174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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–Yo tengo contactos. Sé qué hacer después. Teresa seguía negándose a pensar. Es importante, se dijo. Temía ver ante ella, si imaginaba demasiado, de nuevo el mar oscuro, el faro centelleando en la distancia. O tal vez lo que temía era ver de nuevo la piedra negra donde se mató Santiago, que a ella le había costado año y medio de vida y libertad. Por eso necesitaba esperar a que amaneciera y analizarlo con la luz gris del alba, cuando tuviese miedo. Aquella noche todo parecía engañosamente fácil.

–Es peligroso ir allá –decirlo fue inesperado para ella misma–. Además, si se enteran los dueños...

–Ya no hay dueños. Ha pasado mucho tiempo. Nadie se acuerda.

–De esas cosas se acuerdan siempre.

–Bueno –Pati anduvo unos pasos en silencio–. Entonces negociaremos con quien haga falta.

Cosas increíbles, había dicho antes. Era la primera vez que le oía algo que sonara tanto a respeto, o a elogio, en relación con ella. Callada y leal, sí; pero nunca algo como aquello. Cosas increíbles. Decirlo tan de igual a igual. La suya era una amistad hecha de sobreentendidos que rara vez llegaban a esa clase de comentarios. No me transa, aventuró. Me late que es sincera. Sería capaz de manipularme, pero éste no es el caso. Me conoce y la conozco. Las dos sabemos que la otra sabe.

–¿Y qué gano yo?

–La mitad. Salvo que prefieras seguir hecha una paria en el chiringuito.

Revivió de un tajo doloroso el calor, la camiseta empapada, la mirada suspicaz de Tony al otro lado de la barra, su propia fatiga animal. Las voces de los bañistas, el olor a cuerpos embadurnados en aceites y cremas. Todo eso estaba a cuatro horas de autobús de aquel paseo bajo las estrellas. Interrumpió sus reflexiones un rumor entre unas ramas próximas. Un aleteo que la sobresaltó. Es un búho, dijo Pati. Hay muchos búhos por aquí. Cazan de noche.

–Lo mismo el clavo ya no sigue allí –dijo Teresa. Y sin embargo, pensaba al fin. Y sin embargo.

9. También las mujeres pueden

Había llovido toda la mañana en rachas densas que cribaban de salpicaduras la marejada, con las ráfagas más fuertes borrando a intervalos la silueta gris del cabo Trafalgar, mientras ellas fumaban en la playa, dentro del Land Rover, la neumática y el motor fuera borda en el remolque, oyendo música, viendo resbalar el agua por el parabrisas y pasar las horas en el reloj del salpicadero: Patricia O'Farrell en el asiento del conductor, Teresa en el otro, con bocadillos, un termo de café, botellas de agua, paquetes de tabaco, cuadernos con croquis y una. carta náutica de la zona, la más detallada que Teresa pudo encontrar. Ahora el cielo continuaba sucio –coletazos de una primavera que se resistía al verano– y las nubes bajas seguían moviéndose hacia levante; pero el mar, una superficie ondulante y plomiza, estaba más tranquilo, y sólo rompía en rasgaduras blancas a lo largo de la costa.

Ya podemos ir –dijo Teresa.

Salieron, estirando los músculos entumecidos mientras caminaban sobre la arena mojada, y luego abrieron la trasera del Land Rover y sacaron los trajes de buceo. Persistía una llovizna leve, intermitente, y a Teresa se le erizó la piel al desnudarse. Hacía, pensó, un frío de la chingada. Se puso los ajustados pantalones de neopreno sobre el bañador, y después cerró la cremallera de la chaquetilla sin cubrirse con la capucha, recogido el pelo en cola de caballo con un elástico. Dos tipas haciendo pesca submarina con este tiempo, se dijo. No mames. Espero que si algún pendejo anda remojándose por aquí, se trague la bola completa.

–¿Estás lista?

Vio que su amiga asentía sin perder de vista la enorme extensión gris que ondulaba ante ellas. Pati no estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones, pero lo encajaba todo con razonable serenidad: ni charla superflua, ni nervios. Sólo parecía preocupada, aunque Teresa no estaba segura de si era por lo que llevaban entre manos –algo para inquietar a cualquiera–, o por la novedad de aventurarse en aquel mar de aspecto poco tranquilizador. Se advertía en los muchos cigarrillos fumados durante la espera; uno tras otro –tenía uno en la boca, húmedo de llovizna, que le hacía entornar los ojos mientras enfundaba las piernas en el pantalón de buceo–, y en el pericazo justo antes de abandonar la cabina, ritual preciso, billete nuevo enrollado y dos culebrillas sobre la carpeta de plástico de la documentación del vehículo. Pero Teresa no quiso acompañarla esta vez. Era otro tipo de lucidez la que necesitaba, pensó mientras terminaba de equiparse, revisando mentalmente la carta náutica que, de tanto mirarla, tenía impresa en la cabeza: la línea de la costa, la curva hacia el sur en dirección a Barbate, la orilla escarpada y rocosa al final de la playa limpia. Y allí, no indicadas en la carta pero señaladas con precisión por Pati, las dos cuevas grandes y la cueva chica oculta entre ambas, inaccesible desde tierra y apenas visible desde el mar: las cuevas de los Marrajos:

Vámonos –dijo–. Quedan cuatro horas de luz. Pusieron las mochilas y los arpones submarinos en la neumática, para cubrir las apariencias, y luego de soltar las cinchas del remolque la arrastraron hasta la orilla. Era una Zodiac de goma gris, de nueve pies de eslora. El depósito del motor, un Mercury de 15 caballos, estaba lleno de gasolina y listo, revisado por Teresa el día anterior, como en los viejos tiempos. Lo encajaron en el espejo de popa apretando bien las palometas. Todo en orden, la cola de la hélice arriba. Después, una a cada lado, tirando de las guirnaldas, llevaron la lancha al mar.

Hundida en el agua fría hasta la cintura, mientras empujaba la neumática fuera de la rompiente de la orilla, Teresa se esforzaba en no pensar. Quería que sus recuerdos fuesen experiencia útil y no lastre de un pasado del que sólo necesitaba retener los conocimientos técnicos imprescindibles. Lo demás, imágenes, sentimientos, ausencias, era algo que no podía permitirse ahora. Un lujo excesivo. Quizá mortal.

Pati la ayudó a subir a bordo, chapoteando para trepar sobre el costado de goma. El mar empujaba la neumática hacia la playa. Teresa encendió el motor a la primera, con un tirón seco y rápido del cordón de arranque. El ruido de los quince caballos le alegró el corazón. Otra vez aquí, pensó. Para lo bueno y lo malo. Le dijo a su compañera que se pusiera a proa para equilibrar pesos, y ella se acomodó junto al motor, gobernando la lancha lejos de la orilla y después en dirección a las rocas negras, al extremo de la arena que clareaba en la luz gris. La Zodiac se portaba bien. Gobernó como le había enseñado Santiago, esquivando las crestas, amura al mar y deslizándose luego de banda por la otra cara en los senos de la marejada. Gozándolo. Chale, que incluso así el mar seguía siendo hermoso, con lo retorcido y perrón que era. Aspiró con deleite el aire húmedo que traía espuma de sal, atardeceres cárdenos, estrellas, cazas nocturnas, luces en el horizonte, el perfil impasible de Santiago iluminado a contraluz por el foco del helicóptero, el ojo azul centelleante de la Hachejota, los pantocazos que retumbaban en los riñones sobre el agua negra. No, pues. Qué triste era todo, y qué hermoso a la vez. Ahora continuaba lloviznando fino, y las salpicaduras del mar venían a rachas. Observó a Pati, vestida con el neopreno azul que le moldeaba la figura, el pelo corto bajo la capucha dándole un aspecto masculino: miraba el mar y las rocas negras sin ocultar del todo su aprensión. Si tú supieras, carnalita, pensó Teresa. Si hubieras visto por estos rumbos cosas que yo vi. Pero la güera se comportaba. Quizá en aquel momento tuviese reparos, como cualquiera los tendría –recuperar la carga era la parte fácil del negocio–, de imaginar las consecuencias, si algo rodaba gacho. Habían hablado cien veces de esas consecuencias, incluida la posibilidad de que la media tonelada ya no se encontrara allí. Pero la Teniente O'Farrell tenía obsesiones y tenía agallas. Tal vez –era su faceta menos tranquilizadora– demasiadas agallas y demasiadas obsesiones. Y eso, meditó Teresa, no siempre casaba con la sangre fría que reclamaban tales transas. En la playa, mientras esperaban en la cabina del Land Rover, descubrió algo: Pati era una compañera, pero no una solución. Quedaba en todo aquello, acabara como acabase, un largo trecho que Teresa tendría que recorrer sola. Nadie iba a aliviarle pasitos del camino. Y poco a poco, sin que ella misma pudiera establecer cómo, la dependencia que había sentido hasta entonces, de todo y de todos, o más bien su creencia tenaz en esa dependencia –era cómoda de llevar, y al otro lado sólo creía encontrar la nada–, iba transformándose en una certeza que era al mismo tiempo de orfandad madura y de consuelo. Primero dentro de la cárcel, en los últimos meses, y quizá no fuesen ajenos a ello los libros leídos, las horas despierta esperando amaneceres, las reflexiones que la paz de aquel período puso en su cabeza. Luego salió al exterior, de nuevo al mundo y a la vida; y el tiempo transcurrido en lo que resultó ser sólo otra espera no hizo más que confirmar el proceso. Pero de nada fue consciente hasta la noche en que reencontró a Pati O'Farrell. Mientras caminaban a oscuras por los campos del cortijo jerezano y oía pronunciar a ésta la palabra futuro, Teresa vislumbró como un relámpago que tal vez Pati no era la más fuerte de las dos; como tampoco lo habían sido, siglos atrás y en otras vidas, el Güero Dávila y Santiago Fisterra. Podría suceder, concluyó, que la ambición, los proyectos, los sueños, incluso el valor, o la fe –hasta la fe en Dios, decidió con un estremecimiento–, en vez de dar fuerzas, te las quitaran. Porque la esperanza, incluso el mero deseo de sobrevivir, la volvían a una vulnerable, atada al posible dolor y a la derrota. Tal vez de ahí resultaba la diferencia entre unos seres humanos y otros, y ése era entonces su caso. Quizá Edmundo Dantés estaba equivocado, y la única solución era no confiar, y no esperar.

La cueva estaba oculta tras unas rocas desprendidas del acantilado. Habían hecho un reconocimiento por tierra cuatro días antes: desde diez metros más arriba, asomada en la cortadura, Teresa estudió y anotó cada piedra aprovechando que el día era claro, que el agua estaba limpia y tranquila para considerar el fondo, sus irregularidades y la forma de acercarse desde el mar sin que una arista afilada cortara la goma de la neumática. Y ahora estaban allí, balanceándose en la marejada mientras Teresa, con leves toques al gas del motor y movimientos en zigzag de la caña, procuraba mantenerse lejos de las piedras y buscaba el paso más seguro. Al fin comprendió que la Zodiac sólo podría meterse en la cueva con mar llana, de modo que puso rumbo a la oquedad grande de la izquierda. Y allí, bajo la bóveda, en un lugar donde el flujo y reflujo no las empujaba contra la pared escarpada, le dijo a Pati que dejase caer el rezón plegable atado al extremo de un cabo de diez metros. Después se echaron las dos al agua resbalando por los costados de la embarcación, y fueron con otro cabo hasta las piedras que la marejada descubría a cada movimiento. Llevaban a la espalda mochilas con bolsas herméticas, cuchillos, cuerdas y dos linternas estancas, y flotaban sin dificultad gracias a sus trajes de buceo. Al llegar, Teresa amarró el cabo en una piedra, le dijo a Pati que tuviera cuidado con las púas de los erizos, y de ese modo avanzaron despacio por la orilla rocosa, el agua entre el pecho y la cintura, de la cueva grande a la pequeña. A veces una rompiente las obligaba a agarrarse para no perder pie, y entonces se lastimaban las manos con las aristas o sentían rasgarse el neopreno en los codos y las rodillas. Era Teresa quien, tras echar un vistazo desde arriba, había insistido en llevar aquellos equipos. Nos quitarán el frío, dijo, y sin ellos el oleaje en las rocas nos haría filetes de res.

Aquí es –señaló Pati–. Tal como Jimmy contaba... El arco arriba, las tres piedras grandes y la chica. ¿Lo ves?... Hay que nadar un poco y luego haremos pie.

Su voz resonaba en la oquedad. Allí olía muy fuerte, a algas podridas, a piedra marina que las mareas y la marejada cubrían y descubrían continuamente. Dejaron la luz a sus espaldas, internándose en la penumbra. Dentro el agua estaba mas tranquila. El fondo aún se veía bien cuando dejaron de hacer pie y nadaron un poco. Casi al final encontraron algo de arena, piedras y madejas de algas muertas. Detrás estaba oscuro.

–Necesito un puto cigarrillo –murmuró Pati. Salieron del agua y buscaron tabaco en las bolsas impermeables de las mochilas. Después fumaron mirándose. El arco de claridad de la entrada se reflejaba en el agua intermedia y las iluminaba en penumbra gris. Mojadas, pelo húmedo, fatiga en las caras. Y ahora qué, parecían preguntarse en silencio.

–Espero que siga aquí –murmuró Pati.

Se quedaron un rato como estaban, apurando los cigarrillos. Si la media tonelada de cocaína se encontraba de veras a pocos pasos, nada en sus vidas iba a ser igual en cuanto recorrieran esa distancia. Las dos lo sabían.

–Órale. Estamos a tiempo, carnalita. A tiempo, ¿de qué?

Teresa sonrió, convirtiendo su pensamiento en una broma.

–Pues no sé. A lo mejor de no mirar.

Pati sonrió también, distante. La cabeza unos pasos más allá.

–No digas tonterías.

Teresa miró la mochila que tenía a los pies, y se agachó para revolver en ella. Se le había soltado la cola de caballo, y las puntas del pelo goteaban agua dentro. Sacó su linterna.

–¿Sabes una cosa? –dijo, comprobando la luz. –No. Dímela.

–Creo que hay sueños que matan –alumbraba alrededor, las paredes de piedra negra con pequeñas estalactitas en lo alto–... Más todavía que la gente, o la enfermedad, o el tiempo.

–¿Y?

–Y nada. Pensaba, nomas. Lo pensaba ahorita. La otra no la miró. Apenas prestaba atención. Había empuñado también una linterna y se volvía hacia las rocas del fondo, ocupada en sus propias reflexiones. –¿De qué coño estás hablando?

Una pregunta distraída, que no buscaba respuesta. Teresa no contestó. Se limitó a mirar a su amiga con atención, porque la voz, incluso considerando el efecto del eco bajo la roca, sonaba rara. Espero que no vaya a asesinarme por la espalda en la cueva del tesoro como los piratas de los libros, pensó, divertida sólo a medias. Pese a lo absurdo de la idea, se sorprendió mirando el tranquilizador mango del cuchillo de buzo que asomaba de su mochila abierta. Y bueno, se increpó. No te apendejes de puro pendeja. Anduvo reprochándose eso en los adentros mientras recogían el equipo, se echaban las mochilas a la espalda y caminaban precavidas, alumbrándose con las linternas entre las piedras y los algazos. El terreno ascendía en pendiente suave. Dos haces de luz iluminaron un recodo. Detrás había más piedras y algas secas: madejas muy espesas amontonadas ante una oquedad de la pared.

–Tendría que estar ahí –dijo Pati.

Híjole, advirtió Teresa, cayendo en la cuenta. Resulta que a la Teniente O'Farrellle tiembla la voz.

–La verdad –dijo Nino Juárez– es que le echaron cojones.

Nada en el antiguo comisario jefe del DOCS –grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol– delataba al policía. O al ex policía. Era menudo y casi frágil, con barbita rubia; vestía un traje gris sin duda muy caro, corbata y pañuelo de seda a juego asomando por el bolsillo de la chaqueta, y un Patek Philippe relucía en su muñeca izquierda bajo el puño de la camisa a rayas rosas y blancas, con llamativos gemelos de diseño. Parecía salido de las páginas de una revista de moda masculina, aunque en realidad venía de su despacho en la Gran Vía de Madrid. Saturnino G. Juárez, decía la tarjeta que yo llevaba en la cartera. Director de seguridad interior. Y en una esquina, el logotipo de una cadena de tiendas de moda de las que facturan cientos de millones en cada ejercicio anual. Las cosas de la vida, pensé. Después del escándalo que, unos años atrás, cuando era más conocido por Nino Juárez o comisario Juárez, le costó la carrera, allí estaba el hombre: repuesto, impecable, triunfador. Con ese Ge punto intercalado que le daba un toque respetable, y aspecto de salirle la pasta por las orejas, amén de renovadas influencias y mandando más que antes. A esa clase de individuos nunca los encontrabas en las colas del desempleo; sabían demasiado de la gente, y a veces más de lo que la gente sabía sobre ella misma. Los artículos aparecidos en la prensa, el expediente de Asuntos Internos, la resolución de la Dirección General de la Policía apartándolo del servicio, los cinco meses en la cárcel de Alcalá Meco, eran papel viejo. Qué suerte contar con amigos, concluí. Antiguos camaradas que devuelven favores, y también tener dinero o buenas relaciones para comprarlos. No hay mejor seguro contra el desempleo que llevar la lista de los esqueletos que cada cual guarda en su armario. Sobre todo si has sido tú quien ayudó a guardarlos.

–¿Por dónde empezamos? –preguntó, picoteando jamón del plato.

–Por el principio.

–Entonces vamos a tener una sobremesa larga. Estábamos en casa Lucio, en la Cava Baja, y lo cierto es que, aparte de la invitación a comer –huevos con patatas, solomillo, Viña Pedrosa del 96, yo pagaba la cuenta–, en cierto modo también había comprado su presencia allí. Lo hice a mi manera, recurriendo a las viejas tácticas. Tras su segunda negativa a hablar sobre Teresa Mendoza, antes de que diese orden a su secretaria de no pasarle más llamadas mías, planteé sin rodeos la papeleta. Con usted o sin usted, dije, la historia irá adelante. Así que puede elegir entre salir dentro en toda clase de posturas, incluida la foto de primera comunión, o quedarse fuera secándose el sudor de la frente con mucho alivio. Y qué más, dijo él. Ni un céntimo, respondí. Pero con mucho gusto le pago una comida y las que hagan falta. Usted gana un amigo, o casi, y yo se la debo. Nunca se sabe. Y ahora dígame cómo lo ve. Resultó ser lo bastante listo para verlo de inmediato, así que pactamos los términos: nada comprometedor en su boca, pocas fechas y detalles relacionados con él. Y allí estábamos. Siempre resulta fácil entenderse con un sinvergüenza. Lo difícil son los otros; pero de ésos hay menos.

–Lo de la media tonelada es cierto –confirmó Juárez–. Nieve de buena calidad, con muy poco corte. Trajinada por la mafia rusa, que por esa época empezaba a instalarse en la Costa del Sol y a mantener sus primeros contactos con los narcos de Sudamérica. Aquélla había sido la primera operación de importancia, y su fracaso bloqueó la conexión colombiana con Rusia durante algún tiempo... Todos daban por perdida la media tonelada, y los sudacas se carcajeaban de los ruskis por haberse cargado éstos al novio de la O'Farrelly a los dos socios sin hacerlos hablar primero... No monto más negocios con aficionados, cuentan que dijo Pablo Escobar al enterarse de los detalles. Y resulta que, de pronto, la Mejicana y la otra se sacaron los quinientos kilos de la manga.

–¿Cómo se hicieron con la cocaína?

–Eso no lo sé. Nadie lo supo de verdad. Lo cierto es que apareció en el mercado ruso, o más bien empezó a aparecer. Y fue Oleg Yasikov quien la llevó allí.

Yo tenía aquel nombre entre mis notas: Oleg Yasikov, nacido en Solntsevo, un barrio más bien mafiosa de Moscú. Servicio militar con el todavía ejército soviético en Afganistán. Discotecas, hoteles y restaurantes en la Costa del Sol. Y Nino Juárez me completó el cuadro. Yasikov había recalado en la costa malagueña a finales de los ochenta, treintañero, políglota, despierto, recién bajado de un vuelo de Aeroflot y con treinta y cinco millones de dólares para gastar. Empezó comprando una discoteca de Marbella a la que llamó Jadranka y puso pronto de moda, y un par de años más tarde dirigía ya una sólida infraestructura de blanqueo de dinero, basada en la hostelería y los negocios inmobiliarios, terrenos cerca de la costa y apartamentos. Una segunda línea de negocios, creada a partir de la discoteca, consistía en fuertes inversiones en la industria nocturna marbellí, con bares, restaurantes y locales para la prostitución de lujo a base de mujeres eslavas traídas directamente de Europa oriental. Todo limpio, o casi: blanqueo discreto y poco llamar la atención. Pero el DOCS había confirmado sus vínculos con la Babushka: una potente organización de Solntsevo formada por antiguos policías y veteranos de Afganistán, especializados en extorsión, tráfico de vehículos robados, contrabando y trata de blancas, muy interesados también en ampliar sus actividades al narcotráfico. El grupo tenía ya una conexión en el norte de Europa: una ruta marítima que enlazaba Buenaventura con San Petersburgo, vía Goteborg, en Suecia, y Kutka, en Finlandia. Y a Yasikov le encomendaron, entre otras cosas, explorar una ruta alternativa en el Mediterráneo oriental: un enlace independiente de las mafias francesas e italianas que los rusos habían utilizado hasta entonces como intermediarios. Ése era el contexto. Los primeros contactos con los narcos colombianos –cártel de Medellín– consistieron en intercambios simples de cocaína por armas, con poco dinero de por medio: partidas de Kalashnikov y lanzagranadas RPG procedentes de los depósitos militares rusos. Pero la cosa no cuajaba. La droga perdida era uno entre varios tropiezos que tenían incómodo a Yasikov y a sus socios moscovitas. Y de pronto, cuando ya ni siquiera pensaban en ella, aquellos quinientos kilos cayeron del cielo.

–Me contaron que la Mejicana y la otra fueron a negociar con Yasikov –explicó Juárez–. En persona, con una bolsita de muestra... Por lo visto, el ruso se lo tomó primero a cona y luego muy mal. Entonces la O'Farrell le echó cara al asunto, diciéndole que ella había pagado ya, que los tiros que le pegaron cuando lo del novio ponían a cero el contador. Que jugaban limpio y pedían una compensación. –¿Por qué no distribuyeron ellas la droga al por menor?

–Era demasiado para principiantes. Y no le habría gustado nada a Yasikov.

–¿Tan fácil era identificar la procedencia? –Claro –con movimientos expertos de cuchillo y tenedor, el ex policía terminaba de asar sus tajadas de solomillo en el plato de barro–. Era vox populi de quién había sido novia la O'Farrell.

–Hábleme del novio.