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El gibraltareño dudó un poco, y después se puso las gafas mientras se levantaba, torpe. La triste imitación de un hombre humillado. Era evidente que buscaba algo que decir antes de retirarse, y que no se le ocurría nada. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Al fin salió en silencio: el pato dejando huellas negras, chof, chof, y con cara de vomitar antes de llegar a la calle. Teo trazaba una segunda línea azul en su cuaderno, debajo de la primera y tan recta como ella. Esta vez la remató con un círculo en cada extremo.
–Yo me iría –dijo– a Hong–Kong, Filipinas, Singapur, el Caribe o Panamá. Varios de mis representados operan con Gran Caimán, y están satisfechos: seiscientos ochenta bancos en una isla diminuta, a dos horas de avión de Miami. Sin ventanilla, dinero virtual, nada de impuestos, confidencialidad sagrada. Sólo están obligados a informar cuando hay pruebas de vínculo directo con actividad criminal notoria... Pero como no se exigen requisitos legales para la identificación del cliente, establecer esos vínculos resulta imposible.
Ahora miraba a las dos mujeres, y tres de cada cuatro veces se dirigía a Teresa. Me pregunto, reflexionó ésta, qué le habrá platicado la Teniente de mí. Dónde se sitúa cada cual. También se preguntó si ella misma vestía de forma adecuada: suéter holgado de canalé, tejanos, sandalias. Por un instante envidió el conjunto malva y gris de Valentino que Pati llevaba con la naturalidad de una segunda piel. La perra elegante.
El jerezano siguió exponiendo su plan: un par de sociedades no residentes situadas en el extranjero, cubiertas por bufetes de abogados con las cuentas bancarias adecuadas, para empezar. Y, a fin de no poner todos los huevos en el mismo cesto, la transferencia de algunas cantidades selectas, blanqueadas después de recorrer circuitos seguros, a depósitos fiduciarios y cuentas serias en Luxemburgo, Liechtenstein y Suiza. Cuentas dormidas, precisó, para no tocarlas, como fondo de seguridad a larguísimo plazo, o con dinero puesto en sociedades de gestión de patrimonios, negociación mobiliaria e inmobiliaria, títulos y cosas así. Dinero impecable, por si un día hubiera que dinamitar la infraestructura caribeña o saltara por los aires todo lo demás. –¿Lo veis claro?
–Parece apropiado –respondió Teresa.
–Sí. La ventaja es que ahora hay mucho movimiento de bancos españoles con las Caimán, y podemos camuflarnos entre ellos para las primeras entradas de dinero. Tengo un buen contacto en Georgetown: Mansue Johnson e Hijos. Consejeros de bancos, asesores fiscales y abogados. Hacen paquetes completos a medida.
–¿No es complicarse mucho la vida? –preguntó Pati. Fumaba un cigarrillo tras otro, acumulando colillas en el plato de su taza de café.
Teo había dejado la pluma sobre el cuaderno. Encogió los hombros.
–Depende de vuestros planes para el futuro. Lo que os hizo Eddie vale para el estado actual de los negocios: sota, caballo y rey. Pero si las cosas van a más, haréis bien en preparar una estructura que luego absorba cualquier ampliación, sin prisas y sin improvisaciones. –¿Cuánto tardarías en tenerlo todo a punto? –quiso saber Teresa.
La sonrisa de Teo era la misma de antes: contenida, un poco vaga, muy diferente a otras sonrisas de hombres que conservaba en la memoria. Y seguía gustándole; o tal vez es que ahora le gustaba esa clase de sonrisas porque no significaban nada. Simple, limpia, automática. Más un gesto educado que otra cosa, como el brillo de una mesa barnizada o la carrocería de un auto nuevo. No tenía nada comprometedor detrás: ni simpatía, ni sueños, ni debilidad, ni flaqueza, ni obsesiones. No pretendía engañar, convencer ni seducir. Sólo estaba allí porque iba ligada al personaje, nacida y educada con él como sus modales corteses o el nudo bien hecho de la corbata. El jerezano sonreía igual que trazaba aquellas líneas rectas en las hojas blancas del cuaderno. Y eso a Teresa la tranquilizaba. Para entonces había leído, y recordaba, y sabía mirar. La sonrisa de aquel hombre era de las que colocaban las cosas en su justo término. No sé si ocurrirá con él, se dijo. En realidad no sé si volveré a coger con alguien; pero si lo hago será con tipos que sonrían así.
–Según lo que tardéis en darme dinero para empezar. Un mes, como mucho. Está en función de que viajéis para los trámites, o hagamos venir a la gente apropiada, aquí o a un sitio neutral. Con una hora de firmas y papeleo estará todo resuelto... También es preciso saber quién se hace cargo de todo.
Se quedó a la espera de una respuesta. Lo había dicho en tono casual, ligero. Un detalle sin demasiada importancia. Pero seguía esperando y las miraba.
–Las dos –dijo Teresa–. Estamos juntas en esto. Teo tardó unos segundos en contestar. –Comprendo. Pero necesitamos una sola firma. Alguien que emita los faxes o haga la llamada telefónica oportuna. Hay cosas que yo puedo hacer, claro. Que tendré que hacer, si me dais poderes parciales. Pero una de vosotras debe tomar las decisiones rápidas.
Sonó la risa cínica de la Teniente O'Farrell. Una pinche risa de ex combatiente que se limpia con la bandera. –Eso es asunto suyo –señalaba a Teresa con el cigarrillo–. Los negocios exigen madrugar, y yo me levanto tarde.
Miss American Express. Teresa se preguntaba por qué Pati decidía jugar a eso, y desde cuándo. Adónde la empujaba a ella y para qué. Teo se echó atrás en la silla. Ahora repartía sus miradas al cincuenta por ciento. Ecuánime.
–Es mi obligación decirte que así lo dejas todo en sus manos.
–Claro.
–Bien –el jerezano estudió a Teresa–. Asunto resuelto, entonces.
Ya no sonreía, y su expresión era valorativa. Se hace las mismas preguntas respecto a Pati, se dijo Teresa. A nuestra relación. Calcula pros y contras. Hasta qué punto puedo dar beneficios. O problemas. Hasta qué punto puede darlos ella.
Entonces intuyó muchas de las cosas que iban a pasar.
Pati los miró largamente al salir de la reunión: cuando bajaban los tres en el ascensor y al cambiar las últimas impresiones paseando por los muelles del puerto deportivo, con Eddie Álvarez receloso y marginado en la puerta del bar Ke como quien acabara de recibir una pedrada y temiese otra, el fantasma de Punta Castor y quizá el recuerdo del sargento Velasco y de Cañabota agarrándolo por el gaznate. Pati tenía el aire pensativo, los ojos entornados y marcándole arruguitas, con un apunte de interés o de diversión, o de las dos cosas –interés divertido, diversión interesada– bailándole dentro, en alguna parte de aquella cabeza extraña. Era como si la Teniente O'Farrell sonriera sin hacerlo, burlándose un poco de Teresa, y también de ella misma, de todo y de todos. El caso es que estuvo observándolos así al salir de la reunión en el apartamento de Sotogrande, como si acabara de sembrar mota en la sierra y esperase el momento de levantar la cosecha, y continuó haciéndolo durante la conversación con Teo frente al puerto, y también durante semanas y meses, cuando Teresa y Teo Aljarafe empezaron a acercarse uno al otro. Y de vez en cuando a Teresa se le ahumaba el pescado y entonces iba a encararse con Pati para decir quihubo, vieja cabrona, desembucha lo que sea. Y entonces la otra sonreía de una manera distinta, abierta, como si ya no tuviera nada que ver. Decía ja, ja, encendía un cigarrillo, tomaba una copa, picaba bien menudita y pareja una culebrilla de coca o se ponía a hablar de cualquier cosa con aquella frivolidad suya tan perfecta –Teresa lo había adivinado con el tiempo y la costumbre– que nunca era frívola del todo, ni tampoco del todo sincera; o volvía a ser a veces, por un rato, la del principio: la Teniente O'Farrell distinguida, cruel, mordaz, la camarada de siempre, con ese atisbo de oscuridades que se dibujaban detrás, apuntalando la fachada. Después, y respecto a Teo Aljarafe, Teresa llegó a plantearse hasta qué punto su amiga había previsto, o adivinado, o propiciado –sacrificándose al propio designio como quien acepta las cartas de tarot que ella misma pone boca arriba–, muchas de las cosas que llegaron a ocurrir entre los dos, y que en cierto modo ocurrieron también entre los tres.
Teresa veía con frecuencia a Oleg Yasikov. Simpatizaba con aquel ruso grande y tranquilo, que veía el trabajo, el dinero, la vida y la muerte con una desapasionada fatalidad eslava que a ella le recordaba el carácter de ciertos mejicanos norteños. Se quedaban a tomar café o a dar un paseo después de alguna reunión de trabajo, o iban a cenar a casa Santiago, en el paseo marítimo de Marbella –al ruso le gustaban las colas de cigala al vino blanco–, con los guardaespaldas paseando por la acera de enfrente, junto a la playa. No era hombre de muchas palabras; pero cuando estaban a solas y charlaban, Teresa le oía decir, sin darles importancia, cosas que luego la tenían largo rato cavilando. Nunca intentaba convencer a nadie de nada, ni oponer un argumento a otro. No suelo discutir, comentaba. Me dicen ya será menos y digo ah, pues será. Después hago lo que creo conveniente. Aquel tipo, comprendió pronto Teresa, tenía un punto de vista, una manera precisa de entender el mundo y a los seres que lo poblaban:
no la pretendía ni razonable, ni piadosa. Sólo útil. A ella ajustaba su comportamiento y su objetiva crueldad. Hay animales, decía, que se quedan en el fondo del mar dentro de una concha. Otros salen exponiendo su piel desnuda y se la juegan. Algunos alcanzan la orilla. Se ponen en pie. Caminan. La cuestión es ver cuánto de lejos llegas antes de que se acabe el tiempo de que dispones. Sí. Lo que duras y qué consigues mientras duras. Por eso todo lo que ayuda a sobrevivir es imprescindible. Lo demás es superfluo. Prescindible, Tesa. En mi trabajo, como en el tuyo, hay que ajustarse al marco simple de esas dos palabras. Imprescindible. Prescindible. ¿Comprendes?... Y la segunda de esas palabras incluye la vida de los demás. O a veces la excluye.
Y no era tan hermético Yasikov, después de todo. Ningún hombre lo era. Teresa había aprendido que son los silencios propios, hábilmente administrados, los que hacen que los otros hablen. Y de ese modo, poco a poco, fue aproximándose al gangster ruso. Un abuelo de Yasikov había sido cadete zarista en tiempos de la Revolución bolchevique; y durante los difíciles años que siguieron, la familia conservó la memoria del joven oficial. Como muchos de los hombres de su clase, Oleg Yasikov admiraba el valor –eso, confesaría al fin, era lo que le hizo simpatizar con Teresa–; y una noche de vodka y conversación en la terraza del bar Salduba de Puerto Banús, ella detectó cierta vibración sentimental, casi nostálgica, en la voz del ruso cuando éste se refirió en pocas palabras al cadete y luego teniente del regimiento de caballería Nikolaiev, que tuvo tiempo de engendrar un hijo antes de desaparecer en Mongolia, o Siberia, fusilado en 1922 junto al barón Von Ungern. Hoy es el cumpleaños del zar Nicolás, dijo de pronto Yasikov, la botella de Smirnoff dos tercios vacía, volviendo el rostro a un lado como si el espectro del joven oficial del ejército blanco estuviese a punto de aparecer al extremo del paseo marítimo, entre los Rolls Royce y los Jaguar y los grandes yates. Luego levantó pensativo el vaso de vodka, mirándolo al trasluz, y lo mantuvo en alto hasta que Teresa hizo tintinear el suyo contra él, y ambos bebieron mirándose a los ojos. Y aunque Yasikov sonreía burlándose de sí mismo, ella, que apenas sabía nada del zar de Rusia y mucho menos de los abuelos oficiales de caballería fusilados en Manchuria, comprendió que, pese a la mueca del ruso, éste ejecutaba un serio ritual intimo donde ella intervenía de alguna forma privilegiada; y que su gesto de entrechocar el vaso era acertado, porque la aproximaba al corazón de un hombre peligroso y necesario. Yasikov volvió a llenar los vasos. Cumpleaños del zar, repitió. Sí. Y desde hace casi un siglo, incluso cuando esa fecha y esa palabra estaban proscritas en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, paraíso del proletariado, mi abuela y mis padres y después yo mismo brindábamos en casa con un vaso de vodka. Sí. A su memoria y a la del cadete Yasikov, del regimiento de caballería Nikolaiev. Todavía lo hago. Sí. Como ves. Esté donde esté. Sin abrir la boca. Incluida una vez durante los once meses que pasé pudriéndome de soldado. Afganistán. Después sirvió más vodka, hasta acabar la botella, y Teresa pensó que cada ser humano tiene su historia escondida; y que cuando una era lo bastante callada y paciente podía acabar conociéndola. Y que eso era bueno y aleccionador. Sobre todo era útil.
Los italianos, había dicho Yasikov. Teresa lo discutió al día siguiente con Pati OTarrell. Dice que los italianos quieren una reunión. Necesitan un transporte fiable para su cocaína, y él cree que nosotras podemos ayudarles con nuestra infraestructura. Están satisfechos con lo del hachís y desean subir las apuestas. Los viejos amos do fume gallegos les pillan lejos, tienen otras conexiones y además están muy seguidos por la policía. Así que han sondeado a Oleg para ver si estaríamos dispuestas a ocuparnos. A abrirles una ruta seria por el sur, que cubra el Mediterráneo.
–¿Y cuál es el problema?
–Que ya no habrá vuelta atrás. Si asumimos un compromiso, hay que mantenerlo. Eso requiere más inversiones. Nos complica la vida. Y más riesgos.
Estaban en Jerez, tapeando tortillitas de camarones y Tío Pepe en el bar Carmela, en las mesas bajo el viejo arco en forma de túnel. Era un sábado por la mañana, y el sol deslumbraba iluminando a la gente que paseaba por la plaza del Arenal: matrimonios de edad vestidos para el aperitivo, parejas con niños, grupos a la puerta de las tabernas, en torno a oscuros toneles de vino puestos en la calle a modo de mesas. Habían ido a visitar unas bodegas en venta, las Fernández de Soto: un edificio amplio con las paredes pintadas de blanco y almagre, patios espaciosos con arcos y ventanas enrejadas, y cavas enormes, frescas, llenas de barriles de roble negro con los nombres de los diferentes vinos escritos con tiza. Era un negocio en bancarrota, perteneciente a una familia que Pati definía como de las de toda la vida, arruinada por el gasto, los caballos de pura raza cartujana, y por una generación absolutamente negada para los negocios: dos hijos calaveras y juerguistas que aparecían de vez en cuando en las revistas del corazón –uno de ellos también en las páginas de sucesos, por corrupción de menores– y a quienes Pati conocía desde niña. La inversión fue recomendada por Teo Aljarafe. Conservamos las tierras de albariza que hay hacia Sanlúcar y la parte noble del edificio de Jerez, y en la otra mitad del solar urbano construimos apartamentos. Cuantos más negocios respetables tengamos a mano, mejor. Y una bodega con nombre y solera da caché. Pati se había reído mucho con aquello del caché. El nombre y solera de mi familia no me hicieron respetable en absoluto, dijo. Pero la idea le parecía buena. Así que se fueron las dos a Jerez, vestida Teresa de señora para la ocasión, chaqueta y falda gris con zapatos negros de tacón, el pelo recogido en la nuca y la raya en medio, dos sencillos aros de plata como pendientes. De joyas, había aconsejado Pati, usa las menos posibles, y siempre buenas. Y bisutería, ni de lujo. Sólo hay que gastarse el dinero en pendientes y en relojes. Alguna pulsera discreta en ocasiones, o ese semanario que llevas de vez en cuando. Una cadena de oro al cuello, fina. Mejor cadena o cordón que collar; pero si lo llevas que sea valioso: coral, ámbar, perlas... Auténticas, claro. Es como los cuadros en las casas. Mejor una buena litografía o un hermoso grabado antiguo que un mal cuadro. Y mientras Pati y ella visitaban el edificio de las bodegas, acompañadas por un obsequioso administrador acicalado a las once de la mañana como si acabara de llegar de la Semana Santa de Sevilla, aquellos techos altos, las estilizadas columnas, la penumbra y el silencio, le recordaron a Teresa las iglesias mejicanas construidas por los conquistadores. Era singular, pensaba, cómo algunos viejos lugares de España le producían la certeza de encontrarse con algo que ya estaba en ella. Como si la arquitectura, las costumbres, el ambiente, justificasen muchas cosas que había creído propias sólo de su tierra. Yo estuve aquí, pensaba de pronto al doblar una esquina, en una calle o ante el pórtico de un caserón o una iglesia. Híjole. Hay algo mío que anduvo por este rumbo y que explica parte de lo que soy.
–Si con los italianos nos limitamos al transporte, todo seguirá como siempre –dijo Pati–. Al que trincan, paga. Y ése no sabe nada. La cadena se corta ahí: ni propietarios ni nombres. No veo el riesgo por ninguna parte. Acometía la última tortilla de camarones, bajo el contraluz del arco que le doraba el pelo, bajando la voz al hablar. Teresa encendió un Bisonte.
–No me refiero a esa clase de riesgos –repuso. Yasikov había sido muy preciso. No quiero engañarte, Tesa, fue su comentario en la terraza de Puerto Banús. La Camorra, la Mafia y la N'Drangheta son gente dura. Con ellos hay mucho que ganar si todo va bien. Si algo falla hay también mucho que perder. Y al otro lado tendrás a los colombianos. Sí. Tampoco son monjas. No. La parte positiva es que los italianos trabajan con la gente de Cali, menos violenta que los descerebrados de Medellín, Pablo Escobar y toda esa pandilla de psicópatas. Si entras en esto, será para siempre. No es posible bajar de un tren en marcha. No. Los trenes son buenos si en ellos hay clientes. Malos si lo que hay son enemigos. ¿No has visto nunca Desde Rusia con amor?... El malvado que se enfrenta a James Bond en el tren era un ruso. Y no te hago una advertencia. No. Un consejo. Sí. Los amigos son amigos hasta que... Empezaba a decir eso cuando Teresa lo interrumpió. Hasta que dejan de serlo, zanjó. Y sonreía. Yasikov la había observado fijamente, serio de pronto. Eres una mujer muy lista, Tesa, dijo después de quedarse callado un momento. Aprendes rápido, de todo y de todos. Sobrevivirás.
–¿Y Yasikov? –preguntó Pati–. ¿No entra? –Es astuto, y prudente –Teresa miraba pasar a la gente por la embocadura del arco que daba al Arenal–. Como decimos en Sinaloa, lo suyo es un plan con maña: desea entrar, pero no ser quien dé el primer paso. Si estamos dentro, se aprovechará. Con nosotras encargándonos del transporte, puede asegurar un suministro fiable para su gente, y además bien controlado. Pero antes desea chequear el sistema. Los italianos le dan la oportunidad de probar con pocos riesgos. Si todo funciona, irá adelante. Si no, seguirá como hasta ahora. No quiere comprometer su posición aquí.
–¿Merece la pena?
–Según. Si lo hacemos bien, es un chingo de lana. Pati tenía cruzadas las piernas: falda chanel, zapatos de tacón beige. Movía un pie como siguiendo el ritmo de una música que Teresa no podía escuchar.
–Bueno. Tú eres la gerente del negocio –inclinó a un lado la cabeza, todas aquellas arruguitas en torno a los ojos–. Por eso es cómodo trabajar contigo.
–Ya te he dicho que hay riesgos. Nos pueden romper la madre. A las dos.
La risa de Pati hizo que la camarera que estaba en la puerta del bar se volviera a mirarlas.
–Ya me la rompieron antes. Así que decide tú. Eres mi chica.
Seguía observándola de aquella manera. Teresa no dijo nada. Tomó su copa de fino y se la llevó a los labios. Con el sabor del tabaco en la boca, el vino le supo amargo. –¿Se lo has dicho a Teo? –preguntó Pati.
–Todavía no. Pero viene a Jerez esta tarde. Tendrá que estar al corriente, claro.
Pati abrió el bolso para pagar la cuenta. Sacó un fajo de billetes grueso, muy poco discreto, y algunos cayeron al suelo. Se inclinó a recogerlos.
–Claro –dijo.
Había algo de lo hablado con Yasikov en Puerto Banús que Teresa no le contó a su amiga. Algo que la obligaba a mirar en torno con disimulado recelo. Que la mantenía lúcida y atenta, complicando sus reflexiones en los amaneceres grises que seguían desvelándola. Hay rumores, había apuntado el ruso. Sí. Cosas. Alguien me ha dicho que se interesan por ti en México. Por alguna razón que ignoro –la escrutaba al decir aquello– has despertado la atención de tus paisanos. O el recuerdo. Preguntan si eres la misma Teresa Mendoza que abandonó Culiacán hace cuatro o cinco años... ¿Eres?
Sigue hablando, había pedido Teresa. Y Yasikov encogió los hombros. Sé muy poco más, dijo. Sólo que preguntan por ti. Un amigo de un amigo. Sí. Le encargaron que averigüe en qué pasos andas, y si es cierto que vas para arriba en el negocio. Que además del hachís puedes meterte en la coca. Por lo visto en tu tierra hay gente preocupada porque los colombianos, ya que tus compatriotas les cierran ahora el paso a los Estados Unidos, se dejen caer por aquí. Sí. Y una mejicana de por medio, que también es casualidad, no debe de agradarles mucho. No. Sobre todo si ya la conocían. De antes. Así que ten cuidado, Tesa. En este negocio, tener un pasado no es malo ni bueno, siempre que no llames la atención. Y a ti te van las cosas demasiado bien como para no llamarla. Tu pasado, ese del que nunca me hablas, no es asunto mío. Niet. Pero si dejaste cuentas pendientes, te expones a que alguien quiera resolverlas.
Mucho tiempo atrás, en Sinaloa, el Güero Dávila la había llevado a volar. Era la primera vez. Después de aparcar la Bronco iluminando con los faros el edificio de techo amarillo del aeropuerto y saludar a los guachos que montaban guardia junto a la pista llena de avionetas, despegaron casi al alba, para ver salir el sol sobre las montañas. Teresa recordaba al Güero a su lado en la cabina de la Cessna, los rayos de luz reflejándose en los cristales verdes de sus gafas de sol, las manos posadas en los mandos, el ronroneo del motor, la efigie del santo Malverde colgada del tablero –Dios vendiga mi camino y permita mi regreso–; y la Sierra Madre de color nácar, con destellos dorados en el agua de los ríos y las lagunas, los campos con sus manchas verdes de mariguana, la llanura fértil y a lo lejos el mar. Aquel amanecer, visto desde allá arriba con los ojos abiertos por la sorpresa, el mundo le pareció a Teresa limpio y hermoso.
Pensaba en eso ahora, en una habitación del hotel Jerez, a oscuras, con sólo la luz exterior del jardín y la piscina recortando las cortinas de la ventana. Teo Aljarafe ya no estaba allí, y la voz de José Alfredo sonaba en el pequeño estéreo situado junto al televisor y al vídeo. Estoy en el rincón de una cantina, decía. Oyendo una canción que yo pedí. El Güero le había contado que José Alfredo Jiménez murió borracho, componiendo sus últimas canciones en cantinas, anotadas las letras por amigos porque ya no era capaz ni de escribir. Tu recuerdo y yo, se llamaba aquélla. Y tenía todo el aire de ser de las últimas.
Había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Teo llegó a media tarde para la firma de los papeles de la bodega Fernández de Soto. Después tomaron una copa para celebrarlo. Una y varias. Pasearon los tres, Teresa, Pati y el, por la parte vieja de la ciudad, antiguos palacios e iglesias, calles llenas de tascas y bares. Y en la barra de uno de ellos, cuando Teo se inclinó para encenderle el cigarrillo que acababa de llevarse a la boca, Teresa sintió la mirada del hombre. Cuánto tiempo hace, se dijo de pronto. Cuánto tiempo que no. Le gustaban su perfil de águila española, las manos morenas y seguras, aquella sonrisa desprovista de intenciones y compromisos. También Pati sonreía aunque de una forma diferente, como de lejos. Resignada. Fatalista. Y justo cuando acercaba su rostro a las manos del hombre, que protegía la llama en el hueco de los dedos, oyó decir a Pati: tengo que irme, vaya, acabo de recordar algo urgente. Os veo luego. Teresa se había vuelto para decir no, espera, voy contigo, no me dejes aquí; pero la otra ya se alejaba sin mirar atrás, el bolso al hombro, de manera que Teresa se quedó viéndola irse mientras sentía los ojos de Teo. En ese momento se preguntó si Pati y él habrían hablado antes. Qué habrían dicho. Qué dirían después. Y no, pensó como un latigazo. Ni modo. No hay que mezclar las bebidas. No puedo permitirme cierta clase de lujos. Yo también me voy. Pero algo en su cintura y su vientre la obligaba a quedarse: un impulso denso y fuerte, compuesto de fatiga, de soledad, de expectación, de pereza. Quería descansar. Sentir la piel de un hombre, unos dedos en su cuerpo, una boca contra la suya. Perder la iniciativa durante un rato y abandonarse en manos de alguien que actuara por ella. Que pensara en su lugar. Entonces recordó la media foto que llevaba en el bolso, dentro de la cartera. La chava de ojos grandes con un brazo masculino sobre los hombros, ajena a todo, contemplando un mundo que parecía visto desde la cabina de una Cessna en un amanecer de nácar. Se volvió al fin, despacio, deliberadamente. Y mientras lo hacía pensaba pinches hombres cabrones. Siempre están listos, y rara vez se plantean estas cosas. Tenía la certeza absoluta de que, tarde o temprano, uno de los dos, o quizá los dos, pagarían por lo que estaba a punto de ocurrir.
Allí estaba ahora, sola. Oyendo a José Alfredo. Todo había ocurrido de modo previsible y tranquilo, sin palabras excesivas ni gestos innecesarios. Tan aséptico como la sonrisa de un Teo experimentado, hábil y atento. Satisfactorio en muchos sentidos. Y de pronto, ya casi hacia el final de los varios finales a los que él la condujo, la mente ecuánime de Teresa se encontró de nuevo mirándola –mirándose– como otras veces, desnuda, saciada al fin, el cabello revuelto sobre la cara, serena tras la agitación, el deseo y el placer, sabiendo que la posesión por parte de otros, la entrega a ellos, había terminado en la piedra de León. Y se vio pensando en Pati, su estremecimiento cuando la besó en la boca en el chabolo de la cárcel, la forma en que los observaba mientras Teo encendía su cigarrillo en la barra del bar. Y se dijo que tal vez lo que Pati pretendía era exactamente eso. Empujarla hacia sí misma. Hacia la imagen en los espejos que tenía aquella mirada lúcida y no se engañaba nunca.
Después de marcharse Teo ella había ido bajo la ducha, con el agua muy caliente y el vapor empañando el espejo del cuarto de baño, y se frotó la piel con jabón, lenta, minuciosamente, antes de vestirse y salir a la calle y pasear sola. Anduvo al azar hasta que en una calle estrecha con ventanas enrejadas oyó, sorprendida, una canción mejicana. Que se me acabe la vida frente a una copa de vino. Y no es posible, se dijo. No puede ser que eso ocurra ahora, aquí. Así que alzó el rostro y vio el rótulo en la puerta: El Mariachi. Cantina mejicana. Entonces rió casi en voz alta, porque comprendió que la vida y el destino trenzan juegos sutiles que a veces resultan obvios. Chale. Empujó la puerta batiente y entró en una auténtica cantina con botellas de tequila tras el mostrador y un camarero joven y gordito que servía cervezas Corona y Pacífico a la gente que estaba allí, y ponía en el estéreo cedés de José Alfredo. Pidió una Pacífico sólo por tocar su etiqueta amarilla y se llevó la botella a los labios, un sorbito para paladear el sabor que tantos recuerdos le traía, y después pidió un Herradura Reposado que le sirvieron en su auténtico caballito de cristal largo y estrecho. Ahora José Alfredo decía por qué viniste a mí buscando compasión, si sabes que en la vida le estoy poniendo letra a mi última canción. En ese momento Teresa sintió una felicidad intensa, tan fuerte que se sobrecogió. Y pidió otro tequila, y luego otro más al camarero que había reconocido su acento y sonreía amable. Cuando estaba en las cantinas, empezó otra canción, no sentía ningún dolor. Sacó un puñado de billetes del bolso y dijo al camarero que le diera una botella de tequila sin abrir, y que también le compraba aquellas rolas que estaba oyendo. No puedo vendérselas, dijo el joven, sorprendido. Entonces sacó más dinero, y luego más, y le llenó el mostrador al asombrado camarero, que terminó dándole, con la botella, los dos cedés dobles de José Alfredo, Las 100 CUsicas se llamaban, cuatro discos con cien canciones. Puedo comprar cualquier cosa, pensó ella absurdamente –o no tan absurdamente, después de todo– cuando salió de la cantina con su botín, sin importarle que la gente la viese con una botella en la mano. Fue hasta la parada de taxis –sentía moverse raro el suelo bajo sus pies– y regresó a la habitación del hotel.
Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento rumbo a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación en penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. Quihubo, morra. Me pregunto cómo me ven los demás, y ojalá me vean desde bien relejos. ¿Cómo era aquello? Necesidad de un hombre. Órale. Enamorarse. Ya no. Libre, era quizá la palabra, pese a que sonase grandilocuente, excesiva. Ni siquiera iba a misa ya. Miró hacia arriba, al techo oscuro, y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La Que Se Fue.