174029.fb2 La Princesa De Hielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 5

Las acusaciones, las duras palabras, el oprobio, todo le resbalaba como el agua. ¿Qué significaban unas horas de insultos en comparación con años de culpa? ¿Qué significaban unas horas de insultos frente a una vida sin su princesa de hielo?

Él se reía de los intentos, patéticos por demás, de asumir la culpa uno mismo. No veía razón alguna para ello. Mientras no viese razón para ello, ellos no lo conseguirían.

Pero tal vez ella tuviese razón. Tal vez el día del juicio hubiese llegado ya. A diferencia de ella, él sí sabía que el juez no vendría vestido de carne humana. Lo único que podía juzgarlo a él tenía que ser algo más grande que el hombre, más grande que la carne, pero tan digno como el espíritu. A mí sólo podrá juzgarme quien pueda ver mi alma, se decía.

Era curioso ver cómo sentimientos totalmente opuestos podían mezclarse hasta convertirse en un sentimiento nuevo. Amor y odio resultaban en indiferencia. El deseo de venganza y el perdón se convertían en determinación. La ternura y la amargura, en dolor; un dolor tan grande que podía destrozar a un hombre. Ella siempre había sido para él una extraña mezcla de luz y oscuridad, como el rostro de Jano, que unas veces juzgaba y otras se mostraba comprensivo. En ocasiones, ella lo cubría de ardientes besos, pese a que era abominable. Otras, lo humillaba y lo odiaba precisamente porque era abominable. En los contrastes no era posible el descanso.

La ultima vez que la vio fue el día que más la amó. Por fin era del todo suya. Por fin le pertenecía por completo, para disponer de ella como se le antojase. La última vez que la vio, el velo había perdido su misterio y sólo quedaba la carne. Claro que aquello la convirtió en un ser accesible. Por primera vez le pareció poder sentir quién era ella. Había tocado sus miembros rígidos por el frío y había sentido el alma que aún aleteaba en su gélida prisión. Jamás la había amado tanto como entonces. Ahora había llegado el momento de enfrentarse al destino, cara a cara. Esperaba que el destino se mostrase condescendiente. Pero no lo creía.

—–

La despertó el teléfono. ¿Por qué no podía llamar la gente a unas horas más sensatas?

– Erica.

– Hola, soy Anna. -Parecía en guardia y, en opinión de Erica, no le faltaban motivos para ello.

– Hola -Erica no pensaba ponérselo fácil.

– ¿Cómo estás? -Anna caminaba como por un campo de minas.

– Bien, gracias. ¿Y tú?

– Bueno. No estoy mal. ¿Qué tal llevas el libro?

– Unos días mejor, otros días peor. Pero al menos voy avanzando. ¿Y los niños? -Erica decidió ceder un poco.

– Emma tiene un buen resfriado, pero el cólico de Adrian parece estar remitiendo, así que ahora puedo dormir algunas horas por las noches.

Anna se rió, pero Erica creyó distinguir cierta amargura en su risa.

Hubo un momento de silencio.

– Oye, tenemos que hablar sobre la casa.

– Sí, eso creo yo también.

En esta ocasión, fue Erica quien contestó con amargura.

– Tenemos que venderla Erica. Si tú no puedes comprar nuestra parte, tenemos que venderla.

Al ver que Erica no respondía, Anna siguió hablando, bastante nerviosa.

– Lucas ha estado hablando con la inmobiliaria y dicen que la pongamos en venta por tres millones. Tres millones, Erica, ¿te das cuenta? Con un millón y medio, que es lo que te corresponde, podrías dedicarte a escribir tranquilamente, sin tener que pensar en tu economía. No debe de ser fácil vivir de lo que escribes en tu situación actual. ¿Cuántos ejemplares se editan de cada uno de tus libros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Y no creo que ganes mucho por cada libro vendido, ¿a que no? No lo comprendes, Erica, también para ti es una oportunidad. Tú siempre has dicho que querías escribir una novela. Y, con ese dinero, podrás disponer del tiempo necesario para hacerlo. El agente inmobiliario opina que será mejor esperar hasta abril o mayo para enseñar la casa, para que venga el mayor número de gente posible, pero que una vez que la anunciemos, la venta debería estar lista en un máximo de dos semanas. Tú comprendes que debemos hacerlo, ¿verdad?

Anna hablaba en un tono suplicante, pero Erica no se sentía compasiva. El descubrimiento de la noche anterior la había mantenido despierta y cavilando casi toda la noche, y se sentía más bien decepcionada e irritable.

– No, Anna, no lo comprendo. Esta es la casa de nuestros padres. Aquí crecimos. Mamá y papá la compraron de recién casados. Ellos adoraban esta casa. Y yo también, Anna. No puedes hacer esto.

– Pero el dinero…

– ¡A mí me da igual el dinero! Me las he arreglado hasta ahora y pienso seguir haciéndolo.

Erica estaba tan enfadada que le temblaba la voz.

– Pero Erica, tienes que comprender que no puedes obligarme a conservar la casa si no quiero. La mitad es mía.

– Si de verdad fueses tú quien lo quisiese así, yo habría pensado que era una verdadera pena, claro, pero habría aceptado tu opinión. El problema es que sé que las razones que aduces son la opinión de otra persona. Es Lucas quien quiere vender, no tú. La cuestión es si tú sabes lo que quieres. Dime, Anna, ¿lo sabes?

Erica no se molestó en esperar su respuesta.

– Y me niego a permitir que Lucas Maxwell gobierne mi vida. Tu marido es un cerdo redomado. Y tú tendrías que venirte aquí y ayudarme a ordenar las cosas de mamá y papá. Ya llevo varias semanas intentando organizarlo todo y aún queda trabajo para otras tantas. No es justo que tenga que hacerlo yo sola. Si estás tan amarrada a los fogones que no se te permite ni encargarte de la herencia de tus padres, deberías pararte a pensar en serio si es así como quieres vivir el resto de tu vida.

Erica colgó el auricular con tal violencia que el aparato cayó al suelo. Estaba tan encolerizada que le temblaba todo el cuerpo.

En Estocolmo estaba Anna, sentada en el suelo, con el auricular en la mano. Lucas estaba en el trabajo y los niños dormían, así que había aprovechado aquel rato de tranquilidad para llamar a Erica. Se trataba de una conversación que llevaba varios días posponiendo, pero Lucas no dejaba de insistir en que tenía que llamar a Erica para hablar de lo de la casa de modo que, al final, le hizo caso.

Anna se sentía destrozada en mil pedazos, cada uno de una naturaleza. Ella amaba a Erica y amaba también la casa de Fjällbacka, pero su hermana no comprendía que ella tenía que dar prioridad a su propia familia. No había nada que no estuviese dispuesta a hacer o a sacrificar por sus hijos; y si ello implicaba mantener contento a Lucas a costa de la relación con su hermana mayor, pues así sería. Emma y Adrian eran lo único que la hacía levantarse por las mañanas, seguir viviendo. Si lograse hacer feliz a Lucas, todo se arreglaría. Estaba convencida. Él se veía obligado a ser tan duro con ella porque ella era difícil y no hacía lo que él quería. Si ella le entregase ese regalo, si sacrificase por él el hogar de sus padres, él comprendería cuánto estaba dispuesta a hacer por él y por su familia y todo volvería a ser como antes.

En algún recóndito lugar de su ser, una voz le decía todo lo contrario. Pero Anna hundía la cabeza y lloraba y, con sus lágrimas, ahogaba aquella débil voz. Dejó el auricular en el suelo.

Erica apartó indignada el edredón y bajó los pies de la cama. Se arrepentía de haberle hablado a Anna tan duramente, pero su mal humor y la falta de sueño la habían hecho perder la atención por completo. Intentó llamarla otra vez, para tratar de arreglarlo en la medida de lo posible, pero comunicaba continuamente.

– ¡Mierda!

El taburete que había ante la cómoda se llevó una buena patada, pero, en lugar de sentirse mejor, Erica se dio un golpe que la tuvo andando a la pata coja, sujetándose el dedo gordo del pie con la mano y chillando un buen rato. Dudaba mucho de que un parto fuese tan doloroso como aquello. Cuando pasó el dolor, se colocó sobre la balanza, en contra del buen juicio.

Sabía que no debía hacerlo, pero la masoquista que llevaba dentro la obligaba a buscar la verdad. Se quitó la camiseta con la que había dormido, que siempre aumentaba algunos gramos, y sopesó incluso si las bragas supondrían algún incremento. Lo más probable era que no. Puso primero el pie derecho sobre la balanza, pero dejó descansar parte del peso en el izquierdo, que aún tenía en el suelo. Fue aumentando gradualmente la transmisión del peso al pie derecho y, cuando la aguja llegó a los sesenta kilos, deseó que no se moviese más. Pero no fue así. Cuando por fin puso todo su cuerpo sobre la balanza, ésta indicó inmisericorde los setenta y tres kilos que pesaba. Eso es. Más o menos lo que ella se temía, pero con un kilo de más. Había calculado dos kilos más, pero la balanza marcaba tres más desde la última vez que se había pesado, que fue la mañana en que encontró a Alex.

Después de hecho, lo de pesarse le parecía algo absolutamente innecesario. No es que no hubiese notado en la cintura del pantalón que había engordado, pero hasta el instante en que no le cabía ya ninguna duda, la negación del hecho era una grata compañía. La humedad que había en el armario o haber lavado la ropa a demasiada temperatura eran excusas que le habían servido divinamente en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Ahora las veía absurdas y se sentía incluso tentada de cancelar la cena con Patrik. Cuando lo viese, quería sentirse sexy, guapa y delgada, en lugar de hinchada y gorda. Abatida, se miró la tripa e intentó meterla tanto como le fue posible. Era inútil. Entonces, se puso de perfil ante el espejo de cuerpo entero y probó a sacar la barriga tanto como pudo. Exacto: aquella imagen encajaba mucho mejor con la sensación que ella tenía en aquel momento.

Con un suspiro de resignación, se puso un par de pantalones de chándal con una condescendiente cinturilla de goma y la misma camiseta con la que había dormido. Se prometió a sí misma que volvería a tomarse en serio su peso a partir del lunes. No tenía ningún sentido empezar ahora, pues ya tenía planeada una cena de tres platos para aquella noche y, ya se sabe, si una quiere deslumbrar a un hombre en la cocina, la crema y la mantequilla son ingredientes imprescindibles. Los lunes siempre eran, además, un día excelente para empezar una nueva vida. Por enésima vez, se prometió a sí misma que empezaría a hacer ejercicio y a observar la dieta de El peso ideal a partir del lunes. Se convertiría en una mujer nueva. Pero no hoy.

Un problema de orden mayor era, desde luego, el que casi la mataba a cavilar desde la noche anterior. Había dado mil vueltas a las alternativas pensando qué hacer, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, se veía en poder de una información que deseaba con toda su alma no haber conocido jamás.

La cafetera empezaba ya a despedir el delicioso aroma a café recién hecho y la vida empezó a parecerle algo más agradable. Era increíble lo que podía hacer un sorbo de aquella bebida humeante. Se sirvió una taza de café solo que bebió con fruición, de pie junto a la encimera de la cocina. Ella nunca había sido muy partidaria de desayunar con abundancia y pensó que bien podía ahorrarse algunas calorías hasta la cena.

Cuando llamaron a la puerta se sorprendió tanto que se le derramó el café en la camiseta. Lanzó una maldición mientras se preguntaba quién sería a aquellas horas de la mañana. Miró el reloj de la cocina. Las ocho y media. Dejó la taza e, intrigada, fue a abrir la puerta. Quien esperaba al otro lado sobre el rellano de la escalera era Julia Carlgren, que se frotaba las manos para mitigar el frío.

– ¿Hola? -preguntó más que saludó Erica.

– Hola -respondió Julia, sin añadir más.

Erica se preguntó qué haría la hermana menor de Alex en su rellano a aquellas horas de la mañana de un martes, pero prevaleció su buena educación y la invitó a entrar.

Julia entró desenvuelta, colgó el abrigo en el perchero y echó a andar delante de Erica hacia la sala de estar.

– ¿Podrías ponerme una taza de ese café que huele tan bien?

– ¿Eh?, sí, ahora mismo.

Erica le preparó la taza en la cocina mientras alzaba los ojos al cielo sin que Julia la viese. Aquella muchacha no estaba del todo bien. Le sirvió la taza y, con la suya en la mano, invitó a Julia a sentarse en el sofá de mimbre del porche. Ambas bebieron un rato en silencio. Erica resolvió esperar. Julia tendría que contarle a qué había venido. Tras un par de minutos de tensión, la joven tomó la palabra.

– ¿Te has venido a vivir aquí?

– No, en realidad no. Vivo en Estocolmo, pero vine a arreglar un poco las cosas de la herencia.

– Sí, me lo dijeron. Lo siento.

– Gracias. Lo mismo te digo.

Julia soltó una extraña risita que Erica encontró desconcertante y fuera de lugar. Recordó el documento que había encontrado en la papelera de la casa de Nelly Lorentz y se preguntó cómo encajarían las distintas piezas.

– Imagino que estarás preguntándote qué hago aquí.

Julia miró a Erica con su peculiar mirada inalterable. Aquella joven apenas si parpadeaba.

Erica pensó una vez más en lo diametralmente opuesta que era a su hermana mayor. La piel de Julia aparecía marcada por cicatrices de acné y parecía que se hubiese cortado el pelo ella misma con unas tijeras para las uñas. Y sin espejo. Había algo insalubre en su aspecto. Una palidez enfermiza cubría su piel como una membrana grisácea. Tampoco parecía compartir con Alex el interés por la ropa. Se diría que se compraba la ropa en una tienda para señoras jubiladas y, sin llegar a parecer un disfraz, estaban tan lejos de la moda actual como pudiera imaginarse.

– ¿Tienes alguna foto de Alex?

– ¿Perdón?

Erica quedó perpleja ante aquella pregunta tan concreta.

– ¿Una foto? Sí, creo que tengo algunas. Bastantes, incluso. A mi padre le encantaba la fotografía y siempre estaba haciendo instantáneas cuando éramos pequeñas. Como Alex venía con mucha frecuencia, seguro que aparece en más de una.

– ¿Podría verlas?

Julia miraba a Erica como intimidándola, como reprochándole que no hubiese ido ya a buscarlas. Llena de gratitud, Erica aprovechó la oportunidad para escapar por un instante a la persistente mirada de Julia.

Las fotos estaban en un arca que había en el desván. Aún no había tenido tiempo de empezar a hacer limpieza allí arriba, pero sabía perfectamente dónde estaba el arca. Todas las fotografías de la familia estaban allí y ella había pensado ya con horror en el día en que empezase a revisarlas. Gran parte de ellas estaban sueltas, pero las que buscaba estaban en álbumes. Los hojeó por orden hasta que, en el tercero, encontró las que buscaba. También en el cuarto álbum había instantáneas de Alex, de modo que, con ambos en la mano, bajó con cuidado las escaleras del desván.

Julia seguía sentada en la misma posición en que la había dejado. Erica se preguntó si se habría movido un ápice mientras ella estaba en el desván.

– Aquí están las que pueden interesarte.

Erica resopló al tiempo que dejaba los gruesos álbumes en la mesa entre una nube de polvo.

Julia se lanzó ansiosa sobre el primer álbum y Erica se sentó a su lado en el sofá para poder explicarle las fotos.

– ¿Cuándo fue esto?

Julia señalaba la primera fotografía que encontró de Alex, en la segunda página.

– Déjame ver. Esto debe de ser en… 1974. Sí, creo que sí. Tendríamos nueve años, más o menos.

Erica pasó el dedo sobre la foto con un hondo sentimiento de añoranza. Hacía tanto tiempo… Ella y Alex estaban desnudas en el jardín un caluroso día de verano y, si no recordaba mal, estaban desnudas porque habían estado corriendo y chillando y jugando a escapar al chorro de la manguera del jardín. Lo que más llamaba la atención de la imagen era que Alex llevaba guantes de lana.

– ¿Por qué llevaba guantes? Parece que esto es en junio, más o menos.

Julia miraba atónita a Erica, que se echó a reír al recordar el episodio.

– A tu hermana le encantaban aquellos guantes y se empeñaba en llevarlos siempre, no sólo todo el invierno, sino también la mayor parte del verano. Era terca como una mula y nadie fue capaz de convencerla de que se quitase aquellos asquerosos guantes.

– Sí, ella sabía lo que quería, ¿verdad?

Julia miraba la foto con una expresión que casi podría calificarse de ternura. En un segundo, el atisbo de ese sentimiento desapareció por completo y la joven pasó impaciente la página.

A Erica, aquellas fotos le parecían reliquias de otra época. Hacía tanto tiempo y habían sucedido tantas cosas desde entonces. A veces sentía como si los años de la infancia compartidos con Alex no hubiesen sido más que un sueño.

– Eramos como hermanas. Pasábamos todo el tiempo juntas y a menudo incluso dormíamos juntas. Solíamos preguntar lo que había para cenar en nuestras casas para quedarnos a cenar en la que servirían la cena más rica.

– En otras palabras, solíais comer aquí, en tu casa.

Por primera vez, una sonrisa asomó a los labios de Julia.

– Sí, bueno, digamos lo que digamos de tu madre, no creo que pudiese ganarse la vida como cocinera…

Una foto en particular captó la atención de Erica, que empezó a acariciarla. Era una instantánea buenísima. Alex estaba sentada en la popa de la barca de Tore y todo su rostro sonreía. El rubio cabello al viento, flotando alrededor de la cara y, a su espalda, se extendía la hermosa silueta de Fjällbacka. Seguro que iban a salir en barca a las rocas para pasar el día bañándose y tomando el sol. Hubo muchos días así. Como de costumbre, su madre no podía acompañarlas. Se quedaba en casa con la excusa de tener que hacer un montón de tareas sin importancia. Siempre igual. Erica podía contar con los dedos de una mano las excursiones en las que Elsy había participado. Sonrió al ver una foto de Anna, de ese mismo día. Como de costumbre, aparecía haciendo el tonto y, en esta fotografía, se la veía colgada por la borda haciendo mohines.

– ¡Tu hermana!

– Sí, mi hermana Anna.

La respuesta de Erica fue breve y su tono indicaba que no quería seguir hablando de ese tema. Julia entendió el mensaje y siguió pasando las hojas del álbum con sus dedos cortos y gruesos. Tenía las uñas mordidas y, en algunos dedos, había llegado a hacerse heridas. Erica se obligó a apartar la vista de los dedos maltratados de Julia y se centró en las fotos.

Hacia el final del primer álbum, de repente, Alex ya no estaba en las imágenes. Era un fuerte contraste, de figurar en todas las páginas anteriores a no aparecer en ninguna. Julia dejó los álbumes en la mesa, uno encima de otro, y se echó hacia atrás en el sofá, con la taza de café entre las manos.

– ¿No quieres otro café? Ése se te habrá enfriado ya.

Julia miró la taza y comprendió que Erica tenía razón.

– Sí, gracias, si hay.

Le dio la taza a Erica, que agradeció poder moverse un poco. El sofá de mimbre era muy bonito, pero al cabo de un rato ni la espalda ni el trasero lo consideraban nada cómodo. La espalda de Julia parecía opinar lo mismo, pues la joven se levantó y acompañó a Erica a la cocina.

– Fue un funeral muy bonito. Y a vuestra casa también acudieron muchos amigos.

Erica estaba de espaldas a Julia, sirviendo el café. Un murmullo indescifrable fue todo lo que obtuvo por respuesta. De modo que decidió ser un poco más osada.

– Me dio la impresión de que tú y Nelly Lorentz os conocíais bien. ¿Cómo entablasteis amistad?

Erica contuvo la respiración. El papel que había encontrado en la papelera en casa de Nelly aumentaba su curiosidad por la respuesta de Julia.

– Mi padre trabajaba para ella.

Julia pareció haber respondido sin querer y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo, antes de añadir nerviosa:

– Bueno, aunque eso fue mucho antes de que tú nacieras.

Erica siguió sonsacándole.

– Yo también estuve trabajando los veranos en la fábrica de conservas, cuando era estudiante.

Las respuestas seguían surgiendo a regañadientes y Julia sólo dejaba de morderse las uñas para hablar.

– Pues dio la impresión de que os lleváis muy bien.

– Sí, supongo que Nelly ve en mí algo que ninguna otra persona es capaz de ver.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa amarga y contenida. Erica sintió, de pronto, una gran simpatía por Julia. Su vida de patito feo debía de ser muy dura. No dijo nada y, tras unos minutos, el silencio obligó a Julia a continuar.

– Siempre pasábamos los veranos aquí y, cuando terminé tercero de secundaria, Nelly llamó a mi padre y le preguntó si no me gustaría ganarme un dinero extra trabajando en la oficina. Estaba claro que no podía perder la oportunidad y, a partir de entonces, trabajé para ellos todos los veranos, hasta que empecé magisterio.

Erica comprendió que aquella respuesta omitía la mayor parte de la información. No podía ser de otro modo. Pero también comprendió que no le sacaría a Julia mucho más acerca de su relación con Nelly. Volvieron al sofá de mimbre del porche y tomaron en silencio unos sorbos de café. Ambas miraban absortas la capa de hielo que se extendía hasta el horizonte.

– Para ti debió de ser muy duro que mis padres se mudasen con Alex.

Fue Julia quien tomó la palabra en primer lugar.

– Sí y no. Para entonces, ya no jugábamos nunca juntas así que, no fue agradable, pero tampoco tan dramático como lo habría sido cuando era mi mejor amiga.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué dejasteis de salir juntas?

– Si yo lo supiera…

A Erica le sorprendió que aún le doliese recordarlo. Que aún sintiese con tanta intensidad la pérdida de la amistad de Alex. Habían pasado ya tantos años de aquello y lo normal era precisamente que las amigas de la infancia se separasen al crecer. Ella sospechaba que tal vez lo sentía así porque no tuvieron oportunidad de despedirse y nunca le explicaron por qué se habían marchado. No habían discutido por nada, Alex no la dejó por otra amiga, no se dio ninguna de las circunstancias que suelen concurrir para que termine una amistad. Simplemente, Alex se retiró detrás de un muro de indiferencia antes de desaparecer sin decir una palabra.

– ¿Os peleasteis por algo?

– No. Al menos, no que yo sepa. Alex perdió su interés en nuestra relación, sencillamente. Dejó de llamarme y de quedar conmigo. Y si le proponía algo, no me decía que no, pero yo notaba que no tenía el menor interés. Así que al final dejé de contar con ella.

– ¿Hizo nuevos amigos con los que empezó a salir?

Erica no sabía por qué Julia le hacía todas aquellas preguntas sobre su relación con Alex, pero no tenía ningún inconveniente en refrescar su memoria. Incluso podía servirle para el libro.

– No, nunca la vi salir con nadie más. Y en el colegio también iba siempre sola. Y aun así…

– ¿Qué?

Julia se le acercó interesada.

– Pues yo tenía la sensación de que había alguien. Pero puedo estar equivocada. Era sólo una sensación.

Julia asintió pensativa y a Erica le dio la impresión de que acababa de confirmarle algo que ella ya sabía.

– Disculpa mi pregunta, pero ¿por qué quieres saber todo eso sobre la época en que Alex y yo éramos pequeñas?

Julia evitó mirarla a los ojos y respondió evasiva:

– Ella era mucho mayor que yo y, cuando yo nací, ya se había marchado al extranjero. Además, éramos muy distintas. Tengo la sensación de que no llegué a conocerla de verdad. Y ahora ya es demasiado tarde. Busqué en casa por ver si encontraba alguna foto suya, pero apenas si tenemos. Y entonces me acordé de ti.

Erica pensó que la respuesta de Julia contenía tan poca verdad que tal vez pudiese incluso calificarse de mentira, pero se dio por satisfecha.

– En fin, ya es hora de que me vaya. Gracias por el café.

Julia se levantó bruscamente y fue a dejar la taza en el fregadero. De repente, parecía tener mucha prisa por marcharse. Erica la acompañó hasta la puerta.

– Gracias por enseñarme las fotos. Era muy importante para mí.

Dicho esto, se marchó.

Erica se quedó un buen rato en la puerta viendo cómo se alejaba. Una figura gris y amorfa que caminaba a buen paso hacia la calle, protegiéndose con los brazos del intenso frío. Erica cerró la puerta despacio y entró a calentarse.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan nervioso. Lo que experimentaba en la boca del estómago era una sensación maravillosa y horrenda a un tiempo.

La montaña crecía sobre la cama a medida que se iba probando ropa. Toda le parecía demasiado anticuada, demasiado deportiva, demasiado festiva, demasiado cursi o, simplemente, demasiado fea. Además, la mayor parte de los pantalones le quedaban justos de cintura. Con un suspiro, arrojó sobre el montón otro par de pantalones y se sentó en calzoncillos sobre el borde de la cama. Toda la expectación por la cena desapareció de golpe y, a cambio, sufrió un ataque de angustia normal y corriente. Tal vez fuese mejor llamar para cancelar la cita.

Patrik se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo con las manos cruzadas en la nuca. Aún conservaba la de matrimonio y, en un impulso sentimental, empezó a acariciar el lado de Karin. Hasta hacía poco, no había empezado a ocuparlo mientras dormía. En realidad, debería haber comprado una cama nueva tan pronto como ella se marchó, pero no había sido capaz de hacerlo.

Pese a todo el dolor que sintió cuando Karin lo abandonó, se había preguntado alguna que otra vez si era a ella a quien añoraba verdaderamente o si lo que echaba de menos era la ilusión del matrimonio como institución. Su padre había dejado a su madre por otra mujer cuando él tenía diez años y la consiguiente separación fue muy dolorosa, pues para hacerse daño sus padres lo utilizaron tanto a él como a su hermana pequeña Lotta. Entonces, se prometió a sí mismo que jamás sería infiel, pero ante todo que jamás, jamás nunca, se divorciaría. Si se casaba, sería para toda la vida. Así que cuando él y Karin se casaron hacía cinco años en la iglesia de Tanumshede, no dudó ni un instante de que lo hacían para siempre. Pero la vida rara vez resulta como uno se la plantea. Ella y Leif llevaban más de un año viéndose a sus espaldas cuando él los sorprendió. Una historia realmente clásica.

Un día que no se sentía bien llegó a casa un poco antes, y allí se los encontró, en el dormitorio. En la misma cama en la que él estaba ahora. Quizá fuese un masoquista, pues ¿cómo, si no, podía explicar que no se hubiese desecho ya de la cama? Aunque ahora ya era tarde. Ya no importaba lo más mínimo.

Se incorporó, dudando aún de si iría o no a casa de Erica. Quería ir. Y no quería. Un ataque de falta de confianza en sí mismo había arrasado con toda la excitación que había sentido a lo largo del día, bueno, de cada día de la semana. Pero ya era demasiado tarde para llamar y cancelar la cena, así que no tenía muchas opciones.

Cuando, por fin, encontró un par de chinos que le quedaban aceptables de cintura y se puso una camisa azul recién planchada, se animó un poco y empezó a alegrarse de nuevo ante la idea de la cena. Algo de espuma en el pelo alborotado y un gesto de «¡buena suerte!» a la imagen del espejo y ya estaba listo.

Sólo eran las siete y media, pero todo estaba oscuro y, aunque no nevaba mucho, la visibilidad no era muy buena cuando salió rumbo a Fjällbacka. Había tiempo suficiente para no tener que angustiarse. Por un instante, dejó de pensar en Erica para reflexionar sobre lo que había ocurrido en el trabajo los últimos días. A Mellberg no le había gustado que Patrik confirmase que la testigo, la vecina de Anders, pareciese tan segura de lo que decía y que Anders, por tanto, tuviese una coartada para las horas en cuestión. Patrik no reaccionó con el mismo grado de agresividad que Mellberg por ese motivo, pero no podía negar que sentía cierta desesperanza. Habían pasado ya tres semanas desde que encontraron a Alex y tenía la sensación de que no estaban más cerca de una solución que entonces.

Ahora se trataba de no perder el ánimo por completo, sino de tranquilizarse y empezar desde el principio. Todas las pistas, todas las declaraciones, debían estudiarse una vez más desde una nueva perspectiva. Patrik elaboró mentalmente una lista con los asuntos que debía abordar en el trabajo al día siguiente. Lo más importante era averiguar quién era el padre del hijo que esperaba Alex. Tenía que haber alguien en Fjällbacka que hubiese visto u oído algo sobre a quién veía los fines de semana. No porque estuviese fuera de toda duda que Henrik fuese el padre; y Anders también figuraba como posible candidato. Aunque, sin saber por qué, él no estaba muy convencido de que ella hubiese visto en Anders a un padre de familia ideal. Patrik pensaba que lo que Francine le había contado a Erica estaba muy próximo a la verdad. Había alguien en su vida que era muy importante. Alguien que tenía el suficiente peso como para que ella se alegrase de tener un hijo suyo. Lo que no había podido o querido hacer con su marido.

La relación sexual con Anders también era algo de lo que le gustaría saber más. ¿Qué hacía una mujer de la alta sociedad de Gotemburgo con un despojo borracho como Anders? Algo le decía que si descubría el modo en que se habían cruzado sus caminos hallaría también muchas de las respuestas que buscaba. Luego estaba lo del artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz. Alex no era más que una niña en aquel entonces. ¿Por qué guardaba en un cajón de la cómoda un recorte de hacía veinticinco años? Eran tantos y tan enredados los hilos, que se sentía como ante una de esas imágenes de las que sólo se ven puntos, hasta que uno entrecierra los ojos del modo preciso para que aparezca de pronto con toda la claridad deseable. Pero no era capaz de encontrar la posición correcta para que los puntos desvelasen la imagen. En los momentos de flaqueza, se preguntaba si tendría, como policía, la habilidad suficiente como para llegar a verla un día. ¿Y si el asesino conseguía escapar por su incompetencia?

De repente, un ciervo cruzó trotando ante el coche y Patrik se vio bruscamente apartado de sus sombrías cavilaciones. Pisó a fondo el freno y logró evitar el cuarto trasero del animal por un par de centímetros. El coche patinó sobre el hielo de la calzada y no se detuvo hasta después de transcurridos unos segundos, largos y aterradores. Apoyó la cabeza sobre las manos, aún aferradas convulsamente al volante y aguardó hasta haber recuperado un pulso normal. Se quedó allí sentado un par de minutos y, después, reanudó el viaje a Fjällbacka, pero le llevó un par de kilómetros atreverse a cambiar el paso de tortuga por algo más de velocidad.

Cuando conducía por la pendiente de Sälvik, cubierta de arena, en dirección a la casa de Erica, iba con cinco minutos de retraso. Aparcó el coche detrás de la entrada al garaje y tomó la botella de vino que llevaba para regalarle. Respiró hondo y echó un último vistazo al peinado en el espejo retrovisor, antes de sentirse preparado.

El montón de ropa que inundaba la cama de Erica estaba en pie de igualdad con el de Patrik. Incluso podría decirse que lo superaba ligeramente. El armario empezaba a estar vacío y había varias perchas que tintineaban en la barra. Suspiró abatida. Nada le sentaba del todo bien. Los kilos extra que había ido engordando en las últimas semanas hacían que nada le quedase como ella quería. Aún lamentaba con amargura haberse pesado aquella mañana, y se maldecía por ello. Erica escrutó con mirada crítica la imagen que le devolvía el espejo.

El primer dilema se le presentó después de la ducha cuando, igual que su heroína favorita, Bridget Jones, se vio ante la elección de qué braguitas ponerse. ¿Debía elegir su precioso tanga de encaje, por si se presentaba la remota ocasión de que ella y Patrik acabasen en la cama? ¿O, por el contrario, sería más acertado ponerse esas bragas enormes y horrendas con sujeción para la tripa y el trasero, que incrementarían considerablemente las posibilidades de que Patrik y ella acabasen en la cama? Difícil elección. Sin embargo, teniendo en cuenta la envergadura de la tripa, resolvió por fin ponerse la variante más favorecedora. Y, sobre ellas, unas medias también con sujeción. En otras palabras, la artillería pesada.

Miró el reloj y comprendió que ya era hora de decidirse. Tras echar un vistazo al montón de ropa que había en la cama, sacó de debajo la primera prenda que se había probado. El negro la hacía más delgada y el clásico vestido por las rodillas, modelo recuperado del viejo estilo Jackie Kennedy, favorecía la figura. Las únicas joyas que se puso fueron unos pendientes de perlas y el reloj de pulsera y se dejó el pelo suelto. Se colocó ante el espejo de perfil y metió la tripa. Y sí, con ayuda de la combinación braguitas-faja, medias-faja y respiración contenida, su aspecto resultaba bastante aceptable. Así, tuvo que admitir que los kilos extra no eran tan perjudiciales. Podría vivir sin los que habían ido a parar a la tripa, pero el que se había distribuido por los pechos hacía que una hendidura bastante homogénea se dejase ver por el escote del vestido. Cierto que con la ayuda de un sujetador con relleno, pero esos remedios debían de ser de uso generalizado hoy en día. Además, el que ella llevaba había sido confeccionado según los últimos avances tecnológicos, con silicona en los cascos, lo que provocaba un balanceo del pecho muy similar al natural. Un magnífico exponente del éxito de la ciencia en el servicio al ser humano.

El estrés provocado por la sesión de prueba y los nervios habían hecho que empezasen a sudarle las axilas, así que volvió a lavarse con un suspiro de abatimiento. Casi veinte minutos le llevó conseguir un maquillaje perfecto y, cuando estuvo lista, se dio cuenta de que la decoración de su persona le había llevado más tiempo del deseable y de que debería haber empezado a ultimar la comida antes. Rápidamente, empezó a ordenar la habitación. Le habría llevado demasiado tiempo volver a colgar la ropa en las perchas, de modo que, simplemente, tomó el montón tal y como estaba y lo dejó caer en el suelo del armario antes de cerrar la puerta. Por si acaso, hizo la cama y echó una ojeada para comprobar que no se había dejado tiradas por el suelo ningunas bragas del revés. Un par de bragas sucias de la marca Sloggi podían hacer que cualquier hombre perdiese el apetito.

Con el corazón en un puño, se apresuró a la cocina, pero estaba tan estresada que se sentía aturdida, sin saber por dónde empezar.

Se obligó a serenarse y respiró hondo. Tenía dos recetas en la mesa e intentó organizar el trabajo teniendo en cuenta el tiempo que le quedaba y las instrucciones de las mismas. No era una maestra de la cocina, pero era bastante buena y había seleccionado las recetas después de mucho rebuscar en números antiguos de Elle Gourmet, a la que estaba suscrita. De primero serviría pastel de patata con crema fresca, huevas de lumpo y cebolla roja rallada. El segundo plato sería solomillo de cerdo en hojaldre con salsa de oporto y patata prensada, y de postre Gino con salsa de vainilla. Por suerte, había preparado el postre por la tarde, de modo que ya podía borrarlo de la lista. Decidió empezar por poner a cocer las patatas para el segundo plato y después rallar las patatas crudas para el primero.

Trabajó sin descanso durante una hora y media y, cuando sonó el timbre, dio un respingo, sobresaltada. El tiempo había pasado demasiado rápido y esperaba que Patrik no estuviese muerto de hambre, pues la comida tardaría aún un buen rato en estar lista.

Erica iba ya camino de la puerta cuando cayó en la cuenta de que todavía llevaba puesto el delantal y el timbre volvió a oírse antes de que ella hubiese logrado deshacer el lazo que, con esfuerzo, había conseguido hacerse a la espalda. Lo desató, por fin, se quitó el delantal y lo dejó en una silla que había en el vestíbulo. Se pasó la mano por el pelo, se recordó que debía meter la tripa y respiró hondo antes de abrir la puerta con una sonrisa.

– ¡Hola Patrik! Bienvenido.

Se dieron un leve abrazo a modo de saludo y Patrik le dio la botella de vino envuelta en papel de plata.

– ¡Vaya, gracias! ¡Qué amable!

– Bueno, me lo recomendaron en el Systembolaget. Vino chileno con mucho cuerpo y sabor a bayas rojas y un regusto a chocolate, al parecer. Yo no entiendo mucho de vinos, pero en la tienda suelen ser expertos.

– Seguro que es excelente.

Erica rió afable y dejó la botella en la vieja consola del vestíbulo para ayudarle a Patrik a quitarse la cazadora.

– Bueno, adelante. Espero que no estés muerto de hambre. Como de costumbre, mi planificación del tiempo era demasiado optimista, así que aún falta un rato para que la cena esté lista.

– No, no te preocupes, puedo esperar.

Patrik siguió a Erica hasta la cocina.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Pues sí, si quieres, puedes coger el sacacorchos que está en el primer cajón y abrir una botella de vino. Podríamos empezar por probar el que has traído.

Él obedeció de buen grado mientras Erica sacaba dos grandes copas que puso sobre la encimera, antes de empezar a comprobar el estado de lo que había en el horno. Al solomillo le faltaba todavía un rato y, al probar las patatas, notó que aún estaban medio crudas. Patrik le tendió una de las copas, ahora llenas de un vino de un intenso rojo oscuro. Ella lo movió ligeramente para liberar los aromas del caldo, metió la nariz en la copa e inspiró con la boca cerrada. Un cálido perfume a roble penetró por sus fosas nasales y casi le llegó a la planta de los pies. Exquisito. Tomó un trago que mantuvo en la boca al tiempo que respiraba, también por la boca. El sabor era tan agradable como el aroma y Erica comprendió que Patrik se había gastado bastante dinero en aquella botella.

Patrik la miraba expectante.

– ¡Fantástico!

– Sí, ya sospechaba yo que tú entendías de vinos. Yo, por desgracia, no sería capaz de distinguir entre un vino de tetra brik por cincuenta coronas y otro de varios miles.

– Claro que sí, hombre. De todos modos, es una cuestión de costumbre. Y hay que tomarse el tiempo necesario para paladear el vino en lugar de tragárselo simplemente.

Patrik miró abochornado su copa. Ya se había bebido un tercio. Intentó imitar el modo en que Erica saboreaba el vino mientras ella trajinaba en los fogones. ¡Vaya!, pues sí que ahora parecía otro vino… Mantuvo un trago en la boca, al igual que le había visto hacer a Erica y, de repente, su sabor se reveló con toda claridad. Incluso creyó experimentar un ligero sabor a chocolate, a chocolate puro, y otro, bastante fuerte, a bayas rojas, tal vez a grosella, mezclado con fresas. Increíble.

– ¿Qué tal va la investigación?

Erica se esforzó por sonar desinteresada, pero, en el fondo, estaba ansiosa por oír la respuesta.

– Puede decirse que volvemos a estar en la casilla número uno. Anders tiene una coartada para la hora del crimen y, por ahora, no tenemos mucho más. Por desgracia, hemos cometido el error de siempre. Nos permitimos sentirnos demasiado seguros de que teníamos al culpable sin molestarnos en investigar otras posibilidades. Aunque he de admitir que el comisario tiene razón en que Anders es perfecto como asesino de Alex. Un alcohólico que, por alguna razón incomprensible, mantiene una relación sexual con una mujer que, según todas las reglas, debería estar muy lejos de la esfera asequible para un borrachín como Anders. Un ataque de celos cuando ella plantea el inevitable fin. Cuando su increíble suerte lo abandona definitivamente. Sus huellas dactilares están por todas partes, en el cadáver y en el baño. Incluso encontramos la huella de su zapato en el charco de sangre del suelo.

– Pero ¿no deberían bastar esas pruebas?

Patrik meneó la copa mientras, reflexivo, observaba los pequeños torbellinos rojos que se formaban en el interior.

– Si no hubiese tenido una coartada, habrían sido suficientes. Pero resulta que sí la tiene, justo para la hora que hemos fijado como más probable para el asesinato; así que, todos esos indicios no sirven ya más que para demostrar que estuvo en el baño después del asesinato, y no durante. Una sutil diferencia, pero muy importante, si queremos que nuestra acusación se sostenga.

La cocina iba inundándose de un aroma delicioso. Erica sacó del frigorífico el pastel de patata que ya había tostado en la sartén hacía un rato y lo metió en el horno para que se calentase. Puso dos platos y volvió a abrir el frigorífico, de donde sacó un tarro de crema fresca y otro de huevas de lumpo. La cebolla estaba ya picada en un cuenco sobre la encimera. Y ella era consciente en todo momento de lo cerca que tenía a Patrik.

– Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Hay alguna novedad sobre la venta de la casa?

– Pues sí, por desgracia. El agente inmobiliario llamó ayer. Propuso una ronda de visitas para Semana Santa. Según me dijo, a Anna y a Lucas les pareció una brillante idea.

– Bueno, aún faltan un par de meses para Semana Santa. Quién sabe qué puede pasar para esa fecha.

– Sí, claro, siempre cabe la posibilidad de que a Lucas le dé un infarto o algo así. No, era broma, no has oído nada. Pero es que me pongo frenética cuando lo pienso.

Cerró la puerta del horno con demasiado ímpetu.

– ¡Oye, cuidado con el mobiliario!

– En fin, supongo que tendré que acostumbrarme a la idea y empezar a pensar en lo que haré con el dinero de la venta. Aunque tengo que confesar que siempre pensé que me alegraría mucho más al convertirme en millonaria.

– No creo que debas preocuparte por hacerte millonaria. Con los impuestos de este país, seguro que la mayor parte de tus beneficios estarán destinados a financiar pésimas escuelas y una sanidad aun peor. Por no hablar del increíble, total, terrible e insólitamente mal pagado Cuerpo de Policía. Seguro que sabremos darle aire a tu dinero, ya verás.

Erica no pudo por menos de echarse a reír.

– Vaya, qué alivio. Así no tendré que preocuparme por elegir si me compro un abrigo de visón o uno de zorro azul. Bueno, pues, lo creas o no, el primer plato está listo.

Erica tomó dos platos y se encaminó al comedor seguida de Patrik. Había estado pensando largo y tendido si debía poner la mesa en la cocina o en el comedor, pero se decidió al final por este último, con la hermosa mesa abatible de madera maciza, cuyo aspecto mejoraba más aun a la luz de las velas. Y, desde luego, no había escatimado en este tipo de iluminación. Había leído en alguna parte que nada favorecía más el aspecto de una mujer que la luz de las velas, así que se las veía por todas partes.

En la mesa estaban ya los cubiertos, las servilletas bordadas y los platos de porcelana de Rörstrand, la vajilla fina de su madre, blanca con los bordes en azul. Erica recordaba el cuidado con que su madre trataba aquellos platos. Sólo los utilizaba en ocasiones especiales, entre las que no se contaban los cumpleaños de las niñas ni ninguna otra celebración que tuviese que ver con ella o con su hermana, recordó Erica con amargura. En esos casos, bastaban la vajilla de diario y la mesa de la cocina. Sin embargo, cuando venían el pastor y su mujer, o el párroco o la diaconisa, entonces todo lo fino era poco. Erica se obligó a volver al presente y colocó los platos sobre la mesa, el uno frente al otro.

– ¡Tiene un aspecto delicioso!

Patrik cortó un trozo de pastel de patata, puso encima una buena cucharada de cebolla picada y tomó con el tenedor la crema y las huevas, y ya estaba a punto de meterse todo en la boca cuando se dio cuenta de que Erica sostenía la copa, y también una ceja, bien en alto. Algo avergonzado, dejó el tenedor y lo cambió por su copa.

– Bueno, pues bienvenido. Salud.

– Salud.

Erica sonrió ante la torpeza de Patrik. Su comportamiento le resultaba una liberación comparado con el de los hombres con que se las tenía que ver en Estocolmo, tan bien educados y tan conocedores de la etiqueta que parecían clonados. A su lado, Patrik era más auténtico y, por ella, podía comer con los dedos si se le antojaba, que no le molestaría. Además, se ponía guapísimo cuando se sonrojaba.

– Hoy he recibido una visita inesperada.

– ¿Ah, sí? ¿De quién?

– De Julia.

Patrik la miró perplejo y Erica notó entusiasmada que le costaba dejar de comer.

– No sabía que os conocierais.

– Es que no nos conocíamos. La vi por primera vez en el funeral de Alex. Pero esta mañana llamaron a la puerta, y allí estaba.

– ¿Qué quería?

Patrik rebañaba el plato con tanto ahínco que parecía querer arrancar el color de la porcelana.

– Me pidió que le dejase ver fotografías de Alex conmigo cuando éramos pequeñas. Al parecer, según me dijo, ellos no tienen muchas. Y se le ocurrió que tal vez yo tuviese algunas más. Como así es. Después me hizo un montón de preguntas sobre aquella época y todo eso. Las personas con las que he tenido la oportunidad de hablar del tema me han asegurado que las dos hermanas no se llevaban muy bien; cosa que no me extraña, pues había muchos años de diferencia entre ellas, y ahora Julia quiere saber más sobre Alex. Conocerla después de muerta. Al menos, ésa fue la impresión que me dio. Por cierto, ¿tú conoces a Julia?

– No, todavía no la he visto. Pero, por lo que cuentan, no se parecen, o no se parecían en nada.

– Eso puedes jurarlo. Más bien son polos opuestos; por lo menos, en lo que al físico se refiere. Ambas parecen haber tenido en común su carácter introvertido, aunque Julia lo acompaña de una acritud que no creo que caracterizase a Alex. Ella parecía más, cómo decirlo…, indiferente, según me han dicho quienes la trataron. Julia se muestra más bien indignada. Incluso iracunda. Tengo la impresión de que algo bulle en su interior casi como un volcán. Un volcán en reposo. Te sonará raro, ¿verdad?

– No, en absoluto. Yo creo que, como escritor, uno debe tener un sexto sentido para las personas. Un conocimiento especial de la naturaleza humana.

– ¡Bah! ¡No me llames escritora! Yo misma no creo haber hecho nada para merecer ese título, todavía.

– ¿Con cuatro libros publicados y aún no te consideras escritora?

El asombro de Patrik era sincero y Erica intentó explicarle a qué se refería.

– Bueno, verás, son cuatro biografías, y tengo una quinta en preparación. No pretendo menospreciar ese trabajo, pero, para mí, un escritor es alguien que escribe algo original, algo que surge de su propio corazón y de su propio cerebro. No aquel que cuenta la vida de otro. Así que el día que escriba algo totalmente mío, podré llamarme escritora.

De repente se le ocurrió que, en realidad, lo que acababa de decir no era toda la verdad. Desde un punto de vista formal, no había ninguna diferencia entre las biografías que había escrito sobre personajes históricos y el libro sobre Alex en el que estaba trabajando. De hecho, éste también trataba sobre la vida de otra persona. Sin embargo, era distinto. Por un lado, la vida de Alex rozaba la suya de un modo más que evidente y, por otro, en su libro podía expresar algo propio. Así, en el marco de una serie de hechos objetivos, podía dirigir el espíritu del libro. En cualquier caso, aún no podía decírselo a Patrik. Nadie debía saber que estaba escribiendo un libro sobre Alex.

– Así que Julia vino a verte y te hizo un montón de preguntas acerca de su hermana. ¿Tuviste la oportunidad de preguntarle por Nelly Lorentz?

Erica libraba en su interior una dura batalla, pero finalmente resolvió que su conciencia no le permitiría ocultarle a Patrik aquella información. Tal vez él pudiese sacar de esos datos unas conclusiones que ella era incapaz de extraer. Se trataba de la pequeña pero vital pieza del rompecabezas que había optado por no mencionar cuando estuvo cenando en su casa. Pero, puesto que ella misma no había averiguado mucho a partir de esa información, no vio por qué seguir guardando silencio al respecto. No obstante, pensó que debía servir antes el segundo plato.

Se levantó con el fin de retirar su plato, aprovechando para inclinarse algo más de la cuenta: estaba decidida a jugarse al máximo sus mejores cartas. Y, a juzgar por la expresión de Patrik, comprobó que acababa de mostrar póquer de ases. Evidentemente, las quinientas coronas que le había costado el Wonderbra estaban resultando una excelente inversión. Aunque, en el momento de la compra, su bolsillo se resintiera.

– Deja, ya lo quito yo.

Patrik tomó los platos que ella ya había retirado y la acompañó a la cocina. Erica vertió el agua de las patatas y puso a Patrik a preparar el puré en una fuente mientras ella condimentaba y ponía a hervir la salsa. Un chorrito de oporto y un buen pellizco de mantequilla y ya estaba lista para servir. Nada de crema desnatada, no. Después, sólo quedaba retirar del horno el solomillo empanado y hacerlo filetes. Tenía una pinta estupenda. Un ligero tono rosado en el interior, pero sin ese jugo rojizo que solía indicar que la carne no estaba del todo hecha. Como guarnición, había preparado guisantes cocidos al dente, que colocó en una fuente de porcelana Rörstrand, igual que el puré de patatas. Entre los dos, llevaron los manjares a la mesa. Ella esperó a que él se sirviera, antes de dejar caer la bomba.

– Julia es la única heredera de Nelly Lorentz.

Patrik estaba bebiendo en ese preciso momento y se atragantó con el vino, pues empezó a toser con la mano en el pecho y se le saltaron las lágrimas.

– Perdona, ¿qué has dicho? -preguntó Patrik sin apenas poder hablar.

– Digo que Julia es la única heredera de la fortuna de Nelly. Es lo que dice el testamento de Nelly -explicó Erica con calma mientras le servía a Patrik un vaso de agua para que se le calmase la tos.

– No sé si atreverme a preguntar cómo lo has sabido…

– Porque estuve husmeando en la papelera de Nelly cuando me invitó a tomar el té en su casa.

Patrik sufrió un nuevo ataque de tos y miró incrédulo a Erica. Mientras él apuraba casi toda el agua del vaso de un trago, Erica prosiguió:

– Había una copia del testamento en la papelera. Y allí decía claramente que Julia Carlgren heredaría todos los bienes de Nelly Lorentz. Bueno, a Jan le corresponde la legítima, pero todo lo demás es para Julia.

– ¿Y lo sabe Jan?

– Ni idea. Pero yo apostaría que no: no creo que lo sepa.

Erica continuó, mientras se servía la comida.

– Lo cierto es que, cuando Julia estuvo aquí, le dije que parecía conocer muy bien a Nelly Lorentz y le pregunté cómo había entablado la relación con ella. Ni que decir tiene que me dio una respuesta absurda, pues me dijo que la conocía de cuando trabajó en la fábrica de conservas un par de veranos. No dudo de que sea cierto que trabajase allí, pero se reservó el resto de la verdad. Además, dejó bien claro que se trataba de un asunto del que no tenía el menor deseo de hablar.

Patrik quedó pensativo.

– ¿Has pensado que son ya dos las parejas de esta historia que parecen totalmente dispares? No sólo dispares, sino inverosímiles, diría yo. Alex y Anders, por un lado, y Julia y Nelly, por el otro.¿Cuál es el denominador común? Cuando encontremos ese eslabón, habremos resuelto el caso, creo yo.

– Alex. ¿No es Alex el denominador común?

– No -rechazó Patrik-. Eso parece demasiado fácil. Tiene que ser otra cosa. Algo que se nos escapa o que no terminamos de comprender.

Cruzó el aire con el tenedor, como un espadachín.

– Además, está Nils Lorentz. O, más bien, su desaparición. Tú vivías en Fjällbacka por aquel entonces. ¿Qué recuerdas de todo aquello?

– Era muy pequeña, ya sabes, y a los niños no se les cuenta nada, claro. Pero recuerdo que hubo mucho secreteo en torno al asunto.

– ¿Secreteo?

– Sí, lo normal, dejaban de hablar cuando yo entraba en la habitación; los mayores hablaban en voz baja; «Shh, a callar, que no nos oigan los niños», y comentarios por el estilo. En otras palabras, que lo único que sé es que hubo un montón de habladurías en torno a la desaparición de Nils. Pero yo era demasiado pequeña y no me enteré de nada.

– Mmm, creo que voy a escarbar un poco más en ese asunto. Tendré que incluirlo en la lista de tareas para mañana. Pero ahora estoy cenando con una mujer que no sólo es hermosa sino que, además, cocina de maravilla. Un brindis por la anfitriona.

Alzó su copa y Erica se sintió halagada por el cumplido. No tanto por el de la comida como por el relativo a su hermosura… ¡Con lo fácil que sería todo si pudiesen leerse el pensamiento! Todo aquel juego sería absurdo. Pero no, allí estaba ella, esperando que él le diese la menor señal de si estaba o no interesado. Lo de ver qué pasaba estaba bien cuando se era adolescente, pero con los años, el corazón se volvía menos elástico. Uno se implicaba más en las relaciones y las secuelas afectaban cada vez más a la autoestima.

Después de que Patrik hubiese repetido tres veces y de que la conversación pasase del asesinato a los sueños, la vida y la resolución de los problemas del mundo, se trasladaron al porche para asentar la comida antes del postre. Se acomodó cada uno en un extremo del sofá bebiendo vino a pequeños sorbos. No tardarían en haber dado cuenta de la segunda botella y ambos sentían ya los efectos del alcohol, la pesadez, cierto calor y una sensación de adormecimiento en la cabeza, como si la tuviesen envuelta en una agradable y blanda capa de algodón. La noche se veía negra a través de los cristales, sin una sola estrella en el firmamento. Y la profunda oscuridad exterior los hizo sentirse como encerrados en una protectora concha gigante. Como si estuviesen solos en el mundo. Erica no recordaba haberse sentido antes con tal sosiego, tan a gusto con su existencia. Con la misma mano en la que sostenía la copa, hizo un gesto con el que logró abarcar toda la casa.

– ¿Tú puedes explicarte que Anna quiera vender esto? No sólo porque esta casa es la más bonita de todas las que existen; además, sus paredes encierran una porción de historia. Y no me refiero sólo a la de Anna y la mía, sino a las historias de aquellos que vivieron antes que nosotros. ¿Sabías que fue un capitán de barco quien la mandó construir en 1889 para vivir aquí con su familia? El capitán Wilhelm Jansson. Es una historia muy triste, la verdad. Como la de tantas otras de gentes de por aquí. Construyó la casa para habitarla con su joven esposa, Ida. Tuvieron cinco hijos en otros tantos años y, al sexto, Ida murió en el parto. En aquella época no existían los padres solteros, de modo que la hermana mayor de Jansson, que estaba soltera, se mudó a la casa para cuidar de los niños mientras él recorría los siete mares. Esta hermana, Hilda, no resultó ser la mejor elección como madrastra. Era la mujer más religiosa de toda la región, lo que no es poco, teniendo en cuenta lo religiosa que era la gente de esta zona. Los niños apenas si podían moverse sin que los acusasen de haber pecado y ella los azotaba con mano dura y devota. Hoy la habrían llamado sádica, pero en aquel tiempo era perfectamente normal y esa conducta se encubría fácilmente bajo el pretexto de la religión.

»El capitán Jansson no estaba en casa muy a menudo, por lo que no podía comprobar lo mal que lo pasaban los niños, aunque algo debía de sospechar. Pero, como suele ocurrirles a los hombres, también él pensaría que la educación de los niños era cosa de mujeres y consideraba que cumplía con sus obligaciones paternas proporcionándoles techo y alimento. Hasta que llegó a casa un día y descubrió que Märta, la pequeña, llevaba una semana con el brazo roto. Entonces armó un escándalo y echó a Hilda de su casa y, como el hombre de acción que era, se puso a buscar a una sustituta apropiada entre las mujeres solteras del pueblo. En esta ocasión, sí que eligió bien. En tan sólo dos meses, se casó con una auténtica mujer de pueblo, Lina Månsdotter, que se encargó de los niños como si fuesen suyos. Juntos tuvieron otros siete, así que esto debió de quedárseles pequeño. Y, si te fijas, verás que dejaron su huella: rasguños y agujeros y zonas más desgastadas de la casa. Por todas partes.

– ¿Cómo fue que tu padre compró la casa?

– Con el tiempo, los hermanos se dispersaron. El capitán Jansson y su querida Lina que, con los años, llegaron a amarse profundamente, fallecieron. El único que quedó en la casa fue el hijo mayor, Alian. Nunca se casó y, al envejecer, no se sintió con fuerzas para llevar la casa él solo, así que decidió venderla. Mis padres acababan de casarse y estaban buscando un hogar. Mi padre me contó que se enamoró de la casa en cuanto la vio. No dudó un instante.

»Cuando Alian vendió la propiedad a mi padre, también le dejó su historia. La de la casa, la de su familia. Según dijo, era importante para él que mi padre supiese quiénes habían desgastado con sus pies aquellos suelos de madera. Además, le dejó una serie de documentos. Cartas que el capitán Jansson había enviado desde todos los rincones del mundo, a su primera esposa, Ida, y después a Lina, la segunda. También le dejó el látigo con el que Hilda solía castigar a los niños. Sigue colgado de la pared del sótano. Anna y yo solíamos bajar de niñas para tocarlo. Habíamos oído la historia de Hilda e intentábamos imaginarnos la sensación de las duras crines del látigo al estallar contra la piel desnuda. ¡Nos daba tanta pena de aquellos pobres niños!

Erica miró a Patrik, antes de proseguir:

– ¿Comprendes por qué me duele tanto pensar en vender la casa? Si nos deshacemos de ella, jamás podremos recuperarla. Será irreversible. Me da náuseas pensar que unos turistas adinerados de la capital pisoteen estos suelos, los pulan y cambien el papel pintado por otro de Conchitas, por no hablar de la ventana panorámica, que reemplazaría al porche antes de que a mí me diese tiempo de pronunciar las palabras «pésimo gusto»… ¿Quién se iba a preocupar de conservar las anotaciones a lápiz garabateadas en el interior de la puerta de la despensa, donde Lina marcaba cuánto habían crecido los niños cada año? ¿Y quién se molestaría en leer las cartas en que el capitán Jansson intenta describir los mares del sur para sus esposas, que apenas si salieron del pueblo? Su historia desaparecería y esta casa no sería más que… una casa. Una casa cualquiera. Bonita, pero sin alma.

Se dio cuenta de que estaba hablando más de la cuenta, pero por alguna razón sentía que era importante para ella que Patrik la comprendiese. Lo miró y comprobó que él la observaba intensamente y su mirada la reconfortó por dentro. Y sucedió algo incomprensible. Un instante de compenetración absoluta y, sin saber cómo, encontró a Patrik sentado a su lado y que, tras dudar un segundo, la besaba en los labios. Al principio, sólo experimentó el sabor a vino que impregnaba los labios de ambos; pero enseguida sintió también el sabor de Patrik. Abrió con mucho cuidado la boca y enseguida sintió la lengua de él, que buscaba la suya. Una descarga eléctrica cruzó todo su cuerpo.

Minutos después, Erica no podía más y se levantó, le tomó la mano y, sin pronunciar una sola palabra, lo llevó al dormitorio. Se tumbaron en la cama besándose y acariciándose y, al cabo de un rato, Patrik empezó a desabotonarle el vestido por la espalda, con mirada inquisitiva. Ella dio su consentimiento, también mudo, desabrochando la camisa de él. De repente, cayó en la cuenta de que la ropa interior que llevaba puesta no era la que quería que Patrik viera la primera vez. Y bien sabía Dios que ni siquiera las medias que se había puesto eran las más sexy del mundo, precisamente. La cuestión era cómo librarse de ellas y de las bragas de cuello vuelto sin que Patrik las viese. Erica se incorporó bruscamente.

– Disculpa, tengo que ir al lavabo.

Salió disparada hacia el cuarto de baño. Miró febrilmente a su alrededor… y tuvo suerte, pues había sobre el cesto de la ropa sucia un montón de prendas limpias que no había tenido tiempo de guardar. Con mucho esfuerzo, se quitó las medias y las dejó junto con las bragas de abuela en el cesto de la ropa sucia. Después, se puso un par de finas braguitas de encaje blanco, muy en consonancia con el sujetador. Se bajó el vestido y aprovechó para mirarse en el espejo. Tenía el cabello alborotado y rizado, los ojos con un brillo febril. Tenía la boca más roja que de costumbre y algo hinchada por los besos y, aunque estuviese mal decirlo, su aspecto era bastante sexy. Sin las bragas acorazadas, su vientre no estaba tan liso como a ella le habría gustado, así que lo metió tanto como pudo y sacó el pecho para compensar, mientras volvía junto a Patrik, que seguía tumbado en la cama en la misma posición en que ella lo había dejado.

Fueron quitándose la ropa poco a poco y dejándola en un montón en el suelo. La primera vez no fue nada fantástico, como suele suceder en las novelas de amor, sino más bien una mezcla de intensos sentimientos y de pudorosa conciencia, más en consonancia con lo que ocurre en la vida real. Al mismo tiempo que sus cuerpos reaccionaban en explosiones en cadena al tacto del otro, eran los dos plenamente conscientes de su desnudez, inquietos por sus pequeños defectos, preocupados por si surgía algún vergonzoso sonido. Se conducían de manera torpe e insegura ante lo que le gustaría o no al otro. Con una confianza insuficiente para atreverse a formular sus preguntas en palabras; en cambio, utilizaban leves sonidos guturales para indicar qué era lo que funcionaba bien y lo que tal vez debiera mejorarse. Pero, la segunda vez, fue mucho mejor. La tercera, totalmente aceptable. La cuarta, excelente y la quinta, increíble. Se durmieron acurrucados uno contra otro, y lo último que sintió Erica antes de dormirse fue el brazo de Patrik rodeándole el pecho y sus dedos trenzados con los de ella. Se durmió con una sonrisa en los labios.

La cabeza estaba a punto de estallarle. Tenía la boca tan seca que la lengua se le quedaba pegada al paladar, pero en algún momento anterior debió de tener saliva, pues sentía en la mejilla la mancha húmeda del almohadón. Tenía la sensación de que algo lo estuviese obligando a mantener los párpados cerrados, oponiéndose a su deseo de abrir los ojos. Pero, tras un par de intentos, lo logró.

Ante él había una aparición. También Erica estaba tumbada sobre el costado, vuelta hacia él, con el rubio cabello alborotado en torno al rostro. Su respiración lenta y profunda indicaba que aún dormía. Lo más probable es que estuviese soñando, pues le aleteaban las pestañas y los párpados se estremecían levemente de vez encuando. Patrik pensó que podría quedarse allí contemplándola eternamente sin cansarse. Toda la vida, si era necesario. Erica se sobresaltó entre sueños, pero su respiración recobró enseguida su ritmo acompasado. Era verdad que era como montar en bicicleta. Pero él no se refería sólo al acto en sí, sino también a la sensación de amar a una mujer. En los días y las noches más aciagos, siempre pensó que sería imposible volver a sentir aquello una vez más. Y ahora se le antojaba imposible no sentirlo.

Erica se movió inquieta y Patrik observó que estaba a punto de despertar. También ella luchó un poco por abrir los ojos, hasta que lo consiguió. Una vez más, Patrik se sorprendió ante la intensidad de su azul.

– Buenos días, dormilona.

– Buenos días.

La sonrisa que iluminó el semblante de Erica lo hizo sentirse como un millonario.

– ¿Has dormido bien?

Patrik miró las cifras iluminadas del despertador.

– Sí, las dos horas que he dormido han sido un placer. Aunque las horas de vigilia lo fueron aún más.

Erica volvió a sonreír por toda respuesta.

Patrik sospechaba que le apestaría el aliento, pero no pudo resistir la tentación de acercarse a besarla. El beso se prolongó y duró una hora que pasó en un suspiro. Después, Erica se quedó tumbada sobre su brazo izquierdo dibujándole círculos en el pecho. Lo miró, antes de preguntar:

– ¿Creías que íbamos a acabar así?

Patrik reflexionó un instante, antes de responder, con el brazo derecho bajo la nuca mientras pensaba:

– Bueno, no puedo decir que lo creyese. Aunque tenía esa esperanza.

– Yo también. Quiero decir que lo deseaba, no que lo creía.

Patrik pensó en lo osado que se sentía, pero, en la confianza que le inspiraba el tener a Erica sobre su brazo, sintió que era capaz de todo.

– La diferencia es que tú empezaste a desearlo hace muy poco, ¿no es cierto? ¿Tú sabes cuánto tiempo llevo yo deseándolo?

Ella lo miró expectante.

– No, ¿cuánto?

Patrik hizo una pausa de efecto.

– Desde que tengo uso de razón. He estado enamorado de ti desde que tengo uso de razón.

Al oírse a sí mismo decirlo en voz alta, oyó también que era la pura verdad. En efecto, así era.

Erica lo miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Estás de broma! ¿Quieres decir que yo he andado preocupada e inquieta por si tendrías el mínimo interés en mi persona y ahora vienes y me dices que habría sido tan fácil como recoger fruta madura? Vamos, simplemente, sírvase usted mismo.

Lo dijo en tono jocoso, pero Patrik notó que sus palabras la habían emocionado.

– Bueno, no es que, por eso, yo haya vivido en celibato y en un desierto de sentimientos durante toda mi vida. También he estado enamorado de otras mujeres; de Karin, por ejemplo. Pero tú siempre has sido especial. Cada vez que te veía, sentía algo aquí dentro.

Señaló con el puño cerrado el lugar del corazón. Erica le tomó la mano, la besó y la posó sobre su mejilla. A Patrik, aquel gesto, se lo dijo todo.

Invirtieron la mañana en conocerse el uno al otro. La respuesta de Patrik a la pregunta de Erica sobre cuál era su principal afición provocó en ella un alarido.

– Nooooooooooo, ¡otro apasionado del deporte no! ¿Por qué? ¿Por qué no puedo encontrar a un hombre con la inteligencia suficiente para comprender que perseguir una pelota sobre un campo de césped es una actividad perfectamente normal, ¡pero a los cuatro o cinco años!? O que, por lo menos, adopte una posición un tanto escéptica ante la utilidad que para el ser humano puede tener el que alguien salte dos metros de altura por encima de un palo.

– Dos cuarenta y cinco.

– ¿Cómo que dos cuarenta y cinco? -preguntó Erica en un tono que indicaba que su interés por la respuesta sería mínimo.

– El que más alto salta de todo el mundo, Sotomayor, salta dos cuarenta y cinco. Las damas superan ligeramente los dos metros.

– Ya, bueno, lo que sea.

Erica lo miró suspicaz.

– ¿Tienes el Eurosport?

– Sí señor.

– ¿Y el Canal Plus por el deporte, no por las películas?

– Sí señor.

– ¿Y TV1000, por la misma razón?

– Sí señor. Aunque, para ser sincero, TV1000 la tengo por dos razones.

Erica lo golpeó en broma, dándole unos puñetazos en el pecho.

– ¿He olvidado algo?

– Sí señor. En TV3 dan mucho deporte.

– He de decir que mi radar de fanáticos del deporte está muy desarrollado. Hace una semana, pasé una tarde increíblemente triste y aburrida en casa de mi amigo Dan, viendo un partido de hockey de las Olimpiadas. De verdad que no termino de comprender cómo puede pareceros interesante ver a varios hombres con rodilleras y coderas gigantescas perseguir una cosita blanca.

– Bueno, es mucho más entretenido y productivo que pasarse los días en las tiendas de ropa.

En respuesta a aquel inmotivado ataque al mayor de sus pecados, Erica arrugó la nariz y dirigió a Patrik un gesto verdaderamente feo. De pronto, vio que sus ojos se encendían con un súbito brillo.

– ¡Maldita sea!

Patrik se sentó en la cama de un salto.

– ¿Perdona?

– ¡Maldita sea, joder, me cago en la mar!

Erica lo miraba atónita.

– ¿Cómo coño pude pasar por alto algo así?

Se daba golpes en la frente con el puño, para subrayar sus palabras.

– ¿¡Hola!? Estoy aquí, ¿recuerdas? ¿Serías tan amable de decirme de qué estás hablando?

Erica agitaba los brazos en manifiesta protesta y Patrik perdió la concentración por un instante, al ver el movimiento que el gesto imprimía a su pecho desnudo. Después, saltó raudo de la cama, desnudo como un recién nacido y corrió escaleras abajo. Cuando volvió arriba, llevaba en la mano un par de periódicos, se sentó en la cama y empezó a hojearlos febrilmente. A aquellas alturas, Erica había abandonado toda esperanza de que le diese alguna explicación y, simplemente, lo miraba con interés.

– ¡Ajá! ¡Qué suerte que no hayas tirado a la basura los suplementos de programación de la tele!

Con gesto triunfante, agitaba uno de esos suplementos ante Erica.

– ¡Suecia-Canadá!

Erica seguía contentándose con alzar en silencio una ceja interrogante.

– Suecia ganó a Canadá en un partido de los Juegos Olímpicos. Fue el viernes, veinticinco de enero, en la cuatro.

La joven seguía sin verlo claro. Patrik suspiró.

– Suspendieron la programación ordinaria por el partido. Anders no pudo llegar a casa aquel viernes justo cuando empezaba la serie favorita Mundos separados, porque la habían suspendido. ¿Lo comprendes?

Poco a poco, Erica fue cayendo en la cuenta de lo que Patrik intentaba decirle. La coartada de Anders acababa de esfumarse. Por inconsistente que fuese, a la policía le habría costado rebatirla. Ahora podrían ir a buscar a Anders a la luz del nuevo material de que disponían. Patrik asintió satisfecho al ver que Erica lo comprendía.

– Pero no crees que Anders sea el asesino, ¿no? -preguntó Erica.

– No, eso es verdad. Pero, por un lado, yo puedo equivocarme, aunque comprendo que te cueste creerlo -bromeó lanzando un guiño-. Y por otro, si no me equivoco, apuesto el cuello a que Anders sabe mucho más de lo que nos ha contado. De modo que ahora podremos presionarlo con más rigor.

Patrik empezó a buscar su ropa por la habitación. Estaba esparcida por todas partes pero lo que lo alarmó en realidad fue descubrir que aún llevaba puestos los calcetines. Se puso los pantalones a toda prisa con la esperanza de que Erica tampoco se hubiese percatado de ello con anterioridad, en el fuego de la pasión. No resultaba fácil parecer un dios del sexo desnudo con un par de calcetines blancos que llevaban bordado el escudo del Tanumshede IF.

Sintió una súbita urgencia por actuar mientras se vestía a toda prisa. En un primer intento, se abrochó desajustada la camisa, de modo que tuvo que desabotonarla entera y volver a empezar. De repente, cayó en la cuenta de la impresión que podía causar su precipitada partida, y se sentó en el borde de la cama, tomó las manos de Erica entre las suyas y la miró a los ojos con firmeza.

– Siento tener que marcharme así, pero debo hacerlo. Sólo quiero que sepas que ésta ha sido la noche más maravillosa de mi vida y que no sé si podré resistir la espera hasta la próxima vez que nos veamos. ¿Quieres que nos veamos otra vez?

Lo que había entre ellos era aún frágil y delicado y, consciente de ello, el joven contuvo la respiración mientras aguardaba su respuesta. Ella asintió, sin pronunciar palabra.

– Entonces volveré contigo, cuando termine de trabajar.

Erica asintió de nuevo. Él se inclinó para besarla.

Cuando salió por la puerta del dormitorio, ella seguía sentada en la cama con las piernas flexionadas, el cuerpo cubierto con las sábanas. El sol entraba por la pequeña trampilla redonda del techo abuhardillado formando un halo dorado en torno a su rubia cabellera. Jamás había contemplado nada tan hermoso.

El aguanieve penetraba sus finos mocasines, más apropiados para el verano, pero el alcohol era un buen modo de atenuar la sensación de frío y, ante la alternativa de comprarse un par de zapatos de invierno o una botella de aguardiente, la elección resultaba fácil.

El aire era tan claro y limpio y la luz tan quebradiza a aquella hora temprana del miércoles que Bengt Larsson experimentó una sensación inusual desde hacía mucho tiempo, inquietantemente semejante a una sensación de paz que lo hizo cuestionarse qué tendría aquella mañana de un simple miércoles como para provocar algo tan poco común. Se detuvo a aspirar con los ojos cerrados el fresco aire matutino. ¡Y su vida habría podido estar llena de mañanas así!

Sin embargo, él tenía claro cuándo se había encontrado ante la encrucijada. Sabía perfectamente el día en que su vida había tomado aquel desgraciado curso. Podría incluso decir la hora. En realidad, había tenido todas las posibilidades. No había habido en su vida malos tratos, ni pobreza, hambre o carencias sentimentales que presentar como excusa. Tan sólo podía culpar a su propia necedad y a una confianza desmedida en su propia superioridad. Y, claro está, también había una chica de por medio.

Por aquel entonces, él tenía diecisiete años y, en esa época, siempre había una chica involucrada en todo lo que hacía. Pero aquélla era especial. Maud, con su rubio exuberante y su fingida timidez. Maud, que sabía tocar su ego como si se tratase de un violin bien afinado. «Por favor, Bengt, es que necesito…», «Por favor, Bengt, no podrías darme…». Ella lo ataba corto y él se doblegaba obediente a sus deseos. Todo era poco para ella. Él ahorraba cuanto ganaba para comprarle bonitos vestidos, perfumes, todo lo que a ella le apetecía. Pero, tan pronto como conseguía lo que con tanta insistencia había estado pidiendo, lo apartaba para, con la misma insistencia, empezar a pedir otra cosa, la única que podía hacerla feliz.

Maud fue como una fiebre que le encendiese todo el cuerpo y, sin apenas notarlo, la rueda comenzó a girar cada vez más rápido, hasta que él perdió el norte. Cuando cumplió dieciocho años, Maud se empeñó en un coche algo más pequeño que un Cadillac Convertible que costaba más de lo que él ganaba en todo un año. Aquello le quitó el sueño más de una noche, que pasó dándole vueltas al problema de cómo conseguir el dinero. Entre tanto, mientras él se torturaba, Maud no hacía más que arrugar el morro indicando que si él no le compraba el coche, había otros que podían tratarla como ella se merecía. Los celos se apoderaron de él durante aquellas noches de angustiosa vigilia y, finalmente, no pudo soportarlo más.

El 10 de septiembre de 1954, a las 14,00 horas exactamente, entró en el banco de Tanumshede, provisto de una vieja pistola del ejército que su padre había guardado en casa durante años y el rostro cubierto con una media de nailon. Nada salió como debía. Cierto que el personal del banco se aprestó a meter los billetes en la bolsa que llevaba para ese fin, pero en una cantidad que ni por asomo se acercaba a la que él esperaba conseguir. Después, uno de los clientes, padre de uno de sus compañeros de clase, reconoció a Bengt incluso bajo la media. La policía no tardó más de una hora en llamar a la puerta de su casa, donde halló la bolsa con el dinero bajo la cama de su dormitorio. Bengt no consiguió olvidar jamás la expresión del rostro de su madre. La mujer llevaba ya muerta muchos años, pero sus ojos aún lo perseguían cada vez que le sobrevenía la angustia del alcohol.

Los tres años que pasó en la cárcel aniquilaron toda esperanza de futuro. Cuando salió, hacía ya tiempo que Maud se había marchado, aunque no sabía adonde ni tampoco se preocupó de averiguarlo. Todos sus viejos amigos habían seguido sus vidas, tenían trabajo fijo y familia y rehuían toda relación con él. Su padre había muerto mientras él estaba en la cárcel, así que se mudó con su madre. Con actitud humilde, intentó buscar trabajo, pero adonde quiera que iba, lo recibían con negativas. Nadie quería saber nada de él. Y, finalmente, las miradas de todos siempre fijas en él lo abocaron a buscar su futuro en el fondo de la botella.

A quien, como él, había crecido en la seguridad que ofrece un pueblo pequeño donde todo el mundo se saluda por la calle, la sensación de verse rechazado le producía un dolor físico. Así, estuvo pensando en abandonar Fjällbacka, pero ¿adónde iría? De modo que fue mucho más fácil quedarse y dejarse llevar por la bendición del alcohol.

Anders y él hicieron amistad enseguida. Dos pobres diablos, como ellos mismos solían decir riendo con amargura. Bengt abrigaba un sentimiento de afecto casi paternal por Anders, cuyo destino le inspiraba más pesadumbre que el propio. A menudo pensaba que le habría gustado poder hacer algo por cambiar el rumbo de la vida de Anders; sin embargo, conocía bien la sugerente melodía nefasta del alcohol y sabía lo imposible que resultaba zafarse de la exigente amante en que llegaba a convertirse con los años. Una amante que lo exigía todo sin dar nada a cambio. Lo único que podían hacer era, pues, darse el uno al otro un poco de consuelo y compañía.

El camino hasta el portal de Anders estaba limpio de nieve y cubierto de arena, de modo que no se vio en la necesidad de avanzar a pasitos cortos para no perder la botella que llevaba en el bolsillo, tal y como había tenido que hacer tantas veces durante el triste invierno del año anterior, cuando el hielo, brillante y resbaladizo, cubría el suelo hasta el primer peldaño.

Las dos plantas que había hasta el apartamento de Anders constituían siempre un reto, ya que no había ascensor. Tuvo que detenerse varias veces para recobrar el aliento y, en un par de ocasiones, aprovechó para tomar un trago reparador. Cuando se vio por fin ante la puerta de Anders, se apoyó un instante contra el marco, resoplando agotado antes de abrir la puerta, que su amigo nunca cerraba con llave.

En el apartamento no se oía el menor ruido. ¿Pudiera ser que Anders no estuviese en casa? Cuando estaba durmiendo la mona, sus resoplidos y ronquidos solían oírse desde el vestíbulo. Bengt echó un vistazo a la cocina. Allí no había nada, salvo los habituales caldos de cultivo de las bacterias. La puerta del baño estaba abierta de par en par, y tampoco allí se veía a nadie. Dobló la esquina con una desagradable sensación en el estómago. El espectáculo que lo aguardaba en la sala de estar lo hizo pararse en seco. La botella que sostenía en la mano cayó al suelo con estrépito, pero el cristal no se rompió.

Lo primero que vio fueron los pies, que se mecían sueltos a poca distancia del suelo. Aquellos pies desnudos se movían ligeramente, de un lado a otro, como un péndulo. Anders llevaba puestos los pantalones, pero tenía el torso desnudo. La cabeza colgaba también formando un ángulo extraño. Tenía el rostro desfigurado y amoratado y la lengua, que asomaba por entre los labios, parecía demasiado grande para caber dentro de la boca. Era el cuadro más triste que Bengt había presenciado en toda su vida. Se dio la vuelta y salió sigiloso del apartamento, no sin antes recoger del suelo la botella. Rebuscó a ciegas en su interior por ver si encontraba algo a lo que aferrarse, pero no halló más que vacío. En cambio, echó mano del único cable que conocía. Se sentó en el umbral del apartamento de Anders, se llevó la botella a los labios y lloró desconsoladamente.

Dudaba de que su nivel de alcoholemia fuese el permitido por la ley, pero a Patrik aquello no lo preocupaba demasiado en aquel momento. Conducía algo más despacio que de costumbre, por si acaso; pero puesto que, mientras gobernaba el volante, iba marcando distintos números de teléfono y hablando por el móvil, resultaba discutible que aquella reducción contribuyese demasiado a la seguridad vial.

Llamó en primer lugar al canal de televisión TV4, donde le confirmaron que la serie Mundos separados se había anulado de la programación del viernes 25, a causa del partido de hockey. Después, llamó a Mellberg que, como él ya se esperaba, quedó más que satisfecho ante la noticia y ordenó que volviesen a arrestar a Anders de inmediato. Con la tercera llamada obtuvo la confirmación que necesitaba y, acto seguido, se dirigió a la urbanización donde vivía Anders. Estaba claro que Jenny Rosen debía de haberse confundido de día, error que los testigos solían cometer.

Pese a la excitación que le producía el posible cambio de rumbo del caso, no era capaz de centrarse por completo en su misión. Su pensamiento recalaba constantemente en la persona de Erica y la noche que habían pasado juntos. Se sorprendió con una amplia sonrisa bobalicona mientras los dedos, como con voluntad propia, tamborileaban una cancioncilla sobre el volante. Sintonizó una emisora de radio en la que daban viejos clásicos y enseguida se oyeron las notas de Respect, de Aretha Franklin. Aquella alegre melodía se adaptaba perfectamente a su estado de ánimo, así que subió el volumen. Cuando se acercaba el estribillo, él cantaba también a voz en grito al tiempo que intentaba bailar sentado. Pensaba que estaba haciéndolo estupendamente hasta que la radio perdió la señal y se oyó a sí mismo vociferar Respect. Un cosquilleo más bien desagradable vapuleó sus tímpanos.

Cada minuto de la noche pasada se le antojaba ahora como un estado onírico de embriaguez. Y no sólo por la cantidad de vino que habían bebido. Era como si un velo, un telón nebuloso compuesto por sentimientos, amor y erotismo, cubriese las horas pasadas.

En contra de su voluntad, tuvo que abandonar aquellos recuerdos cuando llegó al aparcamiento de la urbanización. Los refuerzos se habían presentado con inusitada diligencia, de lo que dedujo que estarían cerca de allí cuando él llamó. Al ver los dos coches de policía con las luces encendidas, frunció el entrecejo. Como siempre, habían malinterpretado las órdenes. Él había pedido un coche, no dos. Cuando se acercó, se dio cuenta de que detrás de los coches patrulla había una ambulancia. Algo no iba bien.

Reconoció a Lena, la rubia colega de Uddevalla, y se le acercó. La agente estaba hablando por el móvil, pero cuando llegó a su lado oyó que decía «adiós» antes de guardarse el aparato en una funda que llevaba sujeta al cinturón.

– Hola Patrik.

– Qué tal, Lena. ¿Qué ha pasado?

– Uno de los borrachos del pueblo encontró a Anders Nilsson ahorcado en su apartamento -explicó la mujer al tiempo que señalaba con la cabeza hacia el portal. Patrik sintió que se le helaba la sangre.

– ¿No habréis tocado nada, verdad?

– Pues claro que no, ¿qué coño te has creído? Acabo de hablar con la central de Uddevalla y me han dicho que enviarán a un equipo para que examine el lugar. También acabamos de hablar con Mellberg, así que me he figurado que venías porque él te había llamado.

– No, yo venía aquí por otro motivo; en realidad, venía a llevarme a Anders para someterlo a un nuevo interrogatorio.

– Pero me dijeron que tenía una coartada, ¿no?

– Sí, eso creíamos, pero se le fastidió. Así que íbamos a llevárnoslo otra vez.

– Pues vaya mierda, oye. ¿Tú qué coño crees que significa esto? Me refiero a que es prácticamente imposible que, de repente, tengamos dos asesinos en Fjällbacka, así que lo más probable es que haya sido asesinado por la misma persona que acabó con la vida de Alex Wijkner. ¿Tenéis más sospechosos, aparte de Anders?

Patrik se retorcía de rabia. En efecto, aquello echaba por tierra todo su planteamiento, pero él se resistía aún a concluir, como Lena, que Anders hubiese muerto a manos de la misma persona que mató a Alex. Desde luego que, desde el punto de vista estadístico, era casi una imposibilidad que no hubiesen conocido un solo caso de asesinato durante decenios y que ahora, de pronto, tuviesen a dos asesinos distintos andando sueltos por Fjällbacka, pero él no estaba dispuesto a excluir lo imposible.

– Bueno, vamos a subir, que le eche un vistazo mientras me cuentas lo que sabes. Por ejemplo, ¿cómo os llegó el aviso?

Lena echó a andar delante de él en dirección a la escalera.

– Pues, como te decía, fue Bengt Larsson, uno de los colegas de botella de Anders, quien lo encontró. Al parecer, vino esta mañana a su casa para empezar a beber con él desde bien temprano. Por lo general, ni siquiera llama a la puerta, sino que entra, simplemente. Y así lo hizo también esta mañana. Cuando entró en el apartamento, encontró a Anders colgado de una cuerda que estaba amarrada al gancho de la lámpara de la sala de estar.

– ¿Dio el aviso enseguida?

– Pues lo cierto es que no. Antes se sentó en el umbral del apartamento para ahogar sus penas en una botella de Explorer y no contó lo sucedido hasta que salió la vecina y le preguntó si se encontraba bien. De hecho, fue la vecina quien nos llamó. Bengt Larsson está demasiado borracho para ser interrogado, así que lo acabo de enviar a vuestro calabozo.

Patrik se preguntaba por qué Mellberg no lo habría llamado para informarlo de aquella actuación, pero se resignó y se dio por satisfecho al responderse que los caminos del comisario eran, por lo general, totalmente inescrutables.

Fue subiendo los peldaños de dos en dos y se adelantó a Lena. Ya en la segunda planta, encontraron la puerta abierta de par en par y el apartamento lleno de gente. Jenny estaba en la puerta de su casa con Max en brazos. Cuando Patrik se les acercó, el pequeño empezó a agitar entusiasmado las manos gordezuelas al tiempo que, a través de su sonrisa, le mostraba la hilera de pequeños dientes.

– ¿Qué ha pasado?

Jenny sujetó con más fuerza a Max, que hacía lo posible por liberarse de su brazo.

– Aún no lo sabemos. Anders Nilsson está muerto, y poco más sabemos, la verdad. ¿No has visto ni oído nada raro?

– No, no recuerdo nada especial. Lo primero que oí fue al vecino hablando con alguien en el rellano y, al cabo de un rato, acudieron los coches de policía y la ambulancia y mucho escándalo en la calle.

– Pero ¿nada en particular que te llamase la atención durante la noche o esta mañana temprano?

Patrik seguía intentando sonsacarle algo.

– Pues no, nada.

Pero lo dejó, por el momento.

– Bien, Jenny, gracias por tu ayuda.

Le dedicó a Max una sonrisa y le permitió que le cogiese el dedo índice, algo que a Max le resultó tremendamente divertido, pues el pequeño se echó a reír de modo que a punto estuvo de ahogarse. De mala gana, Patrik retiró el dedo y empezó a retroceder despacio en dirección al apartamento de Anders, sin dejar de despedirse de Max con la mano diciéndole adiós con media lengua infantil.

Lena lo aguardaba ante la puerta con una sonrisa burlona en los labios.

– ¿Te entran ganas, verdad?

Patrik notó con horror cómo se sonrojaba, lo que dio aún más alas a la sonrisa de Lena. Murmuró algo inaudible por toda respuesta mientras la seguía. La joven se dio la vuelta y le dijo por encima del hombro:

– Pues para que lo sepas, no tienes más que decírmelo. Yo estoy libre y soltera y el tictac de mi reloj biológico suena con tal estruendo que pronto no podré ni dormir por las noches.

Patrik sabía que Lena estaba bromeando, que ésas eran sus bromas insinuantes de siempre, pero no pudo por menos de sonrojarse aún más. Se abstuvo de responder y, cuando entraron en el apartamento, todo atisbo de sonrisa desapareció del rostro de ambos.

Alguien había cortado la cuerda de la que colgaba Anders, cuyo cuerpo yacía ahora sobre el suelo de la sala de estar. Sobre él colgaba aún el trozo de cuerda cortado a unos diez centímetros del gancho al que lo habían atado. El resto seguía alrededor del cuello de Anders, donde Patrik pudo ver la profunda hendidura que la cuerda había provocado en la enrojecida piel del fallecido. Lo que más le costaba ver era el color antinatural que solía adquirir el rostro de los muertos. El ahorcamiento producía un desagradable tono azul violáceo que le confería a la víctima un aspecto rarísimo. La gruesa lengua que apuntaba inflamada por entre los labios tambiénera un rasgo habitual de las personas que morían ahorcadas o ahogadas. Aunque su experiencia de víctimas de asesinato era, por así decirlo, bastante limitada, la policía se las veía cada año con su porción correspondiente de suicidios lo que, a lo largo de su carrera, lo había llevado a descolgar tres cadáveres.

No obstante, en cuanto echó un vistazo a la sala de estar, detectó que había algo en aquella escena que la distinguía claramente de los casos de suicidio por ahorcamiento que él había visto. No había nada a lo que el propio Anders se hubiese podido subir para meter la cabeza por la cuerda que colgaba del techo. En efecto, no había por allí ninguna silla, ninguna mesa. Anders habría estado flotando libremente en medio de la habitación como un macabro móvil humano.

Poco habituado a ver escenarios de asesinato, Patrik avanzaba cauto describiendo amplios círculos alrededor del cadáver. La víctima tenía los ojos abiertos con la mirada helada perdida en el vacío. Patrik no pudo evitar extender la mano para cerrárselos, antes de que llegase el forense. En realidad, ni siquiera deberían haber bajado el cuerpo; pero había algo en aquella mirada petrificada que le conmovía todos los nervios del cuerpo. Tenía la sensación de que los ojos sin vida de la víctima estuviesen siguiendo su recorrido por la habitación.

Se fijó en que ésta presentaba una desnudez insólita y en que los cuadros habían sido retirados de las paredes. Lo único que quedaba eran las grandes marcas dejadas por ellos en la deslucida pintura. Por lo demás, aquella estancia tenía el mismo aspecto de abandono que recordaba de la vez anterior, aunque entonces los cuadros le conferían cierta brillantez. Las pinturas le otorgaban al hogar de Anders un tono un tanto decadente en su combinación de suciedad y belleza. Ahora sólo quedaban la mugre y el deterioro.

Lena no dejaba de hablar por el móvil. Tras una conversación en la que Patrik sólo la oyó responder con monosílabos, la agente cerró de un golpe la tapa de su pequeño Ericsson antes de volverse hacia él:

– Nos mandarán refuerzos de la unidad forense para la inspección del lugar de los hechos. Salen ahora mismo de Gotemburgo. No debemos tocar nada, así que propongo que esperemos fuera, por si acaso.

Ambos salieron al rellano antes de que Lena cerrase la puerta con cuidado para después echar la llave que había encontrado puesta en la cerradura, en el lado interior. Ya ante el portal sintieron el frío acerado. Lena y Patrik movían los pies para calentarse.

– ¿Y dónde te has dejado a Janne?

Patrik preguntaba por el compañero de Lena, que debería haber acudido con ella en el mismo coche patrulla.

– Está de BAPHE.

– ¿BAPHE?

Patrik la miraba inquisitivo.

– BAja Por Hijo Enfermo. BAPHE. Gracias a tanto recorte presupuestario, no había nadie que pudiese sustituirlo en tan breve plazo, así que, cuando dieron el aviso, tuve que salir yo sola.

Patrik asintió con gesto ausente. Se sentía inclinado a darle la razón a Lena. No eran pocos los indicios de que buscaban a un solo asesino. Cierto que lo peor que un policía podía hacer era sacar conclusiones precipitadas, pero las probabilidades de dos asesinos en un pueblo tan pequeño eran prácticamente inexistentes. Si, además, se sumaba la circunstancia de la evidente conexión entre las dos víctimas, las probabilidades eran aún menores.

Sabían que el viaje desde Gotemburgo les llevaría a los colegas una hora y media, como mínimo, si no dos y, para aguantar el frío, se sentaron en el coche de Patrik y pusieron una emisora de música pop, en grato contraste con el motivo de la larga espera que tenían por delante. Una hora y cuarenta minutos más tarde, vieron llegar al aparcamiento dos coches de policía, y ambos agentes salieron a recibirlos.

– Por favor, Jan, ¿no podemos tener nuestra propia casa? He visto que venden una de las casas de Badholmen. Podríamos ir a verla, ¿no? Tiene unas vistas fantásticas y un cobertizo. ¡Anda, por favor!

El tono quejumbroso de Lisa incrementaba su irritación. Como casi siempre, últimamente. Sería mucho más agradable estar casado con ella si tuviese el sentido común necesario para cerrar el pico y estar mona. Pero, últimamente, ni siquiera sus grandes y firmes pechos ni su redondo trasero le habían hecho sentir que merecía la pena aguantarla. Cada vez se ponía más pesada y, en momentos como aquél, se arrepentía profundamente de haber cedido cuando insistió en lo de casarse.

Cuando le echó el ojo, Lisa trabajaba como camarera en el Röde Orm de Grebestad. Todos los colegas de su círculo empezaron a babear tan pronto como vieron su gran escote y sus largas piernas, de modo que él decidió en el acto que Lisa sería suya. Desde luego, él solía conseguir cuanto quería y Lisa no resultó una excepción. Él no tenía mal aspecto, aunque lo que resultaba decisivo era cuando se presentaba como Jan Lorentz. La sola mención de aquel apellido solía encender una chispa en los ojos de las mujeres; a partir de ahí, tenía el campo libre.

Al principio se obsesionó con el cuerpo de Lisa. Nunca se cansaba de ella y, con insuperable eficacia, logró hacer oídos sordos a las necias observaciones que la joven emitía constantemente con su voz chillona. Las miradas de envidia que observaba en otros hombres cuando él aparecía con Lisa del brazo también incrementaron la capacidad de atracción de la joven. Al principio, sus sugerencias de que debía convertirla en su legítima esposa caían siempre en saco roto y, a decir verdad, su necedad empezaba a minar el poder de sus atractivos; pero lo que resultó decisivo y convirtió en irresistible la idea de hacerla su esposa fue la inapelable oposición de Nelly. Ella detestaba a Lisa desde el día que la conoció y no perdía ocasión de dar a conocer su parecer. Su infantil deseo de rebelión lo había abocado a la situación actual y ahora no podía por menos que maldecir su estupidez.

Lisa hacía pucheros con la boca, tumbada boca abajo en la gran cama matrimonial. Estaba desnuda y hacía cuanto estaba a su alcance por parecer seductora, pero a él eso ya no le afectaba lo más mínimo. Sabía que ella esperaba una respuesta.

– Ya sabes que no podemos irnos de la casa de mi madre. No está bien y no puede vivir sola en una casa tan grande.

Le dio la espalda a Lisa y empezó a hacerse el nudo de la corbata ante el gran espejo del tocador de Lisa. Y, en el mismo espejo, vio que la joven fruncía el entrecejo con irritación, gesto que no la favorecía en absoluto.

– ¿Y no puede esa vieja urraca tener el sentido común de mudarse a una acogedora casita en lugar de ser una carga para su familia? ¿No comprende que tenemos derecho a nuestra propia vida privada? En cambio, tenemos que pasarnos los días cuidando a la vieja. ¿Y de qué le sirve guardar todo ese dinero? Apuesto lo que quieras a que disfruta viéndonos humillados y obligados a arrastrarnos por las migajas que ella deja caer de su mesa. ¿No se da cuenta de todo lo que haces por ella? Trabajando como un esclavo en esa empresa y haciéndole de canguro en tu tiempo libre. Esa bruja no es capaz ni de dejarnos las mejores habitaciones de la casa, como muestra de agradecimiento, sino que nos manda a vivir al sótano mientras ella se pasea por los salones.

Jan se dio la vuelta y miró a su esposa con frialdad.

– ¿No te he dicho ya que no hables así de mi madre?

– ¡Tu madre! -resopló Lisa-. No te habrás creído de verdad que ella te ve como a un hijo, ¿no Jan? Para ella nunca serás más que un caso de beneficencia. Si su amado Nils no hubiese desaparecido, te habrían echado tarde o temprano. Tú no eres más que una solución de emergencia, Jan. ¿Quién, si no, le haría de esclavo prácticamente gratis y a todas horas? Lo único que tienes es la promesa de que, cuando ella la palme, heredarás todo su dinero. Pero, para empezar, seguro que dura hasta los cien, por lo menos, y para continuar, seguro que ha hecho testamento dejando el dinero a un hogar para perros sin dueño mientras se ríe de nosotros a nuestras espaldas. A veces eres de un idiota, Jan.

Lisa rodó hasta quedar boca arriba y estudió la perfecta manicura de sus uñas. Jan dio un paso hacia la cama donde Lisa se encontraba y, con gran calma y frialdad, se acuclilló, le tomó un mechón del largo y rubio cabello que le colgaba por fuera del colchón y empezó a tirar despacio pero cada vez más fuerte, hasta que ella hizo un gesto de dolor. Con el rostro muy cerca del de ella, masculló en un susurro:

– ¡Nunca más! ¿Me oyes? Nunca más vuelvas a llamarme idiota. Y créeme, el dinero será mío un día. Lo único que puede cuestionarse es si tú estarás aquí el tiempo suficiente como para disfrutarlo.

Con gran satisfacción, vio un destello de temor en los ojos de Lisa. Casi podía ver cómo su estúpido cerebro, primitivo y taimado a un tiempo, procesaba la información y llegaba a la conclusión de que había llegado el momento de cambiar de táctica. Lisa se estiró en la cama, volvió a fingir un puchero y se cubrió los pechos con las palmas de las manos. Después, empezó a describir círculos con el índice alrededor de los pezones, muy despacio, hasta que se endurecieron y, con voz seductora, le dijo:

– Perdóname, Jan, no ha estado bien. Pero ya sabes cómo soy. A veces hablo sin pensar. ¿Puedo compensarte de algún modo?

Jan sintió que, sin mediación de su voluntad, su cuerpo empezaba a reaccionar y decidió que Lisa bien podía servirle para algo, después de todo. Así que volvió a desanudarse la corbata.

Mellberg se rascaba reflexivo la entrepierna sin percatarse de la expresión de repugnancia que dicho gesto provocaba en el rostro de quienes tenía congregados a su alrededor. En honor al gran día, se había puesto un traje que, no obstante, le quedaba algo estrecho, aunque él lo atribuía a que alguien se habría equivocado en la tintorería y lo habría lavado a demasiada temperatura. Él no necesitaba pesarse para tener la certeza de que no había engordado un solo gramo desde sus años de joven recluta, por lo que consideraba que la compra de un traje nuevo era malgastar el dinero. La calidad era eterna. No estaba en su mano impedir que los imbéciles de la tintorería no supiesen hacer su trabajo.

Se aclaró la garganta para atraer la atención de todos los asistentes. La charla y el ruido de las sillas cesaron al punto y todas las miradas se concentraron en Mellberg, que estaba sentado ante su escritorio. Las sillas que ocupaban los congregados habían tenido que traerlas de otros lugares de la comisaría y las habían colocado en semicírculo frente a la suya. Mellberg paseó por la sala una mirada solemne en completo silencio. En efecto, aquel era un instante que pensaba disfrutar lo máximo posible. Con el ceño fruncido, observó que Patrik presentaba un aspecto deplorable. Cierto que el personal podía hacer lo que gustase en su tiempo libre, pero teniendo en cuenta que estaban a mediados de semana, no era mucho pedir que se observase cierta mesura en lo que al trasnochar y al consumo de alcohol tocaba. Mellberg inhibió con eficacia el recuerdo del cuarto de litro que, la noche anterior, se había deslizado por su propia garganta. Y anotó mentalmente que debía mantener con el joven Patrik una charla sobre la política de la comisaría en relación con el alcohol.

– Como todos sabéis a estas alturas, se ha producido un segundo asesinato en Fjällbacka. La probabilidad de que haya dos asesinos es mínima, de lo que creo que podemos deducir que la persona que mató a Alexandra Wijkner es la misma que mató a Anders Nilsson.

Disfrutaba con el sonido de su propia voz y con el ansia y el interés que veía en los rostros de los presentes. Aquél era, sin duda, su elemento. Había nacido para hacer aquello, precisamente.

Mellberg continuó:

– Anders Nilsson fue hallado esta mañana por Bengt Larsson, uno de sus compañeros de borracheras. Había sido ahorcado y, según un resultado preliminar de Gotemburgo, llevaba colgado desde ayer, como mínimo. Mientras no contemos con datos más concretos, ésta es la hipótesis a partir de la cual vamos a trabajar.

Le gustaba la sensación que le producía en la lengua el pronunciar la palabra hipótesis. El auditorio que tenía ante sí no era especialmente numeroso, pero en su mente eran muchos más y no cabía la menor duda de su grado de interés. Y lo único que todos esperaban eran sus palabras y sus órdenes. Satisfecho, miró a su alrededor. Annika escribía atenta en un ordenador portátil con las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz. Sus formas femeninas, bien dispuestas, iban revestidas de una chaqueta amarilla, que le sentaba de mil amores, con la falda apropiada, y Mellberg le guiñó un ojo. Sin excederse. Más le valía no consentirla demasiado. A su lado estaba Patrik, que parecía ir a derrumbarse de un momento a otro. Le pesaban los ojos, rojos de agotamiento. Desde luego que tenía que tener unas palabras con él tan pronto como se presentase la ocasión. Después de todo uno debía de poder exigir cierto estilo a sus empleados.

Aparte de Patrik y de Annika, había otros tres empleados en la comisaría de Tanumshede. Gösta Flygare era el más antiguo y dedicaba todos sus esfuerzos a hacer el mínimo indispensable hasta el día de su jubilación, para la que no le faltaban más que un par de años. Después, podría dedicarse en cuerpo y alma a su gran pasión: el golf. Había empezado a jugar hacía diez años, cuando su esposa murió de cáncer y, de repente, los fines de semana se le hacían eternos y vacíos. El deporte no tardó en convertirse en una especie de sustancia tóxica y ahora veía su trabajo, por el que, dicho sea de paso, nunca había mostrado demasiado interés, como un obstáculo que le impedía pasar el tiempo en el campo de golf.

Pese a lo escuálido del sueldo, se las había arreglado para ahorrar el dinero suficiente para comprarse un apartamento en la Costa del Sol española y, dentro de poco, podría dedicar los meses de verano a jugar al golf en Suecia, mientras que pasaría el resto del año en los campos de golf de España. Aunque tenía que admitir que aquellos asesinatos habían conseguido despertar en él cierto interés, por primera vez en muchos años. Sin embargo, no en el grado suficiente como para no haber preferido una ronda de dieciocho hoyos, si la estación lo hubiese permitido.

A su lado se encontraba el miembro más joven de la comisaría. Martin Molin despertaba diversos grados de sentimientos paternales en todos ellos, y unos y otros colaboraban para actuar como muletas invisibles y facilitarle el trabajo. Aunque todos procuraban que él no lo notase. Simplemente, le asignaban tareas dignas de un niño y se turnaban para revisar y corregir los informes que escribía antes de que llegasen a manos de Mellberg.

El joven agente había salido de la Escuela Superior de Policía no hacía más de un año, lo que provocaba gran desconcierto, en primer lugar, porque nadie se explicaba cómo había conseguido superar las duras pruebas de ingreso y, en segundo lugar, cómo había logrado también cursar todos los años y obtener el título. Pero Martin era amable y tenía buen corazón y, pese a su ingenuidad, por la que no era apto en absoluto para la profesión de policía, todos pensaban que, en cualquier caso, no podría causar mayor perjuicio allí, en Tanumshede, así que le ayudaban de buen grado a superar todos los obstáculos. Sobre todo Annika le tenía un afecto especial que, para regocijo general, demostraba de vez en cuando acogiéndolo en un cálido abrazo espontáneo y apretándolo contra su generoso pecho.

Su cabello, siempre alborotado y de un rojo tan intenso como el de sus pecas podía, en esas ocasiones, compararse con el color de sus mejillas. Pero Martin adoraba a Annika y había pasado con ella y su marido muchas tardes, en las épocas en que necesitaba consejo por estar enamorado sin ser correspondido. Lo cual le sucedía siempre. Su ingenuidad y su bondad parecían convertirlo en un imán irresistible para mujeres que devoraban hombres para desayunar y después escupían los restos. Pero Annika siempre estaba allí para escucharlo, para reconstruir su confianza en sí mismo y lanzarlo de nuevo al mundo, con la esperanza de que, un día, encontrase a una mujer que supiese apreciar el tesoro que se escondía bajo aquella pecosa apariencia.

El último componente del grupo era también el menos querido por todos. Ernst Lundgren era un lameculos de magnitud inconmensurable, que jamás perdía la ocasión de destacar, preferentemente a costa de los demás. A nadie le sorprendía que siguiese soltero. Cualquier cosa menos atractivo y, aunque hombres más feos que él encontraban pareja gracias a una personalidad agradable, Ernst carecía tanto de lo uno como de lo otro. De ahí que aún viviese con su anciana madre en una granja situada a diez kilómetros de Tanumshede. Según los rumores, su madre le había echado una mano a su padre, célebre en la región por su agresividad y su afición al alcohol, cuando el hombre cayó del pajar para aterrizar en una horca. Pero de eso hacía ya muchos años y el rumor solía salir a la luz cuando la gente no tenía nada más interesante que contar. Cierto era, en cualquier caso, que su madre era la única persona que podía amar a Ernst, con aquellos dientes prominentes, el cabello estropajoso y sus enormes orejas, todo ello acompañado de su humor colérico y su egocentrismo. En aquella reunión, Ernst tenía la vista pendiente de los labios de Mellberg, como si sus palabras fuesen perlas, sin perder la menor ocasión de, irritado, mandar callar a los demás si osaban hacer el menor ruido que distrajese la atención de la intervención del comisario. De repente, alzó la mano, ansioso, como un colegial dispuesto a hacer una pregunta.

– ¿Cómo sabemos que no fue el borracho quien lo asesinó y después fingió encontrarlo esta mañana?

Mellberg asintió satisfecho ante la observación de Ernst Lundgren.

– Buena pregunta, Ernst, muy buena. Pero, como ya he dicho, partimos de la base de que es la misma persona que mató a Alex Wijkner. Aun así, comprueba la coartada de Bengt Larsson.

Mellberg señaló a Ernst Lundgren con el bolígrafo mientras paseaba la mirada por los rostros de los demás.

– Ésa es la actitud que necesitamos, la de un vivo razonar, si queremos resolver este caso. Espero que escuchéis y aprendáis de Ernst. Aún os falta mucho para alcanzar su nivel.

Ernst bajó la vista abrumado, pero tan pronto como Mellberg desvió la atención a otro lado, no pudo resistir la tentación de dedicar a sus colegas una mirada de triunfo. Annika resopló bien alto y clavó en él la vista sin pestañear siquiera, en respuesta a la expresión iracunda que Ernst le lanzó.

– ¿Por dónde iba?

Mellberg enganchó los pulgares de los tirantes que llevaba bajo la chaqueta e hizo girar la silla hasta quedar mirando la pizarra que habían colgado en la pared, a su espalda, y en la que se exponían los datos relativos al caso Alex Wijkner. Ahora había al lado otra pizarra similar, aunque ésta no contenía más que la instantánea que le habían tomado a Anders antes de que el personal de la ambulancia cortase la cuerda y bajase su cadáver.

– Bien, ¿qué es lo que tenemos hasta el momento? Anders Nilsson fue hallado esta mañana y, según un informe preliminar, llevaba muerto desde ayer. Lo colgó una persona desconocida, o quizá varias, probablemente, pues se necesita bastante fuerza para levantar el cuerpo de un hombre con el fin de colgarlo del techo. Lo que no sabemos es cómo procedieron. No hay huellas de forcejeo, ni en el apartamento ni en el cuerpo de Anders. Ni moratones que indiquen que lo hayan golpeado antes ni después del momento de la muerte. Estos no son, como ya he dicho, más que datos preliminares, pero se verán confirmados cuando le hayan practicado la autopsia.

Patrik movió el lápiz pidiendo la palabra.

– ¿Cuándo se calcula que conoceremos los resultados de la autopsia?

– Al parecer, tienen un montón de cadáveres esperando, así que no he conseguido que me digan cuándo lo tendrán listo.

Nadie parecía sorprendido.

– Además, sabemos que existe una clara conexión entre Anders Nilsson y nuestra primera víctima de asesinato, Alexandra Wijkner. Mellberg se había puesto de pie y señalaba la fotografía de Alexandra, que estaba en el centro de la primera pizarra. Era una instantánea que les había facilitado su madre y todos pensaron, una vez más, en lo hermosa que había sido en vida. Y aquella fotografía hacía de la contigua, la que representaba a Alex en la bañera, con el rostro azulado y pálido y con el cabello y las pestañas helados, una visión más horrenda aún.

– Esta pareja increíblemente desigual mantenía una relación sexual, según el propio Anders admitió y a la luz de ciertas pruebas que, como sabéis, obran en nuestro poder y que corroboran tal afirmación. Lo que no sabemos es cuánto tiempo duró, cómo se conocieron y, ante todo, cómo fue posible que una mujer rica y hermosa eligiese a un compañero de cama tan sorprendente como ese sucio borracho sin clase ninguna. Ahí me huelo yo que se oculta algo.

Mellberg se golpeó un par de veces el lateral de su voluminosa nariz plagada de rojos capilares.

– Martin, tú te encargarás de investigar más a fondo ese asunto. Ante todo, debes arremeter contra Henrik Wijkner con más dureza de la que hemos empleado hasta ahora. Ese muchacho sabe más de lo que nos ha dicho. Recuerda mis palabras.

Martin asintió ansioso anotando en su bloc como si le fuese la vida en ello. Annika le lanzó una mirada tierna y maternal por encima de sus gafas de lectura.

– Por desgracia, esto nos lleva a la casilla número uno en lo que a sospechosos del asesinato de Alex se refiere. Anders parecía prometer para ese papel y, bueno, ahora la situación es distinta. Patrik, tú revisarás de nuevo todo el material que tenemos sobre el caso Wijkner. Comprueba y verifica todos los detalles. En alguna parte debe de estar la pista que se nos ha escapado.

Mellberg había oído aquella frase en una serie policiaca de televisión y la había memorizado para usos futuros.

Gösta era el único que no tenía asignado ningún cometido de trabajo, de modo que Mellberg miró la pizarra y se tomó unos minutos para reflexionar.

– Gösta, tú hablarás con la familia de Alex Wijkner. Puede que sepan algo que no nos han contado. Pregúntales por amigos y enemigos, por su infancia, su personalidad, todo, cualquier cosa. Habla con los padres y con la hermana, pero procura hacerlo por separado. La experiencia me dice que así se le saca más a la gente. Ponte de acuerdo con Molin, que es el que hablará con el marido.

Gösta se hundió bajo el peso de la carga de un cometido concreto y suspiró con resignación. No porque aquello fuese a quitarle tiempo para jugar al golf, ya que estaban en pleno invierno, pero durante los últimos años había perdido la costumbre de tener que cumplir ningún objetivo laboral real. Había perfeccionado el arte de parecer ocupado mientras hacía solitarios en el ordenador para matar el tiempo. La carga que suponía tener que mostrar unos resultados concretos doblegaba sus hombros. Se acabó la paz. Lo más probable era que ni siquiera les pagasen las horas extra. Se daría por satisfecho con que le compensasen el gasto de gasolina de los viajes de ida y vuelta de Gotemburgo.

Mellberg dio una palmada antes de apremiarlos a que pusiesen manos a la obra.

– Venga, poneos en marcha. No podemos quedarnos sentados si queremos resolver esto. Doy por hecho que trabajaréis más que nunca y, por lo que se refiere al tiempo libre, ya podréis dedicaros a él cuando hayamos resuelto el caso. Hasta entonces, yo seré el amo de vuestras horas y dispondré de ellas como quiera. Vamos.

Puede que alguien tuviese algo en contra de que lo echasen de allí como a un niño perezoso, pero nadie dijo una palabra al respecto. Al contrario, todos se levantaron y tomaron las sillas que habían ocupado hasta el momento en una mano y el bloc y el bolígrafo en la otra. Tan sólo Ernst Lundgren se quedó rezagado. Pero, en contra de lo habitual, Mellberg no estaba receptivo a las lisonjas y lo despachó también a él.

Había sido un día enriquecedor. Claro que el que su principal candidato como sospechoso del asesinato de Wijkner resultase un callejón sin salida suponía un borrón en su hoja de servicios, pero el hecho de que uno más uno diese como resultado mucho más de dos lo compensaba con creces. Un asesinato era un suceso, dos asesinatos eran una noticia sensacional para un distrito tan pequeño. Si, hasta el momento, estaba seguro de obtener un billete de ida al centro de los sucesos tan pronto como hubiese resuelto el caso Wijkner, ahora tenía le certeza más absoluta de que, ante una perfecta resolución global de los asesinatos, le rogarían y suplicarían que volviese. Con tan halagüeñas perspectivas de futuro a su alcance, Bertil Mellberg se retrepó en la silla, extendió el brazo como solía hacia el tercer cajón, sacó una chocolatina y se la metió entera en la boca. Luego, con las manos cruzadas apoyadas en la nuca, cerró los ojos y decidió que se había ganado un sueñecito. Después de todo, ya era casi la hora del almuerzo.

Había intentado dormir un par de horas, desde que se fue Patrik. Pero le costaba conciliar el sueño. El torbellino de sentimientos que luchaban por prevalecer en su pecho la obligaba a revolverse en la cama con una sonrisa pertinaz que le hacía estirar la comisura de los labios. Debería ser delito sentirse así de feliz. La sensación de bienestar era tan intensa que no sabía qué hacer consigo misma. Se tumbó de lado, con la mejilla derecha apoyada en las manos.

Todo le parecía estupendo. El asesinato de Alex, el libro que su editor esperaba impaciente y al que no conseguía imprimirle ritmo, el dolor por la muerte de sus padres y, cómo no, por la venta de su casa de la infancia, todo le parecía ahora más fácil de sobrellevar. No porque los problemas hubiesen desaparecido, sino porque por primera vez tenía el convencimiento de que su mundo no estaba a punto de desbordarse y de que podía enfrentarse a cualquier dificultad que se le presentase en el camino.

Y pensar que un solo día, veinticuatro simples horas, pudiese marcar tal diferencia. Ayer, a la misma hora, se despertó con el pecho encogido. Despertó a una soledad que no se veía capaz de ignorar. Ahora, en cambio, casi podía sentir físicamente las caricias de Patrik sobre su piel. Físicamente no era, en realidad, la palabra más precisa, o más bien era una palabra demasiado limitada.

Todo su ser sentía que el estado de pareja había venido a sustituir a su soledad y que el silencio del dormitorio, que antes se le antojaba amenazador e infinito, era ahora indicio de sosiego. Por supuesto que ya lo echaba de menos, pero la tranquilizaba la certeza de que, donde quiera que él estuviese, la tenía en su pensamiento.

Erica se imaginó con un cepillo de barrer mental con el que retiraba las antiguas telarañas de los rincones y el polvo que se había acumulado sobre su razón. Pero la nueva clarividencia también la hacía reparar en la imposibilidad de rehuir aquello a lo que llevaba días dándole vueltas.

Desde que la verdad sobre quién era el padre del hijo que Alex esperaba se le evidenció como un mensaje a fuego grabado en el cielo, había temido el enfrentamiento a que aquello la conduciría. Y seguía sin verse muy animada, pero la renovada energía que la invadía la capacitaba para abordar el problema en lugar de postergarlo, como había hecho hasta el momento. Sabía lo que tenía que hacer.

Se quedó un buen rato bajo la ducha de agua hirviente. Todo parecía ofrecerle un nuevo comienzo aquella mañana y deseaba emprenderlo con limpieza. Después de la ducha le echó un vistazo al termómetro, se abrigó bien y elevó una plegaria para que el coche arrancase, pese al frío. Y así fue, al primer intento.

Mientras conducía, Erica fue pensando cómo sacaría el tema en la conversación. Practicó un par de introducciones, a cual más patética, y al final resolvió que lo mejor sería improvisar. No tenía ninguna prueba contundente, pero el nudo en el estómago le decía que estaba en lo cierto. Por una fracción de segundo se planteó llamar a Patrik para contarle sus sospechas, pero enseguida desechó la idea, convencida de que debía comprobarlo antes ella misma. Había demasiadas cosas en juego.

El camino hasta su destino no era largo, pero a ella se le hizo eterno. Cuando por fin entró en el aparcamiento que había al pie del hotel Badhotellet, vio que Dan la saludaba sonriente desde el barco. Tal y como suponía, allí estaba. Erica le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Cerró el coche y, con las manos en los bolsillos de su anorak marrón claro, fue descendiendo hasta el barco de Dan. Hacía un día brumoso y gris, pero el aire era fresco, así que respiró hondo un par de veces para disipar las últimas nubes que, en su cabeza, había originado el abundante vino del día anterior.

– Hola, Erica.

– Hola.

Dan siguió trabajando en su barco, aunque parecía contento de tener compañía. Erica miró algo nerviosa a su alrededor, por si veía a Pernilla, pues aún le preocupaba el modo en que la esposa de Dan la había mirado la última vez. Aunque, a la luz de la verdad, ahora la comprendía mucho mejor.

Por primera vez, Erica se dio cuenta de lo hermoso que era el viejo pesquero. Dan lo había heredado de su padre y lo había cuidado con mucho cariño. Llevaba la pesca en la sangre y lo apesadumbraba que ya no se pudiese vivir de ella. Cierto que le gustaba su papel de maestro en la escuela de Tanum, pero la pesca era su verdadera vocación. Siempre tenía a punto una sonrisa cuando trajinaba en el barco. No le importaba trabajar duro y combatía el frío del invierno con la ropa adecuada. Se echó al hombro un pesado rollo de cuerda antes de volverse hacia Erica:

– ¿Qué pasa hoy? ¿Cómo es que vienes sin comida? ¿No habrás pensado convertirlo en una costumbre?

Un mechón de su rubio flequillo asomaba por el gorro de lana mientras grande y fuerte, como una columna de piedra maciza, miraba a Erica. Emanaba fuerza y alegría y a ella le dolió pensar que estaba a punto de quebrar su contento. Pero sabía que, si no lo hacía ella, lo haría otra persona. En el peor de los casos, la policía. E intentó convencerse de que, en realidad, aunque estaba a punto de acceder a una zona gris de sentimientos, le haría un favor. La razón principal era que ella quería saber la verdad. Necesitaba saberla.

Dan llevó el rollo de cuerda hasta la proa, lo dejó en la cubierta y volvió junto a Erica, que estaba en la popa apoyada en la falca del barco.

Erica tenía la mirada perdida en el horizonte.

«Compré mi amor por dinero, no tenía otra opción.»

Dan sonrió y completó la estrofa:

«Canta dulcemente, violin mío, canta, pese a todo, al amor.»

Erica no sonreía.

– ¿Sigue siendo Fröding tu poeta favorito?

– Siempre lo ha sido y siempre lo será. Los alumnos me dicen que están hartos de Fröding, pero yo opino que es imposible hartarse de sus poemas.

– Sí, yo aún conservo la antología que me regalaste cuando salíamos juntos.

Ahora Dan estaba de espaldas, pues había ido a cambiar de sitio unas banastas de redes que estaban en la falca opuesta. Ella siguió imperturbable.

– ¿Sueles regalar un ejemplar como ese a tus novias?

Dan interrumpió súbitamente su quehacer y se volvió hacia Erica con expresión de desconcierto.

– ¿A qué te refieres? Te lo regalé a ti y, bueno, también se lo regalé a Pernilla, aunque dudo mucho que se haya molestado en leerlo nunca.

Erica vio que se ponía nervioso, pero, decidida, se aferró con las manos enguantadas a la falca sobre la que apoyaba la espalda y lo miró fijamente a los ojos.

– ¿Y a Alex? ¿Le diste uno a ella también?

El rostro de Dan adquirió el color de la nieve que cubría el hielo a su espalda, pero Erica creyó atisbar también una expresión de alivio que desapareció enseguida.

– ¿Qué dices? ¿Alex?

Aún no parecía preparado para capitular.

– La última vez que nos vimos te conté que había estado en casa de Alex una noche de la semana pasada. Lo que no te conté fue que alguien entró mientras yo estaba allí. Alguien que subió derecho a recoger algo del dormitorio. Al principio no caía en lo que era, pero cuando comprobé en el teléfono cuál había sido el último número marcado por Alex y vi que era el de tu móvil supe enseguida qué faltaba en la habitación. Y es que yo tengo una antología idéntica en mi casa.

Dan guardaba silencio, de modo que Erica continuó:

– No fue nada difícil imaginar por qué nadie iba a tomarse la molestia de entrar en casa de Alex sólo para robar algo tan insignificante como una antología poética. Seguro que tenía escrita una dedicatoria, ¿verdad? Y esa dedicatoria señalaría directamente al amante de Alex.

– «Con todo mi amor, te entrego aquí mi pasión. Dan.»

Dan repitió aquellas palabras con la voz preñada de sentimiento. Ahora era su mirada la que se perdía en el horizonte. Se sentó súbitamente sobre una banasta que había en la cubierta y se quitó de un tirón el gorro de lana. Tenía el cabello indómito y revuelto y se pasó la mano para aplacarlo. Después, miró a Erica cara a cara.

– No podía dejar que se supiese. Nuestra relación era una locura. Una locura intensa y destructiva. Nada que pudiésemos dar a conocer para que colisionase con nuestras vidas reales. Ambos sabíamos que aquello debía terminar.

– ¿Teníais pensado veros el viernes que murió?

El rostro de Dan se tensó al recordarlo. Desde que Alex murió, debió de pensar mil veces en lo que habría ocurrido si él hubiese acudido a la cita. Quizá ella seguiría viva.

– Sí, íbamos a vernos la tarde del viernes. Pernilla iba a Munkedal con los niños, a visitar a su hermana. Yo me inventé una excusa, dije que no me sentía muy animado y que prefería quedarme en casa.

– Pero Pernilla no se fue, ¿verdad?

Tras un largo silencio, respondió:

– Sí. Sí que se fue, pero yo me quedé en casa. Apagué el móvil, pues sabía que no se atrevería a llamar al fijo. Me quedé en casa por cobardía. Sabía que no sería capaz de mirarla a los ojos y decirle que lo nuestro había terminado. Aunque estaba convencido de que ella también lo comprendía, que debía terminar tarde o temprano, no me atreví a ser quien diese el primer paso. Pensé que si me iba apartando poco a poco, ella terminaría por aburrirse y rompería conmigo. Muy masculino, ¿a que sí?

Erica sabía que aún le quedaba lo más duro, pero tenía que seguir adelante. Era mejor que lo supiese por ella.

– Ya, bueno, es sólo que ella no comprendía en absoluto que lo vuestro tenía que acabarse. Ella pensaba que juntos teníais futuro. Un futuro en el que tú dejabas a tu familia y ella dejaba a Henrik y los dos vivíais felices el resto de vuestras vidas.

Dan parecía hundirse con cada palabra; y aún faltaba lo peor.

– Dan, estaba embarazada. De ti. Lo más probable es que planease contártelo aquella noche del viernes. Había preparado una cena exquisita y había puesto a enfriar una botella de champán.

Dan no era capaz de mirarla a la cara. Intentaba fijar la vista en algún punto exterior, remoto, pero las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y todo se turbó en una neblina. El llanto manaba desde muy hondo y las lágrimas discurrían ya abundantes por sus mejillas. Y siguió creciendo hasta convertirse en un llanto convulso que lo obligaba a secarse la nariz con los guantes. Finalmente se rindió, abandonó su intento de limpiarse el llanto y ocultó la cabeza entre las dos manos.

Erica se acuclilló a su lado y le pasó el brazo por el hombro para consolarlo. Pero Dan apartó su brazo y ella comprendió que tenía que salir por sí mismo del infierno en el que ahora se encontraba. Así, de brazos cruzados, aguardó hasta que las lágrimas empezaron a caer más despacio y ya no parecía que le faltase el aire.

– ¿Cómo sabes que estaba embarazada?

Hablaba entrecortadamente.

– Yo estaba con Birgit y Henrik en la comisaría cuando lo contaron.

– ¿Saben que no era el hijo de Henrik?

– Bueno, al parecer, Henrik sí lo sabe. Pero Birgit no. Ella cree que era hijo suyo.

Dan asintió. Parecía consolarlo la idea de que los padres de Alex no lo supiesen.

– ¿Cómo os conocisteis?

Erica quería apartar sus pensamientos de su hijo muerto, aunque no fuese más que por un instante, para darle un respiro.

Dan sonrió con amargura.

– Un clásico. ¿Dónde se conoce la gente de nuestra edad en Fjällbacka? En el Galären, claro. Nos vimos cada uno desde un extremo del local y fue una revelación. Jamás había sentido una atracción semejante por otra mujer.

Erica experimentó una leve, muy leve punzada de celos al oír aquellas palabras. Dan prosiguió:

– Entonces no pasó nada, pero un par de fines de semana después ella me llamó al móvil. Fui a su casa. Y, luego, todo vino rodado. Robaba momentos que poder compartir con ella cuando Pernilla se iba a algún sitio. Pocas tardes y menos noches, en otras palabras, por lo general nos veíamos de día.

– ¿No temías que os viesen los vecinos cuando ibas a su casa? Ya sabes la rapidez con que se difunden aquí las noticias.

– Sí, claro que pensé en ello. Solía saltar la valla por la parte posterior y luego entraba por la puerta del sótano. Si quieres que te sea sincero, eso constituía una parte importante de la excitación. El peligro, el riesgo.

– Pero ¿no sabías lo mucho que te jugabas?

Dan le daba vueltas al gorro entre las manos mirando obstinado la cubierta del barco mientras hablaba.

– Claro que sí. En un sentido. Pero en el otro, me sentía invulnerable. Ya sabes, eso les pasa a los demás, jamás a uno mismo. ¿No es así?

– ¿Lo sabe Pernilla?

– No. Al menos, no oficialmente. Pero creo que tiene sus sospechas. Ya viste su reacción el día que nos vio aquí juntos. Y así lleva ya varios meses, celosa, vigilante. Creo que intuye que hay algo.

– Comprenderás que debes contárselo.

Dan negó vehemente con la cabeza y las lágrimas volvieron a inundar sus ojos.

– Es imposible, Erica. No puedo. Hasta mi historia con Alex, no comprendí cuánto significa Pernilla para mí. Alex representaba la pasión, pero Pernilla y las niñas son mi vida. ¡No puedo!

Erica se inclinó y le tomó la mano. Y le habló con voz sosegada y clara, sin dejar traslucir la indignación que sentía en su interior.

– Dan, tienes que hacerlo. La policía debe saberlo y tienes la oportunidad de hacer que Pernilla se entere a través de ti y según tu versión. Tarde o temprano, la policía lo averiguará y entonces no tendrás ocasión de explicárselo a Pernilla a tu manera. Entonces no podrás elegir. Además, acabas de decirme que lo más probable es que ella lo sepa o, al menos, lo sospeche. Puede incluso que resulte una liberación para los dos poder hablar de ello. Un modo de airear el ambiente.

Vio que Dan la escuchaba y prestaba atención a lo que le decía; y, al tocarlo, notó que él temblaba.

– Pero ¿y si me deja? Y si se lleva a las niñas y me deja, Erica, ¿qué voy a hacer entonces? Sin ellas no soy nada.

Una vocecita intransigente le susurraba a Erica en su interior que Dan debería haber pensado en ello antes; sin embargo, otras voces más vigorosas la acallaban diciendo que el tiempo de los reproches había quedado atrás. Que había cosas más importantes que hacer. Se inclinó, lo abrazó y le pasó la mano por la espalda para consolarlo. El llanto volvió con renovada fuerza para luego ir extinguiéndose poco a poco. Cuando Dan se liberó de su abrazo y se enjugó las lágrimas, lo vio resuelto a no dilatar lo inevitable.

Mientras se alejaba del muelle en el coche, lo vio por el espejo retrovisor: estaba de pie, inmóvil, sobre la cubierta de su querido barco, con la mirada en el horizonte. Erica deseaba con todas sus fuerzas que hallase las palabras adecuadas. No iba a ser fácil.

El bostezo parecía haber surgido de los dedos de los pies antes de atravesarle todo el cuerpo. Jamás había estado tan cansado en toda su vida. Ni tampoco tan feliz.

Le costaba concentrarse en los abultados montones de papeles que se alzaban ante él. Un asesinato generaba cantidades ingentes de documentos y su trabajo consistía ahora en revisarlos detalladamente con el fin de encontrar la pieza, pequeña pero vital, que podía hacer que avanzase la investigación. Se frotó los ojos con los dedos índice y pulgar y respiró hondo para reunir las fuerzas necesarias para ejecutar su tarea.

Cada diez minutos tenía que levantarse de la silla para estirarse, ir por un café o dar cuatro saltos, cualquier cosa para mantenerse despierto y concentrado un poco más. En varias ocasiones su mano, como movida por voluntad propia, se había desplazado hacia el teléfono para llamar a Erica, pero logró contenerla. Si ella estaba tan cansada como él, estaría aún durmiendo. Y esperaba que así fuese. En efecto, si se le permitía, pensaba mantenerla despierta tanto como fuese posible también aquella noche.

Una de las pilas de papeles que más había crecido desde la última vez que los revisó era la que contenía información sobre la familia Lorentz. Era evidente que Annika, con su habitual celo, había seguido rebuscando viejos artículos y noticias, cualquier texto en el que se los mencionase, y los había ido colocando ordenadamente sobre su escritorio. Patrik se puso a trabajar metódicamente y refrescó su memoria dándole la vuelta al montón, de modo que leyó en primer lugar los artículos que ya había leído antes. Dos horas más tarde, seguía sin encontrar nada que activase su imaginación. Aún tenía la intensa certidumbre de que había algo que se le escapaba, que parecía burlar su atención.

El primer dato de verdadero interés apareció bastante avanzada la lectura del montón. Annika había incluido una noticia sobre un caso de incendio en Bullaren, a unos cincuenta kilómetros de Fjällbacka. La noticia tenía fecha de 1975 y le habían dedicado casi una página entera en el Bohuslänningen. La casa había quedado reducida a cenizas la noche del 6 al 7 de julio de 1975, a consecuencia de una explosión. Una vez extinguido el fuego, poco más que cenizas quedaron de ella, pero también los restos de dos cuerpos humanos que resultaron pertenecer a Stig y Elisabeth Norin, los propietarios. Como por un milagro, su hijo de diez años salió ileso del incendio, pues lo encontraron en uno de los cobertizos. El suceso se produjo, según el Bohuslänningen, en circunstancias sospechosas, y la policía consideró que el incendio había sido provocado.

El artículo iba adjunto a una carpeta en la que Patrik encontró una copia de la investigación policial. Aún estaba desconcertado, pues no veía la relación que la noticia podía guardar con la familia Lorentz. Hasta que abrió la carpeta y vio el nombre del hijo de los Norin. El pequeño de diez años se llamaba Jan y la carpeta incluía un informe del ministerio de Asuntos Sociales en donde se mencionaba la adopción por parte de los Lorentz. Patrik lanzó un silbido. Aún no veía clara la conexión con la muerte de Alex, y con la de Anders, por si fuera poco, pero algo empezaba a tomar forma en el extrarradio de su conciencia. Sombras que desaparecían y se apartaban tan pronto como él intentaba concentrar su razón en ellas, pero que le indicaban que iba tras la pista correcta. Hizo una anotación en su bloc antes de continuar con la penosa revisión del material que tenía ante sí.

El bloc de notas fue llenándose poco a poco. Su caligrafía era tan deforme que Karin siempre bromeaba diciendo que debería haber sido médico en lugar de policía, pero él entendía lo que había escrito y eso era lo importante. Entre las notas aparecían algunos puntos de tareas pendientes, pero la parte dominante eran las preguntas que aquellos datos iban generando y que él marcaba con grandes signos de interrogación. ¿A quién esperaba Alex para cenar? ¿Quién era el hombre con el que se veía en secreto y cuyo hijo esperaba? ¿Sería Anders, pese a que él mismo lo negó? ¿O habría otra persona más involucrada a la que aún no habían conseguido ponerle nombre? ¿Cómo era posible que una mujer como Alex, guapa, con clase y dinero, tuviese una aventura con alguien como Anders? ¿Por qué guardaba Alex en un cajón un artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz?

La lista de interrogantes crecía sin parar. Patrik iba ya por el tercer folio cuando empezó con las cuestiones relacionadas con la muerte de Anders. El montón de documentos con información sobre esa muerte era, por ahora, mucho más reducido. Desde luego que llegaría el momento en que también ese montón creciera, pero por ahora sólo había unos diez folios entre los que se contaban los hallados en el registro de la casa de Anders. El principal interrogante se refería al modo en que murió. Patrik subrayó en negro la pregunta varias veces, con fuerza, para desahogar su irritación. ¿Cómo pudo izar el asesino, o los asesinos, el cuerpo de Anders hasta el techo? La autopsia les daría más respuestas, pero por lo que Patrik pudo ver en el lugar de los hechos, no había marcas de violencia, tal y como Mellberg había señalado en su exposición de aquella mañana. Un cuerpo sin vida resulta extremadamente pesado y el de Anders habían tenido que levantarlo un buen tramo para poder atar la cuerda al gancho del techo.

De modo que casi se inclinaba por pensar que, por una vez en la vida, Mellberg tenía razón y que, de hecho, debieron de ser varias personas las que lo hicieron. Aunque aquello no le encajaba en el caso del asesinato de Alex, y Patrik era capaz de apostar el cuello a que se trataba del mismo asesino. Tras haber dudado en un principio, iba convenciéndose poco a poco de que así era.

Revisó los documentos que habían encontrado en el apartamento de Anders y los extendió como un abanico sobre el escritorio. Tenía en la boca un lápiz que había estado mordiendo hasta dejarlo irreconocible y ahora sentía la lengua llena de restos de pintura amarilla de aquél. Escupió con cuidado e intentó retirar lo que quedaba con los dedos, pero no funcionó. Ahora tenía los restos amarillos en los dedos. Agitó la mano en el aire varias veces por ver si se caían, pero terminó por resignarse y volvió a centrar su atención en el abanico de papeles que tenía ante sí. Ninguno de ellos lograba despertar el menor interés, pero escogió la factura de teléfono para empezar con algún detalle. Anders hacía muy pocas llamadas, pero con todos los conceptos fijos la cantidad final resultaba importante. El detalle de las llamadas venía adjunto a la factura y Patrik lanzó un suspiro al comprender que no le quedaría más remedio que hacer un poco de trabajo de campo si quería sacar algo de aquello. Pero es que, cómo decirlo, no era el mejor día para desempeñar tareas rutinarias y aburridas.

Fue llamando por orden a todos los números que aparecían en el detalle y no tardó en comprobar que Anders tan sólo llamaba a unos pocos. Pero uno resultaba llamativo. No aparecía en absoluto al principio de la lista, pero a partir de la primera vez era el de mayor frecuencia. Patrik marcó el número y aguardó.

Estaba a punto de colgar, tras haber dejado sonar ocho tonos, cuando saltó un contestador automático. El nombre que oyó al otro lado del hilo telefónico lo hizo sentarse como un clavo en la silla, lo que lo obligó a estirar los músculos de los muslos, pues no había reparado en que tenía las piernas indolentemente extendidas sobre la mesa. Las puso en el suelo y se masajeó el aductor derecho que su impetuoso movimiento parecía haber estirado más de lo que, por la falta de entrenamiento, podía soportar.

Patrik colgó despacio el auricular antes de que sonase la señal que indicaba que podía dejar su mensaje. Dibujó un círculo alrededor de una de las anotaciones que había hecho en el bloc y, tras unos minutos de reflexión, dibujó un círculo más. El mismo se encargaría de una de las dos tareas, pero la otra podía encargársela a Annika. Con el bloc en la mano, se encaminó a la mesa de Annika, que tecleaba enérgica ante su ordenador con las gafas en la punta de la nariz. La mujer alzó la vista y lo miró inquisitiva.

– Veamos, has venido a ofrecerme la posibilidad de hacerte cargo de alguna de mis tareas y así aligerar mi desproporcionada carga laboral, ¿no es cierto?

– Mmm, no, no era eso exactamente lo que tenía pensado.

Patrik esbozó una sonrisa.

– Ya, me lo temía.

Annika lo miró con fingida severidad.

– Bien, en ese caso, ¿cómo pensabas contribuir a mi incipiente úlcera?

– Un favor muy pequeño, insignificante.

Patrik le indicó lo pequeño que era el favor midiendo un milímetro con el índice y el pulgar.

– Bien, suéltalo.

Acercó una silla y se sentó al otro lado del escritorio de Annika. Su despacho era, pese a ser diminuto, el más agradable de toda la comisaría, sin lugar a dudas. Tenía un montón de plantas que parecían germinar a las mil maravillas, pese a que la única luz que recibían entraba por el ventanuco que daba a la entrada, lo cual debía considerarse como un milagro de orden menor. Las frías paredes de hormigón aparecían recubiertas de fotografías de las dos grandes pasiones de Annika y de su marido Lennart: sus perros y las carreras de dragracing. La pareja tenía dos labradores que los acompañaban por toda Suecia, adonde quiera que se celebrase una de esas competiciones. Lennart era el que participaba, pero Annika lo acompañaba para animarlo y eternamente dispuesta con el refrigerio y el termo de café. En general, siempre se veían con las mismas personas en las distintas carreras y, con el paso de los años, habían logrado formar un grupo tan unido que sus miembros se consideraban los mejores amigos. Había competición dos fines de semana al mes, como mínimo y, en tales casos, era imposible hacer que Annika trabajase.

Patrik leía sus notas.

– Verás, me preguntaba si no podrías ayudarme a hacer un pequeño inventario de la vida de Alexandra Wijkner. Empezando por su muerte y comprobando todos los datos que tenemos. Cuánto tiempo estuvo casada con Henrik. Cuánto tiempo estuvo viviendo en Suecia. Toda la información de sus años académicos en Francia y Suiza, etcétera, etcétera. ¿Comprendes lo que pretendo conseguir?

Annika había ido tomando nota en un bloc mientras él hablaba y le dirigió una mirada afirmativa por toda respuesta. Estaba seguro de que así se enteraría de todo lo que merecía la pena saber y, ante todo, de que así sabría si algunos de los datos que tenía no valían ni el papel en el que estaban escritos. Porque tenía que haber algo que no encajase; de eso, también estaba totalmente seguro.

– Gracias, Annika. Eres un tesoro.

Patrik empezaba a levantarse de la silla cuando un agrio «¡siéntate!» de Annika lo obligó a detenerse a medio camino y a volver a colocar el trasero sobre el asiento. Ahora comprendía por qué sus labradores estaban tan bien adiestrados.

La mujer se retrepó en la silla con una sonrisa satisfecha y Patrik supo enseguida que su primer error había consistido en acudir a su despacho personalmente, en lugar de dejarle una nota con sus instrucciones. Debería haber recordado que ella siempre adivinaba sus intenciones y que, además, su olfato para los romances era del todo sobrenatural. Así que no le quedaba más que hacer ondear la bandera blanca y capitular, retreparse como ella y aguardar la avalancha de preguntas que, sin duda alguna, se le avecinaba. Annika abrió con una introducción suave, aunque insidiosa.

– ¡Sí que pareces agotado hoy!

– Mmmm…

Pues Patrik no estaba dispuesto a transmitirle la información sin ningún esfuerzo por su parte.

– ¿Estuviste ayer en una fiesta?

Annika seguía pescando sin dejar de buscar, con ingenio maquiavélico, los puntos débiles del armamento.

– Bueno, lo que se dice una fiesta… Según se mire. A ver, ¿cómo se define una fiesta?

El joven agente abrió los brazos y también sus claros ojos azules con expresión inocente.

– Venga, Patrik, ahórrate los rodeos. Cuéntame: ¿quién es?

Pero él no contestaba, dispuesto a torturarla con su silencio. Tras unos segundos, vio centellear una chispa en los ojos de Annika.

– ¡Ajá!

El grito sonó triunfante y Annika movió el índice victoriosa.

– ¡Es ella! ¿Cómo se llama? Se llama…

Chasqueaba los dedos mientras rebuscaba febrilmente en su memoria.

– ¡Erica! ¡Erica Falck!

Aliviada, volvió a retreparse en la silla.

– Bueeeno, Patrik… ¿Y cuánto tiempo lleváis…?

No dejaba de sorprenderlo la precisión infalible con que Annika solía acertar enseguida. Y tampoco tenía sentido negar que así era. Sintió cómo un delicado rubor empezaba a extenderse desde la coronilla hasta los dedos de sus pies y ese rubor resultaba más elocuente que nada de lo que él pudiese decir. Después, fue incapaz de contener una amplia sonrisa que, para Annika, fue la confirmación absoluta de sus sospechas.

Cinco minutos más tarde, tras el temido tiroteo de preguntas, logró marcharse del despacho de Annika con la sensación de haber recibido una paliza. Aunque, bien mirado, no había sido del todo desagradable tratar el tema de Erica y, de hecho, le costó volver a la tarea que se había impuesto abordar inmediatamente. Se puso la cazadora, le dijo a Annika adonde se dirigía y salió al frío invernal de la calle, donde el suelo se iba cubriendo de gruesos copos de nieve.

Desde la ventana, Erica veía los copos deslizarse hacia tierra. Estaba sentada ante el ordenador, pero lo había apagado y llevaba ya un rato mirando la negra pantalla. A pesar de un tremendo dolor de cabeza, se había obligado a escribir diez páginas sobre Selma. El libro había dejado de provocar en ella el menor entusiasmo, pero había firmado un contrato que cumpliría dentro de dos meses. La conversación con Dan había puesto una sordina a su buen humor y ahora se preguntaba si, en aquel mismo momento, su amigo estaría contándoselo todo a Pernilla. Decidió utilizar su preocupación por Dan en algo creativo y volvió a encender el ordenador.

Tenía guardado en él el borrador del libro sobre Alex. Abrió el documento, que ocupaba ya más de cien páginas. Lo leyó todo de principio a fin. Era bueno. Incluso muy bueno. Lo que la llenaba de preocupación era pensar en cómo reaccionarían todas las personas cercanas a Alex si el libro llegaba a publicarse. Cierto que había enmascarado la historia parcialmente, había cambiado los nombres de personas y lugares y se había permitido la licencia de añadir una serie de digresiones fantasiosas, pero el material del libro se componía indudablemente de la vida de Alex, vista por Erica. Y en especial la parte relacionada con Dan era la que más dolores de cabeza le acarreaba. ¿Cómo iba a ser capaz de exponerlos a él y a su familia de ese modo? Al mismo tiempo, sentía la necesidad de escribir también esa parte de la historia. Por primera vez en su vida sentía verdadero entusiasmo por el argumento de un libro. Habían sido tantas las ideas que no habían dado la talla y que había ido desechando a lo largo de los años, que ahora no podía permitirse el lujo de dejar escapar ésta. Pensó que lo mejor sería concentrarse primero en terminar el libro; después se enfrentaría al problema de qué hacer con los sentimientos de los implicados.

Llevaba ya casi una hora escribiendo afanosamente cuando llamaron a la puerta. Al principio, se irritó al verse interrumpida, ya que por fin había cogido el ritmo, pero se le ocurrió que podría ser Patrik y saltó rauda de la silla. Se miró de pasada en el espejo antes de bajar corriendo la escalera para abrir la puerta. La sonrisa se le heló en los labios al ver a la persona que aguardaba al otro lado. Era Pernilla y tenía un aspecto horrible. Parecía haber envejecido diez años desde la última vez que Erica la vio. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, el cabello encrespado y se diría que había salido a toda prisa, sin ponerse ninguna prenda de abrigo, pues tiritaba cubierta por una fina rebeca. Erica la hizo pasar al interior de la casa y, en un impulso, la abrazó mientras le acariciaba la espalda para consolarla, del mismo modo en que había consolado a Dan hacía tan sólo un par de horas. Aquel gesto quebrantó el poco autocontrol que aún le quedaba a Pernilla, que estalló en largos sollozos con la cabeza apoyada sobre su hombro. Cuando, después de transcurridos unos minutos, alzó la cabeza, el rímel se le había corrido más aún por los párpados otorgándole un aspecto cómico, como de payaso.

– Lo siento.

A través de las lágrimas, Pernilla miraba el hombro de Erica, cuyo suéter blanco aparecía ahora emborronado de negras manchas de rímel.

– No importa. No te preocupes por eso. Ven.

Erica le pasó el brazo por los hombros y la condujo a la sala de estar. Notó que temblaba de pies a cabeza y supuso que no se debía sólo al frío. Por un segundo, se preguntó por qué habría decidido ir a verla a ella, precisamente. Erica siempre había sido mucho más amiga de Dan que de Pernilla y se le antojó un tanto extraño que no hubiese acudido a alguna de sus verdaderas amigas, o a su hermana. Pero, como quiera que fuese, allí estaba. Y Erica estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle.

– Tengo una cafetera caliente. ¿Quieres un café? Claro que lleva ya algo así como una hora calentándose, pero seguro que puede beberse.

– Sí, gracias.

Pernilla se sentó en el sofá y cruzó fuertemente los brazos, como si temiese romperse en pedazos y quisiese sujetar las piezas de sí misma. Y, en cierto modo, así era.

Erica volvió con dos tazas de café. Colocó una de ellas en la mesa, ante Pernilla, y la otra enfrente, ante el sillón de orejas en el que se sentó para poder verla. Y esperó a que ella rompiese el silencio.

– ¿Tú lo sabías?

Erica vaciló antes de responder.

– Sí, pero me entere hace poco.

Seguía vacilando, pero añadió:

– Yo le dije a Dan que hablase contigo.

Pernilla asintió.

– ¿Y qué hago ahora?

Era una pregunta retórica, así que Erica la dejó resonar, sin responder nada.

Pernilla prosiguió:

– Sé que, al principio, yo no fui para Dan más que un modo de olvidarte a ti.

Erica quiso protestar, pero Pernilla la detuvo con un gesto de la mano.

– Sé que fue así, pero creía que, con el tiempo, se había convertido en mucho más, que nos queríamos de verdad. Hemos vivido bien y yo confiaba en él por completo.

– Dan te quiere, Pernilla. Sé que te quiere.

Pero Pernilla no parecía escucharla, sino que continuó hablando sin apartar la vista de su taza de café. La apretaba con tal fuerza entre sus dedos que los nudillos le blanqueaban como a punto de estallar.

– Podría vivir sabiendo que tenía una aventura, podría haber buscado una excusa, una prematura crisis de los cuarenta o algo así; pero jamás podré perdonarle que la dejara embarazada.

La cólera que resonaba en su voz era tan honda que Erica tuvo que contenerse para no retirarse. Cuando Pernilla alzó la mirada hacia Erica, ésta vio en sus ojos un odio tan grande que tuvo un horrible presentimiento. Jamás había visto una ira tan encendida y, por un instante, se preguntó desde cuándo conocería Pernilla la historia de Dan con Alex. Y hasta dónde estaría dispuesta a llegar para exigir su venganza. Después, rechazó la idea tan rápido como se le había ocurrido. Aquella mujer era Pernilla, ama de casa con tres hijas, casada con Dan desde hacía muchos años, no una furia iracunda que se lanzase contra la amante de su esposo como un ángel vengador. Y, aun así, había en la mirada de Pernilla un componente de frialdad que asustó a Erica.

– ¿Qué pensáis hacer ahora?

– No lo sé. Ahora mismo, no sé nada de nada. Lo único que necesitaba era salir de aquella casa. Era lo único que tenía en la cabeza. Ni siquiera podía mirarlo a la cara.

Erica se compadecía de Dan. Lo más probable era que, en aquellos momentos, él estuviese pasando su propio infierno. Para ella habría sido más natural que Dan hubiese venido a pedirle consuelo. Entonces, habría sabido qué decir, qué palabras aliviarían su pesar. A Pernilla, en cambio, no la conocía lo suficiente como para saber cómo ayudarle. Tal vez bastase con escucharla.

– ¿Por qué crees tú que lo hizo? ¿Qué le daba ella que no encontraba en mí?

En ese momento, Erica comprendió por qué Pernilla había preferido acudir a ella en lugar de a alguna de sus amigas. Porque creía que ella tenía todas las respuestas sobre Dan. Que ella podría darle la plantilla con la solución a la cuestión de por qué Dan había actuado como lo había hecho. Por desgracia, Erica se veía obligada a decepcionarla. Ella creía que Dan era la honradez en persona y jamás se le había pasado por la cabeza pensar que pudiese ser infiel. Se llevó la mayor sorpresa de su vida cuando comprobó las últimas llamadas realizadas por Alex y se encontró con el mensaje del contestador del móvil de Dan. Si había de ser sincera, sintió una gran decepción en ese instante. La decepción que uno siente cuando una persona a la que se aprecia no es como uno creía. Y ahora comprendía que Pernilla, además de sentirse traicionada y engañada, empezase a preguntarse quién era en realidad el hombre con el que había estado viviendo todos esos años.

– No lo sé, Pernilla. Te aseguro que a mí me sorprendió muchísimo. No es propio del Dan que yo conozco.

Pernilla asintió, como si la consolase el hecho de no ser la única burlada. Nerviosa, retiraba bolitas invisibles de su enorme rebeca. Con el largo cabello oscuro con restos de permanente recogido en una tosca cola de caballo, daba toda ella una impresión de aspecto más que descuidado. Erica siempre había pensado, con cierto complejo de superioridad, que Pernilla podría sacarle mucho más partido a su físico. Seguía haciéndose la permanente, pese a que había pasado de moda más o menos al mismo tiempo que las chaquetas de caballero cortas, y siempre se compraba la ropa por catálogo, de firmas con precios tan bajos como su calidad y su diseño. Pero nunca la había visto tan ajada como hoy.

– Pernilla, sé que estáis pasando un momento muy difícil, pero Dan y tú sois una familia. Tenéis tres hijas preciosas y quince años estupendos a vuestras espaldas. No te precipites. Y no me malinterpretes del todo. No es que defienda lo que ha hecho. Y es posible que no podáis seguir juntos. Que no se le pueda perdonar. Pero espera a que todo vuelva a su cauce antes de tomar una decisión. Piénsatelo bien, antes de actuar. Sé que Dan te quiere, me lo ha dicho hoy mismo. Y también sé que está profundamente arrepentido. Me dijo que había pensado dejarla y yo lo creo.

– Yo ya no sé qué creer, Erica. Nada de aquello en lo que he creído ha resultado cierto así que, ¿en qué voy a creer ahora?

Aquella pregunta no tenía respuesta. Un silencio insoportable se interpuso entre ellas.

– ¿Cómo era?

Una vez más vislumbró Erica un fuego que, frío, ardía en el fondo de los ojos de Pernilla. No tuvo que preguntarle a quién se refería.

– Fue hace tantos años. Yo ya no la conocía.

– Era hermosa. Yo la veía por aquí los veranos. Era exactamente como yo soñaba ser. Hermosa, elegante, sofisticada. Me hacía sentir como una palurda y habría dado cualquier cosa por ser como ella. En cierto modo, comprendo a Dan. Si nos colocas juntas a Alex y a mí, es evidente quién gana.

Dijo aquello con frustración, al tiempo que tironeaba de su práctica pero anticuada vestimenta, como para ilustrar sus palabras.

– Y también a ti te he envidiado siempre. Su gran amor de juventud que se marchó a la gran ciudad y lo dejó aquí, añorándola. La escritora de Estocolmo que había conseguido ser alguien en la vida y que venía de vez en cuando a brillar con su presencia entre nosotros, simples mortales. Dan se pasaba semanas hablando de tu siguiente visita.

La amargura que rezumaba la voz de Pernilla horrorizó a Erica y, por primera vez, se avergonzó de haberla menospreciado. No se había enterado de nada. Al hacer examen de conciencia, tuvo que reconocer que hallaba cierta satisfacción en el hecho de demostrar la diferencia entre ella y Pernilla. Entre su corte de pelo de quinientas coronas en una peluquería de Stureplan y la permanente casera de Pernilla. Entre su ropa de marca comprada en la calle de Biblioteksgatan y las blusas baratas y las faldas largas de Pernilla. ¿Qué importancia tenía aquello? ¿Por qué, en momentos concretos de debilidad, se había alegrado de esas diferencias? Era ella quien había dejado a Dan. ¿Sería simplemente por satisfacer su propio ego, o sería porque, en el fondo, sentía envidia de que Pernilla y Dan tuviesen tanto más que ella? En lo más hondo de su ser, ¿no les envidiaría la familia que tenían? ¿Y no se habría arrepentido incluso de haberse marchado? ¿De no ser ella la que ahora tuviese la familia de Pernilla? ¿Habría intentado despreciar a Pernilla porque, de hecho, le tenía envidia? Era una idea despreciable, pero no podía deshacerse de ella. Se avergonzaba de ello en lo más hondo de su alma. Y, al mismo tiempo, se preguntaba hasta dónde habría llegado ella por defender lo que Pernilla tenía. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar Pernilla? Erica la observaba reflexiva.

– ¿Qué van a pensar mis hijas?

Le dio la impresión de que Pernilla no había pensado que, aparte de Dan y ella, había más personas afectadas por la situación.

– Lo sabrá todo el mundo, ¿verdad? Me refiero a lo del niño. ¿Qué van a pensar las niñas?

La sola idea parecía infundirle pánico y Erica se esforzaba por calmarla.

– La policía tiene que saber que era Dan quien se veía con Alex, pero eso no significa que todo el mundo tenga que saberlo. Vosotros decidiréis qué le contáis a las niñas. Tú aún conservas el control.

Al parecer, sus palabras tranquilizaron a Pernilla que tomó un par de tragos de café. A aquellas alturas, debía de estar frío, pero a ella no pareció importarle. Erica sintió, por primera vez, una intensa furia contra Dan. Le sorprendía que hubiese tardado tanto, pero ahora la sentía crecer en su interior. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¿Cómo había podido tirar por la borda lo que tenía, con o sin atracción? ¿No comprendía lo afortunado que era?

Cruzó las manos sobre la rodilla e intentó, sin palabras, comunicarle a Pernilla que estaba con ella; pero no supo si recibía o no el mensaje.

– Gracias por escucharme. De verdad que aprecio que lo hayas hecho.

Sus miradas se cruzaron. No había pasado ni una hora desde que Pernilla llamó a la puerta, pero Erica había aprendido mucho en ese tiempo, y, sobre todo, de sí misma.

– ¿Podrás arreglártelas? ¿Tienes adónde ir?

– Pienso ir a casa -dijo Pernilla con voz clara y resuelta-. No voy a permitir que ella me aleje de mi casa y de mi familia. No pienso darle esa satisfacción. Pienso irme a casa con mi marido para solucionar esto. Pero no será sin condiciones. A partir de ahora, las cosas se harán de otro modo.

Erica no pudo evitar esbozar una sonrisa, pese a lo trágico de la situación. Dan tendría que vérselas con más de un obstáculo, eso estaba claro. Pero se lo tenía merecido.

Se abrazaron brevemente junto a la puerta. Mientras Pernilla, ya sentada al volante, se alejaba de allí, Erica deseó de corazón que Dan y ella fuesen felices. Sin embargo, no podía evitar sentir cierto desasosiego. La imagen de la mirada de Pernilla, llena de odio, no abandonaba su memoria. En aquella mirada no había lugar para la compasión.

Tenía todas las fotografías extendidas ante sí sobre la mesa. Lo único que le quedaba de Anders eran las fotografías. Casi todas antiguas y amarillentas. Hacía muchos años que no había motivo para hacerle una foto. Los retratos de cuando era un bebé eran en blanco y negro y, cuando fue creciendo, pasaron a ser en color. Anders fue un niño feliz. Algo indómito, pero siempre alegre. Considerado y amable. Se había ocupado de ella y se había tomado en serio su papel de hombre de la casa. A veces, demasiado en serio, tal vez; pero ella lo dejaba hacer. Lo hizo, bien o mal. ¡Era tan difícil saberlo! Tal vez hubiese debido hacerlo todo de otro modo, o tal vez el modo no hubiese importado lo más mínimo. Quién sabe.

Vera sonrió al ver una de sus fotos favoritas. Anders en su bicicleta, orgulloso como un gallo. Ella había trabajado muchas noches y fines de semana haciendo horas extra para poder comprársela. Era una bicicleta de color azul oscuro y tenía un asiento, de esos que llamaban de gota, que según Anders era lo único que le pediría en toda su vida. Había suspirado por aquella bicicleta más que por ninguna otra cosa en el mundo y Vera no olvidaría jamás la expresión de su cara cuando se la regaló el día de su octavo cumpleaños. Paseaba en ella siempre que podía y, en aquella foto, había conseguido captarlo justo cuando pedaleaba a toda velocidad. Su cabello largo se rizaba sobre el cuello de la ajustada sudadera Adidas con sus rayas blancas en las mangas. Así era como quería recordarlo. Antes de que todo empezara a torcerse.

Vera llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Cada llamada telefónica, cada toque en la puerta, le traía el miedo. Aquella llamada o aquel toque en la puerta podía ser el que le trajera lo que ella tanto había temido durante tanto tiempo. Y, a pesar de todo, nunca creyó del todo que ese día llegaría al fin. Iba en contra de las leyes de la naturaleza el que un hijo muriese antes que sus progenitores y quizá por eso fuese tan difícil imaginar esa posibilidad. La esperanza es lo último que se pierde y, en cierto modo, ella confiaba en que todo se arreglaría de alguna manera. Aunque fuese mediante un milagro. Pero no había milagros. Ni esperanza. Lo único que le quedaba era la desesperanza y un montón de viejas fotos amarillentas.

El tic tac del reloj de la cocina resonaba estridente en medio del silencio. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto su casa estaba descuidada. No había reparado nada durante años, y se notaba. Había mantenido a raya la suciedad, pero no había logrado limpiar los residuos de la indiferencia, que parecía adherida a paredes y techo. Todo era gris, sin vida. Desaprovechado. Eso era lo que más la apesadumbraba. Que todo estaba desaprovechado, malgastado.

El alegre rostro que Anders lucía en las fotos se burlaba de ella. Era la prueba más evidente de que ella había fracasado. Su misión consistía en mantener esa sonrisa en su semblante, darle algo en lo que creer, esperanza y, ante todo, amor para el futuro. En cambio, ella se había quedado callada mientras veía cómo le arrebataban todo aquello. Había descuidado su labor de madre, una vergüenza que jamás conseguiría lavar de su conciencia.

Le sorprendió comprobar lo escasas que eran las pruebas de que Anders hubiese estado vivo. Los cuadros habían desaparecido, los pocos muebles que tenía en el apartamento acabarían en la basura, si nadie los quería. En su casa no quedaba ninguna de sus pertenencias, que él había vendido o destrozado con el uso a lo largo de los años. La única evidencia de que había existido era aquel puñado de fotografías que ella tenía sobre la mesa. Y sus recuerdos. Claro que existiría también en el recuerdo de otras personas, pero como un desgraciado borracho, no como alguien a quien añorar ni por quien llorar. Ella era la única que conservaba buenos recuerdos de él. En ocasiones, resultaba difícil dar con ellos, pero existían y, en un día como aquél, eran los únicos que le venían a la memoria. Los demás quedaban prohibidos.

Los minutos se convirtieron en horas y Vera seguía sentada ante la mesa de la cocina mirando las fotografías. Empezó a sentir rígidas las articulaciones y a sus ojos cansados les costaba distinguir los detalles de las fotos a medida que la oscuridad del invierno ahogaba la casa, pero eso daba igual. Ahora, ya estaba completa e implacablemente sola.

El timbre de la puerta retumbó en la casa. Le llevó tanto tiempo oír que alguien se movía dentro, que ya estaba a punto de volver al coche, pero, tras un rato de espera, oyó que alguien se acercaba despacio. La puerta se abrió lentamente y allí estaba Nelly, que lo miraba inquisitiva. Se asombró al ver que abría ella misma. En efecto, se había imaginado que un adusto mayordomo enfundado en reluciente librea le mostraría el camino hacia el interior de la casa. Claro que ya no habría quien tuviera mayordomos.

– Hola, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería ver a su hijo, Jan.

Patrik había llamado antes a la oficina, pero allí le habían comunicado que Jan trabajaba hoy desde casa.

La anciana no pestañeó siquiera, sino que se hizo a un lado y lo dejó pasar.

– Un momento, voy a llamarlo.

Con paso lento pero elegante, Nelly se dirigió a una puerta que resultó ocultar una escalera que conducía hacia abajo. Patrik había oído decir que Jan habitaba el piso del sótano de la lujosa casa, y concluyó que allí era donde desembocaba la escalera.

– Jan, tienes visita. La policía.

Patrik se preguntó si la débil voz quebrada de Nelly se oiría en el fondo, pero unos pasos en la escalera le confirmaron que, en efecto, así fue. Cuando Jan llegó al descansillo, madre e hijo cruzaron una mirada cómplice cargada de mensajes secretos. Después, Nelly se retiró a sus habitaciones, con un gesto de asentimiento a modo de saludo hacia Patrik, mientras Jan se le acercaba con la mano extendida y una sonrisa que dejaba ver un montón de dientes. Patrik pensó en un aligator. Un aligator sonriente.

– Hola. Soy Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede.

– Jan Lorentz. Encantado.

– Estoy trabajando en la investigación del asesinato de Alex Wijkner y quisiera hacerte unas preguntas, si no te importa.

– Por supuesto. No veo cómo podría ayudar, pero ése es vuestro trabajo, no el mío, ¿verdad?

De nuevo la sonrisa de aligator. Patrik sintió que se le iban los dedos: se moría de ganas de borrar aquella sonrisa que lo sacaba de quicio.

– Si no te importa, podemos bajar a mi apartamento. Así no molestaremos a mi madre.

– Claro, ningún inconveniente.

A Patrik le resultaban extraños aquellos arreglos de vivienda. En primer lugar, no soportaba a los hombres adultos que aún vivían en casa de su madre; en segundo lugar, le costaba entender que Jan aceptase verse relegado a un oscuro sótano, mientras que la anciana vivía en la magnificencia de aquellos doscientos metros cuadrados, como mínimo. Habría sido lógico que Jan pensase que, de haber estado con ellos, a Nils no le habría tocado vivir en el sótano.

Patrik lo acompañó escaleras abajo y tuvo que admitir que, para ser un sótano, no estaba nada mal. No habían escatimado en ningún gasto y el apartamento había sido decorado por alguien que deseaba mostrar su poder adquisitivo. Por todas partes había cordones dorados, terciopelo y brocados, de las mejores marcas, seguramente; aunque, por desgracia, la falta de luz natural no le hacía justicia a tan rica decoración. Por el contrario, el conjunto recordaba ligeramente al ambiente de un burdel. Patrik sabía que Jan estaba casado y se preguntaba si sería su esposa quien había insistido en aquella decoración o si había sido él mismo. Según su propia experiencia, se inclinaba por la esposa.

Jan le indicó el camino hasta un pequeño despacho donde, además del escritorio y un ordenador había un sofá. Se sentaron cada uno en un extremo y Patrik sacó su bloc de notas del maletín. Había decidido esperar al máximo antes de mencionar la muerte de Anders Nilsson y no decirle a Jan nada al respecto hasta que fuese absolutamente necesario. La estrategia y la oportunidad eran factores importantes si quería sacarle a Jan Lorentz alguna información útil.

Miró al hombre que tenía frente a sí examinándolo. Su aspecto era, sencillamente, demasiado perfecto. La camisa y el traje no presentaban una sola arruga y el nudo de la corbata era ejemplar. Jan estaba recién afeitado, no tenía ni un cabello fuera de lugar y todo su ser irradiaba sosiego y confianza. También en este caso, la experiencia le decía a Patrik que todas las personas a las que interrogaba la policía se conducían con más o menos nerviosismo, aunque no tuviesen nada que ocultar. Una apariencia de total tranquilidad indicaba que la persona en cuestión tenía algo que ocultar: así rezaba la teoría de Patrik, de confección absolutamente casera. Y había resultado ser cierta con una frecuencia extraordinaria.

– ¡Qué lugar más agradable! -comentó Patrik pensando que no podía hacer ningún mal mostrándose educado.

– Sí, fue Lisa, mi esposa, quien eligió la decoración. Y, en mi opinión, lo hizo con bastante acierto.

Patrik miró a su alrededor observando el pequeño y oscuro despacho, decorado hasta la saciedad con cojines con lazos dorados y reluciente mármol. Un excelente ejemplo de lo que podía lograrse con poco gusto y mucho dinero.

– ¿Están ya cerca de alguna solución?

– Hemos obtenido bastante información y empezamos a forjarnos una idea de lo que pudo suceder.

No del todo cierto, pero debía intentar amedrentarlo un poco.

– ¿Conocías a Alex Wijkner? Por ejemplo, tengo entendido que tu madre acudió al funeral.

– No, en realidad, mentiría si dijera que la conocía. Claro que sabía quién era, aquí en Fjällbacka todo el mundo se conoce más o menos. Pero su familia dejó el pueblo hace muchos años. Si nos veíamos por la calle, nos saludábamos, pero poco más. En cuanto a mi madre…, no puedo responder por ella. Tendrás que preguntárselo directamente.

– Durante la investigación hemos sabido, por ejemplo, que Alex Wijkner mantenía…, ¿cómo decirlo?…, una relación con Anders Nilsson. Supongo que sabes quién es, ¿no?

Jan sonrió. Una sonrisa torcida, despreciativa.

– Sí, claro, nadie que viviera aquí podía evitar conocer a Anders. Más que conocido, podría decirse que era célebre. ¿Y dices que Alex y él tenían una aventura? Perdona, pero me cuesta imaginarlo. Una pareja algo desigual, por lo menos. Entiendo lo que él pudo ver en ella, pero no se me ocurre por qué le habría interesado a ella relacionarse con él. ¿Estás seguro de que no habéis malinterpretado algo?

– Estamos seguros de que es así. Y a Anders, ¿lo conocías?

De nuevo aquella sonrisa de superioridad en los labios de Jan, pero en esta ocasión aún más manifiesta. El joven negó burlón con la cabeza.

– Pues no, qué quieres que te diga. No nos movíamos exactamente en los mismos círculos, a decir verdad. A veces lo veía en la plaza con los otros borrachos, pero conocerlo, desde luego que no.

Era evidente que la sola idea le parecía absurda.

– Nosotros nos codeamos con gente de una clase social muy distinta y los borrachínes del pueblo no se cuentan entre los de nuestro círculo de amigos.

Jan despachó la pregunta de Patrik como si fuese una broma, pero ¿no había visto un atisbo de inquietud en sus ojos? De ser así, tal indicio se borró tan rápido como había aparecido, pero Patrik estaba convencido de haberlo notado. A Jan le incomodaban las preguntas sobre Anders. Bien, pues, en tal caso, Patrik podía dar por cierto que iba por buen camino. Se permitió el lujo de disfrutar de su siguiente pregunta antes de haberla formulado, e hizo una pausa dramática antes de decir, con inocente sorpresa:

– Pero entonces ¿cómo es que últimamente Anders realizó un montón de llamadas telefónicas a este número?

Con enorme satisfacción, vio que la sonrisa de Jan se esfumaba de su rostro. Evidentemente, la pregunta lo había hecho perder el control y, por un instante, Patrik pudo ver a través del escudo de dandy que Jan tanto se esforzaba en cultivar. Detrás de la fachada vio un miedo auténtico. Jan recobró por fin el temple, pero intentó ganar tiempo mientras, con gran parsimonia, encendía un puro y se esforzaba por no mirar a Patrik a los ojos.

– ¿Me disculpas si fumo?

No esperaba ninguna respuesta; y Patrik tampoco se la dio.

– Te aseguro que no comprendo eso que dices de que Anders llamaba aquí. De todos modos, yo no he hablado con él y creo que puedo responder por mi esposa. No, eso sí que es extraño.

Dio una honda calada del cigarro y se retrepó en el sofá, con el brazo indolentemente apoyado en los cojines.

Patrik no decía nada. De nuevo, según su experiencia, el mejor modo de conseguir que la gente dijese más de lo que tenía pensado decir era quedarse callado. Por lo general, sentían la necesidad de llenar un silencio que se prolongase demasiado, y Patrik dominaba aquel juego. Así que esperó.

– Pero, fíjate, creo que ya sé lo que pasó.

Jan se inclinó hacia delante agitando el cigarro, como animado.

– Alguien ha estado llamando hasta que saltaba el contestador, pero sin decir nada. Sólo se oía la respiración. Y, en alguna que otra ocasión, cuando yo mismo respondía, no parecía haber nadie al otro lado del hilo telefónico. Debía de ser Anders, que se había enterado de nuestro número.

– ¿Y por qué iba a llamaros?

– ¿Qué sé yo? -preguntó Jan a su vez, abriendo los brazos en gesto impotente-. Envidia, tal vez. Nosotros tenemos dinero y eso les molesta a muchos. La gente como Anders tiende a culpar de su desgracia a los demás y, mejor aun, a aquellos que, a diferencia de ellos mismos, han logrado algo en su vida.

A Patrik no le sonaba como un argumento sólido. Resultaría difícil rebatir lo que decía Jan, pero ni por un instante creyó que ésa fuese la razón.

– Supongo que no habrás conservado ninguna de las conversaciones que decías quedaban grabadas en la cinta del contestador, ¿verdad?

– Por desgracia, no.

Jan arrugó la frente para demostrar que lo sentía.

– Hay otros mensajes grabados encima. Lo siento, me gustaría haber podido ser de más utilidad. Pero ni que decir tiene que, si vuelve a llamar, guardaré la cinta.

– Puedes estar seguro de que Anders no volverá a llamaros.

– ¿Ah sí? Y, ¿por qué?

Patrik no supo discernir entre la autenticidad o la falsedad de su expresión de curiosidad.

– Porque lo hemos encontrado muerto, asesinado.

Un poco de ceniza del puro cayó sobre la rodilla de Jan.

– ¿Que han asesinado a Anders?

– Así es. Lo encontraron esta mañana.

Patrik estudiaba a Jan con la mirada. Si pudiese oír lo que pasaba en aquel momento por la cabeza de Jan… ¡Qué fácil sería todo entonces! ¿Era sincera su sorpresa o tenía ante sí a un excelente actor?

– ¿Se trata del mismo hombre que mató a Alex?

– Aún es demasiado pronto para afirmarlo -todavía no quería soltar del todo a Jan-. En fin, que estás completamente seguro de que no conocías ni a Alex Wijkner ni a Anders Nilsson, ¿no es así?

– Has de saber que miro mucho con quién me relaciono y con quién no. Los conozco de vista, nada más.

Jan había recuperado su yo sonriente y flemático.

Patrik decidió probar con otra línea en sus preguntas.

– En casa de Alex Wijkner hallamos el recorte de un artículo que ella tenía guardado; trataba sobre la desaparición de tu hermano. ¿Sabrías decirme por qué tendría ella interés en conservar un artículo sobre ese asunto?

Jan alzó los brazos una vez más, con los ojos muy abiertos, indicando que le era totalmente incomprensible.

– Bueno, fue el gran tema de conversación en Fjällbacka hace ya muchos años. Tal vez conservara el artículo por puro interés por un suceso extraño.

– Tal vez. Y tú, ¿qué opinas de aquella desaparición? Como sabrás, circulan todo tipo de teorías al respecto.

– Bueno, pues yo creo que Nils vive la vida en algún país de clima cálido. Mi madre, en cambio, está convencida de que sufrió un accidente.

– ¿Teníais buena relación?

– No, no puede decirse que así fuese. Nils era mucho mayor que yo y tampoco creo que le entusiasmase la idea de tener un hermanastro con el que compartir las atenciones de su madre. Pero tampoco nos llevábamos mal. Eramos más bien indiferentes el uno con el otro.

– Nelly te adoptó formalmente después de la desaparición de Nils, ¿no es cierto?

– Exacto. Un año más tarde, aproximadamente.

– Y aparejado a la adopción, iba la mitad del reino.

– Sí, podría decirse que sí.

Quedaba ya muy poco del cigarro puro y Jan estaba a punto de quemarse, así que lo aplastó bruscamente en un ostentoso cenicero.

– No es agradable pensar que fue a costa de otra persona, pero creo poder afirmar que me he ganado mi parte a lo largo de los años. Cuando tomé las riendas de la fábrica de conservas, íbamos cuesta arriba, pero yo reestructuré la actividad desde la base y ahora exportamos conservas de pescado y mariscos a todo el mundo, a Estados Unidos, Australia, Sudamérica…

– ¿Qué te hace pensar que Nils huyó al extranjero?

– En realidad, no debería contártelo, pero justo antes de la desaparición de Nils, desapareció también una buena cantidad de dinero de la fábrica. Además, faltaba alguna ropa, una maleta y su pasaporte.

– ¿Por qué no se denunció a la policía la desaparición del dinero?

– Mi madre se negó. Insistía en que debía de tratarse de un error, que Nils no habría sido capaz de algo así. Las madres, ya se sabe. Su trabajo consiste en creer sólo bondades de sus hijos.

Encendió otro cigarro. A Patrik le parecía que empezaba a haber demasiado humo en aquella habitación tan pequeña, pero no dijo nada.

– Por cierto, ¿no quieres uno? Son cubanos. Liados a mano.

– No, gracias. No fumo.

– Lástima. No sabes lo que te pierdes.

Jan observó su cigarro con fruición.

– Leí en nuestros archivos el informe sobre el incendio que acabó con la vida de tus padres. Debió de ser muy duro. ¿Cuántos años tenías, nueve, diez?

– Tenía diez años. Y tienes razón. Fue muy duro. Pero tuve suerte. La mayoría de los que se quedan huérfanos no va a parar a una familia como los Lorentz.

A Patrik le pareció un tanto falto de gusto hablar de suerte en ese contexto.

– Por lo que deduje, se sospechaba que el incendio fue provocado. ¿Llegó a saberse algo más?

– No, ya has leído los informes, ¿no? La policía nunca logró averiguar nada más. Personalmente, creo que mi padre estaba fumando en la cama, como siempre, y se durmió.

Por primera vez a lo largo de la conversación, dio muestras de impaciencia.

– ¿Me permites que te pregunte qué tiene eso que ver con los asesinatos? Ya te he dicho que no conocía a ninguna de las víctimas y no alcanzo a comprender lo que tiene que ver con todo esto mi triste infancia.

– Verás, en estos momentos, estamos investigando cualquier pista, por insignificante que sea. Las llamadas de teléfono que os hizo Anders me llevaron a indagar en ese asunto. Pero no parece conducir a ninguna parte. Disculpa si te he robado tu tiempo inútilmente.

Patrik se levantó y le tendió la mano. Jan también se levantó, pero dejó el cigarro en el cenicero antes de estrechársela.

– No importa, de verdad. Ha sido un placer conocerte.

Menudo adulador, pensó Patrik mientras lo seguía escalera arriba, pisándole los talones. El contraste con el elegante piso de arriba era muy llamativo. Lástima que no le hubiesen dado el número de teléfono del decorador de Nelly a la mujer de Jan.

Dio las gracias y salió de la casa con la sensación de haber perdido más que ganado. Por un lado, tenía la sensación de haber visto en Jan algo cuyo significado debería haber comprendido. Algo que llamaba la atención en la magnificencia de su despacho. Por otro, había algo en Jan Lorentz que no terminaba de encajar. Patrik volvió a su idea inicial. Aquel tipo era demasiado perfecto.

Eran cerca de las siete y la nevada había arreciado considerablemente cuando Patrik llegó por fin a la puerta de la casa de Erica. La joven se sorprendió ante la intensidad de su reacción al verlo y lo natural que resultó el gesto de rodearlo con sus brazos y acurrucarse contra su pecho. Patrik dejó dos bolsas del supermercado ICA en el suelo del vestíbulo y respondió a su abrazo con otro cálido y prolongado.

– Te he echado de menos.

– Yo también.

Se besaron con ternura. Al cabo de un rato, el estómago de Patrik empezó a rugir de tal modo que ambos aceptaron el reto de llevar las bolsas a la cocina. Había comprado demasiada comida, pero Erica guardó en el frigorífico lo que no iban a consumir. Mientras preparaban la cena, y como por un acuerdo tácito, no hablaron de los sucesos del día. Una vez que hubieron saciado sus estómagos y, satisfechos, descansaban sentados a la mesa, Patrik le contó lo ocurrido.

– Anders Nilsson ha muerto. Lo encontraron esta mañana en su apartamento.

– ¿Lo encontraste tú?

– No, pero por pocos minutos.

– ¿Cómo murió?

Patrik vaciló un instante.

– Lo ahorcaron.

– ¿Que lo ahorcaron? ¿Quieres decir que ha muerto asesinado?

Erica no podía ocultar su excitación.

– ¿Por la misma persona que mató a Alex?

Patrik pensó cuántas veces había oído hoy aquella pregunta. Claro que, sin duda, era una cuestión vital.

– Eso creemos.

– ¿Tenéis alguna otra pista? ¿Alguien ha visto algo? ¿Habéis dado con algún dato concreto que relacione los dos asesinatos?

– Eh, para el carro -dijo Patrik con las dos manos en alto-. No puedo decir más. Además, podemos hablar de un tema más agradable. Por ejemplo, ¿cómo te ha ido a ti el día?

Erica exhibió una media sonrisa. Si él supiera que su día no había sido mucho más agradable… Pero no podía contárselo. Tenía que dejar que fuese el propio Dan quien lo hiciese.

– Estuve durmiendo hasta muy tarde y me he pasado la mayor parte del día escribiendo. Mucho menos interesante que el tuyo.

Sus manos se habían buscado durante la conversación y sus dedos jugueteaban ahora entrelazados sobre la mesa. Los hacía sentirse seguros, a gusto, estar allí sentados, juntos, mientras que la compacta oscuridad de la noche envolvía la casa. Los copos de nieve seguían cayendo enormes, como estrellas que se deslizasen desde el negro firmamento.

– Y también he estado pensando bastante en Anna y en la casa. El otro día, le colgué el teléfono y tengo remordimientos desde entonces. Tal vez haya sido una egoísta. Sólo he pensado en cómo la venta de la casa me afectaría a mí, en mi pérdida. Pero tampoco Anna lo tiene tan fácil. Intenta hacer lo mejor en su situación y, aunque yo creo que está equivocada, no lo hace por maldad. Cierto que a veces parece actuar de forma insensata e ingenua, pero siempre ha sido considerada y generosa y, últimamente, he pagado con ella mi dolor y mi decepción. Quién sabe si, pese a todo, no será lo mejor, vender la casa, empezar de nuevo. Incluso puedo comprarme aquí otra casa, aunque mucho más pequeña, con el dinero de la venta. Tal vez sea demasiado sentimental. Ya es hora de seguir adelante, de dejar de lamentarse por lo que podría haber tenido y alegrarme de lo que de hecho tengo.

Patrik comprendió que no hablaba sólo de la casa.

– ¿Cómo fue el accidente? Bueno, si no te importa que te pregunte.

– No, tranquilo -aseguró, antes de respirar hondo para continuar-. Estuvieron en Strömstad, en casa de mi tía. Era de noche y había llovido, así que el frío convirtió la carretera en una pista de patinaje. Mi padre siempre conducía despacio y con precaución, pero creen que algún animal se les cruzó ante el coche. Al parecer, él hizo un giro brusco con el volante, el coche patinó y fue a estrellarse contra un árbol que había a un lado de la carretera. Lo más probable es que muriesen en el acto. O, al menos, eso es lo que nos dijeron a Anna y a mí. Claro que cualquiera sabe si es verdad.

Una lágrima se abrió camino por su mejilla y Patrik se inclinó para secarla. La tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.

– Si no fuese verdad, no os lo habrían dicho. Estoy seguro de que no sufrieron, Erica. Seguro.

Ella asintió sin decir nada. Confiaba en lo que él le decía y sintió como si acabasen de quitarle el gran peso que oprimía su pecho. El coche de sus padres había ardido y ella pasó muchas noches de insomnio horrorizada ante la idea de que hubiesen estado vivos el tiempo suficiente como para sentir cómo el fuego los devoraba. Las palabras de Patrik ahuyentaron sus temores y, por primera vez desde entonces, sintió una especie de paz al pensar en el accidente que mató a sus padres. El dolor seguía presente, pero la angustia había desaparecido. Patrik retiró con el pulgar unas lágrimas que discurrían por su mejilla.

– Pobre Erica. Pobre Erica.

Ella le tomó la mano y la posó sobre su mejilla.

– Nada de pobre, Patrik. De hecho, nunca he sido tan feliz como ahora, en este instante. Es curioso. Me siento tan increíblemente segura contigo. No hay ni rastro de la inseguridad que suele acosarnos al principio de una relación. ¿Tú a qué crees que se debe?

– Yo creo que se debe a que estamos hechos el uno para el otro.

Erica se sonrojó ante lo profundo de sus palabras. Pero no podía más que admitir que ella pensaba lo mismo. Era como llegar a casa.

Como si les hubiesen dado una señal, se levantaron de la mesa, dejaron los platos donde estaban y subieron al dormitorio fuertemente abrazados.

Resultaba extraño ocupar de nuevo la antigua habitación de cuando era niña. En especial, porque su gusto había cambiado con la edad, pero el dormitorio seguía siendo el mismo. Mucho rosa y mucho encaje, y eso a ella ya no le iba.

Julia estaba tendida boca arriba sobre su estrecha cama de la niñez con la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el vientre. Todo se estaba derrumbando. Toda su vida se desmoronaba a su alrededor hecha añicos. Era como si se hubiese pasado la vida en el laberinto de los espejos, donde nada era lo que parecía. Ignoraba qué pasaría con sus estudios. Había perdido de golpe todo su entusiasmo y, ahora, seguían el trimestre sin ella. No porque creyese que nadie iba a notar su ausencia. Nunca le había resultado fácil hacer amigos.

Por lo que a ella tocaba, podría quedarse allí, en su habitación rosa, mirando el techo hasta hacerse vieja. Birgit y Karl-Erik no se atreverían a hacer otra cosa más que dejarla estar. Podría vivir de ellos el resto de su vida, si fuese preciso. Sus remordimientos les harían abrir la cartera para siempre.

Era como si anduviese moviéndose por el agua. Todos sus movimientos eran pesados y dificultosos y los sonidos le llegaban como a través de un filtro. Al principio no era así. Al principio, se sentía llena de legítima ira y de un odio tan intenso que la llenaba de espanto. Y aún seguía odiando, pero no con energía, sino con resignación.

Estaba tan acostumbrada a despreciarse a sí misma que era capaz de sentir, físicamente, cómo su odio cambiaba de dirección, cómo en lugar de dirigirse hacia fuera se volvía hacia dentro, cavando profundos abismos en su pecho. Es difícil abandonar las viejas costumbres. Y ella había practicado el arte de odiarse a sí misma hasta la perfección.

Se tumbó de lado. Sobre su escritorio había una foto de ella y de Alex y se dijo que debía recordar tirarla. En cuanto tuviese fuerzas para levantarse, la rompería en mil pedazos y se desharía de ella. La adoración que reflejaba su mirada en la foto provocó en ella un gesto displicente. La mirada de Alex era fría y hermosa, como siempre, mientras que el patito feo, a su lado, la miraba idolatrándola, con el rostro redondo vuelto hacia ella. Alex no podía hacer nada mal a sus ojos y, en el fondo, siempre abrigó la secreta esperanza de que ella misma, un día, saldría del cascarón tan hermosa y segura de sí misma como Alex. Se rió de su propia ingenuidad. Qué absurda broma. Una broma que, además, ella había pagado desde siempre. Se preguntaba si la gente hablaba de ella a sus espaldas. Si hablaban de la tonta y fea y pobre Julia.

Unos golpecitos discretos en la puerta la hicieron encogerse hasta adoptar la posición fetal. Sabía quién era.

– Julia, nos tienes preocupados. ¿Por qué no bajas a hablar con nosotros un rato?

Pero Julia no respondió a la pregunta de Birgit. Al contrario, se aplicó a escrutar un mechón de su cabello con absoluta concentración.

– Por favor, Julia, por favor.

Birgit se sentó en la silla que había ante el escritorio, mirando hacia donde estaba Julia.

– Comprendo que estés enfadada e incluso que nos odies, pero créeme, no queríamos hacerte daño.

Julia disfrutaba al ver a Birgit tan estropeada, tan ajada. Se diría que llevaba varias noches sin dormir, y así sería, probablemente. Además, se le habían formado nuevas arrugas alrededor de los ojos y Julia pensó con maldad que debería adelantar la fecha del lifting que había pensado regalarse el año próximo, cuando cumpliese los sesenta y cinco. Birgit acercó un poco la silla y posó la mano sobre el hombro de Julia, que lo agitó para deshacerse de ella. Birgit se retiró, algo dolida.

– Querida, si ya sabes que todos te queremos.

Y una mierda. ¿A qué venía tanto cuento? Los tres eran conscientes de en qué medida podían contar con el otro y Birgit no tenía ni idea de lo que era amar. La única persona a la que había querido en su vida era Alex. Siempre Alex.

– Tenemos que hablar de ello, Julia. Ahora tenemos que apoyarnos.

A Birgit le temblaba la voz. Julia se preguntaba cuántas veces habría deseado que hubiese sido ella, y no Alex, la muerta. Vio que Birgit se rendía y, con mano temblorosa, volvía a colocar la silla en su sitio. Antes de cerrar la puerta, Birgit lanzó una última mirada suplicante a Julia que, con desprecio manifiesto, se dio la vuelta y se colocó mirando a la pared. Birgit salió y cerró sin hacer ruido.

Las mañanas no eran el momento favorito de Patrik; y aquella mañana era especialmente detestable. En primer lugar, tuvo que salir del calor de la cama y dejar allí a Erica para ir al trabajo. En segundo lugar, se vio obligado a quitar nieve durante media hora para poder sacar el coche. Finalmente, cuando ya tenía el camino despejado y limpio de nieve, el maldito coche no arrancó. Tras varios intentos fallidos, tuvo que darse por vencido y preguntarle a Erica si podía prestarle el suyo. No había ningún problema y, por suerte, el vehículo arrancó a la primera.

Llegó a la oficina con media hora de retraso. La operación quitanieves lo había hecho sudar y entró agitando la camisa en un intento de darse aire. La cafetera eléctrica era una parada obligada antes de ponerse a trabajar, y no sintió que se le regulaba el pulso hasta que no se vio ante el escritorio con la taza de café en la mano. Se permitió el lujo de soñar por un instante y de recrearse en el sentimiento de enamoramiento insensato y desmedido. La noche pasada había sido tan maravillosa como la primera, pero en esta ocasión habían logrado imponerse un ápice de sentido común y dormir un par de horas. No se podía decir que estaba descansado, eso sería exagerar, pero al menos no estaba en coma, como el día anterior.

Abordó en primer lugar las notas de su encuentro con Jan. No había conseguido ningún dato nuevo que despertase su interés, pero no daba el tiempo por perdido. El hacerse una idea de la persona o personas implicadas era muy importante para la investigación. «Las investigaciones de asesinato tratan de seres humanos», solía decir uno de sus profesores de la Escuela Superior de Policía. Y él lo tenía siempre presente. Además, se tenía por buen conocedor del género humano y, durante las entrevistas con los testigos y los sospechosos, tenía por costumbre intentar dejar al margen los hechos objetivos por un momento para concentrarse exclusivamente en la impresión que le causaba la persona que tenía ante sí. Jan no le había inspirado ninguna sensación positiva. Poco fiable, escurridizo y hedonista eran los calificativos que le sugerían las impresiones que en él había causado su personalidad. Estaba claro que ocultaba más de lo que concedía revelar. Patrik volvió a enfrascarse en el montón de documentos sobre la familia Lorentz. Aún no había descubierto ninguna conexión concreta entre ellos y los dos casos de asesinato. Aparte de las llamadas de Anders a Jan, en relación con las cuales tampoco podía demostrar que no fuese cierta la versión de Jan de que el objetivo de las llamadas fuese molestarlo a él y a su familia. Patrik comenzó por la carpeta que contenía el archivo sobre la muerte de los padres de Jan. Hubo algo en el tono de éste al hablar del suceso que lo inquietaba. Algo que sonaba falso. De pronto, se le ocurrió una idea. Tomó el auricular y marcó un número que conocía de memoria.

– Hola Vicky ¿cómo va todo?

La persona a la que había llamado contestó que todo iba bien y, tras las consabidas preguntas de cortesía, Patrik fue al grano.

– Oye, me pregunto si puedes hacerme un favor. Estoy mirando a un tipo que debió de entrar en los archivos de Asuntos Sociales hacia el setenta y cinco. Tenía diez años y entonces se llamaba Jan Norin. ¿Crees que conserváis ahí algo sobre él? Vale, espero.

Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa mientras Vicky Lind, de la oficina de Asuntos Sociales, comprobaba su base de datos. Tras un instante, volvió a oír su voz a través del auricular.

– ¿Y tienes ahí los datos? Perfecto. ¿Podrías decirme quién se encargó del caso? ¿Siv Persson? Estupendo, conozco a Siv. No tendrás su número de teléfono, ¿verdad?

Patrik anotó el número en un Post-it y colgó tras haberle prometido a Vicky una invitación a comer. Marcó el número que le habían dado y oyó enseguida una voz muy despierta al otro lado del hilo telefónico. Resultaba que Siv se acordaba perfectamente del caso de Jan Norin y le dijo a Patrik que no tenía ningún inconveniente en que fuese a verla de inmediato.

El agente echó mano de la cazadora, pero lo hizo con tal ímpetu que, sin querer, derribó el perchero donde estaba colgada. Con una precisión de lo más desafortunada, el perchero arrastró en su descenso hacia el suelo tanto el cuadro de la pared como una maceta que había en un estante, lo que originó un estrépito considerable. Patrik decidió dejarlo todo como estaba por el momento, pero cuando salió al pasillo se encontró con que había más de una cabeza asomada a la puerta. Él se limitó a saludar con la mano antes de dirigirse corriendo hacia la salida, seguido de varios pares de ojos que lo miraban curiosos.

La oficina de Asuntos Sociales quedaba a tan sólo doscientos metros de la comisaría, así que Patrik emprendió el camino a través de la nieve por la calle donde se encontraban los comercios. Al final de ésta giró a la izquierda, a la altura de la posada de Tanumshede Gestgifveri, y siguió aún unos metros. La oficina estaba en el mismo edificio que la administración municipal y, una vez dentro, Patrik subió la escalera. Tras un animado saludo a la recepcionista, una joven que había sido su compañera de clase en el instituto, entró en el despacho de la asistente social. Siv Persson no se molestó en levantarse al verlo. Sus caminos se habían cruzado muchas veces durante los años que Patrik llevaba en la Policía y los dos respetaban la profesionalidad del otro, aunque no siempre compartían las mismas opiniones sobre el modo idóneo de llevar un caso. Principalmente, porque Siv era una de las personas más buenas del mundo y, para un asistente social, tal vez no fuese lo ideal ver sólo el lado bueno de las personas. Al mismo tiempo, Patrik la admiraba, pues, pese a haberse topado con un considerable número de granujas a lo largo de los años, Siv seguía conservando inalterable su visión positiva de la naturaleza humana. En el caso de Patrik, era más bien al contrario.

– ¡Hola, Patrik! Así que has conseguido cruzar el caos nevado de ahí fuera para llegar aquí, ¿eh?

Patrik reaccionó instintivamente ante la falta de naturalidad de su tono jovial.

– Sí, por poco si necesito una moto de nieve para llegar entero.

La mujer tomó las gafas, que tenía colgadas de un cordón alrededor del cuello, y se las colocó en la punta de la nariz. A Siv le encantaban los colores vivos y hoy llevaba unas gafas rojas a juego con su vestimenta. No había cambiado de peinado desde que la conocía: un corte a lo paje a la altura de la mandíbula y un flequillo corto justo por encima de las cejas. También su cabello era de color rojo cobrizo, y el conjunto de colores fuertes hizo que Patrik se animase sólo con mirarla.

– Querías mirar uno de mis antiguos casos, ¿no? El de Jan Norin.

Su tono de voz seguía siendo muy forzado. La mujer había preparado el material antes de que él llegase y lo tenía sobre la mesa en una gruesa carpeta.

– Bueno, pues, como ves, tenemos bastantes documentos sobre ese joven. Sus padres eran drogadictos y, si no hubiesen muerto en el incendio, tendríamos que haber intervenido tarde o temprano. El chico andaba a su antojo y, prácticamente, tuvo que criarse solo. Llevaba la ropa sucia y descosida y sus compañeros del colegio se burlaban de él y le hacían el vacío, porque olía mal. Al parecer, tenía que dormir en el viejo establo y por eso iba al colegio con la misma ropa con la que se había acostado.

Siv lo miró por encima de las gafas.

– Doy por supuesto que no piensas abusar de mi confianza, sino que traerás la autorización necesaria para obtener información sobre Jan, aunque sea después de haberla obtenido.

Patrik asintió sin decir nada. Sabía que era importante seguir las reglas, pero a veces las investigaciones exigían cierta eficacia y, en esos casos, los molinos de la burocracia debían moler a posteriori. Siv y él tenían una fluida relación profesional desde hacía tiempo, pero sabía que la asistente social tenía el deber de hacerle aquella pregunta. Así que empezó a indagar:

– ¿Por qué no intervinisteis antes? ¿Cómo se permitió que la cosa llegase tan lejos? Me da la impresión de que Jan estaba abandonado desde que nació y, cuando murieron sus padres, tenía ya diez años.

Siv lanzó un profundo suspiro.

– Sí, entiendo a qué te refieres y créeme, yo también lo he pensado mil veces. Pero cuando empecé a trabajar aquí, un mes o dos antes del incendio, eran otros tiempos. Tenían que pasar muchas cosas para que el Estado interviniese limitando el derecho de los padres a educar a sus hijos como quisieran. Además, por aquel entonces, no eran pocos los que abogaban por la educación libre lo que, por desgracia, perjudicó a niños como Jan. Por otro lado, jamás hallamos indicios de maltrato físico. Aunque sea un tanto cruel, tal vez lo mejor hubiese sido que lo golpearan de modo que hubiese ido a parar al hospital. En esos casos, gracias a Dios, solíamos empezar a echarle un ojo a la situación familiar. Pero, o bien lo maltrataban procurando que nunca se notase, o «simplemente», lo descuidaban -Siv describió con los dedos el signo de las comillas al decir la palabra simplemente.

En contra de su voluntad, Patrik sintió compasión por el pequeño Jan. ¿Cómo demonios podía uno convertirse en una persona normal con una infancia así?

– Y aún no has oído lo peor. Jamás conseguimos probarlo, pero había numerosos indicios de que sus padres cobraban dinero o drogas por permitir que hombres adultos abusaran de su hijo.

Patrik se quedó atónito, boquiabierto. Aquello era mucho peor de lo que jamás habría podido imaginar.

– Ya te digo, nunca pudimos probarlo, pero ahora vemos que Jan presentaba las características que hoy se asocian a los niños que son víctimas de abusos sexuales. Entre otras cosas, tenía serios problemas de disciplina en el colegio. Los demás niños le hacían el vacío, sí, pero también le tenían miedo.

Siv abrió la carpeta y se puso a hojear los papeles hasta que dio con el documento que buscaba.

– Aquí lo tenemos. En segundo, se llevó un cuchillo a la escuela y amenazó con él a uno de los que más lo acosaban. Incluso le hizo un corte en la cara, pero la dirección del centro silenció el asunto y, por lo que veo, no sufrió castigo alguno. Se produjeron varios altercados similares en los que Jan mostró gran agresividad contra sus compañeros de clase, pero el incidente del cuchillo fue el más grave. También lo denunciaron varias veces a la dirección por comportarse de forma indebida con las niñas de la clase. Para ser tan joven, protagonizaba insinuaciones y acosos sexuales muy avanzados. Tampoco esas denuncias condujeron a ningún correctivo. Sencillamente, no se sabía cómo tratar a un niño que presentaba tales trastornos en sus relaciones con las personas de su entorno. Estoy segura de que hoy habríamos reaccionado a los signos externos y habríamos actuado de algún modo, pero debes recordar que todo esto sucedió a principios de los setenta. Aquellos eran otros tiempos.

Patrik se sentía lleno de compasión y de rabia ante la idea de que alguien pudiese tratar así a un niño.

– Después del incendio, ¿se produjeron más episodios de este tipo?

– No, y eso es lo extraño. Después del incendio, fue acogido muy pronto por la familia Lorentz y, a partir de ahí, no volvimos a oír jamás que Jan tuviese problemas. Yo misma fui a visitar a la familia un par de veces para hacer un seguimiento de la situación y te aseguro que aquel era un Jan totalmente distinto. Allí estaba, sentado, enfundado en un traje de chaqueta y repeinado, mirándome fijamente, sin pestañear siquiera, mientras contestaba educadamente a todas mis preguntas. Bastante incomprensible, la verdad. Nadie puede cambiar tanto así, de la noche al día.

Aquello alertó a Patrik. Era la primera vez que oía a Siv insinuar siquiera algo negativo sobre alguno de sus casos. Y comprendió que merecía la pena indagar más en ello. Siv quería decirle algo, pero él tendría que sonsacárselo.

– Y en cuanto al incendio…

Dejó la frase inconclusa un instante y observó que Siv se enderezaba en la silla, lo que interpretó como indicio de que iba por buen camino.

– He oído ciertos rumores al respecto.

– Yo no puedo responder de los rumores. ¿Qué es lo que has oído?

– Que fue provocado. Incluso en el informe de nuestra investigación aparece como «incendio probablemente provocado», pero nadie encontró jamás ni rastro de los autores. El incendio se originó en la planta baja de la casa. La familia Norin dormía en una habitación de la planta superior y no tuvieron la menor posibilidad de salvarse. ¿Tú sabes quién podría odiar a los Norin hasta el punto de hacer algo así?

– Sí. -Su respuesta fue tan escueta y la pronunció en voz tan baja, que Patrik no estaba seguro de haber oído bien.

Entonces la mujer la repitió más alto:

– Sí, sabemos quién odiaba a los Norin lo suficiente como para quemarlos vivos.

Patrik guardó silencio, invitándola a que siguiese hablando a su ritmo.

– Yo acompañé a la policía hasta el interior de la casa. Los primeros en llegar fueron los bomberos y uno de ellos había ido a examinar el establo, para ver si las chispas de la casa habían llegado hasta allí, con el consiguiente riesgo de un nuevo incendio. El bombero encontró a Jan en el establo y, puesto que el niño se negaba a salir de allí, nos llamaron a nosotros. Yo era nueva en el trabajo de asistente social y he de reconocer que, cuando todo pasó, pensé que había sido bastante emocionante. Jan estaba sentado al fondo del establo, con la espalda contra la pared, vigilado por un bombero que quedó muy aliviado al vernos llegar. Yo despaché a la policía y entré para, según creía yo, consolar a Jan y llevármelo de allí. El pequeño no dejaba de mover las manos, pero, como estaba oscuro, no se veía lo que estaba haciendo. Entonces me acerqué y vi que trajinaba con algo que tenía en la rodilla. Era una caja de cerillas. Con sincero entusiasmo, clasificaba las cerillas en dos montones, las usadas, con la cabeza negra, en una mitad de la caja; y las nuevas, con la cabeza roja, en la otra mitad. Su rostro expresaba la más pura alegría. Todo él lucía como con una felicidad interior. Te aseguro, Patrik, que ha sido la experiencia más desagradable de toda mi vida. Todavía veo su rostro a veces, antes de acostarme. Ya a su lado, le quité la caja de cerillas con cuidado. Entonces me miró y preguntó: «¿Están muertos ya?» Sólo eso. «¿Están muertos ya?» Después soltó una risita y se dejó conducir fuera del viejo establo. Lo último que vi antes de salir fue una manta, una linterna y un montón de ropa arrojada en un rincón. Entonces comprendí que éramos culpables de la muerte de sus padres. Tendríamos que haber actuado muchos años antes.

– ¿Se lo has contado a alguien?

– No, ¿qué iba a decir? ¿Que mató a sus padres mientras jugabacon las cerillas? No, jamás he dicho nada hasta hoy, y porque tú me has preguntado. Pero siempre sospeché que se las vería con la policía de un modo u otro. ¿En qué está metido ahora?

– No puedo decirte nada aún, pero te prometo que te informaré en cuanto pueda. Te agradezco muchísimo que me hayas confiado todo esto y te aseguro que solicitaré la autorización enseguida, para que no tengas problemas.

Se despidió y se marchó enseguida.

Ya a solas, Siv Persson quedó sentada ante su escritorio, con las gafas rojas colgando del cordón, frotándose la base de la nariz con el pulgar y el índice y los ojos cerrados.

En el mismo momento en que Patrik se vio fuera, entre los torbellinos de nieve que se formaban en la acera, sonó su móvil. Ya se le habían congelado los dedos por el intenso frío y le costó abrir la pequeña tapa del teléfono. Deseaba que fuese Erica, pero se decepcionó al ver que era el número de la comisaría el que parpadeaba en la pantalla.

– Patrik Hedström. ¡Hola, Annika! No, ya estoy en camino. Bueno, espera un poco, no tardo nada en llegar a la comisaría.

Cerró la tapa. Annika lo había conseguido una vez más. Había encontrado algo que no encajaba en el relato biográfico de Alex.

El hielo crujía bajo sus pies mientras corría en dirección a la comisaría. El quitanieves había pasado por allí mientras él estaba en Asuntos Sociales con Siv, por lo que no le costó tanto volver. No eran muchos los valientes que andaban por la calle con aquellos fríos y la calle comercial estaba prácticamente desierta, a no ser por un par de personas que avanzaban con paso presuroso, el cuello del abrigo levantado y el gorro encajado hasta las cejas, para protegerse del frío.

Tras cruzar la puerta de la comisaría, zapateó varias veces con el fin de deshacerse de la nieve que se le había pegado a las suelas. Se dijo que debía recordar para el futuro que los mocasines y la nieve no eran una buena combinación, pues la sensación de tener los calcetines mojados era muy desagradable. Claro que eso era algo que él debería haber previsto.

Fue derecho al despacho de Annika, que lo aguardaba con expresión de suma satisfacción, por lo que dedujo que había encontrado algo muy bueno.

– ¿Tienes toda la ropa en la lavadora, o qué?

Patrik no comprendió la pregunta enseguida, pero, a juzgar por la sorna con que lo miraba, concluyó que Annika intentaba hacer un chiste a su costa. Un segundo más tarde, se le encendió la bombilla y miró su vestimenta. ¡Mierda!, no se había cambiado de ropa desde anteayer, cuando fue a casa de Erica. Recordó el ejercicio físico a que lo obligó la nieve acumulada a la entrada de la casa y se preguntó si olía sólo mal o si olería muy mal.

Masculló una respuesta ininteligible mientras se esforzaba por mirar a Annika con tanto encono como pudo, a lo que la mujer sonrió con más gana aún.

– Sí, qué graciosa. En fin, vamos al grano. Dime lo que sabes, mujer.

Acompañó estas palabras con un puñetazo que, con fingida ira, dio sobre la mesa. El jarrón de flores respondió de inmediato volcándose y derramando el agua sobre el escritorio.

– ¡Vaya, lo siento! No era mi intención. ¡Qué torpe soy!

Rebuscó en sus bolsillos por ver si encontraba algo con lo que secar el agua, pero Annika se adelantó, como de costumbre y sacó de la chistera un rollo de papel de cocina de algún lugar de detrás del escritorio. Empezó a secar el agua tranquilamente, mientras le daba a Patrik la consabida orden:

– ¡Siéntate!

Él obedeció en el acto y pensó que era un tanto injusto que no le diesen una galletita como premio por ser tan bueno.

– ¿Vamos a ello?

Annika no aguardó la respuesta de Patrik, sino que comenzó a leer la pantalla de su ordenador.

– Veamos. Empecé por el momento de su muerte y fui retrocediendo. Todo parece encajar en cuanto a los años que vivió en Gotemburgo. Abrió la galería de arte con una amiga, en 1989. Antes, pasó cinco años en Francia, en la universidad, donde se especializó en Historia del Arte. Hoy he recibido sus calificaciones por fax y la verdad es que superó los exámenes en la primera convocatoria y con buenos resultados. Fue al instituto Hvitfeldtska, en Gotemburgo. También ellos me han enviado sus calificaciones. No era una estudiante brillante, pero tampoco era mala y se mantuvo siempre en la media.

Annika hizo aquí una pausa para mirar a Patrik que, inclinado hacia delante, intentaba leer más aprisa lo que aparecía en la pantalla. Ella la giró ligeramente para impedirle que se hiciese con el descubrimiento antes de tiempo.

– Antes del instituto pasó unos años en un internado suizo. Estuvo en una escuela internacional, L'École de Chevalier, que es carísima.

Annika subrayó especialmente la última palabra.

– Según los datos que me dieron cuando los llamé, cuesta así, redondeando, unas cien mil coronas por semestre, a lo que hay que añadir alojamiento, comida, vestido y libros. Y lo he comprobado, los precios eran igual de elevados cuando Alexandra Wijkner se matriculó allí.

Sus palabras fueron llegando a la conciencia de Patrik, que pensó en voz alta:

– Es decir, que la cuestión es cómo la familia Carlgren pudo permitirse enviar a Alex allí. Por lo que yo sé, Birgit ha sido siempre ama de casa y no es posible que Karl-Erik ganase lo suficiente para poder afrontar esos gastos. ¿Has comprobado…?

Annika lo interrumpió.

– Sí, pregunté quién pagaba las facturas de Alexandra, pero me dijeron que no podían divulgar esa información. La única manera sería presentar una orden de la policía suiza, pero con los trámites burocráticos, tardaríamos seis meses como mínimo en conseguirlo. Así que empecé por otro lado y me puse a comprobar la historia económica de la familia Carlgren. Por si habían heredado de algún pariente, quién sabe. Aún espero que me avisen del banco, pero puede llevarles un par de días enviarnos la información. Sin embargo -Annika hizo aquí una nueva pausa dramática-, eso no es lo más interesante. Según los datos de la familia Carlgren, Alex empezó en el internado en la primavera de 1977. Pero según los registros de la escuela, no lo hizo hasta la primavera de 1978.

– ¿Estás segura?

Patrik apenas podía contener su excitación.

– Lo he mirado y remirado y vuelto a mirar, que lo sepas. El año transcurrido entre la primavera de 1977 y la de 1978 falta en la biografía de Alex. No tenemos ni idea de dónde estuvo. Los Carlgren se fueron de aquí en marzo de 1977 y, después, no hay nada, ni un solo dato hasta que Alex empieza en el internado suizo al año siguiente y, al mismo tiempo, sus padres aparecen en Gotemburgo. Se compraron una casa y Karl-Erik empezó en su nuevo trabajo como jefe de una mediana empresa de mayoristas.

– Es decir, que tampoco sabemos dónde se encontraban ellos durante ese periodo.

– No, aún no. Pero sigo buscando. Lo único que sabemos es que no hay datos que indiquen que estuviesen en Suecia durante ese año.

Patrik calculó con los dedos.

– Alex nació en 1965, es decir que en el 77 tenía…, a ver…, doce años.

Annika volvió a mirar la pantalla.

– Nació el 3 de enero, así que es correcto, cuando se mudaron, ella tenía doce años.

Patrik asintió reflexivo. La información que Annika había conseguido era muy valiosa, pero por el momento sólo originaba más interrogantes. ¿Dónde estuvo la familia Carlgren entre 1977 y 1978? Una familia entera no podía desaparecer así como así. Seguro que habrían dejado algún rastro, sólo había que encontrarlo. Pero al mismo tiempo tenía que haber algo más. Aún le rondaba la cabeza el descubrimiento de que Alex había tenido hijos con anterioridad.

– ¿De verdad que no encontraste ninguna otra laguna en sus antecedentes? Tal vez alguien hiciese los exámenes por ella en la universidad y su socia de la galería pudo llevarla sola un tiempo. No es que no confíe en lo que has encontrado, pero ¿no podrías volver a mirarlo una vez más? Y consulta también en los hospitales, por si Alexandra Carlgren, o Wijkner, hubiese dado a luz en alguno. Empieza por los de Gotemburgo y, si no hay nada, sigue buscando en el resto del país, partiendo de Gotemburgo. Debe de haber algún registro de ese episodio en alguna parte. Un bebé no puede esfumarse sin más.

– ¿Y si tuvo el niño en el extranjero? Durante su estancia en el internado, por ejemplo, o en Francia.

– ¡Sí, claro! ¿Cómo no lo he pensado antes? Prueba a conseguir la información a través de los canales internacionales. E intenta dar con un modo de averiguar dónde se metieron los Carlgren. Pasaportes, visados, embajadas. En algún lugar debe de haber datos de adonde se fueron.

Annika tomó buena nota de todo.

– Por cierto, ¿alguna información interesante de los colegas?

– Ernst ha comprobado la coartada de Bengt Larsson y parece consistente, así que a él podemos tacharlo. Martin ha estado hablando por teléfono con Henrik Wijkner pero no ha sacado en claro nada más sobre la relación entre Anders y Alex. Pensaba seguir indagando entre los compañeros de juerga de Anders, por si les dijo algo. Y Gösta… Gösta está en su despacho, compadeciéndose de sí mismo e intentando reunir las fuerzas necesarias para ir a Gotemburgo a interrogar a los Carlgren. Apuesto lo que quieras a que no sale antes del lunes.

Patrik lanzó un suspiro. Si quería resolver aquel caso, más le valdría no confiar en la colaboración de sus colegas, sino hacer él mismo el trabajo de campo.

– ¿No has pensado en preguntarles a los Carlgren directamente? Tal vez no haya nada sospechoso en el asunto. Puede que exista una explicación lógica -sugirió Annika.

– Fueron ellos los que aportaron los datos sobre Alex. Por alguna razón, intentaron ocultar lo que hicieron entre el 77 y el 78. Hablaré con ellos, pero antes quiero saber más al respecto. No quiero que tengan la menor oportunidad de escabullirse.

Annika se retrepó en la silla con una sonrisa insidiosa.

– ¿Cuándo tocarán a boda las campanas?

Patrik sabía que la mujer no estaba dispuesta a soltar un bocado tan suculento por las buenas. Así que no le quedaba más que hacerse a la idea de ser la fuente de entretenimiento de la comisaría en los próximos meses.

– Bueeeeno, creo que sería un poco, un poquito precipitado aún. Tal vez debamos estar juntos una semana, por lo menos, antes de pasar por la iglesia.

– ¿Aaaah, entonces estáis juntos?

Patrik había caído en la trampa de cabeza.

– No, bueno, a ver, sí, tal vez sí… No lo sé, estamos bien juntos, por ahora. Pero es muy reciente y puede que ella se vuelva a Estocolmo dentro de poco, en fin, no sé. Tendrás que contentarte con esto, por el momento.

Patrik se retorcía en la silla como un gusano.

– De acuerdo, pero quiero que me mantengas constantemente informada de cómo va la cosa, ¿me oyes? -Annika subrayó sus palabras con un gesto aleccionador de su dedo índice.

Patrik asintió resignado.

– Vale, vale, te iré contando lo que suceda. Te lo prometo. ¿Satisfecha?

– Bueno, por ahora, me conformaré.

La mujer se levantó, rodeó el escritorio y, antes de que Patrik se diese cuenta siquiera, se vio atrapado en un tremendo abrazo, envuelto en el asombrosamente generoso busto de Annika.

– Me alegro mucho por ti. No lo estropees, Patrik, prométemelo.

Dicho esto, le dio otro apretón que le hizo crujir las costillas. Puesto que se había quedado sin aire por el momento, no pudo responder, pero ella tomó su silencio por un sí y lo soltó, no sin antes haber culminado la operación con un buen pellizco en la mejilla.

– Oye, vete a casa y cambíate de ropa. ¡Apestas!

Y con semejante comentario y con la mejilla y las costillas doloridas, se vio de nuevo en el pasillo. Se palpó el pecho con cautela. Adoraba a Annika, pero a veces deseaba que comprendiese que debía conducirse con más delicadeza con un pobre hombre de treinta y cinco años, cuya condición física iba cuesta abajo.

Badholmen aparecía desierto y abandonado. En verano solía estar abarrotado de alegres bañistas y del parloteo de los niños, pero ahora silbaba el viento solitario sobre la nieve que había caído formando una gruesa capa durante la noche. Erica fue subiendo con cuidado al pisar la nieve que cubría las rocas. De repente, había sentido una gran necesidad de respirar aire fresco y decidió subir a Badholmen, desde donde, sin que nadie la molestase, podía otear las islas y el espejo de hielo que parecía infinito. Se oía el ruido de los coches en la distancia, pero, por lo demás, reinaba un dulce silencio, hasta el punto de que casi podía oír sus propios pensamientos. El trampolín se alzaba a su lado. No tan alto como se le antojaba cuando era pequeña, pues entonces le daba la impresión de que llegaba hasta el cielo, pero lo suficientemente alto para no atreverse a saltar desde la última plataforma cualquier día de verano.

Pensó que podría quedarse allí eternamente. Iba bien abrigada, así que podía oponerse al frío que intentaba penetrar sus ropas y, mientras lo pensaba, sintió que se fundía el hielo de su interior. No se había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que dejó de estarlo. Pero ¿qué sería de ella y Patrik si tenía que volver a Estocolmo? Vivirían separados por muchos kilómetros y se sentía demasiado mayor para mantener una relación a distancia.

Si se veía obligada a aceptar la venta de la casa, ¿tendría alguna posibilidad de quedarse en Fjällbacka? No quería mudarse a casa de Patrik hasta que la solidez de su relación se hubiese sometido a la prueba del paso de bastante tiempo y, así las cosas, no le quedaba más alternativa que encontrar otra vivienda en Fjällbacka.

El problema era que esa alternativa no le atraía lo más mínimo. La principal razón era que, si vendían la casa, ella preferiría cortar todos sus lazos con Fjällbacka a visitarla y ver a gente extraña disponiendo de su casa de toda la vida. Tampoco se hacía a la idea de alquilar un apartamento, pues se sentiría muy extraña. Notó que la alegría iba esfumándose a medida que se amontonaban los puntos negativos. Seguro que tendría solución, pero no podía por menos de admitir que, aunque no era tanto como un vejestorio, los años que llevaba viviendo sola habían dejado su huella y ya no era tan flexible como antes. Tras seria consideración, había llegado a la conclusión de que estaba dispuesta a renunciar a su vida en Estocolmo, pero sólo si podía quedarse en el ambiente familiar de su casa de toda la vida. De lo contrario, su universo tendría que experimentar demasiados cambios y, enamorada o no, no se veía con fuerzas para ello.

Cabía la posibilidad de que la muerte de sus padres la hubiese hecho menos proclive a aceptar grandes cambios. Ese cambio, su pérdida, sería más que suficiente por muchos años y ahora no aspiraba más que a sumirse en una existencia segura y predecible. De tener miedo a las ataduras había pasado a no desear otra cosa que incluir a Patrik como una parte de esa vida segura y predecible. Quería poder planear su vida con todos los pasos habituales: convivir, prometerse, casarse, tener hijos y, después, una larga serie de días normales y corrientes, uno tras otro, hasta que llegase aquel en que se mirasen el uno al otro para descubrir que habían envejecido juntos. No le parecía mucho pedir.

Por primera vez sintió una punzada de dolor al pensar en Alex. Como si no hubiese comprendido hasta ahora que la vida de Alex había terminado irremediablemente. Aunque sus caminos no se hubiesen cruzado en muchos años, Erica había pensado en ella de vez en cuando, siempre sabiendo que su vida seguía adelante, paralela a la suya propia. Ahora, en cambio, ella era la única de las dos que tenía un futuro, que podría vivir el infortunio y la felicidad que los años le trajesen. Ahora y para el resto de su vida, cada vez que pensara en Alex lo haría recordando la imagen de su lívido cadáver en la bañera. La sangre en los azulejos y el cabello como un halo de santidad congelado. Tal vez ésa fuese la razón por la que había decidido empezar a escribir un libro sobre ella. Sería un modo de revivir los años en que fueron muy amigas y, al mismo tiempo, de conocer a la Alex en la que se convirtió después de que se separasen.

Lo que más preocupada la tenía últimamente era que el material le parecía algo inconsistente. Era como si estuviese mirando una figura tridimensional, pero sólo desde un lado. Los otros, tan importantes como el lado visible para hacerse una idea de la forma de la figura, no había podido verlos aún. Y había llegado a la conclusión de que debía observar más a las personas que había alrededor, no sólo a los protagonistas, sino a todos los que representaban papeles secundarios en torno a Alex. Pensó en primer lugar en algo que intuyó con la perspicacia de un niño pero que nunca llegó a entender.

El año antes de que Alex se mudase, se había producido un suceso que nadie le contó jamás. Tan pronto como ella se acercaba a un grupo de mayores, callaban los cuchicheos. Tenía la sensación de que estuviesen protegiéndola de alguna información y ahora sentía que necesitaba desesperadamente averiguar de qué se trataba. El problema era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo único que recordaba de las ocasiones en que intentó escuchar a hurtadillas las conversaciones que, entre susurros, mantenían los mayores, era la palabra «escuela», que mencionaban a todas horas. No era gran cosa, pero no había más. Erica sabía que el profesor que ella y Alex habían tenido en primaria seguía viviendo en Fjällbacka, y tanto daba empezar por ahí como por cualquier otro lado.

El viento había arreciado y, pese a lo abrigado de su ropa, empezaba a notar el frío. Y pensó que era hora de empezar a moverse. Echó un último vistazo a Fjällbacka, que yacía protegida por la gran montaña que se alzaba a su espalda. Aquel panorama, bañado en verano por una luz dorada, aparecía ahora yermo y gris, pero a Erica no le parecía menos hermoso. En verano hacía pensar en un hormiguero donde se desarrollaba una actividad constante. Ahora, en cambio, el pueblecito irradiaba una dulce paz, como si de una ciudad dormida se tratase. Sin embargo, ella sabía que la impresión de calma era engañosa. Bajo la superficie latían también las distintas manifestaciones de la maldad humana representadas igual que en cualquier otro lugar del mundo habitado por el hombre. Había tenido la oportunidad de comprobarlo en parte en Estocolmo, pero Erica se temía que en Fjällbacka fuese aún más peligroso. El odio, la envidia, la codicia y la venganza, todo quedaba oculto bajo una gran tapadera creada por el qué dirán. La maldad, la mezquindad y la inquina fermentaban tranquilamente bajo una superficie que siempre aparecía reluciente. Allí sentada sobre las rocas de Badholmen, al contemplar el pueblecito cubierto por la nieve, Erica se preguntó cuántos secretos no guardarían sus casas.

Se estremeció y, con las manos hundidas en los bolsillos, emprendió el regreso al centro.

La vida se había ido convirtiendo en algo más amenazante cada año. Cada día descubría un nuevo peligro. Todo empezó el día en que tomó plena conciencia de todos los bacilos y bacterias que, en miríadas, circulaban a su alrededor. Para él, suponía un reto cada vez que tenía que tocar algo y si, al final, no le quedaba más remedio, veía ejércitos enteros de bacterias abalanzándose sobre él y amenazando con contagiarle infinidad de enfermedades, conocidas o no, que seguramente terminarían por causarle una muerte larga y dolorosa. Por otro lado, el entorno en sí se había convertido en una amenaza. Las grandes superficies comportaban sus riesgos, al igual que las pequeñas conllevaban los suyos. Cuando estaba con un grupo de gente, notaba que el sudor empezaba a manar enseguida de los poros de todos y la respiración se hacía más rápida y superficial. La solución a este problema era bien sencilla. El único entorno que podía controlar, al menos parcialmente, era su propia casa y se dio cuenta muy pronto de que, en realidad, podía vivir sin salir nunca más de ella.

Hacía ya ocho años desde la última vez que estuvo fuera y, desde entonces, había inhibido con tal eficacia toda posible añoranza de poder ver el mundo exterior que ya dudaba de su existencia. Se sentía satisfecho con su vida y no veía razón alguna para modificarla en lo más mínimo.

Axel Wennerström dedicaba su tiempo a una serie de medidas rutinarias sólidamente implantadas. Todos los días seguía el mismo esquema, y aquél no iba a ser diferente. Se levantó a las siete, desayunó y limpió toda la cocina con productos de gran poder desinfectante con el fin de eliminar las posibles bacterias que lo que había ingerido en el desayuno hubiese podido propagar en su camino desde el frigorífico hasta la mesa. Después, invertía las horas siguientes en quitar el polvo, fregar y ordenar el resto de la casa. A la una de la tarde, por fin, podía permitirse una pausa y sentarse a leer el periódico en el porche. Había acordado con Signe, el cartero, que le entregaría el diario todas las mañanas en una bolsa de plástico, con objeto de, en la medida de lo posible, rehuir la imagen de todas las manos sucias de la gente que lo había tocado antes de que llegase a su buzón.

Unos golpecitos en la puerta dispararon sus niveles de adrenalina. No esperaba a nadie a aquellas horas. Solía recibir la compra los viernes y a una hora muy temprana. En principio, ésa era la única visita que recibía. Con sumo esfuerzo, centímetro a centímetro, fue acercándose a la puerta. Los golpecitos se dejaron oír unavez más, con insistencia. Extendió su mano temblorosa hacia la cerradura superior y la abrió. Le habría gustado tener una mirilla en la puerta, pero en su casa, que era muy antigua, no había ni siquiera una ventana junto a ella desde la que controlar a los intrusos. De modo que desbloqueó también la cerradura inferior y, con el corazón desbocado, abrió la puerta haciendo un esfuerzo por no ceder al deseo de cerrar los ojos al horror innominado que lo aguardaba en el exterior.

– ¿Axel? ¿Axel Wennerström?

Se tranquilizó un poco. Las mujeres eran menos peligrosas que los hombres. Pero, por si acaso, mantuvo echada la cadena de seguridad.

– Sí, soy yo.

Intentó sonar tan arisco como le fue posible. Lo único que quería era que aquella mujer, quien quiera que fuese, se marchase enseguida y lo dejase en paz.

– Hola, Axel. No sé si te acuerdas de mí, pero fuiste profesor mío en el colegio. Erica Falck, ¿te suena?

Rebuscó en su memoria. Hacía tantos años y eran tantos niños… Poco a poco, la vaga imagen de una niña rubia fue abriéndose paso en su memoria. Exacto, la hija de Tore.

– Quería saber si podía hablar contigo.

Erica lo miraba acuciante a través de la rendija de la puerta. Axel lanzó un hondo suspiro, quitó la cadenilla y la invitó a pasar. Intentó no pensar en la cantidad de organismos desconocidos que aquella mujer estaría introduciendo en su casa inmaculada. Le señaló un zapatero en el que debía dejar los zapatos. Erica obedeció y, después, colgó el abrigo en el perchero. Para evitar en la medida de lo posible que la suciedad entrase en el resto de la casa, le indicó que se sentase en el sofá de mimbre del porche, tomando nota de que debería lavar los cojines tan pronto como la mujer se hubiese marchado.

– ¡Cuánto tiempo!

– Pues sí, tú debiste de estar en mi clase hace unos veinticinco años, si no recuerdo mal.

– Así es. El tiempo pasa volando.

La charla insulsa producía en Axel una sensación de frustración, pero se obligó a resistir. Quería que Erica fuese al grano y le dijese por qué había ido a su casa, porque así se iría enseguida y lo dejaría en paz. Desde luego que no alcanzaba a comprender qué quería de él. Había tenido cientos de alumnos a lo largo de los años y, hasta la fecha, se había visto libre de sus visitas. Y ahora resultaba que tenía frente a sí a Erica Falck y que él estaba ansioso por deshacerse de ella. Su mirada se dirigía sin cesar al cojín sobre el que estaba sentada Erica y, literalmente, veía todas las bacterias que traía consigo reptando y trepando por el sofá, por el suelo… Y pensó que no sería suficiente con lavar los cojines cuando se marchase, sino que tendría que limpiar de nuevo toda la casa.

– Imagino que te preguntarás a qué he venido.

Él asintió sin decir nada.

– Habrás oído hablar del asesinato de Alexandra Wijkner.

Cierto que había oído hablar de ello. Y el suceso lo había hecho recordar cosas que había dedicado gran parte de su vida a olvidar. Un motivo más para desear que Erica se levantase y saliese por la puerta. Pero no, la mujer seguía allí, con lo que tuvo que reprimir el infantil impulso de taparse los oídos con las manos y empezar a tararear una cancioncilla para no oír lo que sabía que tendría que oír.

– Tengo motivos personales para investigar ciertos aspectos de la vida de Alex y de su muerte, por lo que me gustaría hacerte unas preguntas, si no te importa.

Axel cerró los ojos. Siempre supo que llegaría este día.

– Sí, por qué no.

No se molestó en preguntar cuáles eran los motivos que habían inducido a Erica a andar preguntando por Alex. Si no quería decírselos, a él le parecía bien. No le interesaban. Ella podía preguntar, pero él no tenía por qué responder. Aunque, al mismo tiempo y para su sorpresa, sentía una gran necesidad de contárselo todo a aquella mujer rubia. De deshacerse de toda la carga que había soportado durante tantos años y pasársela a alguien, quien quiera que fuese. Aquello había envenenado su vida. Había crecido como una semilla en lo más hondo de su conciencia para después extenderse como un veneno por su cuerpo y su razón. En sus momentos de mayor clarividencia, sabía que aquello constituía el origen de su necesidad de limpieza y de su creciente miedo por cuanto supusiera una amenaza para su control del entorno. Erica Falck podía preguntarle lo que gustase, pero él haría todo lo posible por reprimir su deseo de hablar. Sabía que, si empezaba a ceder, los diques se resquebrajarían, eliminando los muros de protección que él había levantado con tanto esmero. Era algo que no podía permitir.

– ¿Recuerdas a Alexandra en aquellos años?

El hombre sonrió con amargura para sus adentros. La mayoría de los alumnos no habían dejado más que un recuerdo vago e indefinido, pero Alexandra permanecía hoy en su memoria con la misma claridad que hacía veinticinco años. Aunque eso no pensaba decirlo.

– Sí, la recuerdo, pero como Alexandra Carlgren, no Wijkner, claro está.

– Claro, desde luego. ¿Cómo la recuerdas en la escuela?

– Callada, algo retraída, bastante madura para su edad.

Vio que Erica se desanimaba ante su parquedad, pero él estaba haciendo un esfuerzo consciente por decir tan poco como fuese posible, como si las palabras pudiesen tomar el mando y empezar a fluir por sí mismas si eran muchas.

– ¿Era buena estudiante?

– Bueno, del montón, diría yo. No se contaba entre los más ambiciosos del grupo, por lo que yo recuerdo, pero era inteligente sin llamar la atención y se encontraba más o menos en la media de la clase.

Erica vaciló un instante y Axel comprendió que estaba a punto de acercarse a las preguntas que realmente quería hacerle. Las que había formulado hasta ahora no habían sido más que una introducción.

– Sabes que se mudaron a mitad de curso. ¿Recuerdas cuáles fueron los motivos que adujeron sus padres?

Axel fingió que pensaba, juntó las yemas de los dedos y apoyó sobre ellas la barbilla, en un impostado gesto de reflexión. Vio que Erica se adelantaba un poco en el sofá, mostrando así su expectación ante la respuesta. Pero no tenía más remedio que decepcionarla. La verdad era lo único que no podía ofrecerle.

– Pues, si no recuerdo mal, su padre encontró trabajo en otra ciudad. Para ser sincero, no lo recuerdo bien, pero creo que fue algo así.

Erica no podía ocultar su desencanto. Él volvió a sentir el deseo de aliviar su pecho y desvelar lo que tantos años llevaba ocultando. Pero respiró hondo y reprimió todas las confesiones que luchaban por salir a la luz.

Ella continuó, sin darse por vencida.

– Pero ¿no fue un poco precipitado? ¿Tú habías oído algo al respecto antes de que se mudaran? No sé, quizá Alex había mencionado algo…

– Bueno, a mí no me pareció tan raro. Cierto que fue, como dices, un poco precipitado, si no recuerdo mal, pero son cosas que pueden suceder y tal vez a su padre le hiciesen la oferta con poco margen de tiempo, qué sé yo.

Abrió los brazos, marcando más aún la arruga de su frente, en un gesto que indicaba que su suposición era tan válida como la de Erica. No era ésa la respuesta que ella esperaba, pero tuvo que contentarse con ello.

– Ya, bueno, hay otra cosa. Recuerdo vagamente que, las últimas semanas antes de que se marchasen, la gente hablaba de algo relacionado con Alex. También recuerdo que oí que los mayores mencionaban la escuela. ¿Tienes idea de qué podía ser? Como te digo, mis recuerdos son muy vagos, pero sé que todos intentaban que los niños no nos enterásemos.

Axel notó que todas sus articulaciones se ponían rígidas. Tenía la esperanza de que su turbación no fuese tan evidente como él la sentía. Por supuesto que era consciente de que debían de correr rumores, siempre los había. Era imposible mantener nada en secreto, pero creía que el daño habría quedado limitado. De hecho, él mismo había contribuido a que así fuese. Aquello aún lo devoraba por dentro. Erica seguía esperando su respuesta.

– No, no tengo la menor idea de qué pudo ser. Claro que la gente habla tanto… Ya sabes cómo son. Y por lo general, sus habladurías no tienen mucho de verdad. Yo en tu lugar no le daría importancia.

El rostro de Erica reflejaba una decepción mayúscula. Axel Wennerström comprendía que no había averiguado nada de lo que esperaba cuando llegó. Pero no tenía elección. Era como una olla a presión. Si levantaba un poco la tapa, cualquier cosa lo haría estallar todo. Al mismo tiempo, algo seguía removiéndose en su interior, como queriendo ser contado. Como si alguien se hubiese adueñado de su cuerpo, sentía que la boca se abría y la lengua empezaba a dar forma a las palabras, unas palabras que no debían pronunciarse. Vio con alivio que Erica se ponía de pie y el momento de angustia pasó. La vio ponerse el abrigo y las botas y extender la mano para despedirse. Él miró la mano y tragó saliva un par de veces, antes de estrechársela. Tuvo que reprimir el impulso de retorcer la boca de asco. El contacto con la piel de otra persona le producía una repugnancia que escapaba a toda posibilidad de descripción. Erica cruzó por fin la puerta, pero, justo cuando él iba a cerrarla, se dio la vuelta.

– Por cierto, ¿sabes si Nils Lorentz tenía alguna relación con Alex o con la escuela?

Axel vaciló un instante, pero finalmente, tomó una decisión. La mujer terminaría enterándose por alguna vía. Si no se lo decía él, alguien acabaría diciéndoselo.

– ¿No te acuerdas? Fue profesor de apoyo en primaria durante un semestre.

Después, cerró la puerta, echó las dos cerraduras y la cadena y apoyó la espalda en la puerta con los ojos cerrados.

Rápidamente, sacó los utensilios de limpieza y se puso a eliminar cualquier rastro de la inoportuna visita. Cuando terminó, volvió a sentirse seguro en su mundo.

La noche no había empezado bien. Lucas estaba de mal humor cuando llegó a casa del trabajo y ella intentaba estar atenta para no darle más motivos de irritación. Aunque a aquellas alturas, ya sabía que cuando llegaba malhumorado, cualquier cosa le servía de excusa para desahogar su ira.

Puso especial cuidado al preparar la cena, que era la comida favorita de Lucas y puso la mesa a conciencia. Quitó de en medio a los niños: a Emma le puso la película de El rey león en su cuarto y a Adrian le dio un biberón para cenar, con el fin de que se durmiese pronto. Puso el disco favorito de Lucas, Chet Baker y, además, se vistió algo mejor que de costumbre y se esmeró más de lo habitual con el peinado y el maquillaje. Sin embargo, no tardó en comprender que, aquella noche, daba igual lo que hiciese. Al parecer, Lucas había tenido un día nefasto en el trabajo y la rabia que había ido acumulando tenía que salir por algún lado. Anna vio el destello en sus ojos y supo que no había más que esperar a que estallase la bomba.

El primer golpe llegó sin avisar. Una bofetada con la derecha que le resonó en el oído. Ella se llevó la mano a la mejilla y miró a Lucas, como confiando en que algo se ablandase en su interior al ver las marcas que le dejaba. Pero aquello surtió el efecto contrario y despertó en él el deseo de hacerle más daño aún. El hecho de que él disfrutase de verdad golpeándola era lo que más tiempo le había llevado comprender y aceptar. Durante muchos años, le había creído cuando él le aseguraba que los golpes le dolían a él tanto como a ella. Pero eso había terminado. Había visto a la fiera que llevaba dentro otras veces, y ya le resultaba familiar.

Se acurrucó como por instinto para protegerse de los golpes que sabía se sucederían. Cuando empezaron a lloverle, intentó concentrarse en un punto de su interior al que sabía que Lucas no tenía acceso. Era un truco que había perfeccionado con los años y, aunque seguía siendo consciente del dolor, podía distanciarse de él casi todo el tiempo. Era como si estuviese flotando por el techo de la habitación y, al mismo tiempo, viese a su propio yo encogido en el suelo mientras Lucas desataba su ira contra ella.

Un ruido la obligó a regresar rauda a la realidad y volver a entrar en su propio cuerpo. Emma estaba en la puerta, chupándose el pulgar y con su mantita en el brazo. Anna había conseguido que dejase de chuparse el dedo hacía más de un año, y ahora volvía a hacerlo con ansiedad, buscando consuelo. Lucas no la había visto aún, pues estaba de espaldas a la habitación de Emma, pero se volvió al ver que Anna tenía la mirada fija en un punto detrás de él.

De un salto, antes de que Anna lograse detenerlo, llegó junto a su hija, la alzó con brusquedad en sus brazos y empezó a zarandearla con tal fuerza que Anna pudo oír cómo le rechinaban los dientes. Anna empezó a levantarse del suelo, pero tenía la sensación de que todo sucedía a la velocidad de la luz. Sabía que la escena permanecería para siempre grabada en su mente. Lucas zarandeando a Emma, que miraba con los ojos desorbitados y sin comprender en absoluto a su querido padre que, de repente, se había convertido en un temible extraño.

Anna se lanzó contra Lucas con la idea de proteger a Emma pero no llegó a tiempo y, aterrada, vio cómo Lucas estrellaba el menudo cuerpo de su hija contra la pared. Se oyó un desagradable crujido y Anna supo que su vida acababa de cambiar para siempre en ese momento. Los ojos de Lucas, cubiertos por una membrana irisada, miraban extrañados a la pequeña que tenía en sus manos antes de dejarla en el suelo con sumo cuidado, con ternura. Después volvió a tomarla en sus brazos, pero como si se tratase de un bebé esta vez, y miró a Anna con los ojos brillantes, como de autómata.

– Tenemos que llevarla al hospital. Se ha caído por la escalera y se ha hecho daño. Tenemos que explicárselo. Se ha caído por la escalera.

Hablaba en forma incoherente mientras se dirigía a la puerta, sin mirar si Anna lo seguía o no. Ella estaba conmocionada y echó a andar tras él sin pensar. Era como si estuviese moviéndose en un sueño del que podía despertar en cualquier momento.

Lucas repetía una y otra vez:

– Se ha caído por la escalera. Tienen que creernos, con tal de que digamos los dos lo mismo, nos creerán. Porque los dos vamos a decir lo mismo, ¿verdad, Anna? Se ha caído por la escalera, ¿verdad?

Lucas repetía aquella frase sin cesar pero Anna sólo era capaz de asentir. Quería arrancarle de los brazos a Emma, que ahora lloraba histérica, dolorida y asustada, pero no se atrevía. En el último instante, ya en el rellano de la escalera, despertó de su letargo y cayó en la cuenta de que Adrian se quedaba solo en el apartamento. Se apresuró a entrar a buscarlo y lo llevó meciéndolo en sus brazos hasta que llegaron a urgencias, en tanto que el nudo que sentía en el estómago crecía más y más.

– ¿Quieres almorzar conmigo hoy?

– Sí, gracias. ¿A qué hora te parece que vaya?

– Puedo tener algo listo para dentro de una hora, más o menos. ¿Te viene bien?

– Sí, perfecto. Así me da tiempo a rematar un par de cosas. Entonces, nos vemos en una hora.

Se hizo una breve pausa. Después, se oyó la voz vacilante de Patrik:

– Un beso. Hasta luego.

Erica se sonrojó de alegría al oír la expresión de aquel avance en su relación, pequeño pero muy significativo. Respondió con la misma frase antes de colgar.

Mientras preparaba el almuerzo, se sintió algo avergonzada por su plan. Por otro lado, pensaba que no podía hacer otra cosa y cuando, una hora después, sonó el timbre, respiró hondo antes de abrir la puerta. Era Patrik, al que acogió con un apasionado recibimiento, que se vio obligada a interrumpir cuando el reloj de la cocina le avisó de que los espaguetis estaban listos.

– ¿Qué hay de comer?

Patrik se pasó la mano por el vientre, indicando que tenía hambre.

– Espaguetis a la boloñesa.

– Mmmm, ¡qué rico! ¿Sabías que eres la mujer perfecta?

Patrik se le acercó por detrás, la rodeó con sus brazos y empezó a besarle el cuello.

– Eres sexy, inteligente, fantástica en la cama y, sobre todo, lo más importante de todo, eres buena cocinera. ¿Qué más se puede pedir?

En ese momento, llamaron al timbre. Patrik miró a Erica inquisitivo, pero ella bajó la vista y fue a abrir después de secarse las manos en un paño de cocina. Al otro lado de la puerta esperaba Dan. Tenía muy mal aspecto, la espalda vencida y la mirada sin vida. Erica se alarmó al verlo, pero se contuvo e intentó que no se le notase.

Cuando Dan entró en la cocina, Patrik miró a Erica intrigado. Ella se aclaró la garganta y los presentó:

– Patrik Hedström, éste es Dan Karlsson. Dan tiene algo que contarte. Pero, bueno, vamos a sentarnos.

Erica se encaminó al comedor con la olla de la carne picada. Se sentaron a comer, aunque la situación era muy tensa. Se sentía agobiada, pero sabía que era necesario hacerlo así. Había llamado a Dan por la mañana para convencerlo de que debía revelarle a la policía su relación con Alex y le propuso que lo hiciese en su casa, con la esperanza de que le resultase menos penoso.

No hizo caso de la insistente mirada inquisitiva de Patrik y tomó la palabra:

– Patrik, Dan ha venido porque tiene algo que contarte, como policía.

Le hizo una señal a Dan, animándolo a empezar. Dan bajó la vista hacia el plato, que no había tocado siquiera. Tras varios minutos de incómodo silencio, comenzó a hablar.

– Yo soy el hombre con el que se veía Alex. Y el padre del niño que esperaba.

Se oyó un tintineo: a Patrik se le había caído el tenedor. Erica posó la mano sobre su brazo y le explicó:

– Patrik, Dan es uno de mis mejores amigos de toda la vida. Ayer averigüé que él era el hombre con el que Alex se veía en Fjällbacka. Os he invitado a almorzar a los dos porque pensé que sería más fácil hablar en este entorno que en la comisaría.

Vio que a Patrik no le había gustado lo más mínimo que ella se hubiese entrometido de aquel modo, pero de eso ya se encargaría después. Dan era su amigo y pensaba hacer todo lo posible para que su situación no se agravase. Cuando habló con él por la mañana, le contó que Pernilla se había ido con las niñas a Munkedal, a casa de su hermana porque, según le dijo, necesitaba pensar, que no sabía cómo acabaría aquello y que no podía prometerle nada. Dan veía que su vida se desmoronaba a su alrededor. El confesarlo todo ante la policía sería, en cierto modo, una liberación. Las últimas semanas habían sido muy duras. Se había visto obligado a lamentar la pérdida de Alex en secreto al tiempo que se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono o que llamaban a la puerta, convencido de que la policía había descubierto su relación con ella. Ahora que Pernilla lo sabía, no temía contárselo a la policía también. Nada podía ser peor que la situación que ya vivía. No le importaba qué iba a ser de él, con tal de no perder a su familia.

– Dan no tiene nada que ver con el asesinato, Patrik. Os contará cuanto queráis saber sobre él y Alex, pero jura que jamás le hizo ningún daño, y yo lo creo. Te ruego que intentes que esto quede dentro de la comisaría, en la medida de lo posible. Ya sabes lo cotilla que es la gente y la familia de Dan ya ha sufrido bastante. Dan incluido, por cierto. Cometió un error y, créeme, sé que lo está pagando muy caro.

Patrik no parecía nada conforme, pero asintió dándole a entender que tenía en cuenta sus palabras.

– Erica, me gustaría hablar con Dan a solas.

Ella no opuso objeción alguna sino que se levantó enseguida y se fue a recoger la cocina. Desde allí oía sus voces que subían y bajaban de tono. La voz profunda y grave de Dan, y la de Patrik, algo más clara. La discusión sonaba acalorada a veces pero cuando, algo más de media hora después, los dos aparecieron en la cocina, Dan parecía mucho más aliviado. Patrik, en cambio, parecía irritado aún. Dan abrazó a Erica antes de irse y le estrechó la mano a Patrik.

– Te llamaré si tenemos más preguntas que hacerte -le advirtió Patrik-. Puede que tengas que venir a dejar tu testimonio por escrito.

Dan asintió sin abrir la boca y se marchó, tras despedirse de los dos con la mano.

La mirada de Patrik no presagiaba nada bueno.

– Nunca, nunca vuelvas a hacer algo así, Erica. Estamos investigando un asesinato y tenemos que hacerlo todo como es debido.

Cuando se enfadaba, se le arrugaba la frente y Erica tuvo que reprimir un impulso de besarlo hasta borrar esas arrugas.

– Lo sé, Patrik Pero el primero en vuestra lista, de sospechosos era el padre de la criatura y yo sabía que si iba a la comisaría lo meteríais en una sala de interrogatorios y le apretaríais las clavijas. Dan no soportaría algo así en estos momentos. Su mujer se ha llevado a las niñas y lo ha dejado y él no sabe si volverá algún día. Además, ha perdido a alguien que, lo mires como lo mires, significaba bastante para él: Alex. Y no ha podido mostrar su dolor ante nadie, no ha podido hablar con nadie de ello. Por eso pensé que podíais empezar por hablar aquí, en un ambiente neutro, sin policías de por medio. Comprendo que tendréis que volver a interrogarlo, pero ya ha pasado lo peor. De verdad que siento mucho haberte engañado así. ¿Crees que podrás perdonarme?

Con el puchero más seductor que supo componer, se le acercó despacio. Tomó los brazos de Patrik y los colocó alrededor de su cintura y, después, se puso de puntillas para alcanzar su boca. Fue probando a meter la punta de la lengua y, pocos segundos después, él respondió adecuadamente. Tras un instante, él la apartó y la miró tranquilo a los ojos.

– Estás perdonada, por esta vez. Pero no vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? Y ahora, creo que debemos meter el resto de la comida en el microondas para que yo pueda acallar los rugidos de mi estómago.

Erica asintió y, abrazados, volvieron al comedor, donde el almuerzo seguía casi intacto en los platos.

Cuando llegó la hora de volver a la comisaría y Patrik estaba a punto de salir, Erica se acordó de pronto de algo más que había pensado contarle.

– ¡Ah! Recuerdas que te dije que tenía un vago recuerdo de que, justo antes de que se mudase Alex, circuló algún rumor sobre ella; algo que tenía que ver con la escuela. Intenté comprobarlo, pero no conseguí averiguar nada. Lo que sí me recordaron fue que, de hecho, existe otra conexión entre Alex y Nils, aparte de que Karl-Eric trabajaba en la fábrica de conservas. Nils fue profesor de apoyo en primaria durante un semestre. Yo nunca lo tuve como profesor, pero sé que trabajó con la clase de Alex de vez en cuando. No sé si será importante, pero pensé que debías saberlo.

– ¡Vaya! Así que Alex tuvo a Nils de profesor.

Patrik quedó pensativo en la escalinata.

– Tal y como tú has dicho, puede que no tenga la menor importancia, pero en estos momentos, cualquier relación entre Alex y Nils puede ser de interés. No tenemos muchas otras pistas en las que basarnos.

La miró muy serio.

– No puedo dejar de pensar en algo que me ha dicho Dan. Según él, últimamente Alex no dejaba de hablar de que había que aclarar el pasado, que había que enfrentarse a antiguos problemas difíciles para poder seguir adelante… No sé, ¿crees que puede guardar relación con lo que acabas de contarme?

Patrik calló de nuevo, pero enseguida volvió a poner los pies en la tierra:

– No puedo descartar a Dan como sospechoso, espero que lo comprendas.

– Sí, Patrik, lo comprendo. Pero no seáis duros con él, te lo ruego. ¿Vendrás esta noche?

– Sí, tengo que pasar por casa a coger algo de ropa y esas cosas. Pero llegaré sobre las siete.

Se dieron un beso de despedida. Patrik cambió el coche de Erica por el suyo. Ella se quedó en la escalinata hasta que lo perdió de vista.

Patrik no volvió a su casa directamente. Sin saber muy bien por qué, se había llevado las llaves del apartamento de Anders en el último momento, antes de salir de la comisaría. Y decidió pasar por allí y echar un vistazo tranquilamente. Necesitaba algo, cualquier cosa, que abriera una grieta en el muro de la investigación. Tenía la sensación de ir topándose con callejones sin salida por todas partes, como si nunca fuesen a dar con el asesino, o los asesinos, si eran varios. El amante secreto de Alex era, tal y como había dicho Erica, el primero de la lista de sospechosos, pero ahora ya no estaba tan seguro de que así fuese. No estaba dispuesto a descartar por completo a Dan, pero no tenía más remedio que admitir que esa pista ya no le parecía tan sólida como antes.

En el apartamento de Anders reinaba un ambiente fantasmal. Patrik podía evocar la imagen de Anders balanceándose de un lado a otro colgado de la cuerda, pese a que ya la habían cortado cuando él llegó. Aunque no sabía lo que había ido a buscar, se puso un par de guantes para no eliminar ninguna posible huella. Se colocó justamente debajo del gancho del techo al que habían atado la cuerda e intentó hacerse una idea de cómo habrían colgado a Anders. Simplemente, no había manera. El techo era alto y la atadura del cuello estaba justo bajo el gancho. Para levantar el cuerpo de Anders a esa altura, se precisaba mucha fuerza física. Cierto que estaba bastante delgado, pero, teniendo en cuenta su altura, debía de pesar demasiado. Patrik se dijo que debía mirar el peso de Anders cuando recibiesen el informe de la autopsia. La única explicación plausible era que lo hubiesen izado entre varias personas. Pero ¿cómo es que no habían dejado marcas en su cuerpo? Aunque lo hubiesen sedado, debería haber quedado algún moretón. Aquello no tenía sentido.

Continuó revisando el apartamento mirando un poco aquí y allá, sin ningún objetivo concreto. Puesto que no había muchos muebles, a excepción del colchón de la sala de estar y la mesa de la cocina, con dos sillas, no había tanto que examinar. Patrik tomó nota de que el único lugar de almacenaje eran los cajones de la cocina, así que los revisó sistemáticamente, uno tras otro. Ya los habían inspeccionado antes, pero quería asegurarse de que no habían pasado por alto ningún detalle.

En el cuarto cajón encontró un bloc que sacó y abrió sobre la mesa de la cocina, para verlo con más detenimiento. Lo sostuvo ante la ventana para, a la fuerte luz del día, comprobar si habían quedado huellas en la hoja. En efecto, vio que lo que habían escrito en la primera hoja se había grabado en la de debajo y, para intentar leer al menos parte del texto, empleó un viejo truco infalible. Con un lápiz que encontró en el mismo cajón, fue coloreando el papel sin apretar mucho y pasó la mano para retirar los restos de grafito. Sólo se distinguían algunas partes del texto, pero lo suficiente para hacerse una idea de qué trataba. Patrik lanzó un leve silbido. Aquello era interesante, muy interesante. Y tuvo la virtud de poner en movimiento su máquina de pensar. Con sumo cuidado, metió el bloc en una de las bolsas de plástico que había cogido del coche.

Prosiguió con su examen de los cajones. La mayor parte de lo que en ellos había era basura, pero en el último encontró algo que llamó su atención. Se quedó mirando el trozo de piel que tenía entre los dedos. Era exactamente igual que el que Erica y él habían visto en la casa de Alex. Recordó que estaba en su mesilla de noche y que leyeron en él la misma inscripción que ahora leía en éste: «L.T.M. 1976».

Al darle la vuelta, vio que, al igual que en el de Alex, también en éste había unas manchas de sangre borrosas en el reverso. Que entre Anders y Alex había un lazo que ellos no habían descubierto aún no era ninguna novedad. No obstante, lo desconcertaba la extraña sensación que experimentaba al mirar aquel trozo de piel.

Había algo en su subconsciente que reclamaba su atención y que intentaba advertirle de que aquella pequeña marca debía revelarle un dato esencial. Estaba pasando por alto algo que era evidente pero que se negaba a hacerse patente. De lo que sí estaba convencido era de que aquella marca situaba la relación de Anders y Alex en un punto lejano del pasado. Como mínimo, en 1976. Un año antes de que Alex y su familia se fuesen de Fjällbacka para desaparecer sin dejar rastro durante todo un año. Un año antes de que Nils Lorentz desapareciese para siempre. El mismo Nils que, según Erica, había sido profesor de apoyo en la escuela a la que asistían tanto ella como Alex.

Patrik decidió que tenía que hablar con los padres de Alex. Si las sospechas que empezaban a fraguarse en su mente eran ciertas, ellos tenían las respuestas decisivas, las que le permitirían unir las piezas que él ya creía entrever.

Tomó el bloc y el trozo de piel en sendas bolsas de plástico y echó un último vistazo a la sala de estar antes de salir. De nuevo vio ante sí la imagen del cuerpo pálido y escuálido de Anders balanceándose de un lado a otro y se prometió a sí mismo que llegaría hasta el fondo de lo que llevó a Anders a terminar sus tristes días colgado de una cuerda. Si el cuadro que empezaba a recrear en su mente se correspondía con la verdad, se trataba de una tragedia que escapaba a la razón. Y, desde lo más hondo de su alma, esperaba estar equivocado.

Patrik buscó el nombre de Gösta en la agenda y marcó el número de su extensión en la comisaría. Lo más probable era que su llamada interrumpiese una ronda de solitario.

– Hola, soy Patrik.

– Hola, Patrik.

La voz de Gösta denotaba el cansancio habitual en él. El hastío y el abatimiento habían terminado por conferirle un aspecto de permanente cansancio interior y exterior.

– Oye, ¿has concertado ya la visita a Gotemburgo, a la casa de los Carlgren?

– No, no me ha dado tiempo. He tenido muchas otras cosas de las que encargarme.

Gösta estaba en guardia, como a la defensiva ante la pregunta de Patrik, preocupado ante la idea de que lo criticasen por no haberse encargado aún de su cometido. Simplemente, no había tenido fuerzas para ponerse a pensarlo siquiera. Se le antojaba un imposible tomar el auricular y marcar el número; sentarse en el coche y ponerse en marcha rumbo a Gotemburgo, una tarea inabordable.

– ¿Te importaría que me encargase yo?

Patrik tenía el convencimiento de que se trataba de una pregunta retórica. Era consciente de que Gösta se sentiría inmensamente feliz al verse liberado del encargo. Y, en efecto, Gösta le respondió con renovada energía en la voz:

– ¡No, por supuesto que no! Si tú quieres hacerlo, por mí no hay inconveniente. Yo tengo tantas cosas que hacer que no creo que me dé tiempo de todos modos.

Ambos eran conscientes de que estaban representando una escena, pero bien consolidada desde hacía años, por lo que funcionaba perfectamente entre ellos. Patrik podía hacer lo que quisiera y Gösta, a su vez, podía volver a su juego de ordenador, con la tranquilidad de que él haría su trabajo.

– ¿Podrías darme su número de teléfono y así los llamo ahora mismo?

– Claro que sí, aquí lo tengo. A ver…

Gösta le leyó el número.

Patrik lo anotó en el bloc que siempre llevaba sobre el salpicadero del coche. Le dio las gracias a Gösta y colgó antes de marcar el número de los Carlgren. Rogó por que estuviesen en casa y tuvo suerte. Karl-Erik respondió al tercer tono. Cuando Patrik le explicó el motivo de su llamada lo oyó vacilar, pero después le dijo que podía ir a hacerles las preguntas que necesitara. Karl-Erik intentó averiguar de qué tipo de preguntas se trataba, pero Patrik evitó responder y le dijo simplemente que había ciertos interrogantes que esperaba que ellos pudiesen aclarar.

Salió marcha atrás del aparcamiento de la urbanización y tomó primero a la derecha y luego a la izquierda en el siguiente cruce para salir a la carretera que lo conduciría a Gotemburgo. El primer tramo era bastante pesado, una serpenteante carretera comarcal que discurría bosque a través. Pero, tan pronto como salió a la autopista, todo fue más rápido. Dejó atrás Dingle, luego Munkedal y, cuando llegó a Uddevalla lo tranquilizó pensar que ya había recorrido la mitad del camino. Como siempre que conducía, llevaba la música a todo volumen. Conducir lo relajaba. Se detuvo ante la gran casa de color azul claro de Kålltorp, para recobrar fuerzas. Si sus sospechas eran ciertas, destrozaría el idilio familiar. Pero en eso consistía, a veces, su trabajo.

Un coche se había detenido ante su casa. No lo veía, pero oyó el ruido de las ruedas en la gravilla. Erica abrió la puerta y echó una ojeada. Al ver quién era, se quedó boquiabierta. Anna la saludó con gesto cansado, antes de abrir las puertas traseras para sacar a los niños de sus sillitas. Erica se puso un par de zuecos y salió a ayudarle. Anna no le había avisado de que iba a visitarla y se preguntaba qué habría ocurrido.

El abrigo negro de su hermana realzaba su palidez. Bajó a Emma mientras Erica le quitaba el cinturón a Adrian antes de tomarlo en brazos. Adrian le agradeció su ayuda con una enorme sonrisa desdentada a la que ella correspondió con la misma moneda. Después miró inquisitiva a su hermana, pero Anna negó con un leve gesto para indicarle que no preguntase. Erica conocía a su hermana lo suficiente para saber que ella misma se lo diría todo en el momento oportuno: no conseguiría sacarle nada antes.

– ¡Vaya, qué visita más agradable! Así que se os ha ocurrido venir a visitar a vuestra tía, ¿eh?

Erica parloteaba sonriéndole al bebé que tenía en brazos y miró a su alrededor buscando a Emma para saludarla también. Emma siempre había tenido predilección por ella, pero en esta ocasión la pequeña no respondió a su sonrisa sino que, mirando a Erica con suspicacia, se aferró al abrigo de su madre.

Erica entró en la casa con Adrian y Anna la siguió con Emma de una mano y una pequeña maleta en la otra. Erica vio con sorpresa que el maletero estaba repleto, pero hizo un esfuerzo por no preguntar.

Con mano torpe e inexperta, fue quitándole a Adrian la ropa de abrigo, en tanto que Anna, haciendo gala de mayor soltura, hacía lo rropio con Emma. Y entonces se dio cuenta Erica de que Emma zenía un brazo escayolado hasta el codo. Alarmada, miró a Anna que, una vez más y de modo casi imperceptible, negó con un gesto para evitar que preguntase. Emma seguía mirándola con grandes ojos tristes sin despegarse de Anna ni un instante. Además, la pequeña se chupaba el pulgar, lo que venía a confirmarle a Erica que había sucedido algo grave, pues, en efecto, hacía ya un año que Anna le había contado que habían conseguido que Emma abandonase esa costumbre.

Con el cálido cuerpecito de Adrian bien sujeto a su regazo, Erica entró en la sala de estar y se sentó en el sofá con el pequeño sobre sus rodillas. Adrian la miraba encantado, sonriendo entrecortadamente, como incapaz de resolver si romper a reír o no. Era tan lindo que a Erica le entraban ganas de comérselo como si fuese un pastelillo.

– ¿Qué tal el viaje?

Erica no sabía exactamente qué decir y pensó que las preguntas convencionales funcionarían bien hasta que Anna decidiese contarle qué estaba pasando.

– Bueno, el camino es bastante malo. Vinimos por Dalsland. Emma se mareó en los tramos con más curvas, así que tuvimos que parar dos veces por el camino hasta que se le pasó.

– ¡Vaya, pobre Emma!

Dijo Erica en un intento de acercamiento a la pequeña. Emma corroboró su comentario con un gesto, pero su mirada seguía sombría y no se apartaba de su madre.

– Creo que deberíais dormir un rato, Emma. ¿Qué te parece? No habéis echado una sola cabezada durante el viaje, así que debéis de estar muy cansados.

Emma aceptó la propuesta con otro gesto y, para corroborarla, empezó a frotarse los ojos con la mano sana.

– Erica, ¿puedo acostarlos arriba?

– Por supuesto. Que se acuesten en el dormitorio de papá y mamá. Yo estoy durmiendo allí, así que la cama está hecha.

Anna tomó a Adrian de los brazos de Erica que, con gran satisfacción, vio cómo el pequeño empezaba a protestar al verse apartado de una señora tan simpática.

– Mamá, mi manta -recordó Emma cuando ya estaban a medio camino escaleras arriba. Anna bajó por la pequeña bolsa de viaje que había dejado en el vestíbulo.

– ¿Te ayudo?

– Qué va, estoy acostumbrada.

Anna acompañó sus palabras de una media sonrisa que denotaba amargura y que a Erica le costó interpretar.

Mientras Anna acostaba a los niños, ella puso otra cafetera. Se preguntó cuántas jarras se había bebido últimamente. Su estómago no tardaría en empezar a protestar. De repente, se quedó paralizada con la mano sujetando la cucharilla del café sobre el filtro. Mierda. La ropa de Patrik estaba esparcida por toda la habitación y, o Anna era una tonta, o sacaría la conclusión inevitable. La sonrisa burlona que Anna lucía al bajar la escalera poco después lo confirmaba.

– Bueeeno, hermanita. ¿Qué es lo que tienes que contarme? ¿Quién es ese hombre al que tanto le cuesta doblar su ropa como es debido?

Erica no pudo evitar sonrojarse.

– Pues bueno, verás, todo ha ido tan rápido, ¿sabes?

Se oyó a sí misma balbucir mientras Anna parecía estar disfrutando de lo lindo. Por un instante, las arrugas de cansancio de su rostro se atenuaron ligeramente y Erica volvió a ver a su hermana como la que siempre había sido, antes de que conociese a Lucas.

– A ver, dime quién es. Deja de tartamudear y dale a tu hermana pequeña todo tipo de suculentos detalles. Puedes empezar por decirme su nombre, por ejemplo. ¿Lo conozco?

– Pues sí, lo conoces. No sé si te acordarás de Patrik Hedström…

Anna lanzó un silbido y se dio una palmada en la frente.

– ¡Patrik! ¡Claro que me acuerdo de él! Siempre andaba pegado a ti como un perrillo faldero con la lengua fuera. O sea, que por fin lo ha conseguido…

– Ya, bueno, yo sabía que le gustaba, pero no sabía cuánto…

– ¡Por Dios! ¡Debías de estar ciega! Estaba enamorado de ti hasta los huesos. ¡Dios, qué romántico! Es decir, que lleva años suspirando por ti y ahora, por fin, tú lo has mirado a los ojos y has encontrado el gran amor de tu vida.

Anna se llevó la mano al corazón en gesto dramático y Erica no pudo por menos de echarse a reír. Aquella era su hermana, tal y como la había conocido, tal y como la quería.

– En fin, no es exactamente así como lo pintas. En realidad, ha estado casado entre tanto, pero su esposa lo dejó hace un año más o menos y ahora está separado y vive en Tanumshede.

– ¿A qué se dedica? No me digas que es obrero, que entonces me muero de envidia. Yo que siempre he soñado con tener sexo con un obrero de verdad.

Con un gesto infantil, Erica le sacó la lengua a Anna, que respondió enseñando la suya.

– No, no es un obrero. Es policía, por si te interesa.

– Vaya, policía. Un hombre con pistola, en otras palabras. Bueno, eso tampoco está nada mal…

Erica casi había olvidado lo chinchosa que podía llegar a ser su hermana y movió la cabeza con resignación mientras servía dos tazas de café. Anna se sentía en casa, fue al frigorífico, sacó el cartón de leche y puso un chorrito en su taza y otro en la de Erica. La sonrisa burlona había desaparecido ya de su rostro y Erica comprendió que había llegado el momento de explicar el porqué de su repentina visita a Fjällbacka.

– Bueno, mi cuento de hadas ha terminado. Definitivamente. Claro que ya estaba acabado hacía muchos años, pero no lo he comprendido hasta ahora.

En este punto, guardó silencio mirando con tristeza el fondo de su taza.

– Sé que nunca te gustó Lucas, pero yo lo amaba de verdad. No sé cómo, logré racionalizar el hecho de que me pegase; siempre me pedía perdón después y me demostraba que me quería. Al menos antes lo hacía. No sé cómo logré convencerme a mí misma de que era culpa mía, de que si conseguía ser mejor esposa, mejor amante, mejor madre, no tendría que pegarme más.

Anna respondía a las preguntas mudas de Erica.

– Sí, ya sé que suena absurdo, pero era una experta en engañarme a mí misma. Y luego, claro, era buen padre con Emma y Adrian y, a mis ojos, eso constituía una buena excusa. No podía dejar a los niños sin su padre.

– Pero ha pasado algo, ¿no?

Erica intentó animar a Anna a seguir adelante, consciente de lo difícil que parecía resultarle continuar. De hecho, se veía herida ensu orgullo. Anna había sido siempre una persona extremadamente orgullosa y le costaba admitir sus errores.

– Sí, ha pasado algo. Ayer noche empezó a pegarme, como suele hacer. A decir verdad, cada vez con más frecuencia últimamente. Pero ayer…

Su voz se quebró y Anna tragó saliva un par de veces para contener el llanto.

– Ayer atacó a Emma. Estaba fuera de sí y Emma apareció de pronto, en medio de la pelea, y él no pudo contenerse.

Anna volvió a reprimir las lágrimas.

– Fuimos a urgencias, donde comprobaron que tenía una fisura en el brazo.

– Y Lucas fue denunciado a la policía, supongo.

Erica sintió cómo la rabia le hacía un nudo en el estómago, un nudo que no paraba de crecer.

– No -respondió Anna con un hilo de voz apenas audible, mientras las lágrimas empezaban a rodar por sus pálidas mejillas-. No, dijimos que se había caído por la escalera.

– ¡Por Dios, Anna! ¿Y de verdad os creyeron?

Anna sonrió con amargura.

– Bueno, ya sabes lo encantador que puede ser Lucas. Se ganó al médico y a la enfermera de un plumazo. Al final, casi les daba tanta pena de él como de Emma.

– Pero Anna, tienes que denunciarlo. No puedes permitir que quede impune.

Erica miraba a su hermana, que no dejaba de llorar. La compasión y la rabia se debatían con la misma pujanza. Anna se derrumbaba a sus ojos, totalmente amilanada.

– Yo misma me encargaré de que no vuelva a ocurrir. Fingí que escuchaba sus disculpas y, después, preparé el equipaje y lo metí en el coche para salir en cuanto se marchó al trabajo. Y no pienso volver. Lucas no volverá a hacerles daño a los niños. Si lo hubiera denunciado, habrían llamado a Asuntos Sociales y nos habrían quitado a los niños a los dos.

– Pero Lucas no va a conformarse sin protestar con que tú te quedes con los niños, Anna. Sin una denuncia y una investigación, ¿cómo conseguirás la custodia y la patria potestad exclusivas?

– No lo sé, Erica, no lo sé. Y no tengo fuerzas para pensar en ello ahora mismo. Tenía que marcharme lejos de él. El resto ya se solucionará. No me culpes, por favor.

Erica dejó la taza sobre la mesa, se levantó y fue a abrazar a su hermana. Le acarició el cabello mientras la calmaba. La dejó llorar a sus anchas sobre su hombro, hasta que sintió que se le mojaba el jersey. Entre tanto, su odio hacia Lucas crecía sin cesar. Nada le gustaría más que arrearle un buen puñetazo.

Birgit oteaba la calle oculta tras la cortina. Karl-Erik comprendió lo nerviosa que estaba, a juzgar por la postura tensa de sus hombros. Desde la llamada del agente de policía, no había dejado de dar vueltas de un lado a otro de la casa. Él, en cambio, se sintió tranquilo por primera vez en mucho tiempo. Karl-Erik pensaba darle al policía todas las respuestas, si él formulaba las preguntas adecuadas.

Los secretos lo habían calcinado por dentro durante tantos años… Para Birgit había sido más fácil, en cierto modo. Su forma de enfrentarse a la situación había consistido en negar que aquello hubiese ocurrido en realidad. Se negaba a hablar de ello y seguía mariposeando por la vida como si nada hubiese sucedido. Pero todo había sucedido. Y no había pasado un solo día sin que él pensase en ello, y cada vez sentía la carga más pesada de llevar. Sabía que, aparentemente, Birgit era la más fuerte de los dos. En todos los eventos sociales, ella lucía como una estrella mientras él era el personaje gris, un ser invisible a su lado. Ella, con sus hermosos vestidos y sus magníficas joyas y su maquillaje como escudo.

Luego, cuando llegaban a casa tras otra animada noche de glamour y ella se quitaba su armadura, era como si se hundiese de repente quedándose en nada. Lo único que persistía entonces era una niña temblorosa e insegura que se aferraba a él buscando apoyo. Durante todos sus años de matrimonio, él se había debatido entre los diversos sentimientos que le inspiraba su esposa. Su belleza y su fragilidad despertaban en él sentimientos de ternura y un claro instinto protector, lo hacían sentirse como un hombre; pero su rechazo a enfrentarse cara a cara a los aspectos más difíciles de la vida lo irritaban a veces hasta sacarlo de quicio. Lo que más lo indignaba era la certeza de que, en el fondo, Birgit no era una necia, pero le habían inculcado que, cueste lo que cueste, la mujer debe ocultar su inteligencia y emplear toda su energía en aparecer hermosa y necesitada. En complacer. De recién casados, no le llamó la atención, pues era lo normal en aquella época. Pero los tiempos habían cambiado e imponían exigencias muy distintas tanto a hombres como a mujeres. Él había sabido adaptarse, pero no su esposa. Por ese motivo, aquél sería un día terrible para ella. Karl-Erik sospechaba que, en el fondo, ella sabía lo que pensaba hacer. De ahí que se hubiese pasado casi dos horas deambulando nerviosa por la casa. Pero Karl-Erik tenía la certeza de que Birgit no le permitiría ventilar los secretos familiares sin oponer resistencia.

– ¿Por qué ha tenido que venir Henrik?

Birgit le preguntó angustiada, mirándolo sin dejar de retorcerse las manos.

– El policía quería hablar con la familia. Y Henrik pertenece a la familia, ¿no?

– Sí, bueno, es que me parece innecesario mezclarlo a él en esto. Ese agente no querrá más que hacernos algunas preguntas generales, y obligarlo a venir aquí por algo así… En fin, que me parece innecesario, simplemente.

El tono de su voz subía y bajaba para ocultar las preguntas no formuladas. La conocía tan bien…

– Ya está aquí.

Birgit se apartó rauda de la ventana. Al cabo de un rato, llamaron a la puerta. Karl-Erik respiró hondo antes de ir a abrir, mientras Birgit se retiraba rápidamente a la sala de estar, donde Henrik aguardaba sentado en el sofá, sumido en sus pensamientos.

– Hola, soy Patrik Hedström.

– Karl-Erik Carlgren.

Se estrecharon la mano y Karl-Erik calculó que el policía tendría más o menos la edad de Alex. Últimamente lo hacía a menudo. Consideraba a las personas en relación con Alex.

– Pasa. Podemos sentarnos a hablar en la sala de estar.

Patrik se sorprendió al ver a Henrik, pero se recobró enseguida y fue a saludar a Birgit y también al yerno. Una vez se hubieron sentado todos en torno a la mesa, siguieron unos minutos de tenso silencio, hasta que Patrik tomó la palabra.

– Bueno, esto ha sido un tanto precipitado, así que os agradezco que hayáis aceptado recibirme con tan poco margen.

– Pues nos preguntábamos si habría pasado algo, si habría habido alguna novedad. Llevamos ya tiempo sin recibir noticias y…

Birgit dejó la frase inconclusa y miró a Patrik esperanzada.

– Vamos lentos, pero seguros. Eso es lo único que puedo decir por ahora. El asesinato de Anders Nilsson le ha dado otro giro al asunto.

– Sí, claro. ¿Sabéis ya si se trata de la misma persona que asesinó a nuestra hija?

El ritmo frenético y nervioso del parloteo de Birgit hizo que Karl-Erik contuviese el impulso de tomarle la mano para calmarla. Hoy tenía que resistir la tentación de adoptar ese papel protector que tan bien desempeñaba.

Por un instante, se permitió incluso dejarse llevar con el pensamiento, lejos del presente, a un tiempo que ahora se le antojaba muy lejano. Miró a su alrededor y vio la sala de estar con cierta aversión. Con qué facilidad habían caído en la tentación; casi se percibía el aroma a un dinero manchado de sangre. La casa de Kålltorp era mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar siquiera cuando las niñas eran pequeñas. Era grande, amplia, conservaba los detalles de los años treinta, y se habían podido permitir todo tipo de comodidades. Con el salario del trabajo en Gotemburgo, lo habían conseguido todo.

La habitación en la que se encontraban era la más grande de la casa. Demasiado abigarrada de muebles y adornos para su gusto, pero Birgit tenía una incontenible predilección por los objetos brillantes y luminosos y todo era prácticamente nuevo. Cada tres años, más o menos, solía empezar a quejarse de que todo estaba ya estropeado y de lo harta que estaba de lo que tenían en casa y, tras varias semanas de miradas suplicantes, él solía ceder y terminaba abriendo la cartera. Era como si, al tenerlo todo siempre nuevo, Birgit pudiese reinventarse a sí misma y su propia existencia constantemente. Ahora se encontraba en su periodo Laura Ashley, por lo que la habitación estaba repleta de flores y lazos de una feminidad sofocante. Aunque bien sabía él que sólo tendría que aguantarlo un par de años más; si tenía suerte, Birgit se inclinaría por los sillones Chesterfield y los motivos de cetrería ingleses. Claro que, de lo contrario, el próximo cambio le llenaría la casa de motivos de fieras salvajes.

Patrik se aclaró la garganta.

– El caso es que tengo algunos interrogantes que quisiera me ayudasen a aclarar.

Nadie hizo el menor comentario, así que Patrik prosiguió.

– ¿Saben cómo se conocieron Alex y Anders Nilsson?

Henrik quedó desconcertado y Karl-Erik comprendió que él no sabía nada. Le dolía por él, pero no podía hacer nada por ayudarle.

– Estaban en la misma clase, pero de eso hace ya muchos años.

Birgit se retorcía nerviosamente las manos, sentada en el sofá, junto a su yerno, que intervino entonces:

– Su nombre me resulta familiar. ¿No tenía Alex unos cuadros suyos en la galería?

Patrik asintió y Henrik prosiguió:

– No lo entiendo, ¿insinúa que había entre ellos otro tipo de relación? ¿Qué razón tendría nadie para querer asesinar a mi esposa y a uno de sus artistas?

– Eso es precisamente lo que intentamos averiguar.

Patrik vaciló antes de proseguir.

– Por desgracia, también hemos podido constatar que mantenían una relación amorosa.

En medio del silencio que se hizo entonces, Karl-Erik detectó la avalancha de sentimientos que reflejaban los rostros que tenía frente a sí, el de Birgit, el de Henrik. Él no experimentó más que cierto asombro, que remitió enseguida en beneficio de la certeza de que lo que el policía acababa de decirles era verdad. Teniendo en cuenta las circunstancias, era lógico.

Birgit se tapó la boca con la mano, horrorizada ante la noticia, mientras el rostro de Henrik perdía paulatinamente el color. Karl-Erik observó que Patrik Hedström no disfrutaba lo más mínimo en su papel de mensajero de malas noticias.

– No puede ser verdad.

Birgit miró indecisa a su alrededor buscando la connivencia de su esposo y su yerno, pero fue en vano.

– ¿Por qué razón iba a liarse nuestra Alex con un tipo como ése?

Miraba suplicante a Karl-Erik, pero éste se negaba a corresponder y mantenía la cabeza baja. Henrik no dijo nada, pero daba la impresión de haber quedado hundido.

– ¿No saben si siguieron manteniendo el contacto después del traslado?

– No, no creo. Alex cortó de raíz todos los lazos cuando nos fuimos de Fjällbacka.

Una vez más fue Birgit quien respondió. Henrik y Karl-Erik, en cambio, seguían sin pronunciar palabra.

– Tengo otra pregunta que hacerles. Ustedes se mudaron en mitad del semestre, cuando Alex estaba en sexto. ¿Por qué? Además, prácticamente sin avisar.

– Yo no veo que sea tan extraño. A Karl-Erik le hicieron una oferta laboral magnífica que no podía rechazar. Tuvo que decidirse rápido porque necesitaban cubrir el puesto de inmediato. Por eso fue todo tan precipitado.

Birgit no dejaba de frotarse las manos nerviosamente mientras hablaba.

– Pero no matricularon a Alex en ninguna escuela de Gotemburgo, ¿no? Sino que empezó a estudiar en un internado en Suiza. ¿Por qué?

– Con el nuevo trabajo de Karl-Erik, nuestra situación económica cambió por completo y quisimos darle a Alex las mejores posibilidades a nuestro alcance -explicó Birgit.

– Ya, ¿y no había buenos colegios en Gotemburgo?

Patrik martilleaba implacable con sus preguntas y Karl-Erik no pudo por menos de admirar su interés y dedicación. También él fue joven y entusiasta un día. Ahora era simplemente un hombre cansado.

Birgit volvió a tomar la iniciativa:

– Claro que los había, pero se puede usted imaginar la red de contactos que podía adquirir en un internado como aquél. Incluso había un par de príncipes y, claro, figúrese, lanzarse a la vida adulta con semejantes conocidos.

– ¿Ustedes fueron con ella a Suiza?

– Sí, claro, nosotros la matriculamos y esas cosas, si es a eso a lo que se refiere. Por supuesto que sí.

– Bueno, no me refería exactamente a eso.

Patrik ojeó su bloc de notas para refrescarse la memoria.

– Alexandra dejó la escuela de Fjällbacka a mediados del segundo semestre del 77. Y se matriculó en el internado en el segundo semestre del 78, que fue también cuando Karl-Erik empezó a trabajar aquí en Gotemburgo. Así que mi pregunta es, ¿dónde estuvieron durante ese año?

Con el entrecejo fruncido, Henrik miraba extrañado, ya a Birgit, ya a Karl-Erik. Ambos lo evitaron, no obstante, aunque Karl-Erik sintió un sordo y creciente dolor en el corazón.

– No entiendo adonde quiere ir a parar con estas preguntas. ¿Qué tiene que ver si nos mudamos en el 77 o en 78? Nuestra hija está muerta y viene a interrogarnos como si nosotros fuésemos los culpables. Simplemente debe de haberse producido algún error en alguna parte. Alguien que anotó mal en un registro, eso debe de ser. Nos vinimos aquí la primavera del 77, cuando Alexandra empezó en el internado en Suiza.

Patrik miraba consternado a Birgit, que parecía cada vez más alterada.

– Lo siento, señora Carlgren, siento causarles tantas molestias. Sé que están pasando por momentos muy difíciles, pero es mi deber hacerles estas preguntas. Y la información que tengo es correcta. Ustedes no se mudaron aquí hasta la primavera de 1978 y, de todo el año anterior, no hay un solo dato que certifique que vivían en Suecia. De modo que tengo que preguntar de nuevo: ¿dónde estuvieron ustedes entre la primavera del 77 y la primavera del 78?

Con la desesperación en el rostro, Birgit buscó apoyo en Karl-Erik, pero él sabía que ya no podía prestarle la ayuda que ella necesitaba. Tenía el convencimiento de que lo que iba a hacer sería, a la larga, lo mejor para la familia. Pero también sabía que, a corto plazo, podría destrozar a Birgit. Pese a todo, no había elección. Miró apesadumbrado a su esposa y se aclaró la garganta.

– Estuvimos en Suiza, mi esposa, Alex y yo.

– ¡Calla, Karl-Erik! ¡No digas más!

Pero él no la escuchó.

– Estuvimos en Suiza porque nuestra hija de doce años estaba embarazada.

Sin sorprenderse lo más mínimo, vio cómo Patrik Hedström, estupefacto ante su respuesta, dejaba caer el lápiz de entre los dedos. Por mucho que el agente se lo hubiese imaginado, por mucho que hubiese sospechado, no era lo mismo oírlo decir en voz alta. ¿Cómo iba nadie a imaginar tal crueldad?

– Abusaron de mi hija, la violaron. Y era sólo una niña.

Sintió que se le quebraba la voz y se apretó el puño contra los labios para infundirse valor. Tras un instante, pudo continuar. Birgit se negaba a mirarlo siquiera, pero ya no había vuelta atrás.

– Notamos que algo no andaba bien, pero no sabíamos qué. Era una niña que siempre andaba feliz, se sentía segura. Pero en algún momento, a principios del sexto curso, empezó a cambiar. Se volvió taciturna e introvertida. Sus amigas dejaron de venir a casa y podía estar fuera durante horas sin que nosotros supiéramos dónde. No nos lo tomamos demasiado en serio, creímos que serían cosas de la edad, que estaba atravesando un estadio preadolescente, tal vez, yo qué sé.

Tuvo que pararse para aclararse la garganta de nuevo. El dolor del pecho crecía sin cesar.

– Y hasta que no estuvo de cuatro meses, no nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Tendríamos que haber detectado antes algún indicio, pero quién iba a creer… Ni siquiera podíamos imaginar tal cosa…

– Karl-Erik, por favor.

El rostro de Birgit parecía una máscara cenicienta. Henrik parecía anestesiado, como si no pudiese dar crédito a lo que estaba oyendo. Y seguro que no podía. Incluso a Karl-Erik le sonaba increíble al oírse a sí mismo decirlo en voz alta. Aquellas palabras habían estado corroyendo sus entrañas durante veinticinco años. Por Birgit había contenido su necesidad de dejarlas salir de su boca; pero ahora, las palabras brotaban solas, sin freno.

– Para nosotros el aborto era impensable. Ni siquiera en tales circunstancias. Tampoco le dimos a Alex la posibilidad de elegir. Nunca le preguntamos cómo se sentía ni lo que quería. Erradicamos el suceso con silencio, la sacamos del colegio, nos fuimos al extranjero y nos quedamos allí hasta que tuvo el bebé. Nadie debía enterarse. Porque, ¿qué iba a decir la gente?

Oyó la amargura que rezumaban sus últimas palabras. Eso era lo más importante. Más incluso que la felicidad y el bienestar de su hija. Ni siquiera podía culpar totalmente a Birgit de aquella elección. Cierto que ella era la que más se preocupaba de cómo los veía la gente, pero, tras años de examen de conciencia, se vio obligado a reconocer que él le permitió actuar así a causa de su propio deseo de mantener limpia la fachada. Sintió ardor de estómago, volvió a tragar saliva y reanudó su relato:

– Cuando nació el bebé, la matriculamos en el internado, regresamos a Gotemburgo y continuamos con nuestras vidas.

Cada palabra estaba impregnada en amargura y desprecio de sí mismo. Los ojos de Birgit irradiaban ira, incluso odio, tal vez, mientras lo miraba fijamente, como para hacerlo callar con su sola voluntad. Pero él sabía que aquel proceso había comenzado en el mismo instante en que hallaron a Alex muerta en la bañera. Sabía que empezarían a indagar, a comprobar cada detalle y a desvelar todos los secretos. Y era mejor que contasen la verdad ellos mismos. O él solo, según se había visto. Tal vez deberían haberlo hecho antes, pero necesitaban armarse de valor gradualmente. Y la llamada de Patrik Hedström fue el empujón definitivo.

Era consciente de que había omitido muchos detalles, pero un cansancio enorme le había sobrevenido de repente posándose sobre él como una manta, así que dejó que Patrik fuese haciendo las preguntas precisas para llenar las lagunas. Se retrepó en el sillón que ocupaba y se aferró convulsamente a los brazos de madera. Henrik se adelantó a preguntar, con la voz trémula.

– ¿Por qué no dijisteis nada? ¿Por qué Alex no me dijo nunca nada? Sabía que me ocultaba algo pero…, ¿esto?

Karl-Erik hizo un gesto de resignación: no tenía ninguna explicación que ofrecerle al esposo de Alex.

Patrik había librado una dura batalla por conservar su profesionalidad, pero era evidente que estaba conmocionado. Tomó el lápiz, que seguía en el suelo e intentó centrarse en el bloc que tenía ante sí.

– ¿Quién fue el agresor de Alex? ¿Alguien de la escuela?

Karl-Erik asintió sin abrir la boca.

– ¿Fue…? -Patrik vaciló un segundo-. ¿Fue Nils Lorentz?

– ¿Quién es Nils Lorentz? -quiso saber Henrik.

Birgit respondió, con un retintín acerado en la voz.

– Un profesor de apoyo de la escuela. Hijo de Nelly Lorentz.

– Pero ¿dónde está? Supongo que acabó en la cárcel por lo que le hizo a Alex.

Henrik se debatía duramente por comprender lo que Karl-Erik acababa de contar.

– Desapareció hace veinticinco años. Y nadie lo ha visto desde entonces. Pero yo quisiera saber por qué no lo denunciaron a la policía. He estado mirando en nuestros archivos y jamás se presentó ninguna denuncia contra él.

Karl-Erik cerró los ojos. Patrik no formuló la pregunta como un reproche, pero así fue como sonó. Cada una de las palabras que la componían lo hería como un cuchillo, recordándole el terrible error que habían cometido hacía veinticinco años.

– No, nunca presentamos ninguna denuncia. Cuando nos dimos cuenta de que Alex estaba embarazada y nos contó lo que había pasado, subí a ver a Nelly hecho una fiera y le expliqué lo que había hecho su hijo. Tenía intención de denunciarlo a la policía, y así se lo hice saber a Nelly pero…

– Pero Nelly vino a hablar conmigo -intervino Birgit, sentada como una estaca en el sofá-. Y me propuso que lo resolviéramos sin mezclar a la policía. Dijo que no había ningún motivo para humillar a Alex más aún, como sucedería si toda Fjällbacka empezaba a chismorrear sobre lo sucedido. No pudimos por menos de admitir que tenía razón y decidimos que a nuestra hija le sería más provechoso que lo solucionáramos todo en el seno familiar. Nelly nos prometió que se encargaría de Nils del modo más adecuado.

– Fue ella quien me procuró un puesto muy bien pagado en Gotemburgo. Supongo que no éramos tan buenos para no rendirnos a sus promesas del oro y el moro.

La sinceridad de Karl-Erik para consigo mismo era implacable. Ya era hora de empezar a admitir la verdad.

– No tuvo nada que ver con eso, Karl-Erik. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Nosotros sólo pensábamos en el bien de Alex. ¿De qué le habría valido el que todos se enterasen de lo ocurrido? Le dimos la oportunidad de seguir adelante y abrirse camino en la vida.

– No, Birgit. La oportunidad era para nosotros. Alex la perdió en el momento en que optamos por ocultarlo todo.

Se miraron a los ojos. Karl-Erik sabía que había cosas imposibles de cambiar, que ella jamás lo comprendería del todo.

– ¿Y el bebé? ¿Qué fue del bebé? ¿Lo dieron en adopción?

Se hizo un silencio, que vino a romper una voz procedente de la puerta de la sala de estar.

– No, no lo dieron en adopción. Decidieron quedárselo y mentirle acerca de su identidad.

– ¡Julia! ¡Creí que estabas en tu habitación!

Karl-Erik se volvió a mirar a Julia. La joven debió de haber bajado la escalera de puntillas, pues nadie la había oído llegar. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí escuchando.

Julia se apoyó en el marco de la puerta, cruzada de brazos. Todo su cuerpo expresaba rebeldía. Pese a que eran las cuatro de la tarde, aún no se había quitado el pijama. Y además, parecía que llevara una semana sin ducharse. Karl-Erik sintió en su pecho una mezcla de compasión y dolor. ¡Pobre, pobre patito feo!

– De no haber sido por Nelly, ¿o debería decir, «mi abuela paterna»?, no me habríais dicho nunca nada, ¿verdad? No se os habría ocurrido nunca contarme que mi madre no es, en realidad, mi madre, sino mi abuela materna y que mi padre es mi abuelo materno y, sobre todo, que mi hermana no es mi hermana, sino mi madre. ¿Te has enterado o lo repito una vez más? Ya sé que es algo complicado.

La mordaz pregunta iba dirigida a Patrik y Julia parecía disfrutar al ver cómo la miraba horrorizado.

– Una perversión, ¿no te parece?

Bajó la voz, con el índice en los labios, y susurró teatral:

– Pero shhh…, no se lo cuentes a nadie porque, ¿qué diría la gente entonces? Figúrate que empezasen a rumorear sobre los Carlgren, tan buena familia como son.

Después, volvió al tono de voz normal.

– Pero, gracias a Dios, Nelly me lo contó todo el verano pasado, cuando estuve trabajando en la fábrica. Me reveló lo que yo tenía derecho a saber. Quién soy en realidad. Toda mi vida me he sentido marginada. He tenido la sensación de que no pertenecía a la familia. Y tener una hermana mayor como Alex tampoco era tarea fácil. Pero yo la adoraba. Ella era todo lo que yo quería ser, todo lo que yo no era. Yo veía cómo la mirabais a ella y cómo me mirabais a mí. Y Alex, que no parecía interesarse por mí lo más mínimo, lo cual hacía que yo la idolatrase más aún. Ahora comprendo por qué. Supongo que apenas si soportaba verme, yo era la bastarda que nació fruto de una violación y vosotros la obligasteis a tenerlo siempre presente, cada vez que me veía. ¿De verdad que no comprendéis lo cruel que fue vuestro comportamiento?

Karl-Erik se estremeció al oír sus palabras, como si le hubiesen dado una bofetada. Sabía que la joven tenía razón. Había sido terriblemente cruel quedarse con Julia y, de este modo, obligar a Alex a, una y otra vez, revivir el horror que había puesto fin a su infancia. Y tampoco había sido justo para con Julia. Él y Birgit no podían evitar tener presente el modo en que había sido engendrada. Y, con toda probabilidad, la joven lo había presentido desde el principio: vino al mundo entre gritos y, desde entonces, no había dejado de gritar y de enfrentarse al mundo entero durante toda su vida. Julia jamás perdía ocasión de mostrarse insoportable y él y Birgit eran demasiado mayores para encargarse de una niña pequeña y, menos aun, de una niña tan complicada como Julia.

En cierto modo, sintieron un gran alivio el día del verano anterior en que llegó a casa y se enfrentó a ellos con la verdad. No les sorprendía que Nelly, por iniciativa propia, le hubiese contado la verdad. Nelly era una vieja bruja que sólo se preocupaba por sus intereses, así que, si ella sacaba algún beneficio del hecho de contárselo a Julia, sabían que lo haría. De ahí que hubiesen intentado convencer a Julia de que no aceptase la oferta de trabajo en la fábrica; pero Julia no cedió, como siempre.

Cuando Nelly le reveló la verdad, se abrió ante ella un nuevo mundo de posibilidades. Por primera vez en su vida, había alguien que la quería, que quería tener relación con ella. Pese a que Nelly tenía a Jan, para ella sólo contaban los lazos de sangre y así, le había contado a Julia que, llegado el momento, pensaba dejarle a ella toda su fortuna en herencia. Karl-Erik comprendía perfectamente hasta qué punto todo aquello influía sobre la actitud de Julia. La joven estaba furiosa contra los que hasta ahora había creído sus padres y adoraba a Nelly con la misma intensidad con que había idolatrado a Alex. En todo aquello pensaba el hombre mientras la veía en el umbral de la puerta, a la tenue luz de la cocina. Lo más triste era, sin duda, que Julia no comprendiese que, si bien era cierto que muchas veces al verla recordaban el terrible suceso del pasado, no era menos cierto que ellos la amaban de verdad. Pero siempre se había comportado en casa como ave en nido ajeno y no habían sabido qué hacer con ella. Aun hoy seguían sintiendo lo mismo y, ahora, se verían obligados a aceptar que la habían perdido para siempre. Desde el punto de vista físico, Julia seguía entre ellos, pero en su mente ya los había abandonado.

A Henrik parecía costarle respirar, acurrucado con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. Por un instante, Karl-Erik se preguntó si habría hecho bien llamándolo para que estuviese presente en el interrogatorio. Pero se dijo que, en su opinión, Henrik merecía saber la verdad, pues él también amaba a Alex.

– Pero Julia…

Birgit extendió los brazos hacia Julia con un gesto torpe y suplicante, pero la muchacha le dio la espalda con desprecio y, al instante, la oyeron subir la escalera.

– Créanme que lo siento. Sabía que algo no encajaba, pero jamás me habría imaginado algo así. No sé qué decir.

– No, en realidad, nosotros tampoco sabemos qué decir. Sobre todo, no sabemos qué decirnos el uno al otro.

Karl-Erik miró a su esposa intentando ver qué pensaba.

– ¿Saben cuánto tiempo duraron los abusos?

– No exactamente. Alex nunca quiso hablar de ello. Probablemente un par de meses, tal vez incluso un año. Y ahí tiene también la respuesta a su anterior pregunta -dijo tras una breve vacilación.

– ¿Qué pregunta? -quiso saber Patrik.

– La de la relación entre Anders y Alex. Anders también fue una víctima. El día antes de la mudanza, encontramos una nota que Alex le había escrito. Y de ella dedujimos que Nils también había abusado de Anders. Al parecer, comprendieron o se enteraron, no sé cómo, de que los dos estaban en la misma situación y buscaron consuelo el uno en el otro. Yo me llevé la nota y fui a ver a Vera Nilsson. Le conté lo que le había pasado a Alex y lo que parecía haberle ocurrido a Anders. Jamás en mi vida me he visto en una situación tan difícil. Anders es, o era -se corrigió enseguida- lo único que tenía Vera. Y supongo que yo tenía la esperanza de que Vera hiciese lo que nosotros no tuvimos el valor de hacer: denunciar a Nils y hacer que cargase con las consecuencias de sus actos. Pero no pasó nada e imaginé que Vera era tan débil como nosotros.

Inconscientemente, Karl-Erik había empezado a masajearse el pecho con el puño. El dolor crecía en intensidad y ya empezaba a irradiarse hacia los dedos.

– ¿Y no tenéis ni idea de adonde pudo ir Nils?

– No, ni remota. Pero, donde quiera que esté, espero que el muy sinvergüenza esté sufriendo.

El dolor era ya insoportable. Se le estaban durmiendo los dedos y comprendió que algo iba mal. Muy mal. Tanto le dolía que empezó a perder visibilidad y, aunque veía que las bocas de los demás seguían moviéndose, era como si las imágenes y los sonidos pasasen a velocidad ultrarrápida. Por un instante, se alegró al ver que había desaparecido la expresión de ira de los ojos de Birgit, pero, cuando observó que había sido reemplazada por una clara preocupación, comprendió que estaba pasando algo grave. Después, todo quedó a oscuras.

Tras el precipitado trayecto en ambulancia hasta el hospital Sahlgrenska, Patrik se sentó en el coche e intentó recobrar el ánimo. Había seguido a la ambulancia en su coche y se había quedado con Birgit y Henrik hasta que les dijeron que había sido un infarto grave, pero que Karl-Erik estaba ya fuera de peligro, pues había superado la fase crítica.

Aquel día había sido uno de los más terribles de su vida. Había visto muchos horrores durante sus años como policía, pero nunca había oído una historia tan desgarradora como la que había contado Karl-Erik aquella tarde.

Pese a que Patrik iba intuyendo la verdad a medida que la iba oyendo, le resultó duro escucharla. ¿Cómo podía seguir viviendo una persona después de pasar por lo que había pasado Alex? No sólo habían abusado de ella arrebatándole su infancia sino que, además, se había visto obligada a vivir el resto de sus días con el recuerdo constante de ello. Por más que lo intentaba, no atinaba a comprender la conducta de sus padres. Él jamás habría dejado escapar a un agresor que abusase de su propio hijo, y de ningún modo lo habría mantenido en silencio. ¿Cómo podían importar más las apariencias que la vida y la salud de un hijo? Era algo que le costaba mucho comprender.

Se quedó, pues, sentado en el coche, con los ojos cerrados y echado sobre el respaldo. Había empezado a atardecer y pensó que debería irse a casa, pero se sentía agotado y apático. Ni siquiera el que Erica estuviese esperándolo le infundía el ánimo suficiente para arrancar el coche y ponerse en marcha. Su sólida actitud positiva ante la vida había sufrido un golpe en sus cimientos, y por primera vez, dudaba de que la bondad humana superase verdaderamente a la maldad.

Por otro lado, se sentía un tanto culpable, puesto que, si bien aquella tremenda historia lo había conmovido hasta lo más hondo de su ser, también lo había hecho sentir la satisfacción profesional de comprobar que las piezas iban encajando. ¡Cuántas dudas no se habían despejado aquella tarde…! Y, aun así, su frustración era ahora mayor. En efecto, aunque había conseguido aclarar bastantes incógnitas, aún seguía sin tener ni idea de quién o quiénes habían asesinado a Alex y a Anders. Tal vez el móvil tuviese su origen en el pasado, o tal vez no tuviese nada que ver con él, aunque le parecía inverosímil. A pesar de todo, en el pasado se hallaba la única conexión clara entre Alex y Anders.

Pero ¿por qué querría nadie matarlos por unos abusos sexuales cometidos hacía más de veinticinco años? Y, en todo caso, ¿por qué ahora y no antes? ¿Qué podía poner en movimiento algo que había estado latente durante tantos años, haciendo que acabase en dos asesinatos cometidos con un par de semanas de diferencia? Lo más frustrante era que no tenía la menor idea de en qué dirección seguir.

La información obtenida aquella tarde había supuesto un gran giro en la investigación, pero al mismo tiempo había conducido a un callejón sin salida. Patrik revisó mentalmente lo que había hecho y oído durante el día y cayó en la cuenta de que, pese a todo, llevaba en el coche una pista muy concreta. Era algo que había olvidado por lo delicado del tema tratado en casa de los Carlgren y el tumulto a consecuencia del ataque sufrido por Karl-Erik. Sintió renacer el entusiasmo de aquella mañana, pues comprendió que tenía la posibilidad de investigar esa pista más de cerca. Lo único que necesitaba era un poco de suerte.

Encendió el móvil, ignoró el aviso de que tenía tres mensajes en el buzón de voz y llamó al servicio de información telefónica para que le diesen el número del hospital Sahlgrenska. Le dieron la posibilidad, que aceptó, de pasarle la llamada directamente.

– Hospital Sahlgrenska, ¿dígame?

– Hola, me llamo Patrik Hedström. Quisiera saber si Robert Ek trabaja en su unidad de medicina legal.

– Un momento, voy a comprobarlo.

Patrik contuvo la respiración. Robert era un viejo compañero de la Escuela Superior de Policía que, después, siguió estudiando para pertenecer a la policía científica forense. Fueron muy amigos mientras estudiaban, pero después habían perdido el contacto. Patrik había oído decir que ahora trabajaba en el Sahlgrenska y rogó por que así fuese.

– Bueno, veamos. Sí, en efecto, Robert Ek trabaja aquí. ¿Quieres que te pase con él?

Patrik daba saltos de alegría.

– Sí, por favor.

Oyó un par de tonos de llamada y, después, la voz familiar de Robert.

– Medicina legal, le habla Robert Ek, ¿dígame?

– Hola, Robban, ¿sabes quién soy?

Se hizo un silencio y Patrik pensó que Robert no caería en la cuenta. Pero, cuando ya estaba a punto de echarle una mano, oyó un silbido en el auricular.

– ¡Patrik Hedström, viejo granuja! ¡Qué demonios! Si hace un siglo… ¿Cómo es que tengo el placer de oírte? Quiero decir que no es tu estilo.

Aquello sonó a reproche y Patrik se sintió algo avergonzado. Sabía que era malísimo a la hora de llamar a la gente y mantener el contacto con los amigos. Robert se portaba mucho mejor, pero había terminado por cansarse de ser siempre él quien llamaba. Se avergonzó más aun al pensar que, cuando por fin lo hacía, era para pedirle un favor, pero ahora ya no tenía remedio.

– Sí, ya lo sé, soy un desastre. Pero ahora resulta que estoy en el aparcamiento del Sahlgrenska y me acordé de que alguien me dijo que tú trabajabas aquí… Así que se me ocurrió comprobar si estabas en el trabajo por si podía hacerte una visita y saludarte.

– Joder, claro que sí. Vente, me encantará verte.

– ¿Dónde estás exactamente?

– Estamos en la planta sótano. Cruza la entrada principal y toma el ascensor, cuando salgas, gira a la derecha hasta el final del pasillo. Al fondo hay una puerta. Ahí estamos. Llama al timbre y te abriré. ¡Vaya sorpresa!

– Sí, pues nada, nos vemos en un par de minutos.

Patrik volvió a sentirse avergonzado, pues estaba a punto de utilizar a un viejo amigo, pero, por otro lado, tenía una larga lista de favores que cobrarle a Robert. Cuando eran estudiantes, Robert vivía con su prometida, que se llamaba Susanne, pero al mismo tiempo mantenía una excitante historia con una de sus compañeras de clase, Marie, que también estaba comprometida con otro chico. Aquello duró casi dos años y Patrik no recordaba ya cuántas veces tuvo que salvarle el pellejo a Robert. En muchas, muchísimas ocasiones, Patrik le había servido de coartada y se había visto obligado a dar muestras de una imaginación inagotable cuando Susanne llamaba para preguntarle si sabía dónde estaba Robert.

Bien mirado y al cabo de tantos años, le parecía que tal vez no fuese muy honrado ni por su parte ni por la de Robert, pero en aquel entonces eran los dos tan jóvenes e inmaduros…, y en honor a la verdad, a él le parecía una pasada y llegó a sentir algo de envidia de Robert, que hacía malabares con dos tías a la vez. Claro que aquello estaba condenado a irse al traste y Robert se encontró un día sin casa y sin ninguna de las dos tías. Aunque, como el seductor empedernido que era, no tuvo que pasar muchas semanas durmiendo en el sofá de Patrik, pues enseguida encontró a otra chica a cuya casa mudarse.

Cuando le contaron que Robert trabajaba en el hospital, mencionaron también que estaba casado y que tenía hijos, pero a él le costaba creerlo. Ahora podría comprobar si era cierto.

Recorrió los interminables pasillos del hospital y, pese a que la descripción de Robert le había sonado bien sencilla, llegó a perderse dos veces hasta que por fin se encontró ante la puerta que su viejo amigo le había indicado. Llamó al timbre y esperó. De pronto, la puerta se abrió.

– ¡Hooola!

Se abrazaron con entusiasmo antes de dar un paso atrás para ver los efectos que el paso del tiempo había causado en el otro. Patrik constató que el tiempo se había portado bien con Robert, y esperaba que Robert pensase lo mismo de él, pero, por si acaso, metió el estómago y sacó el pecho un poco más.

– Pasa, pasa.

Robert lo condujo hasta su despacho, que resultó ser una habitación minúscula en la que apenas si cabía una persona, y menos aún dos. Patrik escrutó a Robert con más detenimiento después de sentarse frente a él, en la silla que había detrás del escritorio. Tenía el rubio cabello tan repeinado como cuando eran más jóvenes y la ropa igual de bien planchada bajo la bata blanca. Patrik siempre creyó que la necesidad de orden y pulcritud externas de Robert funcionaba como una compensación al caos que tendía a crear en su vida privada. Su mirada se fijó en la fotografía de la estantería que había detrás del escritorio.

– ¿La familia?

Formuló la pregunta sin poder ocultar del todo su asombro.

Robert sonrió con orgullo y tomó la instantánea.

– Exacto, mi mujer, Carina, y mis dos hijos, Oscar y Maja.

– ¿Cuántos años tienen?

– Oscar tiene dos y Maja seis meses.

– Son preciosos. ¿Cuánto tiempo llevas casado?

– Ya ha hecho tres años. Te cuesta creer que me haya convertido en padre de familia, ¿verdad?

Patrik rió de buena gana.

– Sí, he de reconocerlo; eras un auténtico ligón.

– Bueno, ya sabes, cuando el diablo se hace viejo, se vuelve religioso. ¿Y tú, qué ha sido de ti? Seguro que tienes una buena prole a estas alturas.

– Pues no, la verdad. Lo cierto es que estoy separado. Sin hijos, lo que, dadas las circunstancias, puede considerarse una suerte.

– Vaya, lo siento.

– Bueno, no está tan mal. Tengo entre manos una historia que parece muy prometedora, así que ya veremos.

– Cuéntame, ¿cómo es que te presentas aquí como por arte de magia, después de tantos años?

Patrik se movió nerviosamente en la silla, otra vez con el punto de remordimiento que le producía el no haber llamado en tanto tiempo y ahora presentarse para pedir un favor.

– He venido a la ciudad por un asunto policial y, de pronto, me acordé de que tú trabajabas aquí, en medicina legal. Necesito resolver un escollo y, sencillamente, no puedo esperar a que pase el trámite administrativo habitual. Me llevaría semanas obtener una respuesta y no tengo ni el tiempo ni la paciencia necesarios.

Aquello parecía haber despertado la curiosidad de Robert. Juntó las yemas de los dedos a la espera de que Patrik continuase.

Éste se inclinó, sacó de su maletín un papel protegido por un plástico y se lo entregó a Robert, que lo expuso a la fuerte luz de su flexo para ver mejor de qué se trataba.

– Lo saqué de un bloc que hallé en la casa de la víctima de un asesinato. Vi las huellas de algo que habían escrito en la hoja que falta, pero son demasiado tenues y no se ve más que parte de lo que dice. Vosotros tenéis aquí el equipamiento técnico necesario para averiguarlo, ¿verdad?

– Sí, bueno, claro que lo tenemos.

Robert respondió algo reticente sin dejar de estudiar el folio a la luz.

– Pero, como tú bien dices, existen reglas, muy estrictas, sobre cómo y en qué orden tramitar la solicitud. Tenemos una larga cola de documentos así.

– Sí, sí, ya lo sé. Pero yo pensaba que esto debe de ser muy fácil y rápido de mirar y que si te lo pedía como un favor, que mirases así, rapidito, por ver si puede sacarse algo en claro, pues…

Robert frunció el entrecejo mientras reflexionaba sobre las palabras de Patrik. Después, esbozó una de esas sonrisas suyas de niño travieso y se levantó.

– En fin, no hay que ser tan burocrático. Y es verdad que no me llevará más que unos minutos. Ven conmigo.

Echó a andar por el estrecho pasillo y entró en una sala que había enfrente de su despacho. Era una habitación amplia y luminosa, llena de todo tipo de aparatos muy raros. Todo estaba reluciente y presentaba un aspecto de limpieza clínica que le otorgaban las blanquísimas paredes y el cromado de las mesas de estudio y los armarios. El aparato que necesitaba utilizar Robert estaba al fondo de la sala. Con sumo cuidado, sacó el papel de la funda de plástico y lo colocó sobre una bandeja. Pulsó el botón de «ON», que estaba en un lateral del aparato y se encendió una luz azulada.

Las palabras aparecieron enseguida sobre el papel, con toda la claridad deseable.

– ¿Lo ves? ¿Es lo que esperabas encontrar?

Patrik ojeó rápidamente el texto.

– Exacto. Esto era exactamente lo que esperaba. ¿Te importa dejarlo ahí un momento, mientras lo copio?

Robert sonrió.

– Puedo hacer algo mucho mejor. Con este equipo, puedo hasta sacar una fotografía del texto. Te haré una.

Patrik sonrió satisfecho.

– ¡Fantástico! Sería perfecto, gracias.

Media hora más tarde salía de allí con una fotocopia del folio que faltaba en el bloc de Anders. Le prometió a Robert que lo llamaría más a menudo y esperaba poder mantener su palabra. Aunque, por desgracia, se conocía demasiado bien.

Se pasó el trayecto de regreso a casa reflexionando. Le encantaba conducir en la oscuridad. La paz con que lo envolvía la aterciopelada negrura de la noche, tan sólo interrumpida por las luces de algún que otro vehículo con el que se cruzaba, le permitía pensar con más claridad. Pieza a pieza, fue recomponiendo lo que él ya sospechaba y que ahora veía confirmado sobre el papel y, cuando ya entraba en el carril de acceso a su casa de Tanumshede, estaba bastante seguro de haber resuelto al menos uno de los dos misterios que tanto lo torturaban.

Se le hacía raro irse a la cama sin Erica. Qué curioso, con qué rapidez se acostumbra uno a las cosas, sobre todo si son agradables, y se encontró con que le costaba conciliar el sueño estando solo. Le sorprendió lo decepcionado que se había sentido cuando, mientras iba de camino a casa, Erica lo llamó al móvil para decirle que su hermana había venido inesperadamente y que era mejor que se quedase en su casa aquella noche. Le habría gustado indagar más sobre la visita, pero por el tono de Erica entendió que no podía hablar, de modo que se contentó con despedirse diciendo que ya se llamarían al día siguiente y que la echaba de menos.

Y ahora estaba en vela, no sólo por el recuerdo de Erica sino también porque no podía evitar pensar en lo que tendría que hacer al día siguiente, de modo que fue una noche muy larga para él.

Con los niños ya dormidos, tuvieron por fin tiempo para hablar. Erica había dispuesto algo de comida preparada que tenía en el congelador, pues parecía que Anna necesitaba echarle algo al estómago. Además, ella misma se había olvidado de comer y también su estómago empezaba ya a protestar.

Anna no hacía más que remover la comida con el tenedor mientras Erica empezaba a experimentar la conocida sensación de preocupación por su hermana pequeña que solía alojársele en el cuerpo. Exactamente igual que cuando eran pequeñas, sentía deseos de tomar a Anna en su regazo, mecerla y tranquilizarla asegurándole que todo iría bien, besarle la zona magullada y hacer desaparecer el dolor. Sin embargo, ahora eran adultas y los problemas de Anna superaban con mucho el dolor de una rodilla lastimada. Erica se sentía impotente ante aquello. Por primera vez en su vida, veía a su hermana como a una extraña y a sí misma torpe e insegura a la hora de hablar con ella. De ahí que guardase silencio, a la espera de que Anna le mostrase el camino. Cosa que no hizo hasta después de pasado un buen rato.

– No sé qué hacer, Erica. ¿Qué va a ser de mí y de los niños?¿Adonde vamos a ir? ¿De qué voy a vivir? Llevo tantos años de ama de casa, que no sé hacer nada.

Erica vio la tensión en los nudillos de Anna, que se aferraba a la mesa como en un intento de controlar físicamente la situación.

– Shhh…, no pienses en eso ahora. Todo se arreglará. Tómatelo con calma, puedes quedarte aquí con los niños el tiempo que quieras. La casa también es tuya, ¿no?

Se permitió esbozar media sonrisa y vio con satisfacción que Anna le correspondía. Su hermana se secó la nariz con el reverso de la mano y, pensativa, se puso a toquetear el mantel.

– Lo que, simplemente, no puedo perdonarme es haberlo dejado ir tan lejos. Le hizo daño a Emma, ¿cómo fui capaz de permitirlo?

De nuevo empezó a moquearle la nariz y, en esta ocasión, se limpió con el pañuelo en lugar de con la mano.

– ¿Por qué permití que le hiciese daño a Emma? ¿No sabría yo en el fondo que llegaría a ocurrir y decidí cerrar los ojos a esa realidad sólo porque era más cómodo para mí?

– Anna, si hay algo de lo que estoy totalmente segura es de que tú jamás permitirías conscientemente que les hiciesen daño a los niños.

Erica se inclinó sobre la mesa y le tomó la mano a Anna. Una mano de una delgadez alarmante. Los huesos parecían los de un pajarillo y daban la sensación de ir a quebrarse si presionaba demasiado fuerte.

– Lo que no puedo comprender de mí misma es que, pese a haber hecho lo que hizo, una parte de mí aún lo siga queriendo. Llevo tanto tiempo amando a Lucas que ese amor se ha convertido en una parte de mí, en una parte de lo que soy, y por más que lo intento, no consigo deshacerme de ella. Quisiera poder amputármela con un cuchillo, físicamente. Me siento sucia y despreciable.

Se pasó la mano temblorosa por el pecho, como para mostrar dónde le dolía.

– Eso es normal, Anna. No tienes por qué avergonzarte. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en ponerte bien.

Hizo aquí una pausa, antes de añadir:

– Pero algo que sí tienes que hacer es denunciar a Lucas.

– No, Erica, no puedo.

Las lágrimas empezaron a rodar copiosamente por sus mejillas y unas gotas se le quedaron suspendidas en la barbilla, antes de caer mojando el mantel.

– Sí, Anna, tienes que hacerlo. No puedes permitir que quede impune. No me digas que puedes seguir viviendo tranquila sabiendo que has permitido que casi le rompa el brazo a tu hija sin hacer lo posible por que se enfrente a las consecuencias.

– No…, sí…, no sé, Erica. Ahora no puedo pensar, es como si tuviese la cabeza llena de algodón. No tengo fuerzas para pensar en eso ahora. Quizá más adelante.

– No, Anna. Más adelante no. Ahora. Luego será demasiado tarde. Tienes que hacerlo ahora. Yo te acompañaré mañana a la comisaría, pero tienes que hacerlo, no sólo por los niños, sino por ti misma.

– Ya, es sólo que no estoy segura de tener fuerzas para ello.

– Yo sé que sí. A diferencia de lo que nos pasó a ti y a mí, Emma y Adrian tienen una madre que los quiere y que está dispuesta a hacer cualquier cosa por ellos.

Erica no pudo evitar que la amargura se filtrase por sus palabras.

Anna lanzó un suspiro.

– Tienes que superar eso, Erica. Yo ya acepté hace mucho tiempo que en realidad sólo teníamos a papá. Y también he dejado de cavilar en por qué fue así. ¿Qué sé yo? Tal vez mamá no quisiera tener hijos. O puede que nosotras no fuésemos como ella quería. Jamás lo sabremos y de nada sirve seguir dándole vueltas. Aunque claro, yo fui la más afortunada, porque te tenía a ti. Puede que nunca te lo haya dicho, pero sé lo que hiciste por mí y lo que significaste cuando éramos niñas. Tú no tenías a nadie que se ocupase de ti en lugar de mamá, pero no te amargues con eso, prométeme que no lo harás. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te retiras en cuanto encuentras a alguien con quien podrías llegar a algo serio? Te retiras antes de arriesgarte a quedar herida de verdad. Tienes que aprender a dejar atrás el pasado, Erica. Ahora parece que tienes algo serio y bueno entre manos y no puedes dejarlo pasar también esta vez. ¡Yo también quiero ser tía algún día!

Ambas rieron entre lágrimas ante el comentario y ahora le tocó a Erica sonarse con el pañuelo. El aire se hizo tan denso como la concentración de sentimientos, pero al mismo tiempo fue como una limpieza general del alma. Había tantas cosas que nunca se habían dicho, tanto polvo en los rincones…, y las dos tenían las sensación de que había llegado el momento de sacar el cepillo.

Estuvieron hablando toda la noche hasta que la oscuridad del invierno empezó a ceder ante la neblinosa alborada gris. Los niños durmieron más de lo habitual y cuando por fin Adrian dio señales de estar despierto gritando a pleno pulmón, Erica se ofreció a hacerse cargo de los niños por la mañana para que Anna pudiese dormir un par de horas.

Se sentía tan en paz consigo misma como no recordaba haberse sentido nunca. Desde luego que aún estaba apesadumbrada por lo que le había sucedido a Emma, pero Anna y ella habían aclarado muchas cosas durante la noche, cosas que debían haberse dicho hacía muchos años. Algunas verdades resultaron desagradables, pero necesarias, y le sorprendió comprobar hasta qué punto su hermana menor la conocía bien. Erica tuvo que admitir para sí misma que había subestimado a Anna; incluso, en alguna ocasión, la había menospreciado, al verla como una niña grande e irresponsable. Pero su hermana era mucho más que eso y se alegró de, por fin, ser capaz de ver a la verdadera Anna.

También hablaron bastante sobre Patrik y, con Adrian en brazos, Erica marcó el número de su casa. Pero nadie respondía, de modo que lo intentó en el móvil. Llamar por teléfono resultó ser un reto mucho mayor de lo que ella había imaginado, pues Adrian estaba entusiasmado con el fantástico juguete que ella tenía en la mano e intentaba por todos los medios hacerlo suyo. Cuando Patrik, al primer tono, respondió a la llamada, todo el cansancio de la noche desapareció como por encanto.

– ¡Hola cariño!

– Mmmm, me gusta que me llames «cariño».

– ¿Qué tal va todo?

– Bueno, verás, tenemos una pequeña crisis familiar. Ya te contaré cuando nos veamos. Han pasado muchas cosas y Anna y yo nos hemos pasado la noche hablando. Yo estoy con los niños para que Anna pueda dormir un par de horas.

El joven la oyó ahogar un bostezo.

– Pareces cansada.

– Estoy cansada. Hasta la médula. Pero Anna necesita el sueño más que yo, así que tendré que mantenerme despierta un poco más. Los niños son demasiado pequeños para estar solos.

Adrian parloteó confirmando sus palabras.

Patrik se decidió en un segundo.

– Bueno, hay otro modo de resolverlo.

– ¿Ah sí? ¿Cuál? ¿Quieres que los deje un par de horas atados a la barandilla de la escalera?

Erica soltó una carcajada.

– No, pero yo puedo ir a cuidar de ellos.

Erica resopló incrédula.

– ¿Tú? ¿Tú vas a cuidar de los niños?

Patrik fingió el tono más dolido de que fue capaz.

– ¿Estás insinuando que me falta hombría para ese cometido? Si, yo sólito, he sido capaz de reducir a dos ladrones, creo que me las arreglaré muy bien con dos personas de tan escasa estatura, ¿no? ¿O acaso no tienes la menor confianza en mí?

Hizo aquí una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras y oyó que Erica lanzaba un teatral suspiro al otro lado del hilo telefónico.

– Bueno, puede que lo consigas. Pero te lo advierto, son unos cachorros salvajes. ¿Estás seguro de que aguantarás su ritmo? Quiero decir, teniendo en cuenta tu edad…

– Lo intentaré. Por si acaso, me llevaré las pastillas para el corazón.

– Bien, en ese caso, acepto tu oferta. ¿Cuándo llegarás?

– Pues ya. Iba de camino a Fjällbacka para otro asunto y acabo de pasar la pista de minigolf. Así que nos vemos en cinco minutos.

Cuando Patrik salió del coche, Erica estaba esperándolo en la puerta. Llevaba en brazos a un niño pequeño de mejillas regordetas que agitaba los brazos sin cesar. Detrás, sin apenas dejarse ver, había una niña que se chupaba el pulgar y que tenía una mano escayolada y en cabestrillo. Seguía sin saber lo que había causado la repentina visita de la hermana de Erica, pero, por lo que ella le había contado de su cuñado y a la vista del brazo escayolado de la pequeña, empezó a concebir las peores sospechas. No preguntó, pues supuso que Erica le contaría lo sucedido en el momento apropiado.

Saludó a los tres, uno tras otro: a Erica con un beso en los labios, a Adrian con una palmadita en la mejilla y después se puso en cuclillas para saludar a Emma, que estaba muy seria. Le tomó la mano sana mientras le decía:

– Hola, me llamo Patrik. ¿Y tú?

La respuesta tardó en oírse.

– Emma.

Después, la pequeña volvió a meterse el pulgar en la boca.

– Ya se ablandará, no te preocupes.

Erica dejó a Adrian en brazos de Patrik y se dirigió a Emma.

– Mamá y tía Erica necesitan dormir un poco, así que Patrik se quedará con vosotros un ratito. ¿De acuerdo? Es amigo mío y es muy, muy bueno. Y si tú también eres muy, muy buena, puede que Patrik te dé un helado de los que hay en el congelador.

Emma miró suspicaz a Erica, pero la posibilidad de comerse un helado ejerció una atracción irresistible y terminó por asentir, aunque con cierta reserva.

– Bien, pues aquí te los dejo. Nos vemos dentro de un rato. Procura que sigan vivos cuando me despierte, por favor.

Erica se marchó escaleras arriba y él se dirigió a Emma, que continuaba mirándolo con suspicacia.

– Bueno, ¿qué te parece si jugamos una partida de ajedrez? ¿No? ¿Y qué me dices de un helado para desayunar? ¡Ah, eso sí te parece bien! Vale. El último en llegar al frigorífico se lleva una zanahoria en vez de un helado.

Anna fue emergiendo a la superficie de la conciencia poco a poco. Era como si llevase cien años durmiendo, como la Bella Durmiente. Cuando abrió los ojos, le costó orientarse al principio. Después, reconoció el papel de las paredes de su habitación de soltera y la realidad se le vino encima como un bloque de hormigón. Se sentó sobresaltada. ¡Los niños! Pero enseguida oyó los alegres gritos de Emma procedentes del piso de abajo y recordó que Erica le había prometido acompañarlos mientras ella dormía. Volvió a tumbarse y decidió quedarse un rato más disfrutando del calor de la cama. Tendría que enfrentarse a las tareas del día tan pronto como se levantase, así que no le vendría mal permitirse unos minutos para huir de la realidad.

Poco a poco fue tomando conciencia de que no era la voz de Erica la que se oía desde la planta baja mezclada con las risas de Emma y Adrian. Por un instante pensó aterrada que Lucas estaba en la casa, pero comprendió enseguida que Erica le habría pegado un tiro antes que dejarlo entrar. Tuvo un presentimiento y empezó a sospechar quién podría ser el visitante así que, llena de curiosidad, se dirigió sigilosamente al descansillo y miró por entre los barrotes de la barandilla de madera. Abajo, en la sala de estar, parecía que había caído una bomba. En combinación con cuatro sillas del comedor y una manta, los cojines se habían convertido en una cabaña y los bloques del juego de construcción de Adrian estaban esparcidos por el suelo. En la mesa de la sala de estar había una cantidad alarmante de envoltorios de helado y Anna deseó que Patrik se hubiese comido buena parte de ellos. Con un suspiro, intuyó que resultaría muy difícil hacer que su hija comiese nada ni en el almuerzo ni en la cena. Su hija, la misma que en aquel momento cabalgaba a hombros de un hombre de cabello oscuro, aspecto agradable y ojos castaños de mirada cálida. La pequeña reía a carcajadas y Adrian parecía compartir su alegría tumbado sobre una mantita que había extendida en el suelo y con un pañal por toda vestimenta. Sin embargo, quien mejor parecía estar pasándolo era Patrik, motivo por el que, a partir de ese momento, el joven se había ganado un lugar en el corazón de Anna.

Se levantó y tosió discretamente para llamar la atención de los tres compañeros de juegos.

– ¡Mamá, mira, tengo un caballo!

Emma hacía una demostración de su poder absoluto sobre «el caballo» tirándole del pelo, pero las protestas de Patrik eran poco convincentes como para que la pequeña dictadora tomase nota de ellas.

– Emma, deberías tener cuidado con el caballo. De lo contrario, puede que no vuelva a dejarte que lo cabalgues nunca más.

Aquella observación incitó a la amazona a cierta reflexión y, por si acaso, acarició al caballo con la mano sana, como para asegurarse de que no perdía sus privilegios.

– ¡Hola, Anna! ¡Cuánto tiempo!

– Sí, mucho. Espero que no te hayan dejado exhausto.

– No, qué va, lo hemos pasado estupendamente.

De pronto pareció preocupado.

– Pero he tenido mucho cuidado con el brazo.

– No me cabe la menor duda. Se ve que está perfectamente. Y Erica, ¿está durmiendo?

– Sí, sonaba tan cansada cuando hablamos por teléfono esta mañana que me ofrecí a intervenir.

– Y, por lo que se ve, con un éxito total.

– Sí, aunque lo hemos desordenado todo. Espero que Erica no se enfade cuando despierte y vea que he destrozado su sala de estar.

A Anna le pareció muy divertida la expresión de ansiedad de su rostro. Al parecer, Erica ya lo tenía dominado.

– Venga, vamos a recoger entre los dos. Pero antes, creo que necesito tomarme un café. ¿Quieres uno?

Se tomaron el café mientras charlaban como viejos amigos. El mejor modo de ganarse a Anna era ganarse a sus hijos y, desde luego, era imposible no ver la adoración con que Emma tironeaba de Patrik, que rechazaba los intentos de Anna de obligar a su hija a dejarlo en paz un rato. Cuando Erica bajó por fin con cara somnolienta, algo más de una hora más tarde, Anna había interrogado a Patrik sobre todo lo habido y por haber, desde el número que calzaba hasta por qué se había separado. Cuando Patrik, por fin, dijo que tenía que marcharse, todas las chicas protestaron, e incluso Adrian lo habría hecho de no haber caído exhausto en un sueñecito de mediodía.

Tan pronto como oyeron partir su coche, Anna se volvió hacia Erica con los ojos muy abiertos:

– ¡Diosss! ¡Se ha convertido en el sueño de cualquier suegra! No tendrá un hermano menor, ¿verdad?

Erica le respondió con una sonrisa que irradiaba felicidad.

Patrik había podido retrasar en un par de horas una misión que sabía no podía eludir pero que lo había mantenido dando vueltas en la cama toda la noche. Pocas veces le había infundido tanto horror abordar algo que formaba parte inevitable de la profesión que había elegido. Conocía la solución de uno de los asesinatos, pero no por ello se sentía feliz.

Así, conducía despacio desde Sälvik hacia el centro, pues deseaba posponerlo lo más posible. El trayecto era, no obstante, demasiado corto y llegó a su destino mucho antes de lo que habría querido. Dejó el coche en el aparcamiento del supermercado de Evas Livs y recorrió a pie los últimos metros. La casa estaba al final de una calle que descendía en abrupta pendiente hasta las cabañas de pescadores que salpicaban la orilla. Era una casa antigua muy bonita, aunque presentaba un aspecto de años de abandono. Respiró hondo antes de llamar a la puerta, pero tan pronto como sus nudillos chocaron contra la madera, se sobrepuso el profesional que llevaba dentro. Los sentimientos personales no debían intervenir. Era un agente de policía y, como tal, estaba obligado a hacer su trabajo, con independencia de cómo se sintiese ante el cometido.

Vera le abrió casi de inmediato. Lo miró inquisitiva, pero se hizo a un lado enseguida y lo invitó a entrar. Después lo guió hasta la cocina, donde ambos tomaron asiento. A Patrik le extrañó que la mujer no preguntase el motivo de su visita y, por un instante, sospechó que tal vez ya lo supiese. En cualquier caso, no tuvo más remedio que encontrar el modo de exponer lo que quería decir, con la mayor suavidad posible.

Ella lo miraba sin nerviosismo, aunque lucía unas profundas ojeras que él interpretó como la manifestación externa del dolor por la muerte de su hijo. Había sobre la mesa un viejo álbum de fotos que Patrik adivinó contendría instantáneas de la niñez de Anders. Le resultaba duro presentarse ante una madre cuyo hijo no llevaba muerto más de dos días, pero una vez más tuvo que dejar a un lado su natural instinto protector y concentrarse en la misión que lo había llevado hasta allí: averiguar la verdad sobre la muerte de Anders.

– Vera, la última vez que nos vimos lo hicimos en circunstancias muy dolorosas y quiero que sepas que lamento profundamente la muerte de tu hijo.

Ella no hizo más que asentir en silencio, esperando que Patrik continuase.

– Pero, por más que comprenda la difícil situación por la que estás pasando, es mi deber investigar lo que le sucedió a Anders. Espero que lo comprendas.

Patrik articulaba como si estuviese hablando con un niño. No sabía muy bien por qué, pero era importante para él que la mujer comprendiese su mensaje a la perfección.

– Hemos estado investigando la muerte de Anders como un asesinato e incluso hemos estado buscando alguna conexión con el de Alexandra Wijkner, una mujer con la que sabemos que mantuvo una relación. No hemos encontrado pista alguna sobre el posible asesino, ni tampoco hemos podido aclarar cómo se produjo el crimen. Para ser sincero, te diré que nos ha puesto a cavilar a todos y, pese a ello, ninguno ha dado con una explicación plausible de cómo pudieron desarrollarse los acontecimientos. Hasta que encontré esto en casa de Anders.

Patrik puso ante Vera, sobre la mesa de la cocina, la fotocopia de la hoja con el texto para que ella pudiera leerlo. Una expresión de asombro se reflejó entonces en su rostro y la mujer miraba perpleja ya a Patrik, ya el papel. Luego tomó el papel y le dio la vuelta. Pasó los dedos por el texto y volvió a dejarlo sobre la mesa, con la extra-ñeza aún pintada en el rostro.

– ¿Dónde lo encontraste?

Preguntó con la voz ronca de dolor.

– En casa de Anders. Te sorprende tanto porque tú creías que te habías llevado el único ejemplar existente de esta carta, ¿no es así?

Vera asintió y Patrik continuó explicándole:

– Y así fue, en realidad. Pero yo encontré el bloc en el que Anders había escrito la carta y, al apretar el bolígrafo contra el papel, dejó las huellas de lo que escribía en la hoja de debajo. Y de ahí hemos sacado esta copia.

Vera esbozó una sonrisa irónica.

– ¡Vaya! Eso no se me había ocurrido, claro. Has sido muy listo.

– Ahora creo que sé más o menos lo que sucedió, pero me gustaría que me lo contaras tú misma.

Vera jugueteó un instante con la carta entre sus dedos, tocando las palabras una a una, como si estuviese leyendo un texto en Braille. Lanzó un hondo suspiro antes de satisfacer la petición de Patrik, no por amable menos terminante.

– Fui a casa de Anders para llevarle algo de comida. La puerta no estaba cerrada con llave, pero así solía tenerla, de modo que no hice más que llamarlo y entrar sin más. Todo estaba en calma y en silencio. Lo vi de inmediato y, en el mismo instante, sentí que se me paraba el corazón. Eso fue ni más ni menos lo que sentí. Como si mi corazón hubiese dejado de latir y todo hubiese quedado estático en mi pecho. Su cuerpo se mecía ligeramente. De un lado a otro. Como si la brisa estuviese soplando en la habitación, lo cual, claro está, era imposible.

– ¿Por qué no llamaste a la policía? ¿O a una ambulancia?

Vera se encogió de hombros.

– No lo sé. Mi primer impulso fue el de correr hacia él y bajar su cuerpo como fuera, pero una vez en la sala de estar, comprendí que era demasiado tarde. Mi niño estaba muerto.

Por primera vez desde que empezó a relatar lo sucedido, se oyó un temblor en su voz; pero Vera tragó saliva y se obligó a seguir con una tranquilidad aterradora.

– Encontré la carta en la cocina. Ya la has leído, así que sabes lo que dice. Que no tenía fuerzas para vivir. Que la vida no había sido para él más que un sufrimiento interminable y que ya no tenía fuerzas para seguir resistiendo. Ya no le quedaban razones para vivir. Estuve sentada en la cocina una hora, tal vez dos, no lo sé con certeza. No tardé ni un minuto en guardarme la carta en el bolso y, después, sólo tuve que retirar la silla que él había colocado debajo de la cuerda y devolverla a su lugar en la cocina.

– Pero ¿por qué, Vera? ¿Por qué? ¿De qué iba a servir?

Tenía la mirada serena, pero Patrik observó que le temblaban las manos, que la calma era sólo aparente. No podía ni siquiera imaginar el horror que debía de suponer para una madre el ver a su hijo colgado del techo, con la lengua hinchada y violácea y los ojos desorbitados. A él mismo le había resultado terrible la visión de Anders; su madre tendría que vivir el resto de sus días con esa imagen en la retina.

– Quería ahorrarle más humillaciones. Durante muchos años, la gente lo miró con desprecio. Lo señalaban y se reían de él. Al pasar a su lado, lo miraban con gesto altanero porque se sentían superiores. ¿Qué iban a decir cuando supiesen que se había colgado? Quería evitarle esa vergüenza, y lo hice del único modo que se me ocurrió.

– Pero sigo sin comprender. ¿Por qué iba a ser peor el suicidio que el asesinato?

– Tú eres demasiado joven para comprenderlo. El desprecio por los suicidas aún sigue vivo en la conciencia de las gentes de los pueblos costeros. No quería que nadie hablase así de mi niño. Ya lo habían criticado bastante a lo largo de su vida.

La voz de Vera resonaba como el acero. Durante toda su vida, había dedicado su energía a proteger y ayudar a su hijo y, por más que él siguiese sin comprender sus motivos, pensó que tal vez fuese lógico que la mujer quisiera protegerlo aun después de muerto.

Vera extendió la mano en busca del álbum de fotos y lo abrió para que también Patrik pudiese verlo. Por la vestimenta y por el tono amarillento de los colores, calculó que eran instantáneas de los setenta y en todas ellas el rostro de Anders le sonreía franco, despreocupado.

– ¿No era guapo mi Anders?

Preguntó con expresión soñadora, al tiempo que pasaba el índice por las fotos.

– Siempre fue un niño tan bueno… Jamás dio ningún problema.

Patrik observaba las fotos con interés. Le parecía increíble que representasen a la misma persona que él sólo había conocido como un despojo. Era una suerte que el joven de las instantáneas no supiera el destino que lo aguardaba. Una de las imágenes llamó especialmente su atención. Una niña rubia muy delgada aparecía junto a Anders, que estaba sentado en una bicicleta con sillín anatómico y manillar de ciclista. La chica mostraba sólo una leve sonrisa y miraba tímidamente medio oculta tras un flequillo.

– ¿No es ésta Alex?

– Sí -replicó Vera parcamente.

– ¿Solían jugar mucho juntos de niños?

– No mucho. Pero sí a veces. Después de todo, estaban en el mismo curso.

Con suma precaución, Patrik empezó a adentrarse en un terreno delicado. Mentalmente, procedía como de puntillas.

– Sí, creo que ambos tuvieron de maestro a Nils Lorentz durante un tiempo, ¿no?

Vera lo miró con curiosidad.

– Sí, es posible. Hace tanto tiempo de eso…

– Por lo que he oído, se habló bastante de Nils Lorentz. Sobre todo, porque luego desapareció sin más.

– Bueno, la gente habla de cualquier cosa aquí en Fjällbacka. Así que seguro que también hablaron de Nils Lorentz.

Era evidente que estaba metiendo el dedo en la llaga, pero no tenía más remedio que seguir ahondando.

– He estado hablando con los padres de Alex. Me dijeron unas cuantas cosas sobre Nils Lorentz. Cosas que también afectaban a Anders.

– ¿Ah, si?

Vera no pensaba ponérselo fácil, eso estaba claro.

– Según ellos, Nils Lorentz abusó de Alex y también de Anders.

Vera estaba rígida como una estaca, sentada en el borde de la silla, pero no respondió a la afirmación con la que Patrik más bien pretendía preguntar. Resolvió esperar hasta que ella se decidiese y, tras un instante de lucha interna, la mujer cerró el álbum despacio y se puso de pie.

– No quiero hablar de historias pasadas. Quiero que te marches ahora mismo. Si pensáis tomar medidas por lo que hice cuando encontré a Anders, ya sabéis dónde estoy; pero no pienso ayudaros a remover cosas que es mejor dejar enterradas.

– Ya, bueno. Sólo una pregunta más: ¿hablasteis alguna vez del tema con Alexandra? Por lo que tengo entendido, ella había decidido zanjar ese asunto de una vez por todas y lo lógico habría sido que hablara contigo también.

– Sí, claro, habló conmigo. Estuve en su casa una semana antes de que apareciese muerta, escuchando sus ingenuas ideas sobre hacer borrón y cuenta nueva con el pasado, sacar a la luz los viejos fantasmas, etcétera, etcétera. Enredos de la modernidad, si quieres que te diga mi opinión. Hoy todo el mundo parece obsesionado por lavar sus trapos sucios en público y por lo saludable que, según dicen, es desvelar los secretos y los pecados de uno. Pero hay cosas que deben seguir siendo privadas. Y eso fue lo que le dije. No sé si me hizo caso, pero espero que así fuese. De lo contrario, lo único que conseguí fue la infección de vejiga que me llevé de su casa helada.

Con estas palabras dio Vera a entender que ponía punto final a la discusión y se encaminó hacia la puerta. Le abrió a Patrik y se despidió de él con un adiós más que reticente.

Ya fuera de la casa, muerto de frío, con la gorra y los guantes bien encajados, no sabía, literalmente, por dónde empezar. Empezó a saltar para entrar en calor y se apresuró en dirección al coche.

Vera era una mujer complicada, de eso no le cabía la menor duda después de la conversación que acababa de mantener con ella. Simplemente, pertenecía a otra generación, pero en muchos sentidos estaba en conflicto con sus valores. Había trabajado para mantenerse a sí misma y a su hijo e incluso después de que Anders alcanzase la edad adulta y, por consiguiente, hubiese debido arreglárselas solo, ella siguió siendo su sostén. Así que, en cierto modo, era una mujer liberada que había salido adelante sin marido, pero al mismo tiempo estaba atada por las normas que su generación tenía establecidas para las mujeres, y por cierto, también para los hombres. Patrik no podía por menos que sentir cierta admiración por ella, aunque le pesase. Vera era una mujer fuerte. Una mujer compleja que había sufrido más de lo que ningún ser humano debería verse obligado a sufrir en su vida.

No sabía cuáles serían las consecuencias de que Vera hubiese retirado las pruebas del suicidio de Anders para que pareciese un asesinato. Desde luego, él tendría que revelar en la comisaría esa información, pero no tenía la menor idea de lo que sucedería después. Si lo dejasen decidir a él, harían la vista gorda; pero no estaba seguro. Desde el punto de vista legal, podrían acusarla de obstaculizar la investigación, por ejemplo, pero tenía la esperanza de que eso no ocurriese. Le gustaba Vera, eso era indiscutible. Era una luchadora auténtica, y no había muchas como ella.

Cuando se sentó en el coche y encendió el móvil, descubrió que tenía un mensaje. Era de Erica, que le comunicaba que tres damas y un caballero muy pequeño esperaban que pudiese cenar con ellos aquella noche. Patrik miró el reloj. Ya eran las cinco y, sin pensárselo dos veces, se dijo que ya era demasiado tarde para ir a la comisaría y, además, ¿qué iba a hacer allí? Antes de arrancar el coche, llamó a Annika, que seguía en su puesto para, brevemente, darle cuenta de lo que había hecho aquel día, pero omitió los detalles, pues quería explicárselo todo a Mellberg cara a cara. Quería evitar por todos los medios que se malinterpretase la situación y que Mellberg pusiese en marcha una operación gigantesca sólo por darse una satisfacción a sí mismo.

Mientras regresaba a casa de Erica, volvió a pensar en el asesinato de Alex. Lo desesperaba el hecho de haber dado con otra pista infructuosa. Dos asesinatos suponían el doble de posibilidades de que el asesino hubiese cometido algún error. Ahora volvía a encontrarse en la casilla número uno y, por primera vez, se le ocurrió la idea de que tal vez nunca diesen con el asesino de Alex. Aquello le producía una extraña tristeza. En cierto modo, tenía la sensación de que conocía a Alex mejor que nadie. Y la información que había obtenido sobre su niñez y sobre su vida después de los abusos lo había conmovido profundamente. Deseaba encontrar a su asesino más de lo que había deseado nada en la vida.

Pero tenía que admitirlo. Había llegado a un callejón sin salida y no sabía adonde ir ni dónde buscar. Patrik se obligó a dejar de lado el tema por aquel día. Ahora iba a ver a Erica y a su hermana y, cómo no, a los niños; y sintió que eso era, precisamente, lo que necesitaba aquella noche. Toda aquella tragedia lo hacía sentirse roto por dentro.

Mellberg tamborileaba impaciente con los dedos sobre la mesa. ¿Dónde se había metido aquel niñato? ¿Acaso se había creído que aquello era una guardería de la que podía ir y venir a su gusto? Cierto que era sábado, pero quien creyese que podía tomarse el día libre antes de haber resuelto el caso estaba muy equivocado. Pero bueno, él no tardaría en sacarlo de tal error. En su comisaría había reglas muy estrictas y una dura disciplina. Un liderazgo indiscutible. Era la frase de moda y si había alguien con cualidades de liderazgo congénitas ése era él. Su madre siempre le había dicho que llegaría a ser algo grande y, aunque tenía que reconocer que el ansiado momento tardaba en llegar más de lo que ambos habían calculado, jamás había dudado de que sus excelentes cualidades darían su fruto tarde o temprano.

De ahí que le resultase tan frustrante comprobar que parecían haberse atascado en la investigación. Sentía tan cercana su gran oportunidad que casi podía olería, pero si sus pésimos colaboradores no empezaban a traerle resultados, tendría que olvidarse del ascenso y el traslado. Eran unos vagos, eso es lo que eran. Policías rurales incapaces de encontrar su propio trasero ni con las dos manos y una linterna. Él había abrigado alguna esperanza con el joven Hedström, pero ahora parecía que también iba a decepcionarlo. Por lo menos, todavía no le había presentado ningún resultado del viaje a Gotemburgo, así que seguro que al final no terminaría más que en otro gasto.

– ¡Annika!

Gritó en dirección a la puerta abierta y se irritó más de lo que ya estaba al ver que a la mujer le llevaba hasta un minuto tener a bien levantarse y responder a su llamada.

– ¿Sí, qué querías?

– ¿Sabes algo de Hedström? ¿Es que está remoloneando en la cama, calentito?

– No creo. Llamó hace un rato y me dijo que había tenido problemas para arrancar el coche, pero que ya venía de camino.

Annika miró el reloj.

– Estará aquí en un cuarto de hora, más o menos.

– Pero ¡qué coño! ¿No puede venir andando desde su casa?

La respuesta se hizo esperar y, ante su sorpresa, vio que Annika esbozaba una leve sonrisa.

– Verás, no creo que estuviera en su casa.

– ¿Y dónde narices ha estado?

– Eso tendrás que preguntárselo a Patrik -dijo Annika antes de darle la espalda y regresar a su despacho.

El hecho de que Patrik pareciese tener una razón justificada para llegar tarde irritó a Mellberg más aún. ¿No podía ser más precavido y salir con más margen de tiempo por las mañanas, por si el coche se resistía a arrancar?

Un cuarto de hora más tarde, Patrik cruzaba su puerta después de haber dado unos golpecitos discretos. Llegaba sin resuello y con las mejillas sonrosadas, y parecía descaradamente contento y despierto, pese a haber hecho esperar a su jefe durante casi media hora.

– ¿Acaso crees que aquí trabajamos media jornada? Y, por cierto, ¿dónde estuviste ayer? ¿No fue anteayer cuando viajaste a Gotemburgo?

Patrik se sentó en la silla que había frente al escritorio y respondió con calma a los ataques de Mellberg.

– Siento llegar tarde. El coche se negaba a arrancar esta mañana y me llevó más de media hora ponerlo en marcha. Y sí, estuve en Gotemburgo anteayer y pensaba comentarte lo que saqué en claro antes de contarte lo que hice ayer.

Mellberg gruñó asintiendo a regañadientes. Patrik le explicó lo que había averiguado sobre la niñez de Alex. Omitió los detalles más desagradables y, al oír la noticia de que Julia era hija de Alex, Mellberg sintió que se le abría la boca de asombro. Jamás había escuchado nada parecido en su vida. Patrik terminó contándole la precipitada partida de Karl-Erik al hospital y cómo consiguió que analizasen la hoja del bloc que se había llevado de casa de Anders. Asimismo, le explicó que la hoja resultó contener una carta de despedida y, consiguientemente, procedió a explicar lo que había estado haciendo el día anterior, y por qué. Finalmente, le hizo una síntesis a un Mellberg insólitamente mudo:

– De modo que uno de nuestros asesinatos ha resultado ser un suicidio y, con respecto al otro, seguimos sin tener ni idea de quién ni por qué. Tengo la sensación de que está relacionado con lo que me contaron los padres de Alex, pero no tengo ninguna prueba ni hechos en que apoyar esa hipótesis. Así que, ya sabes todo lo que yo sé. ¿Tienes idea de cómo debemos proceder en adelante?

Tras un instante de silencio, Mellberg logró recuperar la compostura.

– Bueno, pues vaya historia más increíble. Yo creo que apostaría por el tipo con el que tenía una aventura, más que por rebuscar en un montón de viejos chismorreos de hace veinticinco años. Propongo que hables con el amante de Alex y que, esta vez, le aprietes bien las tuercas. Creo que resultará una explotación mucho más fructífera de nuestros recursos.

Inmediatamente después de que Patrik lo informase de quién era el padre del bebé, Mellberg colocó a Dan el primero en la lista de sospechosos.

Patrik asintió, en opinión de Mellberg, a disgusto, y se levantó dispuesto a marcharse.

– Eh, mmm, buen trabajo, Hedström -dijo Mellberg a su pesar-. Entonces, ¿te encargas tú de eso?

– Por supuesto, jefe, puedes darlo por hecho.

¿No le oyó Mellberg un retintín irónico al decir aquello? Pero Patrik lo miró con expresión inocente y Mellberg desechó la sospecha. El chico tenía sesera suficiente como para reconocer la voz de la experiencia cuando la oía.

El objetivo del bostezo era el de suministrar más oxígeno al cerebro. Patrik tenía serias dudas de que, en su caso, tuviese el menor efecto. El cansancio de la noche anterior, que había pasado dando vueltas en la cama, se le vino encima de golpe y, como de costumbre, habían decidido por mayoría no dormir en casa de Erica. Agotado, miró las montañas de papeles, ya habituales, y tuvo que contener el impulso de tirarlos todos a la papelera. Estaba tan tremendamente harto de aquella investigación… Tenía la sensación de que habían pasado meses, aunque, en realidad, no serían más de cuatro semanas, como máximo. Habían ocurrido tantas cosas y, pese a todo, no se llegaba a ninguna parte. Annika, que pasó ante su puerta y lo vio frotarse los ojos, apareció con una taza de café que le vino de maravilla y la colocó sobre la mesa.

– ¿Se te hace cuesta arriba?

– Sí, tengo que admitir que es difícil. Pero no queda otra solución que empezar de nuevo desde el principio. En algún lugar, entre estos montones de papeles, está la respuesta. Lo sé. Lo único que necesito es una pista pequeña, muy pequeña, que se me ha pasado por alto hasta ahora.

Arrojó el lápiz sobre los papeles con gesto de resignación.

– Y ¿por lo demás?

– ¿Qué?

– Pues eso, ¿qué tal te va la vida, sin contar el trabajo? Ya sabes a qué me refiero…

– Sí, Annika. Sé perfectamente a qué te refieres. ¿Qué es lo que quieres saber?

– ¿Estáis aún en la etapa del bingo?

– ¿Qué es la etapa del bingo?

– Sí hombre, ya sabes, cinco seguidos…

La mujer cerró la puerta con una sonrisa socarrona.

Patrik rió para sí. Sí, bien podría llamarse así, etapa del bingo.

Se obligó a volver a pensar en el trabajo y empezó a rascarse la cabeza con un lápiz mientras cavilaba. Había algo que no encajaba. Algo de lo que Vera le había dicho era falso, sencillamente. Sacó el bloc en el que había ido tomando apuntes durante la conversación con ella y revisó lo anotado palabra por palabra. Una idea empezó a forjarse en su mente. No era más que un simple detalle, pero podía resultar importante. Sacó un papel de entre uno de los montones que tenía en el escritorio. La impresión de desorden era falsa, pues él sabía perfectamente dónde estaba cada cosa.

Patrik leyó el documento con suma atención y cuidado y, cuando terminó, descolgó el auricular.

– Hola, buenos días, soy Patrik Hedstrom, de la policía de Tanumshede. Quería saber si vas a estar en casa dentro de un rato, porque tengo unas preguntas que hacerte. ¿Sí? Estupendo, pues estaré ahí dentro de veinte minutos. ¿Dónde vivís exactamente? Justo a la entrada de Fjällbacka. A la derecha después de la pendiente, la tercera casa de la izquierda. Una casa roja con las ventanas pintadas de blanco. De acuerdo, no creo que sea difícil encontrarla. De lo contrario, os llamaré. Bien, nos vemos dentro de un rato.

Apenas veinte minutos después, Patrik se encontraba ante la puerta. No tuvo el menor problema para encontrar la casa en la que adivinaba que Eilert había vivido con su familia muchos años. Llamó a la puerta con los nudillos y ésta se abrió casi de inmediato dejando ver a una mujer de cara afilada y expresión amargada. Se presentó pomposamente como Svea Berg, la mujer de Eilert, y lo acompañó hasta una pequeña sala de estar. Patrik comprendió que su llamada había desencadenado una actividad febril. En efecto, la mesa estaba puesta con la porcelana fina y, sobre una bandeja, aparecían amontonadas en tres pisos siete clases distintas de dulces. Antes de acabar con este caso, se habría hecho con un buen michelín, suspiró Patrik para sus adentros.

De la misma forma instintiva en que le desagradó Svea Berg, le agradó su esposo, que lo recibió con un par de ojos claros y despiertos y un firme apretón de manos. Notó los callos de sus palmas y comprendió que aquel hombre había trabajado duro toda su vida.

La funda del sofá quedó arrugada cuando Eilert se levantó para saludarlo y, con el ceño fruncido, Svea acudió presta a alisarla, no sin lanzar una mirada de reproche a su esposo. Toda la casa relucía de limpia y ordenada, tanto que costaba creer que estuviese habitada. Patrik se compadeció de Eilert. Parecía perdido en su propio hogar.

El efecto del cambio inmediato en el rostro de Svea, de una sonrisa solícita cuando miraba a Patrik a un mohín recriminatorio al dirigirse a su marido, resultaba casi cómico. Patrik se preguntaba qué habría hecho el hombre para provocar tal irritación, pero sospechaba que la simple presencia de Eilert era fuente de disgusto para Svea.

– Veamos, agente, siéntese, que voy a ponerle un café y unos dulces.

Patrik se sentó obediente en la silla que daba a la ventana y Eilert hizo amago de ir a sentarse en la silla que había al lado.

– Pero Eilert, hombre, ahí no. Siéntate allí.

La mujer señaló con gesto imperativo una silla que había en un extremo de la mesa y Eilert la obedeció atento. Patrik miraba a su alrededor mientras que Svea iba y venía como una posesa y servía el café al tiempo que alisaba arrugas invisibles en el mantel y las cortinas. Era evidente que la decoración había sido elegida por alguien que quería dar la impresión de una bonanza económica que, en realidad, no existía. Todo eran malas copias de originales, todo, desde las cortinas, que debían parecer de seda, con cantidad de volantes y de lazos dispuestos de forma muy compleja, hasta los múltiples objetos decorativos de alpaca e imitaciones de oro. Eilert parecía un pájaro extraviado entre tanta magnificencia de pacotilla.

Para desesperación de Patrik, tardó en poder abordar el tema que lo había llevado allí. Svea hablaba sin cesar al tiempo que se tomaba el café a sorbos sonoros.

– Verá usted, esta vajilla me la envió mi hermana, la que está en América. Se casó allí con un hombre rico y siempre me manda buenos regalos. Esta vajilla, por ejemplo, es muy costosa.

Hizo una pausa que aprovechó para alzar la taza, ricamente decorada. Patrik dudaba mucho de lo costoso de la vajilla, pero su buen juicio lo previno de hacer ningún comentario.

– Pues sí, y yo también me habría ido a América, de no haber tenido tan mala salud. De no ser por eso, seguro que también yo estaría allí casada con un hombre rico, en lugar de vivir en esta cueva durante cincuenta años.

Svea le lanzó a Eilert una mirada de reprobación que el hombre dejó pasar tranquilamente. Con total probabilidad, no sería la primera vez que escuchaba la misma cantinela.

– Es la gota, ¿sabe usted? Tengo las articulaciones arruinadas y me duele todo de la mañana a la noche. Suerte que yo no soy de las que se quejan. Y con las jaquecas que me dan, tendría mucho de qué lamentarme, pero no es ése mi natural, sabe usted, andar quejándome. No, uno debe soportar el dolor con serenidad. No sé cuántas veces he oído a la gente decir: ¡qué fuerte eres, Svea!, ¡tantos dolores como soportas día tras día! Pero yo soy así.

Cerró los párpados con timidez al tiempo que, para evidenciar su enfermedad, se retorcía unas manos que, a los ojos de un profano como Patrik, parecían cualquier cosa menos afectadas por la gota. ¡Menuda arpía!, pensó Patrik. Pintada y equipada con demasiadas joyas baratas y una gruesa capa de maquillaje. Lo único positivo que podía decirse de su aspecto era que, al menos, iba bien con la decoración. ¿Cómo era posible que una pareja tan desigual como Eilert y Svea llevasen cincuenta años de matrimonio? Suponía que era una cuestión generacional. La separación era una salida a la que recurría la gente de esa generación sólo en caso de circunstancias mucho peores que las desigualdades de carácter. Aunque era una pena. Eilert no debía de haberlo pasado muy bien en su vida.

Patrik se aclaró la garganta para interrumpir el incesante flujo verbal de Svea, que calló sumisa y fijó la vista en sus labios, a la espera de las emocionantes nuevas que pudiera traer. En tal caso, seguro que el telégrafo invisible del pueblo empezaría a funcionar tan pronto como él cerrase la puerta tras de sí.

– Verás, Eilert, tengo algunas preguntas que hacerte sobre los días previos al hallazgo del cadáver de Alexandra Wijkner. Cuando estuviste allí para comprobar que todo estaba en orden en la casa, antes de que ella llegase.

Patrik guardó silencio y miró a Eilert esperando su respuesta. Pero Svea se le adelantó.

– Bueno, bueno, es lo que yo digo. Pensar que algo así fuese a suceder aquí. Y que mi Eilert encontrase su cadáver. En las últimas semanas, no se ha hablado de otra cosa.

Tenía las mejillas encendidas por la excitación y Patrik tuvo que contenerse para no responder con un comentario cortante. En cambio, sonrió paciente y le dijo:

– Si me disculpa, me pregunto si existe la posibilidad de que su marido y yo hablemos a solas un rato. Es una norma policial el tomar declaración siempre sin la presencia de personas ajenas a la misma.

Aquello era una vil mentira, pero, para su satisfacción, comprobó que la mujer, pese a la gran indignación que sintió al verse despachada del centro de la emoción, aceptaba su autoridad en la materia y, en contra de su voluntad, se levantaba para marcharse. Eilert, que no podía reprimir su alegría al ver que Svea se quedaba decepcionada sin tomar parte en el festín, premió a Patrik con una risueña mirada de gratitud. Cuando su esposa salió hacia la cocina arrastrando los pies, Patrik retomó la conversación:

– Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! Podrías empezar por hablarme de cuando estuviste en casa de Alexandra la semana anterior.

– ¿Qué importancia puede tener eso?

– Bueno, no puedo decírtelo aún con exactitud. Pero puede ser importante. Así que intenta recordar tantos detalles como sea posible.

Eilert reflexionó un instante en silencio, mientras aprovechaba para cargar cuidadosamente su pipa con tabaco que iba sacando de un paquete que llevaba grabadas tres anclas. Y no comenzó a hablar hasta que, con la pipa encendida, dio un par de hondas caladas:

– Veamos. La encontré el viernes. Y yo siempre iba allí los viernes para comprobar que todo estaba en orden antes de que ella llegase por la noche. Así que la última vez que estuve allí antes de su muerte fue el viernes anterior. No, un momento, el viernes de esa semana fuimos al cumpleaños del menor de mis hijos, que cumplía cuarenta, así que acudí a su casa el jueves por la noche.

– ¿Cómo viste la casa? ¿Notaste algo en particular?

Patrik apenas podía contener su ansiedad.

– ¿Algo en particular?

Eilert chupaba despacio de su pipa mientras hacía memoria.

– No, todo estaba en orden. Me di una vuelta por la casa y por el sótano, pero todo estaba bien. Y cerré con llave antes de marcharme. Ella me había dejado una llave.

Patrik se vio obligado a preguntar directamente aquello a lo que no paraba de darle vueltas.

– ¿Y la caldera? ¿Funcionaba bien? ¿Había calefacción en la casa?

– Desde luego que sí. La caldera funcionaba entonces de maravilla. Debió de estropearse después de que yo estuviese allí. Pero la verdad es que no comprendo qué puede importar cuándo se estropeó la caldera.

Eilert se sacó la pipa de la boca un momento.

– Si he de ser sincero, yo tampoco sé si tiene o no importancia. Pero te agradezco tu ayuda. Puede ser significativo para la investigación.

– Dime, por pura curiosidad, ¿por qué no me lo preguntaste por teléfono?

Patrik sonrió.

– Supongo que soy algo anticuado. Me parece que no le saco el mismo partido a la información por teléfono que hablando cara a cara con la gente. A veces me pregunto si no debería haber nacido hace cien años, antes de que llegasen todos los inventos modernos.

– Tonterías, muchacho. No te creas esa monserga de que antes todo era mejor. Frío, pobreza y trabajo del alba al anochecer no es un sueño, precisamente. Qué va. Yo, de lo moderno, utilizo todo lo que puedo. Incluso tengo un ordenador con conexión a Internet. ¿A que no te lo esperabas de un viejo como yo, eh? -dijo señalando a Patrik con la pipa.

– Bueno, tampoco puedo decir que me haya sorprendido del todo. En fin, tengo que irme.

– Espero que te sea de utilidad y que no hayas venido hasta aquí para nada.

– No, en absoluto. Me he enterado de lo que quería. Y, además, he tenido la oportunidad de probar los dulces de su esposa.

Eilert sonrió a regañadientes.

– Sí, eso sí que es verdad, buena repostera sí que es.

Se sumió luego en un silencio que parecía contener cincuenta años de privaciones. Svea que, con toda seguridad, había estado escuchando detrás de la puerta, no pudo aguantarse más y entró en la sala de estar.

– Bien, ¿habéis podido aclarar lo que necesitabais aclarar?

– Sí, gracias. Su marido se ha mostrado muy colaborador. Gracias por el café y los bollos, que estaban riquísimos.

– No hay de qué. Me alegro de que le hayan gustado. Venga, Eilert, empieza a quitar la mesa mientras yo acompaño al agente hasta la puerta.

Eilert comenzó a recoger las tazas y los platos mientras que Svea, sin parar de hablar incansablemente, acompañaba a Patrik a la salida.

– Cierre bien la puerta al salir. Es que no soporto las corrientes, ¿sabe?

Patrik lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró y perdió de vista a la mujer. ¡Qué maruja tan horrible! Pero había conseguido la confirmación que buscaba. Ahora estaba prácticamente seguro de saber quién era el asesino de Alex Wijkner.

En el funeral de Anders no hizo tan buen tiempo como en el de Alex. El viento castigaba las partes del cuerpo que no estaban protegidas por prendas de abrigo y sonrojaba las mejillas de los asistentes. Patrik se había puesto tanta ropa como pudo, pero no fue suficiente contra el implacable frío, así que, mientras bajaban el ataúd, temblaba aterido junto a la tumba. El entierro en sí fue breve y desolador. Tan sólo habían acudido a la iglesia unas cuantas personas y Patrik se sentó discretamente algo apartado en el último banco. Vera estaba en el primero.

Incluso había dudado de si debía o no acudir al entierro, pero se decidió en el último minuto, pues pensó que era lo menos que podía hacer por Anders. Vera no había parpadeado durante todo el tiempo que él la estuvo observando, pero no por ello pensó que su dolor fuese menos intenso. Simplemente, se trataba de una mujer a la que no le gustaba mostrar públicamente sus sentimientos. Patrik la comprendía e incluso compartía su postura. En cierto modo, la admiraba. Era una mujer fuerte.

Después de finalizado el entierro, los pocos asistentes se dispersaron y se fueron cada uno en una dirección. Vera empezó a caminar despacio, con la cabeza gacha, sobre el paseo de gravilla que conducía hasta la iglesia. El gélido viento la azotaba sin piedad y la mujer se había anudado la bufanda como un pañuelo sobre la cabeza. Patrik vaciló un instante. Después de una breve lucha interna durante la que se incrementó la distancia entre los dos, tomó una decisión y se apresuró a alcanzar a Vera.

– Bonita ceremonia.

Ella sonrió con amargura.

– Sabes tan bien como yo que el entierro de Anders ha sido tan patético como la mayor parte de su vida. Pero gracias de todos modos. Has sido muy amable.

La voz de Vera desvelaba años de cansancio.

– Tal vez incluso deba estar agradecida. No hace tantos años, ni siquiera habría podido recibir sepultura en el cementerio. Le habrían asignado una porción de tierra fuera del camposanto, un lugar especial para los suicidas. Aún hay mucha gente mayor que cree que los que se quitan la vida no van al cielo.

Vera calló unos minutos y Patrik esperó a que siguiese hablando.

– Lo que hice con el suicidio de Anders, ¿tendrá consecuencias legales?

– No, creo poder garantizarte que no será así. Lo que hiciste fue lamentable y, desde luego, que hay leyes para castigarlo, pero no, no creo que te acarree consecuencias.

Dejaron atrás la casa de los feligreses y continuaron caminando despacio en dirección a la de Vera, que estaba a unos doscientos metros de la iglesia. Patrik había estado cavilando toda la noche sobre cómo proceder, hasta que se le ocurrió una solución algo cruel, aunque esperaba que diese buen resultado. Así que, en tono negligente, comentó:

– Bueno, lo más trágico de toda la historia de las muertes de Anders y de Alex es, en mi opinión, que el bebé tuviese que morir.

– ¿Qué bebé? ¿De qué hablas?

Patrik se alegraba de, contra todo pronóstico, haber podido mantener aquella información en secreto.

– El hijo de Alexandra. Estaba embarazada de tres meses cuando la asesinaron.

– Su marido…

Vera balbucía, pero Patrik prosiguió, con forzada frialdad.

– Su marido no tenía nada que ver. Al parecer, hacía ya varios años que no mantenían ningún tipo de relación íntima. No, parece ser que el padre era alguien con quien ella se veía aquí, en Fjällbacka.

Vera se aferró con tal fuerza a la manga de su abrigo, que los nudillos se le quedaron blancos.

– ¡Dios bendito! ¡Por Dios bendito!

– Sí, claro, algo terrible. Matar a un bebé que estaba por nacer. Según el protocolo de la autopsia, era un varón.

Se reprochaba interiormente su frialdad, pero se obligó a no decir una palabra más por el momento, sino aguardar la reacción que había calculado que se produciría.

Estaban bajo el gran castaño, a cincuenta metros de la casa de Vera. Cuando, de repente, la mujer empezó a moverse, lo pilló totalmente desprevenido. Echó a correr con una rapidez sorprendente para su edad y a Patrik le llevó varios minutos reaccionar y salir corriendo tras ella. Una vez ante su casa, encontró la puerta abierta de par en par, así que entró con sumo cuidado. Desde el vestíbulo se oían sollozos procedentes del baño y, al cabo de un rato, la oyó vomitar.

Le resultaba violento esperar en el vestíbulo con la gorra en la mano, mientras ella vomitaba, así que se quitó los zapatos mojados y el abrigo y se fue a la cocina. Cuando, después de un rato, Vera salió del baño y entró en la cocina, el café empezaba a salir y había dos tazas en la mesa. Estaba pálida y por primera vez, se veían lágrimas en su rostro. Tan sólo un amago de llanto, como un brillo másintenso en la comisura de los ojos, pero era suficiente. Vera se sentó muy tensa en una de las sillas.

En escasos minutos, parecía haber envejecido varios años y se movía muy despacio, como si tuviese mucha más edad. Patrik le concedió unos minutos más de respiro, mientras servía el café para los dos, pero en cuanto se sentó le dio a entender con una mirada imperiosa que había llegado el momento de la verdad. Vera sabía que él lo sabía y que no había vuelta atrás.

– Es decir, que maté a mi nieto.

Patrik lo interpretó como una pregunta retórica y no se molestó en contestar. Si lo hacía, se vería obligado a mentir, por el momento. Y no podía echarse atrás, ahora que había llegado tan lejos. Vera sabría la verdad en su momento. Pero ahora era su turno.

– Supe que tú habías matado a Alex cuando me mentiste diciendo que habías estado en su casa la semana anterior. Dijiste que habías pasado frío el rato que estuviste sentada en la cocina. Pero la caldera no se estropeó hasta la semana siguiente, la semana en que murió.

Vera tenía la mirada perdida y ausente y ni siquiera parecía oír a Patrik.

– Es curioso. Hasta ahora no me había dado cuenta de que, de hecho, le he quitado la vida a otro ser humano. La muerte de Alexandra nunca me pareció algo real, pero el hijo de Anders… Casi puedo verlo ante mí…

– ¿Por qué tenía que morir Alex?

Vera alzó una mano para detenerlo. Se lo contaría, pero a su ritmo.

– Se habría desatado el escándalo. Todo el mundo lo habría señalado con el dedo y lo habrían ido criticando. Hice lo que creí que era correcto. No sabía que iba a convertirse en el blanco de las burlas del pueblo de todos modos. Que mi silencio iba a devorarlo por dentro y que le arrebataría todo lo que tenía valor en su vida. Era tan sencillo. Karl-Erik vino y me contó lo ocurrido, pero, antes, había estado hablando con Nelly, y los dos estaban de acuerdo. Ningún bien nos reportaría el que se enterase todo el pueblo. Sería nuestro secreto y, si yo sabía qué era lo mejor para Anders, mantendría la boca cerrada. Así que callé. Callé durante años. Y cada año que pasaba, Anders se hundía más y más. Con cada año se consumía en su propio infierno y yo opté por no ver mi parte de culpa. Limpiaba lo que él ensuciaba y lo mantenía en pie como podía, pero me era imposible deshacer lo ya hecho. El daño del silencio no se puede reparar.

Apuró el café de varios tragos ansiosos y alzó su taza ante Patrik con gesto inquisitivo. Él se levantó, fue a buscar la cafetera y sirvió un poco más. Le dio la sensación de que lo cotidiano del hecho de tomar café le ayudaba a atenerse a la realidad.

– A veces creo que el silencio fue peor que los abusos. Jamás hablamos de ello, ni siquiera entre estas cuatro paredes. Y ahora comprendo las consecuencias que ese silencio debieron de acarrearle a él. Tal vez interpretó mi silencio como un reproche. Y eso es lo único que no puedo soportar. Que él creyese que lo culpaba de lo ocurrido. Jamás se me pasó por la cabeza, ni por un segundo, pero ahora nunca sabré si él lo sabía.

Por un instante, la fachada dio la impresión de ir a quebrarse, pero Vera se enderezó en su asiento y se obligó a proseguir. Patrik apenas podía imaginarse el enorme esfuerzo que estaba haciendo.

– Con los años, encontramos una especie de equilibrio. Aunque los dos llevábamos una vida miserable, ambos sabíamos con qué y con quién contábamos. Claro que yo sabía que, de vez en cuando, aún se veía con Alex y que los dos sentían una especie de extraña atracción. Pero creía que podríamos continuar como siempre. Hasta que un día Anders me dijo que Alex quería contar lo que les había sucedido. Que quería sacar los trapos sucios del armario, creo que fue lo que dijo. Él parecía indiferente cuando lo comentó, pero para mí fue como una descarga eléctrica. Eso lo cambiaría todo. Nada seguiría igual si Alex desvelaba los viejos secretos después de tantos años. ¿Y de qué iba a servir? ¿Y qué iba a decir la gente? Además, aunque Anders intentaba darme a entender que no le afectaba lo más mínimo, yo lo conocía bien y creo que a él le gustaba la idea tan poco como a mí. Yo conozco, o conocía, a mi hijo.

– Así que fuiste a visitarla.

– Sí. Fui a su casa aquel viernes por la tarde para ver si podía hacerla entrar en razón. Hacerle comprender que no podía tomar ella sola una decisión que nos afectaba a todos.

– Pero ella no lo comprendió.

Vera sonrió amargamente.

– No, no lo comprendió.

La mujer se había tomado ya el segundo café cuando Patrik aún no iba por la mitad del suyo, pero ahora apartó la taza, cruzó las manos y las apoyó sobre la mesa.

– Le supliqué que no lo hiciera. Le expliqué hasta qué punto le complicaría la vida a Anders que contase lo ocurrido, pero ella me miró a los ojos y aseguró que yo sólo pensaba en mí misma, no en Anders. Que para él sería un alivio que todo se supiese por fin. Que él nunca había pedido nuestro silencio y, además, me dijo que yo, Nelly, Karl-Erik y Birgit no habíamos pensado en ellos dos, cuando decidimos mantenerlo en secreto, sino que sólo nos interesaba mantener nuestra imagen inmaculada. ¡Puedes imaginar mayor desfachatez!

La cólera que encendió la mirada de Vera por un instante se extinguió con la misma rapidez con que había surgido, y dio paso a una expresión indiferente, casi cadavérica. Luego, continuó con voz monótona:

– Algo se quebró en mi interior ante aquella afirmación suya tan insólita. Que yo no hubiese hecho todo aquello por el bien de Anders. Casi pude oír el clic en mi corazón y empecé a actuar sin pensar. Llevaba en el bolso mis somníferos y, cuando Alex fue a la cocina, deshice un par de pastillas en su bebida. Me había ofrecido una copa de vino a mi llegada y, cuando volvió de la cocina, fingí que aceptaba lo que acababa de decirme y le pregunté si no podíamos apurar nuestras copas como amigas antes de que me marchase. Alex pareció alegrarse de ello y bebió conmigo. Tras unos minutos, se durmió en el sofá. En realidad, no había planeado el siguiente paso, lo de los somníferos fue una inspiración repentina, pero se me ocurrió hacer que pareciese un suicidio. No tenía pastillas suficientes como para administrarle una dosis mortal, lo único que se me ocurrió fue cortarle las venas. Sabía que la gente solía hacerlo en la bañera, así que se me antojó una idea buena y viable.

Su voz sonaba monótona, como si estuviese contando una historia normal y corriente, no un asesinato.

– Le quité toda la ropa. Creía que iba a poder con ella, tengo mucha fuerza en los brazos, después de tantos años trabajando, pero comprobé que era imposible. Así que tuve que arrastrarla hasta el cuarto de baño y meterla como pude en la bañera. Luego le corté las venas de las dos muñecas con una cuchilla que había en el armario del baño. Después de haberle limpiado la casa una vez a la semana durante varios años, sabía dónde encontrar lo que necesitaba. Fregué la copa de la que había bebido, apagué la luz y cerré la puerta con la llave, que luego dejé en el lugar de siempre.

Patrik estaba conmocionado, pero se obligó a hablar con calma.

– Comprenderás que tienes que venir conmigo. No creo que tenga que llamar a la comisaría para pedir refuerzos, ¿verdad?

– No, no es necesario. ¿Puedo recoger unas cosas que quiero llevarme?

Patrik asintió.

– Sí, claro.

La mujer se levantó. En el umbral de la puerta, se volvió hacia él.

– ¿Cómo iba yo a saber que estaba embarazada? Cierto que no bebió alcohol, la verdad es que no caí en ese detalle, pero no tenía ni idea de que fuera por eso. Tal vez no fuese muy dada a la bebida, o pensaba conducir después. ¿Cómo iba yo a saberlo? Era imposible, ¿verdad?

Su voz tenía ahora un timbre suplicante y Patrik no pudo por menos de asentir sin pronunciar palabra. Llegado el momento, le contaría que el niño no era de Anders, pero por ahora no quería arruinar el equilibrio logrado con su confesión. Vera tendría que contarles su historia a más personas, antes de que ellos pudieran cerrar definitivamente el caso del asesinato de Alexandra Wijkner. Pero había algo que lo inquietaba. Su intuición le decía que Vera no se lo había contado todo aún.

Cuando se sentó en el coche, tomó la copia de la carta de despedida que había dejado Anders como su último mensaje destinado al mundo. Muy despacio, Patrik fue leyendo lo que Anders había escrito y, una vez más, sintió el dolor que emanaban aquellas palabras plasmadas en un trozo de papel.