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–No ha sido fácil –dijo–. Nos faltan seis unidades. Estoy haciendo gestiones.
–¿Y los accesorios?
–Los pistones Wiseco llegaron hace tres días, sin problemas. También las jaulas de rodamientos para las bielas... En cuanto a los motores, puedo completar la partida con otras marcas.
–Te pedí –dijo Teresa lentamente, recalcando las palabras– pinches Yamahas de doscientos veinticinco caballos, y carburadores de doscientos cincuenta... Eso es lo que te pedí.
Observó que el libanés, inquieto, miraba al doctor Ramos en demanda de apoyo, pero el rostro de éste permaneció inescrutable. Chupaba su pipa, envuelto en humo. Teresa sonrió para sus adentros. Que cada palo aguante su vela.
Ya lo sé –Lataquia aún miraba al doctor, el aire resentido–. Pero conseguir dieciséis motores de golpe no es fácil. Ni siquiera un distribuidor oficial puede garantizarlo en tan poco tiempo.
–Tienen que ser todos los motores idénticos –puntualizó el otro–. Si no, adiós cobertura.
Encima colabora, decían los ojos del libanés. Ibn charmuta. Debéis de creer que los fenicios hacemos milagros.
–Qué lastima –se limitó a decir–. Todo ese gasto para un viaje.
–Mira quién lamenta los gastos –apuntó Pati, que encendía un cigarrillo–. Míster Diez por Ciento –expulsó el humo lejos, frunciendo mucho los labios–... El pozo sin fondo.
Se reía un poquito, casi al margen como de costumbre. En pleno disfrute. Lataquia ponía cara de incomprendido.
–Haré lo que pueda.
–Estoy segura de que sí –dijo Teresa.
Nunca dudes en público, había dicho Yasikov. Rodéate de consejeros, escucha con atención, tarda en pronunciarte si hace falta; pero después nunca titubees delante de los subalternos, ni dejes discutir tus decisiones cuando las tomes. En teoría, un jefe no se equivoca nunca. No. Cuanto dice ha sido meditado antes. Sobre todo es cuestión de respeto. Si puedes, hazte querer. Claro. Eso también asegura lealtades. Sí. En todo caso, puestos a elegir, es preferible que te respeten a que te quieran.
–Estoy segura –repitió.
Aunque todavía mejor que te respeten es que te teman, pensaba. Pero el temor no se impone de golpe, sino de forma gradual. Cualquiera puede asustar a otros; eso está al alcance de no importa qué salvaje. Lo difícil es irse haciendo temer poco a poco.
Lataquia reflexionaba, rascándose el bigote.
–Si me autorizas –concluyó al fin–, puedo hacer gestiones fuera. Conozco gente en Marsella y en Génova... Lo que pasa es que tardarían un poco más. Y están los permisos de importación y todo eso.
–Arréglatelas. Quiero esos motores –hizo una pausa, miró la mesa–. Y otra cosa. Hay que ir pensando en un barco grande –alzó los ojos–. No demasiado. Con toda la cobertura legal en regla.
–¿Cuánto quieres gastar?
–Setecientos mil dólares. Cincuenta mil más, como mucho.
Pati no estaba al corriente. La observaba de lejos, fumando, sin decir nada. Teresa evitó mirarla. A fin de cuentas, pensó, siempre dices que soy yo quien dirige el negocio. Que estás cómoda así.
–¿Para cruzar el Atlántico? –quiso saber Lataquia, que había captado el matiz de los cincuenta mil extra. –No. Sólo que pueda moverse por aquí. –¿Hay algo importante en marcha?
El doctor Ramos se permitió una mirada de censura. Preguntas demasiado, decía su flemático silencio. Fíjate en mí. O en la señorita O'Farrell, ahí sentada, tan discreta como si estuviese de visita.
–Puede que lo haya –respondió Teresa–. ¿Qué tiempo necesitas?
Ella sabía el tiempo de que disponía. Poco. Los colombianos estaban a punto de caramelo para un salto cualitativo. Una sola carga, de golpe, que abasteciera por un tiempo a italianos y rusos. Yasikov la había sondeado al respecto y Teresa prometió estudiarlo.
Lataquia volvió a rascarse el bigote. No sé, dijo. Un viaje para echar un vistazo, las formalidades y el pago. Tres semanas, como mínimo.
–Menos. –Dos semanas. –Una.
–Puedo probar –suspiró Lataquia–. Pero saldrá más caro.
Teresa se echó a reír. En el fondo la divertían las mañas de aquel cabrón. Con él, una de cada tres palabras era dinero.
–No me chingues, libanés. Ni un dólar más. Y órale, que se quema el chilorio.
La reunión con los italianos se celebró al día siguiente por la tarde, en el apartamento de Sotogrande. Máxima seguridad. Además de los italianos –dos hombres de la N'Drangheta calabresa llegados aquella mañana al aeropuerto de Málaga–, sólo asistieron Teresa y Yasikov. Italia se había convertido en el principal consumidor europeo de cocaína, y la idea era asegurar un mínimo de cuatro cargamentos de setecientos kilos por año. Uno de los italianos, un individuo maduro con patillas grises y chaqueta de ante, el aire de próspero hombre de negocios deportivo y a la moda, que llevaba la voz cantante –el otro estaba callado todo el rato, o se inclinaba de vez en cuando para deslizarle a su colega unas palabras al oído–, lo explicó con detalle en un español bastante aceptable. El momento era óptimo para establecer esa conexión: a Pablo Escobar lo acosaban en Medellín, los hermanos Rodríguez Orejuela veían muy disminuida su capacidad de operar directamente en los Estados Unidos, y los clanes colombianos necesitaban compensar en Europa las pérdidas que les ocasionaba el verse desplazados en Norteamérica por las mafias mejicanas. Ellos, la N'Drangheta, pero también la Mafia de Sicilia y la Camorra napolitana –en buenas relaciones y todos hombres de honor, añadió muy serio, después que su compañero le susurrase algo–, necesitaban asegurarse un suministro constante de clorhidrato de cocaína con una pureza del noventa al noventa y cinco por ciento –podrían venderlo a sesenta mil dólares el kilo, tres veces más caro que en Miami o San Francisco–, y también pasta de coca base con destino a refinerías clandestinas locales. En este punto, el otro –flaco, barba recortada, vestido de oscuro, aspecto antiguo– había vuelto a decirle algo al oído, y el compañero alzó un dedo admonitorio, frunciendo la frente exactamente igual que Robert de Niro en las películas de gangsters.
–Cumplimos con quien cumple –puntualizó. Y Teresa, que no perdía detalle, pensó que la realidad imitaba a la ficción, en un mundo donde los gangas iban al cine y veían la tele como el que más. Un negocio amplio y estable, estaba diciendo ahora el otro, con perspectivas de futuro, siempre y cuando las primeras operaciones salieran a gusto de todos. Luego explicó algo de lo que Teresa ya estaba al corriente por Yasikov: que sus contactos en Colombia tenían lista la primera carga, e incluso un barco, el Derly, preparado en La Guaira, Venezuela, para estibar los setecientos paquetes de droga camuflados en bidones de diez kilos de grasa para automóviles dispuestos en un contenedor. El resto del operativo era inexistente, dijo, y luego encogió los hombros y se quedó mirando a Teresa y al ruso como si ellos tuvieran la culpa. Para sorpresa de los italianos y del propio Yasikov, Teresa traía elaborada una propuesta concreta. Había pasado la noche y la mañana trabajando con su gente a fin de poner sobre la mesa un plan de operaciones que empezaba en La Guaira y concluía en el puerto de Gioia Tauro, Calabria. Lo planteó todo al detalle: fechas, plazos, garantías, compensaciones en caso de pérdida de la primera carga. Tal vez descubrió más cosas de lo necesario para la seguridad de la operación; pero en aquella fase, comprendió al primer vistazo, todo era cuestión de impresionar a la clientela. El aval de Yasikov y la Babushka sólo la cubría hasta cierto punto. Así que, a medida que hablaba, rellenando las lagunas operativas según iban presentándose, procuró ensamblarlo todo con la apariencia de algo muy calculado, sin cabos sueltos. Ella, expuso, o más bien una pequeña sociedad marroquí llamada Ouxda Imexport, filial–tapadera de Transer Naga con sede en Nador, se haría cargo de la mercancía en el puerto atlántico de Casablanca, transbordándola a un antiguo dragaminas inglés abanderado en Malta, el Howard Morhaim, que aquella misma mañana –Farid Lataquia se había movido rápido– supo disponible. Después, aprovechando el mismo viaje, el barco seguiría hasta Constanza, en Rumania, para entregar allí otra carga que ya esperaba almacenada en Marruecos, destinada a la gente de Yasikov. La coordinación de las dos entregas abarataría el transporte, reforzando también la seguridad. Menos viajes, menos riesgos. Rusos e italianos compartiendo gastos. Linda cooperación internacional. Etcétera. La única pega era que ella no aceptaba parte del pago en droga. Sólo transporte. Y sólo dólares.
Los italianos estaban encantados con Teresa y encantados con el negocio. Iban a sondear posibilidades y se encontraban con una operación entre las manos. Cuando llegó la hora de tratar aspectos económicos, costos y porcentajes, el de la chaqueta de ante conectó su teléfono móvil, se disculpó y estuvo veinte minutos hablando desde la otra habitación, mientras Teresa, Yasikov y el italiano de la barba recortada y el aire antiguo se miraban sin decir palabra, en torno a la mesa cubierta de folios que ella había llenado de cifras, diagramas y datos. Al fin el otro apareció en la puerta. Sonreía, e invitó a su compañero a reunirse un momento con él. Entonces Yasikov le encendió a Teresa el cigarrillo que ésta se llevaba a la boca.
–Son tuyos –dijo–. Sí.
Teresa recogió los papeles sin decir palabra. A veces miraba a Yasikov: el ruso sonreía, alentador, pero ella permaneció seria. Nunca hay nada hecho, pensaba, hasta que está hecho. Cuando volvieron los italianos, el de la chaqueta de ante lo hizo con gesto risueño, y el de aspecto antiguo parecía más relajado y menos solemne. Cazzo, dijo el risueño. Casi sorprendido. Nunca habíamos hecho tratos con una mujer. Después añadió que sus superiores daban luz verde. Transer Naga acababa de obtener la concesión exclusiva de las mafias italianas para el tráfico marítimo de cocaína hacia el Mediterráneo oriental.
Los cuatro lo celebraron aquella misma noche, primero con una cena en casa Santiago y luego en Jadranka, donde se les unió Pati O'Farrell. Teresa supo más tarde que la gente del DOCS, los policías del comisario Nino Juárez, los estuvieron fotografiando desde una Mercury camuflada, en el transcurso de un control de vigilancia rutinario; pero aquellas fotos no tuvieron consecuencias: los de la N'Drangheta nunca fueron identificados. Además, cuando pocos meses más tarde Nino Juárez entró en la nómina de sobornos de Teresa Mendoza, ese expediente, entre otras muchas cosas, se traspapeló para siempre.
En Jadranka, Pati estuvo encantadora con los italianos. Hablaba su idioma y era capaz de contar chistes procaces con impecable acento que los otros dos, admirados, identificaron como toscano. No hizo preguntas, ni nadie dijo nada de lo conversado en la reunión. Dos amigos, una amiga. La jerezana sabía de qué iban aquellos dos, pero siguió admirablemente la onda. Ya tendría ocasión de conocer detalles más tarde. Hubo muchas risas y muchas copas que contribuyeron a favorecer más el clima del negocio. No faltaron dos hermosas ucranianas altas y rubias, recién llegadas de Moscú, donde habían hecho películas porno y posado para revistas antes de integrarse en la red de prostitución de lujo que controlaba la organización de Yasikov; ni tampoco unas rayas de cocaína que los dos mafiosos, que se destaparon más extrovertidos de lo que parecían en el primer contacto, liquidaron sin reparos en el despacho del ruso, sobre una bandejita de plata. Tampoco Pati hizo ascos. Vaya napias las de mis primos, comentó frotándose la nariz empolvada. Estos coliflori mafiosi la sorben desde un metro de distancia. Llevaba demasiadas copas encima; pero sus ojos inteligentes, fijos en Teresa, tranquilizaron a ésta. Sosiégate, Mejicanita. Yo te pongo en suerte a estos pájaros antes de que las dos putillas bolcheviques los alivien de fluidos y de peso. Mañana me cuentas.
Cuando todo estuvo encarrilado, Teresa se dispuso a despedirse. Un día duro. No era trasnochadora, y sus guardaespaldas rusos la esperaban, uno apoyado en un rincón de la barra, otro en el aparcamiento. La música hacía pumba, pumba, y la luz de la pista la iluminaba a ráfagas cuando estrechó las manos de los de la N'Drangheta. Un placer, dijo. Ha sido un placer. Chi vediamo, dijeron los otros, apalancado cada uno con su rubia. Abotonó su chaqueta Valentino de piel negra, disponiéndose a salir mientras notaba moverse detrás al guarura de la barra. Al mirar en torno buscando a Yasikov lo vio venir entre la gente. Se había disculpado cinco minutos antes, reclamado por una llamada telefónica.
–¿Algo va mal? –preguntó ella al verle la cara. Niet, dijo el otro. Todo va bien. Y he pensado que antes de ir a casa tal vez quieras acompañarme. Un pequeño paseo, añadió. No lejos de aquí. Estaba desacostumbradamente serio, y a Teresa se le encendieron las luces de alarma.
–¿Qué es lo que pasa, Oleg?
–Sorpresa.
Vio que Pati, sentada en conversación con los italianos y las dos rusas, los miraba inquisitiva y hacía ademán de levantarse; pero Yasikov enarcó una ceja y Teresa negó con la cabeza. Salieron los dos, seguidos por el guardaespaldas. En la puerta esperaban los coches, el segundo hombre de Teresa al volante del suyo y el Mercedes blindado de Yasikov con chófer y un guarura en el asiento delantero. Un tercer coche aguardaba algo más lejos, con otros dos hombres en su interior: la escolta permanente del ruso, sólidos chicos de Solntsevo, dóbermans cuadrados como armarios. Todos los coches tenían los motores en marcha.
–Vamos en el mío –dijo el ruso, sin responder a la pregunta silenciosa de Teresa.
Qué se traerá entre manos, pensaba ella. Este ruski resabiado y requetecabrón. Circularon en discreto convoy durante quince minutos, dando vueltas hasta comprobar que no los seguía nadie. Después tomaron la autopista hasta una urbanización de Nueva Andalucía. Allí, el Mercedes entró directamente en el garaje de un chalet con pequeño jardín y muros altos, todavía en construcción. Yasikov, el rostro impasible, sostuvo la puerta del automóvil para que saliera Teresa. Lo siguió por la escalera hasta llegar a un vestíbulo vacío, con ladrillos apilados contra la pared, donde un hombre fornido, con polo deportivo, que hojeaba una revista sentado en el suelo a la luz de una lámpara de gas butano, se levantó al verlos entrar. Yasikov le dirigió unas palabras en ruso, y el otro asintió varias veces. Bajaron al sótano, apuntalado por vigas metálicas y tablones. Olía a cemento fresco y a humedad. En la penumbra se distinguían herramientas de albañilería, bidones con agua sucia, sacos de cemento. El hombre del polo deportivo subió la intensidad de la llama de una segunda lámpara que colgaba de una viga. Entonces Teresa vio al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez. Estaban desnudos, atados con alambre por las muñecas y los tobillos a sillas blancas de camping. Y tenían aspecto de haber conocido noches mejores que aquélla.
–No sé nada más –gimió el Gato Fierros.
No los habían torturado mucho, comprobó Teresa: sólo un tratamiento previo, casi informal, rompiéndoles un tantito la madre a la espera de instrucciones más precisas, con un par de horas de plazo para que dieran vueltas a la imaginación y maduraran, pensando menos en lo sufrido que en lo que faltaba por sufrir. Los cortes de navaja en el pecho y los brazos eran superficiales y apenas sangraban ya. El Gato tenía una costra seca en los orificios nasales; su. labio superior partido, hinchado, daba un tono rojizo a la baba que le caía por las comisuras de la boca. Se habían cebado un poco más al golpearlo con una varilla metálica en el vientre y los muslos: escroto inflamado y cardenales recientes en la carne tumefacta. Olía muy agrio, a orines y a sudor y a miedo del que se enrosca en las tripas y las afloja. Mientras el hombre del polo deportivo hacía pregunta tras pregunta en un español torpe, con fuerte acento, intercalando sonoras bofetadas que volvían a uno y otro lado el rostro del mejicano, Teresa observaba, fascinada, la enorme cicatriz horizontal que deformaba su mejilla derecha; la marca del plomo calibre 45 que ella misma le había disparado a bocajarro unos años atrás, en Culiacán, el día que el Gato Fierros decidió que era una lástima matarla sin divertirse un poco antes, va a morirse igual y sería un desperdicio, fue lo que dijo, y luego el puñetazo impotente y furioso de Potemkin Gálvez destrozando la puerta de un armario: el Güero Dávila era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra, matémosla pero con respeto. El caño negro del Python acercándose a su cabeza, casi piadoso, quita no te salpique, carnal, y apaguemos. Chale. El recuerdo llegaba en oleadas, cada vez más intenso, haciéndose físico al fin, y Teresa sintió arderle lo mismo el vientre que la memoria, el dolor y el asco, la respiración del Gato Fierros en su cara, la urgencia del sicario clavándose en sus entrañas, la resignación ante lo inevitable, el tacto de la pistola en la bolsa puesta en el suelo, el estampido. Los estampidos. El salto por la ventana, con las ramas lacerándole la carne desnuda. La fuga. Ahora no sentía odio, descubrió. Sólo una intensa satisfacción fría. Una sensación de poder helado, muy apacible y tranquilo.
Juro que no sé nada más –seguían restallando las bofetadas en las oquedades del sótano–... Lo juro por la vida de mi madre.
Tenía madre, el hijo de la chingada. El Gato Fierros tenía una pinche mamacita como todo el mundo, allá en Culiacán, y sin duda le mandaba dinero para aliviar su vejez cuando cobraba cada muerte, cada violación, cada madriza. Sabía más, por supuesto. Aunque acababan de sacarle el mole a tajos y puros golpes, sabía más sobre muchas cosas; pero Teresa estaba segura de que lo había contado todo sobre su viaje a España y sus intenciones: el nombre de la Mejicana, la mujer que se movía en el mundo del narco en la costa andaluza, llegaba hasta la antigua tierra culichi. Así que a quebrársela. Viejas cuentas, inquietud por el futuro, por la competencia o por vaya usted a saber qué. Ganas de atar cabos sueltos. El Batman Güemes estaba en el centro de la tela de araña, naturalmente. Eran sus gatilleros, con una chamba a medio cumplir. Y el Gato Fierros, menos bravo atado con alambre a su absurda silla blanca que en el pequeño apartamento de Culiacán, soltaba la lengua a cambio de ahorrarse una parcelita de dolor. Aquel bato destripador que tanto galleaba escuadra al cinto, en Sinaloa, culeando viejas antes de bajárselas. Todo era lógico y natural como para no acabárselo.