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Me levanté detrás de él y lo seguí por un corredor ancho, con pisos de roble, donde desembocaban varias puertas, que estaban todas cerradas. Abrió la última y entramos a su estudio. Vi antes que nada un gran ventanal que daba a un jardín hundido, inesperado, con algunos árboles y enredaderas que alcanzaban todas las paredes. Dentro del cuarto, que recibía la última luz del jardín, había un escritorio inmenso desbordado de libros y papeles, con dos filas de cajones y una silla de madera giratoria. En un desfiladero libre entre las pilas de libros, se veía una computadora portátil con la pantalla iluminada. Parte de los papeles y más y más libros parecían haber aterrizado en distintas épocas sobre una mesa en el centro de la habitación, en un limbo caótico y cada vez más atestado. Kloster me mostró la única silla y empezó a abrir, uno por uno, los cajones del escritorio. Por fin pareció dar con lo que buscaba y extrajo de lo hondo de un cajón una revista de programas de televisión, un poco arrugada por el paso del tiempo, con la foto de una actriz que yo no recordaba en la tapa.
– No guardé fotos de Mercedes pero aquí la tiene, tal como era cuando la conocí -dijo Kloster, y me extendió la revista. Comprendí que era su manera de explicarme por qué se había casado con ella, cuál había sido la única razón, una razón equivocada pero disculpable. Aunque por la distancia de los años el peinado se veía algo ridículo, la cara y los ojos vencían y capturaban la mirada. El rictus sensual de la boca lograba todavía su efecto, y el cuerpo, que se dejaba ver con una negligencia estudiada, daba en la plenitud de sus curvas la nota más alta. Imaginé que habría sido realmente difícil dejar de fijarse en ella. Kloster, que había encendido una lámpara, fue hasta el ventanal y se quedó de pie, de espaldas a mí, mirando hacia afuera el jardín cada vez más oscuro, como si quisiera mantenerse alejado de esa imagen.
– Muy poco después de casarnos, antes de que naciera Pauli, yo había advertido en Mercedes los primeros signos de su… desequilibrio. Llegué a proponerle la separación pero ella me amenazó en ese momento con suicidarse si yo la abandonaba. Verdaderamente le creí. Tuvimos una suerte de tregua y ella aprovechó, con esa astucia de la desesperación, para quedar embarazada. Tuvo un embarazo atroz, con una serie de complicaciones que yo no alcanzaba a saber si eran reales o inventadas. Cuando Pauli nació, Mercedes quedó exánime, tendida en la cama, durante un mes entero. Tenía aversión por su bebé. No quería que yo se la acercara. No quería ni tocarla. A duras penas lograba convencerla de que la retuviera en brazos el tiempo suficiente para amamantarla. Decía que Pauli la había vaciado por completo y ahora todavía seguía succionando de ella lo poco que le quedaba. Era impresionante de ver, porque realmente algo parecía haberse retirado para siempre de ella durante aquel embarazo. Sus facciones al engordar se habían disuelto, los rasgos quedaron en una extraña deriva y su cuerpo no conseguía recobrar las formas. Peor aún, cuando por fin volvió a levantarse empezó a comer con la determinación fría de un autómata, como si quisiera hacerse el mayor daño posible. Y todo lo que había sido su belleza estaba ahora sobreimpresa, como si hubiera volado para posarse intacta, en la carita de Pauli. Nunca había visto yo antes un parecido tan extremo, definido de una manera tan temprana, en un bebé. Era idéntica a su madre, a lo que había sido Mercedes en su momento más radiante, cuando yo la conocí. Finalmente Mercedes logró aceptarla, pero en el tiempo que había pasado Pauli se había acostumbrado a estar en mis brazos, y lloraba cada vez que ella intentaba alzarla. Esto, por supuesto, no ayudaba mucho. La convencí de que empezara un tratamiento psicológico y por un tiempo, en la superficie, las cosas parecían ir mejor. Hizo un esfuerzo por reconquistarla y logró que al menos Pauli ya no llorara cuando se quedaba a solas con ella. Hizo también un esfuerzo por adelgazar, que no le dio muchos resultados. A partir de un momento, esto ya no pareció importarle: había decidido que no volvería a trabajar. En realidad, sólo la absorbía por completo una cosa: disputarme a Pauli. Yo me había ocupado noche y día de ella durante el primer tiempo y estaba, naturalmente, más apegada a mí. A la vez, yo adoraba a esa bebita, con una clase de amor violento, absoluto, que nunca había sentido por nada ni por nadie. Tampoco por Mercedes, y ella lo sabía. No conseguía ocultar los celos y trataba por todos los medios de intrigar para separarme de ella. La primera palabra que dijo Pauli fue «papá» y Mercedes me acusó de habérsela enseñado en secreto, a sus espaldas, sólo para mortificarla. En su locura creía que verdaderamente estábamos librando una batalla. Las cosas empeoraron porque durante un largo tiempo Pauli no aprendió a decir «mamá». Advertí entonces los primeros síntomas de algo que me aterraba demasiado para reconocerlo de inmediato: Pauli temía quedarse a solas con ella. Empecé a notar marcas en la piel, rasguños, a veces un moretón. Sólo ocurría cuando Pauli se quedaba a solas con su madre. Y siempre había una explicación perfectamente razonable, porque Mercedes era, a su manera, muy astuta. A veces se anticipaba y me contaba que Pauli había tenido un accidente, o que se había rasguñado ella misma con las uñitas demasiado crecidas. Fingía preocuparse todavía más que yo por cada una de estas pequeñas lastimaduras. Pero me di cuenta de que le dejaba al alcance de la mano su taza de café caliente, o que no hacía el primer movimiento para detenerla cuando gateaba hacia la escalera. Parecía buscar, de una manera y otra, que Pauli se accidentara. Pero esto, por supuesto, era tan horrible de pensar que yo no encontraba una manera de enfrentarla para decírselo. Aun así, presentía que la vida de Pauli realmente estaba en peligro y que sólo podría velar por ella si la tenía siempre bajo mis ojos. Traté de que aprendiera a hablar lo antes posible: quería que pudiera contarme cualquier daño que quisiera hacerle su madre. Y en efecto, apenas Pauli pudo hablar ya no volvió a sufrir accidentes ni a lastimarse sola. Por un tiempo pensé que la pesadilla había acabado pero creo que fue un repliegue momentáneo de Mercedes para planear mejor su próximo movimiento. No puedo llamar de otra manera que odio a lo que sentía por su propia hija. Sobre todo desde que Pauli, al empezar a hablar, hizo todavía más evidente el amor extasiado, infantil, que sentía por mí. Mercedes simplemente no podía tolerarlo. Fue entonces cuando, por primera vez, ella habló de divorcio. Siempre se había resistido a la idea de que nos separásemos, pero de pronto empezó a repetir, de una manera fría y metódica, los mismos argumentos que le había dado yo años atrás. La verdadera razón, y los dos lo sabíamos, era que podía contar con que cualquier juez le daría la tenencia de Pauli. Era una manera simple y perfecta de arrancármela. Me desesperé, por supuesto. Fingí, le rogué, me humillé. Ella sintió por primera vez el poder que podía ejercer sobre mí con aquella simple amenaza. Y lo utilizó. Era un juguete nuevo que le daba una diversión inesperada. Como la mujer del pescador en Las mil y una noches, exigió, exigió, exigió. Y yo accedí, accedí. Fundamentalmente dinero. Dinero que de ningún modo podíamos gastar y que a ella parecía darle un placer supremo hacerlo desaparecer en caprichos de niña rica delante de mis ojos. Se volvió cínica y cuando hacía algún gasto especialmente grande me decía que era por el bien de la literatura, porque ahora estaría obligado a escribir otra novela. En esa época me forcé a escribir un libro en apenas un año, contra mi lentitud de siempre, sólo para cobrar el anticipo. Era una novela donde un escritor ahorcaba a su mujer. Sabía que de todas maneras, ella ni se molestaría en leerla. Hubiera debido hacer exactamente eso, estrangularla. Y ahora Pauli estaría viva. Pero yo creía que había encontrado la manera de calmarla. Que en ese pacto un poco monstruoso que teníamos Pauli estaba a salvo. Mercedes ahora se limitaba sólo a burlarse de ella y del enamoramiento que tenía por mí, pero la había dejado en paz. De todas maneras, yo nunca bajé del todo la guardia y cuando viajé a Italia para esa residencia de un mes contraté a la enfermera que había cuidado hasta último momento a mi madre, para que se quedara como babysitter. Hablé en privado con ella y fue la única persona a la que pude confesarle lo que temía. Me escuchó en silencio y me prometió que no se apartaría ni un momento de Pauli y que la vigilaría también mientras durmiera. Ya había tratado una vez con una mujer que tenía el síndrome de Munchausen, con una patología muy parecida, y me aconsejó que apenas volviera del viaje buscara atención médica. Llamé cada día y todo fue bien. Demasiado bien.
Cuando volví me di cuenta de que Mercedes se las había arreglado de alguna manera para fingir magistralmente durante aquel mes y convencer a esta mujer de que ella era en realidad una madre amantísima y yo una clase de perverso peligroso que trataba de volver a Pauli contra ella desde el día de su nacimiento. Pude oler en el aire que habían formado entre ellas una alianza. Supe después, por desgracia mucho después, que la enfermera le había revelado a Mercedes lo que yo había dicho sobre ella. Esto debió ponerla sobre aviso y precipitar sus planes, pero yo no presté suficiente atención a todos los signos: estaba demasiado feliz de haber vuelto, de abrazar otra vez a Pauli, y de saber, sobre todo, que al día siguiente volvería a ver a Luciana.
Hizo una pausa y cuando volvió a hablar su voz bajó a un tono derrotado, como si todavía no pudiera encontrar sentido en la sucesión de los hechos.
– Después… ocurrió con Luciana lo que ya le conté, y Mercedes de pronto tenía en la mano esa carta. Su carta de triunfo. En menos de cuarenta y ocho horas ya había iniciado la demanda de divorcio y había conseguido una orden judicial para apartarme de la casa. De la casa que habíamos comprado íntegramente con mi dinero. Se quedó a solas allí con Pauli. Yo tuve que alojarme en un hotel mientras se resolvía un recurso que presentó mi abogado. Nunca hasta entonces había tenido que acudir a un abogado y de pronto tenía al mismo tiempo dos causas. En la primera visita al estudio recibí una lección inolvidable sobre lo que podía esperar de la justicia práctica. Quise contarle en detalle lo que había ocurrido con Luciana pero me interrumpió casi antes de que empezara. Lo que había sucedido entre los dos a solas en un cuarto cerrado era para los jueces indiferente: nunca podrían decidir entre la palabra de uno y de otro. La frase sobre el acoso sexual no tenía legalmente ninguna importancia: era una manera de declararse despedida, como podría haber recurrido a cualquier otra. A la justicia no le importa cuál es la verdad, me dijo, sino sólo las versiones que pueden demostrarse. La discusión se desplazaría a una cuestión de cargas sociales y aportes jubilatorios impagos. Es decir, papelitos que pudieran o no presentarse. Yo debía tener claro que todo se reducía a una cuestión de dinero y decidir si prefería cerrar el asunto con una cifra X durante la etapa conciliatoria o aguardar a que el juez estipulara otra cifra Y después de un juicio. Sin embargo, le hice notar, esa frase sobre el acoso sexual la usaba ahora mi mujer contra mí en el escrito que había presentado para justificar su demanda. El abogado me dijo que debía prepararme para acusaciones mucho peores. También eso era parte del juego. Le conté entonces de mis temores sobre Pauli, que había quedado a solas con su madre. Me preguntó si alguna otra persona había reparado en los cortes y lastimaduras que yo había advertido mientras Pauli era una bebita. Me dijo que él también tenía hijos y que muchas veces se habían lastimado solos. Quizá mi mujer era un poco más distraída que yo en la vigilancia. ¿Había tenido acaso algún accidente especialmente grave? ¿Le había quedado alguna marca o cicatriz? ¿Estaba yo absolutamente seguro de lo que estaba sugiriendo? Tuve que reconocer que nada malo le había pasado a Pauli en los últimos años. Me preguntó si la enfermera que contraté durante mi viaje había detectado en mi ausencia algo inusual de lo que pudiera dar testimonio. Tuve que decirle que no. Abrió las manos como si nada pudiera hacerse. Otra vez sería, me dijo, una palabra contra la otra. Le pregunté si de todas maneras podíamos presentar un escrito, aunque más no fuera como advertencia. Me dijo que cualquier juez lo desestimaría, que se necesitaba mucho más que una acusación en el aire para quitarle a una madre la custodia de su hija, que no debíamos entrar en el terreno de ellas, y que él prefería jugar durante el juicio la carta racional. Me pidió que le dejara los dos asuntos en sus manos y que se ocuparía de conseguir lo antes posible una orden para que pudiera ver a Pauli otra vez. Esto demoró casi un mes y tuvimos en el medio la primera audiencia de conciliación con Luciana, a la que fue solamente él. Yo me había desentendido de aquel asunto. En realidad lo único que me importaba en esos días era ver a Pauli otra vez. Por fin llegó la orden, con mis horarios de visita estipulados. Mi primer día era un jueves a las cinco de la tarde. Llamé un poco antes de la hora y no me contestó nadie. Pensé que era un último recurso de Mercedes para molestarme. Fui hasta la puerta de la que era mi casa y toqué timbre, pero nadie bajaba a abrirme. Probé abrir con mi llave pero Mercedes había cambiado la cerradura. Vi que en una de las ventanas había luz y grité el nombre de mi hija. Nadie me contestó. Creí que iba a enloquecer. Fui hasta una cerrajería y volví con un hombre que logró forzar la puerta con una barreta. Subí a la planta alta saltando los escalones de dos en dos. Vi primero el cuerpo de Mercedes, inmóvil sobre la cama, con su caja de pastillas sobre la mesa de luz. No me detuve a entrar. Llamaba a Pauli, pero había en la casa un silencio de muerte. No estaba en su habitación, ni en el cuarto de juegos. Vi entonces la luz encendida del baño a través del vidrio esmerilado. Entré y descorrí del todo la puerta de la mampara, que había quedado entreabierta. Pauli estaba allí, sumergida en la bañera, ahogada en treinta centímetros de agua, inmóvil, blanca, muerta quizá desde hacía horas, con el pelo esparcido como un alga. La arranqué del agua. Estaba fría y resbaladiza. Doblada sobre un banquito vi la ropa que se iba a poner para la primera salida conmigo. Lejos, muy lejos, escuché los gritos del cerrajero. Mercedes estaba viva y el hombre me decía que debíamos llamar a una ambulancia.
– ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Usted cree acaso que ella…?
– Según lo que declaró después había empezado a tomar, una o dos copas de cognac, mientras le preparaba el baño a Pauli. La dejó en la bañera y se fue a recostar un momento a la cama. Había tenido, dijo, un día agotador y se quedó dormida durante algo más de una hora. Cuando se despertó corrió al baño, porque no escuchaba ningún ruido de chapoteo. La había encontrado como yo, ahogada en el fondo de la bañera. No había intentado sacar el cuerpo del agua. Dijo que al verla así sólo quiso morir también ella de inmediato. Que no podía tolerar la idea de que era de algún modo culpable. De manera que volvió a la cama y se tomó todas las pastillas de dormir que quedaban en la caja. Sólo que no eran tantas. No las suficientes para matarla. Y sobre todo, por el horario de la visita, Mercedes podía contar con que yo llegaría a tiempo. Así fue, y apenas le hicieron un lavaje de estómago quedó fuera de peligro.
– Pero hubo una investigación, supongo. ¿O aceptaron al pie de la letra la versión de ella?
– Hubo una investigación y aceptaron la versión de ella. En el análisis forense descubrieron que Pauli tenía un hematoma en la nuca. Según la reconstrucción que propusieron, Pauli en algún momento quiso salir por sí misma de la bañera. Al descorrer la mampara se resbaló y el golpe en la nuca la desmayó antes de que se deslizara al fondo. Quizá gritó al resbalar pero al admitir que Mercedes estaba dormida, admitieron también que un grito no hubiera llegado a despertarla. La manera en que el agua penetró en los pulmones era compatible con un desmayo previo.
– ¿Usted llegó a acusarla?
Kloster se quedó por un momento en silencio, como si mi pregunta le llegara de una dimensión lejana, o en el idioma de otra civilización. Me miró como si yo mismo perteneciera a otra especie.
– No: cuando usted tiene muerto a un hijo en sus brazos muchas cosas cambian. Y ya había visto lo que podía esperar de la justicia. Pero sobre todo, yo sabía quién era la verdadera culpable. Y la justicia de los hombres jamás podría alcanzarla. En esos días me sentí por primera vez fuera del género humano. Yo había revisado mucho antes, para mi novela de los cainitas, algunas ideas sobre la justicia, incluso le había dictado a Luciana algunos apuntes, era para mí en ese momento casi un juego intelectual. El primero era sobre la ley antigua del Talión, que figura ya en el Código de Hammurabi: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano. Una ley que estamos acostumbrados a juzgar como cruel y primitiva. Y sin embargo, bien mirada, tiene ya una escala humana, un elemento de equiparación en sí mismo piadoso: el reconocimiento del otro como un igual, y una limitación, un refrenamiento, en la represalia. Porque, en realidad, la primera proporción para el castigo que se enuncia en la Biblia es la que fija Dios como advertencia a quienes quieran matar a Caín. Siete por uno. Por supuesto, esto podría tomarse como la cifra que elige Dios para sí, en su poder absoluto. Al poder siempre le interesa que el castigo sea excesivo, inolvidable. Que sea, sobre todo, un escarmiento. Pero a la vez, me preguntaba, dado que provenía de la máxima divinidad, de lo que se supone que es «la fuente de toda justicia», ¿podía haber algo más que la voluntad de aplastar? ¿Podía haber incluso un germen de razón en esta asimetría? ¿La voluntad, quizá, de diferenciar entre el atacante y el atacado? ¿De asegurarse que no quedaran igualados en el daño y que el agresor sufriera más que la víctima? ¿Cómo castigaría uno si fuera Dios? Había hecho estas anotaciones casi como un juego, una gimnasia preparatoria para mi novela. Y de pronto, mi hija estaba muerta y yo apenas podía entender esas palabras que había dictado. Porque toda idea de justicia, o de reparación, mira hacia delante, está ligada a la idea de un futuro y de una comunidad de hombres. Y yo sentía que algo se había roto definitivamente en mí. Que había dejado de pertenecer a toda comunidad y a todo tiempo futuro. Que estaba detenido, aullando, fuera de lo humano. Como sea, al volver a revisar esos papeles, encontré también la Biblia que Luciana me había prestado y recordé, como si formara parte de otra vida ya lejana, la vida de otra persona, que tenía una fecha de audiencia por aquella carta que lo había desencadenado todo. Llamé a mi abogado para cancelar sus servicios: como le dije, ya no quería saber más nada con la justicia humana. Fui yo mismo a la audiencia y le devolví a Luciana su Biblia. Por supuesto, la cinta roja estaba en esa página porque así había quedado después del dictado. No tenía ninguna intención de amenazarla. En realidad, sólo quería hacerle saber. Es paradójico todo lo que le ocurrió después, esa serie de… desgracias, porque el castigo que imaginaba para ella era en principio muy distinto.
Se quedó súbitamente callado, como si no pudiera ir más allá de esa frase, o como si hubiera dicho algo de lo que podría luego arrepentirse.
– Pero ¿por qué castigar a Luciana por la muerte de su hija? ¿No fue en todo caso su mujer la responsable?
– Usted no entiende. Ya le conté que Mercedes y yo teníamos un pacto. Y hasta ese momento lo habíamos respetado. ¿Jugó alguna vez al Go? -me preguntó de pronto.
Negué con la cabeza.
– A veces se llega a una posición en que los contendientes quedan atrapados en una repetición de jugadas. La posición Ko. Ninguno de los dos puede quebrar el encierro, porque una jugada fuera de las obligadas lo haría perder de inmediato. Sólo pueden repetirlas en círculo, una y otra vez. Así eran mis días con Mercedes. Habíamos alcanzado un equilibrio. Una posición Ko de la que dependía la vida de Pauli. Sólo era cuestión de tiempo hasta que Pauli creciera lo suficiente. Pero la carta de Luciana lo destruyó todo.
– Usted dijo antes que había imaginado un castigo para ella. ¿Cuál era ese castigo?
– Yo sólo quería que recordara. Que cada día al despertarse y cada noche al apagar la luz tuviera que recordar, como recordaba yo, que mientras ella estaba viva mi hija estaba muerta. Quería que su vida estuviera detenida, como estaba la mía, en ese recuerdo. Fue por eso que viajé ese primer verano a Villa Gesell. Sabía, por supuesto, que la iba a encontrar allí. No podía tolerar la idea de que pasara los días al sol mientras Pauli estaba para siempre bajo tierra, en ese cajoncito donde tuve que dejarla. Sólo quería que me viera allí, día tras día. Ése era todo mi plan de venganza. No imaginaba, por supuesto, que su novio pudiera ser tan imbécil como para entrar en el mar esa mañana. Lo vi desaparecer desde la rambla, cuando me iba, pero sólo pensé en ese momento que se había alejado demasiado. Recién me enteré de que se había ahogado al día siguiente, cuando fui a tomar mi café como cada mañana. Debo decir que me impresionó esa muerte, aunque en otro sentido. Yo siempre había sido ateo, pero me era difícil no ver en esa coincidencia una simetría, una señal más alta: mi hija había muerto ahogada en la bañera y ese chico también se había ahogado, a pesar de que era guardavidas. Como hundido por un dedo. ¿Y no es el mar acaso como la bañera de un Dios? De una manera accidental, pero a la vez mágica, en el sentido antiguo de simpatías, se había ejecutado y cumplido para mí la ley primitiva de ojo por ojo, diente por diente. Ahora había, como le dijo ella a usted, un muerto de cada lado. Pero ¿era esto suficiente? ¿Estaba verdaderamente equilibrada la balanza? Tenía de pronto, en carne viva, esa pregunta que había formulado meses atrás de forma abstracta. Decidí volver a Buenos Aires, a empezar una novela. Esa es la novela de la que le hablé, y que escribo muy lentamente, con interrupciones, a la par de las otras, desde hace diez años. ¿Cómo castigaría uno si fuera Dios? No somos dioses, pero cada escritor es Dios en su propia página. Me dediqué a escribir, por las noches, esta novela secreta, página tras página. Es mi manera de rezar. Y eso es todo lo que hice, y en el fondo, lo único que hice en estos años. Nunca más volví a ver a Luciana.
– Sin embargo, ella me dijo que lo encontró en el cementerio, el día del entierro de sus padres. ¿Fue acaso una coincidencia que usted estuviera allí justo esa mañana?
– Estoy ahí todas las mañanas. Me hubiera visto también cualquier otro día: visitar la tumba de mi hija es parte de mi paseo diario. Y en realidad, ella me vio a mí. Yo no supe de la muerte de sus padres hasta que me llegó esa carta. La carta en que me pedía perdón. Me rogaba y suplicaba, como si yo estuviera detrás de esas desgracias. O como si tuviera el poder de detenerlas. Me di cuenta, por la sintaxis, de que ya estaba algo perturbada. Pero aun así, cuando mataron a su hermano, logró que la policía le diera algún crédito. También esto quería imputármelo a mí. Vino ese comisario, Ramoneda, a visitarme. Apenas sabía cómo disculparse. Pero me dijo que estaba obligado a seguir todas las pistas por la dimensión que había cobrado el asunto de los presos que salían a robar. Quería saber si yo había mantenido correspondencia con algún recluso de aquel penal. Le expliqué que, como en mis novelas hay en general muertes y crímenes, mucha gente las confunde con policiales y tenían bastante éxito dentro de las cárceles. Le conté que había recibido a través de los años cartas de presos de distintos penales donde me señalaban incluso algún error en uno u otro libro y me proponían como próximos temas sus propias historias. Quiso verlas y le di todas las que había guardado. Me habló de Traman Capote mientras las revisaba. Estaba orgulloso de haber leído A sangre fría y de poder comentarla conmigo. En un momento me mostró esas cartas anónimas y bastante grotescas, que parecían escritas por una ex amante despechada. Me preguntó si yo, como escritor, podía inferir algo sobre el autor o la autora. Nunca pensé que estuviera tendiéndome una trampa, o que sospechara que las hubiera escrito yo. Creía hasta entonces que la visita estaba relacionada sólo con mi correspondencia con presos de esa cárcel. Recién después, cuando le dije lo poco que podía imaginar de la persona detrás de esas frases, me habló de Luciana. Ya había hecho una averiguación en la clínica psiquiátrica donde estuvo internada y volvió a disculparse por traer un asunto personal y tan lejano del pasado. Yo le mostré la carta de ella que había guardado. Cotejó delante de mí la caligrafía. En todo caso, parecía más inclinado a sospechar de ella que de mí. Me dijo que estaba acostumbrado a recibir confesiones de las maneras más imprevistas y extrañas. Me mencionó «El corazón delator» de Poe. Creo que quería demostrarme que también él había leído algunos libros. Conversamos un poco más de autores policiales, revisó mi biblioteca y me di cuenta de que esperaba que le regalara alguna de mis novelas. Así que eso hice y por fin se fue. No tuve más noticias de esa investigación, ni de Luciana. Creí que no volvería a saber de ella. Hasta que recibí su llamado.
Se acercó a la mesa, donde yo había dejado la revista, y volvió a guardarla en el cajón. Bajó la persiana del ventanal y me hizo un gesto para que volviéramos a la biblioteca. Caminamos de regreso en silencio hasta llegar otra vez junto a los sillones. La pila de hojas había quedado sobre la mesita, pero yo no hice el primer movimiento para guardarlas.
– Y bien, ¿hay algo más que quiere preguntarme?
Había muchas cosas más que quería preguntarle pero ninguna de ellas, me daba cuenta, querría responderlas. Aun así, decidí intentar al menos una.
– Ella dice aquí que usted detestaba todo lo que tuviera que ver con la exposición pública. Yo también me acuerdo que fue durante muchos años un escritor casi invisible. Y es verdad que de pronto todo eso cambió.
Kloster asintió, como si a él mismo lo hubiera sorprendido esa transformación.
– Después de la muerte de Pauli creí que iba a enloquecer. Habría enloquecido, sin duda, si me quedaba encerrado aquí. Los reportajes, las conferencias, las invitaciones, me obligaban a salir, a vestirme, a afeitarme, a recordar quién había sido, a pensar y responder como una persona normal. Era el único hilo que me quedaba tendido con el allí afuera, donde la vida proseguía. Me prestaba a todo esto, porque sabía que apenas regresaba aquí, estaría a solas con un único pensamiento. Eran mis excursiones a la normalidad, mi manera de conservar la lucidez. Representaba un papel, por supuesto, pero cuando usted declinó toda voluntad de ser y de persistir, representar fielmente un papel puede ser la última defensa contra la locura.
Me hizo una seña para que lo siguiera.
– Venga conmigo -dijo-; hay algo más que quiero mostrarle.
Lo seguí hacia la boca del corredor donde había visto la primera foto en la penumbra. Encendió una luz y el pasillo se iluminó. Había fotos colgadas de las paredes a ambos lados, de todos los tamaños, muy próximas entre sí, en una sucesión abigarrada que convertía al pasillo en un túnel sobrecogedor, con la imagen de la hija repetida en todas las actitudes. El único orden parecía el de la superposición.
Atravesamos el pasillo y Kloster sólo dijo:
– Me gustaba sacarle fotos: son todas las que pude rescatar.
Abrió una puerta al final del pasillo y pasamos a lo que parecía un gabinete o una dependencia de servicio abandonada. Las paredes estaban desnudas; había una única silla arrimada contra una esquina y un archivo de metal sobre el que se apoyaba una pequeña máquina rectangular. Sólo cuando Kloster apagó la luz del pasillo y quedamos a oscuras advertí que se trataba de un proyector. La pared frente a nosotros se iluminó, hubo un seco chirrido mecánico y apareció, regresada milagrosamente a la vida, la hija de Kloster. Estaba inclinada a lo lejos en lo que parecía un parque, o un jardín. Se incorporaba de pronto y corría hacia la cámara, con un ramito de flores que había arrancado entre el pasto. Venía hacia nosotros agitada, feliz, y al extender el ramito se escuchaba por un momento su voz infantil: «Éstas las junté para vos, papá». Una mano se abría para recibir las flores, mientras la hija de Kloster corría otra vez alejándose hacia el jardín. El escritor, de algún modo, se las había arreglado para que la escena se repitiera y la hija se alejaba y volvía hacia él de una manera interminable, con el mismo ramo en la mano y esas palabras que en la repetición sonaban cada vez más fantasmales y siniestras: Éstas las junté para vos, papá. Miré hacia atrás. El resplandor de la pared dejaba ver algo de la cara de Kloster. Estaba absorto, rígido, sumido en la contemplación, con los ojos fijos y pétreos como los de un muerto y sólo su dedo se movía con la fijeza de un autómata para pulsar cada vez el interruptor.
– ¿Qué edad tenía en esta filmación? -pregunté. Sólo quería, en el fondo, interrumpirlo, huir de esa cripta.
– Cuatro años -dijo Kloster-. Es la última imagen que tengo de ella.
Apagó el proyector y volvió a prender la luz. Regresamos a la biblioteca y fue para mí como emerger otra vez al aire puro. Kloster señaló hacia atrás.
– Los primeros meses después de su muerte los pasé encerrado en ese cuarto. Allí también empecé la novela. Temía, sobre todo, olvidarla.
Habíamos quedado otra vez frente a frente en el centro de la biblioteca. Se quedó mirando cómo me ponía mi abrigo y juntaba las hojas para guardarlas en la carpeta.
– Y bien, no me dijo todavía qué piensa hacer con esto. ¿O es que todavía le cree a ella antes que a mí?
– Por lo que usted me dijo -respondí dubitativo- no habría ninguna razón para que Luciana deba temer otra desgracia. Y esta serie de muertes, tan cerca de ella, serían algo así como un exceso del azar, un ensañamiento de la mala suerte. ¿A usted no le llaman la atención?
– No tanto. Si usted tira al aire una moneda diez veces seguidas lo más probable es que tenga una seguidilla de tres o cuatro caras o cruces repetidas. Luciana pudo tener una racha de cruces en estos años. La distribución de las desgracias, como de los dones, no es equitativa. Y quizá haya incluso en el azar, en el largo plazo, una forma superior de administrar castigos. Conrad al menos creía esto: No es la Justicia quien mejor sirve a los hombres, sino el accidente, el azar, la fortuna, aliados del paciente tiempo, los que llevan el balance parejo y escrupuloso. ¿Pero no es paradójico que tenga que recordarle yo a usted que también existe el azar? ¿No es acaso usted el que escribió una novela que se llama Los aleatorios, no era usted el defensor ardoroso de los edificios de Perec y las barajas de Calvino, que estaba tan orgulloso de oponer a la anticuada causalidad en la narrativa, al gastado determinismo acción-reacción? Y de pronto viene aquí en busca de la Causa Primera, del demonio de Laplace, de una explicación unívoca de las que tanto desdeñaba. Una novela entera dedicada al azar, pero evidentemente nunca se tomó el trabajo de lanzar una moneda al aire, no sabe que el azar también tiene sus formas y sus rachas.
Quedé en silencio por un segundo, sosteniendo la mirada despectiva de Kloster. De manera que no sólo había leído aquel artículo desgraciado sino que lo recordaba como para recitármelo de memoria. ¿No me estaba dando a su pesar y sin saberlo la prueba de su naturaleza vengativa y rencorosa? Pero también yo, al fin y al cabo, recordaba al pie de la letra las críticas adversas, también yo hubiera podido repetir algunas. Y si esto no me convertía a mí en un criminal, ¿podía imputárselo en su contra a Kloster? En todo caso, me sentí obligado a responderle algo.
– Es verdad que me aburre la causalidad clásica en literatura, pero puedo separar mis ideas literarias de la realidad. Y supongo que si murieran cuatro de mis familiares más cercanos, también yo empezaría a alarmarme y a buscar otras explicaciones…
– ¿Verdaderamente puede? Quiero decir: separar sus ficciones de la realidad. Para bien o para mal, esto fue para mí lo más difícil desde que empecé esta novela. La ficción compite con la vida, decía James, y es cierto. Pero si la ficción es vida, si la ficción crea vida, también puede crear muerte. Yo era un cadáver después de enterrar a Pauli. Y aunque un cadáver ya no puede aspirar a crear vida, todavía puede crear muerte.
– ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Que en su novela también hay muertes?
– No hay otra cosa que muertes.
– ¿Y no le preocupa que se torne… inverosímil?
Me sentí algo estúpido, e infame: el afán de verosimilitud en las novelas de Kloster era algo de lo que yo mismo me había burlado.
– Usted no entiende. Y no podría entenderlo. Basta con que yo lo crea. No es una novela para publicar. No es una novela para convencer a nadie. Es, digamos, una fe personal.
– Pero en su novela -insistí-, ¿sostiene también la hipótesis del azar?
– Yo no sostengo la hipótesis del azar. Lo que digo es que en todo caso usted debería sostenerla. O al menos, considerarla. Pero supongo que puede haber otras explicaciones, para un escritor con suficiente imaginación. Hasta un policía como Ramoneda pudo concebir otra posibilidad.
– ¡Por favor! Lo único que puede pensar un policía argentino: que la víctima sea al mismo tiempo el sospechoso principal. ¿Por qué haría Luciana algo así?
– Por el motivo más obvio: la culpa. Porque sabe que es culpable y se está dando a sí misma el castigo que cree que se merece. Porque su padre, que era un fanático religioso, le inculcó el látigo y la flagelación. Porque está loca, sí, pero hasta un extremo que ni usted ni yo imaginamos. Y además, ¿no era ella la experta en hongos? ¿No es ella la que estudió biología y conocía sustancias que podían pasarse por alto en un examen forense? ¿No es ella también la que fue encerrada por su hermano y sabía de su relación con esa mujer?
Kloster exponía esto sin ningún énfasis, con la frialdad ecuánime de un jugador de ajedrez que examina las variantes de los contrincantes desde afuera de la mesa. Me quedé callado y volvió a señalarme la carpeta transparente bajo mi brazo.
– Y bien, ¿qué hará finalmente con esas hojas? Todavía no me lo dijo.
– Las voy a guardar en un cajón por ahora -dije- y voy a esperar: mientras no aparezcan más cruces en la seguidilla, quedarán ahí.
– Pero eso es bastante injusto -dijo Kloster, como si tuviera que hacer entrar en razones a un chico caprichoso-. Si mal no recuerdo, Luciana tenía una abuela que ya era muy vieja hace diez años. Estaba internada en un geriátrico. Y si no murió todavía, podría ocurrirle en cualquier momento.
No pude notar en su expresión ni en su voz el menor asomo de una amenaza. Sólo parecía estar exponiendo una objeción lógica.
– No contaría, por supuesto, una muerte natural -dije.
– Pero ¿no se da cuenta todavía? Para Luciana, ninguna muerte sería natural. Aun si su abuela muriera durante el sueño creería que yo me descolgué por una chimenea para asfixiarla con la almohada. Si puede imaginar que enveneno tazas de café y siembro hongos tóxicos y libero presos de la cárcel, nada puede detenerla.
– Pero yo puedo juzgar por mí mismo y sé la diferencia entre una seguidilla de cuatro cruces y una de siete.
– El número siete… -dijo Kloster, como si algo lo hubiera hartado-. Usted no debería caer en el mismo error. Hay por lo visto una lección que Luciana no recibió de su padre sobre los simbolismos bíblicos. La raíz hebrea de «siete» tiene que ver con la completitud y la perfección de los ciclos. Ésa es la manera en que se utiliza el número siete en el Antiguo Testamento. Cuando Dios advierte a los que quieran matar a Caín no está hablando de una cantidad literal, de una proporción numérica, sino de una venganza que será completa y perfecta.
– ¿Y no le parece que la muerte de cuatro familiares es una venganza ya suficientemente completa?
Kloster me miró como si sostuviéramos una fría pulseada y reconociera mi esfuerzo, pero no estuviera dispuesto a ceder en nada.
– Yo sólo puedo conocer mi dolor-dijo-. ¿No es ése, en el fondo, todo el problema del castigo? Un dilema, como diría Wittgenstein, del lenguaje privado. No sé a cuántas otras muertes equivale la muerte de una hija. De todas maneras, no es algo que depende de mí, algo que yo pueda detener. Como le dije: únicamente me dedico a escribir una novela. Pero en fin, veo que no he conseguido convencerlo. Y para mí se está haciendo algo tarde: estoy por recibir ahora a una chica de un colegio secundario que quiere entrevistarme, para un periódico escolar…
Kloster se detuvo, quizá porque advirtió un gesto de sorpresa o alarma en mi cara. Yo, que no había incluido entre las páginas que le había dado a leer los temores de Luciana sobre su hermana, quedé paralizado, a la espera de que me dijera algo más sobre esa chica que esperaba. Pero él sólo me indicó la escalera, de una manera inapelable, para que bajara y me fuera de una vez.
Mientras descendía los escalones me di vuelta todavía y lo vi de pie en lo alto, como si quisiera cerciorarse de que yo realmente me iría.
– Usted me dijo por teléfono que también quería preguntarme algo -recordé de pronto-, pero no me hizo ninguna pregunta.
Kloster hizo un gesto parecido a un saludo.
– No se preocupe: lo que yo quería saber ya me lo respondió.