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Caminamos en el frío hacia la boca del subte. Se había hecho casi la hora de la cena y con los negocios cerrados la ciudad se veía desanimada y oscura. La gente desaparecía hacia sus casas y las calles tenían esa cualidad desértica y silenciosa de los domingos cuando se aproxima la noche. En la avenida, que estaba algo más concurrida, tuve que apurarme para seguir los pasos de Luciana. Todos los signos de nerviosismo que yo había espiado en ella mientras conversábamos, ahora en la calle parecían acentuarse, como si se creyera verdaderamente perseguida de cerca por alguien. Cada tres o cuatro pasos giraba la cabeza hacia atrás en un movimiento involuntario y al llegar a las esquinas miraba en las dos direcciones la gente y los autos. Cuando nos deteníamos frente a un semáforo se llevaba la mano furtivamente a la boca para despellejarse los dedos y la vigilancia de sus ojos a uno y otro lado no parecía tener descanso. En el andén del subte se paró muy por detrás de la línea amarilla y miraba por encima de mi hombro cada persona que se nos acercaba. Durante el trayecto, que fue muy corto, apenas cambiamos palabras, como si ella necesitara toda su atención para registrar las caras dentro del vagón y estudiar a los pocos pasajeros nuevos que subían en cada estación. Sólo pareció tranquilizarse otra vez cuando salimos del subte y doblamos en una de las esquinas, desde donde me señaló su edificio en la mitad de la cuadra, como si fuera una fortaleza segura a la que llegábamos después de una peripecia llena de peligros. Vivía, me dijo, en el último piso, y me indicó en lo alto un gran balcón que sobresalía a la calle. Subimos todavía en silencio en el ascensor y salimos a un espacio estrecho con pisos de parquet y puertas con las letras A y B en cada uno de los extremos. Luciana se dirigió hacia la izquierda y abrió la puerta de su departamento con una mano todavía algo temblorosa. La seguí adentro de un living muy grande, que se extendía en L hacia uno de los costados. Ella lo cruzó con pasos rápidos hacia el ventanal por donde entraba la noche y cerró las cortinas con un gesto de fastidio. Me dijo que mil veces le había pedido a su hermana que corriera las cortinas antes de salir a la calle. No le gustaba llegar de noche y ver ese rectángulo negro. Pero su hermana parecía hacérselo a propósito.
– ¿Y dónde está ella ahora? -pregunté.
– En la casa de una amiga, con la que hacen la revista del colegio. Tenían que diagramar la tapa. Me dijo que volvería tarde, quizá incluso se quede a dormir allá esta noche.
Lo había dicho sin mirarme, mientras recogía una taza que había quedado sobre un mueble y encendía una lámpara sobre una mesita baja de vidrio. Apagó la luz principal y el cuarto quedó en media penumbra. Yo todavía estaba de pie, sin decidirme a sentarme en el sillón que ella había liberado de papeles, con la sensación cada vez más aguda de haber caído en una trampa cuidadosamente preparada. Luciana me miró de pronto, como si recién ahora reparara en mi inmovilidad.
– Puedo preparar algo de comer, si querés; ¿qué te parece?
– No -dije, y miré mi reloj-. Gracias. Solamente un café. Me tengo que ir en media hora: todavía no preparé mi clase de mañana.
Me miró fijamente, y sostuve como pude su mirada. Parecía herida, y algo humillada, como si se le hubiera cruzado el mismo pensamiento que a mí: cuánto habría dado yo por un ofrecimiento así en otra época.
– Me dijiste que sería sólo un momento -dije, cada vez más incómodo-. Por eso te acompañé. Pero tengo que dar clase mañana temprano.
– Está bien -dijo-: un café. Ya lo traigo. Y podés sentarte de todos modos.
Desapareció en dirección a la cocina y me senté en uno de los sillones solemnes y mullidos que rodeaban la mesita. Miré alrededor: la araña de caireles, los muebles oscuros y pesados, el crucifijo de metal en una de las paredes, los objetos amontonados en una bibliotequita, todo daba la impresión de un lugar detenido en el tiempo, con una decoración anticuada, severa, que habría elegido la madre muchos años antes, quizá con muebles heredados, y que las hijas, ahora solas, no habían tenido fuerzas para cambiar. Había una fotografía con un marco de plata junto a la lámpara. Allí estaban todos. Era un atardecer en la playa, seguramente en Villa Gesell, y las caras se veían enrojecidas por el sol y felices. El padre, de pie, cargaba una sombrilla; la madre alzaba una canasta, y los tres hijos estaban sentados en la arena, como si todavía no quisieran irse. Vi a Luciana, otra vez delgada y jovencísima, detrás de su hermanita. Luciana tal como la había conocido. Casi tuve que cerrar los ojos para apartar la imagen. Escuché sus pasos que volvían de la cocina y traté de volverla a su lugar, pero no logré desplegar a tiempo el soporte detrás del marco. Luciana dejó la bandeja con las tazas sobre la mesa y la alzó para mirarla también por un instante.
– Es la última foto en la que estamos todos juntos -dijo-. Fue el verano antes de que te conociera. Mi hermano Bruno todavía no estaba recibido. Y yo tenía la misma edad que Valentina ahora. Sólo que era un poco más madura, creo -dijo y dejó la foto otra vez bajo la lámpara. Tomó un sorbo de su café y volvió a levantarse, como si se hubiera olvidado lo más importante-. Voy a traer la Biblia -dijo.
Desapareció en el pasillo que conducía a las habitaciones y pasaron dos o tres minutos. Cuando la vi regresar tuve otra vez la sensación de alarma cercana al miedo que provoca la locura ajena. Se había puesto unos guantes de látex que le llegaban más arriba de las muñecas y traía el gran libro sostenido delante del cuerpo, como si fuera la sacerdotisa de un rito propio y portara una reliquia que pudiera desintegrarse. Debajo de uno de los brazos sobresalía una caja de cartón rectangular. Dejó el libro sobre la mesa y me extendió la caja.
– Son los guantes que usaba en la facultad para las pruebas de laboratorio -dijo-. Están las huellas de Kloster en la página y es la única prueba que tengo contra él. No quisiera que se mezclen con otras.
Me los puse con dificultad, porque eran demasiado estrechos, y juré para mis adentros que sería la última concesión que me arrancaría. Recién cuando me vio las dos manos enfundadas deslizó hacia mí el libro, que era verdaderamente imponente y muy hermoso, con tapas de cuero grabadas, el canto de las hojas dorado y un cordoncito rojo como señalador.
– La noche en que murieron mis padres, apenas me llamó Bruno, me acordé de esta Biblia que él me devolvió en la audiencia. Cuando colgué el teléfono, antes de salir para el hospital, la abrí en la página que había quedado señalada. Así como te la doy me la entregó Kloster: con el cordón en esa página.
Abrí el libro donde estaba marcado, no muy lejos del principio. Era el relato del Antiguo Testamento sobre el primer asesinato, la muerte de Abel a manos de su hermano, y el ruego último de Caín, cuando Dios lo castiga al destierro. Leí en voz alta, con un tono de interrogación, sin estar muy seguro si era el párrafo al que ella se refería: «Tú hoy me arrojas de esta tierra y yo iré a esconderme de tu presencia y andaré errante y fugitivo por el mundo; por lo tanto, cualquiera que me halle, me matará».
– Un poco más abajo, la promesa que recibe de Dios.
– «No será así: antes bien, cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor.»
– Un castigo siete veces mayor. ¿Te das cuenta? Esa era la línea que Kloster quería que leyera. La que me estaba destinada. Durante el tiempo que trabajé con él me dictaba una novela que nunca publicó sobre una secta cainita que toma al pie de la letra esta proporción para vengar a los suyos. La ley divina, la que había establecido Dios para ellos, no era ojo por ojo, diente por diente. Era siete por uno.
Su mirada se había clavado otra vez en mí con una fijeza ansiosa, como si vigilara en mi cara la menor aparición de un gesto de incredulidad. Le devolví la Biblia y me quité los guantes.
– Siete por uno… pero no se cumplió exactamente, ¿no es cierto? -dije, sin dejar de estudiarla. Me daba cuenta de que empezaba de verdad a temerle.
– Dios mío, ¿no te das cuenta? Se está cumpliendo paso a paso. Y si nadie se entera, si nadie lo detiene, seguirá y seguirá.
– Todavía ni siquiera veo -dije- cómo podría haber sido él en los dos primeros casos que me contaste.
– Sí, eso era también lo más enloquecedor para mí. Desde que abrí la Biblia y vi esa frase ya no tenía más dudas de que había sido él, pero no podía todavía imaginar cómo lo habría hecho cada vez. Sólo pensaba en esto. Dejé incluso de comer en esos días, sentía como si tuviera una fiebre mental que me impedía hacer cualquier otra cosa. En realidad sí creía saber cómo había hecho en el caso de mis padres. Sólo había tenido que seguirme durante el primer verano hasta mi casa para ubicar el bosquecito de los hongos. Era el único dato que le faltaba. Yo creo que volvió a viajar a Villa Gesell en secreto uno o dos días antes de la fecha del aniversario y dispersó hongos venenosos entre los comestibles, pero sin las volvas, para que no hubiera modo de distinguirlos. Les arrancó las volvas. Y antes de irse se cuidó de dejar dos o tres enterradas con hojas y ramitas, para el caso de que hubiera después un peritaje.
Traté de imaginar a Kloster, el Kloster que aparecía en los diarios y afiches, ocupado en esos desplazamientos jardineriles.
– Supongo que es posible, aunque suena un poco complicado: parece más bien el tipo de crimen que hubiera elegido para una de sus novelas -dije. Pero a la vez, y quizá por eso mismo, tuve que admitir para mis adentros, no me parecía tan irrazonable-. ¿Y cómo se las habría arreglado en el caso de tu novio?
Luciana me miró con ojos brillantes, como si fuera a confiarme una fórmula prodigiosa que ella sola contra el mundo había encontrado.
– La taza de café con leche. Ésa era la clave. Me desperté un día de madrugada, sobresaltada con la solución: recordé de pronto la discusión que había tenido con Ramiro, sobre la camarera y el café con leche que me llegaba frío. Yo había pensado que era una pequeña maldad dedicada a mí para molestarme, pero en realidad, ahora que lo veía a la distancia, no era más que una conducta típica de los mozos: para ahorrarse un trayecto la chica a veces esperaba a que le pusieran en la bandeja, junto con el nuestro, el pedido de alguna otra mesa. Como era la única camarera que atendía afuera, también era muy frecuente que los pedidos quedaran por un minuto o dos sobre la barra, hasta que ella volvía a entrar. Kloster estaba sentado exactamente ahí, en el lugar donde la dueña dejaba las bandejas con las tazas. Y sabía muy bien que yo tomaba café con leche, de manera que sabía también que la taza de café negro tenía que ser la de Ramiro. Sólo tuvo que esperar al primer día de mar dudoso, para que pudiera confundirse con un accidente.
– ¿Querés decir que envenenó el café de tu novio?
– No creo que haya sido un veneno: hubiera sido demasiado arriesgado. Él tenía que saber que habría después una autopsia de rutina. Yo creo que eligió una sustancia que los forenses en principio no buscaran, algo que pudiera provocarle una arritmia, o un principio de asfixia, o quizá calambres masivos. Él fue nadador y seguramente sabe, por ejemplo, que el drenaje brusco de potasio provoca calambres. Pudo ser simplemente un diurético poderoso. Al principio, apenas me di cuenta de cómo había ocurrido todo, pensé que debía convencer a los padres de Ramiro para que exhumaran el cadáver, pero ahora creo que sería peor. Estoy segura de que también esto lo calculó bien: no se encontraría nada y él quedaría otra vez fuera de sospechas.
– ¿Y le contaste algo de todo esto a alguien?
Su mirada volvió a nublarse.
– A mi hermano. Esa madrugada, cuando todo se aclaró para mí, fui a verlo a su guardia en el hospital. Creo que estaba un poco exaltada: llevaba desde el entierro varios días sin dormir. Me temblaban las manos y tenía una especie de excitación febril. Le mostré la Biblia y le conté del juicio, de la muerte de la hijita de Kloster, de los cainitas y las venganzas de siete por uno. Le expliqué cómo pensaba yo que había planeado las muertes en cada caso. Pero creo que me enredé un poco: no podía contarlo con la misma claridad con que había visto todo. A partir de un momento advertí que había dejado de escucharme y que me estaba estudiando con ojos médicos. Parecía verdaderamente alarmado. Me preguntó cuánto tiempo llevaba sin dormir y se fijó en el temblor de mis manos. Me dijo que esperara allí y salió por unos segundos de la salita. Había dejado el libro que estaba leyendo sobre el escritorio. Lo di vuelta, porque me pareció ver algo horriblemente familiar en la tapa. Era una novela de Kloster. Creo que en ese momento me derrumbé. Mi hermano reapareció con una médica psiquiatra que también estaba de guardia en el hospital, pero yo no quise contestar ninguna pregunta. Me daba cuenta perfectamente de lo que estaban pensando. La médica me explicó que me darían un sedante para dormir. Me hablaba con una vocecita asquerosamente calma, como si le estuviera explicando algo a una criatura. Mi propio hermano me dio la inyección. Mi propio hermano, que durante la guardia leía a Kloster.
– Si era la novela que publicó ese año, no me parece demasiado extraño: tuvo todavía más éxito que la anterior, era difícil en todo caso encontrar alguien que no estuviera leyéndola.
– Justamente. Por eso me abrumó tanto. Me di cuenta de la perfección de su plan. No era nada extraño: era lo natural. Que todo se inclinara a su favor. Es lo que te decía al principio: ésa fue la parte quizá más maquiavélica. Estar en todas las bocas. Convertirse en alguien público. Situarse en una esfera más allá del mundo de los simples mortales. Para que cuando yo intentara señalarlo todos me miraran con la cara que puso mi hermano, y corrieran a buscar psiquiatras.
– Pero después de que te dieron el sedante…
– Me dieron otro sedante y después otro. Para decirlo de manera elegante, fue algo así como una cura de sueño. Hasta que me di cuenta de lo que debía hacer para salir de esa clínica y que dejaran de pincharme. Sólo tenía que evitar que se me escapara la palabra con K.
Una lágrima de impotencia le corrió mejilla abajo. Se quitó con dos tirones bruscos los guantes. Sus manos, que reaparecieron algo enrojecidas, parecían más temblorosas que antes.
– Bien, creo que ya te dije lo peor. Pero quería que lo supieras todo. Estuve internada dos semanas y cuando salí, había aprendido la lección. No volví a hablar con nadie más de esto. El tiempo empezó a pasar otra vez. Pasó un año entero y después otro. Pero esta vez yo no me engañaba. Sabía que era parte de su estrategia. Que las muertes se espaciaran. Eso fue quizá lo más terrible: la espera. Me alejé de mis amigas; me quedé sola. No quería a nadie cerca de mí. No sabía por dónde vendría el próximo golpe. Tenía terror sobre todo por Valentina, que había quedado a mi cargo, porque mi hermano ya se había mudado a su propio departamento. No me animaba a dejarla sola en ningún momento. Esa espera que se prolongaba, vivir en vilo, la demora, era lo más intolerable. Trataba en ese tiempo de seguirle el rastro por los diarios, de averiguar por las noticias el itinerario de sus viajes y dónde podría estar él. Sólo tenía unos días de tregua cuando sabía que estaba fuera del país. Hasta que finalmente ocurrió. Fue hace cuatro años. Me llamó de madrugada un comisario. Había entrado un ladrón en la casa de mi hermano y lo había matado. Mi hermano, que creía que yo estaba loca, ahora estaba muerto. Eí comisario no me dijo nada más pero ya estaban en todos los noticieros los detalles macabros. Mi hermano no se había resistido, pero el ladrón tuvo una saña especial, como si hubiera algo más entre ellos. Llevaba un arma, pero prefirió matarlo con las manos desnudas. Le quebró los dos brazos. Le arrancó los ojos. Creo que hizo algo todavía más horrible después con su cuerpo: nunca me animé a leer hasta el final el informe forense. Cuando la policía lo atrapó todavía tenía en la cara sangre de mi hermano.
– Me acuerdo. Me acuerdo perfectamente -dije, asombrado de no haber hecho nunca la conexión-: era un preso de una cárcel de máxima seguridad, que salía a robar con permiso de la guardia penitenciaria. Pero al menos en este caso está claro que no fue Kloster.
– Sí fue Kloster -me dijo con los ojos llameantes.
Por un momento tuve una sensación de irrealidad. La boca de ella tenía un rictus colérico. Lo había dicho de una manera tajante, con la determinación sombría de alguien ganado para una causa fanática, que no admite ninguna contradicción. Pero apenas un instante después rompió a llorar, en un murmullo apagado, con espasmos silenciosos, como si el esfuerzo de haber llegado hasta ahí la hubiera extenuado. Sacó un pañuelo de su cartera y lo estrujó en su puño después de secarse los ojos. Cuando se repuso su voz sonaba otra vez como antes, controlada, extrañamente calma y distante.
– Mi hermano trabajaba en esa época en la guardia hospitalaria de la cárcel. Parece que fue ahí donde conoció a la mujer de este preso. Por desgracia tuvo algo con ella; los dos creían que estaban seguros porque este hombre debía cumplir una cadena perpetua. Nunca se imaginaron que tendría un arreglo con los guardias para salir a robar. Hubo un gran escándalo cuando todo salió a la luz. Los de Asuntos Internos tuvieron que hacer una investigación exhaustiva. Fue entonces cuando descubrieron las cartas. Alguien le había estado enviando al preso cartas anónimas a la prisión, donde le contaba detalles de los encuentros entre mi hermano y su mujer. Las cartas están en el expediente judicial y yo pude verlas. La escritura está desfigurada, por supuesto. Con faltas de ortografía y errores gramaticales bien estudiados. Pero Kloster me dictó a mí durante casi un año y no hubiera podido engañarme. Era el estilo de él. Unas cartas minuciosas, deliberadas, con detalles hirientes. Pensadas línea por línea para enloquecer y humillar a cualquier hombre. Las escenas… físicas eran seguramente inventadas, pero daba datos muy precisos del bar donde se encontraban, de la ropa que llevaba ella cada vez, de cómo se burlaban entre los dos de él. Esas cartas fueron en realidad el arma del crimen. Y el que las escribió fue el verdadero asesino.
– ¿Le dijiste algo de esto en ese momento a la policía?
– Pedí hablar con el jefe a cargo de la causa: el comisario Ramoneda. Un hombre que parecía al principio muy amable y dispuesto a escuchar. Le conté todo: el juicio, la muerte de Ramiro, el envenenamiento de mis padres, los rastros que había reconocido del estilo de Kloster en esas cartas anónimas. Me escuchó sin decir ni una palabra, pero me di cuenta de que no le gustaba la dirección que podía tomar todo el asunto si decidía tomarme en serio. Para ellos, al fin y al cabo, era un caso claro y cerrado. Creo que temía sobre todo que pudieran acusarlo, en medio de aquel escándalo, de querer desviar la culpa del servicio penitenciario. Me preguntó si entendía la gravedad de la acusación que estaba haciendo y la ausencia absoluta de pruebas en todo lo que le había dicho. Pero anotó de todos modos el nombre de Kloster y me dijo que enviaría a uno de sus hombres para hablar con él. Pasaron dos o tres días y recibí un llamado para que volviera a su despacho. Apenas entré me di cuenta de que algo había cambiado en él. Me hablaba con un tono entre paternal y amenazador. Me dijo que de acuerdo a lo delicado que era el caso y a todo lo que estaba en juego había decidido ir él mismo a visitar a Kloster, porque no podía permitirse dejar ninguna pista suelta, por absurda que pudiera parecer. Kloster había tenido, me dijo, una deferencia especial: estaba por salir a una recepción en la Embajada Francesa y de todas maneras se había hecho un tiempo para recibirlo en su estudio. No me contó nada sobre la entrevista pero era evidente que Kloster se las había arreglado para impresionarlo: seguramente terminaron hablando de sus novelas policiales. Antes de que yo pudiera hacerle ninguna pregunta sacó una hoja manuscrita con mi letra que puso sobre el escritorio y que reconocí de inmediato. Era una carta que yo le había enviado a Kloster después de la muerte de mis padres. Una carta donde le pedía perdón por haber iniciado esa demanda.
– ¿Le enviaste una carta de disculpa a Kloster? De esto no me habías dicho nada.
– Fue cuando salí de esa clínica. Yo estaba confundida, aterrada. No quería vivir el resto de mi vida a la espera de que murieran todos los que estaban a mi alrededor. Creí que si le pedía perdón humildemente, que si le rogaba y me atribuía toda la culpa, se detendría. Fue un error, en un momento de desesperación. Pero cuando traté de explicárselo al comisario, él sacó otro papel: el registro de mi ingreso a la clínica psiquiátrica donde me hicieron la cura de sueño. Dijo que, por supuesto, había tenido que investigarme también un poco a mí. Cambió entonces de tono, como si me hubiera dejado al descubierto y ya no quisiera perder más tiempo conmigo. Me preguntó si me daba cuenta de que con la misma falta de pruebas alguien suficientemente imaginativo o trastornado podría también señalarme a mí. Después volvió a su tono paternal y me aconsejó que aceptara las cosas tal como habían ocurrido: la muerte de mi novio había sido un accidente por negligencia, la de mis padres una tragedia, pero no había nada más allí. Ellos ahora tenían al asesino de mi hermano y esto sí que era otra cosa: ¿no me acordaba yo acaso que habían encontrado a esa bestia con sangre de mi hermano todavía en la boca? ¿Quería yo ahora que lo dejaran ir para perseguir a un escritor que tenía la cruz de honor de la Legión Francesa y con el que yo había tenido no sé qué problemita personal cinco o seis años atrás? Se levantó de su silla y me dijo que no podía ayudarme más, pero que había un fiscal de la causa por si yo quería ir con mis historias a él.
– Pero no fuiste -dije.
Me miró con una expresión derrotada.
– No, no fui -dijo.
Hubo un largo silencio desamparado, como si al terminar de contarlo todo sólo hubiera logrado encerrarse más en sí misma. Había quedado encogida en el sillón, un poco encorvada hacia delante, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y sus hombros y su cabeza se movían en pequeñas sacudidas, con un balanceo involuntario. Parecía a punto de tiritar.
– ¿No quedó nadie de tu familia que pudiera ayudarte?
Negó con la cabeza, con una lentitud resignada.
– De mi familia sólo quedan mi abuela Margarita, que está desde hace años postrada en un geriátrico, y mi hermana Valentina, que todavía no terminó el colegio.
– ¿Qué ocurrió después? Porque desde la muerte de tu hermano ya pasaron algunos años, ¿no es cierto?
– Cuatro años. Está dejando pasar otra vez el tiempo. Estos períodos son para mí el peor martirio. Vivo casi enclaustrada, vigilando constantemente a Valentina. Me volví obsesiva con los cruces de calle, las cerraduras, las llaves del gas. Pero por supuesto ya no puedo controlar del todo a mi hermana. No puedo evitar que salga cada tanto con sus amigas. Dios mío, a veces incluso la seguí sin que lo supiera, para asegurarme de que él no estuviera detrás de ella. Sólo voy los sábados a la tarde a ver a mi abuela, pero dejé un papel firmado para que no se le permita ninguna visita que no sea la de nosotras dos. Temo que él pueda entrar con cualquier excusa, con un disfraz…
– Pero por lo que me contaste hasta ahora parece preferir métodos siempre indirectos. ¿O creés que se arriesgaría personalmente?
– No sé. No sé. Es enloquecedor no saber qué vendrá a continuación. Yo traté de tomar todas las precauciones posibles. Pero no pueden tomarse todas las precauciones posibles. Es tan difícil… En todos estos años no había vuelto a verlo y aunque no me olvidaba en ningún momento, esta espera había llegado a parecerme a mí misma lejana, irreal. Como si estuviera sostenida sólo por mí. Porque solamente yo sabía. Solamente yo y él. Hasta que ayer lo vi otra vez. Creo que fue un descuido de su parte. Creo que por primera vez tengo una ligera ventaja. O quizá no, tal vez está tan confiado que se dejó ver, como en el cementerio. Yo había salido de la visita a mi abuela y entré a una tienda de muebles antiguos que está debajo del geriátrico. En un momento miré hacia la calle a través de la vidriera y lo vi de pie en la vereda de enfrente, con la mirada clavada en las ventanas altas del geriátrico. El semáforo le permitía cruzar, pero él estaba inmóvil junto al cordón, como si estuviera estudiando la fila de ventanas o un detalle de la arquitectura del edificio. No me vio. Miró todavía unos segundos más hacia arriba y después dobló hacia la otra esquina para alejarse, sin llegar a cruzar la calle.
– ¿Es un edificio antiguo? ¿No podía ser que estuviera admirando un vitraux o las molduras de los balcones?
– Sí, quizá: supongo que eso es lo que diría él. Pero mi abuela está en una de esas habitaciones altas que dan a la calle.
– Ya veo… Y esto ocurrió ayer. ¿Fue por eso que decidiste llamarme?
– Fue por eso y por algo más. Algo que sería casi cómico si me quedaran ganas de reírme. Mi hermana está ahora en el último año del colegio secundario y hace algo más de un mes la profesora de literatura decidió darles a leer la novela de un autor contemporáneo. Entre todos los escritores argentinos adiviná a quién eligió.
– No sabía que Kloster había llegado a los colegios secundarios: supongo que debe alborotar bastante a los adolescentes.
– Sí, creo que ésa es la palabra, si uno quisiera decirlo con suavidad. Valentina quedó totalmente trastornada con la novela, creo que se la terminó en dos días. Nunca la había visto antes interesarse por un libro pero durante estas últimas semanas devoró todos los libros de Kloster que encontró en la biblioteca del colegio. Y después… convenció a su profesora para que lo invitaran al colegio, a charlar con los alumnos. Ayer a la noche me contó que Kloster había aceptado. Estaba feliz, radiante, porque lo conocería en persona. Y me dijo algo que me dejó temblando: que iba a intentar hacerle una entrevista para la revista del colegio.
– ¿Pero no le contaste nada en estos años? ¿No sabe ella acaso…?
– No. Hasta ahora preferí no decirle nada: era muy chica cuando yo iba a la casa de Kloster y para ella era solamente un escritor, sin nombre, que me dictaba por las mañanas. Ni siquiera imagina nada de todo lo demás. Preferí que pudiera tener una vida normal, hasta donde nos era posible. Nunca imaginé que fuera a meterse ella misma en la boca del lobo. Cuando ayer me contó esto creí que me pondría a gritar delante de ella. Pasé la noche sin dormir. Y de pronto me acordé de vos.
Me miró, y fue como si extendiera hacia mí una mano suplicante.
– Me acordé de que vos también sos escritor. Y se me ocurrió que quizá pudieras encontrar una manera de hablarle. Hablar por mí.
Estalló de pronto en un llanto crispado y como si ya no le importara contenerse me dijo, casi en un grito:
– No quiero morir. Al menos no quiero morir así, sin ni siquiera saber por qué. Esto es solamente lo que quería pedirte.
Supongo que hubiera debido, en ese momento, tratar de abrazarla, pero no pude hacer el primer movimiento y sólo me quedé allí, petrificado, aterrado por la violencia de su llanto, a la espera de que lentamente se calmara.
– Claro que no vas a morir -le dije-. Nadie más va a morir.
– Sólo quiero saber por qué -repitió ella detrás de la bruma de lágrimas- sólo quiero que hables con él y le preguntes por qué. Por favor -volvió a suplicarme-, ¿harías eso por mí?