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Collado sacó la foto del sobre y la puso en la mesa, y al verla se me secó la boca. 18x24 en blanco y negro, y la calidad no era perfecta: demasiado grano y un ligero desenfoque. Pero la escena quedaba reflejada con razonable nitidez, ya que esa fotografía había sido hecha volando a cincuenta nudos de velocidad y a un metro del agua, entre la nube de espuma que levantaba la planeadora lanzada a toda potencia: un patín del helicóptero en primer plano, oscuridad alrededor, salpicaduras blancas, que multiplicaban el destello del flash de la cámara. Y entre todo eso podía verse la parte central de la Phantom por su través de babor, y en ella la imagen de un hombre moreno, empapado el rostro de agua, que miraba la oscuridad ante la proa, inclinado sobre el volante del timón. Detrás de él, arrodillada en el piso de la planeadora, las manos en sus hombros como si le fuera indicando los movimientos del helicóptero que los acosaba, había una mujer joven, vestida con una chaqueta impermeable oscura y reluciente por la que chorreaba el agua, el pelo mojado por los rociones y recogido atrás en una coleta, los ojos muy abiertos con la luz reflejada en ellos, la boca apretada y firme. La cámara la había sorprendido vuelta a medias para mirar a un lado y un poco arriba hacia el helicóptero, la cara empalidecida por la proximidad del flash, la expresión crispada por la sorpresa del fogonazo. Teresa Mendoza con veinticuatro años.

Había ido mal desde el principio. Primero la niebla, apenas dejaron atrás el faro de Ceuta. Luego, el retraso en la llegada del pesquero al que estuvieron aguardando en alta mar, entre la brumosa oscuridad desprovista de referencias, con la pantalla del Furuno saturada de ecos de mercantes y ferrys, algunos peligrosamente cerca. Santiago estaba inquieto, y aunque Teresa no podía ver de él sino una mancha oscura, lo notaba por su forma de moverse de un lado a otro de la Phantom, de comprobar que todo estaba en orden. La niebla los escondía lo suficiente para que ella se atreviera a encender un cigarrillo, y lo hizo agachándose bajo el salpicadero de la lancha, oculta la llama y manteniendo después la brasa protegida en el hueco de la mano. Y tuvo tiempo de fumar tres más. Por fin el Julio Verdú, una sombra alargada donde se movían siluetas negras como fantasmas, se materializó en la oscuridad al mismo tiempo que una brisa de poniente se llevaba la niebla en jirones. Pero tampoco la carga fue satisfactoria: a medida que les pasaban del pesquero los veinte fardos envueltos en plástico y Teresa los iba estibando en las bandas de la planeadora, Santiago manifestó su extrañeza de que fueran más grandes de lo esperado. Tienen el mismo peso pero más tamaño, comentó. Y eso significa que no son pastillas de jabón sino de las otras: chocolate corriente, del malo, en vez de aceite de hachís, más puro, más concentrado y más caro. Y en Tarifa, Cañabota había hablado de aceite.

Después todo fue normal hasta la costa. Iban con retraso y el Estrecho estaba como un plato de sopa, así que Santiago subió el trim de la cola del cabezón y puso la Phantom a correr hacia el norte. Teresa lo sentía incómodo, forzando el motor con brusquedad y con prisas, como si aquella noche deseara especialmente acabar de una vez. No pasa nada, respondió evasivo cuando ella preguntó si algo no iba bien. No pasa nada de nada. Estaba lejos de ser un tipo hablador, pero Teresa intuyó que su silencio era más preocupado que otras veces. Las luces de La Línea clareaban a poniente, por el través de babor, cuando los dos resplandores gemelos de Estepona y Marbella aparecieron en la proa, más visibles entre pantocazo y pantocazo, la luz del faro de la primera bien clara a la izquierda: un destello seguido de otros dos, cada quince segundos. Teresa acercó la cara al cono de goma del radar para ver si podía calcular la distancia a tierra, y entonces, sobresaltada, vio un eco en la pantalla, inmóvil una milla a levante. Observó con los prismáticos en esa dirección; y al no ver luces rojas ni verdes temió que se tratara de una Hachejota apagada y al acecho. Pero el eco desapareció al segundo o tercer barrido de la pantalla, y eso la hizo sentirse más tranquila. Tal vez la cresta de una ola, concluyó. O quizás otra planeadora que esperaba su momento de acercarse a la costa.

Quince minutos después, en la playa, el viaje se torció bien gacho. Focos por todas partes, cegándolos, y gritos, alto a la Guardia Civil, alto, alto, decían, y luces azules que destellaban en la rotonda de la carretera, y los hombres que descargaban, el agua por la cintura, inmóviles con los fardos en alto o dejándolos caer o corriendo inútilmente entre chapoteos. Santiago bien iluminado a contraluz, agachándose sin decir palabra, ni una queja, ni una blasfemia, nada en absoluto, resignado y profesional, para darle atrás a la Phantom, y después, apenas el casco dejó de rozar la arena, todo el volante a babor y el pedal pisado a fondo, roooaaaar, corriendo a lo largo de la orilla en apenas tres palmos de agua, la lancha primero encabritada como si fuera a levantar la proa hasta el cielo y luego dando breves pantocazos a todo planeo en el agua mansa, zuaaaas, zuaaaas, alejándose en diagonal de la playa y de las luces en busca de la oscuridad protectora del mar y de la claridad lejana de Gibraltar, veinte millas al sudoeste, mientras Teresa agarraba por las asas, uno tras otro, los cuatro fardos de veinte kilos que habían quedado a bordo, levantándolos para arrojarlos fuera, con el rugido del cabezón ahogando cada zambullida mientras se hundían en la estela.

Fue entonces cuando cayó sobre ellos el pájaro: Oyó el rumor de sus palas arriba y atrás, levantó la vista; y tuvo que cerrar los ojos y apartar la cara porque en ese momento la deslumbró un foco desde lo alto, y el extremo de un patín iluminado por aquella luz osciló a un lado y a otro muy cerca de su cabeza, obligándola a agacharse mientras apoyaba las manos en los hombros de Santiago; sintió bajo la ropa de éste sus músculos tensos, encorvado como estaba sobre el volante, y vio su rostro iluminado a ráfagas por el foco de arriba, toda la espuma que saltaba en salpicaduras mojándole la cara y el pelo, más chilo que nunca; ni cuando cogían y ella lo miraba de cerca y se lo habría comido todo después de lamerlo y morderlo y arrancarle la piel a tiras estaba de guapo como en ese momento, tan obstinado y seguro, atento al volante y a la mar y al gas de la Phantom, haciendo lo que mejor sabía hacer en el mundo, peleando a su manera contra la vida y contra el destino y contra aquella luz criminal que los perseguía como el ojo de un gigante malvado. Los hombres se dividen en dos grupos, pensó ella de pronto. Los que pelean y los que no. Los que aceptan la vida como viene y dicen chale, ni modo, y cuando se encienden los focos levantan los brazos en la playa, y los otros. Los que hacen que a veces, en mitad de un mar oscuro, una mujer los mire como ahora yo lo miro a él.

Y en cuanto a las mujeres, pensó. Las mujeres se dividen, empezó a decirse, y no terminó de decirse nada porque dejó de pensar cuando el patín del pinche pájaro, a menos de un metro sobre sus cabezas, vino a oscilar ; cada vez más cerca. Teresa golpeó el hombro izquierdo de Santiago para advertirle, y éste se limitó a asentir una vez, concentrado en gobernar la lancha. Sabía que por mucho que se acercara el helicóptero nunca llegaría a golpearlos, salvo por accidente. Su piloto era demasiado hábil para permitir que eso ocurriera; porque, en tal caso, perseguidores y perseguidos se irían juntos abajo. Aquélla era una maniobra de acoso, para desconcertarlos y hacerles cambiar el rumbo, o cometer errores, o acelerar hasta que el motor, llevado al límite, se fuera a la chingada. Ya había ocurrido otras veces. Santiago sabía –y Teresa también, aunque ese patín tan próximo la asustara– que el helicóptero no podía hacer mucho más, y que el objeto de su maniobra era obligarlos a pegarse a la costa, para que la línea recta que la planeadora debía seguir hasta Punta Europa y Gibraltar se convirtiera en una larga curva que prolongase la caza y diera tiempo a que los de la planeadora perdieran los nervios y varasen en una playa, o a que la Hachejota de Aduanas llegase a tiempo para abordarlos.

La Hachejota. Santiago indicó el radar con un gesto, y Teresa se movió de rodillas por el fondo de la bañera, notando los golpes del agua bajo el pantoque, para pegar la cara al cono de goma del Furuno. Agarrada a la banda y al asiento de Santiago, con la intensa vibración que el motor transmitía al casco entumeciéndole las manos, observó la línea oscura que cada barrido les dibujaba a estribor, cerquísima, y la extensión clara al otro lado. En media milla estaba todo limpio; pero al duplicar el alcance en la pantalla encontró la esperada mancha negra moviéndose con rapidez a ocho cables, resuelta a cortarles el paso. Pegó la boca a la oreja de Santiago para gritárselo por encima del rugir del motor, y lo vio asentir de nuevo, fijos los ojos en el rumbo y sin decir palabra. El pájaro bajó un poco más, el patín casi tocando la banda de babor, y volvió a elevarse sin lograr que Santiago desviase un grado la ruta: seguía encorvado sobre el volante, concentrado en la oscuridad a proa, mientras las luces de la costa corrían a lo largo de la banda de estribor: primero Estepona con la iluminación de su larga avenida y el faro extremo, luego Manilva y el puerto de la Duquesa, con planeadora a cuarenta y cinco nudos ganando poco a poco mar abierto. Y fue entonces, al comprobar por segunda vez el radar, cuando Teresa vio el eco negro de la Hachejota demasiado cerca, más rápido de lo que pensaba –, a punto de entrarles por la izquierda; y al mirar en esa dirección distinguió entre la neblina del aguaje, pese al resplandor blanco del foco del helicóptero, el centelleo azul de su señal luminosa cerrándoles cada vez más. Eso planteaba la alternativa de costumbre: varar en la playa o tentar la suerte mientras el flanco amenazador que se iba perfilando en la noche se acercaba dando bandazos, golpes con la amura procurando romperles el casco, parar el motor, tirarlos al agua. El radar ya estaba de más, así que moviéndose de rodillas –sentía los violentos pantocazos de la lancha en los riñones– Teresa se situó otra vez detrás de Santiago, las manos en sus hombros para prevenirlo sobre los movimientos del helicóptero y la turbolancha; derecha e izquierda, cerca y lejos; y cuando le sacudió cuatro veces el hombro izquierdo porque la pinche Hachejota era ya un muro siniestro que se abalanzaba sobre ellos, Santiago levantó el pie del pedal para quitarle de golpe cuatrocientas vueltas al motor, bajó el power trim con la mano derecha, metió todo el volante a la banda de babor, y la Phantom, entre la nube de su propio aguaje, describió una curva cerrada, padrísima, que cortó la estela de la turbolancha aduanera, dejándola un poco atrás en la maniobra.

Teresa sintió deseos de reír. Órale. Todos apostaban al límite en aquellas extrañas cacerías que hacían latir a ciento veinte golpes por minuto el corazón, conscientes de que la ventaja sobre el adversario estaba en el escaso margen que definía ese límite. El helicóptero volaba bajo, amagaba con el patín, marcaba la posición a la Hachejota; pero la mayor parte del tiempo iba de farol, porque no podía establecer contacto real. Por su parte, la Hachejota cruzaba una y otra vez ante la planeadora para hacerla saltar en su estela y que el cabezón se gripase al girar la hélice en el vacío; o acosaba, lista para golpear, sabiendo su patrón que sólo podía hacerlo con la amura, porque montar la proa significaba matar en el acto a los ocupantes de la Phantom, en un país donde a los jueces había que explicarles mucho ese tipo de cosas. También Santiago sabía todo eso, gallego listo y requetecabrón como era, y arriesgaba hasta el máximo: giro a la banda contraria, buscar la estela de la Hachejota hasta que ésta parase o diera marcha atrás, cortar su proa para frenarla. Incluso aminorar de pronto delante con mucha sangre fría, confiando en los reflejos del otro para detener la turbolancha y no pasarles por encima, y cinco segundos después acelerar, ganando una distancia preciosa, con Gibraltar cada vez más cerca. Todo en el filo de la navaja. Y un error de cálculo bastaría para que ese equilibrio precario entre cazadores y cazados se fuera al diablo.

–Nos la han jugado –gritó de pronto Santiago. Teresa miró alrededor, desconcertada. Ahora la Hachejota estaba de nuevo a la izquierda, por la parte de afuera, apretando inexorable hacia tierra, la Phantom corriendo a cincuenta nudos en menos de cinco metros de sonda y el pájaro pegado encima, fijo en ellos el haz blanco de su foco. La situación no parecía peor que minutos antes, y así se lo dijo a Santiago, acercándose de nuevo a su oreja. No vamos tan mal, gritó. Pero Santiago movía la cabeza como si no la oyera, absorto en pilotar la lancha, o en lo que pensaba. Esa carga, le oyó decir. Y luego, antes de callarse del todo, añadió algo de lo que Teresa sólo pudo entender una palabra: señuelo. Igual está diciendo que nos tendieron un cuatro, pensó ella. Entonces la Hachejota les metió la amura, y el aguaje de las dos lanchas abarloadas a toda velocidad se volvió nube de espuma pulverizada que los empapó, cegándolos, y Santiago se vio obligado a ceder poco a poco, a llevar la Phantom cada vez más hacia la playa, de manera que ya estaban corriendo por el rebalaje, entre la rompiente del mar y la orilla misma, con la Hachejota por babor y algo más abierta, el helicóptero arriba, y las luces de tierra pasando veloces a pocos metros por la otra banda. En tres palmos de agua.

Chale, que no hay sonda, reflexionó Teresa atropelladamente. Santiago llevaba la planeadora lo más pegada a la orilla que podía, para mantener lejos a la otra lancha, cuyo patrón, sin embargo, aprovechaba cada oportunidad para arrimarles el costado. Aun así, calculó ella las probabilidades de que la Hachejota tocara fondo, o aspirase una piedra que chingara hasta la madre los álabes, de la turbina, eran mucho menores que las que tenía la Phantom de tocar la arena con la cola del motor en mitad de un pantocazo, y después clavar la proa y que ellos dos chuparan Faros hasta la resurrección de la carne. Diosito. Teresa apretó los dientes en la boca y las manos en los hombros de Santiago cuando la turbolancha se acercó de nuevo entre la nube de espuma, adelantándose un poco hasta cegarlos otra vez con su aguaje y dando luego una leve guiñada a estribor para apretarlos más contra la playa. Aquel patrón también era bravo de veras, pensó. De los que se tomaban en serio su chamba. Porque ninguna ley exigía tanto. O sí, cuando las cosas se tornaban personales entre machos gallos cabrones, que de cualquier desmadre hacían palenque. De lo cerca que estaba, el costado de la Hachejota parecía tan oscuro y enorme que la excitación que la carrera producía en Teresa empezó a verse desplazada por el miedo. Nunca habían corrido de ese modo por dentro del rebalaje, tan cerca de la orilla y en tan poca agua, y a trechos el foco del helicóptero dejaba ver las ondulaciones, las piedras y las alguitas del fondo. Apenas hay para la hélice, calculó. Vamos arando la playa. De pronto se sintió ridículamente vulnerable allí, empapada de agua, cegada por la luz, estremecida por los pantocazos. No mames con la ley y con lo otro, se dijo. Están echándose un pulso, nomás. Le cae al que se raje. A ver quién aguanta más pulque, y yo en medio. Qué triste pendejada morirse por esto.

Fue entonces cuando se acordó de la piedra de León. La piedra era una roca no muy alta que velaba a pocos metros de la playa, a medio camino entre La Duquesa y Sotogrande. La llamaban así porque un aduanero llamado León había roto en ella el casco de la turbolancha que patroneaba, raaaas, en plena persecución de una planeadora, viéndose obligado a varar en la playa con una vía de agua. Y aquella piedra, acababa de recordar Teresa, se hallaba justo en la ruta que ahora seguían. El pensamiento le produjo una descarga de pánico. Olvidando la cercanía de los perseguidores, miró a la derecha en busca de referencias para situarse por las luces de tierra que pasaban al costado de la Phantom. Tenía que estar, decidió, requetechingadamente cerca.

–¡La piedra! –le gritó a Santiago, inclinándose por encima de su hombro–... ¡Estamos cerca de la piedra! A la luz del foco perseguidor lo vio afirmar con la cabeza, sin apartar su atención del volante y de la ruta, echando de vez en cuando ojeadas a la turbolancha y a la orilla para calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. En ese momento la Hachejota se apartó un Poco, el helicóptero se acercó más, y al mirar hacia lo alto haciéndose visera con una mano, Teresa entrevió una silueta oscura con un casco blanco que descendía hasta el patín que el piloto procuraba situar junto al motor de la Phantom. Quedó fascinada por aquella imagen insólita: el hombre suspendido entre cielo y agua que se agarraba con una mano a la puerta del helicóptero y en la otra empuñaba un objeto que ella tardó en reconocer como una pistola. No irá a dispararnos, pensó aturdida. No pueden hacerlo. Esto es Europa, carajo, y no tienen derecho a tratarnos así, a puros plomazos. La planeadora dio un salto más largo y ella se cayó de espaldas, y al levantarse desencajada, a punto de gritarle a Santiago nos van a quemar, cabrón, afloja, frena, párate antes de que nos bajen a tiros, vio que el hombre del casco blanco acercaba la pistola a la carcasa del cabezón y vaciaba allí el cargador, un tiro tras otro, fogonazos naranja en el resplandor del foco entre los miles de partículas de agua pulverizada, con los estampidos, pam, pam, pam, pam, casi apagados por el rugir del motor de la planeadora, y las palas del pájaro, y el rumor del mar y el chasquido de los golpes del casco de la Phantom en el agua somera de la orilla. Y de pronto el hombre del casco blanco desapareció de nuevo dentro del helicóptero, y éste ganó un poco de altura sin dejar de mantenerlos alumbrados, y la Hachejota volvió a acercarse peligrosamente mientras Teresa miraba estupefacta los agujeros negros en la carcasa del motor y éste seguía funcionando como si tal cosa, a toda madre y ni un rastro de humo siquiera, del mismo modo que Santiago mantenía impávido el rumbo de la planeadora, sin haberse vuelto una sola vez a mirar lo que estaba ocurriendo ni preguntarle a Teresa si seguía ilesa, ni otra cosa que no fuera continuar aquella carrera que parecía dispuesto a prolongar hasta el fin del mundo, o de su vida, o de sus vidas.

La piedra, recordó ella otra vez. La piedra de León tenía que estar allí mismo, a pocos metros por la proa. Se incorporó detrás de Santiago para escudriñar al frente, intentando atravesar la cortina de salpicaduras iluminada por la luz blanca del helicóptero y distinguir la roca en la oscuridad de la orilla que serpenteaba ante ellos. Espero que él la vea a tiempo, se dijo. Espero que lo haga con margen suficiente para maniobrar y esquivarla, y que la Hachejota nos lo permita. Estaba deseando todo eso cuando vio la piedra delante, negra y amenazadora; y sin necesidad de mirar hacia la izquierda comprobó que la turbolancha aduanera se abría para esquivarla al mismo tiempo que Santiago, la cara chorreando agua y los ojos entornados bajo la luz cegadora que no los perdía un instante, tocaba la palanca del trim power y giraba de golpe el volante de la Phantom, entre una racha de aguaje que los envolvió en su nube luminosa y blanca, eludiendo el peligro antes de acelerar y volver a rumbo, cincuenta nudos, agua llana, otra vez por dentro de la rompiente y en la mínima sonda. En ese momento Teresa miró hacía atrás y vio que la piedra no era la pinche piedra; que se trataba de un bote fondeado que en la oscuridad se le parecía, y que la piedra de León todavía estaba delante, aguardándolos. De modo que abrió la boca para gritarle a Santiago que la de atrás no era, cuidado, aún la tenemos a proa, cuando vio que el helicóptero apagaba el foco y ascendía bruscamente, y que la Hachejota se separaba con una violenta guiñada mar adentro. También se vio a sí misma como desde afuera, muy quieta y muy sola en aquella lancha, igual que si todos estuvieran a punto de abandonarla en un lugar húmedo y oscuro. Sintió un miedo intenso, familiar, porque había reconocido La Situación. Y el mundo estalló en pedazos.

7. Me marcaron con el Siete

Y al mismo tiempo, Dantés se sintió lanzado al vacío, cruzando el aire como un pájaro herido, cayendo siempre con un terror que le helaba el corazón... Teresa Mendoza leyó de nuevo aquellas líneas y quedó suspensa un instante, el libro abierto sobre las rodillas, mirando el patio de la prisión. Todavía era invierno, y el rectángulo de luz que se movía en dirección opuesta al sol calentaba sus huesos a medio soldar bajo el yeso del brazo derecho y el grueso jersey de lana que le había prestado Patricia O’Farrell. Se estaba bien allí en las últimas horas de la mañana, antes de que sonaran los timbres anunciando la comida. A su alrededor, medio centenar de mujeres charlaban en corros, sentadas como ella al sol, fumaban tumbadas de espaldas aprovechando para broncearse un poco, o paseaban en pequeños grupos de un lado a otro del patio, con la forma de caminar característica de las reclusas obligadas a moverse en los límites del recinto: doscientos treinta pasos para un lado y vuelta a empezar, uno, dos, tres, cuatro y todos los demás, media vuelta al llegar al muro coronado por una garita y alambradas que las separaba del módulo destinado a los hombres, doscientos veintiocho, doscientos veintinueve, doscientos treinta pasos justos hacia la cancha de baloncesto, otros doscientos treinta de regreso al muro, y así ocho o diez veces, o veinte veces cada día. Después de dos meses en El Puerto de Santa María, Teresa se había familiarizado con esos paseos cotidianos, llegando ella también, sin apenas darse cuenta, a adoptar aquel modo de caminar con un leve balanceo elástico y rápido, propio de las reclusas veteranas, tan apresurado y directo como si de veras se dirigiesen a alguna parte. Fue Patricia O’Farrell quien se lo hizo notar a las pocas semanas. Deberías verte, le dijo, ya tienes andares de presa. Teresa estaba convencida de que Patricia, que ahora se encontraba tumbada cerca de ella, las manos bajo la nuca, el pelo muy corto y dorado reluciendo al sol, nunca caminaría de ese modo ni aunque pasara en prisión veinte años más. En su sangre irlandesa y jerezana, pensó, había demasiada clase, demasiadas buenas costumbres, demasiada inteligencia.

–Dame un trujita –dijo Patricia.

Era perezosa y de caprichos según los días. Fumaba tabaco rubio emboquillado; pero con tal de no levantarse fumaría uno de los Bisonte sin filtro de su compañera, a menudo deshechos y vueltos a liar con unos granitos de hachís. Trujas, sin. Porros o canutos, con. Tabiros y carrujos, en sinaloense. Teresa eligió uno de la petaca que tenía en el suelo, mitad normales y mitad preparados, lo encendió, e inclinándose sobre el rostro de Patricia se lo puso en los labios. La vio sonreír antes de decir gracias y aspirar el humo sin mover las manos de la nuca, el cigarrillo colgando en su boca, los ojos cerrados bajo el sol que le hacía brillar el cabello y también el ligerísimo vello dorado de sus mejillas, junto a las leves arrugas que le bordeaban los ojos. Treinta y cuatro años, había dicho sin que nadie se lo preguntara, el primer día, en la celda –el chabolo, en la jerga carcelaria que Teresa ya dominaba que ambas compartían. Treinta y cuatro en el Deneí y nueve de condena en el expediente, de los que llevo cumplidos dos. Con redención de trabajo día por día, buen comportamiento, un tercio de la pena y toda la parafernalia, me quedan uno o dos más, como mucho. Entonces Teresa empezó a decirle quién era ella, me llamo tal e hice cual, pero la otra la había interrumpido, sé quién eres, bonita, aquí lo sabemos todo de todas muy pronto; de algunas incluso antes de que lleguen. Y te cuento. Hay tres tipos básicos: la broncas, la bollera y la pringada. Por nacionalidades, aparte las españolas, tenemos moras, rumanas, portuguesas, nigerianas con sida incluido –a ésas ni te acerques– que andan las pobres hechas polvo, un grupo de colombianas que campa a su aire, alguna francesa y un par de ucranianas que eran putas y se cargaron al chulo porque no les devolvía los pasaportes. En cuanto a las gitanas, no te metas con ellas: las jóvenes con pantalón de pitillo ajustado, melena suelta y tatuajes llevan las pastillas y el chocolate y lo demás, y son las más duras; las mayores, las Rosarios tetonas y gordas de moño y faldas largas que se comen sin rechistar las condenas de sus hombres –que deben seguir en la calle para mantener a la familia y vienen a buscarlas con el Mercedes cuando salen–, ésas son pacíficas; pero se protegen unas a otras. Excepto las gitanas entre ellas, las presas son por naturaleza insolidarias, y las que se juntan en grupos lo hacen por interés o por supervivencia, con las débiles buscando el amparo de las fuertes. Si quieres un consejo, no te relaciones mucho. Busca destinos buenos: gavetera, cocinas, economato, que además te hacen redimir pena; y no olvides usar chanclas en las duchas y evitar apoyar el chichi en los lavabos comunes del patio, porque puedes enganchar de todo. Nunca hables mal en voz alta de Camarón ni de Joaquín Sabina ni de Los Chunguitos ni de Miguel Bosé, ni pidas que cambien de canal durante las telenovelas, ni aceptes drogas sin averiguar antes qué te pedirán por ellas. Lo tuyo, si no das problemas y haces las cosas como se debe, es de un año aquí comiéndote el tarro, como todas, pensando en la familia, o en rehacer tu vida, o en el palo que vas a dar cuando salgas, o en echar un polvo: cada una es cada una.. Año y medio a lo sumo, con el papeleo y los informes de Instituciones Penitenciarias y de los psicólogos y de todos esos hijos de puta que nos abren las puertas o nos las cierran según la digestión que hayan hecho ese día, o según cómo les caigas o según lo que trinquen. Así que tómalo con calma, mantén esa cara de buena que tienes, dile a todo el mundo sí señor y sí señora, no me toques a mí los cojones y vamos a llevarnos bien. Mejicana. Espero que no te importe que te llamen Mejicana. Aquí todas tienen apodos: a unas les gustan y a otras no. Yo soy la Teniente O’Farrell. Y me gusta. A lo mejor un día dejo que me llames Pati.

–Pati.

–Qué.

–El libro está padrísimo.

–Ya te lo dije.

Seguía con los ojos cerrados, el cigarrillo humeándole en la boca, y el sol acentuaba pequeñas manchitas que, como pecas, tenía en el puente de la nariz. Había sido atractiva, y en cierto modo aún lo era. O tal vez más agradable que atractiva de verdad, con el pelo güero y el metro setenta y ocho, los ojos vivos que parecían reír todo el rato por dentro, cuando miraban. Una madre Miss España Cincuenta y Tantos, casada con el O’Farrell de la manzanilla y los caballos jerezanos que salía a veces en las fotos de las revistas: un viejo arrugado y elegante con barricas de vino y cabezas de toros detrás, en una casa con tapices, cuadros y muebles llenos de cerámicas y de libros. Había más hijos, pero Patricia era la oveja negra. Un asunto de drogas en la Costa del Sol, con mafias rusas y con muertos. A un novio de tres o cuatro apellidos le dieron piso a puros plomazos, y ella salió por los pelos, con dos tiros que la tuvieron mes y medio en la UCI. Teresa había visto las cicatrices en las duchas y cuando Patricia se desnudaba en el chabolo: dos estrellitas de piel arrugada en la espalda, junto al omoplato izquierdo, a un palmo de distancia una de otra. La marca de salida de una de ellas era otra cicatriz algo más grande, por delante y bajo la clavícula. La segunda bala se la habían sacado en el quirófano, aplastada contra el hueso. Munición blindada, fue el comentario de Patricia la primera vez que Teresa se la quedó mirando. Si llega a ser plomo dum–dum no lo cuento. Y luego zanjó el asunto con una mueca silenciosa y divertida. En los días húmedos se resentía de aquella segunda herida, igual que a Teresa le dolía la fractura fresca del brazo enyesado.

–¿Qué tal Edmundo Dantés?

Edmundo Dantés soy yo, respondió Teresa casi en serio, y vio cómo las arrugas en torno a los ojos de Patricia se acentuaban y el cigarrillo le temblaba con una sonrisa. Y yo, dijo la otra. Y todas ésas, añadió señalando el patio sin abrir los ojos. Inocentes y vírgenes y soñando con un tesoro que nos aguarda al salir de aquí.

–Se murió el abate Faria –comentó Teresa, mirando las páginas abiertas del libro–. Pobre viejito. –Ya ves. A veces unos tienen que palmar para que otros vivan.

Junto a ellas pasaron unas reclusas haciendo los doscientos treinta pasos en dirección al muro. Eran raza pesada, la media docena del grupo de Trini Sánchez, también conocida por Makoki III: morena y pequeña, masculina, agresiva, tatuada, puro artículo 10 y habitual de la cangreja, catorce años por intercambio de puñaladas con una novia a causa de medio gramo de caballo. A ésas les gusta la tortilla de patatas, advirtió Patricia la primera vez que se cruzaron con ellas en el pasillo del módulo, cuando Trini dijo algo que Teresa no pudo oír y las otras rieron a coro, compartiendo códigos. Pero no te preocupes, Mejicanita. Sólo te comerán el coño si te dejas. Teresa no se había dejado, y tras algunos avances tácticos en las duchas, en los servicios y en el patio, incluido un intento de aproximación social a base de sonrisas y cigarrillos y leche condensada en una mesa de los comedores, cada mochuelo revoloteó en torno a su propio olivo. Ahora; Makoki III y sus chicas miraban a Teresa de lejos, sin complicarle la vida. A fin de cuentas, su compañera de chabolo era la Teniente O’Farrell. Y con eso, se decía, la Mejicana iba servida.

–Adiós, Teniente.

–Adiós, perras.

Patricia ni había abierto los ojos. Seguía con las manos cruzadas tras la nuca. Las otras se rieron con alboroto y un par de groserías bienhumoradas, y siguieron recorriendo el patio. Teresa las miró alejarse y luego observó a su compañera. Había tardado poco en comprobar que Patricia O’Farrell gozaba de privilegios entre las reclusas: manejaba dinero que superaba la cantidad legal del peculio disponible, recibía cosas de afuera, y allí eso permitía tener a la gente dispuesta en tu favor. Hasta las boquis, las funcionarias, la trataban con más miramientos que al resto. Pero había en ella, además, cierta autoridad que nada tenía que ver con eso. Por una parte era una morra con cultura, lo que marcaba una importante diferencia en un lugar donde muy pocas internas tenían más allá de estudios primarios. Se expresaba bien, leía libros, conocía a gente de cierto nivel, y no era extraño que las reclusas acudieran a ella en busca de ayuda para redactar solicitudes de permisos, grados, recursos y otros documentos oficiales propios del abogado que ni tenían –los de oficio se esfumaban cuando la condena era firme, y algunos antes–.ni podían pagarse. También conseguía droga, desde pastillas de todos los colores a perico y chocolate, y nunca le faltaba papel de liar o papel albal para que las colegas se hicieran un chino en condiciones. Además, no era de las que se dejaban ganar el jalón. Contaban que, recién ingresada en El Puerto, una presa veterana había intentado molestarla, que la O’Farrell soportó la provocación sin abrir la boca, y que a la mañana siguiente, desnudas en las duchas, le madrugó a la jaina aquella poniéndole en el cuello un pincho hecho con el junquillo del marco de una manguera contraincendios. Nunca más, cariño, fueron las palabras, mirándose muy de cerca, con el agua de la ducha que les cala por encima y las demás reclusas haciendo corro igual que para ver la tele, aunque luego todas juraron por sus mulés, o sea, sus muertos más frescos, no haber visto nada. Y la provocadora, una Kie con fama de brava a la que apodaban la Valenciana, estuvo completamente de acuerdo al respecto.

La Teniente O’Farrell. Teresa comprobó que Patricía había abierto los ojos y la miraba, y apartó despacio la vista para que la otra no penetrase sus pensamientos. A menudo las más jóvenes e indefensas compraban la protección de una Kie respetada o peligrosa –que venía a ser lo mismo–, a cambio de favores que en aquel encierro sin hombres incluían los obvios. Patricia nunca le planteó nada al respecto; pero a veces Teresa la sorprendía observándola de ese modo fijo y un poco reflexivo, como si en realidad la mirase a ella pero estuviera pensando en otra cosa. Se había sentido contemplada así al llegar a El Puerto, ruido de cerrojos y barrotes y puertas, clang, clang, eco de pasos y la voz impersonal de las boquis, y aquel olor a mujeres encerradas, ropa sucia como para saltarse la barda, colchones mal ventilados, comida rancia, sudor y lejía, mientras se desnudaba las primeras noches o al sentarse en el tigre para hacer sus necesidades, bien violenta al principio por aquella falta de intimidad hasta que se hizo costumbre, las pantaletas y los liváis bajados hasta los tobillos, y Patricia la miraba desde su catre sin decir nada, puesto boca abajo sobre el estómago el libro que estuviera leyendo –tenía un estante lleno–, estudiándola todo el tiempo de la cabeza a los pies durante días, y semanas, y todavía continuaba así de vez en cuando, igual que ahora había abierto los ojos y la miraba después de que pasaran cerca las chicas de Trini Sánchez, alias Makoki III.

Volvió al libro. A Edmundo Dantés acababan de tirarlo por un acantilado dentro de un saco y con una bala de cañón a los pies como lastre, creyendo habérselas con el cuerpo difunto del abate viejito. El cementerio del castillo de If era el mar... leyó, ávida. Espero que salga de ésta, se dijo pasando con rapidez a la siguiente página y al siguiente capítulo: Dantés, sobrecogido, casi sofocado, tuvo con todo suficiente serenidad para contener la respiración... Híjole. Ojalá consiga salir a flote, y volver a Marsella para recuperar su barco y vengarse de los tres hijos de la chingada, carnales suyos decían ser los malnacidos, que nomás se lo vendieron de una manera tan cabrona. Teresa nunca había imaginado que un libro absorbiera la atención hasta el punto de estar deseando quedarse tranquila y seguir justo donde lo acababa de dejar, con una señalita puesta para no perder la página. Patricia le proporcionó aquél después de hablar mucho de ello, admirada Teresa de verla tanto tiempo quieta mirando las páginas de sus libros; de que se metiera todo eso en la cabeza y prefiriese aquello a las telenovelas –a ella le encantaban las series mejicanas, que traían acento de su tierra– y las películas y los concursos que las otras reclusas se agolpaban a ver en la sala de la televisión. Los libros son puertas que te llevan a la calle, decía Patricia. Con ellos aprendes, te educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por mil. A ver quién te da más por menos, Mejicanita. Y también sirven para tener a raya muchas cosas malas: fantasmas, soledades y mierdas así. A veces me pregunto cómo conseguís montároslo las que no leéis. Pero nunca dijo deberías leer alguno, o mira éste o aquel otro; esperó a que Teresa se decidiera ella sola, después de sorprenderla varias veces curioseando entre los veinte o treinta libros que renovaba de vez en cuando, ejemplares de la biblioteca de la prisión y otros que le mandaba algún familiar o amigo de afuera o encargaba a compañeras con permisos de tercer grado. Por fin, un día, Teresa dijo me gustaría leer uno porque nunca lo hice. Tenía en las manos aquel titulado Suave es la noche o algo parecido, que llamaba su atención porque sonaba así como requeterromántico, y además traía una linda estampa en la portada de una chava elegante y delgada con sombrero, muy en plan fresita estilo años veinte. Pero Patricia movió la cabeza y se lo tomó de las manos y dijo espera, cada cosa a su tiempo, antes debes leer otro que te gustará más. De modo que al día siguiente fueron a la biblioteca de la prisión y le pidieron a Marcela Conejo, la encargada –Conejo era su apodo: le puso a su suegra lejía de esa marca en la botella de vino–, el libro que ahora Teresa tenía en las manos. Habla de un preso como nosotras, explicó Patricia cuando la vio preocupada por tener que leerse algo tan gordo. Y fíjate: colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa, México. Vino de allá, como tú. Estáis predestinados el uno al otro.

Había una pequeña reyerta al extremo del patio. Moras y gitanas jóvenes a la greña, madreándose a gusto. Desde allí podía verse una ventana enrejada del módulo de hombres, donde los reclusos varones acostumbraban a cambiar mensajes a gritos y señas con sus amigas o compañeras. Más de un idilio carcelario se cocía en aquel rincón –un preso que realizaba trabajos de albañilería consiguió preñar a una reclusa en los tres minutos que tardaron los funcionarios en descubrirlos–, y el sitio era frecuentado por las mujeres con intereses masculinos al otro lado del muro y la alambrada. Ahora tres o cuatro presas discutían y llegaban a las manos, bien picudas, por celos o por disputarse el mejor lugar del improvisado observatorio, mientras el guardia civil de la garita de arriba se inclinaba sobre el muro a echar un vistazo. Teresa había comprobado que, en prisión, las rucas tenían más redaños que algunos hombres. Iban maquilladas, se arreglaban con las colegas que eran peluqueras, y gustaban de lucir sus joyas, sobre todo las que iban a misa los domingos –Teresa, sin reflexionar sobre ello, dejó de hacerlo tras la muerte de Santiago Fisterra– y las que tenían destinos en las cocinas o en zonas donde era posible algún contacto con hombres. Eso también daba ocasión a celos, sirlas y ajustes de cuentas. Había visto a mujeres dar palizas increíbles a otras mujeres por una discusión, por un cigarrillo, por un bocata de tortilla a la francesa –los huevos no estaban incluidos en el menú, y podían darse puñaladas por uno–, por una mala palabra o un qué pasó, con puñetazos de verdad y patadas que dejaban a la víctima sangrando por la nariz y las orejas. Los robos de droga o de comida también eran motivo de bronca: latas de conservas, perico o pastillas sustraídas de los chabolos a la hora del desayuno, cuando las celdas quedaban abiertas. O incumplimiento de los códigos no escritos que regían la vida allí. Hacía un mes que una chota que limpiaba la garita de las funcionarias, y aprovechaba para dar pequeños pitazos de las compañeras, se había ganado una madriza de muerte en el tigre del patio cuando entraba a mear, apenas levantada la falda: cuatro reclusas ocupándose y las demás tapando la puerta, y luego todas sordas y ciegas y mudas, y la chusquela todavía estaba en el hospital de la prisión, la mandíbula sujeta con alambres y varias costillas rotas.

Seguía la bronca al extremo del patio. Tras la reja, los batos del módulo de hombres animaban a las contendientes; y la jefe de servicio y otras dos boquis cruzaban el patio a la carrera para resolver el asunto. Tras dedicarles un vistazo distraído, Teresa volvió junto a Edmundo Dantés, de quien andaba enamorada hasta las trancas. Y mientras pasaba las páginas –el fugitivo acababa de ser rescatado del mar por unos pescadores– sentía fijos en ella los ojos de Patricia O’Farrell, mirándola del mismo modo que aquella otra mujer a la que tantas veces había sorprendido acechándola desde las sombras y desde los espejos.

La despertó la lluvia en la ventana y abrió los ojos aterrada en el alba gris, porque creía hallarse de vuelta en el mar, junto a la piedra de León, en el centro de una esfera negra, cayendo hacia lo profundo del mismo modo que Edmundo Dantés en la mortaja del abate Faria. Después de la piedra y el impacto y la noche, los días siguientes a su despertar en el hospital con un brazo entablillado hasta el hombro, el cuerpo lleno de contusiones y arañazos, había ido reconstruyendo poco a poco –comentarios de médicos y enfermeras, la visita de dos policías y una asistente social, el flash de una foto, los dedos manchados de tinta tras una impresión digital– los pormenores de lo ocurrido. Sin embargo, cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Santiago Fisterra ponía la mente en blanco. Todo aquel tiempo, los sedantes y su propio estado de ánimo la mantuvieron en un estado de duermevela que rechazaba cualquier reflexión. Ni un momento durante los primeros cuatro o cinco días quiso pensar en Santiago; y cuando el recuerdo acudía a su mente, lo alejaba sumiéndose en aquel sopor que tenía mucho de voluntario. Todavía no, murmuraba en sus adentros. Mas vale que todavía no. Hasta que una mañana, al abrir los ojos, vio sentado a Óscar Lobato, el periodista del Diario de Cádiz que era amigo de Santiago. Y junto a la puerta, de pie y apoyado en la pared, a otro hombre cuyo rostro le resultaba vagamente conocido. Fue entonces, mientras éste escuchaba sin decir palabra –al principio lo tomó por un policía–, cuando ella aceptó de boca de Lobato lo que de muchos modos ya sabía o adivinaba: que aquella noche la Phantom se había estrellado a cincuenta nudos contra la piedra, destrozándose, y que Santiago murió allí mismo mientras Teresa salía proyectada entre los fragmentos de la planeadora, rompiéndose el brazo derecho al golpear contra la superficie del agua y hundiéndose cinco metros hasta el fondo.

Cómo salí, quiso saber ella. Y su voz sonaba extraña, igual que si hubiera dejado de ser suya. Lobato sonreía de una manera que le dulcificaba mucho los rasgos endurecidos, las marcas de la cara y la expresión viva de los ojos al volverlos hacia el hombre que estaba apoyado en la pared sin abrir la boca, mirando a Teresa con curiosidad y casi con timidez, como si no se atreviera a acercarse –Te sacó él.

Entonces Lobato le contó lo ocurrido después que ella quedara inconsciente. Que tras el impacto flotó un momento antes de hundirse alumbrada por el foco que el helicóptero había vuelto a encender. Que el piloto pasó los mandos a su compañero para tirarse al mar desde tres metros de altura, y en el agua se quitó el casco y el chaleco autoinflable para bucear hasta el fondo donde ella se estaba ahogando. Luego la llevó a la superficie, entre la espuma que levantaban las aspas del rotor, y de ahí a la playa, al tiempo que la Hachejota buscaba lo que había quedado de Santiago Fisterra –los trozos más grandes de la Phantom no alcanzaban cuatro palmos– y las luces de una ambulancia se acercaban por la carretera. Y mientras Lobato refería todo eso, Teresa miraba el rostro del hombre apoyado en la pared, que seguía allí sin pronunciar palabra ni asentir ni nada, como si lo que contaba el periodista le hubiera pasado a otro. Y al fin reconoció a uno de los aduaneros que había visto en la tasca de Kuki, aquella noche en que los contrabandistas llanitos celebraban un cumpleaños. Quiso acompañarme para verte la cara, explicó Lobato. Y también ella le miraba la cara al otro, el piloto del helicóptero de Aduanas que había matado a Santiago y la había salvado a ella. Pensando: debo recordar a ese hombre mas tarde, cuando decida si al encontrármelo de nuevo he de procurar matarlo a mi vez, si puedo, o decir estamos en paz, cabrón, encoger los hombros y ahí nos vemos. Preguntó al fin por Santiago, sobre el paradero de su cuerpo; y el de la pared apartó la mirada, y Lobato torció la boca con pesadumbre al decir que el féretro iba camino de O Grove, su pueblo gallego. Un buen chaval, añadió con cara de circunstancias; y Teresa pensó que quizás era sincero, que lo había tratado y pisteado con él, y que tal vez lo apreciaba de veras. Fue entonces cuando empezó a llorar mansa y silenciosamente, porque ahora sí pensaba en Santiago muerto, y veía su rostro inmóvil con los ojos cerrados, como cuando dormía con la cara pegada a su hombro. Y razonó: qué voy a hacer ahora con el pinche barquito de vela que está sobre la mesa en la casa de Palmones, a medio hacer, y ya no lo terminará nadie. Y supo que estaba sola por segunda vez, y que en cierta forma era para siempre.

–Fue O’Farrell quien de verdad le cambió la vida –repitió María Tejada.

Había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos contándome cómo y por qué. Al cabo fue a la cocina, volvió con dos vasos de infusión de hierbas, y se bebió una mientras yo revisaba las notas y digería la historia. La antigua asistente social de la prisión de El Puerto de Santa María era una mujer rechoncha, vivaracha, con el pelo largo y lleno de canas que no se teñía, mirada bondadosa y boca firme. Llevaba gafas redondas de montura metálica y anillos de oro en varios dedos de las manos: lo menos diez, conté. También le calculé unos sesenta años. Durante treinta y cinco había trabajado para Instituciones Penitenciarias en las provincias de Cádiz y Málaga. No fue fácil dar con ella, pues estaba jubilada desde hacía poco; pero Óscar Lobato averiguó su paradero. Las recuerdo bien a las dos, dijo ella cuando planteé el asunto por teléfono. Venga a Granada y hablaremos. Me recibió en chándal y zapatillas en la terraza de su piso de la parte baja del Albaicín, con toda la ciudad y la vega del Genil a un lado y al otro la Alhambra encaramada entre árboles, dorada y ocre bajo el sol de la mañana. Una casa con mucha luz y gatos por todas partes: sobre el sofá, en el pasillo, en la terraza. Al menos media docena de gatos vivos –olía a diablos, pese a las ventanas abiertas– y una veintena más en cuadros, en figuritas de porcelana, en tallas de madera. Hasta había alfombras y cojines bordados con gatos, y entre la ropa puesta a secar en la terraza colgaba una toalla con el gato Silvestre. Y mientras yo releía las notas y saboreaba la infusión, un minino atigrado me observaba desde lo alto de la cómoda, como si me conociera de antes, y otro gordo y gris se aproximaba sobre la alfombra con maneras de cazador, cual si los cordones de mis zapatos fuesen presa legítima. El resto andaba repartido por la casa en diversas posturas y actitudes. Detesto a esos bichos demasiado silenciosos y demasiado inteligentes para mi gusto –no hay nada como la estólida lealtad de un perro estúpido–; pero hice de tripas corazón. El trabajo es el trabajo.

–O’Farrell le hizo ver cosas de sí misma –decía mi anfitriona– que ni imaginaba que existieran. Y hasta empezó a educarla un poquito, ¿no?... A su manera.

Tenía sobre la mesa de tresillo un montón de cuadernos donde había ido anotando durante años las incidencias de su trabajo. Los revisé antes de que usted llegara, dijo.

Para refrescar. Luego me mostró algunas páginas escritas con caligrafía redonda y apretada: fichas individuales, fechas, visitas, entrevistas. Algunos párrafos estaban subrayados. Seguimiento, explicó. Lo mío era evaluar su grado de integración, ayudarlas a buscar algo para después. Allí dentro hay mujeres que pasan el día mano sobre mano y otras que prefieren hacer cosas. Yo facilitaba los medios. Teresa Mendoza Chávez y Patricia O'Farrell Meca. Clasificadas como Fies: Fichero de internas de especial seguimiento. En su momento dieron mucho que hablar aquellas dos.

–Fueron amantes?

Cerró los cuadernos dirigiéndome una mirada larga, evaluativa. Sin duda consideraba si aquella pregunta respondía a curiosidad malsana o a interés profesional.

–No lo sé –respondió al fin–. Entre las chicas se rumoreaba, dato. Pero esas cosas se rumorean siempre. O'Farrell era bisexual. Eso como mínimo, ¿no?... Y la verdad es que había mantenido relaciones con algunas reclusas antes de la llegada de Mendoza; pero respecto a ellas dos, nada puedo decirle con seguridad.

Después de mordisquearme los cordones de los zapatos, el gato gordo y gris se frotaba contra mis pantalones, llenándolos de pelos felinos. Mordí el extremo del bolígrafo, estoico.

–¿Cuánto tiempo pasaron juntas?

–Un año como compañeras de celda, y luego salieron con diferencia de pocos meses... Tuve ocasión de tratar a las dos: callada y casi tímida Mendoza, muy observadora, muy prudente, con aquel acento mejicano que; la hacía parecer tan mansa y correcta... Quién lo hubiera dicho luego, ¿no?... O'Farrell era el polo opuesto: amoral, desinhibida, siempre con una actitud entre superior y frívola. De mucho mundo. Una aristócrata golfa que condescendiera a tratar con el pueblo. Sabía utilizar el dinero, que en la cárcel pesaba mucho. Comportamiento irreprochable, el suyo. Ni una sanción en los tres años y medio que pasó dentro, fíjese, a pesar de que adquiría y consumía estupefacientes... Ya le digo que era demasiado lista para buscarse problemas. Parecía considerar su estancia en prisión como unas vacaciones inevitables, y esperaba a que pasaran sin hacerse mala sangre.

El gato que se frotaba contra mis pantalones enganchó las uñas en un calcetín, así que lo alejé con un puntapié discreto que me valió un breve silencio censor de mi interlocutora. De cualquier modo –prosiguió tras la incómoda pausa, llamando al gato sobre sus rodillas, ven aquí, Anubis, precioso–, O'Farrell era una mujer hecha, con personalidad; y la recién llegada resultó muy influenciada por ella: buena familia, dinero, apellido, una cultura... Gracias a su compañera de celda, Mendoza descubrió la utilidad de la instrucción. Ésa fue la parte positiva del influjo; le inspiró deseos de superarse, de cambiar. Leyó, estudió. Descubrió que no hace falta depender de un hombre. Tenía facilidad para las matemáticas y el cálculo, y encontró oportunidad para desarrollarlas en los programas de educación para reclusas, que entonces permitían redimir día por día de condena. En sólo un año se graduó en un curso de matemáticas elementales, en otro de lengua y ortografía, y mejoró mucho en inglés. Se convirtió en lectora voraz, y al final lo mismo la encontrabas con una novela de Agatha Christie que con un libro de viajes o de divulgación científica. Y fue O'Farrell quien la animó a todo eso. El abogado de Mendoza era un gibraltareño que la dejó tirada a poco de ingresar en prisión; y por lo visto también se quedó con el dinero, que no sé si era mucho o poco. En El Puerto de Santa María no tuvo ningún vis a vis –algunas reclusas conseguían falsos certificados de convivencia para ser visitadas por hombres–, ni nadie fue a verla. Estaba completamente sola. Así que O'Farrell le hizo todos los recursos y papeleo para que consiguiera la libertad condicional y el tercer grado. Tratándose de otra persona, todo eso habría facilitado quizás una reinserción. Al salir en libertad, Mendoza pudo haber encontrado un trabajo decente: aprendía rápido, tenía instinto, una cabeza serena y un coeficiente de inteligencia alto –la asistente social había vuelto a consultar sus cuadernos–, que rebasaba con creces el 130. Lamentablemente, su amiga O'Farrell estaba demasiado encanallada. Ciertos gustos, ciertas amistades. Ya sabe –me miraba como si dudara que yo lo supiera–. Ciertos vicios. Entre mujeres, prosiguió, determinadas influencias o relaciones son más fuertes que entre los hombres. Y luego estaba aquello que se dijo: la historia de la cocaína perdida y lo demás. Aunque en la cárcel –el tal Anubis ronroneaba mientras su dueña le pasaba la mano por el lomo– siempre corren historias de ésas a cientos. Así que nadie creyó que fuera verdad. Absolutamente nadie, insistió tras un silencio pensativo, sin dejar de acariciar al gato. Aun ahora, transcurridos nueve años y pese a cuanto se había publicado al respecto, la asistente social seguía convencida de que lo de la cocaína se trataba de una leyenda.

–Pero ya ve lo que son las cosas. Primero fue O'Farrell quien cambió a la Mejicana; y luego, según dicen, ésta se adueñó por completo de la vida de la otra. ¿No?... Como para fiarse de las mosquitas muertas.

En cuanto a mi, siempre tendré presente al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda, estoy seguro de reconocer en él a Selim...

El día que cumplió veinticinco años –le habían quitado la última escayola del brazo una semana atrás–, Teresa puso una marca en la página 579 de aquel libro que la tenía fascinada; nunca antes pensó que una misma pudiera proyectarse con tal intensidad en lo que leía, de forma que lector y protagonista fuesen uno solo. Y Pati O'Farrell tenía razón: más que el cine o la tele, las novelas permitían vivir cosas para las que no bastaba una sola vida. Ésa era la extraña magia que la mantenía atada a aquel volumen cuyas páginas empezaban a descoserse de puro viejas, y que Pati hizo arreglar tras cinco días de impaciente espera por parte de Teresa, interrumpida la lectura en el capítulo XXVII –Las catacumbas de San Sebastián– porque, según dijo Pati, no se trata sólo de leer libros, Mejicana, sino del placer físico y el consuelo interior que da tenerlos en las manos. Así que para intensificar ese placer y ese consuelo, Pati fue con el libro al taller de encuadernación para internas, y allí encargó que descosieran los cuadernillos de papel para volver a coserlos con cuidado, y luego encuadernarlos de nuevo con cartón, engrudo y papel decorado para las guardas interiores, y una linda cubierta de piel marrón con letras doradas en el lomo donde podía leerse: Alejandro Dumas; y debajo: El conde de Montecristo. Y abajo del todo, con letritas también doradas y más pequeñas, las iniciales T. M. C. del nombre y apellidos de Teresa.