174022.fb2 La Pesadilla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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CINCO

– ¡Ése es! -ladró el detective Ralph Brossard en el instante en que el negro larguirucho aparecía en el portal y echaba a andar a paso largo por la acera. Tiró el cigarrillo recién encendido por la ventanilla del coche y cogió el radiotransmisor.

– Newt… Newt, Jambo acaba de salir por la puerta principal. Está cruzando la calle y se dirige a su vehículo. Lleva la bolsa de deporte. A por él.

A su lado, el detective John Minatello se metió la mano en el interior de la cazadora de algodón color crema y sacó la pistola del 38. Le dirigió a Ralph una sonrisa sudorosa, pálida y rápida, y luego dijo con nerviosa satisfacción:

– Agarremos a ese hijo de puta. ¡Jerónimo!

Ralph puso en marcha el motor del Pontiac y echó una rápida ojeada hacia atrás para asegurarse de que no venía ningún coche por la calle. Con la mano extendida giró el volante hacia la izquierda todo lo que daba de sí, hasta que la dirección asistida comenzó a silbar. Luego se pasó la lengua por los labios y se dispuso a esperar con todos los músculos en tensión.

– Venga, so cabrón -dijo entre dientes.

Eran las once y seis minutos de la mañana y se encontraban en la calle Seaver, en la Combat Zone. Los edificios de pisos construidos con ladrillo estaban marrones, hasta el aire estaba marrón. El día olía a grasa de cocina, a escapes de automóviles y a alcantarillas secas. Ralph llevaba sentado dentro de su Grand Prix, estacionado junto al bordillo, desde quince minutos antes de que amaneciese, esperando a que Jambo saliera del número 1 334. John Minatello y él habían desayunado a base de Egg MacMuffins y café tibio, y el asiento de vinilo del coche todavía estaba lleno de restos de comida y de envoltorios arrugados de galletas, paquetes vacíos de Winston Lights y un ejemplar muy manoseado de Islands in the Stream, de Ernest Hemingway.

Ralph era un entusiasta de las camisas a cuadros escoceses y de Hemingway. Un hombre de un solo hombre.

Toda su vida (bueno, desde que se divorciara de Thelma cuatro años atrás), Ralph había estado preparándose para un retiro a lo Hemingway en el Caribe, con la idea de pasarse los días pescando tiburones y agujas en aguas profundas y azules, escuchando el roce de la lluvia en un tejado de hojas de palmera secas, vagando por la playa, bebiendo whisky y dejando que pasasen los cálidos días tropicales. Incluso había adquirido cierto parecido físico con Hemingway, a pesar de que las normas del departamento de policía prohibían llevar barba. Tenía el rostro ancho y era un hombre más bien bruto, con bigote blanco y negro, y unos ojos que se arrugaban y enfocaban hasta mucho más allá de Boston, aunque se pasase los días sentado en algún coche esperando a sospechosos, o escribiendo informes a máquina.

Dos años y siete meses más y Ralph podría colgar la pistola, entregar la placa y coger un avión a Miami y luego otro a Bimini, dejando atrás los sudorosos veranos marrones, aquellos inviernos capaces de romperle a cualquiera las pelotas, la polución del aire y el crimen mugriento. Podría dejar atrás a los arrogantes ricos de la calle Newbury y a los pobres gruñones de la avenida Blue Hill… y todas las demás cosas que detestaba de aquella ciudad suya pretenciosa, sórdida, pintoresca y peligrosa.

Había estado siguiendo a Jambo DuFreyne más de un año, durante las cuatro tediosas estaciones. Las hojas habían brotado, el hielo se había derretido, y el sol había llenado las calles. Cada dos semanas, Jambo traía cocaína de calidad en bolsas de deporte desde Atlanta, Georgia, para venderla en Boston; Ralph y John lo habían visto abrir aquella misma puerta principal, caminar a paso largo por aquella misma calle con lluvia, con nieve, con sol, con niebla helada, larguirucho, con el mismo gorro de lana marrón y el mismo abrigo de cuero largo hasta la rodilla, y meterse en el mismo Buick abollado y chirriante de color marrón.

Hasta aquel día habían dejado a Jambo tranquilo. Al fin y al cabo, él no hacía más que transportar la mercancía, era un simple recadero. Pero aquí, en este edificio de apartamentos, en la parte trasera del quinto piso, vivía Luther Johnson, uno de los rostros más malévolos de Boston, el Araña de la calle Seaver; y desde el apartamento de Luther Johnson, Ralph había estado siguiendo pacientemente la cocaína de Jambo hasta una fábrica de crack situada en Cambridge; y desde la fábrica hasta los principales concesionarios, entre los que se encontraban la Universidad Harvard, el Instituto de Tecnología de Massachusetts y la Facultad de Medicina de Harvard, donde los jóvenes adinerados estaban dispuestos a pagar importantes cantidades por productos de buena calidad.

Ralph ya tenía pruebas suficientes para detener a los hijos e hijas de algunas de las familias más ricas e influyentes de América y acusarlos de tráfico de drogas, conspiración, extorsión y evasión de impuestos. Tenía vídeos y escuchas telefónicas de los Belmont, los Woolley, los Pembroke y los Cabot. Jambo DuFrayne era la conexión final. Aquella mañana llevaba una bolsa de deporte llena de billetes de cien dólares, usados como pago por su última entrega, billetes que, sin que Jambo lo supiera, estaban marcados, de manera que, siguiéndoles el rastro hacia atrás, podrían conducir de manera concluyente hasta los dorados chicos y chicas de cinco campus universitarios diferentes. Ralph le había puesto a la operación el nombre de «Ivy Connection».

Jambo subió al coche y, durante unos momentos, Ralph lo perdió de vista, porque estaba estacionado unos cincuenta metros más arriba junto a la otra acera, detrás de una gran furgoneta verde.

– Vamos, cabronazo -repitió al tiempo que tamborileaba con los dedos sobre el volante.

– Ya viene, ya viene -observó John Minatello-. Ha encendido el motor. He visto cómo salía humo por el tubo de escape.

– Newt, ¿estás ahí, Newt? -preguntó Ralph a través del radiotransmisor.

– Estoy aquí, Ralph, no te preocupes.

– Cuando yo diga «dale», Newt, tú le das, y embiste por detrás a ese cabrón de manera que no se entere de si es mañana o el día de Navidad.

– Ya me he enterado, Ralph, no te preocupes.

– Venga, cabrón -repitió Ralph.

Miró por el espejo retrovisor del lado del conductor. La calle estaba despejada. Aceleró suavemente y luego volvió a mirar. Un Volkswagen Escarabajo de color azul pólvora había salido de la nada y se aproximaba lentamente.

– Mierda -exclamó Ralph.

Lo último que necesitaba en aquel momento era la presencia de algún civil. Era impensable que Jambo no estuviera armado. Podía ir provisto con cualquier cosa, desde un calibre 44 hasta un Uzi, o las dos cosas, y no vacilaría en utilizarlas. Jambo tenía unos antecedentes de robos a mano armada y atracos con violencia que hacían que Saddam Hussein pareciese san Francisco de Asís.

Ralph sólo podía rezar para que el Escarabajo llegase al final de la calle antes de que Jambo se decidiera a salir del lugar donde estaba estacionado. También podía salir él y bloquearle el paso al Escarabajo, pero entonces tendría que seguir hasta más allá de donde se encontraba Jambo, o de lo contrario Jambo comprendería inmediatamente que estaban tendiéndole una emboscada. Y si él continuaba y pasaba al lado de Jambo, estaría dejándole a aquel hijo de puta el camino libre para darse a la fuga.

Por otra parte, si no le bloqueaba el paso al Escarabajo, Jambo podría salir inmediatamente cuando el Volkswagen estuviese todavía a medio camino entre Jambo y el final de la calle, donde Newt estaba aguardando. Había furgonetas y automóviles estacionados junto a ambas aceras, y con el Escarabajo impidiéndole el paso, Newt no sería capaz de venir a toda velocidad desde el final de la calle para chocar con Jambo por detrás y encajonarlo.

Aparte de todo esto, existiría un riesgo, mayor de lo aceptable, de que el conductor del Escarabajo resultase herido o incluso muerto.

– Se acerca un vehículo civil -comentó Newt con voz tranquila.

– Ya lo veo -repuso Ralph.

– ¿Qué quieres hacer?

– Rezar a san Felipe para que despeje la calle.

– ¿Podrías cortarle el paso?

– Jambo todavía no ha empezado a moverse. Si nota que algo se le viene encima, no se moverá. Intentará escaparse.

El Escarabajo resoplaba y se acercaba cada vez más.

– Podríamos dejar que se fuera -sugirió Newt-. Podríamos ir a por él en la calle Washington en lugar de hacerlo aquí.

– No, no. Tenemos que cogerlo aquí. Acuérdate de lo que pasó con DeSisto.

«DeSisto contra el estado de Massachusetts» era un caso muy famoso en el cual no se había podido conseguir que condenaran a un traficante de drogas porque la policía había perdido momentáneamente de vista su vehículo entre el tráfico. Durante aquellos pocos segundos perdidos, había argumentado el abogado defensor de DeSisto, cualquiera habría podido echar el paquete, que constituía la prueba incriminatoria, en el interior del coche de su cliente. Que aquello fuera probable o no no venía al caso. Era posible, y por ello DeSisto había volado. Ralph estaba decidido a que no sucediese lo mismo con Jambo, porque si Jambo volaba, todos aquellos altivos mocosos de la Ivy League y todos aquellos arrogantes tecnócratas del Instituto de Tecnología de Massachusetts volarían también. En su trabajo, Ralph se pasaba la mayor parte del tiempo capturando a camellos de poca monta, a adictos al crack y a tarados con los pantalones meados. Por lo que a él se refería, era cuestión de profundos principios morales que la ley se aplicase con igual rigor a los que llevaban ropa de Calvin Klein o Niño Cerruti y pasaban los veranos en Newport o en el Caribe.

El Escarabajo pasó lentamente a su lado. Echó una rápida ojeada al conductor. Era una chica negra, de unos veintitrés años, que llevaba pequeñas trenzas apretadas y pendientes de aro de plata. En la puerta del Escarabajo habían pintado el dibujo del cuervo de Dumbo quitándose un sombrero de paja y diciendo: «¡Cepíllame los pies!» Ralph se fijó en que la matrícula estaba caducada y que los guardabarros de las ruedas de atrás estaban muy oxidados y remendados con fibra de vidrio.

– Vamos, nena -le urgió Ralph en voz baja. Ella casi había llegado donde se encontraba el coche de Jambo-. Vamos, nena, aprieta el acelerador.

Pero el Escarabajo fue reduciendo la velocidad cada vez más. Cuando estuvo prácticamente a la altura del lugar donde estaba estacionado Jambo, se detuvo por completo, y una nube de humo marrón salió por el tubo de escape. Durante un momento, Ralph pensó que quizás la chica hubiese sufrido una avería, pero luego se dio cuenta de que se había detenido únicamente porque estaba buscando una dirección concreta. El Escarabajo permaneció allí parado durante casi un minuto, vibrando y echando humo, mientras Ralph, sentado en el coche, tamborileaba con los dedos, sudaba y rezaba para que la chica continuase adelante.

– ¿Qué cojones está haciendo? -preguntó Newt por el radiotransmisor.

– Parece que está mirando los números de las casas -repuso Ralph-. Debe de haberse perdido.

– ¿Y por qué cojones no va a perderse a otra parte?

Ralph no contestó. Estaba demasiado tenso. La chica se había perdido porque se había perdido; y porque todas las vigilancias que Ralph había organizado siempre habían estado plagadas de inocentes fallos técnicos: personas que vagaban desconcertadas y se ponían sin saberlo en la línea de fuego, camiones que aparcaban delante de las ventanas que ellos estaban vigilando, obreros que reparaban la calzada y que de pronto decidían ponerse a taladrar justo al lado de las cabinas telefónicas que ellos tenían intervenidas.

– Vamos, nena, muévete -dijo, y dejó escapar un suspiro; pero el Escarabajo seguía soltando bocanadas de humo en el mismo sitio.

Oyó que Jambo tocaba la bocina con insistencia, y eso hizo que la muchacha moviera el coche. El vehículo avanzó resoplando unos cuantos metros calle abajo. Ahora, Jambo empezó a maniobrar con el Elektra negro para salir del lugar donde estaba aparcado. A través del cristal tintado del parabrisas, que tiraba a púrpura, Ralph podía ver la silueta del gorro de Jambo, y también las gafas de sol negras e inexpresivas como los ojos de un insecto. Pero el Escarabajo había vuelto a detenerse, esta vez justo detrás del coche de Ralph, lo que significaba que Newt tenía que enfrentarse a una carrera a toda velocidad a lo largo de cuarenta metros de calle, carrera que culminaría teniendo que pasar a ochenta quilómetros por hora entre el perezoso Escarabajo y los coches estacionados a lo largo del bordillo: un pasillo que le dejaría un margen de menos de quince o veinte centímetros a cada lado.

– Newt, ¿vas a intentarlo? -le preguntó Ralph.

– Nunca digas no -repuso Newt.

El coche de Jambo había salido del espacio donde estaba aparcado y se dirigía hacia Ralph aumentando de velocidad rápidamente. Era un modelo del año 81, sucio pero mecánicamente bien conservado, con la suspensión retocada y las ruedas anchas. Ralph sabía con certeza que si no hacía que Jambo se detuviera entonces, le costaría Dios y ayuda hacerlo en la calle Washington, en la autopista o en cualquier ruta que se le antojase coger para ir al aeropuerto a todo gas. Y no podía perderlo de vista ni por un instante, ni siquiera el tiempo que se tarda en parpadear; de lo contrario, volvería a repetirse la historia de DeSisto. Aquél era un caso que no podía perder de ninguna manera. No soportaba la idea de que los muchachos de la Ivy League se riesen de él. Tenía que capturarlos, procesarlos y encerrarlos, y eso era lo único que importaba. Tenía que hacerlos caer bien bajo, porque eran bajos, eran mierda.

– Ahora es el momento -dijo con tanta flema que a John Minatello le pilló por sorpresa. Pisó con fuerza el acelerador y sacó el Grand Prix hasta el medio de la calle con un estridente Achinar de neumáticos.

Jambo ni siquiera tuvo tiempo de frenar. El Elektra de mil ochocientos quilogramos iba a casi sesenta y cinco quilómetros por hora cuando chocó de frente con el Grand Prix de Ralph. Éste oyó un devastador choque, la cabeza le dio con fuerza por detrás contra el cabezal del asiento y la pierna izquierda le quedó aprisionada contra la puerta. Entonces gritó:

– ¡Fuera! ¡Fuera!

Y se encontró abriendo la puerta de una patada y después rodando hacia la calle. Sacó el arma de un tirón, una 44 no reglamentaria, de la funda, la amartilló y siguió rodando hasta situarse debajo de la parte trasera de un coche aparcado, de modo que cuando finalmente se puso como pudo en pie tenía la 44 sujeta con las dos manos y se hallaba parapetado tras la irregular parte trasera de un viejísimo Le Sabré.

Vio a John Minatello agachado detrás del asiento del pasajero del destrozado Grand Prix; blandía un 38 y gritaba:

– ¡Enséñame las manos! ¡Enséñame las jodidas manos!

Vio a Newt, que se acercaba hacia ellos calle Seaver abajo en el Plymouth color verde mar, rugiendo el motor y con la luz roja intermitente emborronada por el sol y el humo. Durante una fracción de segundo, Ralph pensó que Newt conseguiría pasar por el estrecho hueco que quedaba entre el Escarabajo y los coches aparcados en un lado de la calle. Llegó incluso a pronunciar las palabras «Lo has hecho fenómeno, hijo de puta». Pero luego vio volar por los aires los pedazos del espejo retrovisor de la puerta y oyó el horrible sonido de un violento choque de coches. El Escarabajo estaba volcado de lado, y el Plymouth de Newt se había empotrado de lleno en una camioneta marrón oxidada.

Jambo -que estaba a medio salir del coche por la puerta del lado del conductor- se dio media vuelta con extraordinaria agilidad, casi pareció que estuviera actuando en un ballet. Ralph vio cómo a Jambo se le curvaba hacia atrás aquel delgado pecho y cómo le giraban las caderas.

– ¡Enséñame las manos! -le exigió John Minatello con una voz que parecía un rugido. Pero Jambo hizo caso omiso, y fue entonces cuando Ralph se percató de que Jambo tenía en la mano un revólver de gran calibre.

Quería a Jambo vivo. Necesitaba a Jambo vivo. Le rugió a John Minatello:

– ¡No!

Pero la mañana retumbó de pronto con dos disparos pesados de gran calibre, y luego se oyó otro disparo, y luego otros más agudos que salían de la 38 de John Minatello.

Ralph vio que la ventanilla trasera del Escarabajo hacía explosión, y que un chorro de sangre salía por ella, como si el conductor hubiera arrojado una taza de café a la calle. «Mierda __pensó-, la ha matado.» Luego vio el parabrisas del Plymouth de Newt roto y resquebrajado, y oyó el rápido y consistente traqueteo que producía Newt al devolver los disparos. La calle se llenó de repente de humo y teatrales haces de luz, pero Jambo se había esfumado como por arte de magia.

Ralph, jadeando pesadamente, se asomó por uno de los lados del coche tras el que se protegía y luego por el otro. Aquel cabrón se había ido, aquel cabrón ya no estaba allí. Permaneció quieto en aquel lugar, completamente tenso, con las rodillas algo dobladas, la pistola levantada con ambas manos y la camiseta azul manchada de oscuros círculos de sudor.

– ¿Dónde ha ido? -le gritó a John Minatello.

Éste tenía la cara tan pálida y tan larga como una salchicha de sesos de ternera.

– No puedo verlo. Pensé que le había dado.

– ¡Newt! -gritó Ralph con voz aguda y ronca.

– ¡Sí, Ralph! -le contestó Newt con otro grito.

– ¿Dónde cojones se ha metido? -le preguntó Ralph.

– No lo sé. No he visto por dónde se ha ido.

– ¿Qué cojones quieres decir con que no has visto por dónde se ha ido?

– Quiero decir que no he visto por dónde se ha ido.

Hubo un silencio prolongado. La calle Seaver estaba extrañamente silenciosa, aparte del murmullo ambiental del tráfico y el sonido de un L10-11 que despegaba del aeropuerto Logan con rumbo sudoeste.

Ralph, de mala gana, se puso en movimiento y dio la vuelta al coche por la parte de atrás. Sostenía la 44 con las dos manos, muy por delante de él, y se dio cuenta de que el cañón temblaba, pero lo achacó a la adrenalina.

– ¡Señor DuFreyne! -comenzó a gritar al tiempo que le echaba una mirada a John Minatello-. Señor DuFreyne, somos agentes de policía, y tenemos una orden de arresto contra usted. Y vamos a hacerlo por las buenas o por las malas.

El humo empezó a disiparse y, a medida que se despejaba, el silencio comenzó a llenarse también. De repente, una multitud de gente hablaba, la música sonaba, los perros ladraban y los árboles crujían.

Ralph se agachó y miró por debajo del coche que le servía de protección. Alcanzó con la vista hasta la acera de enfrente. En el suelo había montones de envoltorios de chicle, botellas, latas de bebida aplastadas y una cosa negra que parecía un traje desechado, pero nada más.

– ¡Señor DuFreyne, queda usted arrestado, pero si colabora, todo esto podrá resultarle más fácil! -gritó Ralph-. ¿Me oye? ¡Vamos detrás de los compradores, no de usted! ¡Ni siquiera nos interesa Luther! Usted sólo tiene que decirnos quién ha estado financiando este negocio, y podrá conseguir el mejor acuerdo de su vida. ¡Vamos, es año de elecciones! El fiscal del distrito se pone muy amable con las personas que actúan en interés de la comunidad. Usted lo sabe muy bien. Mire lo que le pasó a Mack Rivera.

De nuevo se hizo el silencio. Ralph lanzó un silbido para llamar la atención de John Minatello, y le indicó con un movimiento de pistola que abandonase la relativa seguridad que le ofrecía la puerta abierta del automóvil y avanzara caminando poco a poco calle arriba por la acera para intentar descubrir dónde se había ocultado Jambo DuFreyne.

La única preocupación que tenía en aquellos momentos era que Jambo lo hubiera hecho al estilo de Harry Lime: que hubiese abierto la tapa de una cloaca y se hubiera marchado a su guarida por las alcantarillas.

Se movió por la acera, agachándose de vez en cuando para ver si podía vislumbrar las piernas de Jambo.

– ¡Newt! -gritó de nuevo-. ¿Te funciona la radio?

– Sí, funciona, Ralph -le contestó Newt-. Ya he pedido una ambulancia.

– Mierda -exclamó Ralph en voz baja. Tenía el estómago revuelto. Tenía que haber dejado escapar a Jambo, debía haber dejado que se marchase. La muerte de un solo transeúnte inocente era un precio demasiado alto para una detención, aunque fuera la detención más importante relacionada con el mundo de la droga en toda la historia de Massachusetts. Aunque aquella chica con el pelo trenzado y los pendientes de aro no estuviese muerta, seguro que estaba gravemente herida, de manera que su familia, sus amigos, su abogado, todos los canales de televisión y todos los periódicos de Nueva Inglaterra iban a querer saber por qué al inspector Ralph Brossard se le había ocurrido tender una emboscada mientras ella todavía estaba remoloneando por la calle Seaver, y además en la línea de fuego-. Mierda -repitió-. Mierda, mierda, mierda.

Estaba enfadado, alterado y amargamente arrepentido; y también asustado; y todo le sabía a mierda.

– ¡No lo veo! -le gritó John Minatello.

– Entonces, ¿dónde cojones está? -exigió Ralph.

– Mirad debajo de los coches, por el amor de Dios -dijo Newt-. Mirad debajo de los coches.

– Ya he mirado -protestó John Minatello.

Agachándose lo más que pudo, Ralph echó a correr por la acera izquierda de la calle. De vez en cuando inclinaba la cabeza, ponía una mano en la acera caliente y arenosa y miraba debajo de los coches aparcados para ver si descubría algún rastro de Jambo. Una anciana negra estaba observándolo sin demasiado interés desde una ventana abierta; tenía los ojos agrandados por las gafas, de manera que parecían dos ostras recién abiertas.

– ¡Métase para dentro, puñetas! -le soltó.

– ¿Por qué? -quiso saber ella-. Ya he visto morir a hombres otras veces.

– ¡Policía! -dijo Ralph-. ¡Y ahora métase dentro de una puñetera vez!

En aquel momento, mientras estaba distraído, Newt gritó «¡Ahí va!», y Ralph se dio cuenta de que una sombra oscura parpadeaba entre dos coches, todo brazos y piernas, y también vio el llamativo brillo de una pistola.

– ¡Alto! -gritó al tiempo que levantaba la 44 y apuntaba con las dos manos acera arriba, justo al punto donde caería Jambo tras el próximo salto. Vio el gorro de lana moviéndose arriba y abajo detrás del deteriorado techo de vinilo de un Sedan de Ville marrón. De pronto vio que Jambo aparecía y se lanzaba contra la acera, retorciéndose para darse la vuelta; vio las gafas oscuras, los dientes relucientes y el brillo de la pistola.

También vio a la joven que empujaba el cochecito del bebé y que salía del portal de la casa de apartamentos situada detrás de Jambo, era lo más claro y evidente que había visto en toda su vida, tan claro como cuando miró a Thelma en una mañana de verano y empezó a darse cuenta de que ya no la amaba. Thelma sonreía, contenta, sin caer en la cuenta de que sus días de felicidad habían terminado y no le quedaban nada más que lágrimas y soledad.

Y aquella muchacha sonreía también mientras se inclinaba para limpiarle la baba de la barbilla al bebé. Y, al mismo tiempo, Jambo disparó, un disparo pesado, resonante, rotundo. Ralph disparó a su vez, y una bala del calibre 44 salió del cañón de su pistola a casi doscientos cincuenta metros por segundo e hizo pedazos el cochecito del bebé, como si hubieran lanzado una bomba, colchón, mantas, sonajero de plástico y carne ensangrentada.

Jambo consiguió ponerse embarulladamente en pie y se dio la vuelta, evidentemente aturdido. Newt cruzó a grandes zancadas la calle sujetando rígidamente la pistola y manteniéndola levantada todo el tiempo. Prácticamente se la puso en la nariz a Jambo al tiempo que le gritaba:

– ¡Tírala! ¡Quieto! ¡Boca abajo, hijo de puta!

Ralph continuaba aún de pie con la pistola levantada. La chica del bebé se dio la vuelta y lo miró. Nadie lo había mirado nunca así antes, nunca, ni siquiera las esposas a cuyos maridos se había visto obligado a matar; ni los hombres cuyos hijos se habían ahorcado en chirona.

John Minatello se le acercó.

– Ralph -le dijo-. Dame la pistola.

– ¿Qué? -preguntó Ralph.

– Que me des la pistola. He visto lo que ha ocurrido. No ha sido culpa tuya.

Ralph lo miró fijamente. Antes no se había dado cuenta de lo pálido que era John Minatello. Tenía la piel blanca como la cera, con grandes poros abiertos, unos ojos grandes y tristes de color castaño y un lunar en la mejilla derecha. Y aquel estúpido bigote castaño y sedoso, de esos que se dejan crecer los crios para demostrar que son hombres. Y la también ridicula camisa rosa y plateada con palmeras y bailarinas hawaianas.

Newt había obligado a Jambo a tumbarse de cara al suelo sobre la acera y estaba esposándolo con decisión, en silencio, como quien ata un pavo. La mujer del cochecito del bebé los miraba a todos ellos con incredulidad.

– Mi niño -decía. Parecía casi como si, más que hablar, cantase-. ¡Mi niño!

Ralph se acercó a ella, vacilante, cauteloso. Seguía sosteniendo la pistola hacia arriba para demostrarle que no quería hacerle ningún daño. Era una joven negra de tez clara y rostro ovalado, bonita, con el pelo tieso lleno de laca y las cejas depiladas muy finas. Vestía un blusón amarillo y rojo y unas mallas negras. Tenía los ojos vidriosos y estaba temblando. Ralph se dio cuenta, sin lugar a dudas, de que estaba a punto de sufrir una conmoción. Él también lo estaba.

– Mi niño -repitió la muchacha; y metió la mano dentro del destrozado cochecito y levantó algo que parecía una toalla enrollada y ensangrentada. Sólo que un bracito gordezuelo colgaba sin vida a un lado y la sangre chorreaba por los deditos diminutos.

– Yo… -empezó a decir Ralph. Pero la laringe pareció encogérsele y la boca se le cerró, de manera que se sintió totalmente incapaz de hablar. Quería disculparse, quería explicarse. Quería suplicarle que le perdonase. Pero, ¿de qué serviría disculparse? ¿De qué serviría explicar nada? ¿Y cómo podría esperar que le perdonase después de lo que había hecho?

John Minatello alargó una mano y le quitó suavemente la 44.

– Vamos, Ralph, todo ha terminado.

– Yo… no quería… -se atragantó.

– Tranquilo, Ralph.

El sonido de las sirenas comenzó a ulular en el aire sucio y caliente. Una ambulancia dobló la esquina al final de la calle Seaver, luego otra y, a continuación, dos coches patrulla. Ralph permitió que John Minatello lo condujese hasta el Grand Prix. Se sentó en el asiento del pasajero, con la cabeza baja, sin dejar de mirar fijamente el pavimento de asfalto. Oyó que la gente iba y venía apresuradamente. Oyó también que se rompía una ventana, pero no acababa de comprender el significado de aquello. Al cabo de unos instantes levantó la mirada y dijo:

– ¿John? ¿Cómo está la chica? La chica del Escarabajo.

John estaba apoyado en la puerta abierta del coche, y miraba a su alrededdr con ansiedad. Le echó una mirada rápida a Ralph y luego dijo:

– Es difícil de decir. Los médicos de urgencias están examinándola ahora. Hay mucha sangre, y sesos también. No parece que haya esperanzas.

Otra ventana se rompió. Ralph oyó gritos y discusiones, y a alguien que tamborileaba. Un ladrillo pasó volando por los aires sin previo aviso y fue a dar en la parte de atrás del coche. Ralph levantó la cabeza atontado, presa de la impresión. Algo estaba sucediendo, pero no sabía bien qué era. Otro ladrillo voló por los aires y se hizo añicos a sus pies, luego otro, una botella, más tarde un trozo de tubería, que cayó al suelo sobre uno de sus extremos y se quedó bailando allí como el bastón de Fred Astaire.

Se puso en pie. No acababa de creer lo que veía. La calle Seaver, que tan sólo unos minutos antes estaba desierta, bochornosa y sofocante, se encontraba abarrotada por una multitud de jóvenes negros que saltaban, gritaban y se empujaban unos a otros. Arrojaban ladrillos, botellas, tapacubos y pedazos de madera, y un joven cabecilla, ataviado con un sombrero de ala ancha y con el pelo largo y rizado, estaba marcando un feroz ritmo reggae con dos martillos de metal sobre el capó de un coche estacionado junto a la acera al tiempo que no dejaba de gritar: «¡Latomba! ¡Latomba!»

– ¿Qué demonios…? -quiso saber Ralph. Pero en aquel momento, el sargento Riordan se acercó a él como una tromba, resoplando con aquella cara de toro suya y el cuello ancho.

– ¡Mueve inmediatamente el culo de aquí, Brossard, estúpido bobo hijo de puta!

– ¿Qué demonios pasa? -exigió Ralph.

– Tú, eso es lo que pasa -repuso el sargento Riordan-. ¡Tú y tu jodida y chapucera emboscada! No se te ha ocurrido otra cosa que hacer volar por los aires al primer y único hijo del héroe local, un hombre muy querido, nada más. Aunque no nos maten, van a destrozar todo este jodido lugar, y eso significa que once años de diplomacia racial y una política de suavidad e igualdad para todos se van por el retrete de una sola tacada, se van para siempre. Así que saca el culo de aquí antes de que te prendan fuego, te apaleen o te hagan volar por los aires.

– Pero, ¿de qué estás hablando, Riordan? -le dijo Ralph a gritos-. ¡Acabamos de hacer el mayor arresto en materia de drogas que esta ciudad dejada de la mano de Dios haya visto nunca! Y siento lo del bebé, ¿de acuerdo? ¡Ojalá no hubiera pasado, pero no pude hacer nada por evitarlo!

John Minatello lo cogió del brazo.

– Vamos, Ralph, tenemos que salir de aquí.

Ralph se volvió y lo miró fijamente.

– Claro que tenemos que salir de aquí, pero Jambo se viene con nosotros.

– Ya se lo ha llevado Newt.

– ¿Newt se ha llevado a Jambo?

Las botellas y ladrillos no dejaban de estrellarse a su alrededor y, de repente, junto a los escalones que conducían a la entrada del edificio de apartamentos donde vivía Luther Johnson, una bola de fuego naranja rodó por la acera, e inmediatamente ésta empezó a arder.

– Venga, Ralph -le urgió John Minatello-. Están arrojando cócteles Molótov. No estamos equipados para hacer frente a una cosa así.

– Dame mi pistola -insistió Ralph.

– Ralph… tú sabes que no puedo hacer eso.

Un enorme pedazo de yeso se estrelló contra el pavimento a unos palmos del lugar donde ellos se encontraban y casi hizo que se ahogaran en el polvo. Hasta aquel momento, dos agentes de uniforme habían conseguido mantener alejada a la multitud, pero cuando los sanitarios levantaron los maltrechos restos del cochecito del bebé y lo metieron en la parte trasera de la ambulancia, momento en que todos pudieron ver con sus propios ojos lo ensangrentado y reventado que estaba, se levantó un griterío de indignación, y las botellas y ladrillos empezaron a caer por todas partes alrededor de los coches patrulla en una especie de cascada estruendosa y retumbante. Fue un aguacero monzónico de pena, frustración y furia.

Al sargento Riordan le golpeó en el hombro un cascote triangular de cemento; y una botella fue a dar contra la nuca de Ralph.

– ¡Dame mi maldita pistola, John! -le gritó-. ¡Es una orden!

John Minatello titubeó y le dirigió una fugaz mirada al sargento Riordan; dudó unos instantes más y luego le entregó el arma a Ralph. Éste se apoderó de ella con gesto impaciente y la amartilló. El sargento Riordan, que estaba quitándose a manotazos el polvo de cemento de los hombros, le dijo:

– Mueve el culo de aquí, Brossard, y te advierto que si alguno de mis hombres sufre tan siquiera un arañazo, tendrás que vértelas conmigo. No lo olvides.

– ¿Ha cogido Newt la bolsa de deporte? -preguntó Ralph.

– Ése es el asunto -dijo John Minatello.

– ¿Qué es el asunto? ¿Qué quieres decir con eso de «ése es el asunto»?

– El asunto es que hemos perdido la bolsa de deporte.

Ralph se quedó mirándolo. Por todos lados rebotaban en el suelo botellas, latas, ladrillos y piedras, pero Ralph se quedó completamente quieto, con los hombros un poco hundidos a causa de la incredulidad, sin hacer nada para protegerse y con la pistola colgando a un costado.

– ¿La habéis perdido?

John Minatello se encogió de hombros, avergonzado, y luego se apartó para esquivar una botella que pasó por los aires rozándole la cara.

– Jambo ha debido de tirarla en alguna parte. No hay ni rastro de ella.

– ¿Qué demonios significa eso de que ha debido de tirarla en alguna parte? ¿Dónde? ¿A qué distancia podía tirarla? ¿A tres metros? ¿A seis metros?

– Lo siento, Ralph. No hay el menor rastro. La hemos buscado por toda la calle; y debajo de los coches.

Ralph se mordió el labio inferior. Se sentía tan desazonado que no era capaz ni de decir palabrotas. Habían perdido la bolsa de deporte y con ella todo el dinero marcado, lo que significaba que más de un año de concienzuda vigilancia se había echado a perder por completo. Más de un año de su vida se había gastado inútilmente. Todas aquellas horas que había pasado ridiculamente sentado en un coche, comiendo hamburguesas medio frías y bebiendo café en vasos de plástico; todas aquellas horas en que se quedaba entumecido en el patio de los edificios esperando la orden del juez para intervenir un teléfono; todas aquellas estaciones del año; toda aquella ingenuidad; todas aquellas corazonadas; todo aquel trabajo de investigación gastando la culera de los pantalones; todo.

Otro cóctel Molótov estalló en mitad de la calle, y los neumáticos delanteros de una camioneta Mazda empezaron a echar llamaradas. La multitud estaba chillando ahora: un ulular agudo y extraño. El sargento Riordan dijo:

– Venga, Ralph, ya es hora de que nos marchemos de aquí. Van a descuartizarnos miembro a miembro antes de que nos demos cuenta.

Un joven agente de uniforme cruzó la calle corriendo hacia ellos agazapándose.

– Hay órdenes de que nos marchemos, señor. Ya han enviado refuerzos.

– Muy bien, O'Hara -repuso el sargento Riordan. Comenzó a gritar dando instrucciones al resto de sus hombres, aunque su voz se veía casi ahogada por los sonidos ululantes de las sirenas de las ambulancias.

– ¡Muerte a los cerdos! ¡Muerte a los cerdos! -gritaba la multitud.

Calle abajo, un poco más allá, varios individuos comenzaron a mover arriba y abajo sobre la suspensión una camioneta Chevy hasta que consiguieron volcarla. Hizo explosión con gran estruendo y se hizo astillas. Una enorme nube de humo aceitoso invadió el aire. La multitud chilló aún más fuerte.

El sargento Riordan agarró a Ralph del brazo; estaba demasiado furioso como para sentirse cómodo.

– Será mejor que vengas con nosotros, Brossard. Es tu cabeza lo que quieren, y nunca lograrás sacar de aquí tu coche.

Retrocedieron agazapados hasta el otro lado de la calle entre una ventisca de piedras, ladrillos, tablones, botellas e incluso monedas. Newt había logrado encender el motor y circulaba marcha atrás por la calle produciendo un aullido de neumáticos torturados. Tres jóvenes echaron a correr tras él, gritando, saltando y golpeando las ventanillas con bates de béisbol y barras de acero. Le destrozaron las ventanillas laterales y le astillaron el parabrisas. Pero, como fuera, Newt logró dar la vuelta con un golpe del freno de mano y salió a toda velocidad en dirección norte, dando alocados bandazos de lado a lado con la parte trasera del coche.

El sargento Riordan consiguió abrir de un violento tirón la puerta de atrás de su coche patrulla y empujó bruscamente a Ralph al interior.

– Pisa el acelerador, O'Hara -ordenó-. Estamos metidos en un buen lío.

Estaba abriendo su propia puerta cuando Ralph notó que se tambaleaba pesadamente contra el costado del coche. La sangre resbaló por la ventanilla de Ralph como si hubieran tirado un cubo del matadero.

– ¡Sargento! -aulló O'Hara como una mujer asustada.

– ¡Marcha atrás! -le chilló Ralph.

– ¿Qué? -le preguntó O'Hara con la cara pálida. Medio ladrillo rebotó en el techo del coche patrulla.

– ¡Da marcha atrás, por amor de Dios!

O'Hara forzó las revoluciones del motor hasta que éste pareció chillar, y luego hizo ir el coche marcha atrás calle arriba.

– ¡Ahora para! -le ordenó Ralph.

O'Hara pisó los frenos con violencia. Ralph abrió la puerta de una patada y volvió corriendo entre la ventisca de escombros hacia donde se encontraba el sargento Riordan, que yacía de espaldas y con las manos hacia arriba como un cachorro suplicante mientras las piernas se le movían convulsivamente. Tenía la cara barnizada de sangre color púrpura oscuro. Cuando Ralph se arrodilló a su lado, vio de inmediato que le habían volado la tapa del cráneo.

El sargento Riordan lo miró con impotencia. Lo más probable era que no se diera cuenta de quién era ni de qué pasaba. Ralph había visto aquella escena demasiadas veces, demasiada sangre, demasiada impotencia, y no le cabía la menor duda de que el sargento Riordan iba a morir.

La multitud se removió y se arremolinó alrededor de Ralph, chillándole, insultándole y vociferando.

– ¡Muerte al cabrón! ¡Muerte al cerdo!

Ralph se incorporó poco a poco y, sin decir nada, levantó el arma del 44 con la mano derecha. Hubo unos momentos en que se sintió fuerte, tenso y decidido, con toda la viril amenaza de un auténtico Hemingway.

La multitud retrocedió un poco, pero Ralph sabía que no podría mentenerlos a distancia por mucho tiempo. Se encontró moviendo la mirada de un rostro a otro; en su mayoría eran hombres jóvenes, pero también había mujeres y niños. Sintió una creciente sensación de horror e incredulidad ante el odio que desfiguraba aquellos rostros. ¿Cómo podían odiar tanto a alguien, especialmente a un hombre que ni siquiera conocían?

Un ladrillo vino dando vueltas por el aire y le dio a Ralph en el hombro, haciéndole perder el equilibrio. En medio de un aullido, la multitud comenzó a avanzar hacia él. Ralph niveló la pistola con ambas manos y gritó:

– ¡Alto!

Pero ellos continuaron avanzando. Por segunda vez gritó:

– ¡Alto!

Pero ellos seguían avanzando, y un joven que llevaba una gorra roja de béisbol se le acercó danzando, con el pecho desnudo y una especie de collar de cuentas y plumas alrededor del cuello, y comenzó a azotarle el brazo con una antena de radio.

Ralph se dio la vuelta y le disparó. El ruido fue ensordecedor. El joven pareció bailar unos instantes, luego resbaló y cayó al suelo, mirando todavía con sorpresa a Ralph. Tenía un agujero en el pecho mayor que una pelota de béisbol, y por él salía disparado un chorro de sangre arterial. La multitud lanzaba aullidos -auténticos aullidos agudos-, con un sonido que hubiera podido cortar una luna de vidrio. Ralph retrocedió, impresionado por el griterío e impresionado también por lo que había hecho. Podía haber sido Hemingway, podía haber sido el más arrojado, el más duro, el inspector con más pelotas de toda la Brigada de Narcóticos; podía haber visto sangre, tripas y putas hechas lonchas con hojas de afeitar; pero, en realidad, a los cuarenta y tres años, era la primera vez que mataba a un hombre cara a cara, la primera vez que le disparaba deliberadamente, porque sí, y se sentía horrorizado, atónito y también excitado; la adrenalina le subía por todas partes tan aprisa que le daba la impresión de que podría dar un salto de siete metros hacia atrás.

Pero la multitud se abalanzó hacia él; blandían bates y tiraban ladrillos, y un codo de tubería oxidado le dio en la frente y casi lo dejó sin sentido. Disparó al aire dos veces, pero la multitud no hizo caso, así que volvió a disparar y entonces una chica cayó de bruces. Disparó de nuevo y cayó otro joven.

La multitud no se detuvo. Los disparos no los disuadieron, sino que sólo sirvieron para enfurecerlos aún más. Cada disparo les proporcionaba otro mártir. Cada disparo añadía otra credencial a su causa.

– ¡Muerte a los cerdos!

Ralph pensó que iban a descuartizarlo. Pero entonces, en alguna parte de su subconsciente oyó el profundo sonido de una escopeta de repetición cargada con perdigones, y luego lo oyó otra vez.

Nunca se había imaginado cómo debía de ser ver a personas tiroteadas. Pero los pedazos salían arrancados de ellas, los músculos enteros aleteaban en el aire, los rostros hacían explosión convirtiéndose en puré de frambuesa.

Luego llegó un coche patrulla y se detuvo a su lado. Se abrió la puerta y John Minatello le gritó:

– ¡Ralph! ¡Por el amor de Dios, Ralph!

Ralph disparó una vez más, intencionadamente alto, y luego se desplomó de espaldas dentro del coche patrulla. O'Hara pisó el acelerador, torció el volante y el coche fue a chocar contra el Elektra de Jambo. Dio marcha atrás, y todos pudieron notar el suave y pesado tirón que se produjo al dar contra algunas personas. Luego, la multitud se puso a golpear el techo con martillos y pedazos de cemento, y las ventanillas laterales se combaron hacia dentro. John Minatello le chilló a O'Hara:

– ¡Sácanos de aquí de una puñetera vez!

Hubo un instante en que estuvo convencido de que todos iban a morir y gritó:

– ¡María, madre de Dios, perdóname!

El extremo de un tubo de andamio entró por el lado derecho del parabrisas y se clavó en el asiento situado al lado del conductor. Si el sargento Riordan hubiese estado allí sentado, lo habría atravesado. Entonces, el coche patrulla rebotó, patinó hacia adelante y fue a chocar contra los coches estacionados, los escombros y los ladrillos. De pronto hicieron una finta hacia la derecha y enfilaron el final de la calle en dirección norte.

Ralph iba sentado en la parte de atrás del coche patrulla; estaba bajo los efectos de la conmoción y se sentía totalmente ausente. Oyó las sirenas de los coches de policía y de los camiones de bomberos que pasaban junto a ellos a toda velocidad; oyó el clamor de los helicópteros en el cielo. Pero no tardaron mucho en llegar a calles en las que reinaba la normalidad, donde gente normal paseaba e iba de compras, y donde había muchachos patinando en monopatines. Y de pronto, aquélla era una mañana corriente de verano en las afueras del sur de Boston.

La pistola del 44 descansaba sobre el regazo de Ralph; ya no estaba caliente, pero olía con fuerza a pólvora quemada. John Minatello lo miró fugazmente en un par de ocasiones, pero no hizo nada por quitársela. Ralph no decía nada, se limitaba a mirar los árboles, los edificios y el tráfico que discurría junto a ellos, todo ello visto a través del filtro rojo y gelatinoso de la sangre del sargento Riordan.

Matthew Monyatta estaba hablando con una joven madre soltera sobre los derechos de los inquilinos cuando la puerta del despacho se abrió violentamente.

– ¡Espere un momento, estoy ocupado! -dijo en voz alta levantando una mano.

Pero el inesperado visitante no se desanimó. Golpeó repetidamente con los nudillos sobre la puerta abierta y dijo:

– Siento interrumpirte así, Matthew. Pero…

Y se quedó esperando con cara anhelante a que Matthew le preguntase qué quería.

– Debe de ser importante, ¿verdad? -le preguntó Matthew.

– En efecto, es importante -asintió el visitante-. En realidad, es crítico.

– ¿Cuánto tiempo nos ocupará? -quiso saber Matthew.

El visitante hizo un gesto de ignorancia.

– Me temo que todo el que sea necesario.

Matthew se volvió hacia la joven de inolvidable rostro etíope en forma de almendra, enormes pendientes de oro y vestido de satén rojo y le dijo:

– Elizabeth… lo siento, pero voy a tener que pedirte que me dispenses durante un rato. No te preocupes… no van a echarte a la calle. No voy a permitir que eso ocurra. Tienes derecho a quedarte donde estás; y tienes derecho a que no te acosen. Así que no te preocupes. El Señor está de tu parte; la ley está de tu parte, y yo también.

La joven le cogió la mano y se la apretó. Daba la impresión de que estuviera totalmente dispuesta a arrodillarse y besarle los pies a Matthew. Luego se levantó de la silla y, sin dirigirle ni siquiera una mirada al visitante, salió de la habitación en medio de un roce de faldas sedosas.

El visitante entró y cerró la puerta con firmeza tras él. Era un hombre blanco de anchas espaldas; tenía la cara enrojecida y el pelo rubio muy tieso, y unos ojos saltones que miraban demasiado abiertos, como si estuviera un poco desquiciado. Tenía la complexión de un armario pasado de moda. Llevaba una americana deportiva de llamativos cuadros en colores mostaza y azul, y una camisa de color salmón hervido que resultaba casi del mismo color que su cara.

– ¿Te has enterado de la noticia? -le preguntó bruscamente a Matthew.

– Claro que me he enterado -repuso éste al tiempo que se recostaba en el sillón, lo que hizo que los muelles chirriaran. Era un hombre negro con la cabeza como un león, de cincuenta y cinco años, atractivo ahora que era mayor, porque los ojos se le habían hundido ligeramente, los pómulos se le habían vuelto más pronunciados y la mandíbula había adquirido cierta finura bíblica. Tenía el cabello espeso y muy blanco. Llevaba puesta una amplia chilaba de color avena, una de esas túnicas con capucha propias del norte de África, lo que no sólo le confería el aspecto de un profeta o de un místico, sino que además servía para disimular su considerable volumen. Lucía tres gruesos anillos de oro en cada mano.

El visitante se sentó. Ya había estado antes en aquel despacho, de manera que no le produjeron el menor interés las reproducciones que colgaban de las paredes pintadas de beige: dunas de arena, pirámides y extraños y estilizados rostros africanos de ojos oblicuos. Matthew Monyatta era el fundador, el presidente y el principal gurú del Grupo de Concienciación Negra Olduvai de Boston. Había sido uno de los protegidos de Malcolm X en los días de los Musulmanes Negros, pero después de la muerte a tiros de su esposa e hijos, en 1973, en una sangrienta batalla entre facciones políticas negras, se había vuelto mucho menos fanático, había empezado a mostrar más interés por la reconciliación racial y, al mismo tiempo, intentaba demostrar que la civilización negra era tan antigua y de raíces tan profundas como la blanca.

De ahí el nombre de Olduvai, como el cañón de Tanzania donde se habían descubierto algunos de los más antiguos fósiles de Homo erectus.

– Ahí abajo está teniendo lugar una guerra a gran escala -comenzó a decir el visitante.

– ¿Y te sorprende, señor teniente de alcalde? -le preguntó Matthew-. Un agente de policía blanco disparó y mató al hijo de tres meses de uno de los grandes héroes del gueto. Otros cuatro hermanos negros murieron también, así como una hermana negra. Fue una masacre, justo en el umbral de nuestra puerta. Y ésto, supuestamente, formaba parte de un operativo para capturar a una banda de narcotraficantes dirigida por blancos acaudalados y pertenecientes a la Ivy League, que en su vida se han dignado pasar en coche por la calle Seaver, aunque fuese con las ventanillas cerradas y con el aire acondicionado encendido para «purificar» el ambiente.

Kenneth Flynn apretó los labios tensamente y miró a otra parte. Nunca le había caído bien Matthew Monyatta y sabía que nunca sentiría simpatía por él. No es que tuviera prejuicios raciales; uno de sus más íntimos amigos de la facultad era negro y ahora iba a presentarse para tesorero del Estado. Lo que pasaba era que, sencillamente, a Kenneth no le gustaba lo étnico, y punto. La etnia irlandesa era exactamente igual de mala que la africana: ambas mezclaban unos horribles cacharros de cerámica hechos a mano y algunas canciones monótonas con un montón de jóvenes imbéciles y aficionados a cantar que calzaban sandalias.

Mientras tanto, allá en la calle Seaver, había bloques de apartamentos en llamas, se saqueban los mercados y se había organizado una revuelta por toda la ciudad.

– He hablado con el alcalde, y me ha pedido que venga a verte -dijo Kenneth.

– Claro que sí -convino Matthew-. Te ha enviado a verme porque a ti se te da bien convencer a la gente para que haga las cosas que no quiere hacer. Y desea que yo me llegue a la calle Seaver y les diga a todos mis congéneres negros que detengan ya los disturbios, que dejen de saquear los comercios y que empiecen a actuar de forma pacífica, porque sabe que eso, precisamente, es lo que a mí se me da bien. Sin embargo, hay ocasiones en que me pregunto qué diantres es lo que se le da bien a él.

– Delegar -le aclaró Kenneth-. Delegar en otros es lo que se le da mejor.

Matthew alzó la vista fugazmente, le dirigió a Kenneth una irónica sonrisa y asintió con la cabeza.

– Esta vez, señor teniente de alcalde, no estoy muy seguro de querer ir. Es asunto de la policía. Esa encerrona nunca debió tenderse, nunca en la calle Seaver, aun suponiendo que hubiera salido bien. Si voy allí, levanto las manos y les digo: pueblo, dejad ya de alborotar, dejad de saquear, dejad ya la furia, los cerdos no lo hicieron adrede… ¿En qué me convierte a mí eso? ¿En una especie de Tío Tom? ¿En un traidor a mi raza? ¿O sencillamente en un cerdo honorario? Puede que yo no vea las cosas exactamente igual que Fly Latomba, pero sufro por el bebé de Fly Latomba que ha muerto a tiros exactamente igual que sufren todos los de la calle Seaver, y sufro por todas esas otras vidas que se apagaron esta mañana; y por los que han sufrido; y por Boston también.

Kenneth se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa e hizo una mueca.

– No me hace falta tanta retórica, Matthew, de veras. A menos que hables con esa gente, vamos a ver un gran derramamiento de sangre. La ciudad va a arder, Matthew, y tú eres la única persona que puede apagar las llamas.

Matthew liberó el sillón de su voluminoso peso de ciento veinte quilogramos, y el sillón se meció y chirrió dos o tres veces, como aliviado. El hombre negro dio la vuelta al escritorio y se detuvo delante de Kenneth; parecía el monte Monyatta, y le tapaba a su visitante el sol que entraba por la ventana. Llevaba alrededor del cuello seis o siete vueltas de cuentas africanas, discos de bronce y amuletos hechos con pelo de cabra, alambre de cobre y vidrio.

– «¿Puedes levantar la voz hacia las nubes -citó- para que el agua abundante te cubra? ¿Puedes enviar por delante luces que vayan y te digan "aquí estamos"? ¿Conoces las ordenanzas de los cielos, o fijas su autoridad sobre la tierra?»

Kenneth levantó la vista lentamente hasta que estuvo mirando a Matthew directamente a la cara.

– «He oído de Vos por medio del oído -citó a su vez-. Pero ahora mi ojo Os ve.»

Matthew se quedó mirándolo durante un buen rato. Luego alargó la mano sobre el escritorio, cogió el teléfono portátil y lo dejó caer en el espacioso bolsillo de la túnica, junto con la cartera y las llaves del coche.

– Eres un hombre muy listo, señor teniente de alcalde -le dijo-. Será mejor que me lleves allá abajo, al infierno.