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En Miami, Myron cenó con Rex Storton, un nuevo cliente, en un restaurante superenorme que eligió Rex porque pasaba mucha gente por allí. El restaurante era uno de esas cadenas tipo Bennigans o TGI Fridays o algo igual de universal y espantoso.
Storton era un actor ya mayor, una antigua superestrella que buscaba un papel independiente que lo hiciera salir del Loni Anderson Dinner Theater de Miami y lo devolviera al escalón más alto de Los Ángeles. Rex estaba resplandeciente con un polo rosa con el cuello levantado, pantalones blancos con los que un hombre de su edad no debería tener nada que ver y un tupé gris brillante que no estaba mal del todo cuando estabas sentado frente a él en la mesa.
Durante años Myron sólo había representado a atletas profesionales. Cuando uno de sus jugadores de baloncesto quiso ir más allá y dedicarse al cine, Myron empezó a conocer actores. De esta forma inició la nueva rama del negocio, y ahora llevaba clientes de Hollywood casi exclusivamente y dejaba la gestión de deportes a Esperanza.
Era raro. Siendo un atleta, se diría que Myron se relacionaría mejor con alguien de una profesión similar. No era así. Le gustaban más los actores. Los atletas solían detectarse muy pronto, a edades muy tempranas, y subían al estatus de dioses desde el principio. Entraban en la camarilla de los líderes en la escuela. Se les invitaba a todas las fiestas. Se ligaban a las chicas más guapas. Los adultos los adulaban. Los profesores los dejaban en paz.
Los actores eran diferentes. Muchos de ellos habían empezado en el extremo opuesto del espectro. Los atletas son los reyes en casi todas las ciudades. Los actores son a menudo los chicos que no entraron en el equipo y se buscaron otra actividad. A menudo eran demasiado bajitos -¿no ha conocido alguna vez a un actor personalmente y ha notado que era poca cosa?- o les faltaba coordinación. Así que se dedican a actuar. Después, cuando llegan al estrellato, no están acostumbrados al tratamiento. Les sorprende. De algún modo lo aprecian más. En muchos casos -si no en todos- los hace más humildes que a sus homólogos atletas.
Había otros factores, claro. Dicen que los actores salen al escenario para llenar el vacío que sólo el aplauso puede llenar. Aunque sea cierto, hacía que los actores estuvieran más deseosos de agradar. Mientras los atletas estaban acostumbrados a que la gente se doblegara a su voluntad y acababan creyendo que era su derecho en la vida, los actores llegaban a eso desde una posición de inseguridad. Los atletas necesitan ganar. Necesitan vencer. Los actores necesitan sólo el aplauso y, en consecuencia, la aprobación.
Eso hacía más fácil trabajar con ellos.
Sin duda era una completa generalización -Myron era un atleta, al fin y al cabo, y no se consideraba una persona difícil- pero como tantas generalizaciones, algo tenía de verdad.
Para engatusarlo, le vendió a Rex el papel en aquella película independiente como «un ladrón de coches mayor y travestido, pero con corazón». Él aceptó. Sus ojos no cesaban de pasear por la sala, como si estuvieran en un cóctel y esperara que apareciera alguien más importante. Mantenía un ojo fijo en la entrada, como todos los actores. Aquel tipo era mundialmente famoso por detestar a la prensa. Se había peleado con los fotógrafos, había demandado a las revistas del corazón. Exigía intimidad. Sin embargo, siempre que Myron cenaba con él, el actor elegía una mesa en el centro de la sala, de cara a la puerta, y siempre que entraba alguien, miraba, sólo un segundo, para asegurarse de que le hubieran reconocido.
Sin dejar de mover los ojos, dijo:
– Sí, sí, lo pillo. ¿Tendré que ponerme un vestido?
– En algunas escenas, sí.
– Ya lo he hecho.
Myron arqueó una ceja.
– Profesionalmente, quiero decir. No seas listillo. Y se hizo con gusto. El vestido tiene que ser de buen gusto.
– ¿Qué? ¿No quieres nada con el escote muy bajo?
– Muy gracioso, Myron. Eres la monda. Ahora que lo pienso, ¿tendré que pasar una prueba?
– Sí.
– Por el amor de Dios, he hecho ochenta películas.
– Lo sé, Rex.
– ¿No puede echarles un vistazo?
Myron se encogió de hombros.
– Eso ha dicho.
– ¿Te ha gustado el guión?
– Sí, Rex.
– ¿Cuántos años tiene el director?
– Veintidós.
– Por Dios. Yo ya era veterano cuando él nació.
– Te pagarán el vuelo a Los Ángeles.
– ¿En primera?
– Turista, pero te puedo conseguir clase business.
– Ah, ¿a quién quiero engañar? Me sentaría en el ala con sólo el cinturón si el papel es bueno.
– Ése es el espíritu.
Una madre y una hija se acercaron a Rex y le pidieron un autógrafo. Él sonrió majestuosamente y se hinchó como un pavo. Miró a la madre y le dijo:
– ¿Son hermanas?
Ella se marchó riendo.
– Otra clienta feliz -dijo Myron.
– Estoy para complacer.
Una rubia pechugona se acercó a pedirle autógrafo. Rex la besó con fuerza. Cuando se largó, le mostró a Myron un pedazo de papel.
– Mira.
– ¿Qué es?
– Su teléfono.
– Genial.
– ¿Qué puedo decir, Myron? Amo a las mujeres.
Myron miró hacia su derecha.
– ¿Qué?
– Estaba pensando -dijo Myron- ¿cómo lo resistirá tu contrato prematrimonial?
– Qué gracioso.
Comieron pollo frito. O tal vez ternera, o gambas. Una vez en la freidora, sabía todo igual. Myron sentía los ojos de Rex posados en él.
– ¿Qué? -dijo Myron.
– Es duro reconocerlo -dijo Rex-, pero sólo me siento vivo bajo los focos. He tenido tres esposas y cuatro hijos. Les quiero a todos. Lo pasé bien con ellos. Pero sólo me siento realmente yo cuando estoy bajo los focos.
Myron no dijo nada.
– ¿Te parece lastimoso?
Myron se encogió de hombros.
– ¿Sabes otra cosa?
– ¿Qué?
– En el fondo del fondo, creo que casi todos somos así. Deseamos la fama. Queremos que la gente nos reconozca y nos pare por la calle. La gente dice que es un fenómeno nuevo, por los programas de telerealidad, pero yo creo que siempre ha sido así.
Myron estudió su lastimosa comida.
– ¿Estás de acuerdo?
– No lo sé, Rex.
– Para mí, el foco se ha reducido un poco, tú ya me entiendes. Se ha ido apagando poco a poco. He tenido suerte. Pero he conocido estrellas de un solo éxito. Esos no vuelven a ser felices. Nunca más. Pero en mi caso, como ha ocurrido lentamente, me he podido acostumbrar. E incluso ahora la gente me reconoce. Por eso ceno fuera todas las noches. Sí, sé que es horrible, pero es así. E incluso ahora, que tengo más de setenta años, sueño en volver a disfrutar del más brillante de los focos. ¿Entiendes a qué me refiero?
– Sí -dijo Myron-. Por eso te quiero.
– ¿Cómo es eso?
– Eres sincero. La mayoría de actores me dice que es sólo por el trabajo.
Rex soltó un bufido.
– Menuda tontería. Pero no es culpa suya, Myron. La fama es una droga. La más potente. Estás enganchado, pero no quieres reconocerlo. -Rex le dedicó la maliciosa sonrisa que solía derretir el corazón de las chicas-. ¿Y tú qué, Myron?
– ¿Qué pasa?
– Como he dicho, lo del foco. A mí se me ha ido apagando lentamente. Pero tú, el mejor jugador de baloncesto universitario del país, con una carrera profesional por delante…
Myron esperó.
– …y de repente clic -Rex hizo chasquear los dedos-, se apagan las luces. Cuando tenías, ¿qué? ¿Veintiuno, veintidós años?
– Veintidós -dijo Myron.
– ¿Y cómo lo superaste? Yo también te quiero, por cierto. O sea que dime la verdad.
Myron cruzó las piernas. Sintió que se ruborizaba.
– ¿Te gusta el programa nuevo?
– ¿Cuál? ¿El del teatro?
– Sí.
– Es una mierda. Es peor que desnudarse en la Ruta 17 en Lodi, Nueva Jersey.
– ¿Y lo sabes por experiencia?
– Deja de cambiar de tema. ¿Cómo lo superaste?
Myron suspiró.
– Todos dicen que lo superé asombrosamente bien.
Rex levantó las palmas hacia el cielo y curvó los dedos como diciendo: «Venga, venga.»
– ¿Qué quieres saber exactamente?
Rex lo pensó.
– ¿Qué hiciste primero?
– ¿Después de la lesión?
– Sí.
– Rehabilitación. Mucha rehabilitación.
– ¿Y cuando fuiste consciente de que tus días de baloncesto habían terminado?
– Volví a la Facultad de Derecho.
– ¿Dónde?
– En Harvard.
– Muy impresionante. Así que fuiste a la Facultad de Derecho. ¿Y después qué?
– Ya sabes qué, Rex. Me saqué el título, abrí la agencia de deportes, expandí los servicios de agente, y ahora represento a actores y a escritores. -Se encogió de hombros.
– Myron…
– ¿Qué?
– Te he pedido la verdad.
Myron cogió el tenedor, pinchó un pedacito y masticó lentamente.
– Las luces no sólo se apagaron, Rex. Yo tuve un corte de corriente total. Un apagón vital.
– Lo sé.
– Por lo tanto necesitaba dejarlo atrás.
– ¿Y?
– Y ya está.
Rex meneó la cabeza y sonrió.
– ¿Qué?
– La próxima vez -dijo Rex. Cogió su tenedor-. Me lo dirás la próxima vez.
– Eres un plomo.
– Pero me quieres, ¿recuerdas?
Cuando acabaron con la comida y la bebida, era tarde. Dos días seguidos bebiendo. Myron Bolitar, alcohólico de las estrellas. Se aseguró de que Rex volvía sano y salvo a su casa y él fue al piso de sus padres. Tenía la llave. Entró sin hacer ruido para no despertarles. Aunque no servía de nada.
La tele estaba encendida. Su padre, sentado en la sala. Cuando Myron entró, fingió que se despertaba. Era mentira. Su padre siempre esperaba despierto a que volviera. Daba igual la hora que fuera y que ya hubiera cumplido los cuarenta.
Myron se quedó de pie detrás del sillón de su padre. Su padre se volvió y le sonrió con la sonrisa que reservaba para decirle que era una creación única a los ojos del hombre y ¿cómo se podía mejorar eso?
– ¿Lo has pasado bien?
– Rex es un buen hombre -dijo Myron.
– Me gustaban sus películas. -Su padre asintió exageradamente con la cabeza-. Siéntate un momento.
– ¿Qué pasa?
– Siéntate, por favor.
Myron se sentó, unió las manos y las apoyó en las rodillas. Como cuando tenía ocho años.
– ¿Se trata de mamá?
– No.
– Su Parkinson está empeorando.
– El Parkinson es así, Myron. Avanza.
– ¿Puedo hacer algo?
– No.
– Al menos debería decir algo.
– No. Es mejor que no. ¿Qué vas a decir que tu madre no sepa ya?
Ahora le tocó a Myron asentir exageradamente con la cabeza.
– Entonces ¿de qué quieres hablar?
– De nada. Bueno, tu madre quiere que hablemos.
– ¿Sobre qué?
– El dominical del New York Times de hoy.
– ¿Cómo dices?
– Lo que han publicado. Tu madre piensa que te afectará y quiere que hablemos. Pero yo no lo creo. Lo que voy a hacer es darte el periódico y dejar que lo leas a solas. Si quieres hablar, ya sabes dónde estoy, ¿vale? Si no, no es necesario.
Myron frunció el ceño.
– ¿En The New York Times?
– En la sección de Estilo del dominical. -Su padre se puso de pie e indicó con la barbilla un montón de dominicales-. Página dieciséis. Buenas noches, Myron.
– Buenas noches, papá.
Su padre se fue por el pasillo. No era necesario ir de puntillas. Su madre podía dormir en un concierto de rock. Su padre era el vigilante nocturno, y su madre la princesa durmiente. Myron se levantó. Cogió el dominical, buscó la página dieciséis, vio la foto y sintió que un bisturí le perforaba el corazón.
El dominical del New York Times llevaba cotilleos de clase alta. Las páginas más leídas eran los anuncios de bodas. Y allí, en la página dieciséis, en la esquina izquierda, arriba, había una fotografía de un hombre con aspecto de muñeco Ken y dientes tan perfectos que tenían que ser fundas. Tenía una hendidura en la barbilla de senador republicano. Era Stone Norman. El artículo explicaba que dirigía el BMW Investment Group, una empresa financiera próspera especializada en importantes transacciones institucionales.
Ronquido.
El anuncio del compromiso decía que Stone Norman y su futura esposa se casarían el sábado siguiente en Tavern on the Green, en Manhattan. Un reverendo celebraría la ceremonia. A continuación los recién casados empezarían su vida juntos en Scarsdale, Nueva York.
Más ronquidos. Stone hacía roncar.
Pero nada de eso era lo que le había perforado el corazón. No, lo que lo había hecho, lo que realmente dolía y le había doblado las rodillas, era la mujer que se casaba con Stone, la que sonreía con él en aquella fotografía, una sonrisa que Myron conocía demasiado bien.
Por un momento Myron sólo miró. Después rozó con el dedo la cara de la futura novia. Su biografía decía que era autora de best-sellers, nominada para el PEN/Faulkner y el National Book Award. Su nombre, Jessica Culver, y aunque no se mencionaba, durante más de una década había sido el amor de la vida de Myron Bolitar.
Se quedó mirándola.
Jessica, la mujer que era su alma gemela, iba a casarse con otro.
No la había visto desde que habían roto hacía siete años. La vida había seguido para él. Evidentemente había seguido para ella. ¿De qué se sorprendía?
Dejó el periódico y después volvió a cogerlo. Hacía toda una vida Myron le había pedido que se casara con él. Le contestó que no. Estuvieron juntos y rompieron varias veces durante una década. Pero al final Myron quería casarse y Jessica no. Se burlaba de la idea burguesa del matrimonio, los suburbios, la valla de madera, los hijos, las barbacoas, los partidos de béisbol: la vida que habían llevado los padres de Myron.
Y ahora se casaba con el gran Stone Norman y se iba a vivir al supersuburbio de Scarsdale, en Nueva York.
Myron dobló el periódico cuidadosamente y lo dejó sobre la mesita. Se levantó con un suspiro y salió al pasillo. Apagó la luz. Pasó frente al dormitorio de sus padres. La lámpara de la mesita, encendida. Oyó toser a su padre dándole a entender que seguía despierto.
– Estoy bien -dijo en voz alta.
Su padre no respondió y Myron se lo agradeció. El hombre era un maestro del equilibrismo, logrando la casi imposible gesta de demostrar su preocupación sin entrometerse ni interferir.
Jessica Culver, el amor de su vida, la mujer que siempre creyó que le estaba destinada, se casaba.
Myron tenía ganas de dormir. Pero el sueño no llegaba.