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–Nunca fueron muy finos los ruskis Juárez chasqueaba la lengua, crítico–. Y siguen sin serlo.
–¿Cómo se relacionaron esos dos?
Mi interlocutor levantó el tenedor apuntándome con el, como si aprobara que le hiciera esa pregunta. En aquella época, explicó, los gangsters rusos tenían un problema grave. Como ahora, pero más. Y es que cantaban La Traviata. Se les distinguía de lejos: grandes, rudos, rubios, con esas manazas y esos coches y esas putas aparatosas que llevan siempre con ellos. Encima solían andar fatal de idiomas. En cuanto ponían un pie en Miami o en cualquier aeropuerto americano, la DEA y todas las policías se les pegaban como lapas. Por eso necesitaban intermediarios. Jimmy Arenas hizo buen papel al principio; había empezado consiguiéndoles alcohol jerezano de contrabando para el norte de Europa. También tenía buenos contactos sudacas y camelleaba por las discotecas de moda de Marbella, Fuengirola y Torremolinos. Pero los rusos querían sus propias redes: import–export. La Babushka, los amigos de Yasikov en Moscú, ya conseguía nieve al por menor utilizando las líneas de Aeroflot de Montevideo, Lima y Bahía, menos vigiladas que las de Río o La Habana. Al aeropuerto de Cheremetievo llegaban entonces cantidades no superiores al medio kilo en correos individuales; pero el embudo era demasiado estrecho. El muro de Berlín acababa de caer, la Unión Soviética se desmoronaba, y la coca estaba de moda en la nueva Rusia de dinero fácil y pelotazo golfo que asomaba la oreja.
–Ya ve que no se equivocaron en las previsiones –concluyó Juárez–... Para que se haga idea de la demanda, un gramo puesto en una discoteca de San Petersburgo o de Moscú vale ahora un treinta o cuarenta por ciento más que en los Estados Unidos.
El ex policía masticó el último bocado de carne, ayudándose con un largo trago de vino. Imagínese, prosiguió, al camarada Yasikov estrujándose la cabeza en busca de la manera de volver a enhebrar la aguja a lo grande. Y en ésas aparece media tonelada que no exige montar toda una operación desde Colombia, sino que está allí mismo, sin riesgos, a punto de caramelo.
–En cuanto a la Mejicana y la O'Farrell, ya le he dicho que tampoco se las arreglaban solas... No tenían medios para despachar quinientos kilos, y al primer gramo puesto en circulación les habríamos caído todos encima: ruskis, Guardia Civil, mi propia gente... Fueron lo bastante listas para darse cuenta. Cualquier idiota habría empezado a trapichear un poco por aquí, otro poco por allá; y antes de que los picos o los míos les echáramos el guante terminarían en el maletero de un coche. Erreipé.
–¿Y cómo sabían que no iba a ser así?... ¿Que el ruso cumpliría su parte del trato?
No podían saberlo, aclaró el ex policía. Así que decidieron jugársela. Y a Yasikov le cayeron en gracia. Sobre todo Teresa Mendoza, que supo aprovechar el contacto para proponer variantes del negocio. ¿Sabía yo lo de aquel gallego que había sido novio suyo?... ¿Sí?... Pues eso. La Mejicana tenía experiencia. Y resultó que también tenía lo que hay que tener.
–Unos huevos Juárez abarcaba con las manos la circunferencia del plato– así de grandes. Y oiga. Lo mismo que hay tías que tienen una calculadora entre las piernas, clic, clic, y le sacan partido, ella tenía esa calculadora aquí –se golpeaba con un índice la sien–. En la cabeza. Y es que, en cuestión de mujeres, a veces oyes canto de sirena y te sale loba de mar.
El mismo Saturnino G. Juárez tenía que saberlo mejor que muchos. Recordé en silencio su cuenta bancaria en Gibraltar, aireada en la prensa durante el juicio. Por aquella época, Juárez tenía un poco más de pelo y sólo llevaba bigote; lo lucía en mi foto favorita, donde posaba entre dos colegas de uniforme en la puerta de un juzgado de Madrid. Y allí estaba ahora, al módico precio de cinco meses de cárcel y la expulsión del Cuerpo Nacional de Policía: pidiéndole al camarero un coñac y un habano para hacer la digestión. Pocas pruebas, mala instrucción judicial, abogados eficaces. Me pregunté cuántos le debían favores, incluida Teresa Mendoza.
–En fin –concluyó Juárez–. Que Yasikov hizo el trato. Además, estaban en la Costa del Sol para invertir, y la Mejicana le pareció una inversión interesante. De manera que cumplió como un caballero... Y ése fue el comienzo de una hermosa amistad.
Oleg Yasikov miraba el paquete que tenía sobre la mesa: polvo blanco en un doble envoltorio hermético de plástico transparente y sellado con cinta adhesiva ancha y gruesa, intacto el precinto. Mil gramos justos, envasados al vacío, tal y como fueron envueltos en los laboratorios clandestinos de la jungla amazónica del Yari.
Admito –dijo– que tienen ustedes mucha sangre fría. Sí.
Hablaba bien el español, pensó Teresa. Despacio, con muchas pausas, como si colocara cada palabra cuidadosamente detrás de la otra. El acento era muy suave y en nada se parecía a los rusos malvados, terroristas y traficantes que salían en las películas farfullando yo matiar eniemigo amiericano. Tampoco tenía aspecto de mafioso, ni de gangster: la piel era clara, los ojos grandes, también claros e infantiles, con una curiosa mezcla de azul y amarillo en los iris, y el pelo pajizo lo llevaba bien corto, a la manera de un soldado. Vestía pantalón de algodón caqui y camisa azul marino, vuelta en los puños sobre unos antebrazos fuertes, rubios y velludos, con un Rolex de submarinista en la muñeca izquierda. Las manos que descansaban a cada lado del paquete, sin tocarlo, eran grandes como el resto de su cuerpo, con una alianza matrimonial de oro grueso. Parecía sano, fuerte y limpio. Pati O'Farrellhabía dicho que también, y sobre todo, era peligroso.
A ver si comprendo. Proponen devolver un cargamento que me pertenece. Ustedes. Si vuelvo a pagar de nuevo. ¿Cómo se dice en español? –reflexionó un momento en busca de la palabra, casi divertido–... ¿Extorsión?... ¿Abuso?
–Eso –respondió Pati– es llevar las cosas demasiado lejos.
Lo habían discutido Teresa y ella durante horas, del derecho y del revés, desde las cuevas de los Marrajos hasta sólo una hora antes de acudir a la cita. Cada pro y cada contra fue considerado muchas veces; Teresa no estaba convencida de que los argumentos resultaran tan eficaces como su compañera sostenía; pero ya era tarde para volverse atrás. Pati –maquillaje discreto para la ocasión, vestida caro, desenvuelta, en plan dama segura de lo suyo– empezó a explicarlo por segunda vez, aunque era evidente que Yasikov comprendió a la primera, apenas pusieron el kilo empaquetado sobre la mesa; después de que, con una disculpa que sonó neutra, el ruso ordenara a dos guardaespaldas que las cacheasen por si llevaban micrófonos ocultos. La tecnología, dijo encogiendo los hombros. Luego que los guaruras cerraron la puerta, y tras preguntar si deseaban beber algo –ninguna pidió nada, aunque Teresa sentía la boca seca– se sentó detrás de la mesa, listo para escuchar. Todo estaba ordenado y limpio: ni un papel a la vista, ni una carpeta. Sólo paredes del mismo color crema que la moqueta, con cuadros que parecían caros, 0 que debían serlo, un icono ruso grande y con mucha plata, un fax en un rincón, un teléfono de varias líneas y otro celular sobre la mesa. Un cenicero. Un Dupont enorme, de oro. Todos los sillones eran de cuero blanco. Por los grandes ventanales del despacho, último piso de un lujoso edificio de apartamentos del barrio de Santa Margarita, se veía la curva de la costa y la línea de espuma en la playa hasta los espigones, los mástiles de los yates atracados y las casas blancas de Puerto Banús.
–Díganme una cosa –Yasikov interrumpió de pronto a Pati–. ¿Cómo lo hicieron?... Ir hasta el sitio donde estaba escondido. Traer esto sin llamar la atención. Sí. Han corrido peligro. Creo. Siguen corriéndolo.
–Eso no importa –dijo Pati.
El ganga sonrió. Anímate, decía aquella sonrisa. Cuenta la verdad. No pasa nada. Era la suya una sonrisa de las que hacen confiar, pensaba Teresa mirándolo. O desconfiar de tanto que te confías.
–Claro que importa –opuso Yasikov–. Busqué este producto. Sí. No lo encontré. Cometí un error. Con Jimmy. No sabía que usted sabía... Las cosas serían diferentes, ¿verdad? Cómo pasa el tiempo. Espero que esté repuesta. Del incidente.
–Estoy repuestísima, gracias.
Algo debo agradecerle. Sí. Mis abogados dijeron que en las investigaciones no mencionó mi nombre. No.
Pati torció la boca, sarcástica. En el escote de su vestido se apreciaba la cicatriz de salida sobre la piel bronceada. Munición blindada, había dicho. Por eso sigo viva.
Yo estaba en el hospital –dijo–. Con agujeros. –Quiero decir luego –la mirada del ruso era casi inocente–. Interrogatorios y juicio. Eso.
–Ya ve que tenía mis motivos. Yasikov reflexionó sobre tales motivos.
–Sí. Comprendo –concluyó–. Pero me ahorró molestias con su silencio. La policía creyó que sabía poco. Yo creí que no sabía nada. Ha sido paciente. Sí. Casi cuatro años... Tuvo que ser una motivación, ¿verdad? Dentro. Pati tomó otro cigarrillo, que el ruso, aunque tenía el Dupont de un palmo de largo sobre la mesa, no hizo ademán de encenderle pese a que ella tardó en encontrar su propio mechero en el bolso. Y deja de temblar, pensó Teresa mirando sus manos. Reprime el temblor de los dedos antes de que este cabrón se dé cuenta, y la pose de morras duras empiece a cuartearse, y se vaya todo a la chingada.
–Las bolsas siguen escondidas donde estaban. Sólo trajimos una.
La discusión en la cueva, recordó Teresa. Las dos allí dentro, contando paquetes a la luz de las linternas, entre eufóricas y asustadas. Una de momento, mientras pensamos, y el resto como está, había insistido Teresa. Cargar todo ahora es suicidarnos; de modo que no seas pendeja y no me hagas serlo a mí. Ya sé que te madrearon a tiros y todo el bolero; pero yo no vine a tu tierra por turismo, pinche güera. No me hagas contarte completa la historia que nunca te conté del todo. Una historia que no se parece un carajo a la tuya, que hasta los plomazos debieron dártelos con perfume de Carolina Herrera. Así que no mames. En esta clase de transas, cuando una tiene prisa lo rápido es caminar despacio.
–¿Se les ha ocurrido que puedo hacerlas seguir?...
¿Si.
Pati apoyaba la mano del cigarrillo en el regazo. –Claro que se nos ha ocurrido –aspiró una bocanada de humo y volvió la mano a donde estaba–. Pero no puede. No hasta ese lugar.
–Vaya. Misteriosa. Son señoras misteriosas.
–Nos daríamos cuenta y desapareceríamos en busca de otro comprador. Quinientos kilos son muchos. Yasikov no dijo nada a eso, aunque su silencio indicaba que, en efecto, quinientos kilos eran demasiados en todos los aspectos. Seguía mirando a Pati, y de vez en cuando echaba un vistazo breve en dirección a Teresa, que estaba sentada en la otra butaca, sin hablar, sin fumar, sin moverse: oía y miraba, conteniendo la respiración agitada, las manos sobre las perneras de los tejanos para enjugar el sudor. Polo azul clarito de manga corta, zapatillas deportivas por si había que pelarse entre las patas de alguien, sólo el semanario de plata mejicana en la muñeca derecha. Mucho contraste con la ropa elegante y los tacones de Patí. Estaban allí porque Teresa impuso esa solución. Al principio su compañera se mostraba partidaria de vender la droga en pequeñas cantidades; pero pudo convencerla de que tarde o temprano los propietarios atarían cabos. Mejor que vayamos derecho, aconsejó. Una transa segura aunque perdamos algo. De acuerdo, había dicho Pati. Pero hablo yo, porque sé de qué va ese puto bolchevique. Y allí estaban, mientras Teresa se convencía más y más de que cometían un error. Calaba a esa clase de hombres desde niña. Podían cambiar el idioma, el aspecto físico y las costumbres, pero el fondo siempre era el mismo. Aquello no iba a ninguna parte, o mas bien a una sola. A fin de cuentas –eso lo comprendía demasiado tarde–, Pati era sólo una tipa consentida, la novia de un canalla fresita que no anduvo en aquella chamba por necesidad, sino por pendejo. Uno que se hizo dar lo suyo, como tantos. En cuanto a Pati, toda su vida había estado moviéndose en una realidad aparente que nada tenía que ver con lo real; y aquel tiempo en la cárcel acabó por cegarla más. En ese despacho no era la Teniente O'Farrell ni era nadie: los ojos azules ribeteados de amarillo que las observaban sí eran el poder. Y Pati se estaba equivocando todavía más después de que se columpiaran gacho yendo allí. Era un error plantearlo de aquella manera. Refrescar la memoria de Oleg Yasikov, después de tanto tiempo.
–Ése es justo el problema –decía Pati–. Que quinientos kilos son demasiados. Por eso hemos venido a verlo a usted primero.
–¿De quién fue la idea? –Yasikov no parecía halagado–. A mí la primera opción. Sí.
Pati miró a Teresa.
–De ella. Le da más vueltas a todo –apuntó una sonrisa nerviosa entre dos nuevas chupadas al cigarrillo–... Es mejor que yo calculando riesgos y probabilidades.
Teresa sentía los ojos del ruso estudiarla con mucho detenimiento. Se está preguntando qué nos une, decidió. La cárcel, la amistad, el negocio. Si me van los hombres o si ella me come algo.
–Todavía no sé qué hace –dijo Yasikov, preguntándole a Pati sin apartar los ojos de Teresa–. En esto. Su amiga.
–Es mi socia.
Ah. Es bueno tener socios –Yasikov prestaba de nuevo atención a Pati–. También sería bueno conversar. Sí. Riesgos y probabilidades. Ustedes podrían no tener tiempo de desaparecer en busca de otro comprador –hizo la pausa oportuna– ...Tiempo de desaparecer voluntariamente. Creo.
Teresa observó que las manos de Pati volvían a temblar. Y ojalá pudiera, pensó, levantarme en este momento y decir quihubo, don Oleg, ahí nos vemos. Nos pasó el tercer straik. Quédese la carga y olvide esta chingadera.
–Quizá deberíamos...– empezó a decir.
Yasikov la observó, casi sorprendido. Pero Pati ya estaba insistiéndole al ganga: usted no ganaría nada. Eso decía. Nada, sólo la vida de dos mujeres. Perdería mucho a cambio. Y lo cierto era, decidió Teresa, que, aparte el temblor de las manos que se transmitía a las espirales de humo del cigarrillo, la Teniente lo estaba encarando con mucho cuajo. Pese a todo, al error de estar allí y lo demás, Pati no se rajaba fácilmente. Pero las dos andaban muertas. Casi estuvo a punto de decirlo en voz alta. Estamos muertas, Teniente. Apaga y vámonos.
–La vida tarda en perderse –filosofó el ruso; aunque, al seguir hablando, Teresa comprendió que no filosofaba en absoluto–. Creo que en el proceso intermedio se terminan contando cosas... No me gusta pagar dos veces. No. Puedo gratis. Sí. Recuperarlo.
Miraba el paquete de cocaína que tenía sobre la mesa, entre las manazas inmóviles. Pati aplastó, torpe, el cigarrillo en el cenicero que estaba a un palmo de esas manos. Hasta ahí llegaste, pensó Teresa desolada, pudiendo oler su pánico. Hasta el pinche cenicero. Entonces, sin pensarlo, escuchó otra vez su propia voz:
–Puede que lo recuperase gratis –dijo–. Pero nunca se sabe. Es un riesgo, y una molestia... Usted se privaría de un beneficio seguro.
Los ojos ribeteados de amarillo se clavaron en ella con interés.