174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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Se estremeció de nuevo. Sobre las sábanas, a su lado, estaba la foto rota. Daba mucho frío ser libre.

11. Yo no se matar, pero voy a aprender

La casa cuartel de la Guardia Civil de Galapagar está en las afueras del pueblo, situado cerca de El Escorial: casitas adosadas para las familias de los guardias y un edificio más grande para la comandancia, con el paisaje nevado y gris de las montañas como fondo. Justo –paradojas de la vida– detrás de unas casas prefabricadas, de buen aspecto, que albergan una comunidad de raza gitana con la que mantiene una vecindad que desmiente los viejos tópicos lorquianos de Heredias, Camborios y parejas de tricornios charolados. Después de identificarme en la puerta dejé el coche en el aparcamiento vigilado; y una guardia alta, rubia –en su uniforme era verde hasta la cinta que le sujetaba la cola de caballo bajo la gorra teresiana–, me condujo hasta el despacho del capitán Víctor Castro: una pequeña habitación con un ordenador sobre la mesa y una bandera española en la pared, junto a la que estaban colgados, a modo de adornos o trofeos, un viejo Máuser Coruña del año 45 y un fusil de asalto Kalashnikov AKM.

–Sólo puedo ofrecerle un café espantoso –me dijo.

Acepté el café, que él mismo trajo de la máquina que estaba en el pasillo, removiendo el brebaje con una cucharilla de plástico. Era infame, en efecto. En cuanto al capitán Castro, resultó ser uno de esos hombres con los que puedes simpatizar al primer vistazo: serio, de modales eficientes, impecable con su guerrera verde y el pelo gris cortado a cepillo, el bigote alatristesco que también empezaba a encanecer, la mirada tan directa y franca como el apretón de manos que me había dispensado al recibirme. Tenía cara de hombre honrado; y tal vez eso, entre otras cosas, animó a sus superiores, tiempo atrás, a encomendarle durante cinco años la jefatura del grupo Delta Cuatro, en la Costa del Sol. Según mis noticias, la honradez del capitán Castro resultó, a la postre, incómoda hasta para sus propios mandos. Eso explicaba quizás que yo estuviera visitándolo en un pueblo perdido de la sierra de Madrid, en una comandancia con treinta guardias cuya jefatura correspondía a una graduación inferior a la suya, y que me hubiese costado cierto trabajo –influencias, viejos amigos– que la Dirección General de la Guardia Civil autorizase aquella entrevista. Como apuntó más tarde, filosófico, el propio capitán Castro cuando me acompañaba cortésmente al coche, los Pepitos Grillo nunca hicieron –hicimos, dijo con sonrisa estoica– carrera en ninguna parte.

Ahora hablábamos de esa carrera, él sentado tras la mesa de su pequeño despacho, con ocho cintas multicolores de condecoraciones cosidas en el lado izquierdo de su guerrera, y yo con mi café. O, para ser exactos, hablábamos de cuando se ocupó por primera vez de Teresa Mendoza, a partir de una investigación sobre el asesinato de un guardia de la comandancia de Manilva, el sargento Iván Velasco, a quien describió –el capitán era muy cuidadoso eligiendo las palabras– como un agente de cuestionable honestidad; mientras que otros a quien consulté previamente sobre el personaje –entre ellos el ex policía Nino Juárez– lo habían definido como un completísimo hijo de puta.

A Velasco lo mataron de una forma sospechosa –explicó–. De modo que trabajamos un poco en eso.

Algunas coincidencias con episodios de contrabando, entre ellos el asunto de Punta Castor y la muerte de Santiago Fisterra, nos hicieron relacionarlo con la salida de la cárcel de Teresa Mendoza. Aunque nada pudo probarse, eso me llevó hasta ella, y con el tiempo terminé por especializarme en la Mejicana: vigilancia, grabaciones en vídeo, teléfonos intervenidos por orden judicial... Ya sabe –me miraba dando por sentado que yo sabía–. Mi trabajo no era perseguir el tráfico de droga, sino investigar su ambiente. La gente a la que la Mejicana compraba y corrompía, que con el tiempo fue mucha. Eso incluyó a banqueros, jueces y políticos. También a gente de mi propia empresa: aduaneros, guardias civiles y policías.

La palabra policías me hizo asentir, interesado. Vigilar al vigilante.

–¿Cuál fue la relación de Teresa Mendoza con el comisario Nino Juárez? –pregunté.

Dudó un momento, y parecía que calculaba el valor, o la vigencia, de cada cosa que iba a decir. Después hizo un gesto ambiguo.

–No hay mucho que yo pueda decirle que no publicaran en su momento los periódicos... La Mejicana consiguió infiltrarse incluso en el DOCS. Juárez terminó trabajando para ella, como tantos otros.

Puse el vasito de plástico sobre la mesa y me quedé así, un poco inclinado hacia adelante.

–¿Nunca intentó comprarlo a usted?

El silencio del capitán Castro se hizo incómodo. Miraba el vaso, inexpresivo. Por un momento temí que la entrevista hubiese terminado. Ha sido un placer, caballero. Adiós y hasta la vista.

–Yo comprendo las cosas, ¿sabe? –dijo al fin–... Entiendo, aunque no lo justifique, que alguien que cobra un sueldo reducido vea la oportunidad si le dicen: oye, mañana cuando estés en tal sitio, en vez de allí mira hacia allá. Y a cambio pone la mano y obtiene un fajo de billetes. Es humano. Cada uno es cada uno. Todos queremos vivir mejor de lo que vivimos... Lo que pasa es que unos tienen límites, y otros no.

Se quedó callado otra vez y alzó los ojos. Tiendo a dudar de la inocencia de la gente, pero de aquella mirada no dudé. Aunque en el fondo nunca se sabe. De cualquier modo, me habían hablado antes del capitán Víctor Castro, número tres de su promoción, siete años en Intxaurrondo, uno de destino voluntario en Bosnia, medalla al mérito policial con distintivo rojo.

–Naturalmente que intentaron comprarme –dijo–. No fue la primera vez, ni la última –ahora se permitía una sonrisa suave, casi tolerante–. Incluso en este pueblo lo intentan de vez en cuando, en otra escala. Un jamón en Navidad de un constructor, una invitación de un concejal... Estoy convencido de que cada cual tiene un precio. Quizás el mío era demasiado alto. No sé. Lo cierto es que a mí no me compraron.

–¿Por eso está aquí?

–Es un buen puesto –me miraba impasible–. Tranquilo. No me quejo.

–¿Es verdad, como cuentan, que Teresa Mendoza llegó a tener contactos en la Dirección General de la Guardia Civil?

–Eso debería preguntarlo en la Dirección General. –¿Y es cierto que trabajó usted con el juez Martínez Pardo en una investigación que fue paralizada por el ministerio de justicia?

–Le digo lo de antes. Pregúnteselo al ministerio de justicia.

Asentí, aceptando sus reglas. Por alguna razón, aquel malísimo café en vaso de plástico acentuaba mi simpatía por él. Recordé al ex comisario Nino Juárez en la mesa de casa Lucio, saboreando su Viña Pedrosa del 96. ¿Cómo lo había explicado mi interlocutor un momento antes? Sí. Cada uno es cada uno.

–Hábleme de la Mejicana –dije.

Al mismo tiempo saqué del bolsillo una copia de la fotografía tomada desde el helicóptero de Aduanas, y la puse sobre la mesa: Teresa Mendoza iluminada en plena noche entre una nube de agua pulverizada que la luz hacía centellear a su alrededor, el rostro y el pelo mojados, las manos apoyadas en los hombros del piloto de la planeadora. Corriendo a cincuenta nudos hacia la piedra de León y su destino. Ya conozco esa foto, dijo el capitán Castro. Pero estuvo mirándola un rato, pensativo, antes de empujarla de nuevo hacia mí.

–Fue muy lista y muy rápida –añadió un momento después–. Su ascenso en aquel mundo tan peligroso fue una sorpresa para todos. Corrió riesgos y tuvo suerte... De esa mujer que acompañaba a su novio en la planeadora hasta la que yo conocí, hay mucho camino. Usted ha visto los reportajes de prensa, supongo. Las fotos en el ¡Hola! y demás. Se refinó mucho, obtuvo unos modales y una cultura. Y se hizo poderosa. Una leyenda, dicen. La Reina del Sur. Los periodistas la apodaron así... Para nosotros siempre fue la Mejicana.

–¿Mató?

–Pues claro que mató. O lo hicieron por ella. En ese negocio, matar forma parte del asunto. Pero fíjese qué astuta. Nadie pudo probarle nada. Ni una muerte, ni un tráfico. Cero pelotero. Hasta la Agencia Tributaria anduvo tras ella, a ver si por ahí podía hincársele el diente. Nada... Sospecho que compró a quienes la investigaban.

Creí detectar un matiz de amargura en sus palabras. Lo observé, curioso, pero se echó hacia atrás en la silla. No sigamos por ese camino, decía su gesto. Es salirse de la cuestión, y de mis competencias.

–¿Cómo llegó tan aprisa y tan alto?

–Ya he dicho que era lista y tuvo suerte. Llegó justo cuando las mafias colombianas buscaban rutas alternativas en Europa. Pero además fue una innovadora... Si ahora los marroquíes son los amos del tráfico en ambas orillas del Estrecho, es gracias a ella. Empezó a apoyarse más en esa gente que en los traficantes gibraltareños o españoles, y convirtió una actividad desordenada, casi artesanal, en una empresa eficiente. Hasta le cambió el aspecto a sus empleados. Los hacía vestirse correctos, nada de cadenas gordas de oro y moda hortera: trajes sencillos, coches discretos, apartamentos en vez de casas lujosas, taxis para acudir a citas de trabajo... Y así, hachís marroquí aparte, fue quien montó las redes de la cocaína hacia el Mediterráneo oriental, desplazando a las otras mafias y a los gallegos que pretendían establecerse allí. Nunca manejó carga propia, que nosotros supiéramos. Pero casi todo el mundo dependía de ella.

La clave, siguió contándome el capitán Castro, consistía en que la Mejicana utilizó su experiencia técnica sobre el uso de planeadoras para las operaciones a gran escala. Las lanchas tradicionales eran las Phantom de casco rígido y limitada autonomía, propensas a averiarse con mala mar; y fue ella la primera en comprender que una semirrígida soportaba mejor el mal tiempo porque sufría menos. Así que organizó una flotilla de Zodiac, llamadas gomas en el argot del Estrecho: neumáticas que en los últimos años llegaron hasta los quince metros de eslora, a veces con tres motores, el tercero no para correr más –la velocidad límite continuaba en torno a los cincuenta nudos– sino para mantener la potencia. El mayor tamaño permitía, además, llevar reservas de combustible. Mayor autonomía y más carga a bordo. Así pudo trabajar con buena y con mala mar en lugares alejados del Estrecho: la desembocadura del Guadalquivir, Huelva y las costas desiertas de Almería. A veces llegaba hasta Murcia y Alicante, recurriendo a pesqueros o yates particulares que hacían de nodrizas y permitían repostar en alta mar. Montó operaciones con barcos que venían directamente de Sudamérica, y utilizó la conexión marroquí, la entrada de cocaína por Agadir y Casablanca, para organizar transportes aéreos desde pistas escondidas en las montañas del Rif a pequeños aeródromos españoles que ni siquiera figuraban en los mapas. También puso de moda los llamados bombardeos: paquetes de veinticinco kilos de hachís o de coca envueltos en fibra de vidrio y provistos de flotadores, que se arrojaban al mar y eran recuperados por lanchas o pesqueros. Nada de eso, explicó el capitán Castro, lo había hecho nadie antes en España. Los pilotos de Teresa Mendoza, reclutados entre los que volaban en avionetas de fumigación, podían aterrizar y despegar en carreteras de tierra y pistas de doscientos metros. Volaban bajo, con luna, entre las montañas y a poca altura sobre el mar, aprovechando que los radares marroquíes eran casi inexistentes, y que el sistema español de detección aérea tenía, o tiene –el capitán formaba un círculo enorme con las manos– agujeros de este tamaño. Sin excluir que alguien, debidamente engrasado, cerrase los ojos cuando un eco sospechoso aparecía en la pantalla.

–Todo lo confirmamos más tarde, cuando una Cessna Skymaster se estrelló cerca de Tabernas, en Almería, cargada con doscientos kilos de cocaína. El piloto, un polaco, resultó muerto. Sabíamos que era cosa de la Mejicana; pero nadie pudo probar nunca esa conexión. Ni ninguna otra.

Se detuvo ante el escaparate de la librería Alameda. En los últimos tiempos compraba muchos libros. Cada vez tenía más en casa, alineados en estantes o puestos de cualquier manera sobre los muebles. Leía por la noche hasta tarde, o sentada durante el día en las terrazas frente al mar. Algunos eran sobre México. Había encontrado en aquella librería malagueña varios autores de su tierra: novelas policíacas de Paco Ignacio Taibo II, un libro de cuentos de Ricardo Garibay, una Historia de la Conquista de Nueva España escrita por un tal Bernal Díaz del Castillo que había estado con Cortés y la Malinche, y un volumen de las obras completas de Octavio Paz –nunca había oído hablar antes de ese señor Paz, pero tenía todos los visos de ser importante allá– que se titulaba El peregrino en su patria. Lo leyó todo despacio, con dificultad, saltándose muchas páginas que no comprendía. Pero lo cierto era que se le quedaron cosas en la cabeza: un poso de algo nuevo que la hizo reflexionar sobre su tierra –aquel pueblo orgulloso, violento, tan bueno y desgraciado al mismo tiempo, siempre lejos de Dios y tan cerca de los pinches gringos– y sobre sí misma. Eran libros que obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes. Además, leía diarios y procuraba ver los informativos de la televisión. Eso, y las telenovelas que ponían por la tarde; aunque ahora dedicaba más tiempo a leer que a otra cosa. La ventaja de los libros, como descubrió cuando estaba en El Puerto de Santa María, era que podías apropiarte de las vidas, historias y reflexiones que encerraban, y nunca eras la misma al abrirlos por primera vez que al terminarlos. Personas muy inteligentes habían escrito algunas de aquellas páginas; y si eras capaz de leer con humildad, paciencia y ganas de aprender, no te defraudaban nunca. Hasta lo que no comprendías quedaba ahí, en un rinconcito de la cabeza; listo para que el futuro le diera sentido convirtiéndolo en cosas hermosas o útiles. De ese modo, El conde de Montecristo y Pedro Páramo, que por diferente razón seguían siendo sus favoritas –las leyó una y otra vez hasta perder la cuenta–, eran ya rumbos familiares, que llegaba a dominar casi del todo. El libro de Juan Rulfo fue un desafío desde el principio, y ahora la satisfacía pasar sus páginas y comprender: Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre... Había descubierto fascinada, estremecida de placer y de miedo, que todos los libros del mundo hablaban de ella.

Y ahora miraba el escaparate, en busca de una portada que le llamara la atención. Ante los libros desconocidos solía guiarse por las portadas y los títulos. Había uno de una mujer llamada Nina Berberova que leyó por el retrato que tenía en la tapa de una joven tocando el piano; y la historia la atrajo tanto que procuró encontrar otros títulos de la misma autora. Como se trataba de una rusa, le regaló el libro –La acompañante, se llamaba– a Oleg Yasikov, que no era lector de nada que no fuese la prensa deportiva o algo relacionado con los tiempos del zar. Menudo bicho esa pianista, había comentado el gangster unos días más tarde. Lo que demostraba que al menos hojeó el libro.

Aquélla era una mañana triste, algo fría para Málaga. Había llovido, y una leve bruma flotaba entre la ciudad y el puerto, agrisando los árboles de la Alameda. Teresa estaba mirando una novela del escaparate que se llamaba El maestro y Margarita. La portada no era muy atractiva, pero el nombre del autor sonaba a ruso, y eso la hizo sonreír pensando en Yasikov y en la cara que pondría cuando le llevara el libro. Iba a entrar a comprarlo cuando se vio reflejada en un espejo publicitario que estaba junto a la vitrina: cabello recogido en una coleta, aretes de plata, ningún maquillaje, un elegante tres cuartos de piel negra sobre tejanos y botas camperas de cuero marrón. A su espalda discurría el escaso tráfico en dirección al puente de Tetuán, y poca gente caminaba por la acera. De pronto todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón y el pensamiento quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo. Antes, incluso, de interpretar nada. Pero resultaba inequívoco, viejo y conocido: La Situación. Había visto algo, pensó atropelladamente, sin volverse, inmóvil ante el espejo que le permitía mirar sobre el hombro. Asustada. Algo que no encajaba en el paisaje y que no lograba identificar. Un día –recordó las palabras del Güero Dávila– alguien se acercará a ti. Alguien a quien tal vez conozcas. Escudriñó atenta el campo visual que le procuraba el espejo, y entonces se percató de la presencia de los dos hombres que cruzaban la calle desde el paseo central de la Alameda, sin prisas, sorteando automóviles. Latía una nota familiar en ambos, pero de eso se dio cuenta unos segundos después. Antes le llamó la atención un detalle: pese al frío, los dos llevaban las chaquetas dobladas sobre el brazo derecho. Entonces sintió un espanto ciego, irracional, muy antiguo, que había creído no volver a sentir en la vida. Y sólo cuando entró precipitadamente en la librería y estaba a punto de preguntarle al dependiente por una salida en la parte de atrás, cayó en la cuenta de que había reconocido al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez.

Corrió de nuevo. En realidad no había dejado de hacerlo desde que sonó el teléfono en Culiacán. Una huida hacia adelante, sin rumbo, que la llevaba a personas y lugares imprevistos. Apenas salió por la puerta de atrás, los músculos crispados a la espera de un plomazo, corrió por la calle Panaderos sin importarle llamar la atención, pasó junto al mercado –de nuevo el recuerdo de aquella primera fuga– y allí siguió caminando deprisa hasta llegar a la calle Nueva. El corazón le iba a seis mil ochocientas vueltas por minuto, como si tuviera dentro un cabezón trucado. Tacatacatac. Tacatacatac. Se volvía a mirar atrás de vez en cuando, confiando en que los dos gatilleros siguieran esperándola en la librería. Aflojó el paso cuando estuvo a punto de resbalar en el suelo mojado. Más serena y razonando. Te vas a romper la madre, se dijo, Así que tómalo con calma. No te apendejes y piensa. No en lo que hacen esos dos batos aquí, sino en cómo librarte de ellos. Cómo ponerte a salvo. Los porqués ya tendrás tiempo de considerarlos mas tarde, si es que sigues viva.

Imposible recurrir a un policía, ni regresar a la Cherokee con asientos de cuero –aquella ancestral afición sinaloense por las rancheras todo terreno– que tenía aparcada en el subterráneo de la plaza de la Marina. Piensa, se dijo de nuevo. Piensa, o te puedes morir ahorita. Miró alrededor, desamparada. Estaba en la plaza de la Constitución, a pocos pasos del hotel Larios. A veces Pati y ella, cuando iban de compras, tomaban un aperitivo en el bar del primer piso, un lugar agradable desde el que podía verse –vigilarse, en este caso– un buen trecho de la calle. El hotel, naturalmente. Órale. Sacó el teléfono del bolso mientras cruzaba el portal y subía las escaleras. Bip, bip, bip. Aquél era un problema que sólo podía resolverle Oleg Yasikov.

Le fue difícil conciliar el sueño esa noche. Salía de la duermevela entre sobresaltos, y más de una vez escuchó, alarmada, una voz que gemía en la oscuridad, descubriendo al cabo que era la suya. Las imágenes del pasado y del presente se mezclaban en su cabeza: la sonrisa del Gato Fierros, la sensación de quemazón entre los muslos, los estampidos de una Colt Doble Águila, la carrera medio desnuda entre los arbustos que le arañaban las piernas. Como de ayer, como de ahora mismo, parecía. Al menos tres veces oyó los golpes que uno de los guardaespaldas de Yasikov daba en la puerta del dormitorio. Dígame si se encuentra bien, señora. Si necesita algo. Antes del amanecer se vistió y salió al saloncito. Uno de los hombres dormitaba en el sofá, y el otro levantó los ojos de una revista antes de ponerse en pie, despacio. Un café, señora. Una copa de algo. Teresa negó con la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana que daba al puerto de Estepona. Yasikov le había facilitado el apartamento. Quédate cuanto quieras, dijo. Y evita ir por tu casa hasta que todo vuelva al orden. Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos. Uno con acento ruso y otro sin acento de ninguna clase porque jamás abría la boca. Ambos sin identidad. Bikiles, los llamaba Yasikov. Soldados. Gente callada que se movía despacio y miraba a todas partes con ojos profesionales. No se apartaban de su lado desde que llegaron al bar del hotel sin llamar la atención, uno de ellos con una bolsa deportiva colgada al hombro, y la acompañaron –el que hablaba le pidió antes, en voz baja y por favor, que detallase el aspecto de los pistoleros– hasta un Mercedes de cristales tintados que aguardaba en la puerta. Ahora la bolsa deportiva estaba abierta sobre una mesa, y dentro relucía suave el pavonado de una pistola ametralladora Skorpion.

Vio a Yasikov a la mañana siguiente. Vamos a intentar resolver el problema, dijo el ruso. Mientras tanto, procura no pasearte mucho. Y ahora sería útil que me explicaras qué diablos pasa. Si. Qué cuentas dejaste atrás. Quiero ayudarte, pero no buscarme enemigos gratis, ni interferir en cosas de gente que pueda estar relacionada conmigo para otros negocios. Eso, niet de niet. Si se trata de mejicanos me da lo mismo, porque nada he perdido allí. No. Pero con los colombianos necesito estar a buenas. Sí. Son mejicanos, confirmó Teresa. De Culiacán, Sinaloa. Mi pinche tierra. Entonces me da igual, fue la respuesta de Yasikov. Puedo ayudarte. De modo que Teresa encendió un cigarrillo, y luego otro y otro más, y durante un rato largo puso a su interlocutor al corriente de aquella etapa de su vida que por un tiempo creyó cerrada para siempre: el Batman Güemes, don Epifanio Vargas, las transas del Güero Dávila, su muerte, la fuga de Culiacán, Melilla y Algeciras. Coincide con los rumores que había oído, concluyó el otro cuando ella hubo terminado. Excepto tú, nunca vimos mejicanos por aquí. No. El auge de tus negocios ha debido refrescarle a alguien la memoria.

Decidieron que Teresa seguiría haciendo vida normal –no puedo estar encerrada, dijo ella, bastante tiempo lo estuve ya en El Puerto–, pero tomando precauciones y con los dos bikiles de Yasikov junto a ella a sol y a sombra. También deberías llevar un arma, sugirió el ruso. Pero ella no quiso. No mames, dijo. Güey. Estoy limpia y quiero seguir estándolo. Una posesión ilegal bastaría para ponerme otra vez a catchear en prisión. Y, tras pensarlo un momento, el otro estuvo de acuerdo. Cuídate entonces, concluyó. Que yo me ocupo.

Teresa lo hizo. Durante la semana siguiente vivió con los guaruras pegados a sus talones, evitando dejarse ver demasiado. Todo el tiempo se mantuvo lejos de su casa –un apartamento de lujo en Puerto Banús, que en esa época ya pensaba sustituir por una casa junto al mar, en Guadalmina Baja–, y fue Pati quien anduvo de un lado a otro con ropa, libros y lo necesario. Guardaespaldas como en las películas, decía. Esto parece L. A. Confidencial. Pasaba mucho tiempo acompañándola, de charla o viendo la tele, con la mesita del salón espolvoreada de blanco, ante la mirada inexpresiva de los dos hombres de Yasikov. Al cabo de una semana, Pati les dijo feliz Navidad –era mediados de marzo– y puso sobre la mesa, junto a la bolsa de la Skorpion, dos gruesos fajos de dinero. Un detalle, dijo. Para que ustedes se tomen algo. Por lo bien que cuidan de mi amiga. Ya estamos pagados, dijo el que hablaba con acento, después de mirar el dinero y mirar a su camarada. Y Teresa pensó que Yasikov pagaba muy bien a su gente, o que ellos le tenían mucho respeto al ruso. Quizá las dos cosas. Nunca llegó a saber cómo se llamaban. Pati siempre se refería a ellos como Pixie y Dixie.

Los dos paquetes están localizados, informó Yasikov. Un colega que me debe favores acaba de llamar. Así que te tendré al corriente. Se lo dijo por teléfono en vísperas de la reunión con los italianos, sin darle importancia aparente, en el curso de una conversación sobre otros asuntos. Teresa estaba con su gente, planificando la compra de ocho lanchas neumáticas de nueve metros de eslora que serían almacenadas en una nave industrial de Estepona hasta el momento de echarlas al agua. Al apagar el teléfono encendió un cigarrillo para darse tiempo, preguntándose cómo iba a solucionar su amigo ruso el problema. Pati la miraba. Y a veces, decidió irritada, es como si ésta me adivinara el pensamiento. Además de Pati –Teo Aljarafe estaba en el Caribe, y Eddie Álvarez, relegado a tareas administrativas, ocupándose del papeleo bancario en Gibraltar–, se hallaban presentes dos nuevos consejeros de Transer Naga: Farid Lataquia y el doctor Ramos. Lataquia era un maronita libanés propietario de una empresa de importación, tapadera de su verdadera actividad, que era conseguir cosas. Pequeño, simpático, nervioso, el pelo clareándole en la coronilla y frondoso bigote, había hecho algún dinero con el tráfico de armas durante la guerra del Líbano –estaba casado con una Gemayel–, y ahora vivía en Marbella. Si le proporcionaban medios suficientes, era capaz de encontrar cualquier cosa. Gracias a él, Transer Naga disponía de una ruta fiable para la cocaína: viejos pesqueros de Huelva, yates privados o destartalados mercantes de poco tonelaje que, antes de cargar sal en Torrevieja, recibían en alta mar la droga que entraba en Marruecos por el Atlántico, y en caso necesario hacían de nodrizas para las planeadoras que operaban en la costa oriental andaluza. En cuanto al doctor Ramos, había sido médico de la marina mercante, y era el táctico de la organización: planificaba las operaciones, los puntos de embarque y alijo, las artimañas de diversión, el camuflaje. Cincuentón de pelo gris, alto y muy flaco, descuidado de aspecto, siempre vestía viejas chaquetas de punto, camisas de franela y pantalones arrugados. Fumaba en pipas de cazoletas requemadas, llenándolas con parsimonia –resultaba el hombre más tranquilo del mundo– de un tabaco inglés salido de cajas de latón que le deformaban los bolsillos llenos de llaves, monedas, mecheros, atacadores de pipa y los objetos más insospechados. Una vez, al sacar un pañuelo –los usaba con sus iniciales bordadas, como antiguamente– se le había caído al suelo una linternita enganchada a un llavero de propaganda de yogur Danone. Sonaba como un chatarrero, al caminar.

–Una sola identidad –decía el doctor Ramos–. Un mismo folio y matrícula cada Zodiac. Idéntico para todas. Como las echaremos al agua de una en una, no hay el menor problema... En cada viaje, una vez cargadas, a las gomas se les quita el rótulo y se vuelven anónimas. Para más seguridad podemos abandonarlas después, o que alguien se haga cargo de ellas. Pagando, claro. Así amortizamos algo.

–¿No es muy descarado lo de la misma matrícula? –Irán al agua de una en una. Cuando la A esté operando, la numeración se la ponemos a la B. De esa forma, como todas serán iguales, siempre tendremos una amarrada en su pantalán, limpia. A efectos oficiales, nunca se habrá movido de ahí.

–¿Y la vigilancia en el puerto?

El doctor Ramos sonrió apenas, con sincera modestia. El contacto próximo era también su especialidad: guardias portuarios, mecánicos, marineros. Andaba por allí, aparcado su viejo Citroen Dos Caballos en cualquier parte, charlando con unos y otros, la pipa entre los dientes y el aire despistado y respetable. Tenía un pequeño barquito a motor en Cabopino con el que iba de pesca. Conocía cada lugar de la costa y a todo el mundo entre Málaga y la desembocadura del Guadalquivir.

–Eso está controlado. Nadie molestará. Otra cosa es que vengan a investigar de fuera, pero ese flanco no puedo cubrirlo yo. La seguridad exterior rebasa mis competencias.

Era cierto. Teresa se ocupaba de eso gracias a las relaciones de Teo Aljarafe y algunos contactos de Pati. Un tercio de los ingresos de Transer Naga se destinaba a relaciones públicas a ambas orillas del Estrecho; eso incluía a políticos, personal de la Administración, agentes de la seguridad del Estado. La clave consistía en negociar, según los casos, con información o con dinero. Teresa no olvidaba la lección de Punta Castor, y había dejado capturar algunos alijos importantes –inversiones a fondo perdido, las llamaba– para ganarse la voluntad del jefe del grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol, el comisario Nino Juárez, viejo conocido de Teo Aljarafe. También las comandancias de la Guardia Civil se beneficiaban de información privilegiada y bajo control, apuntándose éxitos que engrosaban las estadísticas. Hoy por ti, mañana por mí, y de momento me debes una. O varias. Con algunos mandos subalternos o ciertos guardias y policías, las delicadezas eran innecesarias: un contacto de confianza ponía sobre la mesa un fajo de billetes, y asunto resuelto. No todos se dejaban comprar; pero hasta en esas ocasiones solía funcionar la solidaridad corporativa. Era raro que alguien denunciase a un compañero, excepto en casos escandalosos. Además, las fronteras del trabajo contra la delincuencia y la droga no siempre estaban definidas; mucha gente trabajaba para los dos bandos a la vez, se pagaba con droga a los confidentes, y el dinero era la única regla a la que atenerse. Respecto a determinados políticos locales, con ellos tampoco era necesario mucho tacto. Teresa, Pati y Teo cenaron varias veces con Tomás Pestaña, alcalde de Marbella, para tratar sobre la recalificación de unos terrenos que podían destinarse a la construcción. Teresa había aprendido muy pronto –aunque sólo ahora comprobaba las ventajas de estar arriba de la pirámide– que a medida que beneficias al conjunto social obtienes su respaldo. Al final, hasta al estanquero de la esquina le conviene que trafiques. Y en la Costa del Sol, como en todas partes, presentarse con un buen aval de fondos para invertir abría muchas puertas. Luego todo era cuestión de habilidad y de paciencia. De comprometer poco a poco a la gente, sin asustarla, hasta que su bienestar dependiera de una. Dejándosela ir requetesuave. Con cremita. Era como lo de los juzgados: empezabas con flores y bombones para las secretarias y terminabas haciéndote con un juez. O con varios. Teresa había logrado poner en nómina a tres, incluido un presidente de Audiencia para quien Teo Aljarafe acababa de adquirir un apartamento en Miami.

Se volvió a Lataquia. –¿Qué hay de los motores?