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– ¿Kloster?
– ¿Sí?
La voz sonó grave y áspera, con un tono un poco impaciente, como si hubiera levantado el teléfono en medio de algo.
– Me pasó su número Campari -dije, dispuesto a mentir todas las veces que fueran necesarias. Pronuncié mi nombre y quedé en vilo. Creí que estaba arriesgando en el principio una ficha demasiado alta, pero no pareció despertar del otro lado el menor reconocimiento-. Yo también publiqué mis dos primeras novelas con Campari -agregué, no muy seguro de que aquello sirviera de contraseña.
– Ah sí, claro que sí: el autor de La decepción.
– La deserción -corregí, algo humillado, y aclaré, en un reflejo defensivo-. Ésa fue la primera.
– La deserción, claro, ahora me acuerdo mejor. Un título curioso, bastante extremo para una primera novela. Recuerdo que traté de imaginar cómo llamaría a la segunda. ¿Con el rabo entre las patas? Parecía que en esa época usted sólo hubiera leído a Lyotard: estaba ansioso por abandonar antes de empezar. Aunque también había algo hacia el final de Las ilusiones perdidas, ¿no es cierto? Me alegro de que después haya escrito otra. Ésa es la paradoja de los que anuncian deserciones, límites, caminos sin salida: que después quieren, de todos modos, escribir la próxima. Yo hubiera apostado que usted se dedicaría a la crítica. Creo que en algún momento vi su nombre debajo de alguna reseña. Una reseña con todas las palabritas. Y pensé que no me había equivocado.
¿Habría leído entonces, quizá también, la nota que había escrito sobre sus libros? Nada en su tono permitía saberlo definitivamente. Pero al menos todavía no había colgado el teléfono.
– Hice críticas durante un par de años -dije-. Pero nunca dejé de escribir: mi segunda novela, Los aleatorios, apareció el mismo año que su Día del muerto, aunque no con tanta suerte. Y en estos años escribí otras dos más -dije, herido a mi pesar de que mis libros le resultaran tan desconocidos.
– No me enteré, supongo que debería estar más atento a las novedades. Pero me alegro por usted: de profeta del abandono ya está por convertirse en un autor prolífico. Aunque seguramente no me llama para hablar de sus libros ni de los míos.
– En verdad sí -dije-. Lo llamo porque estoy por escribir ahora una novela sobre una historia real…
– ¿Real? -me interrumpió, con un tono de burla-. Cuántos cambios. Creí que usted abominaba de los realismos y que sólo le interesaba no sé qué experimento arriesgadísimo del lenguaje.
– Tiene razón -acepté, dispuesto a dejar pasar los golpes-. Esto es muy diferente de todo lo que escribí hasta ahora. Es algo que me contaron y quisiera transcribir exactamente, casi como una crónica, o un reportaje. De todas maneras, suena tan increíble que nadie lo confundiría con un caso verdadero. Salvo, quizá, las personas involucradas. Es por eso que lo llamo -dije, y quedé a la espera de su reacción.
– ¿Soy una de las personas involucradas? -parecía divertido y todavía ligeramente incrédulo.
– Yo diría que es el personaje principal.
Hubo un silencio del otro lado, como si Kloster ya tuviera el presentimiento correcto y se preparase a jugar una partida diferente.
– Ya veo -dijo-. ¿Y de qué trata esa historia que le contaron?
– De una sucesión de muertes inexplicables, alrededor de la misma persona.
– ¿Una historia de crímenes? ¿Así que piensa internarse en mis territorios? Lo que no entiendo -dijo después de un segundo- es cómo podría ser yo el protagonista de una historia así. ¿Soy acaso la próxima víctima? -preguntó en un tono de fingida alarma-. Sé que algunos escritores de su generación quisieran verme muerto lo antes posible, pero siempre pensé que era metafórico, espero que no estén dispuestos a pasar a la acción.
– No; no sería la víctima, sino más bien la persona detrás de estas muertes. Eso es lo que parece creer, al menos, la persona que me lo contó. -Y pronuncié el nombre completo de Luciana. Kloster soltó al escucharlo una risa seca y desagradable.
– Me preguntaba cuánto más demoraría en decirlo. Así que la dama de Shalott volvió a la carga. Supongo que debería estar agradecido: la última vez me envió un policía, se está refinando un poco con sus embajadores. Lo que no puedo creer es que alguien todavía esté dispuesto a escucharla. Pero claro, usted tenía alguna relación con ella, ¿no es cierto?
– Hacía diez años que no la veía. En realidad, no sé todavía cuánto le creí. Pero sí lo suficiente como para decidirme a escribir la historia. Aunque no quisiera publicarla, por supuesto, sin conocer la versión suya.
– La versión mía… es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente será muy distinta de la de usted.
Aquello que acababa de oír me pareció una noticia providencial que acudía en mi ayuda. Después de todo, nada inquieta tanto a un escritor como enterarse de que alguien más ronda su tema. Sólo tenía ahora que jugar con cuidado mi carta.
– Si le parece -dije-, podríamos reunirnos cualquier día que tuviera un minuto de tiempo. Yo le mostraría estos papeles que escribí a partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería creerle, desistiría de toda la idea. No querría, por supuesto, publicar algo que pudiera dañarlo de manera gratuita.
Había dicho, como siempre, una palabra de más.
– Del modo en que lo plantea -dijo Kloster cortante- parece casi una extorsión. Ya me tocó una vez enfrentar las extorsiones de esa chica. ¿O de eso no le contó nada? Yo no tengo que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será suyo.
Su voz subía cada vez más y creí que estaba a punto de colgar.
– No, no, claro que no -traté de apaciguarlo-. Por favor, no soy un enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella, me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me pareció que estaba un poco trastornada.
– Un poco trastornada… Usted sí que es benévolo. En fin, si tiene eso en claro, no tengo problema en que nos reunamos y yo también le contaré un par de cosas. Además, hay algo por mi parte que me gustaría preguntarle, un detalle que quisiera incluir en la novela. Pero ya hablaremos. ¿Tiene usted mi dirección?
Dije que sí.
– Bien, lo espero entonces mañana a las seis de la tarde.