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En Juárez el sentido del tráfico le venía por la espalda. Cayó en ello al dejar atrás el panteón San Juan, así que torció a la izquierda, buscando la calle General Escobedo. El Güero le había explicado que, si alguna vez la seguían, procurase tomar calles donde el tránsito viniera de frente, para ver acercarse con tiempo los coches. Anduvo calle adelante, volviéndose de vez en cuando para mirar atrás. De ese modo llegó al centro de la ciudad, pasó junto al edificio blanco del palacio municipal y se metió entre la multitud que llenaba las paradas de autobuses y las inmediaciones del mercado Garmendia. Sólo allí se sintió algo más segura. El cielo estaba en plena atardecida, naranja intenso sobre los edificios, a poniente, y los escaparates empezaban a iluminar las aceras. Casi nunca te matan en lugares como éste, pensó. Ni te secuestran. Había dos tránsitos, dos policías con sus uniformes marrones parados en una esquina. El rostro de uno le fue vagamente familiar, así que volvió el suyo y cambió de dirección. Muchos agentes locales estaban a sueldo del narco, como los de la judicial del Estado y los federales y tantos otros, con su grapa de perico en la cartera y su copa gratis en las cantinas, que hacían trabajos de protección para los principales chacas de la mafia o ejercían el sano principio de vive, cobra tu mordida y deja vivir si no quieres dejar de vivir. Tres meses atrás, un jefe de policía recién llegado de afuera quiso cambiar las reglas del juego. Le habían pegado setenta tiros justos de cuerno de chivo –el nombre que allí se le daba al Aká 47– en la puerta de su casa y en su propio coche. Ratatatatá. En las tiendas ya se vendían cedés con canciones sobre el tema. Setenta plomos de a siete, era el título de la más famosa. Mataron al jefe Ordóñez –precisaba la letra– a las seis de la mañana. Que fueron muchos balazos pa' una hora tan temprana. Puro Sinaloa. Cantantes populares como el As de la Sierra se fotografiaban en los afiches discográficos con una avioneta detrás y una escuadra calibre 45 en la mano, y a Chalino Sánchez, ídolo local de la canción, que fue gatillero de las mafias antes que compositor e intérprete, lo habían abrasado a tiros por una mujer o por vayan a saber qué. Si de algo no necesitaban los narcocorridos, era de la imaginación.
En la esquina de la paletería La Michoacana, Teresa dejó atrás el mercado, las zapaterías y tiendas de ropa, y se internó calle abajo. El piso franco del Güero, su refugio para un caso de emergencia, estaba a pocos metros, en la segunda planta de un discreto edificio de apartamentos, con el portal frente a un carrito que vendía mariscos durante el día y tacos de carne asada por la noche. En principio, nadie salvo ellos dos conocía la existencia de aquel lugar: Teresa había estado sólo una vez, y el propio Güero lo frecuentaba poco, para no quemarlo. Subió la escalera procurando no hacer ruido, metió la llave en la cerradura y la hizo girar con cuidado. Sabía que allí no podía haber nadie; pero aun así revisó inquieta el apartamento, atenta a que algo no estuviera bien. Ni siquiera ese cantón es del todo seguro, había dicho el Güero. Tal vez alguien me haya visto, o sepa algo, o vete a suponer, en esta tierra culichi donde se conoce todo Dios. Y aunque no fuera eso, si es que me agarran, en caso de que caiga vivo podré callarme sólo un rato, antes de que me saquen la sopa a madrazos y empiece a cantarles rancheras y toda esa mala onda. Así que procura no dormirte en el palo como las gallinas, mi chula. Espero aguantar el tiempo necesario para que te fajes la lana y desaparezcas, antes de que ellos se dejen caer por allí. Pero no te prometo nada, prietita –seguía sonriendo al decir eso, el cabrón–. No te prometo nada.
El cantoncíto tenía las paredes desnudas, sin más decoración ni muebles que una mesa, cuatro sillas y un sofá, y una cama grande en el dormitorio con una mesilla y un teléfono. La ventana del dormitorio daba atrás, a un solar con árboles y arbustos que se utilizaba como estacionamiento, al extremo del cual se distinguían las cúpulas amarillas de la iglesia del Santuario. Un armario empotrado tenía doble fondo, y al desmontarlo Teresa encontró dos paquetes gruesos con fajos de cien dólares. Unos veinte mil, calculó su antigua experiencia de cambiadora de la calle Juárez. También estaba la agenda del Güero: un cuaderno grande con tapas de cuero marrón –ni lo abras, recordó–, un clavo de polvo como de trescientos gramos, y una enorme Colt Doble Águila de metal cromado y cachas de nácar. Al Güero no le gustaban las armas y nunca cargaba encima escuadra ni revólver –me vale madres, decía, cuando te buscan te encuentran–, pero guardaba aquélla como precaución para emergencias. Pa' qué te digo que no, si sí. Tampoco a Teresa le gustaban; pero como casi todo hombre, mujer o niño sinaloense sabía manejarlas. Y puestos a imaginar emergencias, el caso era exactamente aquél. De modo que comprobó que la Doble Águila tenía el cargador lleno, echó atrás el carro, y al soltarlo una bala del calibre 45 se introdujo en la recámara con chasquido sonoro y siniestro. Le temblaban las manos de ansiedad cuando lo metió todo en la bolsa que había traído consigo. A mitad de la operación la sobresaltó el tubo de escape de un coche que resonó abajo, en la calle. Estuvo muy quieta un rato, escuchando, antes de continuar. Junto a los dólares había dos pasaportes: el suyo y el del Güero. Los dos tenían visas norteamericanas vigentes. Contempló un momento la foto del Güero: el pelo al rape, los ojos de gringo mirando serenos al fotógrafo, el apunte de la eterna sonrisa a un lado de la boca. Tras dudar un instante metió sólo el suyo en la bolsa, y al inclinar el rostro y sentir lágrimas por la barbilla goteándole en las manos, cayó en la cuenta de que hacía un rato largo que lloraba.
Miró en torno con los ojos empañados, intentando pensar si olvidaba algo. Su corazón latía tan fuerte que parecía a punto de salírsele por la boca. Fue a la ventana, miró la calle que empezaba a oscurecerse con las sombras de la anochecida, el puesto de tacos iluminado por una bombilla y las brasas del fogón. Luego encendió un farito y anduvo unos pasos indecisos por el apartamento, dándole nerviosas chupadas. Tenía que irse de allí, pero no sabía adónde. Lo único claro era que tenía que irse. Estaba en la puerta del dormitorio cuando reparó en el teléfono, y un pensamiento le cruzó por la cabeza: don Epifanio Vargas. Era un lindo tipo, don Epifanio. Había trabajado con Amado Carrillo en los años dorados de puentes aéreos entre Colombia, Sinaloa y la Unión Americana, y siempre fue buen padrino para el Güero, muy cabal y cumplidor, hasta que invirtió en otros negocios y entró en política, dejó de necesitar avionetas y el piloto cambió de patrones. Le había ofrecido quedarse con él, pero al Güero le gustaba volar, aunque fuera para otros. Allá arriba uno es alguien, decía, y acá abajo simple burrero. Don Epifanio no se lo tomó a mal, e incluso le prestó una lana para la nueva Cessna, después de que la otra quedara arruinada tras un aterrizaje violento en una pista de la sierra, con trescientos kilos de doña Blanca dentro, bien empacados con su masking–tape, y dos aviones federales revoloteando fuera, las carreteras verdeando de guachos y los Errequince echando bala entre sirenazos y megafonía, un desmadre como para no acabárselo. De ésa el Güero había escapado por los pelos, con un brazo roto, primero de la ley y luego de los dueños de la carga, a quienes tuvo que probar con recortes de periódico que toda quedó decomisada por el Gobierno, que tres de los ocho compás del equipo de recepción habían muerto defendiendo la pista, y que el pitazo lo dio uno de Badiraguato que hacía de madrina para los federales. El bocón había terminado con las manos atadas a la espalda y asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza como su padre, su madre y su hermana –la mafia solía mochar parejo–, y el Güero, exonerado de sospechas, pudo comprarse una Cessna nueva gracias al préstamo de don Epifanio Vargas.
Apagó el cigarrillo, dejó la bolsa abierta en el suelo, junto a la cabecera de la cama, y sacó la agenda. La estuvo contemplando un rato sobre la colcha. Ni la mires, recordaba. Allí estaba la pinche agenda del gallo cabrón que a esas horas bailaba con la Pelona, y ella obediente y sin abrirla, figúrense lo pendeja. Ni le haga, decía adentro como una voz. Píquele nomas, acuciaba otra. Si esto vale tu vida, averigua lo que vale. Para darse coraje sacó el paquete de polvo, le clavó una uña al plástico y se llevó un pericazo a la nariz,–aspirando hondo. Un instante después, con una lucidez distinta y los sentidos afinados, miró de nuevo la agenda y la abrió, al fin. El nombre de don Epifanio estaba allí, con otros que le dieron escalofríos de ojearlos por encima: el Chapo Guzmán, César Batman Güemes, Héctor Palma... Había teléfonos, puntos de contacto, intermediarios, cifras y claves cuyo sentido se le escapaba. Siguió leyendo, y poco a poco se le hizo más lento el pulso hasta quedarse helada. Ni la mires, recordó estremeciéndose. Híjole. Ahora comprendía por qué. Todo era mucho peor de lo que había creído que era.
Entonces oyó abrirse la puerta.
–Mira a quién tenemos aquí, mi Pote. Qué onda. La sonrisa del Gato Fierros relucía como la hoja de un cuchillo mojado, porque era una sonrisa húmeda y peligrosa, propia de sicario de película gringa, de ésas donde los narcos siempre son morenos, latinos y malvados en plan Pedro Navaja y Juanito Alimaña. El Gato Fierros era moreno, latino y malvado como si acabara de salir de una canción de Rubén Blades o Willy Colón; y sólo no estaba claro si cultivaba con deliberación el estereotipo, o si Rubén Blades, Willy Colón y las películas gringas solían inspirarse en gente como él.
–La morrita del Güero.
El gatillero estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta y con las manos en los bolsillos. Los ojos felinos, a los que debía su apodo, no se apartaban de Teresa mientras le hablaba a su compañero torciendo la boca a un lado, con maligna chulería.
–Yo no sé nada –dijo Teresa.
Estaba tan aterrorizada que apenas reconoció su propia voz. El Gato Fierros movió comprensivo la cabeza, dos veces.
–Claro –dijo.
Se le ensanchaba la sonrisa. Había perdido la cuenta de los hombres y mujeres que aseguraron no saber nada antes de que los matara rápido o despacio, según las circunstancias, en una tierra donde morir con violencia era morir de muerte natural –veinte mil pesos un muerto común, cien mil un policía o un juez, gratis si se trataba de ayudar a un compadre–. Y Teresa estaba al corriente de los detalles: conocía al Gato Fierros, y también a su compañero Potemkin Gálvez, al que llamaban Pote Gálvez, o el Pinto. Los dos vestían chamarras, camisas Versace de seda, pantalones de mezclilla y botas de iguana casi idénticas, como si se equiparan en la misma tienda. Eran sicarios de César Batman Güemes, y habían frecuentado mucho al Güero Dávila: compañeros de trabajo, escoltas de cargamentos aerotransportados a la sierra, y también de copas y fiestas de las que empezaban en el Don Quijote a media tarde, con dinero fresco que olía a lo que olía, y seguían a las tantas, en los téibol–dance de la ciudad, el Lord Black y el Osíris, con mujeres bailando desnudas a cien pesos los cinco minutos, doscientos treinta si la cosa transcurría en los reservados, antes de amanecer con whisky Buchanan's y música norteña, templando la cruda a puros pericazos, mientras los Huracanes, los Pumas, los Broncos o cualquier otro grupo, pagados con billetes de a cien dólares, los acompañaban cantando corridos Narices de u,'gramo, El puñado de polvo, La muerte de un federal–sobre hombres muertos o sobre hombres que iban a morir.
–¿Dónde está? –preguntó Teresa.
El Gato Fierros emitió una risa atravesada, bajuna. –¿La oyes, Pote?... Pregunta por el Güero. Qué onda.
Seguía apoyado en la puerta. El otro sicario movió la cabeza. Era ancho y grueso, de aspecto sólido, con un espeso bigote negro y marcas oscuras en la piel, como los caballos pintos. No parecía tan suelto como el compañero, e hizo el gesto de mirar el reloj, impaciente. O tal vez incómodo. Al mover el brazo descubrió la culata de un revólver en su cintura, bajo la chamarra de lino.
–El Güero –repitió el Gato Fierros, pensativo. Había sacado las manos de los bolsillos y se acercaba despacio a Teresa, que seguía inmóvil en la cabecera de la cama. Al llegar a su altura se quedó otra vez quieto, mirándola.
–Ya ves, mamacita –dijo al fin–. Tu hombre se pasó de listo.
Teresa sentía el miedo enroscado en las entrañas, como una serpiente de cascabel. La Situación. Un miedo blanco, frío, semejante a la superficie de una lápida. –¿Dónde está? –insistió.
No era ella la que hablaba, sino una desconocida cuyas palabras imprevisibles la sobresaltaran. Una desconocida imprudente que ignoraba la urgencia del silencio.
El Gato Fierros debió de intuir algo de eso, pues la miró sorprendido de que pudiera hacer preguntas en vez de quedarse paralizada o gritar de terror.
–Ya no está. Se murió.
La desconocida seguía actuando por cuenta propia, y Teresa se sobresaltó cuando la oyó decir: hijos de la chingada. Eso fue lo que dijo, o lo que se oyó decir: hijos de la chingada, ya bien arrepentida cuando la última sílaba aún no salía de sus labios. El Gato Fierros la estudiaba con mucha curiosidad y mucha atención. Fíjate nomás si salió picuda, dijo pensativo. Que hasta nos mienta la máuser.
–Esa boquita –concluyó, suave.
Después le dio una bofetada que la tiró cuan larga era sobre la cama, hacia atrás, y la estuvo observando otro rato como si valorase el paisaje. Con la sangre retumbándole en las sienes y la mejilla ardiendo, aturdida por el golpe, Teresa lo vio fijarse en el paquete de polvo que estaba sobre la mesilla de noche, agarrar una pizca y llevársela a la nariz. Ándese paseando, dijo el sicario. Tiene un corte pero no se la acaba de buena. Luego, mientras se frotaba con el pulgar y el índice, le ofreció a su compañero; pero el otro negó con la cabeza y volvió a mirar el reloj. No hay prisa, carnal, apuntó el Gato Fierros. Ninguna prisa, y la hora me vale verga. De nuevo miraba a Teresa.
–Es un cuero de morra –precisó–. Y además, viudita.
Desde la puerta, Pote Gálvez pronunció el nombre de su compañero. Gato, dijo muy serio. Acabemos. El aludido levantó una mano pidiendo calma, y se sentó en el borde de la cama. No mames, insistió el otro. Las instrucciones son tales y cuales. Dijeron de bajarla, no de bajársela. Así que hilo, papalote, y no seas cabrón. Pero el Gato Fierros movía la cabeza como quien oye llover.
–Qué onda –dijo–. Siempre tuve ganas de culearme a esta vieja.
A Teresa ya la habían violado otras veces antes de ser mujer del Güero Dávila: a los quince años, entre varios chavos de Las Siete Gotas, y luego el hombre que la puso a trabajar de cambiadora en la calle Juárez. Así que supo lo que le esperaba cuando el gatillero humedeció más la sonrisa de cuchillo y le soltó el botón de los liváis. De pronto ya no tenía miedo. Porque no está ocurriendo, pensó atropelladamente. Estoy dormida y sólo es una pesadilla como tantas otras, que además ya viví antes: algo que le ocurre a otra mujer que imagino en sueños, y que se parece a mí pero no soy yo. Puedo despertar cuando quiera, sentir la respiración de mi hombre en la almohada, abrazarme a él, hundir el rostro en su pecho y descubrir que nada de esto ha ocurrido nunca. También puedo morir mientras sueño, de un infarto, de un paro cardíaco, de lo que sea. Puedo morir de pronto y ni el sueño ni la vida tendrán importancia. Dormir largo sin imágenes ni pesadillas. Descansar para siempre de lo que no ha ocurrido nunca.
–Gato –insistió el otro.
Se había movido por fin, dando un par de pasos dentro de la habitación. Quihubo, dijo. El Güero era de los nuestros. Muy raza. Acuérdate: la sierra, El Paso, la raya del Bravo. Las copas. Y ésta era su hembra. Mientras iba diciendo todo eso, sacaba un revólver Python del cinto y se lo apuntaba a Teresa a la frente. Quita que no te salpique, carnal, y apaguemos. Pero el Gato Fierros tenía otra idea entre ceja y ceja y se le encaraba, peligroso y bravo, con un ojo puesto en Teresa y el otro en el compadre. –Va a morirse igual –dijo– y sería un desperdicio.
Apartó el Python de un manotazo, y Pote Gálvez se los quedó mirando alternativamente a Teresa y a él, indeciso, gordo, los ojos oscuros de recelo indio y gatillo norteño, gotas de sudor entre los pelos del espeso bigote, el dedo fuera del revólver y el cañón hacia arriba como si fuera a rascarse con él lá cabeza. Y entonces fue el Gato Fierros quien sacó su escuadra, una Beretta grande y plateada, y se la puso al otro delante, apuntándole a la cara, y le dijo riéndose que o se calzaba también a la morra aquella para andar iguales, o, si era de los que preferían batear por la zurda, entonces que se quitara de en medio, cabrón, porque de lo contrario allí mero se fajaban a plomazos como gallos de palenque. De ese modo Pote Gálvez miró a Teresa con resignación y vergüenza; se quedó así unos instantes y abrió la boca para decir algo; pero no dijo nada, y en vez de eso se guardó despacio el Python en la cintura y se apartó despacio de la cama y se fue despacio a la puerta, sin volverse, mientras el otro sicario seguía apuntándole guasón con su pistola y le decía luego te invito un Buchanan's, mi compa, para consolarte de que te hayas vuelto joto. Y al desaparecer en la otra habitación Teresa oyó el estrépito de un golpe, algo que se rompía en astillas, tal vez la puerta del armario cuando Pote Gálvez la perforaba de un puñetazo a la vez poderoso e impotente, que por alguna extraña razón ella agradeció en sus adentros. Pero no tuvo tiempo de pensar más en eso, porque ya el Gato Fierros le quitaba los liváis, o más bien se los arrancaba a tirones, y levantándole a medias la camiseta le acariciaba con violencia los pechos, y le metía el caño de la pistola entre los muslos como si fuera a reventarla con él, y ella se dejaba hacer sin un grito ni un gemido, los ojos muy abiertos y mirando el techo blanco de la habitación, rogándole a Dios que todo ocurriera rápido y que luego el Gato Fierros la matara aprisa, antes de que todo aquello dejara de parecer una pesadilla en mitad del sueño para convertirse en el horror desnudo de la puerca vida.
Era la vieja historia, la de siempre. Terminar así. No podía ser de otro modo, aunque Teresa Mendoza nunca imaginó que La Situación oliera a sudor, a macho encelado, a las copas que el Gato Fierros había tomado antes de subir en busca de su presa. Ojalá acabe, pensaba en los momentos de lucidez. Ojalá acabe de una vez, y yo pueda descansar. Pensaba eso un instante y luego se sumía de nuevo en su vacío desprovisto de sentimientos y de miedo. Era demasiado tarde para el miedo, porque éste se experimenta antes de que las cosas pasen, y el consuelo cuando éstas llegan es que todo tiene un final. El único auténtico miedo es que el final se demore demasiado. Pero el Gato Fierros no iba a ser el caso. Empujaba violento, con urgencia de acabar y vaciarse. Silencioso. Breve. Empujaba cruel, sin miramientos, llevándola poco a poco hasta el borde de la cama. Resignada, los ojos fijos en la blancura del techo, lúcida sólo a relámpagos, vacía la mente mientras soportaba las acometidas, Teresa dejó caer un brazo y dio con la bolsa abierta al otro lado, en el suelo.
La Situación puede tener dos direcciones, descubrió de pronto. Puede ser Tuya o De Otros. Fue tanta su sorpresa al considerar aquello que, de habérselo permitido el hombre que la sujetaba, se habría incorporado en la cama, un dedo en alto, muy seria y reflexiva, a fin de asegurarse. Veamos. Consideremos esta variante del asunto. Pero no podía incorporarse porque lo único libre era su brazo y su mano que, accidentalmente, al caer dentro de la bolsa, rozaba ahora el metal frío de la Colt Doble Águila que estaba dentro, entre los fajos de billetes y la ropa.
Esto no me está pasando a mí, pensó. O quizá no llegó a pensar nada, sino que se limitó a observar, pasiva, a esa otra Teresa Mendoza que pensaba en su lugar. El caso es que, cuando se dio cuenta, ella o la otra mujer a la que espiaba había cerrado los dedos en torno a la culata de la pistola. El seguro estaba a la izquierda, junto al gatillo y el botón para expulsar el cargador. Lo tocó con el pulgar y sintió que se deslizaba hacia abajo, a la vertical, liberando el percutor. Hay una bala cerrojeada, quiso acordarse. Hay una bala dispuesta porque yo la puse ahí, en la recámara –recordaba un clic–clac metálico– o tal vez sólo creo haberlo hecho, y no lo hice, y la bala no está. Consideró todo eso con desapasionado cálculo: seguro, gatillo, percutor. Bala. Ésa era la secuencia apropiada de los acontecimientos, si es que aquel clic–clac anterior había sido real y no producto de su imaginación. En caso contrario, el percutor iba a golpear en el vacío y el Gato Fierros dispondría de tiempo suficiente para tomárselo a mal. De cualquier modo, tampoco empeoraba nada. Quizá algo más de violencia, o ensañamiento, en los últimos instantes. Nada que no hubiera concluido media hora más tarde: para ella, para esa mujer a la que observaba, o para las dos a la vez. Nada que no dejase de doler al poco rato. En esos pensamientos andaba cuando dejó de mirar el techo blanco y se dio cuenta de que el Gato Fierros había dejado de moverse y la miraba. Entonces Teresa levantó la pistola y le pegó un tiro en la cara.
Olía acre, a humo de pólvora, y el estampido todavía retumbaba en las paredes del dormitorio cuando Teresa apretó por segunda vez el gatillo; pero la Doble Águila había saltado hacia arriba en el primer tiro, rebrincándose tanto con el disparo que el nuevo plomazo levantó un palmo de yeso de la pared. Para ese momento el Gato Fierros estaba tirado contra la mesilla de noche como si se asfixiara, tapándose la boca con las manos, y entre los dedos le saltaban chorros de sangre que también salpicaban sus ojos desorbitados por la sorpresa, aturdidos por el fogonazo que le había chamuscado el pelo, las cejas y las pestañas. Teresa no pudo saber si gritaba o no, porque el ruido del tiro tan cercano había golpeado sus tímpanos, ensordeciéndola. Se incorporaba de rodillas sobre la cama, con la camiseta arrebujada en los pechos, desnuda de cintura para abajo, juntando la mano izquierda con la derecha en la culata de la pistola para apuntar mejor en el tercer balazo, cuando vio aparecer en la puerta a Pote Gálvez, desencajado y estupefacto. Se volvió a mirarlo como en mitad de un sueño lento; y el otro, que llevaba su revólver metido en el cinto, levantó ambas manos ante sí como para protegerse, mirando asustado la Doble Águila que ahora Teresa dirigía hacia él, y bajo el bigote negro su boca se abrió para pronunciar un silencioso «no» semejante a una súplica; aunque tal vez lo que ocurrió fue que Pote Gálvez dijo de veras «no» en voz alta, y ella no pudo oírlo porque seguía ensordecida por el retumbar de los tiros. Al cabo concluyó que debía de tratarse de eso, porque el otro seguía moviendo deprisa los labios, tendidas las manos ante él, conciliador, pronunciando palabras cuyo sonido ella tampoco pudo escuchar. Y Teresa iba a apretar el gatillo cuando recordó el golpe del puñetazo en el armario, el Python apuntando a su frente, el Güero era de los nuestros, Gato, no seas cabrón. Y ésta era su hembra.
No disparó. Aquel ruido de astillas mantuvo su índice inmóvil sobre el gatillo. Sentía frío en el vientre y las piernas desnudas cuando, sin dejar de apuntar a Pote Gálvez, retrocedió sobre la cama, y con la mano izquierda echó la ropa, la agenda y la coca dentro de la bolsa. Al hacerlo miró de reojo al Gato Fierros, que seguía rebullendo en el suelo, las manos ensangrentadas sobre la cara. Por un instante pensó en volver hacia él la pistola y rematarlo de un tiro; mas el otro sicario seguía en la puerta, las manos extendidas y el revólver al cinto, y supo con mucha certeza que si dejaba de apuntarle, el tiro iba a encajarlo ella. Así que agarró la bolsa y, bien firme la Doble Águila en la mano derecha, se incorporó apartándose de la cama. Primero al Pinto, decidió por fin, y luego al Gato Fierros. Ése era el orden correcto, y el ruido de astillas –ella lo agradecía de veras– no bastaba para cambiar las cosas. En ese momento vio que los ojos del hombre que tenía enfrente leían los suyos, la boca bajo el bigote se interrumpió en mitad de otra frase –ahora era un rumor confuso lo que llegaba a los oídos de Teresa–, y cuando ella disparó por tercera vez, hacía ya un segundo que Potemkin Gálvez, con una agilidad sorprendente en un tipo gordo como él, se había lanzado hacia la puerta de la calle y las escaleras mientras echaba mano al revólver. Y ella disparó una cuarta y una quinta balas antes de comprender que era inútil y podía quedarse sin parque, y tampoco le fue detrás porque supo que el sicario no podía irse de aquella manera; que iba a volver de allí a nada, y que su propia y escasa ventaja era simple circunstancia y acababa de caducar. Dos pisos, pensó. Y sigue sin ser peor de lo que ya conozco. Así que abrió la ventana del dormitorio, se asomó al patio trasero y entrevió árboles chaparros y arbustos, abajo, en la oscuridad. Olvidé rematar a ese Gato cabrón, pensó demasiado tarde, mientras saltaba al vacío. Después las ramas y los arbustos le arañaron piernas, muslos y cara mientras caía entre ellos, y los tobillos le dolieron al golpear contra el suelo como si se hubieran partido los huesos. Se incorporó cojeando, sorprendida de estar viva, y corrió descalza y desnuda de cintura para abajo, entre los coches estacionados y las sombras del solar. Al fin se detuvo lejos, sin aliento, y se acuclilló hasta agazaparse junto a una barda de ladrillo medio en ruinas. Además del escozor de los arañazos y de las heridas que se había hecho en los pies al correr, notaba una incómoda quemazón en los muslos y el sexo: el recuerdo reciente por fin la estremecía, pues la otra Teresa Mendoza acababa de abandonarla, y sólo quedaba ella misma sin nadie a quien espiar de lejos. Sin nadie a quien atribuir sensaciones y sentimientos. Sintió un violento deseo de orinar, y se puso a hacerlo tal como estaba, agachada e inmóvil en la oscuridad, temblando igual que si tuviera fiebre. Los faros de un automóvil la iluminaron un instante: aferraba la bolsa en una mano y la pistola en la otra.
Ya dije que anduve por Culiacán, Sinaloa, al comienzo de mi investigación, antes de conocer personalmente a Teresa Mendoza. Allí, donde hace tiempo que el narcotráfico dejó de ser clandestino para convertirse en hecho social objetivo, algunos dólares bien repartidos me respaldaron en ambientes especializados, de esos en los que un forastero curioso y desprovisto de avales puede terminar, de la noche a la mañana, flotando en el Humaya o en el Tamazula con una bala en la cabeza. También hice un par de buenos amigos: Julio Bernal, director de Cultura del municipio, y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, cuyas espléndidas novelas Un asesinó solitario y El amante de janis joplin había leído para ponerme en situación. Fueron Élmer y Julio quienes mejor me orientaron por los vericuetos locales: ninguno de ellos había tratado personalmente a Teresa Mendoza en los inicios de esta historia –ella no era nadie entonces–, pero conocieron al Güero Dávila y a otros personajes que de una u otra forma movieron los hilos de la trama. Así averigüé buena parte de lo que ahora sé. En Sinaloa todo resulta cuestión de confianza: en un mundo duro y complejo como ése, las reglas son simples y no hay lugar para equívocos. Uno es presentado a alguien por un amigo en quien ese alguien confía, y ese alguien confía en ti porque confía en quien te avala. Después, si algo se tuerce, el avalista responde con su vida, y tú con la tuya. Bang, bang. Los cementerios del noroeste mejicano están llenos de lápidas con nombres de gente de la que alguien se fió una vez.
Una noche de música y humo de cigarrillos en el Don Quijote, bebiendo cerveza y tequila tras escuchar los chistes guarros del cómico Pedro Valdez –lo precedían el ventrílocuo Enrique y Chechito, su muñeco adicto a la coca–, Élmer Mendoza se inclinó sobre la mesa y señaló a un tipo corpulento, moreno, con lentes, que bebía rodeado por un grupo numeroso, de esos que se dejan las chaquetas y cazadoras puestas como si tuvieran frío en todas partes: botas de serpiente o avestruz, cintos piteados de a mil dólares, sombreros de palma, gorras de béisbol con el escudo de los Tomateros de Culiacán y mucho oro grueso al cuello y en las muñecas. Los habíamos visto bajarse de dos Ram Charger y entrar como en su casa, sin que el vigilante de la puerta, que saludó obsequioso, les exigiera el trámite habitual de dejarse cachear como el resto de clientes.
–Es César Batman Güemes –dijo Élmer en voz baja–. Un narco famoso.
–¿Tiene corridos?
–Unos cuantos –mi amigo se reía, a medio trago–... Él mató al Güero Dávila.
Me quedé boquiabierto, mirando al grupo: caras morenas y rasgos duros, mucho bigote y evidente peligro. Eran ocho, llevaban allí quince minutos y habían liquidado un veinticuatro de latas de cerveza. Ahora acababan de pedir dos botellas de Buchanan's y otras dos de Remy Martin, y las bailarinas, cosa insólita en el Don Quijote, bajaban a reunirse con ellos al abandonar la pista. Un grupo de homosexuales teñidos de rubio –el local florecía de gays a última hora de la noche, y ambas parroquias se mezclaban sin problemas– dirigía miradas insinuantes desde la mesa contigua. El tal Güemes les sonreía socarrón, muy en macho, y luego llamaba al camarero para pagar sus copas. Pura coexistencia pacífica.
–¿Cómo lo sabes?
–No, pues. Lo sabe todo Culiacán.
Cuatro días más tarde, gracias a una amiga de julio Bernal que tenía un sobrino relacionado con el negocio, César Batman Güemes y yo tuvimos una conversación extraña e interesante. Me habían invitado a una parrillada de carne en una casa de las colinas de San Miguel, en la parte alta de la ciudad. Allí, los narcos junior –de segunda generación–, menos ostentosos que sus padres que bajaron de la sierra, primero al barrio de Tierra Blanca y luego al asalto de las espectaculares mansiones de la colonia Chapultepec, empezaban a invertir en casas de aspecto discreto, donde el lujo solía reservarse para la familia y los invitados, de puertas adentro. El sobrino de la amiga de julio, hijo de un narco histórico de San José de los Hornos, de los que en su juventud anduvieron a balazos con policías y con bandas rivales –ahora cumplía una cómoda condena en la prisión de Puente Grande, Jalisco–, tenía veintiocho años y se llamaba Ernesto Samuelson. A cinco de sus primos y a un hermano mayor los habían matado a tiros otros narcos, o los federales, o los soldados, y él aprendió pronto la lección: estudios de derecho en Estados Unidos, negocios en el extranjero y nunca en suelo nacional, dinero blanqueado en una respetable compañía mejicana de tráilers y en criaderos panameños de camarón. Vivía en una casa de apariencia discreta con su mujer y sus dos hijos, conducía un sobrio Audi europeo, y pasaba tres meses al año en un sencillo apartamento de Miami, con un Golf en el garaje. De ese modo vives más tiempo, solía decir. En este oficio, lo que mata es la envidia.
Fue Ernesto Samuelson quien me presentó a César Batman Güemes bajo la palapa de caña y palma de su jardín, con una cerveza en una mano y un plato con carne demasiado hecha en la otra. Escribe novelas y películas, dijo, y nos dejó solos. El Batman Güemes hablaba suave y bajito, con largas pausas que empleaba en estudiarte de arriba abajo. No había leído un libro en su vida, pero le encantaba el cine. Hablamos de Al Pacino –El precio del poder, que en México se llamó Cara cortada, era su película favorita–, de Robert de Niro –Uno de los nuestros, Casino– y de cómo los directores y guionistas de Hollywood, esos hijos de la chingada, nunca sacaban a un narco gabacho y güero, sino que todos se apellidaban Sánchez y habían nacido al sur del río Bravo. Lo del narco güero me lo puso fácil, así que dejé caer el nombre del Güero Dávila; y mientras el otro me miraba tras los cristales de sus lentes con mucha atención y mucho silencio, rematé añadiendo el de Teresa Mendoza. Escribo su historia, concluí, consciente de que en ciertos lugares y con cierta clase de hombres, las mentiras siempre te explotan bajo la almohada. Y el Batman Güemes era tan peligroso, me habían advertido, que cuando subía a la sierra los coyotes encendían fogatas para que no se les acercara.
–Ha pasado un chingo de tiempo –dijo.
Le calculé menos de cincuenta años. Tenía la piel muy morena y un rostro inescrutable de marcados rasgos norteños. Luego supe que no era sinaloense sino de Álamos, Sonora, paisano de María Félix, y que había empezado como pollero y burrero, pasando emigrantes, hierba y polvo del cártel de Juárez en un camión de su propiedad, antes de ascender en la jerarquía: primero como operador del Señor de los Cielos, y al cabo propietario de una compañía de tráilers y otra de avionetas privadas que estuvo contrabandeando entre la sierra, Nevada y California, hasta que los norteamericanos endurecieron el espacio aéreo y cerraron casi todos los huecos en su sistema de radar. Ahora vivía medio tranquilo, de los ahorros invertidos en negocios seguros y de controlar algunos pueblos de campesinos gomeros sierra arriba, casi en la raya de Durango. Tenía un buen rancho por el rumbo de El Salado, con cuatro mil cabezas: Do Brasil, Angus, Bravo. También criaba caballos de raza para las parejeras, y gallos de pelea que le daban un costal de dinero cada octubre o noviembre, en los palenques de la feria ganadera.