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Sonó el teléfono y supo que la iban a matar. Lo supo con tanta certeza que se quedó inmóvil, la cuchilla en alto, el cabello pegado a la cara entre el vapor del agua caliente que goteaba en los azulejos. Bip–bip. Se quedó muy quieta, conteniendo el aliento como si la inmovilidad o el silencio pudieran cambiar el curso de lo que ya había ocurrido. Bip–bip. Estaba en la bañera, depilándose la pierna derecha, el agua jabonosa por la cintura, y su piel desnuda se erizó igual que si acabara de reventar el grifo del agua fría. Bip–bip. En el estéreo del dormitorio, los Tigres del Norte cantaban historias de Camelia la Tejana. La traición y el contrabando, decían, son cosas incompartidas. Siempre temió que tales canciones fueran presagios, y de pronto eran realidad oscura y amenaza. El Güero se había burlado de eso; pero aquel sonido le daba la razón a ella y se la quitaba al Güero. Le quitaba la razón y varias cosas más. Bip–bip. Soltó la rasuradora, salió despacio de la bañera, y fue dejando rastros de agua hasta el dormitorio. El teléfono estaba sobre la colcha, pequeño, negro y siniestro. Lo miró sin tocarlo. Bip–bip. Aterrada. Bip–bip. Su zumbido iba mezclándose con las palabras de la canción, como si formase parte de ella. Porque los contrabandistas, seguían diciendo los Tigres, ésos no perdonan nada. El Güero había usado las mismas palabras, riendo como solía hacerlo, mientras le acariciaba la nuca y le tiraba el teléfono encima de la falda. Si alguna vez suena, es que me habré muerto. Entonces, corre. Cuanto puedas, prietita. Corre y no pares, porque ya no estaré allí para ayudarte. Y si llegas viva a donde sea, échate un tequila en mi memoria. Por los buenos ratos, mi chula. Por los buenos ratos. Así de irresponsable y valiente era el Güero Dávila. El virtuoso de la Cessna. El rey de la pista corta, lo llamaban los amigos y también don Epifanio Vargas: capaz de levantar avionetas en trescientos metros, con sus pacas de perico y de borrego sin garrapatas, y volar a ras del agua en noches negras, frontera arriba y frontera abajo, eludiendo los radares de la Federal y a los buitres de la DEA. Capaz también de vivir en el filo de la navaja, jugando sus propias cartas a espaldas de los jefes. Y capaz de perder.
El agua que le caía del cuerpo formaba un charco a sus pies. Seguía sonando el teléfono, y supo que no era necesario responder a la llamada y confirmar que al Güero se le había acabado la suerte. Aquello bastaba para seguir sus instrucciones y salir corriendo; pero no es fácil aceptar que un simple bip–bip cambie de golpe el rumbo de una vida. Así que al fin agarró el teléfono y oprimió el botón, escuchando.
–«Quebraron al Güero, Teresa.».
No reconoció la voz. El Güero tenía amigos y algunos eran fieles, obligados por el código de los tiempos en que pasaban mota y paquetes de la fina en llantas de coches por El Paso, camino de la Unión Americana. Podía ser cualquiera de ellos: tal vez el Neto Rosas, o Ramiro Vázquez. No reconoció al que llamaba ni pinche falta que le hacía, porque el mensaje estaba claro. Quebraron al Güero, repitió la voz. Lo bajaron, y también a su primo. Ahora le toca a la familia del primo, y a ti. Así que corre cuanto puedas. Corre y no pares de correr. Luego se cortó la comunicación, y ella miró sus pies húmedos sobre el suelo y se dio cuenta de que temblaba de frío y de miedo, y pensó que, quien fuera el comunicante, había repetido las mismas palabras del Güero. Lo imaginó asintiendo atento entre el humo de cigarros y los vasos de una cantina, el Güero enfrente, quemando mota y cruzadas las piernas bajo la mesa como solía ponerse, las botas cowboy de serpiente acabadas en punta, la mascada al cuello de la camisa, la chamarra de piloto en el respaldo de la silla, el pelo rubio al rape, la sonrisa afilada y segura. Harás eso por mí, carnal, si me rompen la madre. Le dirás que corra y no pare de correr, porque también se la querrán chingar a ella.
El pánico vino de improviso, muy distinto al terror frío que había sentido antes. Ahora fue un estallido de desconcierto y de locura que la hizo gritar, breve, seca, llevándose las manos a la cabeza. Sus piernas eran incapaces de sostenerla, así que fue a caer sentada sobre la cama. Miró alrededor: las molduras blancas y doradas del cabezal, los cuadros de las paredes con paisajes bien chilos y parejas que paseaban en puestas de sol, las porcelanitas que había ido coleccionando para alinear en la repisa, con la intención de que el de ellos fuera un hogar lindo y confortable. Supo que ya no era un hogar, y que en pocos minutos sería una trampa. Se vio en el gran espejo del armario: desnuda, mojada, el pelo oscuro pegado a la cara, y entre sus mechas los ojos negros muy abiertos, desorbitados de horror. Corre y no pares, habían dicho el Güero y la voz que repetía las palabras del Güero. Entonces empezó a correr.
Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran sólo canciones, y que El conde de Montecristo era sólo una novela. Se lo comenté a Teresa Mendoza el último día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Mencioné a Edmundo Dantés, preguntándole si había leído el libro, y ella me dirigió una mirada silenciosa, tan larga que temí que nuestra conversación acabara allí. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales, y no sé si fue una sombra de la luz gris de afuera o una sonrisa absorta lo que dibujó en su boca un trazo extraño y cruel.
–No leo libros –dijo.
Supe que mentía, como sin duda había hecho infinidad de veces en los últimos doce años. Pero no quise parecer inoportuno, de modo que cambié de tema. Su largo camino de ida y vuelta contenía episodios que me interesaban mucho más que las lecturas de la mujer que al fin tenía frente a mí, tras haber seguido sus huellas por tres continentes durante los últimos ocho meses. Decir que estaba decepcionado sería inexacto. La realidad suele quedar por debajo de las leyendas; pero, en mi oficio, la palabra decepción siempre es relativa: realidad y leyenda son simple material de trabajo. El problema reside en que resulta imposible vivir durante semanas y meses obsesionado técnicamente con alguien sin hacerte una idea propia, definida y por supuesto inexacta, del sujeto en cuestión. Una idea que se instala en tu cabeza con tanta fuerza y verosimilitud que luego resulta difícil, y hasta innecesario, alterarla en lo básico. Además, los escritores tenemos el privilegio de que quienes nos leen asuman con sorprendente facilidad nuestro punto de vista. Por eso aquella mañana de lluvia, en Culiacán, yo sabía que la mujer que estaba delante de mí ya nunca sería la verdadera Teresa Mendoza, sino otra que la suplantaba, en parte creada por mí: aquella cuya historia había reconstruido tras rescatarla pieza a pieza, incompleta y contradictoria, de entre quienes la conocieron, odiaron o quisieron.
–¿Por qué está aquí? –preguntó.
–Me falta un episodio de su vida. El más importante.
–Vaya. Un episodio, dice. –Eso es.
Había tomado un paquete de Faros de la mesa y le aplicaba a un cigarrillo la llama de un encendedor de plástico, barato, tras hacer un gesto para detener al hombre sentado al otro extremo de la habitación, que se incorporaba solícito con la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta: un tipo maduro, ancho, más bien gordo, pelo muy negro y frondoso mostacho mejicano.
–¿El más importante?
Puso el tabaco y el encendedor sobre la mesa, en perfecta simetría, sin ofrecerme. Lo que me dio igual, porque no fumo. Allí había otros dos paquetes más, un cenicero y una pistola.
–Debe de serlo de veras –añadió–, si hoy se atreve a venir aquí.
Miré la pistola. Una Sig Sauer. Suiza. Quince balas del 9 parabellum por cargador, al tresbolillo. Y tres cargadores llenos. Las puntas doradas de los proyectiles eran gruesas como bellotas.
–Sí –respondí con suavidad–. Hace doce años. Sinaloa.
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de mí, pues en su mundo eso podía conseguirse con dinero. Y además, tres semanas antes le había hecho llegar una copia de mi texto inacabado. Era el cebo. La carta de presentación para completarlo todo.
–¿Por qué habría de contárselo?
–Porque me he tomado mucho trabajo en usted. Estuvo mirándome entre el humo del cigarrillo, un poco entornados los ojos, como las máscaras indias del Templo Mayor. Después se levantó y fue hasta el mueble bar para volver con una botella de Herradura Reposado y dos vasos pequeños y estrechos, de esos que los mejicanos llaman caballitos. Vestía un cómodo pantalón de lino oscuro, blusa negra y sandalias, y comprobé que no llevaba joyas, ni collar, ni reloj; sólo un semanario de plata en la muñeca derecha. Dos años antes –los recortes de prensa estaban en mi habitación del hotel San Marcos–, la revista ¡Hola! la había incluido entre las veinte mujeres más elegantes de España, por las mismas fechas en que El Mundo informaba de la última investigación judicial sobre sus negocios en la Costa del Sol y sus vinculaciones con el narcotráfico. En la fotografía publicada en primera página se la adivinaba tras el cristal de un automóvil, protegida de los reporteros por varios guardaespaldas con gafas oscuras. Uno de ellos era el gordo bigotudo que ahora estaba sentado al otro extremo de la habitación, mirándome de lejos como si no me mirara.
–Mucho trabajo –repitió pensativa, poniendo tequila en los vasos.
Así es.
Bebió un corto sorbo, de pie, sin dejar de observarme. Era más baja de lo que parecía en las fotos o en la televisión, pero sus movimientos seguían siendo tranquilos y seguros: como si cada gesto fuera encadenado al siguiente de forma natural, descartada cualquier improvisación o duda. Tal vez ya no dude nunca, pensé de pronto. Confirmé que a los treinta y cinco años era vagamente atractiva. Menos, quizás, que en las fotografías recientes y en las que yo había visto por aquí y por allá, conservadas por quienes la conocieron al otro lado del Atlántico. Eso incluía su frente y su perfil en blanco y negro sobre una vieja ficha policial de la comisaría de Algeciras. También cintas de vídeo, imágenes imprecisas que siempre terminaban con rudos gorilas entrando en cuadro para apartar con violencia el objetivo. Y en todas, ella, con su distinguida apariencia actual, casi siempre vestida de oscuro y con gafas negras, subía o bajaba de automóviles caros, se asomaba desdibujada por el grano del teleobjetivo a una terraza de Marbella, o tomaba el sol en la cubierta de un yate grande y blanco como la nieve: la Reina del Sur y su leyenda. La que aparecía en las páginas de sociedad al mismo tiempo que en las de sucesos. Pero había otra foto cuya existencia yo ignoraba; y antes de que saliera de aquella casa, dos horas más tarde, Teresa Mendoza decidió mostrármela inesperadamente: una foto muy ajada y recompuesta por detrás con cinta adhesiva, que acabó poniendo sobre la mesa, entre el cenicero repleto y la botella de tequila de la que ella sola había vaciado dos tercios, y la Sig Sauer con tres cargadores que estaba allí como un augurio –de hecho era una fatalista aceptación– de lo que iba a ocurrir esa misma noche. En cuanto a la última foto, en realidad se trataba de la más antigua y sólo era media foto, porque faltaba todo el lado izquierdo: de él podía verse el brazo de un hombre, enfundado en la manga de una cazadora de piloto, sobre los hombros de una joven morena, delgada, de abundante cabello negro y ojos grandes. La joven debía de tener veintipocos años: vestía pantalones muy ceñidos y fea chamarra tejana con cuello de borrego, y miraba a la cámara con mueca indecisa, a medio camino hacia una sonrisa o quizá de vuelta de ella. Observé que, pese al maquillaje vulgar, excesivo, las pupilas oscuras tenían una mirada inocente, o vulnerable; y eso acentuaba la juventud del rostro ovalado, los ojos ligeramente rematados en puntas de almendra, la boca muy precisa, las antiguas y rebajadas gotas de sangre indígena manifestándose en la nariz, el tono mate de la piel, la arrogancia del mentón erguido. Esa joven no era hermosa pero era singular, pensé. Poseía una belleza incompleta o lejana, como si ésta hubiera ido diluyéndose durante generaciones hasta dejar sólo rastros aislados de un antiguo esplendor. Y aquella fragilidad quizá serena, o confiada. De no estar familiarizado con el personaje, esa fragilidad me habría enternecido. Supongo.
Apenas la reconozco.
Era verdad, y así lo dije. Ella no pareció molesta por el comentario. Se limitaba a mirar la foto sobre la mesa, y estuvo así un buen rato.
–Yo tampoco –concluyó.
Después volvió a guardarla dentro del bolso que estaba sobre el sofá, en una cartera de piel con sus iniciales, y me indicó la puerta.
–Creo que es suficiente –dijo.
Parecía muy cansada. La prolongada charla, el tabaco, la botella de tequila. Tenía cercos oscuros bajo los ojos que ya no eran como en la vieja foto. Me puse en pie, abotoné mi chaqueta, le di la mano –ella apenas la rozó–, me fijé otra vez en la pistola. El gordo del extremo de la habitación estaba a mi lado, indiferente, listo para acompañarme. Miré con interés sus espléndidas botas de piel de iguana, la barriga que desbordaba el cinturón piteado, el bulto amenazador bajo la americana. Cuando abrió la puerta, comprobé que su gordura era engañosa y que todo lo hacía con la mano izquierda. Era obvio que la derecha la reservaba como herramienta de trabajo. –Espero que salga bien –apunté.
Ella siguió mi mirada hasta la pistola. Asentía despacio, pero no a mis palabras. La ocupaban sus propios pensamientos.
–Claro –murmuró.
Entonces salí de allí. Los federales con chalecos antibalas y fusiles de asalto que a la llegada me habían cacheado minuciosamente seguían montando guardia en el vestíbulo y el jardín, y una furgoneta militar y dos Harley Davidson de la policía estaban junto a la fuente circular de la entrada. Había cinco o seis periodistas y una cámara de televisión bajo paraguas, al otro lado de los altos muros, en la calle, mantenidos a distancia por los soldados en uniforme de combate que acordonaban la finca. Torcí a la derecha y caminé bajo la lluvia en busca del taxi que me esperaba a una manzana de allí, en la esquina de la calle General Anaya. Ahora sabía cuanto necesitaba saber, los rincones en sombras quedaban iluminados, y cada pieza de la historia de Teresa Mendoza, real o imaginada, encajaba en el lugar oportuno: desde aquella primera foto, o media foto, hasta la mujer que me había recibido con una automática sobre la mesa. Faltaba el desenlace; pero eso también lo sabría en las próximas horas. Igual que ella, sólo tenía que sentarme y esperar.
Habían pasado doce años desde la tarde en que Teresa Mendoza echó a correr en la ciudad de Culiacán. Aquel día, comienzo de tan largo viaje de ida y vuelta, el mundo razonable que creía construido a la sombra del Güero Dávila cayó a su alrededor –pudo oír el estruendo de los pedazos desmoronándose–, y de pronto se vio perdida y en peligro. Dejó el teléfono y anduvo de un lado a otro abriendo cajones a tientas, ciega de pánico, buscando cualquier bolsa donde meter lo imprescindible antes de escapar de allí. Quería llorar por su hombre, o gritar hasta desgarrarse la garganta; pero el terror que la asaltaba en oleadas como golpes entumecía sus actos y sus sentimientos. Era igual que haber comido un hongo de Huautla o fumado una hierba densa, dolorosa, que la introdujese en un cuerpo lejano sobre el que no tuviera ningún control. Y así, tras vestirse a toda prisa, torpe, unos tejanos, una camiseta y unos zapatos, bajó tambaleante la escalera, todavía mojada bajo la ropa, el pelo húmedo, una pequeña bolsa de viaje con las pocas cosas que había atinado a meter dentro, arrugadas y de cualquier manera: más camisetas, una chamarra de mezclilla, pantaletas, calcetines, su cartera con doscientos pesos y la documentación. Irán a la casa en seguida, la había advertido el Güero. Irán a ver lo que pueden encontrar. Y más vale que no te encuentren.
Se detuvo al asomarse a la calle, indecisa, con la precaución instintiva de la presa que olfatea cerca al cazador y sus perros. Ante ella se extendía la compleja topografía urbana de un territorio hostil. Colonia Las Quintas: amplias avenidas, casas discretas y confortables con buganvillas y buenos coches estacionados delante. Un largo camino desde la miserable barriada de Las Siete Gotas, pensó. Y de pronto, la señora de la farmacia de enfrente, el empleado de la tienda de abarrotes de la esquina donde estuvo haciendo la compra durante los últimos dos años, el vigilante del banco con su uniforme azul y su repetidora del calibre 12 en bandolera –el mismo que solía piropearla con una sonrisa cada vez que pasaba por delante–, se le antojaban peligrosos y al acecho. Ya no tendrás amigos, había rematado el Güero con esa risa indolente que a veces ella adoraba y otras odiaba con toda su alma. El día que suene el teléfono y eches a correr estarás sola, prietita. Y yo no podré ayudarte.
Apretó la bolsa como para protegerse el vientre y caminó por la acera con la cabeza baja, ahora sin mirar nada ni a nadie, procurando al principio no acelerar el paso. El sol empezaba a descender lejos, sobre el Pacífico que se encontraba cuarenta kilómetros a poniente, hacia Altata, y las palmeras, pingüicas y mangos de la avenida se recortaban contra un cielo que pronto se teñiría del anaranjado propio de los atardeceres de Culiacán. Notaba golpes en los tímpanos: un latido sordo, monótono, superpuesto al ruido del tránsito y al taconeo de sus zapatos. Si alguien la hubiera llamado en ese momento no habría sido capaz de oír su nombre; tal vez ni el sonido de un disparo. De su disparo. De tanto esperarlo, tensos los músculos y agachada la cabeza, le dolían la espalda y los riñones. La Situación. Demasiadas veces había oído repetir la teoría del desastre entre bromas, veras, copas y humo de cigarrillos, y la llevaba grabada a fuego en el pensamiento, como el hierro de una res. En este negocio, había dicho el Güero, hay que saber reconocer La Situación. Eso es que alguien puede llegar y decirte buenos días. Tal vez lo conozcas y él te sonría. Suave. Con cremita. Pero notarás algo extraño: una sensación indefinida, como de que algo no está donde debe. Y un instante después estarás muerto –el Güero miraba a Teresa al hablar, apuntándole con el dedo a modo de revólver, entre las risas de los amigos–. O muerta. Aunque siempre es preferible eso a que te lleven viva al desierto, y con un soplete de acetileno y mucha paciencia te hagan preguntas. Porque lo malo de las preguntas no es que conozcas las respuestas –en ese caso el alivio llega pronto–, sino que no las conozcas. Ahí está el detalle, que decía Cantinflas. El problema. Cuesta mucho convencer al del soplete de que no sabes cosas que él supone que sabes y que también le gustaría saber.
Chíngale. Deseó que el Güero hubiera muerto rápido. Que lo hubieran bajado con todo y la Cessna, pasto de tiburones, en vez de llevárselo al desierto para hacerle preguntas. Con la Federal o con la DEA, las preguntas solían terminar en la cárcel de Almoloya o en la de Tucson. Uno podía pactar, llegar a acuerdos. Volverse testigo protegido, o preso con privilegios si sabía jugar bien sus naipes. Pero las transas del Güero nunca fueron por ahí. No era culebra ni madrina. Había traicionado sólo un poquito, menos por dinero que por gusto de vivir en el filo de la navaja. A los de San Antonio, galleaba, nos gusta rifarnos el cuero. Jugársela a esos tipos era divertido, según él; y se mofaba por dentro cuando le decían suba a tal y baje a cual, joven, no se nos demore, y lo tomaban por un vulgar sicario de a mil pesos al tirarle encima de la mesa, con muy poco respeto, fajos de dólares crujientes al regreso de cada vuelo donde los capos ligaban un carajal de lana y él se jugaba la libertad y la vida. El problema era que al Güero no le bastaba hacer ciertas cosas, sino que tenía necesidad de contarlas. Era de los bocones. Para qué fajarte a la más linda vieja, decía, si no puedes contárselo a la raza. Y si vienen chuecas, que luego te pongan en narcocorridos los Tigres o los Tucanes de Tijuana y los canten en las cantinas y en las radios de los autos. Chale. Pura leyenda, compás. Y muchas veces, acurrucada en su hombro, tomando en un bar, en una fiesta, entre dos bailes en el salón Morocco, él con una Pacífico en la mano y ella con la nariz empolvadita de suspiros blancos, se había estremecido oyéndole confiar a los amigos cosas que cualquier hombre sensato guardaría bien calladas. Teresa no tenía estudios, ni otra cosa que al Güero; pero sabía que los amigos sólo se probaban visitándote en el hospital, en la cárcel o en el panteón. Lo que venía a significar que los amigos eran amigos hasta que dejaban de serlo.
Recorrió tres cuadras sin mirar atrás. Ni modo. Los tacones que llevaba eran demasiado altos, y comprendió que iba a torcerse un tobillo si de pronto echaba a correr. Se los quitó, guardándolos en la bolsa, y descalza dobló a la derecha en la siguiente esquina, hasta desembocar en la calle Juárez. Allí se detuvo ante una lonchería para comprobar si la seguían. No vio nada que indicase peligro; de manera que, para concederse un poco de reflexión y calmar los latidos del pulso, empujó la puerta y fue a sentarse en la mesa de más adentro, la espalda en la pared y los ojos en la calle. Como hubiera dicho albureador el Güero, estudiando La Situación. O intentándolo. El pelo húmedo se le deslizaba sobre la cara: lo apartó sólo una vez, pues luego decidió que era mejor así, ocultándola un poco. Trajeron licuado de nopal y se quedó inmóvil un rato, incapaz de hilvanar dos pensamientos seguidos, hasta que sintió deseos de fumar y cayó en la cuenta de que en la estampida había olvidado el tabaco. Le pidió un cigarrillo a la mesera, aceptó el fuego de su encendedor mientras ignoraba la mirada de extrañeza que dirigía a sus pies desnudos, y permaneció muy quieta, fumando, mientras intentaba ordenar sus ideas. Ahora sí. Ahora el humo en los pulmones le devolvió alguna serenidad; suficiente para analizar La Situación con cierto sentido práctico. Tenía que llegar a la otra casa, la segura, antes de que los coyotes la encontraran y ella misma terminase siendo personaje secundario, y forzado, de esos narcocorridos que el Güero soñaba con que le hicieran los Tigres o los Tucanes. Allí estaban el dinero y los documentos; y sin eso, por mucho que corriese, nunca llegaría a ninguna parte. También estaba la agenda del Güero: teléfonos, direcciones, notas, contactos, pistas clandestinas en Baja California, Sonora, Chihuahua y Cohahuila, amigos y enemigos –no era fácil distinguir unos de otros– en Colombia, en Guatemala, en Honduras y a uno y otro lado de la raya del río Bravo: El Paso, Juárez, San Antonio. Ésa la quemas o la escondes, le había dicho. Por tu bien ni la mires,'prietita. Ni la mires. Y sólo si te ves muy fregada y muy perdida, cámbiasela a don Epifanio Vargas por tu pellejo. ¿Está claro? Júrame que no abrirás la agenda por nada del mundo. Júralo por Dios y por la Virgen. Ven aquí. Júralo por esto que tienes entre las manos.
No disponía de mucho tiempo. También había olvidado el reloj, pero vio que seguía venciéndose la tarde. La calle parecía tranquila: tráfico regular, transeúntes de paso, nadie parado cerca. Se puso los zapatos. Dejó diez pesos en la mesa y se levantó despacio, agarrando la bolsa. No se atrevió a mirar su cara en el espejo cuando salió a la calle. En la esquina, un plebito vendía refrescos, cigarrillos y periódicos colocados sobre un cartón de embalaje donde se leía la palabra Samsung. Compró un paquete de Faros y una caja de fósforos, ojeando de soslayo a su espalda, y siguió camino con deliberada lentitud. La Situación. Un coche estacionado, un policía, un hombre que barría la acera la hicieron sobresaltar. Volvían a dolerle los músculos de la espalda y notaba un sabor agrio en la boca. Otra vez la incomodaron los tacones. De verla así, pensó, el Güero se habría reído de ella. Y lo maldijo por eso, en sus adentros. Dónde andarán tus risas ahora, pinche güey, después que te llovió en la milpa. Dónde tu arrogancia de puro macho y tus perras agallas. Sintió olor a carne quemada al pasar ante una taquería, y el gusto agrio en su boca se acentuó de pronto. Tuvo que detenerse y entrar a toda prisa en un portal para vomitar un chorro de jugo de nopal.
Yo conocía Culiacán. Antes de la entrevista con Teresa Mendoza ya había estado allí, muy al principio, cuando empezaba a investigar su historia y ella no era más que un vago desafío personal en forma de algunas fotos y recortes de prensa. También regresé más tarde, cuando todo terminó y estuve al fin en posesión de lo que necesitaba saber: hechos, nombres, lugares. Así puedo ordenarlo ahora sin otras lagunas que las inevitables, o las convenientes. Diré también que todo se fraguó tiempo atrás, durante una comida con René Delgado, director del diario Reforma, en el Distrito Federal. Mantengo vieja amistad con René desde los tiempos en que, jóvenes reporteros, compartíamos habitación en el hotel Intercontinental de Managua durante la guerra contra Somoza. Ahora nos vemos cuando viajo a México, para contarnos el uno al otro las nostalgias, las arrugas y las canas. Y esa vez, comiendo escamoles y tacos de pollo en el San Angel Inn, me propuso el asunto.
–Eres español, tienes buenos contactos allí. Escríbenos un gran reportaje sobre ella.
Negué mientras procuraba evitar que el contenido de un taco se me derramara por la barbilla.
–Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas páginas.
–Pues hazlo a tu manera –insistió René–. Un pinche reportaje literario.
Liquidé el taco y discutimos los pros y los contras. Dudé hasta' el café y el Don Julián del número 1, justo cuando René acabó amenazándome con llamar a los mariachis. Pero el tiro le salió por la culata: el reportaje para Reforma terminó convirtiéndose en un proyecto literario privado, aunque mi amigo no se incomodó por eso. Al contrario: al día siguiente puso a mi disposición sus mejores contactos en la costa del Pacífico y en la Policía Federal para que yo pudiese completar los años oscuros. La etapa en la vida de Teresa Mendoza que era desconocida en España, y ni siquiera aireada en el propio México.
Al menos te haremos la reseña –dijo–. Cabrón.
Hasta entonces sólo era público que ella había vivido en Las Siete Gotas, un barrio muy humilde de Culiacán, y que era hija de padre español y madre mejicana. También que dejó los estudios en la primaria, y que, empleada de una tienda de sombreros del mercadito Buelna y luego cambiadora de dólares en la calle Juárez, una tarde de Difuntos –irónico augurio– la vida la puso en el camino de Raimundo Dávila Parra, piloto a sueldo del cártel de Juárez, conocido en el ambiente como el Güero Dávila a causa de su pelo rubio, sus ojos azules y su aire gringo. Todo esto se sabía más por la leyenda tejida en torno a Teresa Mendoza que por datos precisos; de modo que, para iluminar aquella parte de su biografía, viajé a la capital del estado de Sinaloa, en la costa occidental y frente a la embocadura del golfo de California, y anduve por sus calles y cantinas. Hasta hice el recorrido exacto, o casi, que esa última tarde –o primera, según se mire, hizo ella tras recibir la llamada telefónica y abandonar la casa que había compartido con el Güero Dávila. Así estuve ante el nido que ambos habitaron durante dos años: un chalecito confortable y discreto de dos plantas, con patio trasero, arrayanes y buganvillas en la puerta, situado en la parte sureste de Las Quintas, un barrio frecuentado por narcos de clase media; de aquellos a quienes van bien las cosas, pero no tanto como para ofrecerse una lujosa mansión en la exclusiva colonia Chapultepec. Luego caminé bajo las palmeras reales y los mangos hasta la calle Juárez, y frente al mercadito me detuve a observar a las jóvenes que, teléfono celular en una mano y calculadora en otra, cambian moneda en plena calle; o, dicho de otro modo, blanquean en pesos mejicanos el dinero de los automovilistas que se detienen junto a ellas con sus fajos de dólares aromatizados de goma de la sierra o polvo blanco. En aquella ciudad, donde a menudo lo ilegal es convención social y forma de vida –es herencia de familia, dice un corrido famoso, trabajar contra la ley–, Teresa Mendoza fue durante algún tiempo una de esas jóvenes, hasta que cierta ranchera Bronco negra se detuvo a su lado, y Raimundo Dávila Parra bajó el cristal tintado de la ventanilla y se la quedó mirando desde el asiento del conductor. Entonces su vida cambió para siempre.
Ahora ella recorría la misma acera, de la que conocía cada baldosa, con la boca seca y el miedo en los ojos. Sorteaba a las chicas que charlaban en grupos o paseaban en espera de clientes frente a la frutería El Canario, y lo hacía mirando desconfiada hacia la estación de camiones y tranvías de la sierra y las taquerías del mercadito, hormigueantes de mujeres cargadas con cestas y hombres bigotudos con cachuchas y sombreros de palma. Desde la tienda de música grupera situada tras la joyería de la esquina le llegaron la melodía y las palabras de Pacas de a kilo. cantaban los Dinámicos, o quizá los Tigres. Desde aquella distancia no podía apreciarlo, pero conocía la canción. Chale. La conocía demasiado bien, pues era la favorita del Güero; y el hijo de su madre solía cantarla cuando se afeitaba, con la ventana abierta para escandalizar a los vecinos, o decírsela a ella bajito, al oído, cuando le divertía ponerla furiosa:
Los amigos de mi padre me admiran y me respetan y en dos y trescientos metros levanto las avionetas.
De diferentes calibres, manejo las metralletas...