174010.fb2 La muerte lenta de Luciana B. - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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SEIS

– ¿Qué me parece? -dijo Kloster. Había hecho un gesto de aversión después de leer la última de mis hojas y apartó la pila que se había formado a un costado, como si no quisiera volver a verla. Se echó hacia atrás en su sillón y llevó las palmas hacia arriba hasta unirlas por sobre la cabeza. A pesar del frío que hacía afuera, tenía puesta solamente una camiseta de manga corta, y los brazos, largos y desnudos, formaron dos triángulos simétricos en suspenso.

Yo había pasado la noche sin dormir y no me sentía ahora con todas las luces para el enfrentamiento que se avecinaba. Había trabajado contra reloj para llevar adelante la pequeña farsa. Me había propuesto transcribir el relato de Luciana con la máxima exactitud, desde el momento en que había entrado en mi departamento. Había tratado de reponer una por una las preguntas que le había hecho, sus pausas, sus vacilaciones, aun sus frases interrumpidas. Pero había omitido todos mis pensamientos sobre ella y también -sobre todo- la impresión que me había provocado su aspecto y mis propias dudas sobre su estado mental. Sólo había quedado en el papel la sucesión desnuda de líneas de diálogo, el vaivén de las voces, tal como hubiera podido registrarlo un grabador. Había trabajado con la fijeza hipnótica que da la noche después de las horas, frotando una y otra vez el mismo recuerdo: la cara de Luciana en la penumbra creciente del cuarto y el grito aterrado con que me había suplicado que no quería morir. Había corregido y agregado detalles que reaparecían y desaparecían con la intermitencia cada vez más lenta de la memoria y en la madrugada, por fin, imprimí una veintena de páginas. Ése era el señuelo con que me había presentado, puntualmente, a las seis de la tarde, en la casa de Kloster.

Al tocar el timbre me había detenido en un instante de admiración ante la puerta de hierro imponente. Cuando el sonido de la chicharra me franqueó la entrada vi la gran escalera de mármol, los bronces, los espejos antiguos, con esa punzada de admiración cercana a la envidia que da la fortuna ajena, y no pude dejar de preguntarme cuántos miles y miles de ejemplares debían venderse para pagar en aquella zona una casa así. Kloster, que me esperaba en lo alto, me extendió la mano y me miró por un momento, como si quisiera asegurarse de que nunca nos habíamos visto antes. Era más alto de lo que hacían imaginar las fotos y aunque debía pasar ya los cincuenta, había algo poderoso en su figura erguida y juvenil, casi una jactancia de su estado atlético, que hacía recordar antes al nadador de mar abierto que al escritor. Pero aun así, y a pesar de la nota todavía vibrante que impartía su cuerpo, la cara estaba consumida, vaciada cruelmente, como si la carne se hubiera retirado para dejar aparecer el filo agresivo y desnudo de los huesos, y los ojos, en el mismo retroceso, se hubieran confinado a un nicho frío y celeste, desde donde me escrutaban con una fijeza desagradable. El contacto de su mano había sido rápido y seco y en el mismo movimiento me había señalado el camino a la biblioteca. No había condescendido al esbozo de una sonrisa, ni al intercambio de rigor de trivialidades, como si quisiera dejarme en claro desde el principio que no era del todo bienvenido. Pero a la vez, esta renuncia inicial a la cordialidad convencional allanaba paradójicamente el camino: ninguno de los dos debía hacerse ilusiones. Con todo, mientras me indicaba los sillones se ofreció a preparar café y yo, que había tomado taza tras taza desde la mañana para mantenerme despierto, igualmente acepté, y apenas desapareció en uno de los pasillos me levanté de mi sillón para mirar alrededor. La biblioteca era imponente, con estantes que llegaban cerca del techo. Aun así, no provocaban una sensación de agobió porque dos ventanales con vitraux daban respiro y alivio a las paredes. Había una lámpara de pie junto a otro sillón más apartado, donde Kloster seguramente se echaba a leer. Deambulé por las bibliotecas, dejando pasar el índice por el lomo de algunos libros. En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentada, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él sí y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso. En dirección opuesta a la que había tomado Kloster había otro pasillo más angosto y bajo que parecía conducir a las dependencias de servicio, o tal vez al estudio donde trabajaba. La luz ya demasiado débil de la tarde dejaba este pasadizo en penumbras, pero alcancé a ver que las paredes estaban tapizadas de ambos lados con pequeños cuadros con fotos. Me acerqué, atraído irresistiblemente, a la primera: era una nenita muy linda, de tres o cuatro años, con el pelo alborotado y un vestido a lunares que, parada sobre una silla, trataba de alcanzar la altura de Kloster. La cara del escritor estaba totalmente transformada, o quizá debiera decir, transportada, por una sonrisa de expectación, a la espera de que la mano en equilibrio llegara a tocar su cabeza. La foto tenía un corte a un costado, que avanzaba en ángulo hacia arriba, como si hubieran hecho desaparecer con una prolija tijera otra figura de la escena. Escuché los pasos que volvían de la cocina y regresé a mi lugar en el sillón. Kloster dejó dos jarros de tamaño militar sobre la mesita de vidrio y gruñó algo sobre la falta de azúcar en la casa. Se sentó frente a mí y se apropió inmediatamente de la carpeta transparente donde había llevado las hojas.

– Así que ésta es la historia -dijo.

Por casi cuarenta minutos eso fue todo. Kloster había sacado las hojas sueltas de la carpeta y las había dispuesto como una pequeña pila sobre la mesa. Las alzaba de a una para leerlas y empezó a formar una segunda pila al dejarlas otra vez boca abajo. Yo estaba preparado para que protestara, para que se indignara, para que a partir de cierto punto las arrojara a un costado o las rompiera, pero Kloster avanzaba sin emitir un sonido y sólo parecía cada vez más ensombrecido, como si al leer se fuera internando otra vez en un pasado que lo había agobiado y que comparecía ahora otra vez con sus fantasmas de largas manos. Apenas en un par de ocasiones movió con incredulidad la cabeza y cuando por fin terminó, quedó con los ojos mirando el vacío durante un momento de silencio larguísimo, como si yo hubiera desaparecido por completo para él. Tampoco me miró cuando le pregunté qué le había parecido y sólo repitió la pregunta, como si le llegara no de un interlocutor humano sino desde adentro de sí mismo.

– ¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió -y lo repitió despectivamente-, ¿a quién se le ocurriría?

– Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento -intenté explicarle. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.

– Algo cerrado, ya veo. Y usted ¿quién sería? ¿El abierto Ouvert?

Aquello me sorprendió doblemente. No hubiera imaginado que Kloster leyera a Henry James, pero mucho menos que me arrojara de la nada, como una provocación, el nombre de uno de sus personajes. Eso no podía significar sino una cosa: que Kloster había leído también mi serie de artículos sobre James. Y si había leído esos artículos, tuve que concluir, también habría visto aquel otro en contra suyo, que había aparecido en la misma revista, y estaba ahora jugando conmigo al gato y el ratón. Le dije sólo la primera parte: que no hubiera sospechado que podría interesarle Henry James. Esto pareció ofenderlo muchísimo.

– ¿Por qué? ¿Porque en mis novelas nunca hay menos de diez muertes y en las de James a lo sumo alguien no se casa con alguien? Usted, como escritor, no debiera dejarse confundir por detalles como crímenes y matrimonios. ¿Qué es lo que cuenta sobre todo en una novela policial? No los hechos por supuesto, no la sucesión de cadáveres, sino las conjeturas, las posibles explicaciones, lo que debe leerse por detrás. ¿Y no es exactamente esto, lo que cada personaje conjetura, la materia principal de James? El posible alcance de cada acción, el abismo de consecuencias y bifurcaciones… El hombre no es más que la serie de sus actos, escribió alguna vez Hegel. Y sin embargo, James levantó toda su obra en los intersticios entre acto y acto, en intercalaciones entre líneas de diálogo, en las segundas y terceras intenciones, en el infierno de vacilaciones y cálculos y estrategias que es la antesala de cada acto.

– Y también podría decirse -agregué yo en tono de conciliación- que en las novelas de James el casamiento es una forma de asesinato.

– Claro que sí: secuestro seguido de muerte -asintió, como si nunca lo hubiera pensado de ese modo, y lo sorprendiera, sobre todo, que yo hubiera dicho una frase entera con la que podía estar de acuerdo-. Es curioso que estemos hablando de James -dijo, y su tono, por primera vez, fue menos agresivo- porque en el principio de todo hubo un libro de él: sus Cuadernos de notas. -Y señaló hacia uno de los estantes en lo alto-. Si usted los miró alguna vez, recordará el prólogo, de León Edel. Yo nunca había leído una biografía de James, en general descreo bastante de las biografías de escritores, pero en esa introducción se comenta algo interesante: el momento en que James deja de escribir a mano y pasa a dictar sus novelas a taquígrafas y estenógrafas. Yo atravesaba en ese momento un problema similar. No una tendinitis de escritor precisamente, eso sería imposible en mi caso. Pero siempre tuve pensamiento ambulatorio y no lograba estar sentado el tiempo que necesitaba frente al escritorio. Caminaba por el cuarto, me sentaba a escribir un par de líneas y para poder continuar debía levantarme otra vez casi de inmediato. Eso me entorpecía terriblemente para avanzar. Al leer ese prólogo tuve de pronto la solución delante de los ojos. Así fue que contraté a Luciana.

– ¿Cómo se puso en contacto con ella? -lo interrumpí. Aquello siempre me había intrigado.

– ¿Cómo di con ella? Un aviso en el diario. No fue difícil. Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de ortografía. Claro que vi también de inmediato que era lindísima. Pero no creí que esto pudiera ser un problema. No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas. Eso es algo que seguramente usted sabe mejor que yo -disparó-. Y me parecía perfecto que fuera así: como le dije, quería trabajar más y no menos.

– Entonces, ¿nada de lo que ella cuenta de la relación con usted ocurrió? -pregunté. Pareció irritarlo otra vez mi tono de incredulidad.

– Ocurrió. Pero de una manera bastante distinta de lo que ella dice. Por eso quería contarle yo también un par de cosas. Al principio todo marchaba bien. Increíblemente bien. Luciana había pasado sin reparos la primera inspección de mi ex esposa, que tenía el ojo adiestrado en anticipar futuros problemas y peligros en cualquier mujer que se me pudiera acercar. Creo que la subestimó porque la vio demasiado joven. O porque tenía ese cuerpo delgado de adolescente y el aspecto entusiasta de una colegiala aplicada. En la primera entrevista, también a mí me pareció que no había en ella ninguna clase de vibración sexual. Además, me dejó saber enseguida que tenía su novio y todo parecía claro y distinto como en el discurso cartesiano. Mi hija, sobre todo, la adoró desde el primer momento. Le dedicó toda una serie de dibujos, uno por día. Y corría a abrazarla cuando llegaba a la mañana. Al menos eso es verdad en lo que dice: Pauli tenía la fantasía de que eran hermanas. Luciana era muy agradable con ella. A veces le regalaba alguna de sus hebillas, o stickers de su carpeta. Tenía paciencia para escuchar sus pequeñas historias y se dejaba llevar de la mano hasta el cuarto de juegos un rato después de su hora. Pero el principal beneficiado había sido yo: desde que trabajaba con ella estaba avanzando como nunca en mi trabajo. Creí que había dado con el sistema perfecto. Era inteligente, despierta, nunca tenía que repetirle una frase, me seguía sin equivocarse cualquiera fuera la velocidad a la que le dictara. Es cierto que nunca le dictaba grandes fragmentos de corrido, no tengo precisamente el don de la elocuencia, pero ahora podía caminar de un lado a otro del estudio y hablar casi para mí mismo, y despreocuparme. A la vez, podía también confiar en ella para que me alertara sobre alguna coma que faltaba o una repetición de palabras en la misma página. Yo estaba encantado, había cobrado por ella un verdadero afecto. Le dictaba en esa época el principio de una novela sobre una secta de asesinos cainitas y por primera vez en mi vida de escritor lograba completar una página por día. Y por supuesto, como un bonus inesperado, era agradable de mirar. Yo, que había caminado por años a solas de lado a lado en mi estudio, con los ojos clavados en las líneas de la pinotea, ahora podía levantar cada tanto la cabeza y con sólo verla ahí, sentada con la espalda derecha en mi silla, lista para seguir, me sentía reconfortado. Sí, era muy agradable de mirar, pero yo estaba demasiado feliz con nuestro arreglo y no estaba dispuesto a arruinarlo. Me preocupaba solamente trabajar y evitaba incluso acercarme demasiado a ella, o tocarla, aunque fuera por descuido, y cualquier contacto físico que no fuera el beso en la mejilla cuando llegaba y cuando se iba.

– Pero cómo pudo ocurrir entonces que…

– Yo también me pregunté muchas veces después por la progresión. Porque no fue, se imaginará, una sola cosa. Digamos que al principio sólo percibí que quería agradarme y no le di a esto ningún signo. Me parecía natural: era su primer empleo y quería asegurarse de que yo estuviera contento con ella. Estuve a punto de decirle a veces que no se esforzara tanto, que ya lo había conseguido. Creo que yo se lo dejaba saber, de maneras diferentes, pero quizá me veía demasiado serio, o distante. O me temía un poco. Como fuera, se preocupaba por resolver cada detalle, y como si tuviera una facultad telepática, lograba muchas veces anticiparse a lo que yo iba a pedirle. Esto sí me resultó llamativo, cómo había logrado conocerme en tan poco tiempo. Se lo dije una vez y me respondió que quizá fuera que yo me parecía algo a su padre. Un día me quejé en voz alta de que la Biblia que consultaba para mi novela no tenía notas y a la mañana siguiente ella se apareció con ese libraco de Scofield que usted también vio. Me enteré entonces de que su padre tenía, aparte de su trabajo, una vida paralela como pastor de un movimiento llamado dispensacionalista, yo ni siquiera sabía que existía un grupo así. Son fundamentalistas, tienen sobre todo una manera literal de interpretar la Biblia. El padre tenía alguna jerarquía aquí en nuestro país, Luciana me contó que oficiaba los bautismos. Supongo que tuvo una educación religiosa muy estricta, aunque nunca hablaba de eso. Veo por su cara que usted no sabía nada de esto.

– No. Y no hubiera imaginado que venía de una familia particularmente religiosa.

– Seguramente trataba de sacárselo de encima. Quizá la decisión de empezar a trabajar tuvo que ver con esto. Fue la única vez que me habló de su padre. Me lo contó con ironía, como quien explica algo en lo que ya no cree del todo, una actividad bienintencionada pero que ahora la avergonzaba un poco. Me aclaró que su madre no compartía demasiado estas ideas. Y ella se esforzaba, por supuesto, para que nada se notara. Pero algo había quedado. Ese aspecto un poco grave y virtuoso. El afán de hacer todo perfecto. Tenía, sí, un sello eclesial. Los padres dejan sus tics. Aunque en la época en que empezó a trabajar conmigo creo que ya había descubierto que podía arrodillarse no sólo para rezar.

Había dicho esto último sin buscar mi mirada ni mi complicidad, como si sólo consignara un hecho que había deducido por su cuenta. Aquello sí coincidía, pensé, con la primera imagen que había tenido yo de Luciana: una adolescente decidida, que dominaba las primeras escalas de la atracción sexual y ensayaba a extenderlas en otras direcciones.

– Al principio, como le digo, sólo había esto: pequeñas atenciones. Detalles. Una solicitud inmediata, atenta. Pero en algún momento me di cuenta de que más allá de lo que pudiera agradecerle, Luciana quería también que me fijara en ella. Empezó a dejar un instante más su mano en mi hombro cuando se despedía, cambió su manera de vestir, buscaba mis ojos ahora cada vez más seguido. Esto me divertía a mí un poco pero no le di demasiada importancia, creía que era sólo el orgullo de su edad, esa arrogancia de las mujeres lindas que dicen mírenme a cada hombre. Yo estaba dictándole en aquel momento un capítulo tremendamente sexual y en el fondo, ahora que conocía su formación religiosa, me preocupaba más que no huyera despavorida. Las dos mujeres que seducían al protagonista en esa novela tenían pechos grandes y yo me había detenido bastante en describirlos. Supongo que eso también pudo herirla en su orgullo y quiso demostrarse a sí misma que podía igualmente llamarme la atención. Cuando pasamos al capítulo siguiente se hablaba de la marca que había dejado una picadura de víbora en el brazo de una de estas mujeres. Un cráter que no dejaba de supurar y había dado lugar a una cicatriz hundida, con la forma de una moneda. Era el principio de la primavera y Luciana llevaba puesta una camiseta liviana de manga larga. Me dijo que a ella también le había quedado una marca así, de una vacuna, y bajó la camiseta desde el cuello por sobre el hombro para mostrarme. Yo estaba de pie junto a ella y vi el hombro desnudo, el bretel del corpiño desplazado, la hondonada mínima entre los pechos, y luego el brazo que me ofrecía con una mirada inocente. Me quedé petrificado por un momento delante de la cicatriz: era redonda y profunda como una quemadura de cigarrillo. Me daba cuenta, sobre todo, de que ella quería que la tocara. Apoyé el pulgar y le hice una caricia circular. Creo que se dio cuenta de mi turbación. Cuando levanté la mirada y encontré sus ojos vi pasar un relámpago brevísimo de triunfo, antes de que se acomodara el bretel con un gesto despreocupado y se volviera a subir la camiseta sobre el hombro. Nada más pasó por un tiempo, como si se hubiera conformado con esa victoria. Había querido que me fijara en ella y lo había logrado. Me daba cuenta, a mi pesar, de que ahora estaba pendiente de cualquier otra señal o mirada suya, y del repertorio siempre igual, siempre repetido, de las rutinas de cada mañana. Entonces, otro día, ella empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si tuviera un pinzamiento doloroso.

– Sí, sí -lo interrumpí, sin poder creerlo-. El truco del cuello. A mí también me lo hacía.

Pero Kloster apenas pareció escucharme y no se detuvo, como si estuviera ya demasiado sumido en su relato.

– Le pregunté, por supuesto, qué le pasaba y me dio una explicación que le creí a medias, sobre la postura y la tensión de los brazos al escribir y la rigidez de los discos entre las vértebras. Aparentemente no la calmaban ni el ibuprofeno ni ningún otro desinflamante: me dijo que le habían recomendado yoga y masajes. Le pregunté dónde era exactamente que le dolía. Se inclinó sobre el teclado, puso una mano sobre el cuello y volcó hacia adelante todo su pelo. Fue un gesto espontáneo, confiado. Vi su cuello largo y desnudo, tendido para mí, con los eslabones precisos de las vértebras. Puso un dedo en un lugar intermedio, apoyé mis manos sobre sus hombros y deslicé los pulgares a lo largo del cuello. Ella estaba rígida, quieta, palpitante: creo que tan perturbada como yo. Pero no dijo ni una palabra y sentí que de a poco se iba abandonando al movimiento de mis dedos. Una ola de calor me subía por las manos desde sus hombros. Sentía que su cuello y todo en ella cedía y se disolvía bajo la presión de mis dedos. Creo que ella también sintió de pronto el peligro y la incomodidad de haberse abandonado por un instante. Se recompuso en su silla, se echó hacia atrás el pelo con las dos manos, me agradeció como si de verdad la hubiera aliviado y me dijo que ya se sentía mucho mejor. Tenía la cara arrebatada y los dos fingimos que aquello había sido algo intrascendente, que no merecía ningún comentario. Le pedí que preparara un café, se levantó sin mirarme y cuando volvió con la taza le seguí dictando como si no hubiera ocurrido nada. Yo diría que ése fue el segundo movimiento de la progresión. Creí que allí se acabaría todo, y que ella no querría ir más lejos. Pero a la vez esperaba cada día el próximo paso. Me daba cuenta de que había empezado a perder concentración en mi novela y de que estaba cada vez más pendiente ahora de las mínimas señales que emitía su cuerpo. Tenía previsto en esa época un viaje a una residencia de escritores en Italia, estaría fuera un mes entero, y ya estaba arrepentido de haber aceptado. Desde que había empezado a dictarle a Luciana, no podía ni siquiera imaginarme escribiendo otra vez solo, sentado frente a la pantalla. Claro está, tampoco podía llevármela. Creo que temía, sobre todo, que se interrumpiera ese acercamiento silencioso que habíamos tenido. El día anterior a mi viaje ella, que no había vuelto a quejarse, hizo crujir otra vez el cuello, como si el dolor nunca se hubiera retirado y ahora volviera intacto. Pasé una mano por debajo de su pelo y la apoyé en su cuello. Le pregunté si todavía le dolía y me hizo un gesto afirmativo, sin levantar los ojos. Empecé a masajearle el cuello con una sola mano y ella inclinó un poco la cabeza hacia adelante para dejar que mi mano avanzara hacia arriba. Pasé mi otra mano a un costado del cuello para sostenerle la cabeza. Tenía puesta una blusa suelta, desprendida hasta el segundo botón, y cuando mis manos rodearon el cuello, en el desplazamiento de la tela, se soltó un botón más. Ella no hizo ningún ademán para prenderlo. Estábamos los dos inmóviles, como hipnotizados, y sólo se movían mis manos sobre su cuello. Las corrí en un momento hacia los hombros y me di cuenta de que no llevaba corpiño. Me asomé un poco y pude ver sus picos pequeños de niña, apenas embolsados en la tela de la blusa. Por alguna razón esa súbita desnudez, tan imprevista, me detuvo. Fui yo el que retiró las manos esta vez, como si estuviera a un paso del abismo. Retrocedí y ella se recogió el pelo, lo retorció con un gesto nervioso y me preguntó, todavía sin mirarme, si debía preparar café. Supongo que ése fue el momento decisivo de la progresión. Y lo dejé pasar. Cuando regresó de la cocina tenía otra vez el botón prendido y de nuevo nada parecía haber ocurrido entre nosotros. Acordamos en que la volvería a llamar a mi regreso y le pagué todo aquel mes que yo estaría afuera, con la esperanza de que no tomara otro trabajo. Nos despedimos como si fuera casi otro día cualquiera. En Italia le compré un regalo, que nunca ni siquiera se lo di. Varias veces me contuve de enviarle una tarjeta. Pasó aquel mes y cuando volví, la llamé de inmediato. Creí que todo volvería a ser como antes, que reestableceríamos donde habíamos dejado esa corriente subterránea, casi imperceptible, que llevaba en una única dirección. Pero algo había cambiado. Algo había cambiado y todo había cambiado. Cuando le pregunté qué había hecho durante ese tiempo me habló de usted. Por la entonación de su voz, por algo en el brillo de sus ojos, creí entender todo.

– ¿Todo? -lo interrumpí sin poder contenerme-.

Fue más bien nada. Apenas me dejó besarla una vez.

Kloster esta vez sí me miró, detenidamente. Tomó un par de sorbos de su café y volvió a estudiarme por sobre el borde de la taza, como si no supiera hasta dónde podía confiar en mí y quisiera asegurarse de que le estaba diciendo la verdad.

– No parecía así por la manera en que ella hablaba. O mejor dicho, por lo que insinuaba. Por supuesto yo no tenía manera de preguntarle directamente, pero por algo que dijo, el mensaje era clarísimo y algo humillante. Me quiso dar a entender que usted había tenido en aquel único mes la rapidez que era necesaria. Como sea, no lograba dictarle una sola línea, estaba demasiado furioso y obsesionado con la sensación de que la había perdido. Sentada en su silla la sentía ahora como una extraña, de la que en verdad no conocía nada. No lograba volver a concentrarme en mi novela. Me di cuenta, con amargura, de que si el mecanismo de secretarias y estenógrafas había funcionado para Henry James, había sido por su indiferencia a la atracción de las mujeres. El gran Desatinador no es el Mal -ni el infinito, como creía nuestro Poeta-, sino el sexo. Yo también había subestimado a Luciana. Y ahora estaba abyectamente pendiente de ella, como si fuera otra vez un adolescente obnubilado de esperma. Me despreciaba a mí mismo. No podía creer que a esa edad me hubiera vuelto a ocurrir. Pasaron así unos días cada vez más tensos: no conseguía dictarle una palabra, como si la barrera silenciosa que había levantado contra mí se hubiera cerrado también al curso de mi novela. No podía avanzar un centímetro con ella y lo que más temía ahora es que tampoco ya pudiera avanzar sin ella. Lo que había imaginado como un mecanismo perfecto, se había convertido en una perfecta pesadilla. Mi novela más ambiciosa, la obra que había concebido durante años en silencio y para la que había ensayado como prolegómenos todos mis libros anteriores, estaba detenida, interrumpida, a la espera de una vibración, de una nota de ese cuerpo inmóvil, clausurado. Pero una mañana por fin me sobrepuse y recobré el impulso. Algo de mi amor propio. Empecé a dictarle una de las escenas más crueles de la novela, la primera matanza metódica de los asesinos cainitas, y me encontré de pronto llevado en vilo por mis propias palabras, que parecían a su vez llegar dictadas por otra voz dentro de mí, una voz poderosa, libre y salvaje. Yo, que tantas veces me había reído de las poses románticas, de los escritores que se vanaglorian de las órdenes que les dictan sus personajes, de las fábulas sobre la inspiración. Yo, que siempre había escrito a lo sumo frase por frase, en medio de vacilaciones, arrepentimientos, cálculos infinitesimales, estaba ahora arrastrado por esa marea de violencia vociferante y primitiva, que no dejaba tiempo ni espacio para dudas, que hablaba por mí en un rapto feroz pero bienvenido. Le dictaba a una velocidad desconocida, las frases se agolpaban y precipitaban una tras otra, pero Luciana podía seguir de todos modos el ritmo y no me interrumpió ni una sola vez. Parecía estar poseída por la misma velocidad, como si fuera una pianista virtuosa a la que todavía no le había dado la oportunidad de exhibirse. Eso duró quizá un par de horas, aunque me parecía que el tiempo se había borrado, que estaba en un limbo fuera de toda medida humana. Miré por sobre el hombro de Luciana y vi que el texto había avanzado casi diez páginas, más de lo que escribía en una semana entera. Me envolvió una oleada de buen humor y la vi por primera vez en esos días de manera distinta. Quizá yo había exagerado y me había apresurado a sacar conclusiones. Quizá ella sólo había querido punzarme y lo había mencionado a usted como parte de una táctica adolescente para poner a prueba mis celos. Le hice un par de chistes y rió con la misma despreocupación de antes. Leí mal los signos de mi propio entusiasmo, de esa repentina euforia. Le pedí que hiciera un café y al incorporarse de la silla ella arqueó hacia atrás la espalda, se llevó una mano al cuello y volvió a hacer aquel crujido por el que tanto había esperado. Estaba muy cerca de mí y creí que era su manera de poner a prueba una vieja contraseña, de darme una indicación. Una segunda oportunidad. Apoyé las dos manos sobre sus hombros, la hice girar hacia mí y la atraje de la espalda para besarla. Pero me había confundido, de una manera fatal. Ella se resistió, me empujó hacia atrás, y aunque la solté de inmediato dio un grito agudo, como si temiera que de verdad fuera a atacarla. Quedamos por un instante en silencio. Tenía la cara desencajada y temblaba. Yo todavía no podía entender qué había ocurrido. Ni siquiera le había tocado los labios. Se asomó mi hija a la puerta.

Pensé en ese momento que el grito quizá también lo había escuchado mi mujer. Logré tranquilizar a Pauli y cuando cerró la puerta del estudio nos quedamos otra vez solos. Cruzó delante de mí para alzar su bol-sito. Me miraba como si me viera por primera vez, entre horrorizada y asqueada, como si yo hubiera cometido un crimen imperdonable. Me dijo con una furia apenas contenida que jamás volvería a pisar mi casa. Algo en su tono de indignación moral me sublevó, pero logré controlarme. Sólo le recordé que ella me había dado todas las señales. Aquello la indignó todavía más: cuáles señales, cuáles señales, me repetía y empezó otra vez a alzar la voz. Se atropellaba al hablar y luchaba para que no le brotaran lágrimas. A mí me parecía todavía increíble que ella hubiera reaccionado de ese modo tan abrupto y desproporcionado, pero escuché en la confusión de acusaciones la palabra «juicio» y de pronto, lentamente, todo pareció adquirir otro sentido. Un sentido más sórdido y mezquino. Recordé que pocos días atrás ella me había visto firmar varios contratos de traducciones. Recordé que la había enviado al correo con esos contratos y que nada impedía que ella hubiera espiado las cifras durante el trayecto. Recordé que en la correspondencia por e-mail yo había discutido algunas veces los montos de mis liquidaciones. Yo había sido siempre especialmente generoso con ella, era mi manera de demostrarle que estaba contento con su trabajo. Y Luciana me veía viajar y aceptar invitaciones de distintos países. Debía suponer que era poco menos que millonario.

– Ella me dijo que durante esa discusión no pensó verdaderamente en hacer una demanda, que fue una amenaza en el aire. Y que recién después la convenció su madre. ¿Usted cree acaso que todo era parte de un plan? ¿Que ella pudo ser tan calculadora?

– Acabo de leer el cuento de hadas y ogros que le contó a usted -dijo con frialdad-. ¿No le parece curioso que se haya olvidado tantos detalles? Puede preguntarle a ella sobre cada cosa que acabo de contarle. ¿O usted cree que yo podría abalanzarme sobre una mujer sin dar ni recibir ningún indicio? Fue la primera y la única vez en mi vida que me pasó algo así: no podía entender lo que había pasado. No me refiero al rechazo, sino a la reacción tan extrema. Lo único que le daba algún sentido a toda la situación era aquella amenaza de un juicio. A mí también me costaba creerlo al principio. Después de que se fue cien veces volví a preguntarme si había hecho algo tan grave. Sólo había querido besarla. Una vez. Yo también pensé que debía ser una amenaza en el vacío. Pero la carta documento llegó. Sin duda que llegó, dos días después. La abrí a solas en mi estudio. Cuando vi la letra manuscrita y la suma absurda que reclamaba pensé todavía que era algo hecho en un impulso, después de irse aquel día, una bravata. La primera frase, con la acusación por acoso sexual, casi me hizo saltar de indignación. Pero me parecía una acusación tan demencial que ni siquiera pensé en contestarla. Simplemente la rompí en pedazos para que mi mujer no la encontrara. Le había dicho a Mercedes que Luciana no vendría más porque había tomado un trabajo de horario completo y aunque le extrañó que no se hubiera despedido de Pauli, no hizo demasiadas preguntas. Pauli, en cambio, no dejaba de hablarme de ella. Pasó un mes sin que nada más ocurriera y pensé que todo aquello había quedado atrás. Pero el cartero volvió a tocar el timbre otra mañana. Yo estaba encerrado en mi estudio y mi mujer, para no interrumpirme, bajó a firmar por mí. Cuando golpeó la puerta ya había leído, por supuesto, el remitente. Dejó la carta sobre mi escritorio y se cruzó de brazos detrás de mí, a la espera de que la abriera. Creo que vio al mismo tiempo que yo la primera frase, que estaba repetida con la misma letra, como si la carta que yo había roto hubiera vuelto intacta. Vio esas dos palabras, la acusación infame, y me la arrancó de las manos. Yo supe que era el comienzo de la verdadera pesadilla. Cuando terminó de leerla Mercedes temblaba de odio y de felicidad. Era la oportunidad que había buscado durante mucho tiempo. La oportunidad de irse y arrancarme a Pauli. De llevársela para siempre. Mientras me gritaba y me insultaba levantaba la carta y me repetía que la iba a guardar, para que Pauli pudiera saber cuando creciera quién era verdaderamente su papito. Por supuesto, no me permitió explicarle nada. No quería escuchar ninguna explicación y creo que yo tampoco hubiera tenido en ese momento las fuerzas necesarias. Ya le había mentido el día que se fue Luciana y a sus ojos esto sólo podía significar que era culpable. Yo estaba anonadado, enmudecido, como si ya se hubiera puesto en marcha una catástrofe y sólo me quedara aguardar a las consecuencias. Nuestro matrimonio, en realidad, hacía mucho tiempo que estaba terminado. Pero antes de hablarle de Mercedes, para ser justo con ella, debería mostrarle algo -dijo de pronto, y se levantó de su sillón-. Si logro encontrarlo. O mejor venga, venga conmigo -dijo, y mientras esperaba a que yo me pusiera de pie señaló una de las arcadas hacia donde se bifurcaba por dentro la casa.