminé con todo tomé uno de los micros nocturnos. Quería darle una sorpresa a Ramiro y fui desde la terminal directamente a su parador para desayunar con él. Nos sentamos en el barcito de la playa. Era temprano; no había demasiada gente todavía y cuando miré a mi alrededor vi en una de las mesas vecinas a un hombre con short de baño, ojotas y el torso ya bronceado, como si hubiera llegado varios días antes. Casi di un grito al reconocerlo. Era Kloster. Tomaba un café y leía el diario y fingía no verme, aunque estaba apenas a unos metros de distancia.

– ¿Y no podía ser una simple casualidad que estuviera ahí? En un tiempo muchos escritores veraneaban en Gesell. Quizá la casa que alquilaba estaba cerca de esa bajada.

– ¿Que entre todos los balnearios de la costa hubiera elegido precisamente Gesell? ¿Y que entre todos los paradores justo el de mi novio? No. Ya era bastante extraño que hubiera elegido ir a Gesell. Y él sabía que yo pasaba todos los veranos allí. Se lo señalé a Ramiro con disimulo y también me dijo que quizá fuera una casualidad. Le pregunté si era la primera vez que lo veía. Me dijo que lo encontraba todas las mañanas sentado en la misma mesa desde hacía una semana. Que después de leer el diario iba al agua y nadaba mar adentro, muy lejos. En realidad creo que estaba sorprendido y quizá un poco celoso de que aquél fuera el escritor que me dictaba; yo le había hablado muy poco de él y supongo que lo imaginaba mucho más viejo, quizá como un ratón de biblioteca. Sentado ahí con el torso desnudo Kloster realmente parecía un atleta; había recobrado algo de peso y estaba rejuvenecido con el sol y el aire de mar. Mientras hablábamos de él fue hacia la orilla y nadó con unas brazadas largas y serenas hasta sobrepasar la rompiente. Se internaba cada vez más lejos en el mar; al principio se distinguían los brazos al alzarse, pero después de pasar la última línea de boyas se convirtió en un punto cada vez más difícil de ubicar entre las olas. En un momento lo perdí por completo de vista. Ramiro me pasó el largavista de su equipo. Pude ver que todavía nadaba con el mismo ritmo reposado, como si recién empezara a bracear. Le pregunté a mi novio qué ocurriría si tenía de pronto un calambre tan lejos de la costa y necesitaba que lo rescataran. Lo más probable, reconoció, es que llegara demasiado tarde. ¿Entonces?, le pregunté. No podía entender que lo dejara ir tan lejos. Me dijo, incómodo, que era una cuestión de código: el tipo era grandecito y evidentemente sabía lo que hacía. Volví a mirar por el largavista y dije en voz alta que parecía increíble que pudiera conservar todavía el mismo ritmo. Enseguida me arrepentí. Ramiro pareció picado y me dijo que al llegar, todas las mañanas, él también nadaba una distancia así como parte de su entrenamiento para el puesto. Nos quedamos callados hasta que vimos reaparecer a Kloster, que volvía nadando de espaldas. Se dio vuelta a último momento, antes de que lo arrastrara la rompiente, echó la cabeza hacia atrás para quitarse con el agua el pelo de la cara, y salió caminando a grandes pasos. No parecía ni siquiera un poco cansado. Pasó casi frente a nosotros todavía chorreante y sin mirarnos, recogió sus cosas de la mesa, dejó un billete y unas monedas y se fue. Le pregunté a mi novio si volvía después por la tarde y me dijo que no. Tampoco lo había visto a la noche por el centro. Tuvimos entonces una discusión. Yo le pedí que por favor no desayunara más ahí y fuera al parador vecino. Me preguntó, molesto, por qué debería hacer algo así. Yo no podía explicarle lo que verdaderamente pensaba. Ni yo misma sabía muy bien qué era lo que temía. Le dije que quería acompañarlo, desayunar todas las mañanas con él y que me incomodaba que Kloster estuviera tan cerca. Me respondió entonces que no podía alejarse de su silla, que él no tenía por qué moverse y que en todo caso el que debería buscarse otro parador era Kloster. Pero a mí me pareció que había algo más en esa irritación repentina.

Se había interrumpido de pronto y después de un segundo se inclinó hacia delante para apagar el cigarrillo en el cenicero y retorció la punta contra la superficie de vidrio una y otra vez, como si un recuerdo en particular le resultara humillante y no se decidiera a continuar. Encendió otro cigarrillo y cuando expulsó la primera bocanada, hizo un gesto con la mano que tanto podía ser sólo una manera de apartar el humo como un modo involuntario de reconocer que ya aquello no importaba. En todo caso, después de aspirar otra vez, pareció encontrar las fuerzas para seguir. -Creo que lo que en realidad le había molestado es que yo quisiera ir a desayunar con él. Había una camarera muy linda, bastante provocativa, que atendía las mesas con una pollera muy corta y arriba solamente el corpiño de la bikini. Yo me había dado cuenta, apenas la vi, de que había demasiadas risitas y miradas entre ellos. Cuando le dije algo de esto se enfureció más, y por supuesto lo negó todo. Pero yo pensaba que de verdad estaba en peligro y no estaba dispuesta a apartarme y dejarlo solo por una escena de celos. Así que fui otra vez, a la mañana siguiente. Llegué un poco más temprano, a la hora en que empezaba su guardia, y nos sentamos en la misma mesa. Kloster apareció un poco después, antes de que hubiéramos alcanzado a pedir el desayuno. Pero en vez de elegir una de las mesas de afuera, entró al bar y se sentó contra la barra. Yo lo vi en principio como una buena señal, el reconocimiento de que me había visto ahí pero no quería enfrentarme. Me pregunté por un momento si era posible, como había dicho Ramiro, que coincidir en ese parador con Kloster se debiera a una simple casualidad. No quería tampoco fijarme demasiado en él y cuando la camarera trajo nuestro desayuno me quedé concentrada en mi taza y traté de conversar con Ramiro como si Kloster no existiera. Y la camarera tampoco. Creo que Ramiro era el más feliz de que Kloster se hubiera replegado a la barra y de que las cosas pudieran quedar de ese modo. Estaba de buen humor y apenas terminó su desayuno corrió a la orilla, se metió en el mar dando saltos y se zambulló por sobre la rompiente para nadar mar adentro. Supongo que quería impresionarme. Yo me quedé mirando su cabeza detrás de las boyas, cada vez más lejana. Había dejado el largavista sobre la mesa y lo seguí por un rato. Daba unas brazadas más enérgicas que Kloster y levantaba con la patada una estela de espuma, pero no parecía deslizarse con tanta facilidad. Me pareció además que empezaba a cansarse: el cuerpo se le retorcía un poco cuando sacaba la cabeza para respirar, perdía la línea y los movimientos se volvían espasmódicos. Lo vi detenerse y descansar un momento haciendo la plancha. Parecía agitado, exhausto. Y no creo que hubiera llegado ni a la mitad del trecho que había nadado Kloster la mañana anterior. Aún al bajar el largavista yo todavía divisaba su cabeza y sus hombros en el mar. Volvió nadando más lento y cuando estaba cerca de la orilla, para demostrar no sé qué, hizo unos metros estilo mariposa, dirigido más a la camarera, empecé a sospechar, que a mí. Cuando lo vi salir, con la respiración agitada, como si no consiguiera recobrar el aliento, creí entender cuál era el plan de Kloster.

– Nadar hasta muy adentro del mar, fingir un calambre y atraerlo para que se agotara, más allá de sus fuerzas. Ahogar al guardavidas.

– Sí, algo así. Yo suponía que esperaría a un día de mar picado y que cuando Ramiro llegara exhausto lo hundiría hasta ahogarlo. Si estaba suficientemente lejos, a esa hora nadie los vería.

– Solamente vos quizá con el largavista.

– Eso era lo que me parecía sobre todo siniestro: que estuviera pensando en matarlo delante de mis ojos. Y sería después su palabra contra la mía. Todo parecía tan increíble e irreal que ni siquiera podía hablarlo con nadie. Había en ese mismo momento gente tumbada en las reposeras que leía la última novela de Kloster. Y mientras yo imaginaba todo aquello Kloster seguía adentro, acodado en la barra, y sólo parecía tomar café y leer tranquilamente el diario, sin ni siquiera fijarse en nosotros. Un poco más tarde salió a la playa, nadó la misma distancia que el día anterior y se fue, sin mirarnos ni una vez.

– ¿Qué pasó después?

– Después…Hubo dos o tres mañanas iguales. Kloster se sentaba en la barra y leía el diario. Sólo pasaba junto a nosotros para ir al mar. Cuando entraba al agua yo temblaba por dentro y no podía dejar de vigilarlo hasta el momento en que salía y desaparecía de la playa. Me di cuenta de que cada vez nadaba un poco más lejos. Creo que Ramiro también lo había notado y como si fuera una clase de duelo, esas estupideces de hombres, trataba él también de nadar las mismas distancias. Tuvimos entonces la discusión del café con leche.

– ¿Del café con leche?

– Sí. Volví a pedirle que nos cambiáramos de parador. Habían inaugurado otro bar, uno que estaba todavía más cerca de su silla. Eso lo dejaba sin excusas. Se irritó y quiso saber por qué debíamos cambiarnos si Kloster, por lo visto, no tenía la menor intención de molestarnos. ¿O había ocurrido algo más entre Kloster y yo?, me preguntó. Yo sabía que estaba fingiendo su propio ataque de celos, simplemente porque no quería perderse las tetas y las miradas de la camarera. Le dije que estaba harta de que su putita me trajera la taza de café con leche fría. Era verdad: parecía hacérmelo a propósito. Él ni se había dado cuenta porque le gustaba el café más bien tibio. Discutimos. Me dijo que no fuera más a desayunar con él, si todo el punto era vigilarlo. Me dijo que podía irme yo sola al otro parador y dejarlo de una vez en paz. Volví a mi casa llorando. Mi madre estaba por ir a juntar hongos con Valentina y fui con ellas. El día siguiente era su aniversario de casamiento y preparaba siempre para esa fecha un pastel de setas, que sólo les gustaba a ella y a papá. En realidad, creo que a mi papá tampoco, pero nunca se había atrevido a decírselo, porque era lo primero que había cocinado para él, y ella estaba muy orgullosa de su receta. Juntábamos los hongos siempre en el mismo lugar, en un bosquecito detrás de la casa por donde pasaba muy poca gente y que mi madre consideraba casi una extensión de nuestro jardín. Cuando Valentina se alejó le conté la pelea. Se sorprendió y se alarmó un poco de que Kloster estuviera allí. Me preguntó por qué no se lo había dicho de inmediato.

Quiso saber si había tratado de hablarme y le conté que desde que me había visto desayunaba en la barra y nunca se había enfrentado conmigo. Esto pareció tranquilizarla. Estuve a punto de contarle lo que verdaderamente temía, pero mi madre creía que yo había quedado algo obsesionada después del juicio, con la muerte de la hijita de Kloster. Incluso me había propuesto en ese momento que viera a una psicóloga. No sabía cómo decirle que quizá Kloster estuviera planeando un crimen sin que me sonara a mí misma como una locura. Terminé contándole de la camarera y la escena de celos, se rió y me dijo que volviera al día siguiente a desayunar con él como si nada hubiera ocurrido y que todo se arreglaría. Mi madre adoraba a Ramiro y apenas podía creer que nos hubiéramos peleado.

– ¿Y le hiciste caso?

– Sí, por desgracia le hice caso. Cuando llegué Ramiro ya había ordenado su desayuno, ni siquiera me había esperado. Kloster ya estaba ahí también, sentado en el mismo lugar de siempre, contra la barra. Era una mañana fría y un poco ventosa. El mar estaba encrespado, el agua tenía ese color turbio de algas revueltas y el viento levantaba olas muy altas y hacía volar la espuma. Pedí mi café con leche y cuando la chica finalmente se dignó a traérmelo estaba por supuesto congelado, pero no dije nada. En realidad, ninguno de los dos decía nada. Había un silencio tenso, insoportable. Pasó una media hora y Ramiro se quitó el buzo para ir al agua. Le pregunté si no era peligroso que fuera a nadar con el mar así. Me dijo que prefería ir al mar antes que seguir sentado ahí conmigo. Y me dijo algo peor, muy hiriente, que todavía me hace llorar al recordarlo. Lo vi sumergirse bajo la gran ola de la primera rompiente y emerger del otro lado. Tuvo que remontar una sucesión de olas grandes hasta sobrepasar la altura del espigón y salir a una franja menos turbulenta. Me pareció que de todos modos también allí avanzaba con esfuerzo. El mar estaba agitado y cada tanto lo perdía de vista, hasta que terminaba de romper una ola y reaparecía, como un punto intermitente. En un momento dejé de verlo por completo y cuando vi reaparecer su cabeza me pareció que alzaba los brazos hacia mí con desesperación. Busqué alarmada su largavista y cuando volví a enfocarlo vi que se hundía en el agua irremediablemente, como si hubiera perdido el conocimiento. Me levanté de la silla, aterrada. La playa estaba vacía y pensé de inmediato en Kloster. Corrí sin que me importara nada adentro del bar, para pedirle auxilio. Pero cuando abrí la puerta, Kloster ya no estaba ahí. ¿Te das cuenta? Era el único que hubiera podido salvarlo, pero cuando entré al bar ya se había ido. ¡Se había ido!

– ¿Qué hiciste entonces?

– Corrí hasta el espigón vecino para avisar al cuerpo de guardavidas y la dueña del bar llamó a la lancha de salvataje. Estuvieron casi una hora para sacar el cuerpo del agua. Cuando la lancha llegó a la orilla la gente se había arremolinado como si estuvieran por sacar un gran pez. Los nenitos chillaban de alegría y corrían a contarle a sus padres: un ahogado, un ahogado. Los bañeros le habían echado una frazada encima, que le cubría la cara, pero las manos habían quedado al descubierto. Estaban azules, con las venas sobresalidas como líneas blancas. Lo cruzaron a pulso en unas angarillas hasta la costanera, donde esperaba la ambulancia. Una mujer policía se acercó a mí y me preguntó el teléfono de los padres. Todo transcurría como en un sueño equivocado. Sentí que las piernas dejaban de sostenerme y luego, como desde otro mundo remoto, que me gritaban y me palmeaban la cara. Volví a abrir los ojos por un instante y vi una multitud de desconocidos alrededor y la cara de la mujer policía muy cerca de mí. Quise aferraría del brazo y decirle: Kloster, Kloster, pero volví a desmayarme. Cuando me desperté otra vez estaba en el hospital. Había pasado casi veinticuatro horas dormida con un sedante. Mi madre me contó que ya había terminado todo. Se había hecho la autopsia de rutina. Los médicos dijeron que había sido una asfixia por inmersión, provocada probablemente por hipotermia y calambres: el agua esa mañana estaba muy fría. Los padres de Ramiro habían llegado de Buenos Aires y se habían llevado el cuerpo de inmediato para velarlo aquí en la ciudad. Le conté entonces a mi madre la secuencia de esa mañana, tal como la recordaba: mi desesperación cuando vi hundirse a Ramiro y el momento en que había corrido a buscar a Kloster y no lo había encontrado en el bar. El único día en que se había ido antes, sin meterse en el mar. A mi madre esto no le pareció para nada extraño: era obvio que el mar esa mañana estaba muy peligroso. En todas las playas habían puesto desde temprano la bandera de mar dudoso y muy posiblemente Kloster había decidido, con buen criterio, volver a su casa y dejar para otro día la natación. Cuando traté de insistir me miró con preocupación. Fue un accidente, me dijo, la voluntad de Dios. Creo que temía que volviera a obsesionarme y no quiso que le hablara más del asunto, no por lo menos hasta dejar el hospital.

– ¿Crees que Kloster alcanzó a ver cómo se hundía tu novio y se fue de la playa para dejarlo morir?

– No. Desde donde se sentaba apenas podía ver la orilla. No fue eso. No fue simplemente eso. Yo no alcanzaba a entender de qué manera, pero él había logrado lo que se había propuesto: que Ramiro muriera delante de mis ojos.

– ¿Volviste a la playa en esos días? ¿Volviste a verlo?

– Volví, pero no de inmediato. Estuve encerrada en mi cuarto, sin hacer otra cosa que llorar. Me acordaba sobre todo de la mirada de irritación con que Ramiro se había alejado de mí antes de meterse en el mar. Y de la frase tan insultante que me había dicho. Ése era el último recuerdo que me quedaba de él. Demoré dos o tres días antes de decidirme a volver a esa playa. Ahora le temía de verdad a Kloster y me sentía débil para enfrentarlo. Pero caminé hasta allí otra vez un día muy temprano a la mañana. Habían puesto otro bañero y en el alud de gente de enero todo parecía un poco cambiado. Miré hacia adentro del bar: Kloster no estaba. Entré y conversé por un momento con la dueña. Me dijo que el escritor, como lo llamaban, se había ido al día siguiente de la muerte de Ramiro. Les había dicho que debía volver a Buenos Aires para empezar una nueva novela. Me senté junto a la barra, en el lugar que siempre ocupaba él, y miré hacia la mesa en la playa donde desayunábamos Ramiro y yo. Quería ver con los ojos de él. Sólo se llegaban a distinguir esas pocas mesas y la silla del bañero, con la marea baja ni siquiera podía verse la línea de la rompiente. Me quedé todavía durante un rato largo hasta que otra pareja ocupó la que había sido nuestra mesa y sentí que estaba a punto de volver a llorar. Me di cuenta de que ya no quería estar ni un día más en Gesell y esa misma noche me volví a Buenos Aires.

– Entonces, ¿eso fue todo? ¿No hablaste después con los padres de él?

– Sí hablé: fui a verlos apenas llegué. Pero después de pensar y pensar sobre el asunto yo también de a poco me había resignado a que no podía tratarse de otra cosa que un accidente desgraciado. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que por vengarse de mí, por un juicio laboral de un par de miles de pesos, Kloster había ideado, de una manera que ni siquiera se me ocurría, la muerte de Ramiro? Yo también, después de todo, había visto sólo un accidente y cuando hablé con ellos ya estaban resignados, incluso algo avergonzados de que Ramiro hubiera sido tan imprudente. La madre, que siempre fue muy religiosa, de la misma congregación de mi padre, me habló de la paz que sucedía al dolor, cuando finalmente se acepta una muerte. Al salir de la casa de ellos yo también tuve por primera vez en todo ese tiempo una extraña calma. Me parecía que fuera lo que fuese lo que había buscado Kloster, sin duda lo había conseguido, y que las tragedias se habían equiparado. Que con la muerte de Ramiro, aunque sonara siniestro, se había restablecido un equilibrio. Una muerte para cada lado. Traté de olvidarme de todo y volví durante unos meses a tener una vida casi normal. Creo que me hubiera olvidado incluso de Kloster si no fuera porque su nombre aparecía cada vez con mayor frecuencia en los diarios y sus libros parecían estar en todas las vidrieras. Pasó así un año. Cuando llegó diciembre decidí que no quería viajar como siempre a Gesell con mi familia. Me pareció que el mar y la playa me traerían demasiados recuerdos y preferí quedarme sola en Buenos Aires. Ellos se fueron después de Navidad y yo aproveché esos días para preparar una materia de la facultad. Me había agendado, para no olvidarme, llamar a mis padres el día de su aniversario. No creo de todos modos que se me hubiera pasado por alto: era un día antes de la fecha en que se había ahogado Ramiro. Esperé para llamarlos a la noche: suponía que habrían pasado el día en la playa y quería estar segura de que los encontraría en la casa.

Quedó en silencio, como si se hubiera paralizado un engranaje oculto de su memoria. Miró su taza dejada de lado y al inclinar hacia abajo la cabeza, como si hubieran estado apenas contenidas, afluyeron silenciosamente las lágrimas. Cuando volvió a alzar los ojos todavía tenía un par suspendidas en las pestañas, que se quitó con el dorso de la mano en un gesto rápido y avergonzado.

– Llamé a las diez de la noche y me atendió mi madre. Estaba alegre, de buen humor. Había hecho su tarta de setas y había tenido una cena a solas con mi papá: mi hermano Bruno había salido con su novia de esa época y Valentina se había quedado a pasar la noche en casa de una de sus amigas. Dijo que me extrañaban y que las vacaciones no eran lo mismo sin mí. Yo le dije que el vino la había puesto sentimental y volvió a reírse y reconoció que sí, que habían tomado un poco para celebrar. Después hablé también un minuto con mi padre: teníamos un chiste sobre la tarta de setas. Me dijo que se había portado como un buen marido y que había comido todo. Parecía también un poco nostálgico y me hizo prometer que iría a verlos algún fin de semana. Antes de despedirse me dio la bendición, como cuando éramos chicos. Yo estaba muy cansada esa noche y me quedé dormida con el televisor encendido. A las cinco de la mañana me despertó el teléfono: era Bruno, mi hermano mayor. Me llamaba desde el hospital de Villa Gesell; habían internado de urgencia a mis padres con unos cólicos violentísimos. En los primeros análisis habían detectado restos del hongo Amanita Phalloides. Es un hongo tremendamente venenoso que puede confundirse con facilidad entre los comestibles en una recolección. Bruno ya se había graduado y pudo tener una conversación franca con los médicos. Me dijo que teníamos que prepararnos para lo peor: las toxinas que se habían expandido en el aparato digestivo podían destruir en pocas horas el hígado. Había pedido que los trasladaran en una ambulancia aquí, al Hospital de Clínicas, donde él estaba haciendo su residencia. Creía que podía haber alguna última chance de un transplante hepático. Me dijo que viajaría con ellos en la ambulancia. Yo fui a esperarlo a la puerta del hospital. Apenas bajó, apenas le vi la cara, supe que habían llegado muertos.

Volvió a quedar en silencio, como si sus pensamientos estuvieran otra vez alejándose de todo.

– ¿Pudo haberse confundido tu madre en la recolección?

Hizo con la cabeza un gesto de impotencia.

– Eso era para mí lo más difícil de creer. Siempre los recogía en el mismo bosquecito y nunca habían aparecido ahí especies venenosas. Ella tenía un libro con una guía para la recolección y nos había enseñado con láminas a distinguirlas, pero jamás, en todos los veraneos que pasamos allí, pudimos ver uno solo de estos hongos venenosos. Por eso le permitía incluso a Valentina que la acompañara a buscarlos. Hubo de inmediato una investigación. Los biólogos concluyeron que había sido un accidente lamentable pero bastante típico. Los bosques sin especies venenosas pueden fácilmente contaminarse de una estación a otra. Cada hongo tiene miles de esporas de reproducción y basta un viento fuerte para que aterricen y germinen en distancias lejanas. Y, sobre todo, esa especie en particular es muy difícil de distinguir de los champiñones comunes, aun para gente con alguna experiencia. La única diferencia para reconocerlo a simple vista es la volva, una especie de bolsa blanquecina que rodea por abajo al tallo. Pero muchas veces el hongo se encuentra desprendido, o la volva queda semienterrada o escondida por las hojas caídas del árbol. De hecho, encontraron sobre el terreno algunas que estaban así, casi ocultas, y que un recolector confiado podía haber pasado por alto. La imprudencia más grande, según decía el informe, había sido permitir que una chica de la edad de Valentina la acompañara en la recolección. Lo que ellos consideraban como hipótesis más probable es que Valentina hubiera juntado una parte de los hongos sin reparar en esta cuestión de la volva y que al llevárselos ya desprendidos del suelo mi madre no había alcanzado a reconocerlos.

– ¿Y cuál era tu hipótesis?

– Kloster. Había sido él otra vez. Había reaparecido, cuando yo pensaba que todo había terminado. Lo supe apenas recibí la llamada de Bruno. Creí en ese momento, cuando mencionó el nombre del hongo, que si abría la boca me pondría a gritar. Porque yo misma le había dado la idea.

– ¿Le habías dado la idea? ¿Qué querés decir?

– Durante el año que trabajé con él cada tanto me hacía recortar y guardar noticias policiales que aparecían en el diario y que le intrigaban por uno u otro detalle. Una vez me hizo recortar la noticia de una abuela que había cocinado sin darse cuenta hongos venenosos para ella y para su nieta. Las dos habían muerto en una agonía terrible al cabo de unas horas. Lo que le había llamado la atención es que la abuela se consideraba a sí misma una recolectora experta. Me dijo en ese momento que la gente experta era muchas veces también la más descuidada, y que para imaginar crímenes en sus novelas siempre le interesaba aquello, el error de los entendidos. En la nota se mencionaba al pasar que los hongos venenosos eran justamente de esta variedad, Amanita Phalloides. Yo le expliqué entonces por qué era tan fácil confundirlos con los hongos comestibles. Le hice incluso un dibujo, con el sombrero, el tallo, el anillo y la volva. Le hablé de otras variedades menos conocidas pero también peligrosas. Estaba orgullosa de poder contarle algo sobre lo que yo sabía. Me preguntó, sorprendido, dónde había aprendido aquello y entonces le conté… Le conté todo: cómo mi madre nos había enseñado a los tres hermanos con sus láminas. El bosquecito detrás de la casa en Villa Gesell. La tarta de setas del aniversario. El chiste que teníamos con mi padre sobre su sacrificio de una vez por año.

– Pero no sabía la fecha exacta del aniversario, ¿o sí?

– Sí. Sí la sabía, y no creo que la haya olvidado. El 28 de diciembre. Yo la mencioné al pasar y él me preguntó si mis padres habían elegido esa fecha por alguna razón en especial. Había leído en uno de sus libros sobre religión que después de la matanza de los santos inocentes, muchas parejas cristianas elegían ese día para casarse, como un simbolismo para sobreponer a la muerte, la señal de la reanudación de un ciclo. Pero hubo todavía algo más: yo no lo había visto nunca otra vez en todo ese tiempo. Desde la muerte de Ramiro no me lo había vuelto a encontrar, en ningún lado. Y sin embargo, el día del entierro, cuando nos retirábamos del cementerio, estaba ahí.

– ¿Querés decir que fue al entierro de tus padres? -pregunté con incredulidad.

– No. Lo vi de lejos, en una de las calles laterales, junto a una de las tumbas, supongo que la de su hija. Estaba en cuclillas, con la mano extendida hacia la lápida y parecía hablarle, o me pareció ver que movía los labios. Pero creo que fue deliberadamente ese día, para que yo lo viera.

– ¿No podría ser una coincidencia? Quizá fuera la fecha del cumpleaños de la hija. O el día de la semana que elegía para visitar la tumba.

– No; el cumpleaños de ella era en agosto. Yo creo que estaba ahí con un único propósito: dejarse ver, para que yo supiera que esas muertes también habían sido parte de su venganza. Que no estábamos, como yo había creído, equiparados. En realidad él me lo había advertido desde el principio. Me lo había dicho con todas las letras. Sólo que yo no supe entenderlo.

– ¿Te había dicho… qué?

– Lo que me ocurriría. Pero no me creerías si te lo digo. Ya me pasó una vez: mi propio hermano no me creyó. Deberías verlo por vos mismo -y se inclinó un poco hacia delante, como si se decidiera a revelarme una parte-. Tiene que ver con la Biblia que me dio en la audiencia.

Había bajado la voz al decirme esto y quedó en suspenso, con los ojos fijos en mí, como si me hubiera hecho parte de su secreto más celosamente guardado y no confiara del todo en que yo estaría a la altura de la revelación.

– ¿La trajiste? -pregunté.

– No, no me decidí a traerla. No quise sacarla de mi casa porque es a la vez la única prueba que tengo contra él. Quería pedirte que me acompañaras ahora, para mostrártela.

– ¿Ahora? -pregunté, sin poder evitar consultar mi reloj. Empezaba a anochecer y advertí que la había escuchado durante más de tres horas. Pero Luciana no parecía dispuesta a soltarme.

– Podríamos ir ahora, sí. Es un viaje de subte. En realidad iba a pedirte de todos modos que me acompañaras a casa. Últimamente me da mucho miedo volver sola cuando oscurece.

¿Por qué dije que sí cuando todo adentro de mí decía que no? ¿Por qué no la despedí con cualquier excusa, y puse mil kilómetros de distancia? Hay veces en la vida, pocas veces, en que uno alcanza a percibir la bifurcación vertiginosa, fatal, de un pequeño acto. La propia ruina que acecha detrás de una decisión trivial. Sabía esa tarde, por sobre todas las cosas, que no debía escucharla más. Y sin embargo, como si no pudiera resistirme a la inercia de la compasión, o de los buenos modales, me puse de pie para seguirla a la calle.