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Lobato, que había advertido su mirada, acentuó un poco la sonrisa.
–Es un buen chaval. De Cáceres. Y le tiran las cosas más raras que puedas imaginar. Una vez le arrojaron un remo, partiéndole una pala, y casi se mata. Y cuando aterriza en la playa, los críos lo reciben a pedradas... A veces la Atunara parece Vietnam. Claro que en el mar es distinto.
–Sí –confirmó Santiago entre dos sorbos de cerveza–. Allí son esos hijoputas los que tienen la ventaja.
Así llenaban el tiempo libre. Otras veces iban de compras o de gestiones al banco en Gibraltar, o paseaban por la playa en los magníficos atardeceres del prolongado verano andaluz, con el Peñón prendiendo sus bombillas poco a poco, al fondo, y la bahía llena de buques con diferentes banderas –Teresa ya identificaba las principales– que encendían las luces mientras se apagaba el sol a poniente. La casa era un chalecito situado a diez metros del agua, en la boca del río Palmones, donde se levantaban algunas viviendas de pescadores justo a la mitad de la bahía entre Algeciras y Gibraltar. Le gustaba aquella zona que le recordaba un poco a Altata, en Sinaloa, con playas arenosas, y pateras azules y rojas varadas junto al agua mansa del río. Solían desayunar café cortado con tostadas de aceite en El Espigón o el Estrella de Mar, y comer los domingos tortillitas de camarones en casa Willy. En ocasiones, entre viaje y viaje llevando cargas por el Estrecho, tomaban la Cherokee de Santiago y se iban hasta Sevilla por la Ruta del Toro, a comer en casa Becerra o parando a picar jamón ibérico y caña de lomo en las ventas de carretera. Otras veces recorrían la Costa del Sol hasta Málaga o iban en dirección opuesta, por Tarifa y Cádiz hasta Sanlúcar de Barrameda y la desembocadura del Guadalquivir: vino Barbadillo, langostinos, discotecas, terrazas de cafés, restaurantes, bares y karaokes, hasta que Santiago abría la cartera, echaba cuentas y decía ya vale, se encendió la reserva, volvamos para ganar más, que nadie nos lo regala. A menudo pasaban días enteros en el Peñón, sucios de aceite y grasa, achicharrados bajo el sol y comidos de moscas en el varadero de Marina Sheppard, desmontando y volviendo a montar el cabezón de la Phantom –palabras antes misteriosas como pistones americanos, cabezas ovaladas, jaulas de rodamientos, ya no tenían secretos para Teresa–, y luego probaban la lancha en veloces planeadas por la bahía, observados de cerca por el helicóptero y las Hachejotas y las Heineken, que tal vez esa misma noche volverían a empeñarse con ellos en el juego del gato y el ratón al sur de Punta Europa. Y cada tarde, los días tranquilos de puerto y varadero, al terminar el trabajo se iban al Olde Rock a tomar algo sentados en la mesa de siempre, bajo un cuadrito que mostraba la muerte de un almirante inglés llamado Nelson.
De ese modo, durante aquel tiempo casi feliz –por primera vez en su vida era consciente de serlo–, Teresa se hizo al oficio. La mejicanita que poco más de un año antes había echado a correr en Culiacán era ahora una mujer fogueada en travesías nocturnas y sobresaltos, en cuestiones marineras, en mecánica naval, en vientos y corrientes. Conocía el rumbo y la actividad de los barcos por el número, color y posición de sus luces. Estudió las cartas náuticas españolas e inglesas del Estrecho comparándolas con sus propias observaciones, hasta saberse de memoria sondas, perfiles de costa, referencias que luego, de noche, marcarían la diferencia entre el éxito o el fracaso. Cargó tabaco en los almacenes gibraltareños, alijándolo una milla más allá, en la Atunara, y hachís en la costa marroquí para desembarcarlo en calas y playas desde Tarifa a Estepona. Verificó, llave inglesa y destornillador en mano, bombas de refrigeración y cilindros, cambió ánodos, purgó aceite, desmontó bujías y aprendió cosas que nunca había imaginado fuesen útiles; como, por ejemplo, que el consumo/hora de un cabezón trucado, como el de cualquier motor de dos tiempos, se calcula multiplicando por 0,41a potencia máxima: regla utilísima cuando se quema el combustible a chorros en mitad del mar, donde no hay gasolineras. Del mismo modo se acostumbró a guiar a Santiago con golpes en los hombros en huidas muy apuradas, para que la proximidad de las turbolanchas o el helicóptero no lo distrajeran cuanto pilotaba a velocidades peligrosas; e incluso a manejar ella misma una planeadora por encima de los treinta nudos, meter gas o reducirlo con mala mar para que el casco sufriera lo imprescindible, elevar la cola del cabezón con marejada o regularla intermedia para el planeo, camuflarse cerca de la costa aprovechando los días sin luna, pegarse a un pesquero o a un barco grande a fin de disimular la propia señal de radar. Y también, las tácticas evasivas: utilizar el corto radio de giro de la Phantom para esquivar el abordaje de las más potentes pero menos maniobrables turbolanchas, buscar la popa de quien te da caza, doblarle la proa o cortar su estela aprovechando las ventajas de la gasolina frente al lento gasóleo del adversario. Y así pasó del miedo a la euforia, de la victoria al fracaso; y supo, de nuevo, lo que ya sabía: que unas veces se pierde, otras se gana, y otras se deja de ganar. Arrojó fardos al mar, iluminada en plena noche por el foco de los perseguidores, o los transbordó a pesqueros y a sombras negras que se adelantaban desde playas desiertas entre el rumor de la resaca, metidas en el agua hasta la cintura. Incluso en cierta ocasión –la única hasta entonces, en el transcurso de una operación con gente de poco fiar– lo hizo mientras Santiago vigilaba sentado a popa, en la oscuridad, con una Uzi disimulada bajo la ropa; no como precaución ante la llegada de aduaneros o guardias civiles –eso iba contra las reglas del juego– sino para precaverse de la gente a la que hacían la entrega: unos franceses de mala fama y peores modos. Y luego, esa misma madrugada, alijada ya la carga y navegando rumbo al Peñón, la propia Teresa había arrojado con mucho alivio la Uzi al mar.
Ahora estaba lejos de sentir ese alivio, pese a que navegaban con la planeadora vacía y de vuelta a Gibraltar. Eran las 4.40 de la madrugada y sólo habían transcurrido dos horas desde que embarcaron los trescientos kilos de resina de hachís en la costa marroquí: tiempo suficiente para cruzar las nueve millas que separaban Al Marsa de Cala Arenas, y alijar allí sin problemas la carga de la otra orilla. Pero –decía un refrán español– hasta que pasa el rabo todo es toro. Y para confirmarlo, un poco antes de Punta Carnero, recién entrados en el sector rojo del faro y viéndose ya la mole iluminada del Peñón al otro lado de la bahía de Algeciras, Santiago había soltado una blasfemia, vuelto de pronto a mirar hacia lo alto. Y un instante después, por encima del sonido del cabezón, Teresa oyó un ronroneo diferente que se aproximaba por una banda y luego se situaba a popa, segundos antes de que un foco encuadrase de pronto la lancha, deslumbrándolos muy de cerca. El pájaro, mascullaba ahora Santiago. El puto pájaro. Las palas del helicóptero removían una turbonada de aire sobre la Phantom, levantando agua y espuma alrededor, cuando Santiago movió el trimer de la cola, pisó el acelerador, la aguja saltó de 2.500 a 4.000 revoluciones, y la lancha empezó a correr dando golpes sobre el mar, planeando en rápidos pantocazos. Ni madres. El foco los seguía, oscilante de una banda a otra y de éstas a popa, iluminando como una cortina blanca el aguaje que levantaban doscientos cincuenta caballos a buena potencia. Entre los golpes y la espuma, bien agarrada para no caer por la borda, Teresa hizo lo que debía hacer: olvidarse de la amenaza relativa del helicóptero –volaba, calculó, a unos cuatro metros del agua, y como ellos a una velocidad de casi cuarenta nudos– y ocuparse de la otra amenaza que sin duda rondaba cerca, más peligrosa pues corrían demasiado próximos a tierra: la Hachejota de Vigilancia Aduanera que, guiada por su radar y por el foco del helicóptero, debía de estar en ese momento navegando hacia ellos a toda velocidad, para cortarles el paso o empujar la planeadora contra la costa. Hacia las piedras de la restinga de La Cabrita, que estaban en algún lugar delante y un poco a babor.
Pegó la cara al cono de goma del Furuno, lastimándose la frente y la nariz con los pantocazos, y tecleó para bajar el alcance a media milla. Diosito, Dios. Si en esta chamba no estás a buenas con Dios, ni te metas, pensó. El barrido de la antena en la pantalla le parecía increíblemente largo, una eternidad que aguardó conteniendo el aliento. Sácanos también de ésta, Diosito lindo. Hasta del santo Malverde se acordaba, aquella negra noche de su mal. Iban sin carga que los mandara a prisión; pero los aduaneros eran raza pesada, aunque en las tascas de Campamento te dijeran cumpleaños feliz. A tales horas y por aquellos rumbos, podían recurrir a cualquier pretexto para incautarse de la lancha, o golpearla como por accidente y echarla a pique. La luz cegadora del foco se le metía en la pantalla, dificultándole la visión. Advirtió que Santiago subía las revoluciones del motor, pese a que con la mar que levantaba el viento de poniente ya iban al límite. Al gallego no se le arrugaba el cuero; y tampoco era hombre inclinado a poner las cosas fáciles a la ley. Entonces la planeadora dio un salto más prolongado que los anteriores –que no se gripe el motor, pensó mientras imaginaba la hélice girando en el vacío– y, al golpear de nuevo el casco la superficie del agua, Teresa, agarrada lo mejor que podía, dándose una y otra vez con la cara en el reborde de goma del radar, vio por fin en la pantalla, entre los innumerables pequeños ecos de la marejada, otra mancha negra, distinta: una señal alargada y siniestra que se les acercaba rápidamente por la aleta de estribor, a menos de quinientos metros.
–¡A las cinco! –gritó, sacudiendo el hombro derecho de Santiago–... ¡Tres cables!
Lo dijo pegándole la boca a la oreja para hacerse oír por encima del rugido del motor. Entonces Santiago echó un inútil vistazo hacia allí, entornados los ojos bajo el resplandor del foco del helicóptero que seguía pegado a ellos, y después arrancó de un manotazo la goma del radar para ver él mismo la pantalla. La sinuosa línea negra de la costa se trazaba inquietantemente cerca a cada barrido de la antena, unos trescientos metros por el través de babor. Teresa miró a proa. El faro de Punta Carnero seguía emitiendo sus destellos de color rojo. Con aquel rumba, cuando pasaran al sector de luz blanca ya no habría modo de evitar la restinga de La Cabrita. Santiago debió de pensar lo mismo, pues en ese momento redujo velocidad y giró el timón hacia la derecha, volvió a acelerar y maniobró varias veces en zigzag de la misma forma, mar adentro, mirando alternativamente la pantalla de radar y el foco del helicóptero, que a cada quiebro se adelantaba, perdiéndolos de vista un momento, antes de pegárseles de nuevo para mantenerlos encuadrados con su luz. Ya fuera el de la camisa azul o cualquier otro, pensó Teresa con admiración, aquel tipo de arriba era de los que no tenían madre. Pa' qué te digo que no, si sí. Y dominaba su oficio. Volar de noche con un helicóptero y a ras del agua no estaba en manos de cualquiera. El piloto debía de ser tan bueno como el Güero, en sus tiempos y en lo suyo. O más. Deseó tirarle una pinche bengala, si hubieran llevado bengalas a bordo. Verlo caer en llamas al agua.
¡Chof!
Ahora la señal de la Hachejota estaba más próxima en el radar, acercándose implacable. Lanzada a toda potencia con mar llana, la planeadora resultaba inalcanzable; pero con marejada sufría demasiado, y la ventaja era de los perseguidores. Teresa miró atrás y al través de estribor haciendo visera con la mano bajo la luz, esperando verla aparecer de un momento a otro. Agarrada lo mejor que podía, agachando la cabeza cada vez que un roción de espuma saltaba sobre la proa, sentía doloridos los riñones de los continuos pantocazos. A ratos observaba el perfil testarudo de Santiago, sus rasgos tensos goteando agua salada, los ojos deslumbrados atentos a la noche. Las manos crispadas sobre el timón de la Phantom, dirigiéndola con pequeñas y hábiles sacudidas, sacando el máximo partido de las quinientas vueltas extra del motor trucado, del grado de inclinación de la cola, y de la quilla plana que en algunos prolongados saltos parecía volar, como si la hélice sólo tocara el agua de vez en cuando, y otras veces golpeaba con estrépito, crujiendo de manera que el casco parecía a punto de desarmarse en pedazos.
–¡Ahí está!
Y ahí estaba: una fantasmal sombra por momentos gris, por momentos azul y blanca, que se iba adentrando en el campo de luz proyectada por el helicóptero con grandes ráfagas de agua, su casco peligrosamente cerca. Entraba y salía de la luz como un muro enorme o un cetáceo monstruoso que corriera sobre el mar, y el foco que ahora también los iluminaba desde la turbolancha, coronado por un destello azul intermitente, parecía un ojo maligno. Sorda por el rugido de los motores, agarrada donde podía, empapada por los rociones, sin osar frotarse los ojos, que le escocían de sal, por miedo a verse lanzada fuera, Teresa observó que Santiago abría la boca para gritar algo que no llegó a sus oídos, y después lo vio llevar la mano derecha a la palanca de trimado de la cola, levantar el pie del acelerador para reducir gas bruscamente mientras metía el timón a babor, y pisar de nuevo, proa al faro de Punta Carnero. El tijeretazo les hizo esquivar el foco del helicóptero y la proximidad de la Hachejota; pero el alivio de Teresa duró el tiempo brevísimo que tardó en darse cuenta de que corrían directos a tierra casi por el límite entre los sectores rojo y blanco del faro, hacia los cuatrocientos metros de piedras y arrecifes de La Cabrita. No requetechingues, murmuró. El foco de la turbolancha los perseguía ahora desde atrás, a popa, ayudado por el helicóptero que otra vez volaba junto a ellos. Y entonces, cuando Teresa, crispadas las manos en los agarres, todavía intentaba calcular los pros y los contras, vio el faro delante y arriba, demasiado cerca, pasar del rojo al blanco. No necesitaba el radar para saber que estaban a menos de cien metros de las piedras, y que la sonda disminuía rápidamente. Todo bien requetegacho. O afloja o nos estrellamos, se dijo. Y a esta pinche velocidad ni siquiera puedo arrojarme al mar. Al mirar atrás vio el foco de la Hachejota abrirse poco a poco, cada vez más lejos, a medida que sus tripulantes tomaban resguardo para evitar la restinga. Santiago mantuvo el rumbo un poco más, echó un vistazo sobre el hombro hacia la Hachejota, miró la sonda y luego al frente, donde la claridad lejana de Gibraltar silueteaba en oscuro La Cabrita. Espero que no, pensó asustada Teresa. Espero que no se le ocurra meterse por mitad del caño que hay entre las piedras: ya lo hizo una vez, pero era de día y no corríamos tanto como hoy. En ese momento Santiago redujo gas de nuevo, metió el timón a estribor, y pasando bajo la panza del helicóptero, cuyo piloto lo hizo ascender bruscamente para evitar la antena de radar de la Phantom, cruzó no por el caño sino sobre la punta exterior de la restinga, con la masa negra de La Cabrita tan cerca que Teresa pudo oler sus algas y oír el eco del motor en las paredes rocosas del acantilado. Y de pronto, todavía con la boca abierta y los ojos desorbitados, se vio al otro lado de Punta Carnero: la mar mucho más tranquila que afuera, y la Hachejota otra vez a un par de cables a causa del arco que había descrito para abrirse del rumbo. El helicóptero volvía a pegárseles a popa, pero ya no era más que una compañía incómoda, sin consecuencias, mientras Santiago subía el motor al máximo, 6.300 revoluciones, y la Phantom cruzaba la bahía de Algeciras a cincuenta y cinco nudos, planeando sobre la mar llana hacia la embocadura del puerto de Gibraltar. Padrísimo. Cuatro millas en cinco minutos, con una leve maniobra para eludir un petrolero fondeado a medio camino. Y cuando la Hachejota abandonó la persecución y el helicóptero empezó a distanciarse y ganar altura, Teresa se incorporó a medias en la planeadora y, todavía iluminada por el foco, le hizo al piloto un elocuente corte de mangas. Adiós, cabrooooón. Tres veces te engañé, y ahí nos vemos, zopilote. En la tasca de Kuki.
Localicé a Óscar Lobato con una llamada telefónica al Diario de Cádiz. Teresa Mendoza, dije. Escribo un libro. Quedamos en comer al día siguiente en la Venta del Chato, un antiguo restaurante junto a la playa de Cortadura. Acababa de aparcar en la puerta, frente al mar, con la ciudad a lo lejos, soleada y blanca al extremo de su península de arena, cuando Lobato bajó de un baqueteado Ford lleno de periódicos viejos y con el cartel de Prensa escondido detrás del parabrisas. Antes de venir a mi encuentro estuvo charlando con el guardacoches y le dio una palmada en la espalda, que el otro agradeció como una propina. Lobato era simpático, hablador, inagotable en anécdotas e informaciones. Quince minutos más tarde ya éramos íntimos, y yo había ampliado mis conocimientos sobre la venta –una auténtica venta de contrabandistas, con dos siglos de historia–, sobre la composición de la salsa que nos sirvieron con el venado, sobre el nombre y la utilidad de todos y cada uno de los centenarios enseres que decoraban las paredes del restaurante, y sobre el garum, la salsa de pescado favorita de los romanos cuando aquella ciudad se llamaba Gades y los turistas viajaban en trirreme. Antes del segundo plato supe también que estábamos cerca del Observatorio de Marina de San Fernando, por donde pasa el meridiano de Cádiz, y que en 1812 las tropas de Napoleón que asediaban la ciudad –no llegaron a la puerta de Tierra, precisó Lobato– tenían allí uno de sus campamentos.
–¿Viste la película Lola la Piconera?
Nos tuteábamos desde hacía rato. Le dije que no; que no la había visto; y entonces me la contó de cabo a rabo. Juanita Reina, Virgilio Teixeira y Manuel Luna. Dirigida por Luis Lucia en 1951. Y según la leyenda, falsa por, supuesto, a la Piconera la fusilaron los gabachos exactamente aquí. Heroína nacional, etcétera. Y esa copla. Que viva la alegría y la pena que se muera, Lola, Lolita la Piconera. Se me quedó mirando mientras yo ponía cara de estar interesadísimo en todo aquello, guiñó un ojo, le dio un tiento a su copa de Yllera –acabábamos de descorchar la segunda botella– y se puso a hablar de Teresa Mendoza sin transición alguna. Por las buenas.
–Esa mejicana. Ese gallego. Ese hachís arriba y abajo, con todo cristo jugando a las cuatro esquinas... Tiempos épicos –suspiró, con su gotita de nostalgia en mi honor–. Tenían su peligro, claro. Gente dura. Pero no había la mala leche que hay ahora.
Seguía siendo reportero, acotó. Como entonces. Un puto reportero de infantería, valga la expresión. Y a mucha honra. Al fin y al cabo no sabía hacer otra cosa.
Le gustaba su oficio, aunque siguieran pagando la misma mierda que diez años atrás. Después de todo, su mujer llevaba un segundo sueldo a casa. Sin hijos que dijeran tenemos hambre, papi.
–Eso –concluyó– te da más liberté, egalité y fraternité.
Hizo una pausa para corresponder al saludo de unos políticos locales trajeados de oscuro que ocuparon una mesa próxima –un concejal de cultura y otro de urbanismo, susurró a media voz. No tienen ni el bachillerato–, y luego siguió con Teresa Mendoza y el gallego. Se los encontraba de vez en cuando por La Línea y por Algeciras, con su cara de india medio guapita ella, muy morena y aquellos ojazos grandes, de venganza, que tenía en la cara. No era gran cosa, más bien menudilla, pero cuando se arreglaba quedaba aparente. Con bonitas tetas, por cierto. No muy grandes, pero así –Lobato acercaba las manos y apuntaba los índices hacia fuera, como los pitones de un toro–. Un poco hortera de indumento, al estilo de las chavalas de los del hachís y el tabaco, aunque menos aparatosa: pantalones muy ceñidos, camisetas, tacones altos y todo eso. Arregla pero informal. No se mezclaba mucho con las otras. Tenía dentro su puntito de clase, aunque no se pudiera precisar en qué afloraba eso. Quizás hablando, porque lo hacía suave, con su acento tan cariñoso y educado. Con esos hermosos arcaísmos que utilizan los mejicanos. A veces, cuando se peinaba con moño, la raya al medio y el pelo muy tirante para atrás, lo de la clase se le notaba más. Como Sara Montiel en Veracruz. Veintialguno, debía de tener. Años. A Lobato le llamaba la atención que nunca usara oro, sino plata. Pendientes, pulseras. Todo plata, y escasa. Algunas veces se ponía siete aros juntos en una muñeca, semanario le parecía que se llamaban. Cling, cling. Lo recordaba por el tintineo.
–En el ambiente la fueron respetando poco a poco. Primero, porque el gallego tenía buen cartel. Y segundo, porque era la única mujer que salía a jugársela ahí afuera.
Al principio la gente se lo tomaba a coña, ésta de qué va y todo eso. Hasta los de Aduanas y los picoletos se choteaban. Pero cuando corrió la voz de que le echaba los mismos cojones que un tío, la cosa cambió.
Le pregunté por qué tenía buen cartel Santiago Fisterra, y Lobato juntó el pulgar y el índice en un círculo de aprobación. Era legal, dijo. Callado, cumplidor. Muy gallego en el buen sentido. Me refiero a que no era uno de esos cabrones encallecidos y peligrosos, ni tampoco de los informales o los fantasmas que menudean en el bisnes del hachís. Éste era discreto, nada broncas. Cabal. Muy poco chulo, para que me entiendas. Iba a lo suyo como quien va a la oficina. Los otros, los llanitos, podían decirte mañana a las tres, y a esa hora le estaban echando un polvo a la parienta o de copas en un bar, y tú apoyado en una farola con telarañas en la espalda, mirando el reloj. Pero si el gallego te decía mañana salgo, no había más que hablar. Salía, con un par, aunque hubiera olas de cuatro metros. Un tipo de palabra. Un profesional. Lo que no siempre era bueno, porque hacía sombra a muchos. Su aspiración era reunir suficiente viruta para dedicarse a otra cosa. Y a lo mejor por eso se llevaban bien Teresa y él. Parecían enamorados, desde luego. Tomados de la mano, abracitos, ya sabes. Lo normal. Lo que pasa es que en ella había algo que no podías nunca controlar del todo. No sé si me explico. Algo que obligaba a preguntarte si era sincera. Ojo, no me refiero a hipocresía ni nada de eso. Pondría la mano en el fuego a que era una buena chica... Hablo de otra cosa. Yo diría que Santiago la quería más a ella que ella a él. ¿Capisci?... Porque Teresa se quedaba siempre un poco lejos. Sonreía, era discreta y buena mujer, y estoy seguro de que en la cama se lo pasaban de puta madre. Pero ese puntito, ¿sabes?... Algunas veces, si te fijabas –y fijarse es mi oficio, compadre–, había algo en su forma de mirarnos a todos, incluso a Santiago, que daba a entender que no se lo creía del todo. Igual que si tuviera en alguna parte un bocadillo envuelto en papel albal y una bolsa con alguna ropa y un billete de tren. La veías reír, tomarse su tequila –le encantaba el tequila, claro–, besar a su hombre, y de pronto le sorprendías en los ojos una expresión rara. Como si estuviera pensando: esto no puede durar.
Esto no puede durar, pensó. Habían hecho el amor casi toda la tarde, como para no acabársela; y ahora cruzaban bajo el arco medieval de la muralla de Tarifa. Ganada a los moros –leyó Teresa en un azulejo puesto en el dintel– reinando Sancho IV el Bravo, el 21 de septiembre de 1292. Una cita de trabajo, dijo Santiago. Media hora de coche. Podemos aprovechar para tomar una copa, dar un paseo. Y luego cenar costillas de cerdo en Juan Luis. Y allí estaban, con el atardecer agrisado por el levante que peinaba borreguillos de espuma blanca en el mar, frente a la playa de los Lances y la costa hacia el Atlántico, y el Mediterráneo al otro lado, y África oculta en la neblina que la tarde oscurecía desde el este, sin prisas, del mismo modo que ellos caminaban enlazados por la cintura, internándose por las calles estrechas y encaladas de la pequeña ciudad donde siempre soplaba el viento, en cualquier dirección y casi los trescientos sesenta y cinco días del año. Ese atardecer soplaba muy fuerte, y antes de adentrarse en la ciudad habían estado mirando cómo rompía el mar en las escolleras del aparcamiento bajo la muralla, junto a la Caleta, donde el agua pulverizada salpicaba el parabrisas de la Cherokee. Y estando allí bien cómodos, oyendo música de la radio y recostada ella en el hombro de Santiago, Teresa vio pasar mar adentro, lejos, un velero grande con tres palos como los de las películas antiguas, que iba muy despacio hacia el Atlántico hundiendo la proa bajo el empuje de las rachas más fuertes, difuminado entre la cortina gris del viento y la espuma como si se tratara de un barco fantasma salido de otros tiempos, que no hubiera dejado de navegar en muchos años y en muchos siglos. Luego habían salido del coche, y por las calles más protegidas fueron hacia el centro de la ciudad, mirando escaparates. Ya estaban fuera de la temporada veraniega; pero la terraza bajo la marquesina y el interior del café Central seguían llenos de hombres y mujeres bronceados, de aspecto atlético, extranjero. Mucho güerito, mucho arete en la oreja, mucha camiseta estampada. Windsurfistas, había apuntado Santiago la primera vez que estuvieron allí. Que ya son ganas. En la vida hay gente para todo.
A ver si un día te equivocas y dices que me quieres.
Se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. Él no estaba molesto, ni malhumorado. Ni siquiera se trataba de un reproche.
–Te quiero, pendejo. –Claro.
Siempre se burlaba de ella con eso. A su manera suave, observándola, incitándola a hablar con pequeñas provocaciones. Parece que te costara dinero, decía. Tan sosa. Me tienes el ego, o como se diga, hecho una mierda. Y entonces Teresa lo abrazaba y lo besaba en los ojos, y le decía te quiero, te quiero, te quiero, muchas veces. Pinche gallego requetependejo. Y él bromeaba como si no le importara, igual que si se tratara de un simple pretexto de conversación, un motivo de burla, y el reproche debiera formulárselo ella a él. Deja, deja. Deja. Y al cabo paraban de reírse y se quedaban el uno frente al otro, y Teresa sentía la impotencia de todo cuanto no era posible, mientras los ojos masculinos la miraban con fijeza, resignados como si llorasen un poco adentro, silenciosamente, igual que un plebito que corre en pos de los compañeros mayores mientras éstos lo dejan atrás. Una pena seca, callada, que la enternecía; y entonces estaba segura de que a lo mejor sí quería a aquel hombre de veras. Y cada vez que eso pasaba, Teresa reprimía el impulso de alzar una mano y acariciar el rostro de Santiago de alguna manera difícil de saber, y de explicar y de sentir, como si le debiese algo y no pudiera pagárselo jamás.
–¿En qué piensas? –En nada.
Ojalá no acabara nunca, deseaba. Ojalá esta existencia intermedia entre la vida y la muerte, suspendida en lo alto de un extraño abismo, pudiera prolongarse hasta que un día yo pronuncie palabras que de nuevo sean verdad. Ojalá que su piel y sus manos y sus ojos y su boca me borraran la memoria, y yo naciera de nuevo, o muriese de una vez, para decir como si fueran nuevas palabras viejas que no me suenen a traición o a mentira. Ojalá tenga –ojalá tuviera, tuviéramos– tiempo suficiente para eso.
Nunca hablaban del Güero Dávila. Santiago no era de aquellos a quienes puede hablarse de otros hombres, ni ella era de las que lo hacen. A veces, cuando él se quedaba respirando en la oscuridad, muy cerca, Teresa casi podía escuchar las preguntas. Eso ocurría aún, pero hacía tiempo que tales preguntas eran sólo hábito, rutinario rumor de silencios. Al principio, durante esos primeros días en que los hombres, hasta los que están de paso, pretenden imponer oscuros –inexorables– derechos que van más allá de la mera entrega física, Santiago hizo algunas de aquellas preguntas en voz alta. A su manera, naturalmente. Poco explícitas o nada en absoluto. Y rondaba como un coyote, atraído por el fuego pero sin atreverse a entrar. Había oído cosas. Amigos de amigos que tenían amigos. Y, ni modo. Tuve un hombre, resumió ella una vez, harta de verlo husmear en torno a lo mismo cuando las preguntas sin respuesta dejaban silencios insoportables. Tuve un hombre guapo y valiente y estúpido, dijo. Bien lanza. Un pinche cabrón como tú –como todos–, pero ése me agarró de chavita, sin mundo, y al final me fregó bien fregada, y me vi corriendo por su culpa, y fíjate si corrí lejos que me salté la barda y hasta aquí anduve, donde;. me encontraste. Pero a ti debe pelarte los dientes que tuviera un hombre o no, porque ese del que hablo está muerto y remuerto. Le dieron piso y se murió nomás, como todos nos morimos, pero antes. Y lo que ese hombre fuera en mi vida es cosa mía, y no tuya. Y después de todo eso, una noche que estaban cogiendo bien cogido, agarrados recio el uno al otro, y Teresa tenía la mente deliciosamente en blanco, desprovista de memoria o de futuro, sólo presente denso, espeso, de una intensidad cálida a la que se abandonaba sin remordimientos, abrió los ojos y vio que Santiago se había detenido y la miraba muy de cerca en la penumbra, y también vio que movía los labios, y cuando al fin regresó allí adonde estaban y prestó atención a lo que decía, pensó lo primero gallego menso, estúpido como todos, simple, simple, simple, con aquellas preguntas en el momento más inoportuno: él y yo, mejor él, mejor yo, me quieres, lo querías. Como si todo pudiera: resumirse en eso y la vida fuera blanco y negro, bueno y malo, mejor o peor uno que otro. Y sintió de pronto una sequedad en la boca y en el alma y entre los muslos, una cólera nueva estallarle dentro, no porque él hubiera estadootra vez haciendo preguntas y eligiera mal el momento para hacerlas, sino porque era elemental, y torpe, y buscaba confirmación para cosas que nada tenían que ver con ella, removiendo otras que nada tenían que ver con él; y ni siquiera eran celos, sino orgullo, costumbre, absurda masculinidad del macho que aparta a la hembra de la manada ; y le niega otra vida que la que él le clava en las entrañas. Por eso quiso ofender, y dañar, y lo apartó con violencia mientras escupía que sí, la neta, claro que sí, a ver qué se pensaba, el gallego idiota. Acaso creía que la vida empezaba' con él y con su pinche verga. Estoy contigo porque no tengo mejor sitio adonde ir, o porque aprendí que no sé vivir sola, sin un hombre que se parezca a otro, y ya me vale madres por qué me eligió o elegí al primero. E incorporándose, desnuda, todavía no liberada de él, le dio una bofetada fuerte, un golpe que hizo a Santiago volver a un lado la cara. Y quiso pegarle otra pero entonces fue él quien lo hizo, arrodillado encima, devolviendo el bofetón con una violencia tranquila y seca, sin furia, sorprendida tal vez; y luego se la quedó mirando así como estaba, de rodillas, sin moverse, mientras ella lloraba y lloraba lágrimas que no salían de los ojos sino del pecho y la garganta, quieta boca arriba, insultándolo entre dientes, pinche gallego cabrón de la chingada, pendejo, hijo de puta, hijo de tu pinche madre, cabrón, cabrón, cabrón. Después él se tumbó a su lado y estuvo allí un rato sin decir nada ni tocarla, avergonzado y confuso, mientras ella seguía boca arriba sin moverse, y se iba calmando poco a poco, a medida que sentía las lágrimas secársele en la cara. Y eso fue todo, y aquella fue la' única vez. No volvieron a levantarse la mano el uno al otro. Tampoco hubo, nunca, más preguntas.
–Cuatrocientos kilos –dijo Cañabota en voz baja–... Aceite de primera, siete veces más puro que la goma normal. La flor de la canela.
Tenía un gintonic en una mano y un cigarrillo inglés con filtro dorado en la otra, y alternaba las chupadas con los sorbitos cortos. Era bajo y rechoncho, con la cabeza afeitada, y sudaba todo el tiempo, hasta el punto de que sus camisas siempre estaban mojadas en las axilas y en el cuello, donde relucía la inevitable cadena de oro. Quizá, decidió Teresa, era su trabajo el que lo hacía sudar. Porque Cañabota –ignoraba si el nombre respondía a un apellido o a un apodo– era lo que en jerga del oficio se llamaba el hombre de confianza: un agente local, enlace o intermediario entre los traficantes de uno y otro lado. Un experto en logística clandestina, encargado de organizar la salida del hachís de Marruecos y asegurar su recepción. Eso incluía contratar a transportistas como Santiago, y también la complicidad de ciertas autoridades locales. El sargento de la Guardia Civil –flaco, cincuentón, vestido de paisano– que lo acompañaba aquella tarde era una de las muchas teclas que era preciso tocar para que sonara la música. Teresa lo conocía de otras veces, y sabía que estaba destinado cerca de Estepona. Había una quinta persona en el grupo: un abogado gibraltareño llamado Eddie Álvarez, menudo, de pelo ralo y rizado, gafas muy gruesas y manos nerviosas. Tenía un discreto bufete situado junto al puerto de la colonia británica, con diez o quince sociedades tapadera domiciliadas allí. Él se encargaba de controlar el dinero que a Santiago le pagaban en Gibraltar después de cada viaje.
–Esta vez convendría llevar notarios –añadió Cañabota.
–No –Santiago movía la cabeza, con mucha calma–. Demasiada gente a bordo. Lo mío es una Phantom, no un ferry de pasajeros.
Los notarios eran testigos que los traficantes metían en las planeadoras para certificar que todo iba según lo previsto: uno por los proveedores, que solía ser marroquí, y otro por los compradores. A Cañabota no pareció gustarle aquella novedad.
–Ella –indicó a Teresa– podría quedarse en tierra.
Santiago no apartó los ojos del hombre de confianza mientras volvía a mover la cabeza.
–No veo por qué. Es mi tripulante.
Cañabota y el guardia civil se volvieron a Eddie Álvarez, reprobadores, como si lo responsabilizaran de aquella negativa. Pero el abogado encogía los hombros.
Es inútil, decía el gesto. Conozco la historia, y además aquí sólo estoy mirando. A mí qué carajo me contáis. Teresa pasó el dedo por el vaho que empañaba su refresco. Nunca había querido asistir a esas reuniones, pero Santiago insistía una y otra vez. Te arriesgas como yo, decía. Tienes derecho a saber lo que pasa y cómo pasa. No hables si no quieres, pero nada te perjudica estar al loro. Y si a ésos les incomoda tu presencia, que les vayan dando. A todos. A fin de cuentas, sus mujeres están tocándose el chichi en casita y no se la juegan en el moro cuatro o cinco noches al mes.
–¿El pago como siempre? –preguntó Eddie Álvarez, atento a lo suyo.
El pago se haría al día siguiente de la entrega, confirmó Cañabota. Un tercio directo a una cuenta del BBV en Gibraltar –los bancos españoles de la colonia no dependían de Madrid sino de las sucursales en Londres, y eso proporcionaba deliciosas opacidades fiscales–, dos tercios en mano. Los dos tercios en dinero B, naturalmente. Aunque harían falta unas facturitas chungas para lo del banco. El papeleo de siempre.
Arregladlo todo con ella –dijo Santiago. Y miró a Teresa.
Cañabota y el guardia civil cambiaron una ojeada incómoda. Hay que joderse, decía aquel silencio. Meter a una tía en este jardín. En los últimos tiempos era Teresa quien se ocupaba cada vez más del aspecto contable del negocio. Eso incluía control de gastos, hacer números, llamadas telefónicas en clave y visitas periódicas a Eddie Álvarez. También una sociedad domiciliada en el despacho del abogado, la cuenta bancaria de Gibraltar y el dinero justificable puesto en inversiones de poco riesgo: algo sin demasiadas complicaciones, porque tampoco Santiago acostumbraba a enredarse la vida con los bancos; Aquello era lo que el abogado gibraltareño llamaba una infraestructura mínima. Una cartera conservadora, matizaba cuando llevaba corbata y se ponía técnico. Hasta poco tiempo atrás, y pese a su naturaleza desconfiada, Santiago había dependido casi a ciegas de Eddie Álvarez, que le cobraba comisión hasta por las simples imposiciones a plazo fijo cuando colocaba el dinero legal. Teresa había cambiado aquello, sugiriendo que todo se emplease en inversiones más rentables y seguras, e incluso que el abogado asociara a Santiago a un bar de Main Street para blanquear parte de los ingresos. Ella no sabía de bancos ni de finanzas, pero su experiencia como cambista en la calle Juárez de Culiacán le había dejado un par de ideas claras. Así que poco a poco se puso a la faena, ordenando papeles, enterándose de qué podía hacerse con el dinero en vez de inmovilizarlo en un escondite o en una cuenta corriente. Escéptico al principio, Santiago tuvo que rendirse a la evidencia: ella tenía buena cabeza para los números, y era capaz de prever posibilidades que a él ni le rondaban el pensamiento. Sobre todo tenía un extraordinario sentido común. Al contrario que en su caso –el hijo del pescador gallego era de los que guardaban el dinero en bolsas de plástico en el fondo de un armario–, para Teresa siempre existía la posibilidad de que dos y dos sumaran cinco. De modo que, ante las primeras reticencias de Eddie Álvarez, Santiago lo planteó claro: ella tendría voz y voto en lo del dinero. Ata más pelo de coño que cuerda de esparto, fue el diagnóstico del abogado cuando pudo cambiar impresiones con él a solas. Así que espero no termines haciéndola también copropietaria de toda tu pasta: La Gallegoazteca de Transportes S. A., o alguna murga de esa clase. He visto cosas más raras todavía. Porque las mujeres ya se sabe; y las mosquitas muertas, más. Empiezas follándotelas, luego las haces firmar papeles, después lo pones todo a su nombre, y al final se piran dejándote sin un duro. Ése, respondió Santiago, es asunto mío. Lee mis labios, anda. M–í–o. Y además me voy a cagar en tu puta madre. Y lo había dicho mirando al abogado con una cara tal, que éste casi metió las gafas en su vaso, se bebió muy callado el licor de whisky con hielo –en aquella ocasión estaban en la terraza del hotel Rock, con toda la bahía de Algeciras abajo– y no volvió a plantear reserva alguna sobre el asunto. Ojalá te pillen, gilipollas. O te ponga los cuernos esa zorra. Eso es lo que debía de estar pensando Eddie Álvarez, pero no lo dijo.
Ahora Cañabota y el sargento de la Guardia Civil observaban a Teresa, el aire hosco, y era evidente que los mismos pensamientos les ocupaban la cabeza. Las tías se quedan en casa viendo la tele, decía su silencio. A ver qué hace ésta aquí. Ella apartó los ojos, incómoda. Tejidos Trujillo, leyó en los azulejos de la casa que tenía enfrente. Novedades. No era agradable verse estudiada de aquel modo. Pero luego pensó que con esa forma de mirarla a ella también despreciaban a Santiago, y entonces volvió el rostro, con un punto de cólera, sosteniéndoles la mirada sin pestañear. Que fueran a chingar a su madre.
Al fin y al cabo –comentó el abogado, que no perdía detalle–, ella está muy metida.
–Los notarios sirven para lo que sirven –dijo Cañabota, que aún miraba a Teresa–. Y en los dos lados quieren garantías.